Ojo por diente
Todo esto es mentira, una patraña para desprestigiar al juez de paz; porque si lo trataran de ladrón o de prevaricador o hasta de violador -abusando de la leyenda difundida por aquella muchachita convocada en el despacho de su señoría para una deposición…-, pero acusarlo de esto, ¡y en qué forma! Ahí está, eso es cosa de la maldita oposición, deslenguada, envidiosa, amargada, incapaz de otra cosa que no sea difamación, bajeza. Además, ¡el procedimiento empleado! Ya el color de las gruesas letras con que un buen día amanecieron embadurnadas las paredes de algunas casas de la calle principal, podían hacer sospechar. Es cierto que luego los letreros se fueron pareciendo al arco iris del propio cielo, pero por puro disimulo; además ya se había producido el contraataque, de manera que nadie sabía más quién ni cómo había pintado. Ahora ya nadie entiende más nada en el pueblo. Ninguna investigación ha podido aclarar el misterio de los pintores nocturnos. Ni las multiplicadas rondas de los vigilantes; apenas los tabachís daban la vuelta a la manzana que cuando volvían, ya estaban las terribles acusaciones, goteando su infamia todavía fresca. Es cosa de brujería, son los poras, decían los soldaditos, y había que amenazarles con duros castigos, controlarles con la «brigada especial», comandada por el propio hijo del juez, para vencer el miedo y la resistencia a esas rondas endemoniadas. Las noches del pueblo se llenaron de «¡altos!», «carajos», «recontras» y ruidos de los cerrojos de los fusiles; de poras que pintaban leyendas contra el «juez cuatrero». La acusación cayó como una bomba en el pueblo. No se trata de poner en duda o dar automáticamente por bien fundada la imputación. La cosa es que en este pueblo el ganado vale más que la mujer y carnear un animal ajeno es peor que matar a un hermano de padre y madre. Sí señor, esto viene de lejos y… es largo de explicar. Peor que liquidar a un pariente cercano; el delito es grave, gravísimo. Y además, ¡esa publicidad vergonzosa! Porque siempre hubo cuatrerismo en la región y hasta cuatreros famosos, como aquel Mate Cocido, que se decía «protector de los pobres», porque ayudaba a unos cuantos zaparrastrosos que le encubrían, y fue muerto como un perro, como el perro que mordió al hijo del Intendente, acribillado a balazos por la «junta de vecinos», fundada para perseguirlo y comandada por el propio señor comisario. Sí señor, hubo cuatreros por aquí, a montones; y al fin de cuentas, el juez es un ser humano… tanto más que él maneja el registro de transferencia de ganados. Pero esto es cosa de la oposición, sin ninguna duda, como venganza, en primer lugar porque eran principalmente animales de los caudillos opositores los que desaparecían, y en segundo, porque estos infelices son unos malhablados de mierda, capaces de cualquier cosa. Hay que ver lo que hicieron cuando el juez dictó un bando atribuyendo la desaparición de ganados a la presencia de un jaguar en la zona. «juez jaguar» fue lo único que se les ocurrió agregar a las otras inscripciones. Y sin embargo, cerca del lugar del delito, se encontraban siempre rastros de un animal sanguinario como el jaguar, pisadas en la tierra y sobre todo una marca profunda de garras en el sitio en que se había consumado el hecho.
¿Qué pájaro y qué cuervo, qué alma en pena, qué murciélago escribía las leyendas nocturnas?, se preguntaban todos en el pueblo. Y así como no había tenido ningún efecto el bando, tampoco sirvió para nada la vaquillona que el mismo juez ofrendó a la Virgen del Rosario, y que valió algunos sermones en la misa principal de los domingos, en los que el cura Laya condenaba la maledicencia y prometía los peores tormentos del infierno para los que levantaban falso testimonio, el dizque embustero, el infundio, faltando así a las sagradas prescripciones del tercer mandamiento de la Ley Divina. «Pecado mortal; alma condenada al báratro de las tinieblas eternas, el sempiterno fuego del averno», gritaba el Padre desde el púlpito sostenido por unos angelotes gordos que soplaban las cometas del juicio final. Pero las feroces admoniciones solo asustaban a algunas viejas beatas, que en medio de la sordera escuchaban fragmentos de las palabras terribles y veían los rayos lanzados por las manos y los ojos del sacerdote y los del espíritu santo de lata sobre su cabeza leonina.
Entonces vino el contraataque a fondo del juez. Como medida previa hizo apresar a todos los principales jefes opositores. Bien merecido; pero las inscripciones no solo no cesaron, sino que por el contrario aumentaron. Cansado de hacer borronear las letrotas, mandó pintar sistemáticamente con su gente otras al lado de las que le acusaban. Comenzó con los caudillos adversos más conocidos. «Bartolo Jiménez cuatrero», «Antonio Portillo cuatrero», «Domingo Asayé cuatrero», «Amancio Peralta cuatrero»… Aquello fue una carrera, un torbellino de pincelazos y letrones, de colores y de nombres. Porque, finalmente, el juez no se detuvo en los nombres de los opositores; como tenía la lista de los habitantes del pueblo, los fue denunciando a todos, por si las moscas… Hasta que tuvo que poner más atención en sus leyendas cuando vino el comisario con un piquete de soldados a averiguar por qué había difamado a su suegro y miembro de la junta local del Partido.
Bueno, la cosa es que en este pueblo no hay demasiada gente para tanta pintura; pero, como es bien sabido aquí, el juez es letrado y hombre de recursos. Recomenzó la lista con los marcantes de la gente: «Lorito cuarto cuatrero», «Antonio karë cuatrero», «Vela de sebo cuatrero», «Burro lápiz cuatrero»… Pero eso sí, respetó las jerarquías y caballerescamente a las mujeres. El comisario, el cura, el intendente, el presidente del Partido, el maestro, el boticario, el jefe de Impuestos Internos, el representante de la Corporación de Alcoholes y otros notables estaban fuera de toda sospecha, sobre todo teniendo en cuenta el incidente con el suegro del señor comisario; además, no era el caso de sembrar la anarquía y soliviantar a la oposición. Y las mujeres, naturalmente, por caballerosidad y porque veía mal cómo podrían andar carneando de noche vacas ajenas, salvo doña María, la viuda del inglés. Una estanciera rica, más si es mujer-macho como esta, puede hacer las peores cosas, hasta matar novillos o toros de cría.
Noche a noche, noche tras noche, noche y noche pinta que te pinta; ángeles o demonios, sombras o lechuzas, poras o cristianos mañeros escribiendo gruesas letras con la acusación vergonzosa contra la autoridad. Con el mismo entusiasmo, la gente del juez replicando dale que dale, retribuyendo pincelazo por pincelazo, cuatrero por cuatrero. Las fachadas se llenaron de nombres, de marcantes y por sobre todo, la superior presencia del juez, gran señor de las paredes del pueblo. Cuando ya no hubo muros en dónde pintar, ni siquiera en los ranchos de los suburbios, aparecieron inscripciones en las barrigas de los burros, sobre las costillas de los perros y en los flancos de las vacas, especialmente en los de colores claros, aunque la pintura blanca solucionaba perfectamente el caso de los pelos oscuros; el problema se planteó con los overos, los pintados y los morunos, sobre los que era difícil distinguir las letras. Esta fase desagradó mucho a todo el mundo; una ola de protestas indignadas se levantó unánimemente. Para evitar la destrucción de las bellezas naturales, de esos adornos del pueblo -una vaca embadurnada es horrible, un perro pintado parece un pora, un burro manchado es indecente-, el juez hizo colocar grandes paneles en la plazoleta que está entre la Iglesia y la Municipalidad. Fue un suspiro de alivio popular y hasta atrajo una decena de turistas, entre ellos un gringo fotógrafo que se incorporó a la vida del pueblo con el marcante de Duende de Lata. Pero la cosa es que también esos cartelones se están llenando…
Yo, Sinforiano Santacruz, juez de paz letrado de este pueblo, preocupado por el bienestar de la población, acabo de ordenar que se coloquen nuevos paneles de tela blanca en la plazoleta del puerto. Cumplido con mi deber de magistrado, me pongo mi piel de jaguar, tomo mi gran garra de jaguar y me voy a realizar mi acostumbrada gira campestre…
FIN
Rubén Bareiro Saguier. (Villeta, 1930 − 2014)1 fue un escritor, poeta y abogado paraguayo. Licenciado en Letras por la Universidad Nacional de Asunción. Doctor de Estado en Letras y Ciencias Humanas por la Universidad Paúl Valéry-Montpellier III.