Monte Veritá
Después me dijeron que no habían encontrado nada. Ni el menor rastro de nadie, ni vivo ni muerto. Enloquecidos por la ira, y yo creo que por el miedo, habían conseguido irrumpir por fin entre aquellos muros prohibidos, temidos y evitados durante innumerables años, para encontrarse con el silencio. Defraudadas, desconcertadas, aterrorizadas, furiosas ante la vista de aquellas celdas vacías, de aquel patio desnudo, las gentes del valle recurrieron a los primitivos métodos que tantos aldeanos habían utilizado durante tantos siglos: el fuego y la destrucción.
Era la única respuesta, supongo, a algo que no comprendían. Luego, disipada su ira, debieron de darse cuenta de que nada en absoluto había sido destruido. Los humeantes y ennegrecidos muros que contemplaron sus ojos en el estrellado y frío amanecer les habían burlado a la postre.
Fueron despachadas, naturalmente, expediciones de búsqueda. Los escaladores más expertos, sin arredrarse ante la pelada roca de la cima de la montaña, recorrieron toda la cordillera, de Norte a Sur, de Este a Oeste, sin resultado.
Y ése es el final de la historia. Nada más se sabe.
Dos hombres del pueblo me ayudaron a llevar al valle el cadáver de Víctor, que fue enterrado al pie de Monte Veritá. Creo que le envidié. Él había conservado su sueño.
En cuanto a mí, mi antigua vida me reclamaba de nuevo. La Segunda Guerra Mundial conmovía una vez más al mundo. Hoy, próximo ya a los setenta años, tengo pocas ilusiones; sin embargo, pienso a menudo en Monte Veritá y me pregunto cuál podría haber sido la respuesta final.
Tengo tres teorías, pero ninguna de ellas puede ser cierta.
La primera, y la más fantástica, es que, después de todo, Víctor tenía razón al sostener su creencia de que los habitantes de Monte Veritá habían alcanzado algún extraño estado de inmortalidad que les facultaba, cuando llegaba el momento necesario, para desvanecerse en los cielos, como los profetas de la antigüedad. Los antiguos griegos creían esto de sus dioses, los judíos lo creían de Elías, los cristianos de su Fundador. A todo lo largo de la dilatada historia de la credulidad y de la superstición religiosa, discurre la nunca alterada convicción de que algunas personas alcanzan tal grado de poder y santidad que pueden vencer la muerte. Esta fe es muy profunda en los países orientales y en África; sólo a nuestros sofisticados ojos occidentales parece imposible la desaparición de cosas tangibles, de personas de carne y hueso.
Los maestros religiosos discrepan cuando tratan de explicar la diferencia entre el bien y el mal: lo que para uno es un milagro, es magia negra para otro. Los buenos profetas han sido apedreados, pero también los médicos-brujos. Lo que en una época es blasfemia se convierte en palabra sagrada en la siguiente, y la herejía de hoy es el credo de mañana.
Yo no soy un gran pensador, y nunca lo he sido. Pero, de mis viejos tiempos de escalador, sé con certeza que en las montañas es donde más cerca estamos de quien quiera que sea el Ser. que rige nuestros destinos. Las grandes declaraciones de la antigüedad fueron pronunciadas desde cimas de montañas; los profetas siempre trepaban a ellas. Los santos, los mesías, se reunían con sus padres en las nubes. Para mí, lo declaro solemnemente, es perfectamente verosímil que un poder mágico descendió aquella noche sobre Monte Veritá y llevó a aquellas almas a la salvación.
Recordad, yo mismo vi la luna llena brillando sobre la montaña. Yo también, al mediodía, vi el sol. Lo que vi, oí y sentí no era de este mundo. Pienso en la superficie de la roca, bajo la luna; oigo el cántico de los muros prohibidos; veo la sima, redondeada como un cáliz, entre los dos picos gemelos de la montaña; oigo la risa; veo los desnudos y bronceados brazos alargados hacia el sol.
Cuando recuerdo estas cosas, creo en la inmortalidad.
Luego —y esto quizá sea porque ya han concluido mis días de escalador, y la magia de las montañas pierde su garra sobre los viejos recuerdos, como lo hace sobre las piernas viejas—, recuerdo que los ojos que yo vi aquel último día en Monte Veritá eran los ojos de una persona que vivía y respiraba, y que las manos que yo toqué eran de carne.
Incluso las palabras pronunciadas pertenecían a un ser humano. «No te preocupes por nosotros. Sabemos lo que tenemos que hacer.» Y luego, aquella frase trágica, final: «Deja que Víctor conserve su sueño.»
Y así surge mi segunda teoría, y veo el anochecer, y las estrellas, y el valor de aquella persona que eligió el camino más sabio para sí y para los demás; y, mientras yo regresaba junto a Víctor y las gentes del valle se congregaban para el asalto, el pequeño grupo de creyentes, el último puñado de aquellos buscadores de la Verdad, saltaba a la sima, entre los dos picos, y desaparecían.
Mi tercera teoría me viene a las mientes en momentos en que me siento cínico e inclinado a la soledad, cuando, después de una buena comida en compañía de amigos que no significan nada para mí, me retiro al apartamento que poseo en Nueva York. Contemplando desde la ventana la fantasía de luz y color del resplandeciente mundo en que me desenvuelvo, totalmente desprovisto de ternura y de quietud, siento un repentino anhelo de paz, de comprensión. Entonces, me digo a mí mismo que quizá los habitantes de Monte Veritá habían estado preparándose durante largo tiempo para su marcha y que, cuando el momento llegó, les encontró dispuestos, no ya para la inmortalidad ni para la muerte, sino para la introducción en el mundo de los hombres y las mujeres. Cautelosamente, en secreto, descendieron, sin ser vistos, al valle y mezclándose con las gentes, siguieron cada uno su camino. Al mirar hacia abajo, desde mi apartamento, y contemplar el bullicio y el febril ajetreo de mi mundo, me pregunto si no estará alguno de ellos deambulando por las abarrotadas calles y los atestados trenes subterráneos y si, en el caso de que me decidiera a salir y fuera escudriñando los rostros de los transeúntes, no descubriría a uno de ellos, obteniendo así la respuesta que buscaba.
A veces, al encontrarme con algún desconocido en alguno de mis numerosos viajes, he imaginado sorprender algo excepcional en la forma de una cabeza, en la expresión de unos ojos, algo atrayente y extraño a la vez. Quiero hablar, entablar en seguida una conversación, pero —imaginaciones mías, posiblemente— es como si algún instinto les avisara. Una pausa momentánea, un instante de vacilación, y ya han desaparecido. Unas veces en un tren, otras en la calle atestada de gente, distingo por un instante a alguien dotado de una belleza y una gracia ultraterrenas, y quiero tenderle la mano y decirle en seguida con dulzura: «¿Estaba usted entre los que yo vi en Monte Veritá?» Pero nunca hay tiempo. Se desvanecen, se van, y quedo nuevamente solo, con mi tercera teoría aún por demostrar.
A medida que envejezco —como ya he dicho, estoy rondando los setenta, y la memoria se debilita con los años—, la historia de Monte Veritá se va volviendo más oscura en mis recuerdos y más improbable. Siento por ello, la necesidad de dejarla escrita, antes de que la memoria me falle por completo. Quizás alguno de los que la lean sienta hacia las montañas el mismo amor que yo sentí en otro tiempo y pueda así aportar al relato su propia interpretación.
Una advertencia. Hay muchos picos montañosos en Europa, y puede que gran número de ellos lleven el nombre de Monte Veritá. Los hay en Suiza, en Francia, en España, en Italia y en el Tirol. Prefiero no dar la situación exacta del mío. En nuestros días, después de dos guerras mundiales, ninguna montaña parece inaccesible. Todas pueden escalarse. Si se toman las debidas precauciones, ninguna tiene por qué ser peligrosa. Mi Monte Veritá nunca estuvo protegido por dificultades de altura, de nieve o de hielo. Cualquier persona que tuviese pie firme y seguro podía recorrer tranquilamente el sendero que conducía a la cima, incluso a finales de otoño. No existía ningún peligro que hiciese desistir al montañero a intentar la escalada. Sólo el miedo y la aprensión.
Estoy seguro de que mi Monte Veritá ha sido llevado ya a todos los mapas. Puede que haya campamentos de descanso cerca de la cumbre, incluso un hotel en el pequeño poblado de la ladera oriental y, probablemente, hasta un transbordador eléctrico para transportar a los turistas hasta los dos picos gemelos. Pero aun cuando así sea, me agrada pensar que puede no haber una definitiva profanación; que, a medianoche, cuando la luna llena asciende en el cielo, la superficie de la montaña permanece todavía virgen, inviolada. Y que en invierno, cuando la nieve y el hielo, los vendavales y la niebla hagan imposible para el hombre la ascensión, el rostro de roca de Monte Veritá, sus dos picachos rocosos erguidos hacia el sol, miran silenciosa y compasivamente a este ciego mundo.
Víctor y yo nos conocíamos desde niños. Estudiamos juntos en Marlborough e ingresamos en Cambrigde el mismo año. Yo era por entonces su mejor amigo y, si bien es cierto que al dejar la Universidad empezamos a vernos con poca frecuencia, ello se debió únicamente a que nos movíamos en mundos distintos. Mi trabajo me llevaba con frecuencia al extranjero, mientras que él se hallaba muy atareado administrando sus fincas de Shropshire. Cuando volvíamos a vernos, reanudábamos nuestra vieja amistad como si nunca nos hubiéramos separado.
Mi trabajo era absorbente y el suyo también; pero disponíamos de tiempo y dinero suficientes para dedicarnos a nuestra pasión favorita, que era la de escalar montañas. El montañero moderno, con su equipo y su entrenamiento científico, consideraría nuestras expediciones como las de unos simples aficionados —estoy hablando de aquellos idílicos días que precedieron a la Primera Guerra Mundial—, y ahora, al recordarlo, supongo que eso es precisamente lo que eran. Ciertamente, nada profesional había en aquellos dos jóvenes que, con manos y pies, se aferraban a las rocas de Cumberland y Gales y que, más tarde, con cierta experiencia ya, intentaban en el sur de Europa otros ascensos más arriesgados.
Con el tiempo, nos fuimos haciendo más expertos y menos temerarios, y aprendimos a tratar con respeto a las montañas, a considerarlas, no como un enemigo a vencer, sino como un aliado que ganar. Víctor y yo no emprendíamos ya las escaladas por el deseo de arrostrar el peligro, ni porque quisiéramos añadir nuevas cumbres a nuestra lista. Escalábamos por placer, porque amábamos al aliado que íbamos a ganar.
Las emociones que suscita una montaña pueden llegar a ser más variadas y mudables que las que inspira una mujer. Proporcionan alegría, temor y, también un gran reposo. Es difícil explicar adecuadamente la necesidad que se siente de escalar. Puede que, antiguamente, fuese un deseo de llegar a las estrellas. Hoy, cualquiera puede comprar un billete de avión y sentirse dueño de los cielos. No obstante, no sentirá la roca bajo sus pies, ni el viento sobre el rostro, ni conocerá tampoco ese augusto silencio que sólo existe en las montañas.
Las mejores horas de mi vida son las que pasé, de joven, en las montañas. A ese impulso de derrochar nuestras energías, de suprimir nuestros pensamientos, de sentirnos anulados bajo la amplia capa de los cielos, Víctor y yo lo denominábamos la fiebre de las montañas. Él solía recobrarse antes que yo. Miraba a su alrededor, metódica y cuidadosamente, planeando el descenso, mientras yo permanecía como hechizado, sumido en un sueño que no podía comprender. Había sido puesta a prueba nuestra resistencia, la cumbre era nuestra, pero había algo indefinible que esperaba aún ser conquistado. Siempre me era negada la experiencia que apetecía, y una voz interior parecía decirme que la culpa era mía. Pero eran buenos tiempos aquellos. Los mejores que he conocido…
Un verano, poco después de haber vuelto a Londres, tras un viaje de negocios al Canadá, recibí una carta de Víctor, escrita con inusitada alegría. Se había prometido en matrimonio. Iba a casarse muy pronto. Ella era la muchacha más encantadora que jamás había visto y me pedía que fuese su padrino de bodas. Le contesté, como suele hacerse en estos casos, expresándole mi satisfacción y deseándole toda la felicidad del mundo. Sin embargo, en mi calidad de solterón empedernido, pensaba que perdía otro buen amigo, el mejor de todos, uno más que quedaba prendido entre las redes de la vida doméstica.
La novia era galesa y vivía justamente al lado de la finca que Víctor poseía en Shropshire.
«¿Y querrás creer —añadía Víctor en una segunda carta— que nunca ha puesto el pie en Snowdon? Tengo que cuidarme de su educación.»
Yo, por mi parte, no podía imaginar nada que más me desagradase que subir a una montaña arrastrando tras de mí a una muchacha inexperta.
Una tercera carta me anunció la llegada de Víctor y su novia a Londres. Se hallaban muy atareados con los preparativos de la boda. Les invité a los dos a comer. No sé lo que esperaba encontrar. Una chica bajita, creo, morena y rechoncha, y de ojos bonitos. Desde luego, no la belleza que vino hacia mí, tendiéndome la mano y diciendo: «Soy Anna.»
En aquellos días, antes de la Primera Guerra Mundial, las jóvenes no solían maquillarse. Anna llevaba los labios sin pintar y sus dorados cabellos se enroscaban en grandes rizos sobre las orejas. Recuerdo que me quedé mirándola, deslumbrado por su increíble belleza, y Víctor rió complacido y exclamó: «¿Qué te decía?» Nos sentamos a comer y pronto estuvimos charlando animadamente. Cierta reserva formaba parte del encanto de Anna, pero noté que me aceptaba, sin duda porque sabía que yo era el mejor amigo de Víctor, e incluso, que le agradaba mi compañía.
Víctor era ciertamente afortunado, me decía a mí mismo, y cualquier duda que hubiese podido abrigar con respecto a aquel matrimonio se disipó al contemplarla a ella. Como era inevitable siempre que Víctor y yo estábamos juntos, la conversación recayó sobre las montañas y las escaladas, antes de que hubiésemos llegado a la mitad de la comida.
—¿De modo que va usted a casarse con un hombre que se desvive por escalar montañas, y ni siquiera ha subido nunca al Snowdon? —le dije.
—No —respondió ella—. Nunca he subido.
Me sorprendió observar cierta vacilación en su voz. Un ligero fruncimiento de cejas había aparecido entre aquellos dos ojos perfectos.
—¿Y cómo así? —exclamé—. Es casi un crimen ser gales y no conocer la montaña más alta del país.
—Anna es miedosa —terció Víctor—. Siempre que le propongo una excursión, me sale con alguna excusa.
Anna se volvió hacia él con un vivo movimiento.
—No, Víctor, no es eso —dijo—. Tú no comprendes. No me da miedo escalar.
—Pues ¿qué es, entonces? —preguntó él.
Alargó la mano sobre la mesa y cogió la de ella. Me daba cuenta de lo mucho que la quería y de cuan felices habrían de ser en el futuro. Ella volvió la vista hacia mí, sondeándome con los ojos, y, de pronto, supe instintivamente lo que iba a decir.
—Las montañas son muy exigentes —dijo—. Tiene uno que darles todo. Para las personas como yo, es más prudente mantenerse alejadas de ellas.
Comprendí lo que quería decir; al menos, así lo creí entonces. Mas dado que Víctor estaba enamorado de ella, y ella de él, me pareció que sería excelente que ambos compartiesen la misma afición, una vez vencido el temor inicial de ella.
—Pero eso es estupendo —dije—; se halla usted en una situación ideal para aficionarse a la escalada. Desde luego, hay que darlo todo, pero, juntos, lo pueden conseguir. Víctor no permitirá que intente nada que esté más allá de sus posibilidades. Es más prudente que yo.
Anna sonrió y retiró su mano de la de Víctor.
—Son ustedes muy obstinados —dijo—, y ninguno de los dos comprende. Yo he nacido en las montañas. Sé lo que quiero decir.
Y entonces se acercó a la mesa un amigo nuestro que deseaba ser presentado a Anna, y ya no se habló más de las montañas.
Se casaron seis semanas después, y nunca he visto una novia más encantadora que Anna. Víctor estaba pálido, nervioso, lo recuerdo muy bien, y fue entonces cuando pensé que pesaba sobre sus hombros la gran responsabilidad de hacer feliz a una muchacha durante toda su vida.
Les vi con frecuencia durante las seis semanas que precedieron a la boda y, aunque Víctor no se dio cuenta de ello ni por un instante, lo cierto es que llegué a enamorarme perdidamente de ella. No era su encanto natural, ni siquiera su belleza, sino una extraña mezcla de ambas cosas, una especie de irradiación interior, lo que me atraía hacia ella. Mi único recelo ante su futuro era que Víctor llegara a mostrarse demasiado turbulento en la intimidad, demasiado alegre y atolondrado —era de carácter expansivo y sencillo—, y que por esta causa ella llegara a encerrarse en sí misma. Ciertamente, hacían una pareja excelente cuando salían del banquete nupcial, ofrecido por una anciana tía de Anna, ya que sus padres habían muerto, y, movido por mi sentimentalismo, accedí a pasar una temporada con ellos en Shropshire y a ser padrino de su primer hijo.
Mis negocios me obligaron a separarme de ellos poco después de la boda y pasó algún tiempo sin tener noticias de Víctor, hasta que en diciembre recibí una invitación suya proponiéndome que pasara con ellos las Navidades. Acepté encantado.
Hacía ocho meses que se habían casado. Víctor parecía encontrarse muy bien y sentirse muy feliz y Anna se me antojó más hermosa que nunca. Me costaba trabajo apartar la vista de ella. Me hicieron un gran recibimiento y pasé una semana deliciosa en la espléndida casa de Víctor, que ya conocía por visitas anteriores. El matrimonio, tal como yo había previsto desde el principio constituía un éxito completo. Y aunque no parecía que se hallara en camino ningún heredero, había tiempo de sobra para eso.
Paseábamos por la finca, cazábamos de vez en cuando, leíamos durante las veladas y formábamos un trío feliz.
Me di cuenta de que Víctor se había adaptado a la personalidad de Anna, notablemente más reposada que la suya, aunque quizá no sea ésta la palabra más adecuada para definir su sosiego. Este sosiego —no encuentro otro vocablo más apropiado— surgía de lo más íntimo de su ser y proyectaba su influjo sobre toda la casa. Siempre había sido ésta, con sus espaciosas habitaciones y sus amplios ventanales, un lugar agradable de habitar, pero ahora la placidez de su atmósfera se había intensificado y profundizado, y era como si cada una de las habitaciones se hubiera impregnado de un extraño y acariciante silencio, extraordinariamente notable a mi modo de ver, y muy distinto del ambiente de mero reposo que existía antes.
Es curioso, pero al evocar aquellas Navidades no puedo rememorar nada de la festividad propiamente dicha. No recuerdo lo que comimos o bebimos, ni si fuimos a la iglesia, cosa que con toda seguridad, haríamos, ya que Víctor era el hacendado más importante de la localidad. Lo único que puedo recordar es la indescriptible paz de nuestras veladas, cuando cerrados los postigos, nos sentábamos ante el fuego que ardía en el gran salón. Mi viaje de negocios debía de haberme fatigado más de lo que creía, pues, sentado allí, en la casa de Anna y Víctor, no tenía ganas de hacer nada más que descansar y sumergirme en aquel bendito y reparador silencio.
Otro cambio se había producido en la casa, del que yo no me di cuenta hasta pasados unos días. Las habitaciones estaban mucho más desnudas que antes. Las múltiples chucherías y la colección de muebles que Víctor había heredado de sus antepasados parecían haber desaparecido. Las grandes habitaciones estaban ahora desamuebladas, y el salón en que solíamos sentarnos no tenía nada más que una larga mesa de comedor y las sillas junto al fuego. A mí me parecía muy bien que la casa estuviese así, pero, al pensar en ello, se me antojó un tanto extraño que fuese una mujer la autora de esta transformación. Las recién casadas acostumbran a comprar cortinas y alfombras nuevas para dar un toque femenino a la casa de un soltero. Me aventuré a hacérselo notar a Víctor.
—Ah, sí —respondió, echando una mirada vaga a su alrededor—. Nos hemos desembarazado de un montón de cosas. Ha sido idea de Anna. No le gusta que haya muchas cosas por medio. No es que hayamos hecho almoneda, ni nada de eso. Lo hemos regalado todo.
El cuarto de los huéspedes que me había sido asignado, el mismo que había ocupado en ocasiones anteriores, no había sufrido ningún cambio. Y disfrutaba en él de las mismas comodidades de siempre: vasijas de agua caliente, té por la mañana, galletas sobre la mesita de noche, cigarrera llena, todos los detalles propios de una anfitriona previsora.
Una vez, al pasar por el largo corredor que conducía al rellano de la escalera, me di cuenta de que la puerta del cuarto de Anna, habitualmente cerrada, se hallaba abierta. Sabía que, en otros tiempos, había sido la habitación de la madre de Víctor y que había en ella una hermosa cama de dosel y varios muebles antiguos y señoriales que armonizaban con el estilo de la casa. Movido por la curiosidad, eché un vistazo a su interior. La alcoba estaba desprovista de muebles. No había cortinas en las ventanas, ni alfombra alguna sobre el suelo. Sólo una mesa, una silla y un largo catre de tijera cubierto únicamente por una manta. Las ventanas estaban abiertas de par en par y por ellas penetraba la débil claridad del crepúsculo. Di media vuelta y empecé a bajar la escalera y, al hacerlo, me encontré de manos a boca con Víctor que subía. Debía de haberme visto mirar por la habitación y yo no quería que mi comportamiento le pareciese furtivo.
—Perdona le intromisión —dije—, pero la habitación me ha parecido muy diferente de cuando la ocupaba tu madre.
—Sí —respondió lacónicamente—. Anna aborrece los adornos superfluos. ¿Vienes a comer? Me ha enviado a buscarte.
Y sin hablar más bajamos juntos por la escalera. Yo no podía apartar de mi imaginación la sencillez de aquel dormitorio y, comparándolo con la lujosa molicie del mío, me sentía rebajado al pensar que Anna debía considerarme incapaz de prescindir de comodidades y elegancias a las que ella había renunciado.
Aquella noche, la estuve contemplando mientras nos hallábamos sentados junto al fuego. Víctor había salido del salón para atender algún asunto, y ella y yo quedamos solos durante unos instantes. Como de costumbre, me sentí invadido de la paz sedante y serena que emanaba de ella en medio del silencio; parecía como si me rodease, como si me envolviese, y era distinta a todo cuanto yo conocía en mi rutinaria vida; esa calma, ese sosiego, brotaba de ella y, sin embargo, parecía provenir de otro mundo. Quería hablarle de ello, pero no encontraba palabras. Dije, por fin:
—Ha cambiado usted esta casa. No lo comprendo.
—¿No? —replicó ella—. Me parece que sí. Después de todo, los dos estamos buscando lo mismo.
Por alguna razón desconocida, sentí miedo. Persistía la quietud, pero
intensificada, casi irresistible.
—Ignoraba que yo estuviese buscando algo —dije.
Mis palabras flotaron en el aire y se desvanecieron. Como atraídos por un imán,
mis ojos, que estaban posados en el fuego, se volvieron lentamente hacia los de ella.
—¿De verdad? —preguntó.
Recuerdo que me invadió una sensación de profundo malestar. Por primera vez en mi vida, me vi a mí mismo como un ser frívolo e inútil que vagaba de un lado para otro por el mundo, concluyendo superfluos negocios con otros seres humanos inútiles como yo, sin otra finalidad que la de comer, vestir y dormir satisfactoriamente hasta que llegase la hora de la muerte.
Pensé en mi casita de Westminster, elegida después de larga deliberación y amueblada con mucho cuidado. Recordé mis libros, mis cuadros, mi colección de porcelanas y los dos buenos sirvientes que mantenían la casa inmaculadamente limpia en espera de mi regreso. Hasta ese momento, mi casa y todo lo que contenía me habían producido un gran placer. Ahora ya no estaba tan seguro de que tuviesen algún valor.
—¿Qué es lo que quiere insinuar? —me oí a mí mismo decir a Anna—. ¿Debo vender todo lo que poseo y renunciar a mi trabajo? Y luego, ¿qué?
Pensando después en la breve conversación que sostuvimos, me di cuenta de que nada de lo que ella había dicho justificaba esta inesperada pregunta mía. Ella sugería que yo me hallaba buscando algo, y, en vez de contestarle claramente, sí o no, le preguntaba si debía renunciar a todo lo que poseía. No comprendí entonces lo que esto significaba. Lo único que sabía es que me sentía profundamente conmovido y que a la paz que momentos antes experimentara había sucedido una intensa turbación:
—Puede que usted y yo contestáramos a eso de forma diferente —dijo—; de todos modos, aún no estoy segura de cuál sería mi respuesta. Algún día lo sabré.
Al mirarla, pensaba para mis adentros que, con su belleza, su serenidad, su comprensión, ella tenía ya su respuesta. ¿Qué más podía desear, a menos que el hecho de no tener hijos la hiciera sentirse irrealizada?
Regresó Víctor al salón, y me pareció que su presencia modificaba el ambiente, tornándolo más cálido, más real; algo familiar y confortable había en el viejo smoking que llevaba con los pantalones de tarde.
—Está helando —dijo—. He salido a comprobarlo. El termómetro marca por debajo de cero grados. Una noche silenciosa, sin embargo. Hay luna llena.
Acercó su silla al fuego y sonrió afectuosamente a Anna.
—Casi tanto frío como la noche que pasamos en el Snowdon —añadió—. No la
olvidaré fácilmente —y, volviéndose hacia mí, prosiguió, sonriente—: No te he dicho que, por fin, accedió Anna a venirse conmigo al monte, ¿verdad?
—No —respondí, atónito—. Creía que ella se oponía resueltamente a hacerlo.
Miré a Anna y noté que sus ojos se habían vuelto extrañamente inexpresivos. Intuí que no le agradaba el tema suscitado por Víctor. Éste siguió hablando, sin advertirlo.
—Pues no hay tal —dijo—. Sabe escalar montañas tan bien como tú o como yo. La verdad es que fue por delante de mí todo el tiempo, hasta que acabé perdiéndola de vista.
Al parecer, el tiempo, que había amanecido bueno, cambió a media tarde. Sobrevino una tremenda granizada, acompañada de truenos y relámpagos; la oscuridad les sorprendió mientras bajaban y se vieron obligados a pasar la noche al aire libre.
—Lo que nunca entenderé —dijo Víctor— es cómo llegamos a separarnos. Fue visto y no visto. Estaba junto a mí y, al momento, ya había desaparecido. Te aseguro que pasé tres horas terribles en medio de las tinieblas y azotado por el vendaval.
Durante todo el relato Anna no pronunció una palabra. Era como si se encerrase por entero dentro de sí misma. Permanecía inmóvil, sentada en su silla. Me sentí inquieto y desasosegado, y deseé que Víctor dejara de hablar.
—El caso es —dije, para terminar con el asunto— que todo acabó bien y llegaste abajo sano y salvo.
—Sí —se lamentó—, a eso de las cinco de la mañana y calado hasta los huesos y lleno de temor. Anna salió de entre la niebla y se me acercó, muy sorprendida de que yo estuviese inquieto. No se había mojado lo más mínimo. Dijo que se había refugiado bajo el saliente de una roca. Fue un milagro que no se rompiera la cabeza. Ya le he dicho que, la próxima vez que vayamos al monte, ella puede muy bien ser el guía.
—Quizá no haya lugar a ello —repuse, dirigiendo a Anna una rápida mirada—. Puede que con una vez haya habido suficiente.
—Ni hablar de eso —replicó animadamente Víctor—. Estamos dispuestos a irnos por ahí el verano que viene. Los Alpes, los Dolomitas o los Pirineos, aún no lo hemos decidido. Lo mejor sería que vinieses tú con nosotros y así tendríamos una expedición en toda regla.
Sacudí pesaroso la cabeza.
—Me gustaría —dije—, pero es imposible. Tengo que estar en mayo en Nueva York, y no regresaré hasta setiembre.
—Bueno, hay mucho tiempo por delante —repuso Víctor—. De aquí a mayo pueden ocurrir muchas cosas. Volveremos a hablar de ello cuando llegue el momento.
Anna continuaba silenciosa y me sorprendió que Víctor no se extrañara de su reserva. De pronto, nos dio las buenas noches y subió la escalera. Me pareció evidente que toda aquella charla sobre montañas le había desagradado. Me sentí impedido a hablar de ello a Víctor.
—Escucha —dije—, creo que deberías pensarlo bien, antes de emprender esa excursión a las montañas. Me da la impresión de que a Anna no le seduce mucho.
—¿Que no? —exclamó Víctor, sorprendido—. ¡Pero si fue idea suya!
Me quedé mirándole fijamente.
—¿Estás seguro? —pregunté.
—Claro que lo estoy. Te aseguro, amigo mío, que siente verdadera chifladura por las montañas. Las adora. Es su sangre galesa, supongo. Hasta ahora he estado hablando de ello como si lo tomara a broma, pero, aquí entre nosotros, te diré que me quedé asombrado de su valor y de su resistencia. No me importa reconocer que, entre la granizada y la preocupación tan terrible que sentía por ella, estaba totalmente agotado cuando llegó la mañana; ella, en cambio, surgió de entre la niebla como un espíritu que llegara de otro mundo. Nunca la había visto así. Bajó de aquella condenada montaña como si hubiera pasado la noche en el Olimpo, mientras yo renqueaba penosamente tras ella como si fuera un niño. Es una persona muy notable, ¿no te parece?
—Sí —dije lentamente—. Estoy de acuerdo en eso. Anna es muy notable.
Poco después subimos a acostarnos, y mientras me desnudaba y me ponía el pijama, que había sido puesto a calentar junto al fuego, y percibía la presencia del termo de leche caliente sobre la mesilla para el, caso de que me despertara durante la noche, y andaba de un lado a otro pisando con mis suaves zapatillas en la gruesa alfombra de la habitación, pensé de nuevo en aquella extraña alcoba, totalmente desprovista de comodidades, en que dormía Anna y en su estrecho catre de tijera. Con fútil e innecesario gesto, retiré el pesado edredón que cubría las mantas de mi cama y, antes de acostarme, abrí de par en par las ventanas.
Sin embargo, me sentía desasosegado y no podía dormir. Poco a poco fue extinguiéndose el fuego y empezó a entrar aire frío en la habitación. Hora tras hora, durante la noche, estuve oyendo el tictac de mi viejo reloj. A las cuatro de la mañana ya no podía más y recordé con gratitud el termo de leche. Antes de bebería, decidí mimarme más aún y cerrar la ventana.
Salté de la cama y, tiritando, crucé la habitación. Víctor tenía razón. Una blanca placa de escarcha cubría los campos iluminados por la luna llena. Me quedé un momento junto a la abierta ventana y, entonces, divisé una figura que salía de entre la sombra de los árboles y se acercaba hasta detenerse sobre el césped, precisamente por debajo de mí. No se movía furtivamente, como un intruso o un ladrón. Quienquiera que fuese, permanecía inmóvil, como sumido en la meditación y con el rostro alzado hacia la luna.
Entonces me di cuenta de que se trataba de Anna. Vestía una bata ceñida por una cuerda y el cabello le caía suelto sobre los hombros. Permanecía quieta y silenciosa sobre el escarchado césped, y observé con horror que estaba descalza. Seguí mirándola, sujetando con la mano la cortina y de pronto, tuve la impresión de que estaba espiando algo íntimo y secreto que no me concernía. Cerré, pues, la ventana y volví a la cama. El instinto me decía que no debía contar a Víctor nada de lo que había visto, ni tampoco a la propia Anna; y eso me llenaba de inquietud y casi de temor.
A la mañana siguiente brillaba un sol espléndido. Salimos con los perros a recorrer la finca. Anna y Víctor presentaban un aspecto tan normal y animado, que pensé que me había excitado en exceso con el incidente de la noche anterior. Si a Anna le agradaba pasearse descalza durante la madrugada, era cosa suya y yo había hecho mal en espiarla.
El resto de mi visita transcurrió sin incidentes; los tres nos sentíamos muy felices y contentos, y me dio mucha pena dejarles.
Meses después, volví a verles unos instantes, poco antes de emprender viaje a América. Había entrado en Map House, en St. James, para comprar unos cuantos libros que leer durante la larga travesía del Atlántico —viaje al que se decidía uno no sin ciertos escrúpulos, en aquellos días en que la tragedia del Titanic se hallaba aún fresca en la memoria—, y allí estaban Víctor y Anna, consultando numerosos mapas que tenían desplegados ante sí.
No había posibilidad de que pasáramos el día juntos. Yo tenía varios compromisos, y ellos también de modo que todo se redujo a saludarnos y despedirnos.
—Estamos esperando las vacaciones de este verano —dijo Víctor—. Ya está decidido el itinerario. Cambia tus planes y ven con nosotros.
—Imposible —respondí—. Aun en el caso de que todo marche bien, no estaré de regreso hasta setiembre. Me pondré en contacto con vosotros en cuanto vuelva. ¿Adonde vais a ir?
—Anna lo ha elegido —dijo Víctor—. Se ha pasado semanas enteras pensando en ello y ha encontrado un lugar que parece completamente inaccesible. Desde luego, ni tú ni yo lo hemos escalado nunca.
Señaló un mapa a gran escala que tenía delante. Seguí la dirección de su dedo, hasta llegar a un punto que Anna había marcado ya con una pequeña cruz.
Asesoraos bien, antes de emprender la marcha. Contratad guías locales y no descuidéis ningún detalle. ¿Qué le ha inducido a elegir precisamente esa montaña?
Anna sonrió y yo me sentí avergonzado, inferior a ella.
—Es la montaña de la verdad —respondió—. Venga con nosotros.
Sacudí negativamente la cabeza y emprendí muy pronto mi viaje.
Durante los meses siguientes, pensaba en ellos con frecuencia y les envidiaba. Ellos estaban escalando, y yo, mientras tanto, envuelto en mis arduos negocios, en vez de hallarme entre las montañas que tanto amaba. Deseaba a menudo tener el valor suficiente para abandonar mi trabajo, volver la espalda al mundo civilizado y a sus dudosos placeres y marchar con mis dos amigos, en busca de la verdad. Sólo me contenían los convencionalismos establecidos, la idea de que estaba desarrollando una brillante carrera que sería necio interrumpir. La pauta de mi vida estaba trazada. Era demasiado tarde para cambiar.
Volví a Inglaterra en setiembre y al examinar el enorme montón de cartas que me esperaba, me sorprendió no encontrar ninguna de Víctor. Había prometido escribirme y darme noticias de todo cuanto hubiesen visto y hecho él y su mujer. Su teléfono no contestaba, de modo que no pude ponerme en contacto inmediato con él, pero hice una anotación para acordarme de que tenía que escribirle tan pronto como hubiese despachado mi correspondencia comercial.
Un par de días después, al salir de mi club, me encontré a un amigo común de ambos que me detuvo para preguntarme algo relacionado con mi viaje y luego, mientras yo bajaba los escalones, se volvió y me dijo:
—Oye, qué tragedia la del pobre Víctor, ¿eh? ¿Vas a ir a verle?
—¿Qué quieres decir? ¿Qué tragedia? —pregunté—. ¿Ha habido algún accidente?
—Está terriblemente enfermo en un sanatorio, aquí en Londres —fue la contestación—. Derrumbamiento nervioso. ¿No sabes que su mujer le ha abandonado?
—¡Santo Dios! ¡No! —exclamé.
—Sí. Ésa es la causa de su trastorno. Es un hombre derrotado. Ya sabes cuánto la quería.
Yo estaba aturdido. Palidecí y me quedé mirando fijamente a mi amigo.
—¿Quieres decir —exclamé— que se ha marchado con otro?
—No sé. Supongo que sí. Nadie puede sacarle nada a Víctor. El caso es que ya lleva así varias semanas.
Le pedí la dirección de la clínica y, sin más dilación, salté a un coche y me hice conducir allí.
Al preguntar por Víctor me dijeron que no quería ver a nadie, pero saqué una tarjeta y garabateé unas palabras en el dorso. Seguramente no se negaría a recibirme. Vino una enfermera y me condujo a una habitación del primer piso.
Abrí la puerta y me quedé horrorizado al ver el demacrado rostro que me miraba desde la silla que había junto al fuego, tan flaco y cambiado estaba.
—Mi querido amigo —dije, yendo hacia él—, hace sólo cinco minutos que he sabido que te encontrabas aquí.
La enfermera cerró la puerta y nos dejó solos.
Me sentí violento al ver que los ojos de Víctor se llenaban de lágrimas.
—No te contengas por mí —dije—. Me hago cargo.
Parecía incapaz de hablar. Se limitaba a permanecer sentado, encorvado bajo su bata, corriéndole las lágrimas por las mejillas. Nunca me había sentido yo tan impotente. Me señaló una silla, y la acerqué a su lado. Esperé. Si él no quería contarme lo que había ocurrido, yo no le apremiaría a que lo hiciera. Lo único que deseaba era consolarle, serle de alguna ayuda. Habló al fin, y apenas reconocí su voz.
—Anna se ha ido —dijo—. ¿Lo sabías? Se ha ido. Asentí en silencio. Le puse la mano sobre la rodilla, como si fuera un niño y no un hombre de treinta y tantos años, como yo.
—Lo sé —dije, con dulzura—, pero todo se arreglará. Volverá. Tú mismo estás seguro de recuperarla.
Movió la cabeza. Nunca había visto yo tal desesperanza, tal absoluta convicción.
—No —replicó—, no volverá jamás. La conozco muy bien. Ha encontrado lo que deseaba.
Era lastimoso ver cuan por completo se había resignado a lo sucedido. Víctor, que habitualmente se mostraba tan fuerte, tan equilibrado…
—¿Quién es? —pregunté—. ¿Dónde conoció Anna a ese otro individuo? Víctor me miró, desconcertado.
—¿Qué quieres decir? —exclamó—. Anna no ha conocido a nadie. No se trata de eso. En tal caso, todo sería mucho más fácil.
Vaciló y separó las manos en un gesto de desesperación. Y, de pronto, rompió a hablar de nuevo, pero esta vez no con abatimiento, sino con la impotente y estéril rabia del hombre que lucha contra algo más fuerte que él.
—La montaña se la ha llevado —exclamó—. Esa condenada montaña, Monte Veritá. Hay allí una secta, una orden secreta, cuyos miembros se encierran para siempre en vida…, allí en esa montaña. Nunca imaginé que pudiera existir semejante cosa. Y ella está allí. En esa maldita montaña. En Monte Veritá…
Pasé toda la tarde con él, en la clínica, y poco a poco fue contándome toda la historia.
El viaje, según me dijo Víctor, había transcurrido agradablemente y sin incidentes. Llegaron al poblado desde el que se proponían explorar el terreno situado al pie de Monte Veritá, y aquí empezaron las dificultades. La región era desconocida para Víctor, y los habitantes parecían taciturnos y huraños, muy distintos, me explicó, de la clase de gente con la que él y yo nos habíamos encontrado en nuestras anteriores excursiones. Hablaban en una jerga difícil de entender y carecían de inteligencia.
—Al menos, ésa fue la impresión que me causaron —prosiguió Víctor—. Eran muy toscos, y su grado de desarrollo bastante bajo; gentes que parecían haberse detenido en otro siglo. Tú sabes, cuando íbamos juntos de escalada, cómo se desvivía la gente por ayudarnos y que siempre nos las arreglábamos para encontrar guías. Bueno, pues allí era completamente distinto. Cuando Anna y yo tratamos de averiguar cuál era el mejor camino de acceso a Monte Veritá, no nos lo quisieron decir. Se limitaban a mirarnos estúpidamente, encogiéndose de hombros. No había guías allí, nos dijo un individuo; la montaña no había sido explorada.
Víctor hizo una pausa y me miró con la misma expresión desesperada de antes.
—Fue entonces cuando cometí mi gran error —prosiguió—. Debí haberme dado cuenta de que la expedición era un fracaso completo y haber sugerido a Anna que diésemos media vuelta y nos dirigiéramos a algún otro lugar más próximo a la civilización donde la gente fuese más amable y la región nos resultara más familiar. Pero ya sabes lo que pasa. En esto de las montañas se vuelve uno obstinado, y cualquier obstáculo viene a ser como un aliciente más. Y, sobre todo, que Monte Veritá…
Se interrumpió y clavó su mirada en un punto lejano. Era como si lo estuviera contemplando de nuevo en su mente.
—Ya sabes que nunca he servido para las descripciones líricas —continuó—. En nuestras mejores escaladas, yo era siempre el práctico y tú el poeta. Pero la verdad es que nunca he visto nada de una belleza tan perfecta como la de Monte Veritá. Tú y yo hemos escalado infinidad de picos mucho más altos y peligrosos, pero éste era en
cierto modo… sublime.
Tras unos instantes de silencio, prosiguió:
—«¿Qué hacemos?», le pregunté a Anna, y ella, sin la menor vacilación, me
respondió: «Seguir adelante.» No discutí. Sabía perfectamente que se haría lo que ella deseara. Aquel monte nos había hechizado a los dos.
Abandonaron el valle y comenzaron la ascensión.
—Era un día maravilloso —dijo Víctor—, apenas si soplaba una ligera brisa y no se veía una sola nube en el cielo. El sol abrasaba, y tú sabes muy bien lo que es eso, pero el aire era límpido y fresco.
Bromeé con Anna acerca de nuestra otra escalada al Snowdon y obtuve su promesa de que esta vez no me dejaría atrás. Llevaba una blusa abierta y una faldita a cuadros. Se había dejado suelto el cabello. Estaba… bellísima.
A medida que él hablaba, lenta y reposadamente, fue naciendo en mí la idea de que era un accidente lo que había ocurrido, pero su mente, desquiciada por la tragedia, se negaba a admitir la muerte de Anna. Eso debía ser. Anna se había despeñado. Él la había visto caer y no había podido ayudarla. Y, con el espíritu destrozado, había regresado diciéndose a sí mismo que ella seguía viviendo en Monte Veritá.
—Una hora antes de ponerse el sol llegamos a un poblado —continuó Víctor—. La ascensión nos había llevado todo el día. Calculé que tardaríamos todavía unas tres horas en llegar a la cumbre. El poblado se reducía a algo así como una docena de casas, muy juntas unas de otras. Y, al acercarnos a la primera de ellas, sucedió una cosa muy curiosa.
Hizo una pausa y se quedó unos instantes con la mirada perdida a lo lejos.
—Anna marchaba un poco adelantada —dijo—, caminando rápidamente con esas grandes zancadas suyas, tú ya sabes… Vi a dos o tres hombres, unos niños y varias cabras que se dirigían al sendero, procedentes de unos pastizales que se extendían a nuestra derecha. Anna levantó la mano en señal de saludo y, al divisarla, los hombres dieron un respingo, como aterrorizados y, cogiendo a los niños, echaron a correr hacia las chozas más próximas, como si les persiguieran todos los diablos del infierno. Les oí atrancar las puertas y cerrar las ventanas. Era algo sorprendente en extremo. Y las cabras, igualmente asustadas, se fueron diseminando por el sendero.
Víctor dijo que había bromeado con Anna acerca de la encantadora bienvenida. Pero ella parecía trastornada, no sabía qué era lo que había hecho para asustarles de aquella manera. Víctor se acercó a la primera choza y llamó a la puerta.
No hubo respuesta, pero oyó dentro unos cuchicheos y el llanto de un niño. Entonces perdió la paciencia y empezó a dar voces. Esto dio resultado, y al cabo de un rato, se entreabrió una de las ventanas y apareció en la rendija el rostro de un hombre que se le quedó mirando fijamente. Víctor, para tranquilizarle, movió la cabeza y sonrió. Lentamente, el hombre abrió del todo la ventana y Víctor habló. Al principio el hombre negó con la cabeza, luego pareció cambiar de opinión y desatrancó la puerta. Se quedó de pie en el umbral, mirando nerviosamente a su alrededor y sin hacer caso de Víctor, dirigió la vista hacia Anna. Sacudió violentamente la cabeza y, hablando rápida e ininteligiblemente, señaló con el dedo la cumbre de Monte Veritá. Entonces, de entre las sombras del pequeño recinto, surgió un anciano apoyado en dos bastones, que apartó a los aterrorizados niños y se acercó a la puerta. Él, por lo menos hablaba un idioma más comprensible.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó—. ¿Qué quiere de nosotros?
Víctor explicó que Anna era su esposa, que habían llegado del valle para escalar la montaña, que eran turistas en vacaciones y que se sentirían muy contentos si les proporcionaban albergue para pasar la noche. El anciano no apartó la vista de Anna.
—¿Es su esposa? —preguntó—. ¿No viene de Monte Veritá?
—Es mi esposa —repitió Víctor—. Venimos de Inglaterra. Estamos pasando las vacaciones en este país. Nunca habíamos estado aquí hasta ahora.
El anciano se volvió hacia el otro hombre, y los dos hablaron en voz baja unos instantes. Luego, el más joven volvió al interior de la casa. Se oyeron nuevos murmullos. Apareció una mujer, aún más asustada que el hombre joven. Estaba literalmente temblando, me dijo Víctor, mientras miraba a través de la puerta en dirección a Anna. Era Anna quien les turbaba.
—Es mi esposa —volvió a decir Víctor—; venimos del valle. Finalmente, el anciano hizo un gesto de asentimiento, de comprensión.
—Le creo —dijo—. Sean bienvenidos a nuestra casa. Si vienen ustedes del valle, no hay nada que oponer. Tenemos que portarnos con mucho cuidado.
Víctor hizo una seña a Anna, y ésta se acercó lentamente a lo largo del sendero y se detuvo junto a Víctor a la entrada de la casa. La mujer, que seguía mirándola con recelo, retrocedió con los niños.
El anciano hizo pasar a sus visitantes. La habitación a que les condujo estaba desprovista de muebles, pero estaba limpia y en ella ardía un buen fuego.
—Tenemos provisiones —dijo Víctor, quitándose la mochila—, y colchonetas. No queremos ser ningún estorbo. Pero nos vendría muy bien que nos permitiesen comer aquí y dormir en el suelo.
El anciano asintió con un movimiento de cabeza.
—No hay inconveniente —dijo—. Le creo.
Y se retiró con su familia.
Víctor me dijo que él y Anna se quedaron sorprendidos de este recibimiento y que no podían comprender por qué, después de aquel primer movimiento de terror, el hecho de estar casados y venir del valle les había granjeado la entrada. Desenvolvieron sus paquetes y comieron; luego, apareció el anciano trayéndoles leche y un poco de queso. La mujer no se presentó, pero el hombre más joven, movido por la curiosidad, acompañaba al viejo.
Víctor le dio las gracias por su hospitalidad y dijo que iban a echarse a dormir y que, por la mañana, en cuanto saliera el sol, subirían a la cumbre del monte.
—¿Es fácil el camino? —preguntó.
—No es difícil —fue la respuesta—. Me gustaría ofrecerle alguien que le acompañara, pero nadie quiere ir.
Hablaba de una manera extraña y, según me dijo Víctor, no dejaba de mirar a Anna.
—Su esposa se encontrará perfectamente en nuestra casa —dijo—. La atenderemos hasta que usted regrese.
—Mi esposa subirá conmigo —replicó Víctor—. Ella no quiere quedarse atrás.
Una expresión de ansiedad se pintó en el rostro del anciano.
—Es mejor que su esposa no suba a Monte Veritá —dijo—. Sería peligroso.
—¿Por qué es peligroso que yo suba a Monte Veritá? —preguntó Anna.
El anciano la miró con creciente inquietud.
—Para las muchachas, para las mujeres, es peligroso —dijo.
—Pero ¿por qué? —exclamó Anna—. Acaba usted de decir a mi marido que el
camino es fácil.
—No es el camino lo peligroso —replicó—; mi hijo puede guiarle por él. El riesgo está en las… —y Víctor me dijo que utilizó una palabra que ni él ni Anna entendieron, pero sonaba algo así como sacerdotisa.
—Es decir, sacerdotisa —aclaró Víctor—. Pero ¿qué diablos quiere decir con
eso?
El anciano, inquieto y desasosegado, pasaba la vista de uno a otro.
—Usted puede subir tranquilamente a Monte Veritá y descender sano y salvo —replicó, dirigiéndose a Víctor—, pero su esposa no. Las sacerdotisas tienen un gran poder. Aquí, en el pueblo, vivimos en un perpetuo temor por nuestras hijas y nuestras mujeres.
A Víctor todo aquello le sonaba a uno de esos relatos de viajes por África, en los que se habla de salvajes que salen de la jungla para llevarse cautivas a las mujeres que encuentran a su paso.
—No sé de qué está hablando —dijo Anna—, pero supongo que se trata de alguna superstición que a ti, con tu sangre galesa, te resultará la mar de atractiva.
Se echó a reír, tomándolo a broma y, como estaba que se caía de sueño, colocó las colchonetas junto al fuego. Dieron las buenas noches al hombre y se dispusieron a pasar la noche.
Durmió pesadamente, con ese profundo sueño que producen las escaladas. Al despuntar el día, el cacareo de un gallo le despertó súbitamente.
Se volvió para ver si Anna estaba despierta.
La colchoneta se hallaba vacía. Anna se había ido. No se percibía ningún movimiento en la casa, ni otro sonido que el canto del gallo. Víctor se levantó, se puso los zapatos y la chaqueta, se dirigió a la puerta y salió.
Hacía frío y reinaba esa plácida quietud que precede inmediatamente al amanecer. Palidecían en el cielo las últimas estrellas. Abajo, a varios centenares de metros de distancia, el valle yacía oculto por espesas nubes. Sólo allí, cerca de la cumbre de la montaña, estaba; despejado el cielo.
Al principio, Víctor no sintió ningún temor. Sabía muy bien que Anna era perfectamente capaz de cuidar de sí misma y que su pie eran tan firme como el de él,
o quizá más. Ella no correría riesgos innecesarios, y además, el viejo les había dicho que la subida no era peligrosa. Le dolía, sin embargo, que no le hubiese esperado. Eso equivalía a romper la promesa que hicieron de marchar siempre juntos en todas las escaladas que emprendiesen. Y no tenía idea de la ventaja que le llevaba. Lo único que podía hacer era seguirla tan rápidamente como le fuera posible.
Regresó a la habitación con el fin de coger algunos víveres para el resto del día; a ella no se le había ocurrido. Las mochilas podían recogerlas más tarde, cuando emprendieran el descenso. Probablemente, tendrían que solicitar hospitalidad una noche más.
Sus movimientos debían de haber despertado a su huésped, pues, de pronto, salió de la habitación interior y se detuvo a su lado. Sus ojos se posaron sobre la vacía colchoneta de Anna y, luego, buscaron los de Víctor con expresión casi acusadora.
—Mi mujer ha ido por delante —dijo Víctor—. Voy a seguirla. El anciano se había puesto extremadamente serio. Fue hacia la puerta y se quedó allí, mirando a la montaña.
—Ha hecho usted mal en dejarla salir —dijo—; no debía habérselo permitido.
Parecía muy contrariado, me dijo Víctor, y movía sin cesar la cabeza de un lado a otro, murmurando algo para sus adentros.
—No tiene importancia —replicó Víctor—. La alcanzaré en seguida y
probablemente, a primera hora de la tarde estaremos ya de regreso.
Y le puso la mano sobre el brazo para tranquilizarle.
—Mucho me temo que sea demasiado tarde —respondió el anciano—. Se irá con ellas y ya no volverá jamás. Y de nuevo utilizó la palabra sacerdotisa, el poder de la sacerdotisa. Su actitud y su aprensión influyeron de tal modo sobre Víctor, que él también experimentó una sensación de urgencia, de temor.
—¿Quiere usted decir que hay habitantes en la cima de Monte Veritá? —exclamó—. ¿Gentes que pueden atacarla y causarle algún daño? El anciano empezó a hablar tan rápidamente, que se hacía difícil extraer algún sentido a aquel torrente de palabras. No, las sacerdotisas no le harían daño, no hacían daño a nadie; lo que ocurría era que la obligarían a convertirse en una de ellas. Anna iría hacia ellas sin poder evitarlo, tan fuerte era su poder. Veinte o treinta años atrás, dijo el anciano, su hija se había ido con ellas, y nunca la había vuelto a ver. Otras jóvenes del poblado, e incluso del valle, habían sido llamadas también por las sacerdotisas. Y, una vez llamadas, tenían que ir, nadie podía detenerlas. Nadie volvía jamás a verlas. Jamás. Jamás. Así había sido durante muchos años, en tiempos de su padre, en tiempos del padre de su padre, antes, incluso.
No se sabía cuándo llegaron las sacerdotisas a Monte Veritá. Ningún hombre vivo había puesto sus ojos sobre ellas. Vivían encerradas detrás de sus muros, pero dotadas —insistió— de un poder mágico.
—Unos dicen que este poder les viene de Dios, otros que del diablo —continuó—, pero no lo sabemos con certeza, no lo podemos asegurar. Se rumorea que las sacerdotisas de Monte Veritá no envejecen nunca y que se mantienen eternamente jóvenes y hermosas, y que es de la luna de donde obtienen su poder. Adoran al sol y a la luna.
Víctor no sacó nada en limpio de esta conversación. Todo debía de ser leyenda, superstición.
El anciano movió la cabeza y miró hacia el sendero que conducía a la montaña.
—Lo vi anoche en sus ojos —dijo—, y me asusté. Tenía los ojos que tienen siempre las que son llamadas. Los he visto antes de ahora. En mi propia hija y en otras.
Para entonces, los restantes miembros de la familia se habían despertado y estaban entrando en la habitación. Parecía como si se diesen cuenta de lo que había sucedido. El hombre joven, la mujer, e incluso los niños, miraban apenados a Víctor, con una especie de extraña compasión. Me dijo que el ambiente que se había formado le llenaba, no ya de alarma, sino de ira e irritación. Le hacía pensar en gatos negros, escobas voladoras y demás brujerías del siglo XVI.
Abajo, en el valle, la niebla se estaba disipando lentamente. El suave resplandor que iluminaba el cielo, por detrás de las montañas del Este, anunciaba la inminente salida del sol.
El anciano dijo algo al otro hombre y señaló hacia el monte con su bastón.
—Mi hijo le enseñará el camino —dijo—, pero sólo le acompañará durante un trecho. No quiere ir más lejos.
Contó Víctor que, cuando emprendió la marcha, todos los ojos estaban fijos en él; se dio cuenta de que no sólo en la primera casa, sino en todas las demás del pueblo, rostros curiosos le atisbaban desde detrás de las ventanas y por las entornadas puertas. El pueblo entero estaba en pie y le contemplaba con una especie de medrosa fascinación.
Su guía no trató de entablar conversación. Caminaba un poco adelantado, encorvados los hombros y fijos los ojos en el suelo. A Víctor le dio la impresión de que si le acompañaba era sólo por cumplir las órdenes de su padre.
El sendero era áspero y pedregoso. Se interrumpía en muchos puntos y Víctor pensó que se trataba del cauce de un curso de agua que se haría intransitable cuando llegaran las lluvias. Pero entonces,; en pleno verano, era bastante fácil trepar por él. Caminaron sin descanso durante una hora y fueron dejando atrás matojos, espinosos y otras muestras de vegetación, hasta que tuvieron ante sí, directamente por encima de sus cabezas, la cumbre de la montaña, erguida hacia el cielo y partida en dos, como una mano hendida. Desde el fondo del valle, e incluso desde el poblado, no podía verse esta hendidura; las dos cumbres parecían una sola.
El sol se había remontado mientras subían y daba ahora de lleno sobre la ladera sudoeste, cubriéndola de una totalidad coralina. A sus pies, grandes masas de nubes, blandas y algodonosas, ocultaban las regiones inferiores. El guía de Víctor se detuvo de pronto y señaló un saliente rocoso, delgado como el filo de una navaja, que daba la vuelta en dirección Sur y se perdía de vista.
—Monte Veritá —dijo—, Monte Veritá.
Y, volviéndose, empezó a descender a lo largo del camino por el que habían marchado.
Víctor le llamó, pero el hombre no contestó; ni siquiera se molestó en volver la cabeza. Un momento después, había desaparecido. La única solución, me dijo Víctor, era proseguir solo, bordeando la escarpadura, y confiar en que Anna estaría esperándole al otro lado.
Media hora le costó circundar el saliente de la montaña y a cada paso que daba aumentaba su inquietud al ver que en la ladera meridional no existía declive alguno que hiciera accesible la cumbre. La roca aparecía cortada a pico. Un poco más adelante, se haría imposible todo avance.
—Entonces —dijo Víctor— crucé por una hondonada y fui a dar a un espolón situado a unos trescientos pies de la cima. Desde allí vi el monasterio. Se alzaba entre los dos picachos; enteramente construido de piedra, carecía de todo adorno arquitectónico; un escarpado muro de roca lo rodeaba, junto a él se abría un abismo de más de trescientos metros de profundidad y nada había por encima, sólo el cielo y los dos picos gemelos de Monte Veritá.
Así que era cierto. Víctor no había perdido la razón. Existía el lugar. No había ocurrido ningún accidente. El estaba allí, sentado junto al fuego, en la habitación de la clínica y todo aquello había ocurrido en realidad, no era una fantasía nacida de una tragedia.
Ahora que había hablado tanto, parecía más calmado. Gran parte de su tensión había desaparecido, sus manos ya no temblaron. Volvía a ser el Víctor de antes, y su voz era firme.
—Debía de tener una antigüedad de siglos —dijo, después de una pausa—. Dios sabe cuánto tiempo tardaría en ser construido, con semejante ladera de roca. Nunca he visto nada más agreste, ni, en su extraño estilo, más hermoso. Parecía
pender suspendido entre la tierra y el cielo. Tenía muchas y estrechas aberturas, aunque hablando con propiedad no podría llamárseles ventanas, que servían para que entrara la luz y el aire. Había una torre orientada hacia el Oeste y bajo ella, una escarpada pendiente. El gran muro que circundaba el recinto hacia a éste tan inexpugnable como una fortaleza. No pude ver camino alguno de acceso. No percibí ningún signo de vida. Ni rastro de nadie. Me quedé allí contemplando el edificio, y los rasgados ventanales me devolvieron la mirada. No podía hacer nada, sino esperar a que Anna apareciese. Porque, para entonces, ya me había convencido de que tenía razón el anciano y sabía lo que, sin duda, había ocurrido. Las personas que habitaban el monasterio habían visto a Anna desde detrás de aquellas hendidas ventanas y la habían llamado. Y estaba dentro, con ellas. No podría por menos de verme allí fuera, al otro lado del muro, y saldría en seguida a mi encuentro. Esperé todo el día…
Hablaba con sencillez. Se limitaba a exponer los hechos. Cualquier marido podría haber esperado así a su mujer, a la que, durante unas vacaciones, se le hubiese ocurrido ir a visitar a unos amigos. Se sentó, tomó su almuerzo y estuvo contemplando las masas de nubes que ocultaban el valle, viéndolas moverse lentamente, dispersarse y volverse a concentrar. El ardoroso sol del verano abrasaba las desnudas rocas de Monte Veritá, y la torre, las estrechas hendiduras de las ventanas y el gran muro circundante, de cuyo interior no surgía el menor ruido, ni delataba ningún movimiento.
—Estuve allí sentado todo el día —dijo Víctor—, pero ella no vino. El sol brillaba cegadoramente y el calor me abrasaba; tuve que retroceder hasta la hondonada para resguardarme. Desde allí, tendido a la sombra de una roca saliente, seguí mirando la torre y las hendidas ventanas. Tú y yo sabemos lo que es el silencio en las montañas, pero ninguno podría compararse al silencio que reinaba bajo aquellos dos picos gemelos de Monte Veritá.
«Transcurrieron las horas, y yo seguía esperando. Empezó a refrescar, y mi ansiedad fue aumentando a medida que pasaba el tiempo. El sol caminaba rápidamente a su ocaso. El color de las rocas fue cambiando y, pronto, se extinguió todo resplandor. Empezó a invadirme el pánico. Me acerqué al muro y grité. Tanteé la roca, pero no había ninguna puerta, no había nada. A mi espalda, retumbaban y se multiplicaban los ecos de mi voz. Levanté la vista y no vi más que las ciegas hendiduras de las ventanas. Comencé a dudar de toda la historia que me había contado el anciano. El edificio estaba deshabitado, me dije; hacía siglos que nadie vivía en él. Construido en épocas remotas, se hallaba ahora abandonado. Y Anna no había llegado hasta él. Se había caído de aquella estrecha cornisa en que terminaba el sendero, donde me había abandonado mi guía. Sí, se habría desplomando por los abruptos precipicios que flanqueaban el reborde meridional de la montaña. Y eso era lo que les había sucedido a las demás mujeres, a la hija del anciano y a las muchachas del valle; todas se habían despeñado antes de alcanzarla última arista rocosa en que yo me encontraba, situada entre los dos picos.
Hubiera podido soportar más fácilmente mi congoja si en la voz de Víctor hubiese vibrado el mismo tono abatido que yo había notado al principio. Pero, en cambio, mientras nos hallábamos sentados en la fría en impersonal habitación de aquella clínica de Londres, junto a la mesita repleta de frascos de medicinas y tubos de píldoras, y escuchando el apagado rumor de tráfico de Wigmore Street, su voz había adquirido un timbre monótono y uniforme, que recordaba el persistente tictac de un reloj; habría sido más natural que se volviera súbitamente y estallara en gritos.
—Sin embargo —continuó—, no me atrevía a volverme atrás, no fuera que ella viniese. No tenía más remedio que seguir esperando allí, junto al muro. Fueron subiendo hacia mí las agolpadas nubes, que habían adquirido una grisácea tonalidad. Las sombras precursoras de la noche, que tan bien conocía yo, cruzaban el cielo. Por un instante, las rocas, el muro y las rasgadas ventanas cobraron matices dorados; luego, de repente, desapareció el sol. No hubo crepúsculo. El aire se enfrió y llegó la noche.
Víctor me contó que había permanecido junto al muro hasta el amanecer. No durmió. Estuvo paseando de un lado a otro para conservar el calor. Cuando llegó el alba, estaba helado de frío y débil por la falta de aliento. Solamente había llevado provisiones para la comida del mediodía.
La razón le dijo que sería una locura seguir esperando otro día más. Debía regresar al pueblo en busca de alimentos y, a ser posible, para reclutar una partida de hombres que le ayudaran a encontrar a Anna. Cuando el sol se alzó sobre las cumbres, emprendió el regresó. El lugar seguía envuelto en un profundo silencio. Víctor estaba convencido de que detrás de aquellos muros no existía ningún ser viviente.
Rodeó el saliente de la montaña y volvió al camino; emprendió el descenso en medio de la niebla matinal y llegó al pueblo.
Víctor me dijo que le estaban esperando. Como si le aguardasen con interés. El anciano se hallaba en pie a la puerta de su casa, y a su alrededor, en su mayoría
hombres y niños.
—¿Ha vuelto mi mujer? —preguntó Víctor.
Mientras descendía de la cima, había nacido en él la esperanza de que ella hubiera subido por un camino distinto y estuviera ya de regreso en el poblado. Pero al ver los rostros de aquellos hombres, su esperanza se desvaneció.
—No volverá —respondió el anciano—; ya le dijimos que no volvería. Ha ido a unirse a las que viven en Monte Venta.
Víctor tuvo el buen sentido suficiente para pedir comida antes de entrar a discutir la cuestión. Se la dieron y permanecieron junto a él, mirándole compasivos. Víctor me dijo que lo que más le turbaba era ver la mochila de Anna, su colchoneta, su cantimplora, su cuchillo de monte; todos los efectos personales que no se había llevado consigo.
Cuando hubo terminado de comer, los hombres siguieron sin moverse, esperando que hablara. Se lo contó todo al anciano. Cómo había estado esperando todo el día y toda la noche, y cómo, desde aquellas rasgadas ventanas de la rocosa faz del Monte Veritá, no había surgido en todo el tiempo ni un solo sonido, ni el menor rastro de vida. De vez en cuando, el anciano traducía a los demás lo que decía Víctor.
Cuando éste hubo terminado, el viejo habló.
—Ya se lo dije. Su mujer está allí. Está con ellas. Víctor, con los nervios destrozados, exclamó a gritos:
—¿Cómo puede estar allí? No existe ningún ser humano en aquel lugar. Está
desierto, deshabitado. Hace siglos que está desierto.
El anciano se inclinó hacia delante y apoyó la mano sobre el hombro de Víctor.
—No está desierto. Eso es lo que han dicho muchos antes de ahora. Fueron y esperaron como ha esperado usted. Hace veinticinco años yo hice lo mismo. Este hombre que está aquí esperó durante tres meses, día tras día, noche tras noche, cuando hace muchos años, fue llamada su mujer. Pero nunca volvió. Nadie vuelve, una vez que ha sido llamada a Monte Veritá.
Así, pues, Anna había caído y se había matado. No cabía duda. Víctor insistió en que eso era lo que había ocurrido y les rogó que le acompañaran a explorar la montaña en busca de su cadáver. El anciano movió la cabeza compasivamente.
—Eso hemos hecho otras veces —dijo—. Hay entre nosotros algunos que tienen una gran destreza para la escalada, que conocen perfectamente cada palmo de la montaña y que, incluso, han descendido por la ladera meridional hasta el borde del gran glaciar, más allá del cual no puede existir vida humana. No han encontrado cadáveres. Nuestras mujeres no cayeron allí. Están en Monte Veritá con las sacerdotisas.
Era inútil, me dijo Víctor. Los razonamientos no servían de nada. Comprendió que debía bajar al valle y, si no podía encontrar allí quien le ayudara, marchar más lejos a algún otro punto donde hubiera guías que quisieran volver con él.
—El cadáver de mi mujer está en algún lugar de esta montaña —dijo—. Tengo que encontrarlo. Si su gente no quiere ayudarme, buscaré otras personas.
El anciano volvió la cabeza y pronunció un nombre. De entre el grupo de silenciosos espectadores salió una niña de unos nueve años.
—Esta niña —dijo a Víctor— ha visto a las sacerdotisas y ha hablado con ellas. En tiempos pasados, otras niñas las han visto también. Sólo se muestran a las niñas y, eso, raras veces. Ella le dirá lo que vio.
La niña, con los ojos fijos en Víctor, comenzó su relato con un acusado canturreo; al instante, él se dio cuenta de que había repetido tantas veces la historia que la decía como una salmodia, como una lección aprendida de memoria. Y la contaba en su dialecto. Víctor no entendió ni una palabra.
Cuando hubo terminado, el anciano actuó de intérprete; y, por la fuerza de la costumbre, también él recitaba como la niña, dando a su voz el mismo canturreo.
—La niña dice esto: «Yo estaba jugando con mi compañeras junto a Monte Venta. Sobrevino una tormenta y mis compañeras huyeron. Yo empecé a andar; me perdí y llegué al lugar donde está el muro y las ventanas. Me asusté y lloré. Del muro salió una mujer muy alta y muy bella, acompañada por otra, también joven y hermosa. Me consolaron y, al oír los cantos que sonaban en la torre, quise pasar con ellas al otro lado de los muros, pero me dijeron que estaba prohibido. Cuando tuviese trece años, podría volver y quedarme a vivir con ellas. Vestían unas túnicas blancas que les llegaban hasta las rodillas, llevaban al aire las piernas y los brazos y tenían el cabello pegado a la cabeza. Eran más hermosas que ninguna persona de este mundo. Me acompañaron desde Monte Veritá hasta el sendero que yo conocía. Luego, se alejaron de mí. He dicho todo lo que sé.»
Al terminar su versión, el anciano se quedó mirando fijamente a Víctor. Éste me dijo que le dejó estupefacto la fe que, al parecer, ponía aquella gente en el relato de la niña. Era evidente, pensó él, que la niña se había dormido, había soñado y, luego, había tomado su sueño por realidad.
—Lo siento —dijo a su intérprete—, pero no puedo creer lo que ha contado la niña. Es pura imaginación.
Llamaron de nuevo a la niña y le dijeron algunas palabras. Ella echó a correr y salió de la casa.
—Aquellas mujeres le dieron un cinturón de piedras de Monte Veritá —dijo el anciano—. Sus padres lo conservan bien guardado para evitar maleficios. Ha ido ahora a buscarlo, para enseñárselo a usted.
Al poco rato, volvió la niña y entregó a Víctor un ceñidor lo bastante pequeño para rodear una cintura estrecha, o si no, para colgar del cuello. Las piedras, semejantes al cuarzo, estaban talladas a mano y encajaban unas en otras gracias a unas muescas hábilmente perfiladas. Era una exquisita muestra de artesanía, muy distinta de los toscos trabajos que suelen hacer los campesinos para matar el tiempo en las largas noches invernales. Víctor, en silencio devolvió el cinturón a la niña.
—Puede haberlo encontrado en la ladera de la montaña —dijo.
—Nosotros no trabajamos así —replicó el anciano; y tampoco las gentes del valle, ni las de las ciudades de este país en que yo he estado. La niña no miente al decir que ese cinturón se lo dieron las habitantes de Monte Veritá.
Víctor se dio cuenta de que era inútil seguir discutiendo. Su obstinación era demasiado fuerte y su superstición estaba hecha a prueba del más elemental sentido común. De modo que se limitó a preguntar si podría quedarse en su casa otro día y otra noche.
—Mi casa está a su disposición —respondió el anciano—. Puede quedarse en ella hasta que sepa la verdad.
Poco a poco fue dispersándose el grupo y comenzó la apacible rutina de todos los días. Parecía como si no hubiera sucedido nada.
Víctor se puso de nuevo en marcha dirigiéndose esta vez hacia el borde septentrional de la montaña. Pronto se dio cuenta de que era totalmente imposible escalar aquella zona, a menos de que contase con la ayuda de guías experimentados y con un equipo adecuado. Si Anna había seguido aquel camino, era seguro que había encontrado la muerte.
Regresó al pueblo, que, situado como estaba en la ladera oriental de la montaña, no recibía ya la luz del sol. Entró en la casa y vio que le habían preparado la cena y que su colchoneta se hallaba tendida en el suelo, junto al hogar de la chimenea.
Estaba .demasiado fatigado para comer. Se dejó caer sobre la colchoneta y se durmió. A la mañana siguiente se levantó temprano, volvió a subir a Monte Veritá y pasó allí todo el día. Esperó, contemplando las alargadas ventanas, mientras el tórrido sol abrasaba hora tras hora las rocosas paredes y se hundía, finalmente, en el horizonte; y, durante todo el tiempo, nada se movió y nadie llegó.
Pensó en aquel hombre del pueblo que, años atrás, pasó allí mismo tres meses esperando, día tras día, noche tras noche; se preguntó cuál sería el límite de su resistencia y si podría igualar la fortaleza del otro.
Al tercer día, cuando mayor era la fuerza del sol, no pudo soportar por mas tiempo el calor y fue a tenderse a la sombra de la roca saliente que existía en la hondonada próxima. Agotado por la tensión de la espera y por la desesperación que llenaba todo su ser, Víctor se durmió.
Despertó sobresaltado. Las manecillas de su reloj señalaban las cinco y empezaba ya a sentirse frío en la hondonada. Salió de ella y miró hacia el muro dorado ahora a la luz del sol poniente.
Y entonces la vio. Anna estaba de pie junto al muro, sobre un saliente de apenas unos pocos pies de circunferencia, y bajo ella, la lisa superficie de roca caía cortada a pico a más de trescientos metros de profundidad.
Miraba en dirección a él y se hallaba en actitud de estar esperando. Víctor corrió hacia ella, gritando:
—¡Anna! ¡Anna!
Y, según me dijo, se oían sus propios sollozos y pensó que le iba a estallar el corazón.
Cuando estuvo más cerca, se dio cuenta de que no podía alcanzarla. Una sima profunda les separaba. Estaba a tres metros escasos de él, y no podía tocarla.
—Me quedé donde estaba, mirándola fijamente —dijo Víctor—. No podía hablar. Se me estrangulaba la voz. Sentí correr las lágrimas por mi rostro. Estaba llorando. Me había hecho a la idea de que había muerto, de que se había despeñado… Y estaba allí, estaba viva. No encontraba palabras. Intenté decir: «¿Qué ha sucedido? ¿Dónde has estado?» Pero de nada servía. Porque mientras la miraba supe en un momento, con terrible y deslumbradora certeza, que era cierto lo que había dicho el anciano y la niña; no era imaginación; no era superstición. Aunque no veía a nadie más que Anna, todo el lugar cobró vida súbitamente. Tras aquellas alargadas ventanas que se alzaban sobre mí, había Dios sabe cuántos ojos espiándome, mirando hacia mí. Sentía su proximidad al otro lado de aquellos muros. Y era pavoroso, horrible y real.
La voz de Víctor volvía a sonar tensa, sus manos temblaban de nuevo. Tomó un vaso de agua y bebió ávidamente.
—No llevaba puesto su vestido —dijo—. Tenía una especie de blusa larga, como una túnica, que le llegaba a las rodillas, y ceñía su cintura con un cinturón de piedras idénticas al que me había enseñado la niña. Iba descalza y tenía desnudos los brazos. Lo que más me horrorizó fue ver que le habían cortado el pelo. Lo tenía tan corto como el tuyo o el mío. Eso la cambiaba de un modo sorprendente, la hacía parecer más joven, pero le daba también un aspecto terriblemente austero. Y entonces me habló. «Quiero que vuelvas a Inglaterra, querido Víctor. No debes preocuparte por mí», dijo, con toda naturalidad y como si nada hubiera ocurrido.
Víctor me dijo que apenas podía creer, al principio, que ella pudiese estar allí y decirle semejante cosa. Le recordaba los llamados mensajes psíquicos que los médiums revelan a los parientes en el curso de una sesión de espiritismo. Pensó que quizás Anna había sido hipnotizada y estaba hablando bajo los efectos de una sugestión.
—¿Por qué quieres que vaya a Inglaterra? —preguntó, con mucha dulzura para no dañar su mente, que aquellas gentes podían haber destruido.
—Es lo más conveniente —respondió.
Y, según me dijo Víctor, sonrió con aire tranquilo y normal, como si estuviesen en su casa discutiendo algún asunto doméstico.
—Estoy perfectamente, querido —continuó ella—. Esto no es un caso de locura, ni de hipnotismo, ni nada de lo que imaginas. Te han asustado en el pueblo, y es comprensible. Se trata de algo que escapa a los alcances de la mayoría de la gente. Pero yo sabía que tenía que existir en alguna parte; y todos estos años he estado esperando encontrarlo. Sé que cuando un hombre entra en un monasterio, o una mujer se encierra en un convento, sus parientes sufren muchísimo, más también es cierto que, con el tiempo, llegan a soportarlo. Eso es lo que yo te deseo, Víctor. Quiero que hagas todo lo posible por comprenderme.
Anna permanecía completamente quieta y tranquila, sonriéndole apaciblemente.
—¿Quieres decir —preguntó él— que deseas quedarte aquí para siempre?
—Sí —respondió—, ya no puede haber para mí otra clase de vida. Debes creerlo. Quiero que vuelvas a Inglaterra y vivas como siempre lo has hecho, que atiendas a la administración de tus fincas y que, si llegas a enamorarte de alguna mujer, te cases y seas feliz. Dios te bendiga por tu amor y tu entrega a mí, querido. Nunca lo olvidaré. Si yo hubiese muerto, gustarías de imaginar que descansaba en paz, que me hallaba en el Paraíso. Pues bien, este lugar es, para mí, el Paraíso. Y preferiría arrojarme ahora mismo desde lo alto de estas rocas, antes de abandonar Monte Veritá y regresar al mundo.
Víctor no apartó la vista de ella mientras hablaba, y me dijo que había a su alrededor como una especie de halo, como una intensa irradiación interior que nunca, ni siquiera en sus días más felices, se había hecho de tal manera perceptible.
—Tú y yo —me dijo Víctor— hemos leído en la Biblia casos de transfiguración. Esa es la única palabra que puedo emplear para describir su rostro. No era histeria, no era emoción; era, simplemente, transfiguración. Había sido tocada por algo que no pertenecía a este mundo. Era inútil suplicarle; tratar de obligarla, imposible. Anna preferiría arrojarse al abismo antes de volver al mundo. No conseguiría nada.
Y siguió contándome que le invadió una sensación de abrumadora y total impotencia, la absoluta certeza de que nada podía hacer él. Era como si se hallara en un puerto, y ella estuviese a punto de embarcar y fuesen transcurriendo los últimos minutos antes de que !a sirena del buque anunciara que iban a ser retiradas las pasarelas y que ella debía partir.
Le preguntó si tenía todo lo que necesitaba, si le darían suficiente comida, ropa de abrigo adecuada y si existía la posibilidad de que cayese enferma. Quería saber si podía enviarle cualquier cosa que ella necesitara. Y ella le dijo, sonriente, que dentro de aquellos muros tenía a su disposición todo lo que pudiese necesitar jamás.
—Todos los años, por esta época, volveré a pedirte que vuelvas conmigo. Nunca te olvidaré —dijo Víctor.
—Sufrirás más si lo haces —respondió ella—. Será como poner flores sobre una tumba. Preferiría que no vinieses.
—No podré evitarlo —replicó él— sabiendo que estás aquí, detrás de esos muros.
—Ésta es la última vez que me ves —dijo ella—; ya no podré salir más a tu encuentro. Recuerda, no obstante, que siempre seguiré teniendo este mismo aspecto. Forma parte de nuestra fe. Conserva siempre esta imagen mía.
Luego, me dijo Víctor, ella le rogó que se marchara. No podía regresar al interior de los muros hasta que él se hubiese ido. El sol se hallaba próximo al horizonte, y las sombras del crepúsculo se alargaban ya sobre las rocas.
Víctor contempló a Anna durante largo tiempo; luego, dio media vuelta y, sin volver la cabeza, se alejó del muro en dirección a la hondonada. Una vez en ella aguardó unos minutos y miró hacia atrás. Anna no estaba ya en el saliente de la roca. No había nada allí. Nada más que el muro y las estrechas ventanas y, por encima, iluminados aún por el sol, los dos picos de Monte Veritá.
Logré arreglármelas para dedicar media hora diaria a visitar a Víctor en la clínica. Día por día, iba recobrando sus fuerzas y volvía a ser el mismo de antes. Hablé con el medico que le atendía, con las enfermeras y con la encargada. Me dijeron que no se trataba de un trastorno mental; cuando ingresó sufría una grave depresión nerviosa. Le había hecho mucho bien verme y hablar conmigo. Al cabo de quince días, se encontraba lo suficientemente restablecido como para abandonar la clínica, y se vino conmigo a Westminster.
Durante las veladas de aquel otoño, volvimos una y otra vez sobre lo sucedido. Le sometí a un interrogatorio mucho más estrecho que antes. Negó que hubiese habido nada anormal en Anna. El suyo había sido un matrimonio normal, completamente feliz. Admitía que su aversión a las riquezas y su espartano modo de vivir eran un tanto insólitos; pero no le habían parecido tan extraños; eran…
cosas de Anna, sencillamente. Le hablé de la noche en que la vi pasear descalza por el jardín, sobre el césped cubierto de escarcha. Reconoció que solía hacer cosas de ésas. Pero él respetó siempre la reserva de su mujer al respecto. No le gustaba hablar de ello, y él nunca se inmiscuyó.
Le pregunté qué sabía de su vida anterior. Me dijo que había muy poco que saber. Sus padres habían muerto siendo ella niña, y se había criado con una tía suya en Gales. No había habido nada extraño ni misterioso. Su educación había sido completamente normal en todos los sentidos.
—Es inútil tratar de explicar a Anna —dijo Víctor—. Es única, sencillamente. Tan inexplicable como el fenómeno de un músico, un poeta o un santo nacidos de padres vulgares. No cabe explicación para ellos. Aparecen, y nada más. Mi gran suerte fue, gracias a Dios, encontrar a Anna, así como mi infierno personal es haberla perdido ahora. De todos modos, continuaré viviendo, ya que ella así lo esperaba. Y, una vez al año, volveré a Monte Veritá.
Su conformidad con aquella total destrucción de su vida me dejó estupefacto. Sentía que, si aquella tragedia me hubiese ocurrido a mí, habría sido incapaz de sobreponerme a la desesperación. Me parecía monstruoso que una secta desconocida, perdida en las escarpaduras de una remota montaña, pudiese, en el corto espacio de unos días, adquirir tal poder sobre una mujer que, además, poseía una inteligencia y una personalidad nada comunes. Era comprensible que semejante cosa ocurriese solamente a ignorantes muchachas aldeanas, que se dejasen extraviar guiadas por sus impulsos emotivos y que sus familiares, cegados por la superstición, no hiciesen nada por evitarlo. Se lo dije a Víctor. Le dije que, a través de nuestra Embajada, sería posible entrar en contacto con el Gobierno de aquel país, suscitar una encuesta a escala nacional, lanzar a la Prensa sobre ello, obtener el apoyo de nuestro propio Gobierno. Le dije que estaba dispuesto a poner en movimiento todo este mecanismo. Estábamos viviendo en pleno siglo XX, no en la Edad Media. No debía permitirse que existiera un lugar como Monte Veritá. Yo pondría en pie al país entero y crearía un incidente internacional.
—Pero ¿con qué fin? —preguntó sosegadamente Víctor—. ¿Para qué?
—Para recuperar a Anna —respondí—, y para liberar a las demás. Para impedir que se destrocen las vidas de otras personas.
—No podemos ir por ahí destruyendo conventos y monasterios —replicó Víctor —. Hay centenares de ellos por todo el mundo.
—Eso es distinto —alegué—. Son corporaciones religiosas debidamente
organizadas y hace siglos que existen.
—Igual que Monte Veritá, probablemente.
—Pero ¿cómo viven, qué comen, qué ocurre cuando caen enfermas, cuando mueren? —No lo sé. Trato de no pensar en ello. La cuestión es que Anna me dijo que
había encontrado lo que buscaba y que era feliz. No quiero destruir esa felicidad.
Fijó en mí una mirada entre aturdida y penetrante y dijo:
—Es curiosos que hables así. Lo lógico sería que comprendieses mejor que yo los sentimientos de Anna. En nuestras escaladas, sentías con mucha mayor intensidad la fiebre de las montañas. Solías tener la cabeza en las nubes y recitabas:
El mundo es excesivo con nosotros; rezagados y prestos, adquiriendo y derrochando, destruimos nuestro vigor.
Recuerdo que me levanté, me asomé a la ventana y contemplé la calle envuelta en la espesa niebla que subía del río. Sus palabras me habían trastornado profundamente. Me sentía incapaz de responder. Y, en lo íntimo de mi corazón, comprendía por qué odiaba todo lo relacionado con Monte Veritá y por qué deseaba que fuese destruido aquel lugar. Era porque Anna había encontrado su Verdad, y yo no…
Aquella conversación entre Víctor y yo marcó, si no una ruptura en nuestra amistad, sí por lo menos, un punto de inflexión. Habíamos llegado a un momento crucial de nuestras vidas. Él volvió a su casa de Shropshire y, más adelante, me escribió diciendo que se proponía ceder su propiedad a un sobrino suyo, todavía en edad escolar, al que, en los años siguientes, iría invitando a pasar con él las vacaciones para que fuese familiarizándose con la finca. Después, no sabía lo que haría. No quería comprometerse a formular planes. Por aquel tiempo, mi propio porvenir estaba en juego. Mi trabajo me impuso la necesidad de vivir en América durante un par de años.
Y entonces toda la organización del mundo saltó hecha pedazos. Era el año 1914.
Víctor fue uno de los primeros en enrolarse. Quizá pensó que ésta debía ser su respuesta. Quizá pensara que podrían matarle. Yo no seguí su ejemplo sino hasta después de haber ultimado los asuntos que me retenían en América. Ésa no era, desde luego, mí respuesta, y llegué a aborrecer profundamente todo el tiempo que pasé en el Ejército. En toda la guerra no vi nunca a Víctor; luchábamos en distintos frentes y ni siquiera nos encontrábamos mientras estábamos de permiso. Una vez tuve carta de él. Y esto es lo que me decía:
A pesar de todo, me las he arreglado para ir a Monte Veritá todos los años, tal como prometí. Pasé una noche en el pueblo con el anciano de que te hablé, y al día siguiente subí a la cima de la montaña. Todo parecía exactamente igual. Completamente desierto y silencioso. Dejé junto al muro una carta para Anna y pasé allí sentado todo el día, contemplando el pétreo edificio y sintiendo la proximidad de mi mujer. Sabía que no saldría. Volví al día siguiente, y me invadió el júbilo al encontrar una carta suya. Si es que aquello se podía llamar carta. No eran más que unas cuantas palabras grabadas en una piedra lisa. Supongo que es el único medio de comunicación que tienen. Decía que se encontraba perfectamente y que era feliz. Me daba su bendición, y a ti también. Me rogaba que no me inquietara por ella. Eso era todo. Como ya te dije en la clínica, parecía como si fuese un mensaje venido de otro mundo. No tengo más remedio que conformarme con eso. Si sobrevivo a esta guerra, probablemente iré a vivir a algún lugar de aquel país para así, estar más cerca de ella, aunque nunca vuelva a verla, ni tenga de ella más noticias que unas pocas palabras garabateadas en una piedra una vez al año.
Te deseo suerte, muchacho. No tengo ni idea de dónde estás.
VÍCTOR
Cuando se firmó el armisticio y, tras ser desmovilizado, empecé a reanudar mi vida normal, una de las primeras cosas que hice fue buscar a Víctor. Le escribí a Shropshire. Recibí una cortés contestación de su sobrino. Se había hecho cargo de la casa y de la administración de las fincas. Víctor había sido herido, pero no de gravedad. Había salido de Inglaterra y se hallaba ahora en algún lugar del extranjero, en Italia o en España, su sobrino no estaba muy seguro. Pero creía que su tío había decidido no volver más a Inglaterra. Si recibía alguna noticia de él, me lo comunicaría.
No supe más. Por mi parte, encontré muy desagradable el Londres de la posguerra y la gente que vivía en él. De modo que, rompiendo yo también los vínculos que me unían a mi país, me trasladé a América.
Pasé cerca de veinte años sin que volviera a ver a Víctor.
Estoy seguro de que no fue sólo la casualidad lo que nos reunió de nuevo. Estas cosas están predestinadas. Tengo la teoría de que la vida de cada hombre es como un mazo de cartas y que aquellos con los que nos encontramos y a los que, a veces, amamos, están barajados con nosotros. Guiados por el destino, coincidimos en la misma mano. Termina la partida, se efectúa el descarte y somos barajados de nuevo.
No hace al caso relatar ahora la combinación de acontecimientos que, dos o tres años antes de la Segunda Guerra Mundial, me hicieron volver a Europa cuando contaba ya cincuenta y cinco años. El caso es que volví.
Me hallaba a bordo de un avión, volando de una ciudad a otra —los nombres de éstas no hacen al caso—, cuando el aparato en que viajaba tuvo que realizar un aterrizaje forzoso en una región desolada y montañosa, sin que, afortunadamente, ocurrieran desgracias personales. Tripulación y pasajeros pasamos dos días sin contacto alguno con el mundo civilizado. Nos instalamos en el semidestruido aparato y esperamos que llegase alguna expedición de rescate. La Prensa de todo el mundo dedicó grandes titulares a este episodio, al que, por unos días, se concedió más atención incluso que a la tensa situación europea del momento.
Nuestras penalidades no fueron muy grandes durante aquellas cuarenta y ocho horas. Afortunadamente, no había mujeres ni niños, de modo que nos lo tomamos con calma y esperamos que acudieran en nuestro socorro. Confiábamos en que no tardaría en llegar una expedición en nuestra ayuda. El aparato de radio había funcionado hasta el instante mismo del aterrizaje y el radiotelegrafista había comunicado nuestra posición. Todo era cuestión de paciencia.
Para mí, cumplida mi misión en Europa y sin haber dejado en los Estados Unidos ningún vínculo que me indujese a volver, esta súbita caída en la clase de región que, años atrás, amara apasionadamente, constituía una experiencia extraordinaria. Me había convertido en un hombre excesivamente ciudadano, amante de las comodidades. El pulso intenso de la vida americana, la prisa, la vitalidad y la incansable energía del Nuevo Mundo se habían combinado para hacerme olvidar los vínculos que aún me ligaban al Viejo.
Entonces, contemplando la espléndida desolación que me rodeaba, comprendí lo que me había faltado durante todos aquellos años. Me olvidé de mis compañeros de viaje, me olvidé del gris fuselaje del maltrecho aeroplano —un anacronismo en aquel desierto milenario— y olvidé también mi cabello canoso, mi gruesa figura y la pesada carga de mis cincuenta y cinco años. Volvía a ser un muchacho ansioso, esperanzado, deseoso de encontrar una respuesta al problema de la eternidad. Esa respuesta estaba seguramente allí, esperándome al otro lado de las lejanas cumbres. Me quedé en pie, inmóvil, incongruente dentro de mi ropa de ciudad, y sentí que la fiebre de las montañas volvía a enardecerme la sangre.
Quería alejarme del destrozado aeroplano y de los preocupados semblantes de mis compañeros; deseaba olvidar los años perdidos. Habría dado cualquier cosa por volver a ser joven y, sin preocuparme por las consecuencias, avanzar hacia aquellas cumbres y escalar la gloria. Conocía muy bien lo que se experimentaba en lo alto de las montañas. El aire mucho más sutil y más frío, el silencio más profundo. La extraña quemadura del hielo, la penetrante fuerza del sol, y ese momento en que el corazón deja un instante de latir cuando el pie, resbalando súbitamente en el angosto reborde, busca dónde apoyarse y las manos se aferran desesperadamente a la cuerda.
Miré las montañas que tanto amaba y me sentí traidor. Las había traicionado para obtener a cambio cosas harto despreciables: lujo, comodidad, seguridad. Me propuse aplicarme a recuperar el tiempo perdido una vez que llegara la expedición de socorro. No tenía ninguna prisa por regresar a los Estados Unidos. Me tomaría unas vacaciones en Europa y volvería a emprender nuevas escaladas. Compraría ropa adecuada y el material necesario y acometería la realización de mi propósito. Una vez tomada esta decisión, me sentí alegre, irresponsable. Nada parecía importar ya. Regresé al lado de mis compañeros y pasé riendo y bromeando el resto del tiempo.
Al segundo día, recibimos socorro. Lo habíamos previsto cuando, al amanecer, divisamos un avión que planeaba por encima de nosotros a una altura de pocos centenares de metros. Componían la expedición de salvamento varios guías y montañeses, gente ruda, pero agradable. Nos trajeron ropas y alimentos y nos confesaron que les sorprendió que nos halláramos en condiciones de utilizarlos. No creían encontrarnos vivos.
Nos ayudaron a bajar al valle, a donde no llegamos hasta el día siguiente. Pasamos la noche acampados en el lado norte de la gran cordillera que tan remota e inaccesible nos había parecido al contemplarla desde el averiado aparato. Reemprendimos la marcha al amanecer. El día era espléndido y despejado, y el valle se extendía ampliamente a nuestros pies. Una escarpada cordillera, por lo que pude apreciar completamente infranqueable, se alargaba hacia el Este y remataba en un nevado picacho —¿o eran dos?—, que se alzaba contra el cielo como los nudillos de una mano cerrada.
Al iniciar el descenso, me dirigí al jefe de la expedición.
—En mi juventud, yo era un gran escalador. Sin embargo, no conozco este país. ¿Vienen muchas expediciones por aquí?
Negó con la cabeza. Me dijo que las condiciones eran difíciles. Él y sus compañeros venían desde bastante lejos. Los habitantes de la zona oriental del valle eran retraídos e ignorantes; había pocas facilidades para los turistas. Si yo quería practicar escaladas, podía llevarme a otros lugares en los que me sería más agradable hacerlo. Aunque, en aquella época del año, era ya un poco tarde para organizar expediciones.
Yo seguía mirando la cordillera que se extendía hacia el Este. Presentaba un aspecto de extraña belleza.
—¿Cómo se llaman aquellos dos picos gemelos —pregunté.
—Monte Veritá —respondió.
Entonces comprendí qué era lo que me había hecho volver a Europa…
Mis compañeros y yo nos separamos en una pequeña ciudad situada a unas veinte millas del lugar donde se había estrellado el avión. Ellos se dirigieron a la estación de ferrocarril más próxima y yo me quedé atrás. Alquilé una habitación en un pequeño hotel y dejé allí mi equipaje. Compré botas, pantalones bombachos, un jersey y un par de camisas. Luego, volví la espalda a la ciudad e inicié la escalada.
Como había dicho el guía, la estación estaba demasiado avanzada para emprender expediciones de montaña. Pero no me importaba. Estaba solo y volvía a encontrarme de nuevo en las montañas. Había olvidado cuan vigorizadora podía ser la soledad. Mis piernas y mis pulmones recobraban la fuerza de antaño, y el aire frío penetraba hasta el fondo de mi ser. Podría haber gritado de júbilo, a pesar de mis cincuenta y cinco años. Había terminado la tensión, el ajetreo, el afanoso bullir de millones de personas en las calles de la ciudad; ya no existían sus luces resplandecientes, ni sus insípidos olores. Debía de haber estado loco al aguantar aquello durante tanto tiempo.
Muy excitado, llegué al valle que se extiende al pie de la ladera oriental de Monte Veritá. Me pareció que no había cambiado gran cosa, a juzgar por la descripción que me había hecho Víctor antes de la guerra, años atrás. La ciudad era pequeña y primitiva, y sus habitantes, hoscos y desabridos. Había una especie de posada —llamar hotel a aquello sería excesivo—, donde decidí pasar la noche.
Fui recibido con indiferencia, aunque no con descortesía. Después de cenar, pregunté si era todavía transitable el camino que conducía a Monte Venta. Mi informante me miró sin interés desde detrás del mostrador —pues el comedor y el bar eran una misma cosa, y, siendo yo el único huésped, había cenado allí—, al tiempo que bebía el vaso de vino que le había ofrecido.
—Creo que sí —respondió—, por lo menos hasta el poblado. Después no sé.
—¿Tienen ustedes mucho trato con la gente que vive en el pueblo de la montaña? —pregunté.
—Muy poco. Y en esta época del año, nada —respondió.
—¿Suelen venir turistas por aquí?
—Pocos. Van hacia el Norte. En el Norte se está mejor.
—¿Hay algún sitio en el pueblo donde pueda pernoctar mañana?
—No lo sé.
Callé un momento, contemplando el rostro huraño de aquel individuo y, luego pregunté:
—¿Siguen viviendo las sacerdotisas entre las rocas de la cima de Monte Veritá?
Se estremeció. Volvió la vista hacia mí y se inclinó sobre el mostrador.
—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿Qué sabe de ellas?
—Entonces, ¿existen todavía? —exclamé.
Me miró con suspicacia. En los últimos veinte años, habían ocurrido muchas cosas en aquel país, violencias, revoluciones, hostilidades que llegaban a separar a los padres de los hijos, y sus consecuencias debían de haber alcanzado también a aquel remoto rincón. Puede que ésta fuese la causa de su reserva.
—Circulan algunos rumores —dijo lentamente—. Prefiero no mezclarme en esos asuntos. Es peligroso. Cualquier día habrá algún disgusto.
—¿Disgusto? ¿Para quién?
—Para los habitantes del pueblo, para los que viven en Monte Veritá, para nosotros, los del valle. Yo no sé nada, nada malo puede ocurrirme.
Terminó el vaso de vino, lo limpió y pasó un paño por el mostrador. Estaba ansioso por desembarazarse de mí.
—¿A qué hora quiere desayunar mañana? —preguntó.
Le dije que a las siete y subí a mi habitación.
Abrí las dos hojas del balcón y me asomé. La pequeña ciudad se hallaba en silencio. Unas pocas luces brillaban en la oscuridad. La noche era clara y fría. Había salido la luna y proyectaba sus rayos sobre la oscura masa de montañas que se alzaba sobre la oscura masa de montañas que se alzaba frente a mí. Habría plenilunio al día siguiente. Me sentí extrañamente emocionado, como si hubiese retrocedido hacia el pasado. Aquella habitación, donde yo iba a pasar la noche, podía haber sido la misma en que durmieron Anna y Víctor, allá en el verano de 1913. Y quizás Anna hubiese estado contemplando Monte Veritá desde aquel mismo balcón, mientras Víctor la llamaba desde dentro, inconsciente de la tragedia que se avecinaba.
Y, siguiendo sus pasos, yo también había llegado a Monte Veritá.
A la mañana siguiente desayuné en el bar. No estaba el posadero y fue una muchacha, probablemente su hija, quien me sirvió el pan y el café. Sus modales eran sosegados y corteses, y me deseó que pasara un día agradable.
—Voy a trepar por el monte —dije—; no parece que vaya a cambiar el buen tiempo. Dígame, ¿ha estado usted alguna vez en Monte Veritá?
Sus ojos se apartaron instantáneamente de los míos.
—No —respondió—, nunca he salido del valle.
Yo hablaba con toda naturalidad y como con despreocupación. Dije algo acerca de unos amigos míos que habían estado allí años atrás —no dije cuántos— y que, al escalar la cima, habían visto el rocoso edificio situado entre los dos picos, y se habían sentido muy interesados por conocer algunos detalles acerca de la secta que vivía encerrada detrás de aquellos muros.
—¿Sigue viviendo allí esa gente? —pregunté, encendiendo un cigarrillo con deliberada lentitud.
La muchacha volvió nerviosamente la cabeza, como si se diera cuenta de que podían estarla escuchando.
—Eso dicen —contestó—. Mi padre no habla de ello delante de mí. Es un tema prohibido para los jóvenes. Yo seguí fumando el cigarrillo.
—Yo vivo en América —dije—, y he observado que allí, como en la mayoría de los sitios, cuando se reúnen varios jóvenes no hay nada que más les guste que hablar de temas prohibidos.
Esbozó una sonrisa, pero no dijo nada.
—Supongo que usted y sus amigas hablarán a menudo de lo que ocurre en Monte Veritá —dije.
Me sentía ligeramente avergonzado de mi doblez, pero tenía la impresión de que aquella táctica era la más adecuada para obtener alguna información.
—Sí —dijo ella—, eso es cierto. Pero sólo lo hacemos cuando estamos solas.
Precisamente no hace mucho…
Miró de nuevo hacia atrás y, luego continuó, bajando la voz:
—Una amiga mía, que estaba a punto de casarse, desapareció un buen día y no ha vuelto más. Dicen que fue llamada a Monte Veritá.
—¿Nadie la vio ir?
—No. Se fue por la noche. Y no me dejó ningún aviso, nada.
—¿Y no podría ocurrir que se hubiese ido a otro lugar completamente distinto a una gran ciudad, o a algún centro turístico?
—Se cree que no. Además, había estado portándose de una forma extraña. La habían oído soñar en voz alta; y hablaba de Monte Veritá.
Callé un momento. Luego, proseguí mi interrogatorio con el mismo aire indiferente.
—¿Cuál es la fascinación que ejerce Monte Veritá? —pregunté—. La vida allí debe ser insoportablemente dura, e incluso cruel.
—No para las que son llamadas —replicó ella, moviendo la cabeza—. Se mantienen siempre jóvenes. No envejecen jamás.
—¿Cómo puede usted saberlo si nunca las ha visto nadie?
—Siempre ha sido así. Ésa es la creencia. Por eso aquí, en el valle, se las odia, se las teme, e incluso se las envidia. Ellas tienen el secreto de la vida en Monte Veritá.
Miró por la ventana en dirección a la montaña. Había una expresión anhelante en sus ojos.
—¿Y usted? —pregunté—. ¿Cree que será llamada alguna vez?
—No soy digna de ello —respondió—. Además, tengo miedo. Retiró la taza vacía de café y me ofreció un poco de fruta.
—Y ahora —continuó, bajando, aún más la voz—, desde esta última desaparición, parece que va a haber disturbios. La gente del valle está irritada. Algunos hombres han subido al pueblo de la montaña y están tratando de soliviantar a sus habitantes, reunirse muchos y asaltar la roca. Nuestros hombres se lanzarán enfurecidos. Intentarán matar a las que viven allí. Y entonces se pondrán peor las cosas, vendrá el Ejército, habrá interrogatorios, castigos, fusilamientos. Todo acabará mal. Y eso no resulta nada atractivo. Todo el mundo está asustado y anda por ahí cuchicheando a escondidas.
Sonaron fuera unas pisadas. La muchacha corrió a colocarse tras el mostrador, y allí estaba, muy atareada con la cabeza baja, cuando su padre entró en la sala.
Nos miró con suspicacia a los dos. Yo tiré el cigarrillo y me levanté de la mesa.
—¿De modo que sigue usted decidido a subir a la montaña? —me preguntó.
—Sí —respondí—. Volveré dentro de uno o dos días.
—Sería imprudente quedarse allí más tiempo —dijo.
—¿Quiere decir que va a cambiar el tiempo?
—Va a cambiar el tiempo, sí. Pero, además, puede haber peligro.
—¿Peligro? ¿En qué sentido?
—Puede que haya disturbios. Las cosas están muy revueltas. Los hombres están exaltados. Y cuando están exaltados pierden la cabeza. En una situación así, podrían sufrir daño los extranjeros. Sería mejor que renunciara a su idea de subir a Monte Veritá y se dirigiera hacia el Norte. Allí hay más tranquilidad.
—Gracias. Pero me he propuesto escalar Monte Veritá. Se encogió de hombros y apartó la vista.
—Como quiera —dijo—. No es asunto mío.
Salí de la posada, recorrí la calle y, cruzando el pequeño puerto que salvaba el arroyo de la montaña, me vi frente al sendero que conducía a la ladera oriental de Monte Veritá.
Al principio, se oían con toda claridad los ruidos del valle. El ladrido de los perros, el tintineo de las esquilas, las voces de los hombres llamándose unos a otros…, todos estos sonidos llegaban nítidamente hasta mí, en el aire diáfano. Luego, el humo azulado de las chimeneas se fundió en una espesa neblina y las casas fueron empequeñeciéndose hasta parecer de juguete. El sendero me internaba cada vez más en el corazón de la montaña, hasta que, al mediodía, el valle desapareció en las profundidades. En mi mente no había otro pensamiento que el de subir, subir, coronar aquella loma de la izquierda, dejarla a mi espalda y alcanzar la otra, olvidarme de ambas y llegar a la tercera, todavía más escarpada y más prominente. Avanzaba despacio. Mis músculos habían perdido la elasticidad y mi respiración era imperfecta. Pero me sostenía la excitación de mi espíritu, y no estaba cansado en absoluto. Podría seguir caminando sin cesar.
Fue para mí una sorpresa el instante en que llegué al pueblo, pues había calculado que por lo menos aún me faltaba una hora. Debía de haber subido a un paso muy vivo, ya que todavía no habían dado las cuatro. La aldea presentaba un aspecto desolado, casi desierto, y me pareció que quedaban muy pocos habitantes. Algunas de las casas estaban cerradas, otras destruidas o parcialmente destruidas. Sólo salía humo de dos o tres de ellas, y no vi a nadie trabajando en los pastizales de los alrededores. Unas cuantas vacas, flacas y macilentas, pacían junto al sendero, y, en el aire quieto, las esquilas que pendían de sus cuellos daban un sonido hueco y melancólico. Después de la excitación de la escalada, aquel lugar me producía un efecto sombrío, deprimente. Si era allí donde tenía que pasar la noche, procuraría no pensar en ello.
Me dirigí a la primera casa, de cuyo tejado ascendía una columna de humo, y llamé a la puerta. Al cabo de un rato, se abrió y apareció en el umbral un chiquillo de unos catorce años que, después de mirarme, volvió la cabeza y llamó a alguien que había dentro. Salió un hombre, aproximadamente de mi edad, grueso y de expresión estúpida, que me dijo algo en un dialecto desconocido para mí. Luego, dándose cuenta de su error, comenzó a hablar en el idioma del país, con más torpeza aún que yo.
—¿Es usted el médico del valle? —me preguntó.
—No —contesté—. Soy un extranjero que está aquí de vacaciones, escalando las montañas de la comarca. Necesito una cama para pasar la noche. ¿Puede proporcionármela?
En su rostro se pintó la decepción. No contestó directamente a mi pregunta.
—Tenemos muy enfermo a alguien —dijo—. No sé qué hacer. Dijeron que vendría un médico del valle. ¿No ha visto usted a nadie?
—Me temo que no. Nadie más que yo ha subido del valle. ¿Quién está enfermo? ¿Un niño? El hombre movió la cabeza.
—No, no. Aquí no tenemos niños.
Seguía mirándome con aire aturdido y desamparado, y me compadecí de él, pero no veía qué podía hacer yo. No llevaba conmigo más medicamentos que un pequeño botiquín de urgencia y un tubito de aspirina. Quizá sirviera de algo la aspirina, si es que se trataba de un caso de fiebre. Saqué el tubo y di unos cuantos comprimidos al hombre.
—Puede que esto sirva de algo —dije—. Haga la prueba. Me hizo señas de que entrara.
—Déselos usted mismo, por favor —dijo.
Sentía cierta repugnancia a entrar y enfrentarme con el triste espectáculo de la muerte de un semejante, pero un elemental sentido de humanidad me dijo que no podía hacer otra cosa, y le seguí al interior de la casa. Había un pequeño catre apoyado contra la pared y, tendido sobre él, cubierto por dos mantas, un hombre con los ojos cerrados. Estaba pálido y sin afeitar, y los rasgos de su rostro tenían ese afilado aspecto que revela la proximidad de la muerte. Me acerqué al lecho y le miré. El abrió los ojos. Durante un momento, ambos nos miramos incrédulos. Luego, me tendió la mano y sonrió. Era Víctor…
—Gracias a Dios —dijo.
Yo estaba demasiado emocionado para hablar. Vi que hacía una seña al aldeano, que se mantenía apartado, y que le hablaba en su dialecto. Debió de decirle que éramos amigos, pues en su rostro se encendió una lucecita de alegría y se retiró.
Yo seguí junto al lecho, con la mano de Víctor en la mía.
—¿Cuánto tiempo hace que estás así? —le pregunté, al fin.
—Unos cinco días. Pleuresía; ya lo he tenido antes de ahora, pero esta vez es peor. Me voy haciendo viejo.
Volvió a sonreír; aunque se hallaba desesperadamente enfermo —me daba perfecta cuenta de ello—, apenas había cambiado, era el mismo Víctor de siempre.
—Parece que has prosperado —me dijo, sin dejar de sonreír—. Tienes todo el aspecto de un triunfador.
Le pregunté por qué no me había escrito nunca y qué era lo que había estado haciendo durante aquellos veinte años.
—Me fui de Inglaterra —dijo—. Lo mismo que tú, me parece, pero de otra manera. Y no he vuelto desde entonces. ¿Qué llevas ahí?
Le enseñé el tubo de aspirina.
—Me temo que no te va a servir de gran cosa —dije—. Lo mejor que se me ocurre es quedarme aquí esta noche; mañana, a primera hora, buscaré un par de hombres o tres que me ayuden a bajarte al valle.
Movió la cabeza.
—Es perder el tiempo —dijo—. Ya no hay nada que hacer. Lo sé muy bien.
—Bobadas. Necesitas un médico y que te cuiden adecuadamente. Eso es imposible en este lugar.
Paseé la vista por el rústico cuartucho, oscuro y sin ventilación.
—No te preocupes por mí —dijo—. Hay otra persona más importante.
—¿Quién?
—Anna —respondió.
Y, como yo me quedara perplejo y silencioso, añadió:
—Ya sabes que ella sigue aquí, en Monte Veritá.
—¿Quieres decir que continua encerrada en ese lugar? ¿Que nunca ha salido de él?
—Por eso estoy yo aquí —respondió Víctor—. Vengo todos los años, desde que empezó la cosa. Creo que, después de la guerra, te escribí diciéndotelo, ¿no? Durante todo el año vivo en un pueblecito de pescadores, un tranquilo y aislado rincón, y luego, vengo aquí una vez cada doce meses. Este año lo he dejado para más tarde, porque he estado enfermo.
Era increíble. Toda una existencia arrastrándose a lo largo de los años, sin amigos, sin comodidades, soportando el lento transcurrir de los meses hasta que llegase el momento de esta desesperanzada peregrinación anual.
—¿La has visto alguna vez? —pregunté.
—Nunca.
—¿Le escribes?
—Traigo una carta todos los años. La llevo conmigo y la dejo junto al muro, y, al día siguiente, vuelvo.
—¿Y recogen la carta?
—Siempre. Y en su lugar encuentro una piedra lisa, con unas palabras grabadas en ella; no muchas. Todas las piedras las guardo en la casa en que vivo, a orillas del mar.
Era desgarrador ver su fe en ella, su fidelidad a través de los años.
—He intentado estudiar su religión —dijo—. Es mucho más antigua que el cristianismo. Hay textos viejísimos en los que se encuentras alusiones a ella. Los he repasado de vez en cuando y he hablado con eruditos que han estudiado la mística y los ritos de los druidas y de los antiguos galos; hay un fuerte lazo que une a todos los montañeses de aquellos tiempos. En todas mis lecturas, he observado la misma insistencia sobre el poder de la luna y la creencia de que los adeptos a sus ritos y a su fe se mantienen eternamente jóvenes y hermosos.
—Pero, Víctor, hablas como si tú también creyeras en esas cosas —dije.
—Y es cierto —repuso—. Los pocos niños que quedan en este pueblo también creen en ellas.
El hablar le había fatigado. Alargó la mano hacia el jarro de agua que tenía junto a la cama.
—Escucha —dije—, estas aspirinas no pueden hacerte ningún mal y, en cambio, te aliviarán si tienes fiebre. Además, te ayudarán a dormir.
Le hice tomar tres tabletas y le arropé bien entre las mantas.
—¿No hay mujeres en la casa? —pregunté.
—No —respondió—, y eso es algo que no ha dejado de intrigarme desde que he llegado esta vez. El pueblo está casi completamente desierto. Las mujeres y los niños se han trasladado al valle. Quedarán unas veinte personas en total, entre hombres y muchachos.
—¿Sabes adonde han ido las mujeres y los niños?
—Creo que se fueron unos días antes de mi llegada. El dueño de esta casa es hijo del anciano que vivía aquí y se murió hace años. Es tan estúpido que nunca sabe nada de nada. Si le preguntas algo, se limita a mirarte vagamente. Pero es bastante competente en sus cosas. El te dará comida y te encontrará alojamiento. El chiquillo, en cambio, es bastante despejado.
Víctor cerró los ojos. Confié en que pudiese dormir. Creía saber por qué las mujeres y los niños habían abandonado el pueblo. Debía de haber ocurrido a raíz de la desaparición de la muchacha. Sin duda temieron que podían sobrevenir disturbios en Monte Veritá. Pero no me atrevía a hablar de esto con Víctor. Lo que deseaba era poder convencerle para que permitiera ser trasladado al valle.
Había anochecido, y me sentía hambriento. Me dirigí a la parte trasera de la casa. No había allí nadie más que el muchacho. Le pedí algo de comer y me comprendió. Me trajo pan, carne y queso, que comí en la habitación mientras él me miraba.
Los ojos de Víctor seguían cerrados y me supuse que dormía.
—¿Mejorará? —preguntó el muchacho; no empleaba el dialecto para hablar.
—Creo que sí —respondí—, por lo menos si pudiese llevarle a que lo viera un médico del valle. —Yo le ayudaré —dijo el muchacho—, y llamaré a un par de amigos, para que nos acompañen. Pero tendremos que salir mañana. Después será difícil.
—¿Por qué?
—Va a haber mucho movimiento pasado mañana. Subirán los hombres del valle y mis amigos y yo nos uniremos a ellos.
—¿Qué va a suceder?
Vaciló y me miró con sus vivaces y brillantes ojos, diciendo:
—No lo sé —dijo; y se escabulló en dirección al cuarto trasero. Oí la voz de Víctor desde la cama.
—¿Qué decía el muchacho? —preguntó—. ¿Quién va a subir del valle?
—Lo ignoro —respondí con aire de indiferencia—; supongo que alguna expedición. Pero se ha ofrecido a ayudarme mañana a trasladarte al valle.
—Debe de haber algún error —dijo Víctor—. Aquí no viene nunca ninguna expedición.
Llamó al muchacho y, cuando éste reapareció, le habló en su dialecto. El chico se mostraba huraño y parecía reacio a contestar a las preguntas que le dirigía Víctor. Les oí pronunciar varias veces las palabras «Monte Veritá». Finalmente el muchacho se retiró y nos dejó solos.
—¿Has entendido algo? —me preguntó Víctor.
—No —respondí.
—Ocurre algo raro que no me gusta nada —dijo—; Hace unos días que lo he notado. Los hombres se comportan de un modo furtivo, extraño. El chico dice que hay mucho revuelo en el valle y que las gentes de allí están furiosas. ¿Has oído tú algo?
Yo no sabía qué decir. Víctor me miraba fijamente.
—El dueño de la posada no era muy comunicativo —contesté—, pero me aconsejó que no subiese a Monte Veritá.
—¿Qué razón te dio?
—Ninguna. Se limitó a decir que podían ocurrir disturbios. Víctor guardó silencio unos instantes, meditando.
—¿Ha desaparecido alguna de las mujeres del valle? —preguntó luego.
Era inútil mentir. Repuse:.
—Algo he oído acerca de que ha desaparecido una muchacha, pero no sé si es verdad.
—Debe de serlo. Ésa es, pues, la causa.
Guardó silencio durante largo rato. Yo no podía ver la expresión de su rostro, que quedaba en la sombra. La habitación se hallaba iluminada por una sola lámpara, que esparcía a su alrededor un pálido resplandor.
—Tienes que subir mañana a Monte Veritá y avisar a Anna —dijo al fin.
Creo que había estado esperándolo. Le pregunté cómo podría hacerlo.
—El camino no tiene pérdida —dijo—. Sigue hacia el Sur por el cauce seco del arroyo. Las lluvias no lo han hecho impracticable todavía. Si sales antes del amanecer, tendrás todo el día por delante.
—¿Y cuando llegue?
—Deja una carta, como hago yo, y aléjate. Si te quedas allí, no la recogerán. Yo también escribiré. Le diré a Anna que me encuentro enfermo aquí y que tú has aparecido repentinamente, al cabo de cerca de veinte años de no habernos visto. Precisamente mientras hablabas con el muchacho estaba pensando que es como un milagro. Tengo la extraña sensación de que ha sido Anna quien te ha traído aquí.
En sus ojos brillaba aquella fe infantil que tan bien recordaba yo.
—Quizá —respondí—. O Anna, o lo que tú solías llamar mi fiebre de montaña.
—¿No es lo mismo?
Durante un rato nos miramos mutuamente en el silencio de aquella pequeña y oscura habitación. Luego, me volví y llamé al muchacho para que me trajese un colchón, mantas y una almohada. Dormiría en el suelo, junto al lecho de Víctor.
Mi amigo respiraba con dificultad y se revolvía inquieto en la cama. Me levanté varias veces para darle agua y aspirina. Sudaba copiosamente. Ignoraba si eso era bueno o malo. La noche se me antojó interminable. Apenas dormí. Cuando empezó a clarear, los dos estábamos despiertos.
—Tienen que salir ahora —me dijo.
Me acerqué a él y vi con aprensión que su piel se había vuelto viscosa y fría. Era indudable que había empeorado y que se encontraba mucho más débil.
—Dile a Anna —murmuró— que si la gente del valle sube al monte, ella y las demás correrán un grave peligro. Estoy seguro.
—Se lo escribiré —dije.
—Ella sabe cuánto la quiero. Se lo digo siempre en mis cartas, pero tú podrías repetírselo. Espera en la hondonada. Puede que tengas que esperar dos o tres horas, y tal vez más. Luego, vuelve junto al muro y busca la contestación en una piedra lisa. Allí estará.
Pasé mi mano por la suya, casi helada, y salí al aire frío de la madrugada. Miré a mi alrededor y sentí cierto recelo. Había nubes por todas partes. No sólo a mis pies, ocultando el sendero por el que yo había llegado la noche anterior, sino también en el silencioso poblado, en los tejados de cuyas casas se enredaban guedejas de niebla, y más arriba, donde el sendero que había de conducirme a la cumbre se difuminaba en la espesa bruma.
Suave y silenciosa, la niebla me rozaba el rostro. No se disipaba, no aclaraba. La humedad se me adhería al pelo y a las manos, y podía sentir su sabor en la lengua. Me detuve, indeciso, mirando a un lado y a otro, y preguntándome qué debía hacer. El instinto de conservación me aconsejaba que regresara. Sabía que era una locura emprender una escalada con aquel tiempo. Sin embargo, quedarme en el pueblo, con los ojos de Víctor fijos en mí, esperanzados, pacientes, era más de lo que podía soportar. Se estaba muriendo, y ambos lo sabíamos. Y en el bolsillo de mi chaqueta iba la última carta que escribía a su mujer.
Me dirigí hacia el Sur. Desde la cumbre de Monte Veritá, las nubes seguían bajando lenta e inexorablemente.
Comencé a trepar…
Víctor me había dicho que llegaría a la cima en un par de horas. Yo pensaba invertir menos aún, en cuanto saliese el sol y pudiera orientarme. Además, el tosco mapa que me había dibujado Víctor me serviría de guía.
Al cabo de una hora de haber salido del pueblo me di cuenta de mi error. El sol no brillaría en todo el día. Las nubes pasaban rozándome el rostro, viscosas y frías, y me ocultaban el cauce por el que ya llevaba cinco minutos subiendo. Y no estaba seco. Los manantiales de la montaña habían ablandado la tierra y desprendido las piedras.
Cuando cambió el panorama y, dejando atrás raíces y arbustos, empecé a pisar la roca desnuda, había pasado el mediodía. Estaba derrotado. Peor aún. Me había perdido. Retrocedí, pero no pude encontrar el cauce que me había llevado tan lejos. Me acerqué a otro, pero corría en dirección Nordeste y, además, bajaba por él un torrente de agua. Un movimiento en falso, y la corriente me habría arrastrado, destrozándome las manos al intentar aferrarme a las piedras.
Había desaparecido mi exaltación del día anterior. No me dominaba ya la fiebre de las montañas, sino otra sensación que también recordaba haber experimentado; temor. En mis buenos tiempos de escalador me había visto envuelto muchas veces por la niebla. Nada deja a un hombre tan desamparado, a menos que sepa reconocer cada metro del camino por el que ha subido y pueda, así, descender. Pero yo ya no era joven, ni tenía el entrenamiento de aquellos días. Era un hombre maduro, solo en una montaña que desconocía, y estaba asustado.
Me senté bajo una peña, comí el resto de los bocadillos que me habían preparado en la posada del valle y esperé. Luego, me levanté y empecé a moverme para entrar en calor. El aire no era todavía muy frío, pero había esa desapacible humedad que acompaña siempre a la niebla.
Mi única esperanza era que, al llegar la noche y descender la temperatura, se levantara la niebla. Recordé que habría luna llena, lo cual me favorecía, pues la niebla rara vez persiste en estos casos, sino que tiende a deshacerse y disiparse. Por eso me agradó notar que se iba enfriando la atmósfera. El aire era notablemente más penetrante, y, al mirar hacia el Sur, podía ya ver con claridad a una distancia de tres metros por delante de mí. A mis pies, sin embargo, la bruma era tan espesa como antes. Un muro impenetrable de niebla hacía imposible el descenso. Seguí esperando.
Por encima de mí, siempre en dirección Sur, mi campo visual iba ensanchándose paulatinamente. La niebla no era ya más que un tenue vapor que se iba desvaneciendo. Y, de pronto, todo el contorno de la montaña apareció nítidamente ante mi vista. No era todavía la cumbre, sino un rocoso saliente que apuntaba hacia el Sur. Y por detrás de él pude divisar el cielo por primera vez en todo el día.
Miré el reloj. Eran las seis menos cuarto. La noche había caído sobre Monte Veritá.
Volvió de nuevo la niebla, oscureciendo aquel diáfano trozo de cielo que yo había visto, y luego se disipó otra vez. Abandoné el lugar en que me había resguardado. Por segunda vez, me veía obligado a tomar una decisión: trepar o descender. Hacia arriba, el camino estaba despejado. Se veía el saliente rocoso descrito por Víctor, e incluso podía distinguir la senda que debía haber seguido doce horas antes. Dentro de dos o tres horas saldría la luna y me proporcionaría la luz que necesitaba para llegar al rostro rocoso de Monte Veritá. Miré hacia el Este. El camino de bajada seguía oculto tras el mismo muro de niebla. Mientras no se disipara, tendría que permanecer en la misma situación en que había estado todo el día, sin saber qué dirección seguir y desamparado en medio de un campo visual no superior a un metro. Decidí continuar y escalar la cumbre de la montaña con mi mensaje.
La niebla quedaba ahora a mis pies, y esto me reanimó. Consulté el tosco mapa trazado por Víctor y me dirigí hacia el saliente meridional. Me sentía hambriento y habría dado cualquier cosa por tener ahora los bocadillos que había comido al mediodía. No me quedaba más que un pedazo de pan. Eso, y un paquete de cigarrillos. El fumar no era conveniente para mantener el ritmo respiratorio adecuado, pero al menos me distraería el apetito.
Distinguí entonces los dos picos gemelos que se recortaban nítidamente contra el cielo. Una nueva excitación se apoderó de mí al contemplarlos, pues sabía que, en cuanto hubiese dado la vuelta al rocoso saliente y alcanzara la ladera meridional de la montaña, habría llegado al final de mi viaje.
Seguí subiendo. La cornisa se estrechaba y las rocas iban haciéndose más escarpadas a medida que me acercaba a la vertiente meridional de la montaña. Y entonces, dominando el neblinoso vaho que se extendía hacia Oriente, comenzó a brillar la luna. Su resplandor despertó en mí una renovada sensación de soledad. Era como si caminara solo por el borde de la Tierra, suspendido en la inmensidad del Universo.
Al remontarse la luna, me sentí reducido a la insignificancia. Ya no tenía conciencia de poseer una identidad personal. El caparazón en que se encerraba mi ser avanzaba insensible, atraído hacia la cumbre de la montaña por una fuerza desconocida que parecía emanar de la propia luna. Me sentía impelido hacia delante como las aguas en la pleamar. No podía desobedecer la ley que me obligaba a seguir, como no podía dejar de respirar. No era la fiebre de la montaña lo que ardía en mi sangre, sino la magia de la montaña. No era energía nerviosa lo que me impulsaba, sino el influjo de la luna llena.
Las rocas se estrechaban y descendían sobre mi cabeza formando una angosta arcada, de modo que tuve que encorvarme y seguir a tientas mi camino. Salí luego de la oscuridad, y allí estaban, bañados de argéntea blancura, los dos picos gemelos de Monte Veritá.
Por primera vez en mi vida supe lo que era la auténtica belleza. Olvidé mi misión, mi inquietud por Víctor, el temor experimentado ante las nubes que me habían rodeado durante todo el día. En verdad que éste era el fin del viaje. Ésta era la plena consecución de todos los objetivos. El tiempo no importaba. No pensaba en él. Me quedé en pie, contemplando la rocosa faz bañada por la luna.
No sé el tiempo que permanecí inmóvil, ni recuerdo cuándo sobrevino la mutación sobre los muros y la torre; pero, de pronto, allí había figuras que no habían estado antes. Permanecían en fila sobre los muros, recortadas contra el cielo, y podrían haber sido imágenes de piedra esculpidas en la roca, tan quietas estaban, tan inmóviles.
Yo me encontraba demasiado lejos para ver sus rostros y sus formas. Una de ellas se erguía solitaria sobre la torre, cubierta por una larga túnica que le llegaba hasta los pies. De pronto, acudieron a mi mente viejas narraciones de otros tiempos, los extraños ritos de los druidas, las matanzas, los sacrificios. Aquellas gentes adoraban a la luna, y ésta fulgía en toda su plenitud. Alguna víctima iba a ser arrojada al fondo de los abismos y yo iba a ser testigo del acto.
Hasta aquel momento, yo había conocido en mi vida el miedo, pero nunca el terror. Entonces, éste me dominó por completo. Me arrodillé en la sombra de la hondonada, pues si me quedaba a la luz de la luna sería visto. Las vi alzar los brazos por encima de sus cabezas, y, rompiendo el profundo silencio que hasta entonces había reinado, sonó un murmullo, bajo y confuso al principio, que fue creciendo paulatinamente en intensidad. Las voces repercutían en las paredes rocosas y vibraban en el aire. Entonces observé que todas tenían el rostro vuelto hacia la luna. No había sacrificios. No había ninguna matanza. Éste era su canto de alabanza.
Permanecí oculto entre las sombras, con toda la ignorancia y la vergüenza de quien se encuentra asistiendo a un culto desconocido. Mientras el cántico sonaba en mis oídos, ultraterreno, aterrador y, sin embargo, insoportablemente bello. Entrelacé mis manos sobre la cabeza, cerré los ojos e incliné la frente hasta tocar con ella el suelo.
Lentamente, muy lentamente, el gran himno de alabanza fue apagándose. Descendió hasta no ser más que un murmullo, un suspiro, y se extinguió. El silencio volvió a enseñorearse de Monte Veritá. No me atrevía a moverme. Mis manos me cubrían la cabeza. Tenía el rostro pegado contra el suelo. No me avergüenzo de mi terror. Me hallaba perdido entre dos mundos. Había huido del mío y no pertenecía al suyo.
Todavía arrodillado, esperé. Luego, lenta y furtivamente, levanté la cabeza y miré hacia la roca. Los muros y la torre se hallaban desiertos. Las figuras se habían desvanecido. Y una nube, deshilachada y oscura, ocultaba a la luna.
Me levanté, pero no di un solo paso hacia delante. Tenía los ojos fijos en la torre y en los muros. Nada se movía allí, ahora que la luna se había ocultado. Puede que nunca hubiesen existido las figuras y los cánticos. Quizá los había creado mi propia imaginación.
Esperé hasta que se hubo retirado la nube que ocultaba a la luna. Entonces, me armé de valor y palpé las cartas que llevaba en el bolsillo. Ignoro lo que había escrito, Víctor, pero la mía decía así:
Querida Anna:
El destino me ha traído al pueblo de Monte Veritá. Víctor está allí. Se encuentra desesperadamente enfermo, y creo que va a morir. Si quieres enviarle algún mensaje, déjalo junto al muro. Yo se lo llevaré. Quiero avisarte también de que me parece que vuestra comunidad corre peligro. Las gentes del valle están aterrorizadas y asustadas porque ha desaparecido una de sus mujeres. Es probable que vengan a Monte Veritá y traten de destruirlo.
Quiero decirte, para terminar, que Víctor nunca ha dejado de amarte y de pensar en ti.
Y firmaba con mi nombre al pie de la página.
Comencé a andar hacia el muro. Al acercarme, pude ver las estrechas ventanas que, tiempo atrás, me describió Víctor, y se me ocurrió que quizás hubiese ojos espiándome desde detrás de ellas, que, al otro lado de cada una de aquellas angostas aberturas, podía haber una figura esperando.
Me agaché y deposité las cartas en el suelo, junto al muro. Y, al hacerlo, el lienzo de pared que se alzaba ante mí giró bruscamente y se abrió. De la obertura surgieron unos brazos que me asieron con fuerza. Fui arrojado violentamente al suelo. Unas manos atenazaron mi garganta.
Antes de perder el conocimiento, oí la risa de un niño.
Desperté bruscamente, con la impresión de salir de un profundo sueño, y tuve la certeza de que un momento antes no había estado solo. Alguien se había arrodillado junto a mí y había contemplado mi rostro dormido.
Me incorporé y miré a mi alrededor. Tenía frío y se me habían entumecido los miembros. Me encontraba en una celda de unos tres, metros de longitud, y, por la estrecha hendidura que se abría en el muro de piedra, penetraba una débil y fantasmal claridad. Eché un vistazo a mi reloj. Las manecillas señalaban las cinco menos cuarto. Debía de haber estado inconsciente algo más de cuatro horas, y la luz que se difuminaba por la estancia era la incierta claridad que precede al alba.
Al despertarme, mi primer sentimiento fue de cólera. Había sido engañado. Le gente del pueblo que se extendía al pie de Monte Veritá me había mentido, y también a Víctor. Las rudas manos que se habían apoderado de mí y la risa infantil que había escuchado procedían de los aldeanos. El hombre de la casa y su hijo me habían precedido por el sendero de la montaña. Conocían un camino de acceso a través de los muros y me habían preparado una emboscada. Habían estado engañando a Víctor durante años y pensaban engañarme a mí también, Dios sabe por qué motivos. No podía ser para robarnos. Ninguno de los dos poseíamos nada más que la ropa que llevábamos puesta. La celda en que me encontraba estaba completamente desnuda. No se advertía la menor señal de que aquélla fuese una habitación humana. No había ni siquiera una tabla en la que tenderse. Carecía asimismo de puerta, y, en su lugar, se abría una alargada hendidura, igual que la ventana, pero lo suficientemente ancha como para permitir el paso de un hombre. Y me sentía extrañado ante el hecho de que no me hubiesen atado.
Esperé a que aumentase la luz y fuese desapareciendo el entumecimiento que agarrotaba mis miembros. Me parecía una acertada medida de precaución, porque, si me aventuraba a cruzar en seguida la estrecha abertura que servía de puerta, podía tropezar y caer en la oscuridad o extraviarme en algún dédalo de escaleras y pasadizos.
A medida que aumentaba la luz, arreciaba mi cólera y comenzó a invadirme una sensación de desesperación. Lo que más deseaba en aquel momento era coger por mi cuenta a aquel individuo y a su hijo, amenazarles, y luchar con ellos, si hacía falta; esta vez no conseguirían derribarme tan fácilmente. Pero ¿y si se habían ido abandonándome en aquel lugar, sin medio alguno de salir? Admitiéndolo así, ésa era la maniobra a que sometían a los extranjeros, y la habían estado realizando, ellos y sus antepasados, durante innumerables años. Atraían incluso a las mujeres del valle, y, una vez que encerraban a sus víctimas tras aquellos muros, las dejaban morir de inanición. Noté que la creciente intranquilidad que experimentaba se convertiría en pánico si no refrenaba mi pensamiento, y saqué la pitillera para calmarme. Las primeras bocanadas de humo me sosegaron. El olor y el sabor del tabaco pertenecían al mundo que yo conocía.
Vi entonces los frescos que cubrían el techo y las paredes de la celda, iluminados ya por la luz del amanecer. No se trataba de toscos dibujos trazados por incultos aldeanos, ni tampoco piadosas imágenes debidas al fervor de pintores religiosos. Aquellos frescos tenían vida y vigor, color e intensidad, y, fuesen o no la representación plástica de alguna narración, su tema era, evidentemente, la adoración de la luna. Unas figuras estaban arrodilladas, otras de pie, y todas alzaban sus brazos hacia la luna llena pintada en el techo. Y, sin embargo, los ojos de aquellos adoradores no miraban a la luna, sino que se hallaban fijos todos en mí. Di una chupada al cigarrillo y aparté la vista, pero, en la luminosidad creciente del nuevo día, notaba fijos en mí aquellos ojos, y era como si me encontrase de nuevo fuera de los muros, consciente de ser espiado desde detrás de aquellas estrechas ventanas.
Me levanté, aplasté el cigarrillo con el pie, y pensé que cualquier cosa sería mejor que permanecer en la celda, a solas con aquellas figuras que recubrían las paredes. Me dirigí a la abertura, y, al hacerlo, volví a oír la misma risa que escuchara antes. Más apagada esta vez, como contenida, pero igual de burlona y juvenil. Aquel condenado muchacho…
Me precipité a través de la abertura, gritando y maldiciendo. Quizá llevara un cuchillo, pero no me importaba. Y allí estaba el muchacho, apoyado contra la pared, esperándome. Le brillaban los ojos y tenía el pelo cortado al rape. Quise darle una bofetada, y erré el golpe. Se había echado a un lado, riendo. Y un instante después ya no estaba solo; junto a él había aparecido otro muchacho. Y otro más. Se arrojaron los tres sobre mí y me tiraron al suelo, como si yo careciese por completo de fuerza. El primero de ellos clavó su rodilla en mi pecho y me atenazó la garganta, sin dejar, por eso, de sonreír.
Forcejeé, casi sin aliento, para libertarme; al fin, me soltaron y se quedaron mirándome con la misma sonrisa burlona en sus labios. Entonces me di cuenta de que ninguno de ellos era el muchacho de la aldea, ni su padre, y que sus rostros no eran los de la gente del pueblo ni los de la del valle. Eran como los rostros de los frescos pintados en la pared.
Sus ojos eran oblicuos, sombreados por largas pestañas y dotados de una expresión dura e implacable. Me recordaban los de unas figuras que había visto hacía tiempo en una tumba egipcia y en un jarrón que, durante siglos, había yacido, oculto y olvidado, entre el polvo y los cascotes de una ciudad sepultada. Llevaban la túnica que les llegaba hasta las rodillas, las piernas y los brazos desnudos y el pelo cortado al rape. Poseían una extraña y austera belleza y una gracia diabólica. Intenté levantarme del suelo, pero el que me había apretado la garganta me sujetó con fuerza, y comprendí que no había lucha posible con él ni con sus compañeros y, que, si querían, podían arrojarme desde lo alto de los muros a las profundas simas que rodeaban Monte Veritá. Así, pues, éste era el final. Era sólo cuestión de tiempo. Y Víctor moriría solo en la cabaña del poblado.
—Adelante —dije, resignado—, terminad de una vez.
Esperaba oír de nuevo la risa burlona y juvenil, y aguardé el momento en que sus manos me alzaran en vilo y me arrojaran salvajemente por la estrecha y rasgada ventana a la oscuridad y a la muerte. Cerré los párpados y, con los nervios tensos, esperé. Nada sucedió. Noté que el muchacho me rozaba los labios. Abrí los ojos y vi que seguía sonriendo y que, sin pronunciar palabra, me ofrecía una taza de leche que sostenía en su mano. Denegué con la cabeza, pero sus compañeros se arrodillaron junto a mí y, agarrándome de los hombros, me obligaron a incorporarme. Bebí ávidamente. El miedo que me había dominado se desvaneció. Era como si su fuerza pasase de sus manos a las mías, y no sólo a mis manos, sino a todo mi ser.
Cuando hube terminado de beber, uno de ellos depositó la taza en el suelo y puso sus manos sobre mi corazón. Sentí una sensación que nunca hasta entonces había experimentado. Era como si la quieta paz de Dios descendiese sobre mí y, con la imposición de manos, alejase de mí la ansiedad y el miedo, la fatiga y el terror de la noche anterior. Y el recuerdo de la niebla espesa que cubría la montaña y la agonía de Víctor en su lecho solitario se convirtieron de pronto en cosas sin importancia; quedaban reducidas a la más absoluta insignificancia al lado de esta nueva sensación de fuerza y belleza que me invadía. No importaba que muriese Víctor. Su cuerpo sería un simple caparazón tendido en la choza del pueblo, pero su corazón latiría aquí, como estaba latiendo el mío, y su espíritu vendría también con nosotros.
Y si digo «con nosotros» es porque, sentado allí, en la reducida celda, me parecía que había sido aceptado por mis compañeros y que me había convertido en uno más de ellos. Esto, pensaba, es lo que siempre he creído que debía de ser la muerte. La negación de todo dolor y de toda congoja, y la concentración de la vida, no en el cerebro, sino en el corazón.
El muchacho, siempre sonriente, retiró sus manos, pero la sensación de fuerza, de poder, no me abandonó. Se levantó, le imité, y luego crucé en pos de él y de los otros dos la abertura de la celda. No había retorcidos corredores ni oscuros claustros, sino un amplio patio al que daban todas las celdas. Y el cuarto lado del patio miraba hacia los dos picos gemelos de Monte Venta, coronados de hielo y bañados por la luz rosácea del sol naciente. Unos escalones tallados en el hielo conducían a la cumbre. Y entonces comprendí la razón del silencio que reinaba en aquel recinto. Allí estaban los demás, alineados sobre los escalones, vestidos con aquellas mismas túnicas, cíngulo a la cintura, desnudos los brazos y las piernas, y el pelo cortado.
Atravesamos el patio y comenzamos a subir los escalones. No se oía ningún sonido. Nadie me hablaba, pero todos sonreían como lo habían hecho los otros tres; y su sonrisa no era simplemente cortés o cariñosa, sino que parecía reunir en sí, fundidas y entremezcladas, sabiduría, victoria y pasión. Carecían de edad, carecían de sexo, no eran varones ni hembras, viejos ni jóvenes, pero la belleza de sus rostros y de sus cuerpos superaba a todo cuanto yo había conocido hasta entonces. Y, con súbito anhelo, deseé convertirme en uno de aquellos seres, vestir como ellos vestían, amar como debían amar ellos, reír y practicar el culto, y guardar eternamente silencio.
Me fijé en mi chaqueta, en mi camisa, en mis pantalones bombachos, en mis gruesos calcetines y mis zapatones, y, de pronto, sentí odio y desprecio hacia ellos. Eran como la mortaja que cubre a un cadáver; me los quité apresuradamente, con el vivo deseo de perderlos rápidamente de vista, y los arrojé al patio, que quedaba a mis espaldas. Me quedé desnudo bajo el sol. No sentía embarazo ni vergüenza. Me tenía sin cuidado mi aspecto. Lo único que deseaba era terminar definitivamente con las vanidades del mundo, y mis ropas parecían simbolizar el ser que yo había sido en otro tiempo.
Subimos los escalones y llegamos a la cumbre. A nuestros pies se extendía el mundo, libre de brumas y nieblas; picachos más bajos que se perdían en la lejanía y, mucho más abajo, ajenos totalmente a nosotros, desdibujados, verdes, inmóviles, estaban los valles, los ríos, las pequeñas ciudades dormidas. Volví la vista hacia los dos picos gemelos de Monte Veritá y vi que se hallaban separados por una gran sima, estrecha y, sin embargo, infranqueable, y al mirarla desde lo alto de la cumbre noté maravillado, y atemorizado al mismo tiempo, que mis ojos no podían sondear las profundidades de aquel paso. Los azulados muros de hielo descendían lisos en un abismo sin fondo, perdido para siempre en el corazón de la montaña. El sol, que al mediodía bañaba los picos con su luz, nunca llegaría hasta las profundidades de aquella sima, ni tampoco los rayos de la luna llena penetrarían en ella. Me pareció, no obstante, que aquella depresión tenía la forma de un cáliz sostenido por dos manos.
En el borde mismo de la sima se hallaba un ser vestido completamente de blanco, desde los pies hasta la cabeza. No podía ver su rostro, pues me lo ocultaba la blanca capucha. Sin embargo, su erguida figura, echada hacia atrás la cabeza y los brazos extendidos, hizo nacer en mí una súbita y tensa excitación.
Sabía que era Anna. Sabía que ninguna otra persona habría permanecido en aquella actitud. Olvidé a Víctor. Olvidé mi misión.
Olvidé el tiempo, el lugar y todos los años transcurridos. Sólo recordaba el sosiego que emanaba de su persona, la belleza de su rostro y aquella voz serena que me decía: «Después de todo, los dos estamos buscando lo mismo.» Sabía que la había amado siempre y que, aunque ella hubiese conocido primero a Víctor y se hubiese casado con él, los lazos y la ceremonia del matrimonio no significaban nada para ninguno de los dos, y nunca lo habían significado. Nuestras mentes se habían cruzado y comprendido desde el primer momento cuando Víctor nos presentó en el club, y ese extraño e inexplicable lazo, rompiendo toda barrera, venciendo toda sujeción, nos había mantenido siempre unidos, a pesar del silencio, a pesar de los largos años de separación.
El error había sido mío desde el principio por permitir que marchara sola en busca de su montaña. Si yo hubiese ido con ellos cuando me lo propusieron aquel día en Map House, me habría dado cuenta intuitivamente de sus proyectos y el hechizo habría descendido también sobre mí. Yo no me habría quedado dormido en la cabaña, como Víctor, sino que habría despertado y salido con ella, y los años que había perdido habrían sido años nuestros —míos y de Anna—, compartidos en la montaña, lejos del mundo.
Volví a mirar los rostros de los que estaban junto a mí y adiviné vagamente que aquellas gentes conocían un éxtasis de amor que yo ignoraba totalmente. Su silencio no era un voto que les condenara a vivir en tinieblas, sino una paz que les daba la montaña, llenando sus mentes de serenidad. Sobraban las palabras cundo una sonrisa, una mirada, enviaban un mensaje, un pensamiento; cuando la risa brotaba del centro del corazón, siempre triunfante, nunca reprimida. No era ésta una orden estricta, lúgubre, sepulcral, que rechazase las exigencias del corazón. Allí, la vida era realizada en su plenitud, clamorosa, intensa, total. Y el vivo calor del sol, infiltrándose en las venas, se convertía en parte del flujo sanguíneo, en parte de la carne viviente. Y el gélido aire, fundiéndose con el ardor de los rayos solares, limpiaba el cuerpo y los pulmones, producía fuerza y poder, el poder que yo había sentido cuando los dedos tocaron mi corazón.
En un brevísimo espacio de tiempo había cambiado por completo mi escala de valores, y el ser que escalara la montaña a través de la niebla, temeroso, inquieto y enojado, no existía ya. A los ojos del mundo, si el mundo pudiese verme, yo no era más que un pobre hombre, carnoso, casi viejo; un loco, dirían los de abajo. Y permanecía desnudo, en pie junto a los demás habitantes de Monte Veritá, y alzaba mis brazos al sol. Un sol que se remontaba por el cielo y brillaba sobre nosotros, produciéndose en la piel una sensación entre dolorosa y agradable, mientras su calor penetraba hasta mi corazón y mis pulmones.
Mantenía los ojos fijos en Anna, amándola con tal intensidad que me oí a mí mismo llamar en voz alta:
—Anna…, Anna…
Y ella sabía que yo estaba allí, pues me saludó con la mano. Los demás no importaban, me tenían sin cuidado. Reían conmigo, comprendían.
De en medio del grupo salió una muchacha. Llevaba un sencillo vestido campesino, usaba medias y zapatos y el cabello le caía suelto sobre los hombros. Me pareció que tenía entrelazadas las manos, como si estuviera orando, pero no era así. Sostenía las manos apretadas contra el corazón, unidos los dedos de ambas.
Se acercó al borde de la gran sima, donde se hallaba Anna. La noche anterior, bajo la luna, el miedo se habría apoderado de mí; pero en aquel momento no. Yo había sido aceptado. Era ya uno de ellos. Por un instante, un rayo de sol rozó el borde del abismo y tornó resplandeciente al azulado hielo. Nos arrodillamos todos a una, vueltos nuestros rostros hacia el sol, y comenzó a sonar el himno de alabanza.
«Así —pensé— es como los hombres rendían culto de adoración en el principio, y así es como lo harán al final. No hay aquí credo, ni salvador, ni deidad. Sólo el sol, que nos da la luz y la vida. Desde el comienzo de los tiempos así había sido siempre.»
El rayo de sol se deslizó sobre el borde del abismo; entonces la muchacha se despojó de sus ropas, de sus medias y de sus zapatos, y Anna cuchillo en mano, le cortó el cabello por encima de las orejas. La muchacha seguía en pie ante ella, con las manos sobre el corazón.
«Ahora es libre —pensé—. Jamás volverá al valle. Sus padres la llorarán, y su novio también, y nunca sabrán lo que ha encontrado aquí, en Monte Veritá. En su boda, se habrían celebrado fiestas, banquetes, bailes, y, tras el frenesí de un breve romance transformado en la sosa monotonía de la vida conyugal, habrían llegado las preocupaciones domésticas, los cuidados de los hijos, inquietudes, enfermedades, disgustos, toda la diaria rutina del paulatino envejecimiento. Ella se ha ahorrado todo eso. Lo que una vez se siente aquí no desaparece. El amor y la belleza no mueren ni se marchitan. La vida es dura, porque la Naturaleza es dura y despiadada; pero esto es lo que ella anhelaba en el valle, y por eso vino. Ella conocerá aquí lo que nunca conoció antes y que jamás habría descubierto de haberse quedado en el mundo. Pasión, alegría, risa, el calor del sol, el influjo de la luna, el amor sin emoción y el sueño sosegado. Y por eso las gentes del valle odian y temen a Monte Veritá. Porque aquí, en la cumbres, hay algo que ellos no poseen ni poseerán jamás. Y se sienten iracundos, envidiosos y desgraciados.»
Anna se volvió, y la muchacha que había prescindido de sus vestidos campesinos, de su vida pasada y de su sexo, la siguió, descalza y con los brazos desnudos y el cabello rapado como las demás. Estaba radiante, sonriente y comprendí que nada le importaría ya jamás.
Bajaron al patio, dejándome solo en la cumbre. Me sentía como un ser a quien rechazaran ante las mismas puertas del cielo. Mi breve éxtasis de felicidad había terminado. Ellos pertenecían a la montaña, y yo no. Yo era un extraño que debía retornar al mundo que se extendía allá abajo.
Me vestí de nuevo, devuelto a una cordura que no deseaba, y, acordándome de Víctor y de la misión que me había encomendado, bajé los escalones en dirección al patio. Levanté la vista y vi que Anna me estaba esperando en lo alto de la torre.
Las otras se pegaron contra el muro para dejarme pasar, y observé que Anna era la única que se cubría con una túnica blanca y una capucha. En el último de los escalones que ascendían a lo alto de la torre, Anna estaba sentada en aquella misma postura que solía adoptar junto al fuego del salón, con un codo apoyado sobre la rodilla. Hoy era ayer, hoy era hace veintiséis años, y estábamos de nuevo solos en la casa solariega de Shropshire; y la serena paz que entonces me infundía volvía a penetrarme de nuevo. Sentía deseos de arrodillarme a su lado y coger su mano. Pero, en lugar de hacerlo, subí y me quedé en pie junto al muro, con los brazos cruzados.
—Por fin me has encontrado —dijo—. Has tardado un poco. Su voz era dulce y suave. No había cambiado en absoluto.
—¿Me has traído tú aquí? —pregunté—. ¿Me llamaste cuando se estrelló el avión?
Rió y era como si nunca hubiese estado lejos de ella. El tiempo se había detenido en Monte Veritá.
—Quería que hubieses venido mucho antes —dijo—, pero tu mente estaba cerrada a mis llamadas. Era como llamar por teléfono. Siempre se ha necesitado la intervención de dos personas para establecer comunicación. ¿Sigue siendo así?
—Sí —respondí—, y nuestros modernos inventos necesitan el funcionamiento de muchas válvulas. Pero la mente, no.
—Tu mente ha sido un arca cerrada durante muchos años —dijo—. Ha sido una pena… ¡Podíamos haber compartido tantas cosas! Víctor tenía que contarme por escrito sus pensamientos. Contigo no hubiese sido necesario.
Creo que fue entonces cuando sentí mi primera esperanza.
—¿Has leído nuestras cartas? —pregunté—. ¿Sabes que Víctor se está muriendo?
—Sí —respondió—. Lleva enfermo varias semanas. Por eso quería que vinieses esta vez, para que puedas estar a su lado cuando muera. Se sentirá feliz cuando vuelvas y le digas que has hablado conmigo.
—¿Por qué no vienes tú misma?
—Es mejor que no lo haga —respondió—. Así podrá conservar su sueño.
¿Su sueño? ¿Que quería decir? ¿Es que no eran omnipotentes los habitantes de Monte Veritá? Debía de comprender el peligro que corrían.
—Haré lo que deseas, Anna —dije—. Volveré junto a Víctor y estaré con él hasta el último momento. Pero el tiempo apremia. Lo importante es que tú y las demás corréis un grave peligro. Mañana, quizás estas noche, las gentes del valle van a subir a Monte Veritá. Irrumpirán en este recinto y os matarán. Es absolutamente necesario que os vayáis de aquí antes de que lleguen. Si no podéis salvaros por vuestros propios medios, debéis permitirme que haga algo por ayudaros. No estamos tan lejos de la civilización como para que no se pueda hacer nada. Puedo bajar al valle y telefonear a la Policía, el Ejército, a alguna autoridad responsable…
Hablaba precipitadamente, porque, aunque no había trazado ningún plan definido, deseaba que Anna tuviera confianza en mí.
—La cuestión es —dije— que, de ahora en adelante, os va a ser imposible seguir viviendo aquí. Aun en el caso de que yo pueda impedir el ataque esta vez, lo que me parece dudoso, es indudable que se producirá tarde o temprano. Vuestros días de tranquilidad están contados. Habéis estado encerradas aquí dentro tanto tiempo, que no comprendéis el estado del mundo actual. Hasta esta misma región se encuentra dividida por recelos y sospechas, y las gentes del valle han dejado de ser unos simples y supersticiosos aldeanos; poseen armas modernas y alienta en sus corazones el ansia de matar. No podéis continuar en Monte Veritá.
Ella no respondió. Seguía sentada en el escalón escuchando mis palabras, silenciosa y remota bajo la blanca túnica y la capucha.
—Anna, Víctor se está muriendo —dije—. Puede que haya muerto ya. El no podrá ayudarte cuando salgas de aquí, pero yo sí. Siempre te he amado. No es necesario que te lo diga porque estoy seguro de que ya lo habías adivinado. Sabes muy bien que arruinaste la existencia de dos hombres cuando hace veintiséis años, viniste a vivir a Monte Veritá. Pero eso no importa ahora. He vuelto a encontrarte. Y, lejos de aquí, todavía quedan lugares inaccesibles a la civilización, donde tú y yo podríamos vivir juntos, y también tus compañeras si quieren vivir con nosotros. Tengo suficiente dinero para disponerlo todo; no tendrás que preocuparte de nada.
Y me vi a mí mismo haciendo gestiones ante Consulados y Embajadas, tratando la cuestión de los pasaportes, de los documentos y los vestidos de todas aquellas mujeres.
Repasé mentalmente el mapa del mundo. Pensé en las cordilleras de Sudamérica, en el Himalaya, en las selvas africanas. Al norte del Canadá y en Groenlandia había aún vastas regiones inexploradas. Y había islas, innumerables islas jamás holladas por el pie del hombre, perdidas en la inmensidad de los mares y sólo visitadas por las aves marinas. Isla o montaña, selva impenetrable o soledad ártica, no me importaba el lugar que eligiese Anna. Había estado tanto tiempo sin verla, que lo único que deseaba era vivir siempre a su lado.
Y esto era posible, porque Víctor, que podía haberla reclamado, estaba a punto de morir. Se lo dije así a Anna y esperé su respuesta.
Ella rió con aquella cálida risa que yo amaba tanto, y sentí el deseo de acercarme y estrecharla entre mis brazos, tan llena de vida, tan alegre y prometedora sonaba su risa.
—¿Qué decides? —pregunté.
Se puso en pie y se acercó a mi lado.
—Hubo una vez un hombre —dijo— que llegó a las taquillas de la estación de Waterloo y, con voz anhelante y esperanzada, dijo: «Quiero un billete para el Paraíso. De ida nada más. Sin vuelta.» Y cuando el empleado le dijo que no existía tal lugar, el hombre cogió un tintero y se lo arrojó a la cara. Se llamó a la Policía, y el individuo fue detenido. ¿No es eso lo que tú me estás pidiendo ahora? ¿Un billete para el Paraíso? Ésta es la montaña de la verdad. No es lo mismo.
Me sentí profundamente lastimado, irritado incluso. Anna no había tomado en serio ni una sola palabra de todo cuanto yo le había dicho y se estaba burlando de mí.
—¿Qué te propones, entonces? —exclamé—. ¿Esperar aquí, detrás de esos muros, a que lleguen los hombres del valle y los destruyan?
—No te preocupes por nosotras —dijo—. Sabemos lo que tenemos que hacer.
Hablaba con indiferencia, como si la cuestión careciera de importancia. Vi, angustiado, que el futuro que yo había planeado para los dos se desvanecía irremisiblemente.
—¿Es que posees algún secreto? —pregunté, casi acusadoramente—. ¿Puedes realizar algún milagro y salvarte a ti misma y a las demás? Y yo ¿qué? ¿No puedes llevarme contigo?
—No querrías venir —dijo, apoyándome la mano en el brazo—. Lleva mucho tiempo erigir un Monte Veritá. Es algo más que prescindir de ropas y adorar al sol.
—Ya me doy cuenta —respondí—. Estoy dispuesto a comenzar de nuevo, a aceptar una nueva escala de valores, a iniciar una nueva vida. Sé que de nada sirve todo lo que hasta ahora he hecho en el mundo. Talento, trabajo, éxito, son cosas que carecen de sentido. Pero si yo pudiera estar contigo…
—¿Cómo? ¿Conmigo? —exclamó.
Y no supe qué contestar, porque en el fondo de mi corazón sabía que lo que deseaba era todo lo que puede suceder entre un hombre y una mujer, pero me parecía demasiado súbito y directo decirlo entonces. Y esperaba que ello se realizara, no en seguida, naturalmente, sino más adelante, cuando hubiésemos encontrado nuestra propia montaña, o nuestro desierto, o cualquiera que fuese el lugar en que pudiéramos mantenernos apartados del mundo y ocultos a sus ojos. Pero no había necesidad de que se lo manifestara en aquel momento. La cuestión era que me hallaba dispuesto a seguirla a cualquier parte, si ella me lo permitía.
—Te amo y te he amado siempre. ¿No es suficiente? —pregunté.
—No —respondió—. En Monte Veritá, no.
Se echó hacia atrás la capucha y vi su rostro.
La miré horrorizado… No podía moverme. No podía hablar. Se me había helado el corazón… Todo un lado de su rostro se hallaba completamente corroído, deshecho, terrible. La enfermedad le había alcanzado la frente, las mejillas, el cuello, cubriéndole la piel de horribles pústulas. Los ojos que yo amara tanto aparecían profundamente hundidos en sus órbitas.
—Ya ves —dijo—; esto no es el Paraíso.
Creo que me volví de espaldas y me aparté. No recuerdo bien. Sólo sé que me apoyé contra la roca de la torre y contemplé los enormes abismos, sin ver nada más que la gran masa de nubes que ocultaba al mundo.
—A otras les ha ocurrido lo mismo —dijo Anna—, pero murieron. Si yo he sobrevivido más tiempo es porque soy más fuerte que ellas. La lepra puede atacar a cualquiera, incluso a los seres, supuestamente inmortales, de Monte Veritá. Pero no tiene importancia. Recuerdo haberte dicho hace mucho tiempo que el que va a las montañas tiene que entregarse por completo a ellas. Eso es todo. No me lamento. Y, puesto que yo no sufro, no es preciso que nadie sufra por mí.
Pertenecemos al mundo, igual que tú. Si he destruido la imagen que te habías formado de mí, perdóname. Has perdido a la Anna que conocías y has encontrado a otra en su lugar. En cuál de ellas pienses más en el futuro, es cosa que depende de ti. Vuelve ahora al mundo de los hombres y las mujeres y constrúyete tú mismo un Monte Veritá.
En alguna parte, existían achaparrados arbustos, matorrales, hierba, piedras y tierra, y el murmullo de manantiales. Abajo, en el valle, había hogares donde los hombres vivían con sus mujeres y educaban a sus hijos. Brillaban iluminadas sus ventanas, y espirales de humo ascendían de sus chimeneas. Había, en alguna parte, carreteras, ferrocarriles, ciudades. Muchas ciudades y muchas calles, con edificios atestados de gente e iluminadas ventanas. En alguna parte, allá abajo, bajo las nubes, al pie de Monte Veritá.
—No te preocupes ni temas —dijo Anna—. La gente del valle no puede causarnos ningún daño. Una cosa nada más…
Calló y, aunque no la estaba mirando, creo que sonreía.
—Deja que Víctor conserve su sueño —terminó.
Me cogió de la mano, bajamos juntos por los escalones de la torre y, atravesando el patio, nos dirigimos hacia los muros de roca. Allí estaban las demás, mirándonos. Vi a la muchacha del pueblo, la neófita que había renunciado al mundo y era ya una más de ellas. La vi volverse y mirar a Anna, y percibí la expresión de sus ojos; no había en ellos ninguna clase de horror, miedo o repugnancia. Todos contemplaban a Anna con aire alegre, triunfal, con expresión de inteligencia y comprensión.
Y comprendí que lo que ella sentía y soportaba, lo soportaban y sentían también las demás, y, compartiéndolo con ella, lo aceptaban. Anna no estaba sola.
Volvieron hacia mí sus ojos, y su expresión cambió; en vez de un amor comprensivo, leí en ellos una profunda compasión.
Anna no me dijo adiós. Se limitó a ponerme la mano sobre el hombro. Se abrió el muro, y ella se apartó de mí. El sol ya no estaba en su cénit.
Había comenzado a declinar por Occidente. Las blanquecinas nubes ascendían lentamente .desde los abismos. Volví la espalda a Monte Veritá.
Era de noche cuando llegué al pueblo. La luna no había salido todavía. Tardaría unas dos horas, aproximadamente, en asomar por encima de las montañas e iluminar con su luz el firmamento. La gente del valle estaba esperando. Habría unos trescientos, o más, reunidos junto a las casas. Todos iban armados; unos con rifles y granadas, y otros, más primitivos, con picos y hachas. Habían encendido varias hogueras en el camino que discurría por entre las casas del poblado, y, en pie o sentados junto a ellas, comían, bebían, hablaban, fumaban. Algunos de ellos tenían perros fuertemente sujetos con una correa.
El dueño de la primera casa estaba en la puerta con su hijo. También estaban armados. El muchacho llevaba un pico en la mano y un cuchillo a la cintura. Su padre me miró con expresión estúpida y hosca.
—Su amigo ha muerto —dijo—. Hace muchas horas que está muerto.
Le aparté a un lado y entré en la casa. Había dos velas encendidas. Una en la cabecera y otra a los pies de la cama. Me incliné hacia Víctor y le cogí la mano. El hombre me había mentido. Víctor respiraba aún. Al sentir el contacto, abrió los ojos.
—¿La has visto? —preguntó.
—Sí —respondí.
—Algo me decía que lo conseguirías —dijo—.Tendido aquí, tenía la certeza de que eso era lo que iba a ocurrir. Ella es mi mujer, y no he dejado de amarla durante todos estos años, pero sólo a ti te ha sido permitido verla. Un poco tarde para estar celoso, ¿verdad?
Las velas difundían una escasa claridad. No podía ver las sombras que se movían ante la puerta, ni oír el rumor de conversaciones.
—¿Le has dado mi carta? —preguntó.
—Sí. Y me encarga decirte que no te preocupes ni estés inquieto por ella. Se encuentra perfectamente. Víctor sonrió. Se soltó la mano.
—De modo que es cierto —dijo—. Son ciertos todos mis sueños acerca de Monte Veritá. Ella es feliz y contenta y nunca envejecerá, nunca perderá su belleza. Dime, su cabello, sus ojos, su sonrisa, ¿siguen siendo los mismos?
—Exactamente los mismos —respondí—. Anna será siempre la mujer más hermosa que tú o yo hayamos visto jamás.
No respondió. Y, mientras yo estaba allí, a su lado, oí el sonido de un cuerno de caza, seguido, inmediatamente, por un segundo y, luego, por un tercero. Escuché los ruidos que producían los hombres al empuñar sus armas, apagar las hogueras y disponerse a comenzar la escalada. Ladraban los perros, y los hombres reían, excitados. Una vez que hubieron marchado, salí de la casa y permanecí inmóvil en el desierto poblado, contemplando la luna llena que se alzaba ya sobre el valle.
FIN
Daphne du Maurier. Escritora inglesa, Daphne du Maurier nació en una familia dedicada a las artes y las letras, recibiendo una cuidada educación. El ambiente en el que se crió y los contactos de su familia fueron decisivos para el lanzamiento de su carrera literaria.
Du Maurier se convirtió en una de las grandes damas de la literatura británica del siglo XX. Mujer adelantada a su tiempo. Muchos de sus libros se convirtieron en éxitos indiscutibles, pese a no gozar con el respaldo de gran parte de la crítica. Además de novelas, Du Maurier también escribió obras de teatro y recibió premios y reconocimientos como el National Book Award de los Estados Unidos y la Orden del Imperio Británico.
Varias de las novelas y relatos de Du Maurier fueron llevados al cine, en algunas de las películas más recordadas de Alfred Hitchcock, como son Los pájaros o Rebeca.