Momentum vitae
El último día de noviembre, mientras caminaba por la calle en medio de una incesante multitud, me encontré de pronto solo. Las terrazas de los cafés estaban colmadas en el atardecer. Con un sacudimiento galvánico se sucedían las letras iluminadas del noticiario giratorio, en el primer piso de uno de los edificios situados en el extremo del bulevar. Había sido un verano árido, un año árido, y la ciudad parecía despoblada. Solamente en este punto, allí donde se cruzaban en su entraña las cuatro enormes bocacalles, una multitud densa se movía.
El asfalto espejeaba, las luces corrían serpeando, la noche metropolitana crecía. El perfumista Fabián Bolls anunciaba sus jabones junto al fulgor diastólico del aviso noticioso. La muerte de un canciller se anunciaba, bajo la espuma blanca del jabón. Muchos hombres huían de las tinieblas acercándose a los escaparates del bulevar. Un reloj alto marcaba, sin números, el ángulo recto de las nueve. Me encontré solo. No tenía qué hacer ni dónde ir. Había escrito mi pequeña crónica para el diario extranjero, y podía echarla a un buzón o llevársela a la señora Bromfield, en la agencia local, del diario. Miré a los hombres que había en la acera, bajo el toldo del café Royal. Estaba solo. Había trabajado poco los últimos tres meses; me sentía irritable, o innecesario, y vacío. No tenía ninguna fe en mi obra; los títulos de tres novelas podían yacer inertes en las librerías —me eran extrañas, su destino estaba lejos de mí y cerca del hombre que las comprara. Había escrito sobre seres humanos —no sabía nada de los seres humanos. ¿Sabía algo de esos hombres que bebían, hablando, en el café Royal? ¿Sabía algo del fondo secreto oculto en la muerte de aquel canciller? No sabía nada de los seres humanos. Estaba aterrorizado de haberme alejado tanto de ellos. Aterrorizado de ir a ser uno de esos escritores que habitan sonámbulos su propio delirio. Pasé junto a los leones pétreos erguidos en la fachada de un edificio. En el kiosco, los titulares de cada periódico tenían diez centímetros de altura, negros, ofensivos. Había sido un verano árido, un año árido. ¿Qué cosas iban a pasar en el mundo? Vi los ómnibus acumulados sin poder avanzar en el pavimento betuminoso. Dos semanas antes, mo había despedido definitivamente de Ana, muchacha de la calle, a quien yo llamaba, en broma, Casandra por su ilusorio tono profético, y con la que no me había acostado nunca. Podía ir a comer a un restaurante, a un hotel, a cualquier parte. No estaba atado a nada en el mundo. Miré la afluencia de gentes que bajaban con premura hacia el centro de la ciudad. El paso de las mujeres era más rápido que el de los hombres; para librar paso a los coches, se detenían apenas; había muchos ágiles y jóvenes. Los hombres eran grises —profesores, comerciantes, empleados, financieros—. Volví la cabeza y vi todavía las letras que se sucedían vertiginosamente en el noticiario, y el anuncio de los jabones del perfumista Fabián Bolls. La multitud se apostaba en dos interminables filas hacia las márgenes opuestas y laterales del Bois. Se detenía, chocaba, vacilaba, volvía a ser arrojada desde las bocacalles hacia las aceras. El sístole y diástole de los peatones decían: la vida es una oscura danza —la vida es una oscura danza.
Subí por la escalera de mármol hasta el segundo piso en la casa donde estaba la agencia del diario extranjero. Llamé y esperé a que me abrieran. En una placa de bronce estaba escrito el nombre del diario y, debajo, con letra pequeña, el nombre de la señora Bromfield, el nombre de Mrs. Luisa Bromfield. Pensé cómo la encontraría; roja y baja e inquieta, protestando por algo que no se sabía lo qué era. Llamé nuevamente. Luego toqué el picaporte; la puerta cedió y vi el cuarto vacío con la máquina de escribir sobre la mesa y los papeles desordenados y la percha vacía. Entré, dejé el sobre sobre la mesa, colocándolo de modo que fuera bien visible. Sobre el pupitre había muchas fórmulas de la compañía de cables telegráficos con el mapamundi diseñado a dos tintas, en el mar azul, los continentes amarillos. Volví a cerrar la puerta y bajé por las escaleras. La señora Bromfield estaría comiendo, con alguien —en algún punto de la ciudad. Todo el mundo estaría comiendo con alguien en algún punto de la ciudad. Los que no comíamos con alguien en algún punto de la ciudad nos podíamos haber reunido para comer juntos en algún punto de la ciudad. Entré de nuevo en la avenida. Era tan ancha. Primero venía el asfalto, luego las anchas aceras, luego los edificios. Realmente había hecho un año árido. Yo me sentía vacío e innecesario. No era ni lo que yo quería ser, ni lo que yo creía ser, ni lo que los demás creían que yo era. Era diferente de todo eso y diferentes de mí mismo. Era algo tan incongruente que de pronto me detestaba y de pronto me conmovía ante mí mismo. Parecía hecho con todos los desórdenes que pueden mantenerse juntos sin que el ser vivo se derrumbe.
Compré a una mujer un periódico — uno de los simpáticos diarios franceses, doblados en seis y entré a comer en un “bar”. El periódico tenía olor a tinta y las letras impresas desteñían. Cuando esas letras se secaran del todo, ya esas noticias sensacionales serían viejas y habría otras recién escritas en tinta fresca y cuando éstas se secaran habría otras, y otras. La gente soportaba en los cuatro rincones del mundo esta lluvia de sensaciones. Muertes había, y hundimientos, y quiebras, y suicidios, y estafas, y traiciones, e insidias, y golpes de mano — para cada día. Los directores de periódico podían dormir tranquilos. Las noticias llegarían solas a la imprenta; las rotativas no cesarían en su fragor. Abrí el diario, leí los títulos de la primera página, vi los grabados. Tantas cosas mezcladas las unas a las otras. También se vendían impresas, por allí, mis dos novelas. ¿Pero qué tenía que ver yo con eso? Es como si un ser fuera a seguir a alguna parte de su cuerpo amputado. Y tampoco eran partes de un cuerpo amputadas, sino un sueño amputado — una parte morosa de uno mismo amputada. Ahora ya no podía escribir. Hacía más de dos meses que no podía escribir. Como no fueran las crónicas semanales para el periódico extranjero — sobre un libro, sobre un acontecimiento. Pero otra cosa no podía escribir. Sentía el raro llamado del mundo a todos sus hombres. Había levantado la cabeza de mis papeles —atento, de repente, a ese llamado. Era imposible seguir construyendo frases deliciosas, sentencias, juicios, palabras. No podía prolongarse el rapto del hombre que vive en la ficción, preparándola y cultivándola, haciéndola materia de arte. El llamado del mundo era de otra naturaleza. Era un llamado para cada conciencia — gritado, vociferado por una voz secreta que corría por las calles. Yo ya no podía escribir; la ficción era innecesaria.
Después de comer, caminé un poco por las aceras que llevaban al bosque. La noche era oscura y el aire fresco y agradable. El reptil de las luces huía hasta perderse. La reverberación producía en el asfalto un efecto de agua. Por la avenida caminaban obreros ociosos y parejas vestidas en traje de noche e individuos solos, apresurados. En aquella ciudad vivían cuatro millones de seres. Se les sentía especiosamente dispersos, ocupados en sus quehaceres infinitivamente múltiples; pero, a veces, una sola palabra de alerta los conmovía como si se hubiera tratado de una sola alma. Esta palabra por crear un fondo de excitación y cansancio. Los hombrea levantaban caras hoscas al anuncio de las alarmas. ¿Otra vez? —se preguntaban.
Y cada día parecía traer, amenazante, su “otra vez”.
Me detuve a la puerta de un cinematógrafo y leí el programa y saqué mi boleto, y entré. Luego volví al café Royal, donde había una turba bebiendo whisky.
Pero nada de eso podía distraerme. Volvía a mi casa arrasado de preocupación y de soledad, irritado de aridez. Me tendía en la cama, con la luz prendida, con la ventana abierta. El tiempo marchaba. Fuera, estaba la humanidad— aquí dentro, tendido en la cama, un hombre, un hombre del mundo. ¿Qué cosa nos iba a juntar al fin? ¿Qué cosa podía llevarme al cauce de la humanidad con ese destino con que el fruto vuelve a la tierra? El tiempo marchaba. Al fin me desvestía, me acostaba, extinguía la luz del cuarto, entraba un rectángulo de claridad lunar. Oía los vehículos lejos, luego cerca, al lado; luego otra vez lejos.
Había sido un año árido. ¡Qué año árido en el mundo! Desazón y guerra de hombre a hombre y prevenciones y pavor y muerte. Muerte que caminaba y que esperaba, tormentosamente, su renacimiento y su salud.
Fin
Eduardo Mallea. (1903-1982), insigne escritor y diplomático argentino, nació en Bahía Blanca y dejó una huella indeleble en la literatura del siglo XX. Influenciado por su padre, médico y lector voraz, Mallea se sumergió en el mundo de las letras desde temprana edad.
Tras un revelador viaje a Europa en 1907, Mallea se educó en un colegio inglés en Bahía Blanca y se trasladó a Buenos Aires en 1916. Allí, en las páginas del diario La Nación, comenzó a forjar su destreza literaria. Su debut en 1920 con "La Amazona" marcó el inicio de una prolífica carrera.
Convertido en director del suplemento literario de La Nación, Mallea publicó la novela "La angustia" en 1932 y, en 1937, lanzó su obra cumbre: "Historia de una pasión argentina". Este ensayo, un penetrante análisis de la realidad social y espiritual de su país, se erige como pilar fundamental de su legado.
Mallea continuó explorando la condición humana a través de novelas como "La bahía de silencio" (1940) y "Todo verdor perecerá" (1941). Su carrera se distingue por una amplia variedad de géneros, desde ensayos como "El sayal y la púrpura" (1941) hasta novelas como "Las águilas" (1944) y "Simbad" (1957).
A lo largo de su vida, Mallea cosechó reconocimientos, impartió conferencias en prestigiosas instituciones y su legado perdura con el Premio Eduardo Mallea en su honor. Su vasta producción, que incluye más de treinta obras, explora la esencia humana con una maestría que trasciende fronteras literarias y temporales, consolidando a Eduardo Mallea como una figura emblemática en la rica tradición literaria argentina.