Modesta Gómez

Foto de Germán Kaser en Unsplash

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¡Qué frías son las mañanas en Ciudad Real! La neblina lo cubre todo. De puntos invisibles surgen las campanadas de la misa primera, los chirridos de portones que se abren, el jadeo de molinos que empiezan a trabajar.

Envuelta en los pliegues de su chal negro Modesta Gómez caminaba, tiritando. Se lo había advertido su comadre, doña Águeda, la carnicera:

—Hay gente que no tiene estómago para este oficio, se hacen las melindrosas, pero yo creo que son haraganas. El inconveniente de ser atajadora es que tenés que madrugar.

“Siempre he madrugado”, pensó Modesta. “Mi nana me hizo a su modo.”

(Por más que se esforzase, Modesta no lograba recordar las palabras de amonestación de su madre, el rostro que en su niñez se inclinaba hacia ella. Habían transcurrido muchos años.)

—Me ajenaron desde chiquita. Una boca menos en la casa era un alivio para todos.

De aquella ocasión, Modesta tenía aún presente la muda de ropa limpia con que la vistieron. Después, abruptamente, se hallaba ante una enorme puerta con llamador de bronce: una mano bien modelada en uno de cuyos dedos se enroscaba un anillo. Era la casa de los Ochoa: don Humberto, el dueño de la tienda “La Esperanza”; doña Romelia, su mujer; Berta, Dolores y Clara, sus hijas; y Jorgito, el menor.

La casa estaba llena de sorpresas maravillosas. ¡Con cuánto asombro descubrió Modesta la sala de recibir! Los muebles de bejuco, los tarjeteros de mimbre con su abanico multicolor de postales, desplegado contra la pared; el piso de madera, ¡de madera! Un calorcito agradable ascendió desde los pies descalzos de Modesta hasta su corazón. Sí, se alegraba de quedarse con los Ochoa, de saber que, desde entonces, esta casa magnífica sería también su casa.

Doña Romelia la condujo a la cocina. Las criadas recibieron con hostilidad a la patoja y, al descubrir que su pelo hervía de liendres, la sumergieron sin contemplaciones en una artesa llena de agua helada. La restregaron con raíz de amole, una y otra vez, hasta que la trenza quedó rechinante de limpia.

—Ahora sí, ya te podés presentar con los señores. De por sí son muy delicados. Pero con el niño Jorgito se esmeran. Como es el único varón…

Modesta y Jorgito tenían casi la misma edad. Sin embargo, ella era la cargadora, la que debía cuidarlo y entretenerlo.

—Dicen que fue de tanto cargarlo que se me torcieron mis piernas, porque todavía no estaban bien macizas. A saber.

Pero el niño era muy malcriado. Si no se le cumplían sus caprichos “le daba chaveta”, como él mismo decía. Sus alaridos se escuchaban hasta la tienda. Doña Romelia acudía presurosamente.

—¿Qué te hicieron, cutushito, mi consentido?

Sin suspender el llanto Jorgito señalaba a Modesta.

—¿La cargadora? —se cercioraba la madre—. Le vamos a pegar para que no, se resmuela. Mira, un coshquete aquí, en la mera cholla; un jalón de orejas y una nalgada. ¿Ya estás conforme, mi puñito de cacao, mí yerbecita de olor? Bueno, ahora me vas a dejar ir, porque tengo mucho que hacer.

A pesar de estos incidentes los niños eran inseparables; juntos padecieron todas las enfermedades infantiles, juntos averiguaron secretos, juntos inventaron travesuras.

Tal intimidad, aunque despreocupaba a doña Romelia de las atenciones nimias que exigía su hijo, no dejaba de parecerle indebida. ¿Cómo conjurar los riesgos? A doña Romelia no se le ocurrió más que meter a Jorgito en la escuela de primeras letras y prohibir a Modesta que lo tratara de vos.

—Es tu patrón —condescendió a explicarle—; y con los patrones nada de confiancitas.

Mientras el niño aprendía a leer y a contar, Modesta se ocupaba en la cocina: avivando el fogón, acarreando el agua y juntando el achigual para los puercos.

Esperaron a que se criara un poco más, a que le viniera la primera regla, para ascender a Modesta de categoría. Se desechó el petate viejo en el que había dormido desde su llegada, y lo sustituyeron por un estrado que la muerte de una cocinera había dejado vacante. Modesta colocó, debajo de la almohada, su peine de madera y su espejo con marco de celuloide. Era ya una varejoncita y le gustaba presumir. Cuando iba a salir a la calle, para hacer algún mandado, se lavaba con esmero los pies, restregándolos contra una piedra. A su paso crujía el almidón de los fustanes.

La calle era el escenario de sus triunfos; la requebraban, con burdos piropos, los jóvenes descalzos como ella, pero con un oficio honrado y dispuestos a casarse; le proponían amores los muchachos catrines, los amigos de Jorgito; y los viejos ricos le ofrecían regalos y dinero.

Modesta soñaba, por las noches, con ser la esposa legítima de un artesano. Imaginaba la casita humilde, en las afueras de Ciudad Real, la escasez de recursos, la vida de sacrificios que le esperaba. No, mejor no. Para casarse por la ley siempre sobra tiempo. Más vale desquitarse antes, pasar un rato alegre, como las mujeres malas. La vendería una vieja alcahueta, de las que van a ofrecer muchachas a los señores. Modesta se veía en un rincón del burdel, arrebozada y con los ojos bajos, mientras unos hombres borrachos y escandalosos se la rifaban para ver quién era su primer dueño. Y después, si bien le iba, el que la hiciera su querida le instalaría un negocito para que la fuera pasando. Modesta no llevaría la frente alta, no sería un espejo de cuerpo entero como si hubiese salido del poder de sus patrones rumbo ala iglesia y vestida de blanco. Pero tendría, tal vez, un hijo de buena sangre, unos ahorros. Se haría diestra en un oficio. Con el tiempo correría su fama y vendrían a solicitarla para que moliera el chocolate o curará de espanto en las casas de la gente de pro.

Y en cambio vino a parar en atajadora. ¡Qué vueltas da el mundo!

Los sueños de Modesta fueron interrumpidos una noche. Sigilosamente se abrió la puerta del cuarto de las criadas y, a oscuras, alguien avanzó hasta el estrado de la muchacha. Modesta sentía cerca de ella una respiración anhelosa, el batir rápido de un pulso. Se santiguó, pensando en las ánimas. Pero una mano cayó brutalmente sobre su cuerpo. Quiso gritar y su grito fue sofocado por otra boca que tapaba su boca. Ella y su adversario forcejeaban mientras las otras mujeres dormían a pierna suelta. En una cicatriz del hombro Modesta reconoció a Jorgito. No quiso defenderse más. Cerró los ojos y se sometió.

Doña Romelia sospechaba algo de los tejemanejes de su hijo y los chismes de la servidumbre acabaron de sacarla de dudas. Pero decidió hacerse la desentendida. Al fin y al cabo Jorgito era un hombre, no un santo; estaba en la mera edad en que se siente la pujanza de la sangre. Y de que se fuera con las gaviotas (que enseñan malas mañas a los muchachos y los echan a perder) era preferible que encontrara sosiego en su propia casa.

Gracias a la violación de Modesta, Jorgito pudo alardear de hombre hecho y derecho. Desde algunos meses antes fumaba a escondidas y se había puesto dos o tres borracheras. Pero, a pesar de las burlas de sus amigos, no se había atrevido aún a ir con mujeres. Las temía: pintarrajeadas, groseras en sus ademanes y en su modo de hablar. Con Modesta se sentía en confianza. Lo único que le preocupaba era que su familia llegara a enterarse de sus relaciones. Para disimularlas trataba a Modesta, delante de todos, con despego y hasta con exagerada severidad. Pero en las noches buscaba otra vez ese cuerpo conocido por la costumbre y en el que se mezclaban olores domésticos y reminiscencias infantiles.

Pero, como dice el refrán: “Lo que de noche se hace de día aparece.” Modesta empezó a mostrar la color quebrada, unas ojeras grandes y un desmadejamiento en las actitudes que las otras criadas comentaron con risas maliciosas y guiños obscenos.

Una mañana, Modesta tuvo que suspender su tarea de moler el maíz porque una basca repentina la sobrecogió. La salera fue a dar aviso a la patrona de que Modesta estaba embarazada.

Doña Romelia se presentó en la cocina, hecha un basilisco.

—Malagradecida, tal por cual. Tenías que salir con tu domingo siete. ¿Y qué creíste? ¿Que te iba yo a solapar tus sinvergüenzadas? Ni lo permita Dios. Tengo marido a quién responder, hijas a las que debo dar buenos ejemplos. Así que ahora mismo te me vas largando a la calle.

Antes de abandonar la casa de los Ochoa, Modesta fue sometida a una humillante inspección: la señora y sus hijas registraron las pertenencias y la ropa de la muchacha para ver si no había robado algo. Después se formó en el zaguán una especie de valla por la que Modesta tuvo que atravesar para salir.

Fugazmente miró aquellos rostros. El de don Humberto, congestionado de gordura, con sus ojillos lúbricos; el de doña Romelia, crispado de indignación; el de las jóvenes —Clara, Dolores y Berta—, curiosos, con una ligera palidez de envidia. Modesta buscó el rostro de Jorgito, pero no estaba allí.

Modesta había llegado a la salida de Moxviquil. Se detuvo. Allí estaban ya otras mujeres, descalzas y mal vestidas como ella. La miraron con desconfianza.

—Déjenla —intercedió una—. Es cristiana como cualquiera y tiene tres hijos que mantener.

—¿Y nosotras? ¿Acaso somos adonisas?

—¿Vinimos a barrer el dinero con escoba?

—Lo que ésta gane no nos va a sacar de pobres. Hay que tener caridad. Está recién viuda.

—¿De quién?

—Del finado Alberto Gómez.

—¿El albañil?

—¿El que murió de bolo?

Aunque dicho en voz baja, Modesta alcanzó a oír el comentario. Un violento rubor invadió sus mejillas. ¡Alberto Gómez, el que murió de bolo! ¡Calumnias! Su marido no había muerto así. Bueno, era verdad que tomaba sus tragos y más a últimas fechas. Pero el pobre tenía razón. Estaba aburrido de aplanar las calles en busca de trabajo. Nadie construye una casa, nadie se embarca en una reparación cuando se está en pleno tiempo de aguas. Alberto se cansaba de esperar que pasara la lluvia, bajo los portales o en el quicio de una puerta. Así fue como empezó a meterse en las cantinas. Los malos amigos hicieron lo demás. Alberto faltaba a sus obligaciones, maltrataba a su familia. Había que perdonarlo. Cuando un hombre no está en sus cabales hace una barbaridad tras otra. Al día siguiente, cuando se le quitaba lo engasado, se asustaba de ver a Modesta llena de moretones y a los niños temblando de miedo en un rincón. Lloraba de vergüenza y de arrepentimiento. Pero no se corregía. Puede más el vicio que la razón.

Mientras aguardaba a su marido, a deshoras de la noche, Modesta se afligía pensando en los mil accidentes que podían ocurrirle en la calle. Un pleito, un atropellamiento, una bala perdida. Modesta lo veía llegar en parihuela, bañado en sangre, y se retorcía las manos discurriendo de dónde iba a sacar dinero para el entierro.

Pero las cosas sucedieron de otro modo; ella tuvo que ir a recoger a Alberto porque se había quedado dormido en una banqueta y allí le agarró la noche y le cayó el sereno. En apariencia, Alberto no tenía ninguna lesión. Se quejaba un poco de dolor de costado. Le hicieron su untura de sebo, por si se trataba de un enfriamiento; le aplicaron ventosas, bebió agua de brasa. Pero el dolor arreciaba. Los estertores de la agonía duraron poco y las vecinas hicieron una colecta para pagar el cajón.

—Te salió peor el remedio que la enfermedad, le decía a Modesta su comadre Águeda. Te casaste con Alberto para estar bajo mano de hombre, para que el hijo del mentado Jorge se criara con un respeto. Y ahora resulta que te quedas viuda, en la loma del sosiego, con tres bocas que mantener y sin nadie que vea por vos.

Era verdad. Y verdad que los años que Modesta duró casada con Alberto fueron años de penas y de trabajo. Verdad que en sus borracheras el albañil le pegaba, echándole en cara el abuso de Jorgito, y verdad que su muerte fue la humillación más grande para su familia. Pero Alberto había valido a Modesta en la mejor ocasión: cuando todos le voltearon la cara para no ver su deshonra. Alberto le había dado su nombre y sus hijos legítimos, la había hecho una señora. ¡Cuántas de estas mendigas enlutadas, que ahora murmuraban a su costa, habrían vendido su alma al demonio por poder decir lo mismo!

La niebla del amanecer empezaba a despejarse. Modesta se había sentado sobre una piedra. Una de las atajadoras se le acercó.

—¿Yday? ¿No estaba usted de dependienta en la carnicería de doña Águeda?

—Estoy. Pero el sueldo no alcanza. Como somos yo y mis tres chiquitíos tuve que buscarme una ayudita. Mi comadre Águeda me aconsejó este oficio.

—Sólo porque la necesidad tiene cara de chucho, pero el oficio de atajadora es amolado. Y deja pocas ganancias.

(Modesta escrutó a la que le hablaba, con recelo. ¿Qué perseguía con tales aspavientos? Seguramente desanimarla para que no le hiciera la competencia. Bien equivocada iba. Modesta no era de alfeñique, había pasado en otras partes sus buenos ajigolones. Porque eso de estar tras el mostrador de una carnicería tampoco era la vida perdurable. Toda la mañana el ajetreo: mantener limpio el local —aunque con las moscas no se pudiera acabar nunca—; despachar la mercancía, regatear con los dientes. ¡Esas criadas de casa rica que siempre estaban exigiendo la carne más gorda, el bocado más sabroso y el precio más barato! Era forzoso contemporizar con ellas; pero Modesta se desquitaba con las demás. A las que se veían humildes y maltrazadas, las dueñas de los puestos del mercado y sus dependientas, les imponían una absoluta fidelidad mercantil; y si alguna vez procuraban adquirir su carne en otro expendio, porque les convenía más, se lo reprochaban a gritos y no volvían a despacharles nunca.)

—Sí, el manejo de la carne es sucio. Pero peor resulta ser atajadora. Aquí hay que lidiar con indios.

(“¿Y dónde no?”, pensó Modesta. Su comadre Águeda la aleccionó desde el principio: para el indio se guardaba la carne podrida o con granos, la gran pesa de plomo que alteraba la balanza y alarido de indignación ante su más mínima protesta. Al escándalo acudían las otras placeras y se armaba un alboroto en que intervenían curiosos y gendarmes, azuzando a los protagonistas con palabras de desafío, gestos insultantes y empellones. El saldo de la refriega era, invariablemente, el sombrero o el morral del indio que la vencedora enarbolaba como un trofeo, y la carrera asustada del vencido que así escapaba de las amenazas y las burlas de la multitud.)

—¡Ahí vienen ya!

Las atajadoras abandonaron sus conversaciones para volver el rostro hacia los cerros. La neblina permitía ya distinguir algunos bultos que se movían en su interior. Eran los indios, cargados de las mercancías que iban a vender a Ciudad Real. Las atajadoras avanzaron unos pasos a su encuentro. Modesta las imitó.

Los dos grupos estaban frente a frente. Transcurrieron breves segundos de expectación. Por fin, los indios continuaron su camino con la cabeza baja y la mirada fija obstinadamente en el suelo, como si el recurso mágico de no ver a las mujeres las volviera inexistentes.

Las atajadoras se lanzaron contra los indios desordenadamente. Forcejeaban, sofocando gritos, por la posesión de un objeto que no debía sufrir deterioro. Por último, cuando el chamarro de lana o la red de verduras o el utensilio de barro estaban ya en poder de la atajadora, ésta sacaba de entre su camisa unas monedas y sin contarlas, las dejaba caer al suelo de donde el indio derribado las recogía.

Aprovechando la confusión de la reyerta una joven india quiso escapar y echó a correr con su cargamento intacto.

—Esa te toca a vos, gritó burlonamente una de las atajadoras a Modesta.

De un modo automático, lo mismo que un animal mucho tiempo adiestrado en la persecución, Modesta se lanzó hacia la fugitiva. Al darle alcance la asió de la falda y ambas rodaron por tierra. Modesta luchó hasta quedar encima de la otra. Le jaló las trenzas, le golpeó las mejillas, le clavó las uñas en las orejas. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!

—¡India desgraciada, me lo tenés que pagar todo junto!

La india se retorcía de dolor; diez hilillos de sangre le escurrieron de los lóbulos hasta la nuca.

—Ya no, marchanta, ya no…

Enardecida, acezante, Modesta se aferraba a su víctima. No quiso soltarla ni cuando le entregó el chamarro de lana que traía escondido. Tuvo que intervenir otra atajadora.

—¡Ya basta! —dijo con energía a Modesta, obligándola a ponerse de pie.

Modesta se tambaleaba como una ebria mientras, con el rebozo, se enjugaba la cara, húmeda de sudor.

—Y vos, prosiguió la atajadora, dirigiéndose a la india, deja de estar jirimiquiando que no es gracia. No te pasó nada. Toma estos centavos y que Dios te bendiga. Agradece que no te llevamos al Niñado por alborotadora.

La india recogió la moneda presurosamente y presurosamente se alejó de allí. Modesta miraba sin comprender.

—Para que te sirva de lección —le dijo la atajadora—, yo me quedo con el chamarro, puesto que yo lo pagué. Tal vez mañana tengas mejor suerte.

Modesta asintió. Mañana. Sí, mañana y pasado mañana y siempre. Era cierto lo que le decían: que el oficio de atajadora es duro y que la ganancia no rinde. Se miró las uñas ensangrentadas. No sabía por qué. Pero estaba contenta.

FIN

Rosario Castellanos. Escritora mexicana que nació en México D.F. el 25 de mayo de 1925 y falleció en Tel Aviv, Israel, el 7 de agosto de 1974. Al poco de nacer ella su familia se trasladó a Chiapas, donde se crió y estudió hasta los dieciséis años, momento en que regresó a la capital, donde se licenció en Filosofía, en la Universidad Nacional Autónoma de México. Prosiguió con sus estudios en Madrid, donde realizó un curso de posgrado sobre Estética gracias a una beca del Instituto de Cultura Hispánica. De regreso a México, ejerció numerosos cargos docentes, impartiendo clases en distintas instituciones y universidades, hasta ser profesora invitada en la Universidad de Jerusalén, donde permaneció también en condición de embajadora tres años hasta su muerte en 1974.

Castellanos cultivó casi todos los géneros, si bien es conocida sobre todo por su poesía y narrativa. En 1958 obtuvo el Premio Chiapas por la novela Balún Canán; y en 1961 el Premio Xavier Villaurrutia por el compendio de relatos Ciudad Real. También era conocida su faceta de ensayista y crítica literaria, siendo colaboradora de diversos medios, entre los que destaca la revista especializada Excélsior.