Miss Dollar
I
Era conveniente para el relato que el lector permaneciera mucho tiempo sin saber quién era Miss Dollar. Pero por otro lado, sin la presentación de Miss Dollar, el autor se vería obligado a largas digresiones, que llenarían el papel sin hacer progresar la acción. No hay duda posible: voy a presentarles a Miss Dollar.
Si el lector es un muchacho propenso a la melancolía, se imaginará que Miss Dollar es una inglesa pálida y delgada, escasa de carnes y de sangre, abriendo a flor de rostro dos grandes ojos azules y sacudiendo al viento unas largas trenzas rubias. O bien presumirá que la muchacha en cuestión debe ser vaporosa e ideal como una creación de Shakespeare; debe ser la antítesis del roastbeef británico, con que el Reino Unido nutre su libertad. Una Miss Dollar así debe conocer al poeta Tennyson de memoria y leer a Lamartine en el original: si sabe portugués, debe gozar con la lectura de los sonetos de Camões o los Cantos de Gonçalves Dias. El té y la leche deben ser la alimentación de semejante criatura, adicionándosele algunos bocadillos y bizcochos para salir al paso de las urgencias del estómago. Su voz debe ser un murmullo de arpa eolia; su amor un desmayo, su vida una contemplación, su muerte un suspiro.
La figura es poética, pero no es la de la heroína de este relato.
Supongamos que el lector no sea dado a estos devaneos y melancolías; en ese caso imaginará, una Miss Dollar totalmente diferente de la otra. Esta vez será una robusta americana, con las mejillas arrebatadas por la sangre, formas redondeadas, ojos vivos y ardientes, mujer hecha, robusta y perfecta.
Amiga de la buena mesa y del buen trago, esta Miss Dollar preferirá un cuarto de cordero a una página de Longfellow, cosa naturalísima cuando el estómago reclama, y nunca llegará a comprender la poesía del atardecer. Será una buena madre de familia según la doctrina de algunos clérigos-maestros de la civilización, es decir, fecunda e ignorante.
Ya no será del mismo parecer el lector que haya cruzado la segunda juventud y vea entre sí una vejez sin recursos. Para él, la Miss Dollar verdaderamente digna de algunas páginas sería una inglesa de cincuenta años, dotada de unas mil libras esterlinas, y que, habiendo llegado al Brasil en busca de tema para escribir una novela, realizase un verdadero romance, casándose con el lector en cuestión. Semejante Miss Dollar estaría incompleta si no tuviera anteojos oscuros y un gran mechón de pelo gris en cada sien. Guantes de encaje blanco y sombrero de lino en forma de calabaza, serían los retoques finales de este magnífico de ultramar.
Más astuto que otros, acude un lector que dice que la heroína del relato no es ni fue inglesa, sino brasileña por los cuatro costados, y que el nombre de Miss Dollar responde simplemente al hecho de que la muchacha es rica.
El descubrimiento sería oportunísimo si fuera exacto; desgraciadamente ni esta ni las otras apreciaciones lo son. La Miss Dollar del relato no es la niña romántica ni la mujer robusta, ni la vieja literata, ni la brasileña rica. Falla esta vez la proverbial perspicacia de los lectores: Miss Dollar es una perrita galga.
Seguramente, la índole de la heroína determinará que algunas personas pierdan el interés por el relato. Error inexcusable. Miss Dollar, a pesar de no ser más que una perrita galga, tuvo el honor de ver su nombre en los diarios, antes de encontrar su lugar en este libro. El Diario del Comercio y el Correo Mercantil publicaron en la columna de los avisos las siguientes líneas reverberantes de promesas:
Se extravió una perrita galga, en la noche de ayer, 30. Responde al nombre de Miss Dollar. Quien la haya encontrado y quiera llevarla a la calle de Mata-Cavalos Nº…., recibirá doscientos mil réis [moneda que circuló en Brasil en tiempos de la colonia y hasta la implantación del cruzeiro, que la reemplazó] de recompensa. Miss Dollar tiene un collar en el cuello cerrado por un candado en el que se leen las siguientes palabras: “De tout mon coeur” [en francés, “con todo mi corazón”].
Todos los que sentían necesidad apremiante de obtener los doscientos mil réis y tuvieron la felicidad de leer aquel anuncio recorrieron con atención las calles de Río de Janeiro, a ver si daban con la fugitiva Miss Dollar. Galgo que aparecía a lo lejos era perseguido con tenacidad hasta que se verificara que no era el animal buscado. Pero toda esta cacería de los doscientos mil réis era completamente inútil, ya que, el día que salió el aviso, Miss Dollar estaba alojada en la casa de un individuo que vivía en Cajueiros y que se dedicaba a coleccionar perros.)
II
Cuáles eran las razones que indujeron al Doctor Mendonça a coleccionar perros, es cosa que nadie podía decir; unos opinaban que no se trataba de otra cosa que pasión por ese símbolo de la fidelidad o del servilismo; otros creían, más bien, que sintiéndose profundamente decepcionado por los hombres, Mendonça, encontró consuelo en la adoración de los perros.
Sean cuales fueran las razones, lo cierto es que nadie contaba con una colección más bonita y variada que él. Los había de todas las razas, tamaños y colores. Los cuidaba como si fuesen sus hijos; si alguno se le moría se ponía melancólico. Casi podría decirse que, en el espíritu de Mendonça, el perro pesaba tanto como el amor, según una expresión célebre: sacad del mundo al perro y el mundo será un yermo.
El lector superficial concluirá aquí que nuestro Mendonça era un hombre excéntrico. No lo era. Mendonça era un hombre común; le gustaban los perros como a otros les gustan las flores. Sus perros eran sus rosas y violetas; los cultivaba con el mismo esmero. También le gustaban las flores; pero le agradaban en tanto las viese en las plantas donde nacían: podar un jardín o enjaular un canario le parecía idéntico atentado.
Era el Dr. Mendonça hombre de treinta y cuatro años, bien parecido, de modales francos y distinguidos. Se había graduado en Medicina, durante un tiempo atendió pacientes y su clínica ya había adquirido cierto prestigio cuando sobrevino una epidemia en la capital. El Dr. Mendonça inventó un elixir contra la enfermedad, y tan excelente era el elixir que el autor ganó un buen par de miles de réis. Ahora ejercía la medicina como aficionado. Tenía cuanto necesitaba para sí y su familia. La familia estaba integrada por los animales arriba citados.
En la inmemorable noche en que se extravió Miss Dollar, volvía Mendonça a su casa cuando tuvo la ventura de encontrar a la fugitiva en el Rocío. La perrita empezó a seguirlo y él, advirtiendo que el animal no tenía dueño visible, lo llevó a Cajueiros.
Apenas llegó a su casa, examinó a la galga cuidadosamente. Miss Dollar era realmente una joya; tenía las formas estilizadas y graciosas de su hidalga raza; los ojos castaños y aterciopelados parecían expresar la más completa felicidad de este mundo… tan alegres y serenos eran. Mendonça la contempló y examinó cuidadosamente. Leyó el dístico del candado que cerraba el collar y se convenció finalmente que era un animal muy querido por parte de quien quiera que fuese su dueño.
—Si no aparece el dueño me quedaré con ella− dijo él entregando a Miss Dollar al muchacho encargado de los perros.
El muchacho trató de darle de comer a la perrita mientras Mendonça planificaba un buen futuro para la nueva huésped, cuya raza debía perpetuarse en la casa.
El plan de Mendonça duró lo que duran los sueños: el espacio de una noche. Al día siguiente, leyendo los diarios, vio el aviso transcripto líneas arriba, prometiendo doscientos mil réis a quien entregara la perrita extraviada. Su pasión por los perros le dio la medida del dolor que debía padecer el dueño o la dueña de Miss Dollar, ya que llegaba a ofrecer doscientos mil réis de gratificación a quien devolviese a la galga. Consecuentemente, decidió devolverla, con enorme congoja de su corazón. Llegó a vacilar por algunos instantes; pero al final vencieron los sentimientos de probidad y compasión, que eran el rasgo definitivo de aquella alma. Y, como si le costase despedirse del animal, todavía reciente en la casa, se dispuso a entregarlo personalmente, y para tal fin se preparó. Almorzó, y después de averiguar bien si Miss Dollar lo había hecho también, salieron ambos de casa en dirección a Mata-Cavalos.
En aquel tiempo, el Barón de Amazonas todavía no había logrado la independencia de las repúblicas platenses mediante la victoria del Riachuelo, nombre con el cual más tarde la Cámara Municipal designo a la Rua de Mata-Cavalos. Regía, por lo tanto, el nombre tradicional de la calle, que por lo demás no respondía a nada específico.
La casa cuyo número aparecía indicado en el aviso tenía agradable aspecto e indicaba cierta opulencia por parte de quien en ella vivía. Ya antes de que Mendonça golpease las manos en el corredor, Miss Dollar, reconociendo el lugar, empezó a saltar de alegría y a proferir unos sonidos contentos y guturales que, si hubiese entre los perros literatura, debían conformar un himno de acción de gracias.
Se acercó un muchachito a ver quién era; Mendonça dijo que venía a restituir la perrita perdida. Se iluminó el rostro del jovencito, que corrió a anunciar la buena nueva. Miss Dollar, aprovechando un descuido, se precipitó escaleras arriba. Se disponía Mendonça a partir, pues ya estaba cumplida su tarea, cuando el muchachito regresó para decirle que subiese y aguardase en el salón.
En el salón no había nadie. Hay quienes, contando en sus residencias con salas elegantemente dispuestas, suelen dar a sus visitas tiempo suficiente para que las puedan admirar, antes de ingresar en ellas para saludarlas. Es bien posible que esa fuese la costumbre de los dueños de esa casa, pero en esa oportunidad de muy otro modo ocurrieron las cosas, ya que apenas el médico traspuso la puerta del corredor, se recostó, contra el marco de otra interior, una anciana con Miss Dollar en los brazos y la alegría estampada en el rostro.
—Tenga la bondad de sentarse —dijo ella señalándole una silla a Mendonça.
—Me demoré lo menos que pude —dijo el médico sentándose—. Vine a traer la perrita que está conmigo desde ayer…
—No se imagina la tristeza que causó en la casa la usencia de Miss Dollar.
—Lo imagino, señora; yo también amo a los perros, y si mi faltara alguno lo sentiría profundamente. En cuanto a su perrita…
—¡Perdón!−interrumpió la anciana—; Miss Dollar no es mía, es de mi sobrina.
—¡Ah!…
—Aquí está ella.
Mendonça se incorporó en el preciso instante en que entraba a la sala la sobrina en cuestión. Era una muchacha que aparentaba unos veintiocho años, en la plenitud de su belleza; una de esas mujeres que permitían prever una vejez tardía e imponente. El vestido de seda oscura le daba singular realce al color inmensamente blanco de su piel. Era juvenil el vestido, lo que aumentaba la majestad del porte y de la estatura. El corpiño del vestido le cubría hasta el cuello, pero se adivinaba por debajo de la seda un hermoso tronco de mármol modelado por un escultor divino. Los cabellos castaños y naturalmente ondulados estaban peinados con esa simplicidad casera, que es la mejor de todas las modas conocidas; ornaban graciosamente su frente como una corona donada por la naturaleza. La extrema blancura de la piel no presentaba el menor matiz sonrosado que armonizara o contrastara con él. La boca era pequeña y tenía una cierta expresión imperativa; pero el rasgo distintivo por excelencia de aquel rostro, lo que más atrapaba la mirada de quien lo contemplase, eran los ojos; imagínense dos esmeraldas nadando en leche.
Mendonça nunca había visto ojos verdes en toda su vida; dijéronle que existían ojos verde, y él sabía de memoria, apropósito de ellos, unos versos célebres de Gonçalves Dias; pero hasta entonces, tales ojos seguían siendo para él lo mismo que el ave fénix de los antiguos. Un día, conversando con unos amigos a propósito de esto, afirmaba que si alguna vez encontrase un par de ojos verdes huiría de ellos con terror.
—¿Por qué?− le preguntó sorprendido uno de sus interlocutores.
—El verde es el color del mar —respondió Mendonça—, evito las tempestades de uno; evitaré también las tempestades de los otros.
Yo dejo a criterio del lector todo pronunciamiento acerca de esta peculiaridad de Mendonça, que por lo demás es preciosa en el sentido de Molière [se refiere al sentido que la palabra tiene en Las preciosas ridículas, de 1659, de Molière, donde queda asociada a lo excéntrico, raro, extraño, absurdo].
III
Mendonça saludó respetuosamente a la recién llegada, y esta, con un gesto, lo invitó a sentarse otra vez.
—Le agradezco infinitamente que me haya restituido este pobre animal, por el que siento gran estima —dijo Margarita acomodándose en una silla.
—Y yo doy gracias a Dios por haberlo encontrado; podría haber caído en manos que no lo devolviesen.
Margarita hizo un gesto a Miss Dollar, y la perrita, saltando del regazo de la anciana, fue hacia la muchacha; levantó las patas delanteras y las puso sobre las rodillas de la joven; Margarita y Miss Dollar intercambiaron una larga mirada de afecto. Mientras tanto, una de las manos de la muchacha jugaba con una de las orejas de la galga, dándole así a Mendonça oportunidad de admirar sus bellísimos dedos armados con uñas agudísimas.
Pero, si por un lado Mendonça sentía sumo placer de estar allí, advirtió que su demora podría resultar extraña y humillante. Parecía estar esperando la gratificación. Para escapar a esa interpretación lastimosa, sacrificó el placer de la conversación y la contemplación de Margarita; se levantó diciendo:
—Bien, mi misión está cumplida…
—Pero… —interrumpió la vieja.
Mendonça comprendió la amenaza que implicaba la interrupción de la anciana.
—La alegría que restituí a esta casa —dijo él— es la mayor recompensa a la que yo podía aspirar. Ahora les pido sepan disculparme…
Las dos mujeres comprendieron la intención de Mendonça; la muchacha le pagó la cortesía con una sonrisa; y la anciana, reuniendo en el pulso cuantas fuerzas le quedaban todavía en el cuerpo, estrechó con amistad la mano del muchacho.
Mendonça salió impresionado por la interesante Margarita. Notaba en ella, principalmente, además de la belleza, que era de verdad notable, cierta severidad triste en la mirada y en los gestos. Si así era el carácter de la muchacha, los hechos coincidirían con la suposición del médico; si era, en cambio, el resultado de algún episodio de su vida, se trataba, entonces, de una página de relato que debía ser descifrada con ojos hábiles. A decir verdad, el único defecto que Mendonça le encontró fue el color de los ojos, no porque fuese feo, sino porque él tenía prevención contra los ojos verdes. La prevención, cabe aclararlo, era más literaria que de otra índole; Mendonça tenía la costumbre de apegarse a frases que alguna vez dijera, y que, en este caso, fue la citada líneas arriba, lo cual lo llenaba de prevención. No lo juzguen tonto: Mendonça era un hombre inteligente, instruido y sensato; era, por lo demás, proclive a los sentimientos románticos; pero, pese a ello, no hay duda que su buen talón tenía nuestro Aquiles. Era hombre como los otros; otros Aquiles hay por ahí que son de pies a cabeza un inmenso talón. El punto vulnerable de Mendonça era ese: por amor a una frase era capaz de violentar sus afectos; sacrificaba una situación por una oración bien construida.
Refiriendo a un amigo el episodio de la galga y el encuentro con Margarita, Mendonça dijo que ella podría llegarle a gustarle si no tuviese los ojos verdes. El amigo rió con cierto aire de sarcasmo.
—Pero doctor —dijo él— no comprendo esa prevención; yo he oído decir que los ojos verdes son signos de almas buenas. Por lo demás, el color de los ojos nada significa; lo esencial, en cambio, es su expresión. Pueden ser azules como el cielo y pérfidos como el mar.
La observación de este amigo anónimo tenía la ventaja de ser tan política como la de Mendonça. Por eso conmovió profundamente el ánimo del médico. No permaneció este, sin embargo, como el asno Buridan entre el balde de agua y la ración de cebada; el asno hubiera vacilado, Mendonça no dudó. Recordó de pronto la lección del casuista Sánchez, y de los dos pareceres tomó el que le pareció probable.
Algún lector grave encontrará pueril esta circunstancia de los ojos verdes y esta controversia sobre su probable calidad. Probará con ello que tiene poca experiencia del mundo. Los almanaques pintorescos citan hasta la saciedad mil excentricidades y críticas de varones que la humanidad admira, ya por instruidos en las letras, ya por valientes en las armas; y no por ello dejamos de admirar a esos mismos varones. No quiera el lector abrir una excepción solo para encasillar en ella a nuestro doctor. Aceptémoslo con sus ridiculeces; ¿quién no la tiene? El ridículo es una especie de lastre que trae el alma cuando entra al mar de la vida; algunos llevan a cabo toda la travesía sin otro tipo de carga.
Para contrarrestar estas debilidades, ya dije que Mendonça tenía cualidades nada vulgares. Adoptando la opinión que le pareció más probable, que fue la de su amigo, Mendonça se dijo a sí mismo que en las manos de Margarita estaba tal vez la llave de su futuro. Diseñó, en ese sentido, un plan de felicidad; una casa en un yermo, mirando hacia el mar de cara al occidente, a fin de poder presenciar el espectáculo de la caída del sol. Margarita y él, unidos por el amor y por la Iglesia, beberían allí, gota a gota, la taza entera de la celeste felicidad. El sueño de Mendonça incluía otras particularidades que sería ocioso mencionar aquí. Mendonça pensó en esto varios días, llegó a pasar algunas veces por Mata-Cavalos, pero con tan poca fortuna que nunca vio a Margarita ni a la tía; finalmente, renunció a la empresa y volvió a los perros.
La colección de perros era una verdadera galería de hombres ilustres. El más estimado de ellos se llamaba Diógenes; había un galgo que respondía al nombre de César; un perro de agua que se llamaba Nelson; Cornelia se llamaba una perrita ratonera, y Calígula un enorme mastín, verdadera esfinge del gran monstruo que produjo la sociedad romana. Cuando se encontraba entre toda esa gente, ilustre por diferentes títulos, decía Mendonça que entraba en la historia; así era cómo se olvidaba del resto del mundo.
IV
Se encontraba cierta vez Mendonça en la puerta del Carceller, donde acaba de tomar un helado en compañía de un individuo amigo suyo, cuando vio pasar un coche, y en él a dos damas que le parecieron las de Mata-Cavalos. Mendonça hizo un movimiento de asombro que no escapó a su amigo.
—¿Qué pasa? —le pregunto este.
—Nada; me pareció reconocer a esas señoras. ¿Alcanzaste a verlas, Andrade?
El coche había entrado por la Rua do Ouvidor, los dos hombres subieron por la misma calle. Poco después de la Rua da Quitanda, se detuvo el coche ante la puerta de un negocio, y las damas se apearon y entraron. Mendonça no las vio salir, pero vio el coche y sospechó que era el de ellas. Apuró el paso sin decirle nada a Andrade, que hizo lo mismo, por esa natural curiosidad que siente un hombre cuando percibe algún secreto oculto.
Pocos instantes después estaban ante la puerta del negocio. Mendonça verificó que, efectivamente, eran las dos damas de Mata-Cavalos. Entró decidido, con aire de quien va a comprar algo, y se acercó a las señoras. La primera que lo reconoció fue la tía. Mendonça la saludó respetuosamente. Ellas recibieron el saludo con afabilidad. A los pies de Margarita estaba Miss Dollar, que gracias a ese admirable olfato que la naturaleza concedió a los perros y a los cortesanos de la fortuna, dio dos saltos de alegría apenas vio a Mendonça, llegando a tocarle el estómago con las patas delanteras.
—Parece que Miss Dollar guarda un muy buen recuerdo de usted —dijo doña Antonia (que así se llamaba la tía de Margarita).
—Creo que sí —respondió Mendonça, jugando con la galga y mirando a Margarita.
Justamente en ese momento entró Andrade.
—Recién ahora las reconozco —dijo él dirigiéndose a las mujeres.
Andrade estrechó la mano de las dos señoras, o mejor, estrechó la mano de Antonia y los dedos de Margarita.
Mendonça no contaba con este encuentro, y le alegró tener a la mano el medio para hacer íntimas las relaciones superficiales que tenía con la familia.
—Me gustaría —dijo él a Andrade— que me presentaras a estas señoras.
—¿Pero cómo? ¿No las conoces? —preguntó Andrade estupefacto.
—Nos conocemos sin conocernos —respondió sonriendo la vieja tía—; por ahora quien lo presentó fue Miss Dollar.
Antonia refirió a Andrade la pérdida y la devolución de la perrita.
—Pues si es así —respondió Andrade— lo presento ya.
Hecha la presentación oficial, el cajero trajo a Margarita los objetos que ella había comprado, y las dos mujeres se despidieron de los muchachos pidiéndoles que fuesen a visitarlas.
No cité ninguna palabra de Margarita en el transcurso del diálogo precedente porque, a decir verdad, la muchacha solo dirigió tres a cada uno de los jóvenes.
—Que estén bien —les dijo ella ofreciendo las puntas de sus dedos y saliendo para entrar en el carruaje.
Una vez a solas, salieron también los dos muchachos y se encaminaron por la Rua do Ouvidor, ambos callados. Mendonça pensaba en Margarita; Andrade pensaba en ganar la confianza de Mendonça. La vanidad tiene mil formas de manifestarse, como el fabuloso Proteo. La vanidad de Andrade consistía en creerse confidente de los otros; así presumía él obtener por obra de la confianza lo que solo alcanzaba mediante la indiscreción. No le resultó difícil apoderarse del secreto de Mendonça; antes de llegar a la esquina de la Rua dos Ourives, Andrade ya sabía todo.
—¿Comprendes ahora —dijo Mendonça— por qué debo ir a su casa? Necesito verla; quiero ver si consigo…
Mendonça se calló.
—¡Termina lo que estabas diciendo! —dijo Andrade—; si consigues ser amado. ¿Por qué no? Pero desde ya te digo que no será fácil.
—¿Por qué?
—Margarita ya rechazó cinco propuestas de matrimonio.
—Naturalmente, no amaba a los pretendientes —dijo Mendonça con el aire de un geómetra que encuentra una solución.
—Amaba apasionadamente al primero —respondió Andrade— y no era indiferente al último.
—Seguramente hubo algún malentendido.
—Tampoco. ¿Te sorprendes? Es lo que me ocurre. Es una muchacha extraña. Si te crees con fuerzas como para ser el Colón de aquel mundo, lánzate al mar con tu armada; pero cuídate de la rebelión de las pasiones, que suelen ser los feroces marineros de estas travesías de descubrimiento.
Entusiasmado con esta alusión, histórica bajo su forma de alegoría, Andrade miró a Mendonça, que, entregado como estaba a la evocación de la joven, no prestó atención a la frase del amigo. Andrade se contentó con su propio sufragio y sonrió con el mismo aire de satisfacción que debe tener un poeta cuando escribe el último verso de un poema.
V
Días después, Andrade y Mendonça fueron a la casa de Margarita, y allá pasaron media hora entregados a una conversación ceremoniosa. Las visitas se repitieron; eran empero más frecuentes por parte de Mendonça que de Andrade. Doña Antonia se mostró más desenvuelta que Margarita; solo después de un tiempo, Margarita bajó del Olimpo del silencio en que habitualmente se encerraba.
Era difícil dejar de hacerlo. Mendonça, si bien no era lo que se dice un asiduo frecuentador de tertulias, era un caballero perfectamente capaz de entretener señoras que parecían mortalmente aburridas. El médico sabía piano y lo tocaba agradablemente; su conversación era animada; sabía esas mil naderías que entretienen generalmente a las señoras cuando ellas no desean o no pueden entrar en el terreno elevado del arte, de la historia o de la filosofía. No fue difícil para el muchacho establecer intimidad con la familia.
Tras las primeras visitas, supo Mendonça, por vía de Andrade, que Margarita era viuda. Mendonça no reprimió un gesto de asombro.
—Pero tú me hablaste de un modo que creí que te referías a una mujer soltera —dijo él al amigo.
—Es cierto que no me expliqué bien; las ofertas de casamiento que ella rechazó fueron formuladas después que enviudó.
—¿Hace cuánto perdió el marido?
—Hace tres años.
—Todo se explica —dijo Mendonça después de un silencio— quiere mantenerse fiel a la sepultura; es una Artemisa del siglo.
Andrade era escéptico con respecto a las Artemisas; sonrió ante la observación del amigo, y, éste insistiese, replicó:
—Pero si yo ya te dije que ella amaba apasionadamente al primer pretendiente y que no era indiferente al último.
—Entonces, no entiendo.
—Yo tampoco.
A partir de ese momento, Mendonça trató de cortejar asiduamente a la viuda; Margarita recibió las primeras miradas de Mendonça con aire de tan supremo desdén, que el muchacho estuvo a punto de abandonar la empresa; pero la viuda, al mismo tiempo que parecía rechazar el amor, no le negaba estima, y lo trataba con la mayor ternura del mundo siempre que él la miraba normalmente.
Amor desairado es amor multiplicado. Cada negativa de Margarita acrecentaba la pasión de Mendonça. Ya ni prestaba atención al feroz Calígula ni al elegante Julio César. Los dos esclavos de Mendonça empezaron a percibir la profunda diferencia que había entre sus hábitos de hoy y los de otro tiempo. Dedujeron enseguida que algo lo preocupaba. Se convencieron de ello cuando Mendonça, habiendo llegado una vez a casa, le propinó un puntazo con su botín al hocico de Cornelia, en un momento en que esta graciosa perrita, madre de dos gracos ratoneros, celebraba la llegada del doctor.
Andrade no fue insensible al sufrimiento del amigo y se empeñó en consolarlo. Todo consuelo en estos casos es tan deseable como inútil. Mendonça escuchaba las palabras de Andrade y le confiaba todas sus penas. Andrade recordó a Mendonça un excelente medio para eliminar la pasión: era el de alejarse de su casa. A esto respondió Mendonça citando a Rochefoucauld:
“La ausencia atenúa las pasiones mediocres y desarrolla las grandes como el viento apaga las velas y aviva las hogueras”.
La cita tuvo el mérito de cerrar la boca de Andrade, que creía tanto en la constancia como en las Artemisas, pero que no quería contrariar la autoridad del moralista, ni la resolución de Mendonça.
VI
Así transcurrieron tres meses. El cortejo de Mendonça no lograba avanzar un solo paso; pero la viuda no dejó de ser amable con él. Ese y no otro era el motivo principal por el cual el médico seguía a los pies de la insensible viuda; no le abandonaba la esperanza de vencerla.
Algún lector conspicuo estimará tal vez que más le hubiera valido a Mendonça no ser tan asiduo frecuentador de la casa de una señora expuesta a las calumnias del mundo. Pensó en eso el médico y consoló a su conciencia con la presencia de un individuo, hasta aquí no mencionado por motivo de su insignificancia, y que era nada menos que el hijo de doña Antonia y la hija de sus ojos. Se llamaba Jorge este muchacho, que gastaba doscientos mil réis por mes, sin ganarlos, gracias a la magnanimidad de la madre. Frecuentaba las peluquerías en las que consumía más tiempo que una romana de la decadencia en manos de sus siervas latinas. No había representación de importancia en el Alcázar [uno de los clubes más famosos de Río de Janeiro en donde se reunían los los hombres más adinerados de la ciudad, artistas, políticos, periodistas y literatos más ilustres de la época] a la que no concurriese; montaba caballos de calidad y enriquecía con gastos extraordinarios los bolsillos de algunas damas célebres y de varios parásitos oscuros. Usaba guantes de la letra E y botas número 36, dos cualidades de las que se jactaba ante todos sus amigos, que no bajaban del número 40 y la letra H. La presencia de ese gentil pimpollo salvaba, a juicio de Mendonça, la situación. Mendonça quería dar esta satisfacción al mundo, o sea, a la opinión de los ociosos de la ciudad. ¿Pero bastaría eso para tapar la boca de los ociosos?
Margarita parecía indiferente a las interpretaciones de la sociedad como a la asiduidad del muchacho. ¿Sería ella indiferente a todo lo demás en este mundo? No; amaba a su madre, adoraba a Miss Dollar, le gustaba la buena música y leía novelas. Se vestía bien, sin ser rigurosa en cuestiones de moda; no era aficionada a los valses; a lo sumo bailaba alguna cuadrilla en los saraos a los que era invitada. No hablaba mucho, pero se expresaba bien. Sus modos eran graciosos y vivaces, pero sin impostación ni picardía.
Cuando Mendonça aparecía por allí, Margarita lo recibía con visible satisfacción. El médico se ilusionaba siempre, a pesar de estar acostumbrado a estas manifestaciones. De hecho, a Margarita le encantaba la presencia del muchacho, pero no parecía concederle importancia suficiente como para contentar su corazón. Le complacía verlo como complace ver un lindo día, sin morir de amores por el sol.
No era posible soportar demasiado tiempo la situación en la que se encontraba el médico. Cierta noche, mediante un esfuerzo del que hasta aquel momento no se hubiera considerado capaz, Mendonça dirigió a Margarita esta pregunta indiscreta:
—¿Fue feliz con su marido?
Margarita frunció el ceño con asombro y clavó sus ojos en los del médico, que parecían prolongar tácitamente la pregunta.
—Si —dijo ella al cabo de unos instantes.
Mendonça no dijo nada; no contaba con aquella respuesta. Confiaba de más en la intimidad que reinaba entre ambos; y quería descubrir por algún medio la causa de la insensibilidad de la viuda. Falló el cálculo; Margarita permaneció seria durante algún tiempo; la llegada de doña Antonia le evitó a Mendonça una situación incómoda. Poco después Margarita estaba recompuesta y la conversación volvió a ser animada e íntima como siempre. La llegada de Jorge amplió aún más la animación de la charla; doña Antonia, con ojos y oídos de madre, creía que su hijo era el muchacho más encantador del mundo; pero lo cierto es que no había en la cristiandad espíritu más frívolo. La madre se reía de todo cuanto el hijo decía; el hijo colmaba, él solo, el espacio de toda la conversación, refiriendo anécdotas y repitiendo dichos y hechos del Alcázar. Mendonça veía todos esos aspectos del muchacho y lo soportaba con resignación evangélica.
La entrada de Jorge, al animar la charla, aceleró el transcurso de las horas; a las diez se retiró el médico, acompañado por el hijo de doña Antonia, que salía a cenar. Mendonça rechazó la invitación que le hizo, y se despidió de él en la Rua do Conde, esquina de la do Lavradio.
Esa misma noche resolvió Mendonça dar un golpe decisivo; resolvió escribirle una carta a Margarita. Si ya era una iniciativa temeraria para quien conociese el carácter de la viuda, con los precedentes mencionados era una locura. Sin embargo, el médico no vaciló en recurrir al papel, confiando en que allí diría las cosas de mejor manera que hablando. La carta fue escrita con febril impaciencia; al día siguiente, apenas terminado el almuerzo, Mendonça guardó la carta dentro de un volumen de George Sand, y lo envió con un mensajero a Margarita.
La viuda rompió el envoltorio de papel que cubría el volumen y puso el libro sobre la mesa de la sala; media hora después volvió para leerlo. Apenas lo abrió, la carta cayó a sus pies. La abrió y leyó lo siguiente:
Sea cual fuere la causa de su comportamiento esquivo, lo respeto, no me rebelo contra él. Pero si no me es dado rebelarme, ¿tampoco me será permitido quejarme? Habrá Ud. comprendido mi amor, del mismo modo que yo he comprendido su indiferencia; pero por mayor que sea esa indiferencia, está lejos de compararse con el amor profundo e imperioso que se apoderó de mi corazón cuando ya más lejos me creía de estas pasiones de los primeros años. Nada le diré a los desvelos y las lágrimas, las esperanzas y los desencantos, páginas tristes de este libro que el destino pone en las manos del hombre para que dos almas lo lean. Todo ello le es indiferente.
No me atrevo a interrogarla sobre los motivos de su conducta evasiva en relación a mí; ¿pero por qué motivos se extiende esa conducta esquiva a tantos más que a mí? En la edad de pasiones ferviente, ornada por el cielo con una belleza rara, ¿por qué motivo quiere esconderse del mundo y negar a la naturaleza y el corazón sus incontestables derechos? Perdóneme el atrevimiento de la pregunta; me encuentro frente a un enigma que mi corazón desearía descifrar. Pienso a veces que un gran dolor la atormenta y quisiera ser el médico de su corazón; ambicionaba, confieso, restaurarle alguna ilusión perdida. Quiero creer que no hay ofensa en esta ambición.
Si, empero, esa conducta evasiva denota tan solo un sentimiento de orgullo legítimo, perdóneme haber osado escribirle cuando sus ojos expresamente me lo prohibieron. Deshágase de esta carta que nada puede valerle como recuerdo ni mucho menos servirle como arma.
Esta, la frase fría y medida, no expresaba el fuego del sentimiento. Sin embargo, no habrá escapado al lector la sinceridad y la simplicidad con que Mendonça pedía una explicación que Margarita probablemente no podía dar.
Cuando Mendonça dijo a Andrade que le había escrito a Margarita, el amigo del médico se largó a reír a carcajadas.
—¿Hice mal? —preguntó Mendonça.
—Echaste todo a perder. Los otros pretendientes empezaron también con cartas; fue justamente el certificado de defunción de sus aspiraciones amorosas.
—Paciencia —dijo Mendonça encogiendo los hombros con aparente resignación— por lo demás, me agradaría que me dejaras de compararme a sus pretendientes; yo no soy un pretendiente en el sentido que lo son ellos.
—¿No querías casarte con ella?
—Sin duda, si fuese posible —respondió Mendonça.
—Pues eso era lo que los otros querían; si pudieras te casarías y entrarías en la tranquila posesión de lo que cupiese en herencia y que asciende a más de cien contos [equivalían a diez mil réis]. Si me refiero a los pretendientes, mi querido, no es para ofenderte, ya que uno de los cuatro pretendientes rechazados fui yo.
—¿Tú?
—Así es; pero no te preocupes, no fui el primero, ni siquiera el último.
—¿Le escribiste?
—Como los otros; y como ellos, no obtuve respuesta, o sea, obtuve una: que me devolviera la carta. Por lo tanto, ya que le escribiste, espera el resto; verás si lo que te digo es o no exacto. Estás perdido, Mendonça; hiciste muy mal.
Andrade tenía esta costumbre de no omitir ninguno de los colores sombríos de una situación, con el pretexto de que a los amigos se les debe la verdad. Pintado el cuadro, se despidió de Mendonça y se alejó.
Mendonça regresó a su casa, donde pasó la noche desvelado.
VII
Se equivocó Andrade; la viuda respondió a la carta del médico. La carta de ella se limitó a esto:
Le perdono todo; no le perdonaré si me vuelve a escribir. Mi esquivez no tiene ninguna causa; es una cuestión de temperamento.
El sentido de la carta era todavía más lacónico que la expresión. Mendonça la leyó muchas veces, tratando de completarla; pero fue trabajo perdido.
Algo, sin embargo, no tardó él en concluir: algún conflicto oculto era el motivo por el cual Margarita se negaba al casamiento; después concluyó otra cosa: Margarita le perdonaría una segunda carta si él se la escribiese.
La vez siguiente que Mendonça fue a Mata-Cavalos se sintió incómodo pensando de qué modo debía dirigirse a Margarita; la viuda disipó su molestia, tratándolo como si nada hubiese ocurrido. Mendonça no tuvo ocasión de aludir a las cartas debido a la presencia de doña Antonia; cosa que agradeció, porque no sabía lo que le diría en el momento en que se quedaran a solas.
Días después, Mendonça le escribió una segunda carta a la viuda y la hizo llegar por la misma vía que la primera. La carta le fue devuelta sin respuesta. Mendonça se arrepintió de haber desobedecido la orden de la muchacha y resolvió, de una vez por todas, no volver más a la casa de Mata-Cavalos. No se sentía con ánimos como para aparecer por allí, ni juzgaba conveniente estar junto a una persona que amaba sin esperanza.
Al cabo de un mes, no se había disipado en él ni siquiera una partícula del sentimiento que nutría por la viuda. La amaba con idéntico ardor. La ausencia, como él había pensado, intensificó su amor, como el viento atiza un incendio. Inútilmente leía o buscaba distraerse sumergiéndose en la vida agitada de Río de Janeiro; empezó a escribir un estudio sobre la teoría del oído, pero la pluma se le escapaba en dirección al corazón, y en el escrito que resultó se mezclaron los nervios y los sentimientos. Gozaba por entonces de notable nombradía el libro de Renan sobre la obra de Jesús; Mendonça abarrotó su estudio con todos los trabajos publicados al respecto y entró a investigar profundamente el misterioso drama de Judea. Hizo cuanto pudo para absorber su espíritu en el tema y olvidar a la esquiva Margarita; le resultó imposible.
Una mañana apareció en su casa el hijo de doña Antonia; lo traían dos motivos: preguntarle por qué no había vuelto por Mata-Cavalos y mostrarle unos pantalones nuevos. Mendonça aprobó los pantalones y se disculpó como pudo por su ausencia, diciendo que andaba atareado. Jorge no era un alma capaz de comprender la verdad oculta por debajo de una palabra convencional; viendo a Mendonça sumergido en un mar de libros y folletos, le preguntó si estaba estudiando para ser diputado. ¡Jorge era capaz de creer que para ser diputado había que estudiar!
—No —respondió Mendonça.
—Lo cierto es que mi prima también anda todo el día entre libros y no creo que pretenda ingresar a la Cámara.
—¿Tu prima?
—Así es. Créeme: no hace otra cosa. Se encierra en su habitación y se pasa los días leyendo.
Informado por Jorge, Mendonça supuso que Margarita era nada menos que una mujer de letras, alguna modesta poeta que olvidaba el amor de los hombres en los brazos de las musas. La suposición era gratuita e hija de un espíritu ciego por un amor como el de Mendonça. Hay varias razones para leer mucho sin tener comercio con las musas.
—Pero fíjate que mi prima nunca leyó tanto; ahora se le dio por hacerlo de esa manera —dijo Jorge sacando de la cigarrera un magnifico habano de tres centavos y ofreciendo otro a Mendonça—. Prueba esto —prosiguió él— fúmalo y dime si hay alguien que venda los cigarros que vende Bernardo.
Consumidos los cigarros, Jorge se despidió del médico llevándose la promesa de que este iría a la casa de doña Antonia tan pronto como pudiese.
Al cabo de quince días, Mendonça volvió a Mata-Cavalos.
Encontró en la sala a Andrade y a doña Antonia, que lo recibieron con vivas. Mendonça parecía, en efecto, salir de una tumba: había adelgazado y empalidecido. La melancolía imprimía a su rostro una expresión de mayor abatimiento. Aludió a excesos de trabajo y se puso a conversar alegremente como antes. Pero esa alegría, como se comprende, era forzada. Al cabo de un cuarto de hora, la tristeza se apoderó otra vez de su rostro. Durante ese lapso, Margarita no apareció en la sala; Mendonça, que hasta entonces no había preguntado por ella, no sé por qué razón, viendo que ella no aparecía, preguntó si estaba enferma. Doña Antonia le respondió que Margarita estaba un poco indispuesta.
La indisposición de Margarita duró unos tres días; era un simple dolor de cabeza, que su primo atribuyó a su excesiva dedicación a la lectura.
Al cabo de unos días más, doña Antonia fue sorprendida por un comentario de Margarita; la viuda quería pasar una temporada en el campo.
—¿Te disgusta la ciudad? —preguntó la buena anciana.
—Un poco —respondió Margarita – quisiera pasar un par de meses en el campo.
Doña Antonia no podía negar nada a la sobrina; estuvo de acuerdo en ir al campo y empezaron los preparativos. Mendonça se enteró del viaje estando en el Rocío, mientras por allí paseaba una noche; se lo dijo Jorge que se hallaba en camino hacia el Alcázar. Para el muchacho esa decisión era una fortuna porque lo libraba de la única obligación que todavía le restaba en este mundo, que era la de ir a cenar con la madre.
A Mendonça no lo sorprendió en absoluto la resolución; cualquier decisión de Margarita empezaba a parecerle factible.
Cuando volvió a su casa encontró una nota de doña Antonia concebida en estos términos:
Nos vamos afuera unos meses; espero que venga a despedirse de nosotras antes de que partamos. Salimos el sábado; yo quisiera encargarle algo.
Mendonça bebió un té y se dispuso a dormir. No pudo. Quiso leer; no lo logró. Al rato, salió. Insensiblemente, dirigió sus pasos hacia Mata-Cavalos. La casa de doña Antonia estaba cerrada y silenciosa; evidentemente ya estaban durmiendo. Mendonça dio algunos pasos más junto a la verja del jardín adyacente a la casa. Desde donde se encontraba podía ver la ventana de la habitación de Margarita, poco elevada, y que daba al jardín. Adentro había luz; naturalmente, Margarita estaba despierta. Mendonça sintió que su corazón le latía con una fuerza desconocida. De pronto, en su espíritu surgió una sospecha. No hay corazón crédulo que no tenga desfallecimientos de este tipo; pero, por lo demás, ¿sería errónea su sospecha? Mendonça, sin embargo, no tenía ningún derecho a la viuda; había sido rechazado categóricamente. Si alguna obligación tenía era la de la retirada y en silencio.
Mendonça quiso mantenerse dentro de los límites que le habían sido asignados; la puerta abierta del jardín podía responder a un olvido por parte de los sirvientes. El médico puso todo su empeño en pensar que todo aquello era fortuito y, haciendo un esfuerzo, se alejó del lugar. Unos metros más allá se detuvo y recapacitó: había un demonio que lo empujaba a transponer aquella puerta. Mendonça volvió y entró con precaución.
Había dado apenas unos pasos cuando se enfrentó con Miss Dollar que empezó a ladrar; parece que la galga había logrado salir de la casa sin ser advertida. Mendonça la acarició y la perrita pareció reconocer al médico, porque cambió los ladridos por agasajos. En la pared del cuarto de Margarita se dibujó una sombra de mujer; era la viuda que se aproximaba a la ventana para ver la causa del alboroto. Mendonça se escondió como pudo en unos arbustos que crecían junto a la verja; no viendo a nadie, Margarita volvió a entrar.
Transcurridos algunos minutos, Mendonça salió del lugar en que se encontraba y se dirigió hacia el lado de la ventana de la viuda. Miss Dollar lo acompañó. Si bien allí el jardín era más alto, ahora no podía ver el aposento de la muchacha. La perrita, apenas llegaron a ese sitio, trepó ágilmente a una escalera de piedra que comunicaba el jardín con la casa; la puerta del cuarto de Margarita quedaba justamente en el corredor en el que desembocaba la escalera; la puerta estaba abierta. El muchacho imitó a la perrita; subió los seis peldaños de piedra lentamente; cuando puso el pie en el último oyó a Miss Dollar que saltaba en la habitación y venía a ladrar a la puerta como avisándole a Margarita que se aproximaba un extraño.
Mendonça dio un paso más. Pero en ese momento cruzó el jardín un esclavo que acudía a los ladridos de la perrita; el esclavo examinó el jardín y, no viendo a nadie, se retiró. Margarita se acercó a la ventana y preguntó qué ocurría; el esclavo se lo explicó u la tranquilizó diciéndole que no había nadie.
Justamente cuando ella salía de la ventana, aparecía en la puerta la figura de Mendonça. Margarita se estremeció nerviosa, se puso más pálida de lo que ya era; después, concentrando en los ojos el monto total de indignación que puede tener un corazón, le preguntó con voz temblorosa:
—¿Qué hace aquí?
Fue en ese momento, y solo entonces, que Mendonça reconoció toda la bajeza de su procedimiento, o para decirlo con más exactitud, la profunda alucinación de su espíritu. Le pareció ver en Margarita a la figura de su propia conciencia, reprobándole tamaña indignidad. El pobre muchacho no trató de disculparse; su respuesta fue sencilla y verdadera.
—Sé que cometí una acción infame —dijo él—, no tenía ningún motivo para hacerlo; estaba loco; ahora me doy cuenta de la magnitud de mi mal. No le pido que me disculpe, doña Margarita; no merezco su perdón; merezco solo su desprecio: ¡adiós!
—Comprendo, señor —dijo Margarita—, quiere persuadirme por la fuerza del descrédito público cuando no puede obligarme por el corazón. No es de caballeros.
—¡Oh, no!… le juro que esa no fue mi intención…
Margarita cayó en una silla; parecía llorar. Mendonça dio un paso para entrar, ya que hasta entonces no se había movido de la puerta; Margarita alzó los ojos cubiertos de lágrimas y, con un gesto imperioso, le indicó que saliese.
Mendonça obedeció; ni el uno ni el otro durmieron esa noche. Ambos se curvaban bajo el peso de la vergüenza; pero, para honra de Mendonça, el suyo era mayor que el de ella, ya que el dolor de la muchacha estaba lejos de alcanzar la intensidad del remordimiento del médico.
VIII
Al día siguiente estaba Mendonça fumando un puro tras otro, de esos que reservaba para las ocasiones especiales, cuando un carruaje se detuvo ante la puerta de su casa. Minutos después se apeaba de él la madre de Jorge. La visita, al médico, le pareció de mal agüero. Pero apenas la anciana hubo entrado, su recelo se disipó.
—Creo —dijo doña Antonia— que mi edad me permite visitar a un hombre soltero.
Mendonça trató de responder a la broma con una sonrisa pero no pudo. Invitó a la buena señora a sentarse, y se sentó él también esperando que ella le explicase los motivos de la visita.
—Ayer le escribí —dijo ella— para que fuese a verme hoy; preferí venir hasta aquí, temiendo que por algún motivo no se decidiese usted a ir a Mata-Cavalos.
—¿Quería encargarme algo?
—En absoluto —respondió la anciana sonriendo—, le hablaba de un encargo como podría haberlo hecho de cualquier otra cosa; lo que deseo es informarlo.
—¿Informarme?
—¿Sabe quién tuvo que guardar reposo hoy?
—¿Doña Margarita?
—Así es; amaneció un poco decaída; dijo que pasó una mala noche. Yo creo que sé cuál es la razón de ello —agregó doña Antonia sonriendo con picardía a Mendonça.
—¿Y cuál le parece que es la razón? —preguntó el médico.
—¿Acaso no se da cuenta?
—No.
—Margarita lo ama.
Mendonça se levantó de la silla como impulsado por un resorte. La declaración de la tía de la viuda era tan inesperada que al muchacho le pareció estar soñando.
—Lo ama —repitió doña Antonia.
—No creo —respondió Mendonça tras un silencio—. Ha de ser un engaño suyo.
—¡Engaño! —dijo la anciana.
Doña Antonia le contó a Mendonça que, intrigada por las vigilias de Margarita, quiso conocer su causa y descubrió en la habitación de la muchacha un diario de impresiones, escrito por ella, a imitación de no sé cuántas heroínas de novelas; ahí había leído la verdad que acababa de decirle.
—¿Pero si me ama —observó Mendonça, sintiendo que un mundo de esperanzas inundaba su alma—, si me ama, por qué rechaza mi corazón?
—El diario lo explica, se lo aseguro. Margarita fue infeliz en su matrimonio; el marido no aspiró a otra cosa que a gozar de su riqueza; Margarita adquirió la certeza de que nunca sería amada por lo que ella era sino por los bienes que poseía; atribuye a la codicia todo amor que despierta. ¿Se da cuenta?
Mendonça protestó, desconfiado.
—Es inútil que insista —dijo doña Antonia—, yo creo en la sinceridad de su afecto; hace ya mucho que lo percibí; pero ¿cómo convencer a un corazón desconfiado?
—No lo sé.
—Ni yo —dijo la anciana—, pero para eso vine hasta aquí; le ruego que vea qué puede hacer para que mi Margarita vuelva a ser feliz, si es que en algo puede influir el amor que usted le tiene.
—Creo que es imposible…
Mendonça estuvo tentado de contar a doña Antonia el episodio de la víspera; pero se arrepintió a tiempo.
Doña Antonia se fue poco después.
La situación de Mendonça, que por un lado se había vuelto más clara, por otro era más compleja que antes. Todavía era posible intentar algo antes del episodio de la habitación; pero tras él, Mendonça consideraba imposible lograr nada.
La indisposición de Margarita duró dos días, al final de los cuales la viuda abandonó la cama y la primera cosa que hizo fue escribir a Mendonça pidiéndole que fuese a verla.
A Mendonça la invitación le sorprendió profundamente y concurrió de inmediato a la casa de la muchacha.
—Después de lo que sucedió hace tres días —le dijo Margarita—, comprenderá usted que no puedo permanecer expuesta a la maledicencia… Usted dice que me ama: pues bien, nuestro casamiento es inevitable.
¡Inevitable! La palabra amargó al médico, que por lo demás no podía negarse a una medida conciliatoria. Recordaba, al mismo tiempo, que era amado; y si bien esa idea le sonreía a su espíritu, otra venía a disipar ese instantáneo placer, y era la desconfianza que Margarita nutría a su respecto.
—Estoy a sus órdenes —respondió él.
Se sorprendió doña Antonia la prontitud con que se resolvió el casamiento, cuando Margarita se lo anunció ese mismo día. Supuso que el muchacho había realizado un milagro. Tiempo después notó que los novios tenían más cara de entierro que de casamiento. Interrogó a la sobrina acerca de ello; obtuvo una respuesta evasiva.
Fue modesta y reservada la ceremonia del casamiento. Andrade ofició de padrino, doña Antonia de madrina; Jorge le habló en el Alcázar a un cura amigo suyo para que celebrara la ceremonia.
Doña Antonia quiso que la pareja residiera con ella. Cuando Mendonça estuvo a solas con Margarita le dijo:
—Me casé contigo para salvar tu reputación; no quiero forzar por la fatalidad de las circunstancias a un corazón que no me pertenece. Seré solo y siempre tu amigo; hasta mañana.
Salió Mendonça después de este speech, dejando a Margarita vacilante entre la opinión que tenía de él y la impresión que produjeron sus recientes palabras.
No había situación más singular que la de estos cónyuges separados por una quimera. El día más hermoso se convertía para ellos en un día de desgracia y soledad; la formalidad del casamiento fue simplemente el preludio del divorcio más completo. Menos escepticismo por parte de Margarita, más caballerosidad por parte del muchacho, hubieran evitado el desenlace sombrío de aquella comedia del corazón. Vale más imaginar que describir las torturas de aquella noche de casados.
Pero aquello que el espíritu del hombre no logra derrotar, ha de vencerlo el tiempo, a quien cabe la razón final. El tiempo persuadió a Margarita de que su suspicacia era gratuita; y, coincidiendo con él su corazón, pudo consumarse el casamiento recientemente celebrado.
Andrade ignoró todo esto; cada vez que encontraba a Mendonça, lo llamaba Colón del amor; tenía Andrade la manía de toda persona a quien las ideas se le ocurren trimestralmente; apenas daba con alguna más o menos ingeniosa, la repetía hasta la saciedad.
Los dos esposos son todavía novios y prometen serlo hasta la muerte. Andrade se metió en la diplomacia y se perfila como uno de los luceros de nuestra representación internacional. Jorge sigue siendo un incurable farrista; doña Antonia se prepara para despedirse del mundo.
En cuanto a Miss Dollar, causa indirecta de todos estos sucesos, un día, al salir a la calle, fue atropellada por un carruaje; falleció poco después. Margarita no pudo retener algunas lágrimas por la noble perrita; el cuerpo fue enterrado en la quinta familiar, a la sombra de un naranjo; cubre la sepultura una lápida con esta simple inscripción: A Miss Dollar.
Fin
J. M. Machado de Assis. (Brasil, 1839-1908) Narrador, poeta y ensayista brasileño, considerado uno de los grandes maestros de la literatura de su país. Nació en Río de Janeiro y era de ascendencia africana y portuguesa. Empezó a trabajar a los 17 años de aprendiz en una imprenta y comenzó a escribir en su tiempo libre. En 1869 era ya un escritor valorado. Sus obras más famosas están enraizadas en la tradición europea; sus estudios psicológicos, en su mayoría enmarcados en Río, tienen un tono pesimista urbano aliviado por su ingenio irónico en contraste con el estilo romántico y el énfasis regionalista y nacionalista predominante en la narrativa brasileña de aquel tiempo. En 1896, Machado de Assis fundó la Academia Brasileña de las Letras, y fue su presidente hasta su muerte.
Memorias póstumas de Brás Cubas (1881) es una narración en primera persona, en la que utiliza técnicas de asociación libre. Otras novelas importantes son:Quincas Borba(1891), Dom Casmurro (1900), estudio despiadado de los celos, considerada la obra maestra de Assis, y su última novela, otro relato en primera persona, Diario de Aires (1908). Se le considera un maestro del relato breve y también escribió poesía, ensayos y crítica literaria.