María Concepción
María Concepción andaba cautelosamente, manteniéndose en el centro del blanco camino polvoriento, donde las espinas del maguey y las traicioneras púas curvas de los cactus eran menos abundantes. Habría disfrutado de un momento de descanso en la sombra oscura junto al camino, pero no podía perder tiempo quitándose espinas de cactus de los pies. Juan y su jefe estarían ya esperando la comida en las húmedas zanjas de la ciudad enterrada.
Llevaba casi una docena de gallinas vivas colgadas del hombro derecho, atadas por las patas. La mitad caía sobre su espalda, en precario equilibrio con las que pendían sobre su pecho. Las patas entumecidas e hinchadas de los animales le rozaban el cuello; las gallinas retorcían sus ojos pasmados y le escudriñaban inquisitivamente la cara. Ella no las veía ni pensaba en ellas. Sentía cansancio en el brazo izquierdo por el peso de la cesta de la comida y tenía hambre después de una larga mañana de trabajo.
Su recta espalda se bosquejaba con firmeza bajo el limpio rebozo de algodón de un azul intenso. Una serenidad instintiva suavizaba sus ojos negros y almendrados, muy separados y un tanto oblicuos. Caminaba con la libre, espontánea y contenida naturalidad de la mujer primitiva que lleva un niño en el vientre. Su cuerpo era grácil y la vida que en él crecía no lo distorsionaba, sino que le daba las correctas e inevitables proporciones de mujer. Se sentía enteramente satisfecha. Su marido estaba trabajando y ella iba al mercado a vender las gallinas.
Su casita se encontraba en la ladera de una colina poco elevada, bajo un monte de pimenteros, cercada por un muro de cactus en el lado del linde del camino. Bajó al valle, dividido por el estrecho riachuelo, cruzó un puente de piedras sueltas cercano a la cabaña donde María Rosa, la colmenera, vivía con su vieja madrina Lupe, la curandera. María Concepción no tenía fe en los huesos de lechuza carbonizados, la piel de conejo chamuscada, las entrañas de gato, las porquerías ni los ungüentos que Lupe vendía a los enfermos del pueblo. Era una buena cristiana y tomaba sencillas infusiones de hierbas para los dolores de cabeza o de estómago, o adquiría sus medicamentos embotellados, cuyo prospecto impreso no sabía leer, en la farmacia próxima al mercado de la ciudad, adonde iba casi a diario. De todos modos, solía comprar algún tarro de miel a la joven María Rosa, una hermosa y tímida niña de sólo quince años.
María Concepción y su marido, Juan Villegas, tenían poco más de dieciocho años. Ella gozaba de buena reputación entre el vecindario, que la consideraba una mujer enérgica, religiosa y hábil en el regateo. Todos sabían que si deseaba comprar un rebozo nuevo o una camisa para Juan, era capaz de soltar una talega de monedas de plata de ley para adquirirlos.
Hacía aproximadamente un año había pagado la licencia, el poderoso trocito de papel timbrado que permite a la gente casarse en la iglesia. Había dado dinero al sacerdote antes de que ella y Juan avanzaran juntos hasta el altar, el lunes siguiente a la Semana Santa. Fue una aventura para los habitantes del pueblo el concurrir durante tres domingos seguidos a escuchar las amonestaciones leídas por el cura sobre Juan de Dios Villegas y María Concepción Manríquez, quienes iban a casarse en la iglesia, en vez de hacerlo detrás de esta, como era la costumbre, más barata y tan vinculante como cualquier ceremonia. Pero María Concepción siempre fue tan orgullosa como la propietaria de una hacienda.
Se detuvo en el puente y hundió los pies en el agua; dejó descansar los ojos de los rayos del sol con la vista perdida por las lejanas montañas, de un azul profundo bajo el grosor de nubes en suspensión, y entonces sintió el antojo de una pasta de miel fresca. El delicioso aroma de las abejas, su lento y conmovedor zumbido, despertaron en ella el agradable deseo de una hojuela de dulzura en la boca.
«Si no me la como ahora, mi criatura saldrá con una mancha», pensó, espiando a través de las grietas del espeso seto de cactus que se elevaban desnudos, como hojas de cuchillos desenvainadas que cercasen protectoras el pequeño claro. El lugar estaba tan silencioso que dudó de que María Rosa y Lupe estuvieran en casa.
La pobre choza de juncos de mimbre y de haces de maíz secos, atados a altos retoños hincados en la tierra, techada con hojas de maguey amarillentas, aplanadas y entrecruzadas como ripias, se encorvaba perezosa y fragante en el calor del mediodía. Las colmenas, de similar construcción, estaban diseminadas por la parte posterior del claro, como pequeños montículos de limpios restos vegetales. Sobre cada montículo pendía un polvoriento y dorado resplandor de abejas.
Una clara y alegre carcajada surgió de detrás de la cabaña; la siguió una fugaz risa de hombre. «¡Ah, ja, ja, ja, ja!», subían y bajaban juntas las voces, como en una canción.
—¡Así que María Rosa tiene un hombre! —María Concepción se detuvo de golpe, sonriendo, protegiendo sus ojos con la mano para ver mejor a través de los huecos del seto.
María Rosa correteaba de un lado para otro entre las colmenas; al levantar las rodillas para dar ligeros saltos, mirando hacia atrás y riendo temblorosa y emocionada a su paso rompió dos jazmines enanos. Al correr un pesado jarro, que pendía de su muñeca por el asa, le iba golpeando los muslos, las puntas de los pies levantaban de pronto montoncitos de polvo y las trenzas enmarañadas le caían sobre los hombros en largos mechones rizados.
Juan Villegas corría tras ella, riendo también de un modo extraño, los dientes apretados, ambas hileras brillando tras el breve y suave bozo negro que le crecía ralo sobre los labios y el mentón, dejando sus mejillas morenas tersas como las de una muchacha. Cuando la atrapó, aferró con tal fuerza su vestido que este cedió y se desgarró por el hombro. Ella dejó de reír, apartó al hombre de un empujón y permaneció en silencio, tratando de subir con una mano la manga arrancada. Su barbilla aguda y su boca rojo oscuro vacilaron por un momento, como si deseara volver a reír; sus largas pestañas negras parpadearon ocultando la luz con rápidos movimientos de sus ojos.
María Concepción no se movió ni respiró durante unos segundos. Tenía la frente fría y, sin embargo, sentía correr agua hirviendo a lo largo de su columna vertebral. Un dolor inexplicable se apoderó de sus rodillas, como si se le hubiesen roto. Temía que Juan y María Rosa notasen sus ojos fijos sobre ellos y la encontraran allí, incapaz de moverse, espiándolos. Pero no salieron del cerco, ni siquiera miraron hacia la brecha abierta en el muro que daba a la carretera.
Juan levantó una de las trenzas deshechas de María Rosa y jugando le golpeó el cuello con ella. La muchacha consintió sonriendo con delicadeza. Retrocedieron juntos, por entre el laberinto de colmenas. María Rosa colocó en equilibrio su jarro sobre una cadera y fue balanceando sus largas y amplias enaguas a cada paso. Juan, moviendo su ancho sombrero atrás y adelante, caminaba orgulloso como un gallo de pelea.
María Concepción salió de la pesada nube que envolvía su cabeza y atenazaba su garganta, y sin darse cuenta se encontró andando, siguiendo el camino, apenas consciente, con un zumbido en los oídos como si todas las abejas de María Rosa hubiesen anidado en su interior. Su estricto sentido del deber la sostuvo en su marcha hacia la ciudad enterrada en la que el jefe de Juan, el arqueólogo estadounidense, descansaba al mediodía y esperaba que ella le llevase la comida.
¡Juan y María Rosa! Toda ella estaba ardiendo, como si una capa de espinas de tuna, crueles como lamas de vidrio, se clavara bajo su piel. Deseaba sentarse en silencio y esperar la muerte, pero después de haber cortado la cabeza de su hombre y de esa muchacha, que reían y se besaban bajo los tallos de maíz. Una vez, cuando era niña, al regresar del mercado encontró su choza quemada, reducida a un montón de cenizas, y sus pocas monedas de plata habían desaparecido. Un oscuro sentimiento de vacío la había embargado; siguió dando vueltas por el lugar, sin dar crédito a lo que veía, esperando que todo recobrara su forma ante ella, pero todo había desaparecido y, aunque sabía que era obra de un enemigo, no podía averiguar quién era y sólo le quedaba maldecir y amenazar al aire. Ahora era peor, pero conocía a su enemiga. ¡María Rosa, esa pecadora desvergonzada! Se oyó a sí misma decir una palabra dura, precisa, acerca de María Rosa, pronunciarla en voz alta, como si esperase la aprobación de alguien: «¡Sí, es una puta! No tiene derecho a vivir».
En aquel momento la cabeza gris, despeinada, de Givens, asomó por el borde de la última zanja que había hecho excavar en su campo. Las largas y profundas grietas en las que un hombre podía permanecer de pie sin ser visto se entrecruzaban como las ordenadas hendiduras de un escalpelo gigante. Casi todos los hombres de la población trabajaban para Givens ayudándolo a descubrir la ciudad perdida de sus antepasados. Trabajaban durante todo el año, cavando todos los días, avanzaban en su búsqueda de pequeñas cabezas de arcilla, trozos de cerámica y fragmentos de muros pintados que, rotos y llenos de barro como estaban, ya no servían para nada. Ellos mismos podían fabricar otros mejores, completamente sólidos y nuevos, llevarlos a la ciudad y venderlos a los extranjeros a cambio de dinero contante y sonante. Pero el placer que experimentaba el jefe cada vez que descubría uno de esos objetos gastados era un enigma incomprensible. A veces llegaba al extremo de rugir de alegría, y agitando una vasija rota o un cráneo humano por encima de su cabeza llamaba a gritos a su fotógrafo para que fuese a hacerle una foto.
En ese momento apareció y, desde su rostro de viejo, cubierto de profundas arrugas y quemado hasta lucir el color de la tierra roja, sus ojos de joven entusiasta dieron la bienvenida a María Concepción.
—Espero que me hayas traído una tierna y gorda. —Cuando María Concepción, sin decir palabra, se inclinó sobre la zanja él escogió una gallina de entre las que pendían más cerca—. Prepárala para mí, sé buena chica. Yo la asaré.
María Concepción cogió el ave por la cabeza y, en silencio, hundió rápidamente el cuchillo en el pescuezo, separándolo del cuerpo con la despreocupada firmeza que hubiese empleado para arrancar las hojas de una remolacha.
—¡Por Dios, mujer, sí que tienes valor! —dijo Givens, observándola—. Yo no soy capaz de hacerlo. Me da escalofríos.
—Soy de Guadalajara —explicó María Concepción, sin bravuconería, mientras destripaba el ave.
Se detuvo y contempló con condescendencia a Givens, aquel divertido hombre blanco que no tenía mujer propia que le cocinara, y que, además, no parecía perder ni un ápice de dignidad por prepararse la comida. En cuclillas, con los ojos entornados, la nariz fruncida para evitar el humo, hacía girar minuciosamente sobre el fuego la gallina ensartada en un palo. Hombre misterioso, indudablemente rico y jefe de Juan; alguien, por lo tanto, a quien respetar, a quien tener contento.
—Las tortillas están recién hechas y calientes, señor —murmuró con amabilidad—. Con su permiso, voy al mercado.
—Sí, sí, vete. Tráeme otra igual mañana.
Givens volvió la cabeza para mirarla de nuevo. La grandeza de las maneras de María Concepción le recordaba, a veces, a la realeza en el exilio. Advirtió la desacostumbrada palidez del rostro de la muchacha.
—El sol es demasiado fuerte, ¿no? —preguntó.
—Sí, señor. Perdóneme, pero ¿Juan llegará pronto?
—Ya debería estar aquí. Deja su comida. Los otros se la comerán.
Ella emprendió su camino; el azul de su rebozo se convirtió en una mancha que bailaba sobre las ondas de calor que se levantaban del suelo gris rojizo. A Givens le gustaban más los indios en las ocasiones en que podía sentir una indulgencia paternal ante su talante primitivo e infantil. Contaba historias divertidas acerca de las escapadas de Juan, de las numerosas ocasiones en que le había salvado, en los últimos cinco años, de ir a la cárcel y hasta de que le pegaran un tiro a causa de sus variadas y siempre inesperadas fechorías.
«No pasa un minuto y ya tengo que sacarlo de un lío u otro —diría—. Bueno, es un buen trabajador y sé cómo manejarlo.»
Después de la boda de Juan, solía reprocharle con un tono de condescendencia todas las veces en que le era infiel a María Concepción. «Te descubrirá y, entonces, ¡que Dios te ayude!», le gustaba decirle, y Juan reía con inmenso placer.
A María Concepción no se le pasó por la cabeza decirle a Juan que le había descubierto. A lo largo del día su ira contra él fue disminuyendo, pero la rabia contra María Rosa creció. Se decía a sí misma: «Cuando yo era una muchachita como María Rosa, si un hombre me hubiese tomado así, le habría roto la jarra en la cabeza». Había olvidado por completo que su resistencia había sido aún menor que la de María Rosa el día en que Juan la tomó por primera vez. Además, después se casó con ella por la iglesia, lo que hizo que todo fuera muy diferente.
Aquella noche Juan no regresó a casa, sino que se fue a la guerra y María Rosa partió con él. Juan llevaba un rifle al hombro y dos revólveres al cinto. María Rosa también llevaba un rifle a la espalda, junto a las mantas y las ollas. En el campo se unieron al destacamento de tropas más cercano, y María Rosa marchó a la cabeza, con el batallón de experimentadas mujeres guerreras que caían como langostas sobre los cultivos, consiguiendo provisiones para el ejército. Cocinaba con ellas y también comía con ellas lo que quedaba cuando los hombres terminaban de comer. Después de cada batalla, salía al campo con las demás a recuperar la ropa, la munición y las armas de los muertos, antes de que los cadáveres comenzaran a hincharse por el calor. En las ocasiones en que se encontraban con las mujeres del otro ejército, tenía lugar una segunda batalla tan encarnizada como la primera.
En el pueblo no hubo mucho escándalo. Los vecinos se encogieron de hombros y se sonrieron. Era mucho mejor que se hubieran marchado. Se rumoreaba que María Rosa estaba más segura en el ejército que en el pueblo con María Concepción.
María Concepción no lloró cuando Juan la dejó y, cuando el bebé nació y murió a los cuatro días, tampoco lloró.
—Es una auténtica piedra —dijo la vieja Lupe, que fue a verla y le ofreció sortilegios para salvar al bebé.
—Púdrete en el infierno con tus brujerías —dijo María Concepción.
Si no hubiera ido con tanta frecuencia a la iglesia, donde encendía velas a los santos, se arrodillaba con los brazos abiertos en cruz durante horas y recibía la santa comunión cada mes, se habría dicho que estaba poseída por el diablo, con el rostro totalmente transfigurado y la mirada perdida, pero eso era imposible porque, después de todo, la había casado el sacerdote. Debía de ser, razonaban, que estaba siendo castigada por su orgullo. Decidieron que esa era la verdadera causa de todo: en definitiva, era demasiado orgullosa. Se apiadaron de ella.
Durante el año en que Juan y María Rosa estuvieron ausentes, María Concepción vendió sus aves de corral, cuidó su huerto, y su talega de monedas de ley se engrosó. Lupe no tenía talento para las abejas y las colmenas no iban adelante. Comenzó a maldecir a María Rosa por su fuga y a alabar a María Concepción por su conducta. Solía ver a María Concepción en el mercado o en la iglesia, y siempre decía que al mirarla nadie podría imaginar que era una mujer con una pena tan grande.
«Ruego a Dios que todo le vaya bien a María Concepción de ahora en adelante —decía—, porque ya ha tenido todos los problemas que le correspondían.»
Cuando algún frívolo repitió esas palabras a la mujer abandonada, esta fue a casa de Lupe, se detuvo en el claro y gritó a la curandera, que estaba sentada en el vano de la puerta, mezclando los ingredientes de su infalible cura para las llagas:
—Guarda tus plegarias para ti misma, Lupe, u ofrécelas a quien las necesite. Yo pediré a Dios lo que quiera en este mundo.
—¿Y crees que lo obtendrás, María Concepción? —preguntó Lupe, riendo cruelmente con disimulo y oliendo la cuchara de madera con la que revolvía—. ¿Le has pedido lo que tienes?
Después de aquello, todo el mundo se dio cuenta de que María Concepción iba más a menudo a la iglesia y menos al pueblo a conversar con las otras mujeres que se sentaban en el bordillo, alimentando a sus bebés y comiendo fruta, al finalizar el día de mercado.
«Se equivoca al tomarnos por enemigas —decía la vieja Soledad, que era una pensadora y solía hacer las veces de conciliadora—. Todas las mujeres tenemos esos problemas. Así que deberíamos acompañarnos en el sufrimiento.»
Pero María Concepción vivía sola. Estaba demacrada, como si algo la estuviera royendo por dentro, tenía los ojos hundidos y si podía evitarlo no decía una palabra. Trabajaba más que nunca, rara vez abandonaba el cuchillo de matanza.
Juan y María Rosa, asqueados de la vida militar, volvieron un día sin pedir permiso a nadie. El campo de batalla se había desplegado como un largo rodillo de vejaciones hasta el último combate, que tuvo lugar a unos cincuenta kilómetros del pueblo de Juan. Así que él y María Rosa, ahora flaca como un lobo, con el peso de un niño que podía nacer en cualquier momento, aprovecharon para abandonar el regimiento sin despedirse y se encaminaron hacia casa.
Llegaron una mañana rayando el alba. Juan fue avistado por un grupo de la policía militar desde las pequeñas barracas de la entrada del pueblo, que lo condujo a prisión, donde el oficial de guardia le dijo, con una jovialidad impersonal, que a la mañana siguiente se uniría a un grupo de diez hombres que iban a ser fusilados por de María Rosa, tras gritar y caer de bruces en el camino, fue arrastrada por las axilas por dos guardias, que con energía la llevaron a su choza, ya tristemente derruida. Lupe la recibió con interés profesional y enseguida ayudó al bebé a nacer.
Cojeando por el dolor de pies, con una capa de polvo cubriendo sus finas ropas nuevas, que nadie sabía cómo había conseguido, Juan compareció ante el capitán en las barracas. El capitán le reconoció como excavador de su buen amigo Givens, a quien envió una nota que decía lo siguiente: «Tengo detenido a Juan Villegas, a la espera de su ulterior decisión».
Cuando Givens se dejó caer por allí, le entregaron a Juan con la orden tajante de que no se hiciera pública tan humana y razonable operación de la autoridad militar.
Juan salió del sofocante ambiente del consejo de guerra con un aire inequívocamente arrogante. Su sombrero, de dimensiones excesivas y bordado con hilo de plata, le caía ladeado sobre una ceja sujeto por detrás mediante un cordón de plata rematado con borlas de un azul vivo. Llevaba una camisa de cuadros verdes y negros, y sujetaba sus pantalones de algodón blanco con un cinturón de piel amarilla con incrustaciones en rojo. Tenía los pies desnudos, llenos de magulladuras causadas por las piedras y lastimados hasta las uñas. Retiró el cigarrillo de la comisura de los gruesos labios de su boca ancha. Se quitó el espléndido sombrero. Su polvoriento pelo negro, pegado por el sudor a la frente, se levantó de pronto como paja turbia sobre la coronilla. Hizo una reverencia al oficial, quien parecía estar contemplando el vacío. Alzó el brazo, con el que describió un amplio círculo, dirigido a la ventana de la prisión, donde cabezas desamparadas asomaban sobre el alféizar, siguiendo con los ojos enrojecidos al afortunado que partía. Dos o tres de las cabezas saludaron con un gesto y media docena de manos se agitaron en el aire, en un esfuerzo por imitar el propio ademán despreocupado y embriagador de quien partía.
Juan mantuvo esa insufrible pantomima hasta pasar el primer grupo de cactus. Entonces tomó la mano de Givens y rompió a —¡Alabado sea el día en que su sirviente Juan Villegas cayó bajo sus ojos! Desde hoy mi vida le pertenece incondicionalmente. ¡Diez mil gracias con todo mi corazón!
—Por el amor de Dios, ¡deja de hacer el tonto! —dijo Givens, irritado—. Algún día llegaré cinco minutos tarde.
—Bueno, morir de un tiro no es para tanto, mi jefe. Sin duda usted sabe que yo no tenía miedo, pero ser fusilado con un rebaño de desertores, contra un muro helado, justo en el momento de mi vuelta a casa, por orden de aquel…
Brillantes epítetos se derramaron uno tras otro como explosiones de un cohete. Todas las escandalosas analogías de los mundos animal y vegetal fueron aplicadas de una manera realista, única y personal a la vida, los amores y la historia familiar del oficial que acababa de ponerlo en libertad. Cuando hubo maldecido hasta vaciarse, se tranquilizó y añadió:
—¡Con su permiso, mi jefe!
—¿Qué dirá María Concepción de todo esto? —preguntó Givens—. Para ser un hombre que se ha casado por la iglesia eres muy informal, Juan.
Juan se puso el sombrero.
—¡Oh, María Concepción! No tiene importancia. Mire, mi jefe, estar casado por la iglesia es una gran desgracia para un hombre. Después de eso, ya no vuelve a ser el que era. ¿De qué puede quejarse esa mujer si ni siquiera en las fiestas bebo lo bastante para emborracharme de verdad? No le pego nunca, jamás. Estamos siempre en paz. Le digo: Ven aquí, y ella viene enseguida. Le digo: Ve allí, y ella va a toda prisa. Sin embargo, a veces, la miraba y pensaba: ahora estoy casado con esta mujer por la iglesia, y sentía un hundimiento dentro de mí, como si tuviera algo pesado en el estómago. Con María Rosa todo es diferente. No es silenciosa, habla. Cuando habla demasiado, le doy una bofetada y le digo: ¡Silencio, estúpida!, y ella llora. Es una muchacha con la que hago lo que quiero. ¿Sabe usted cómo cuidaba aquellas abejitas tan puras en sus colmenas? Para mí, ella es tan dulce como su miel. Lo juro. No haría daño a María Concepción porque estamos casados por la iglesia, pero tampoco, mi jefe, dejaré a María Rosa, porque es la mujer que más me gusta.
—Te diré, Juan, que las cosas no han ido tan bien como crees. Ten cuidado. Un día María Concepción te cortará la cabeza con ese cuchillo de trinchar que tiene. Tenlo presente.
La expresión de Juan era una apropiada mezcla de triunfo masculino y melancolía sentimental. Le agradaba verse en el papel de héroe de dos mujeres tan deseables. Acababa de escapar a la amenaza de un final desagradable. Sus ropas, nuevas y elegantes, no le habían costado nada. María Rosa las había ido recogiendo para él, por aquí y por allá, después de las batallas. Caminaba bajo el primer sol, aspirando los buenos aromas de los higos de cactus maduros, los melocotones, los melones, las picantes bayas de los pimientos y el humo de su cigarrillo bajo la nariz. Iba hacia la vida civil con su paciente jefe. Su situación era inefablemente perfecta y él la engullía entera.
—Mi jefe —se dirigió a Givens con soltura, como un hombre de mundo a otro—, las mujeres son buena cosa, pero no en este momento. Con su permiso, ahora iré al pueblo a comer. ¡Dios mío, cómo voy a comer! Mañana por la mañana muy temprano iré a la ciudad enterrada y trabajaré por siete hombres. Olvidemos a María Concepción y a María Rosa. Cada una en su lugar. Cuando llegue el momento me las arreglaré con ellas.
Los detalles de la aventura de Juan se difundieron pronto y durante toda la mañana estuvo rodeado de amigos. Elogiaban francamente su modo de dejar el ejército. En sí misma era la acción de un héroe. El nuevo héroe comió muchísimo y bebió un poco, pues el motivo era mucho más importante que un día de fiesta. Ya era casi mediodía cuando fue a visitar a María Rosa.
La encontró sentada en un colchón de paja limpio, frotando con manteca a su hijo de tres horas. Ante esa feliz visión, las emociones atraparon a Juan hasta tal punto que regresó al pueblo e invitó a todos los hombres que había en la pulquería Muerte y Resurrección a beber con él.
Habiéndose despedido así de su sobriedad, emprendió su camino de retorno hacia la casa de María Rosa, pero inexplicablemente apareció en su propia casa, intentando golpear a María Concepción como forma de volver a ocupar su legítimo hogar.
María Concepción, que conocía todos los acontecimientos de aquel desafortunado día, no se sentía complaciente y se negó a ser golpeada. No gritó ni imploró; se mantuvo en su terreno y resistió, hasta llegó a pegarle a él. Juan, asombrado, apenas consciente de lo que hacía, retrocedió y la observó con mirada inquisitiva a través de una película que parecía haberse colocado detrás de sus ojos y que giraba lentamente. En realidad, ni siquiera había pensado en tocarla. Oh, bueno, no había hecho ningún daño. Cedió, se volvió y salió, dominado por el sueño. Cayó con delicadeza en un rincón sombreado y se echó a roncar.
María Concepción, al verle quieto, comenzó a atar las patas de sus aves. Era día de mercado y se le hacía tarde. Apresurada, no prestó atención y enredó los trozos de cuerda y atravesó los campos arados en vez de tomar el camino de siempre. Corrió loca de miedo dando traspiés. De vez en cuando se detenía y miraba a su alrededor, tratando de situarse, para dar unos pocos pasos después, y así hasta que comprendió que no iba hacia el mercado.
Enseguida recobró por completo la calma, reconoció lo que tanto la alteraba, estaba segura de lo que quería. Se sentó tranquilamente al amparo de un arbusto espinoso y se dejó sentir aquel dolor suyo que no por antiguo le resultaba menos acuciante. Lo que durante tanto tiempo había atenazado todo su cuerpo, convirtiéndolo en un apretado y callado nudo de sufrimiento, estalló de pronto con espantosa violencia. María Concepción saltó, en el involuntario retroceso de quien recibe un golpe, y el sudor brotó de su piel como si las heridas de toda su vida vertiesen su icor salado. Cubriéndose la cabeza con el rebozo, bajó la frente hasta las rodillas dobladas y quedó inmóvil en un silencio sepulcral. De vez en cuando levantaba la cabeza, su frente no paraba de exudar y el sudor le caía por el rostro, mojándole la pechera de la camisa, y su boca continuaba abierta como si fuera a gritar, pero no hubo lágrimas ni sonidos. Todo su ser era una oscura memoria confusa de la pena que ardía en ella por la noche, de la ira mortal y desconcertante que la devoraba durante el día, hasta que su propia lengua le sabía amarga y los pies le pesaban como si estuviera hundida en los caminos fangosos durante la estación de las lluvias.
Al cabo de un largo rato se levantó, se quitó el rebozo de la cara y echó a andar de nuevo.
Juan fue despertando lentamente, con largos bostezos y quejidos, alternados con recaídas breves en un sueño plagado de visiones y voces. Una vaga sensación de luz naranja abrasó sus ojos cuando trató de despegar los párpados. De algún sitio llegaba una voz queda, de alguien que lloraba sin lágrimas, repitiendo una y otra vez frases sin sentido. Prestó atención. Tiró de la cuerda de su estupor, se esforzó por comprender aquellas palabras que le aterrorizaban aun cuando no alcanzase a oírlas con claridad. Entonces despertó con espantosa brusquedad, se sentó y miró fijamente los confines del horizonte, una afilada línea de luz del bajo sol poniente, que se filtraba por las paredes que formaban los cascabillos de trigo.
María Concepción se detuvo en la puerta, y a los ojos empañados de Juan le pareció alta. Hablaba deprisa y pronunció su nombre. Entonces la distinguió con toda claridad.
«¡En nombre de Dios! —dijo Juan, helado hasta los huesos—. ¡Estoy ante mi muerte!», puesto que ella blandía en la mano el largo cuchillo que solía llevar en la cintura. Sin embargo, lo arrojó a un lado, lejos de sí, se arrodilló, avanzó a gatas hacia él, tal como la había visto muchas veces arrastrarse hacia el santuario en la villa de Guadalupe. La miró aproximarse con tal horror que el pelo de la cabeza pareció ponérsele de punta. Cayendo sobre su rostro, ella se acurrucó a su lado, moviendo los labios en un susurro fantasmal. Sus palabras se hicieron claras y Juan las entendió todas.
Durante un segundo, no fue capaz de moverse ni de hablar. Luego tomó la cabeza de ella entre sus manos y la mantuvo así, diciendo a todo correr, alentando ansioso, casi en un murmullo:
—Oh, tú, ¡pobre criatura! ¡Oh, mujer loca! ¡Oh, mi María Concepción, infortunada! Escucha… No tengas miedo. ¡Escúchame! ¡Te esconderé de ellos! ¡Yo, tu hombre, te protegeré de ellos! ¡Tranquila! ¡No hagas ruido!
Tratando de sosegarse, la sostuvo, maldiciendo por lo bajo durante unos momentos en la creciente oscuridad. María Concepción se agachó, con el rostro casi en el suelo y los pies doblados bajo el cuerpo, como escondiéndose detrás de él. Por primera vez en su vida, Juan era consciente de un peligro. Allí estaba el peligro. María Concepción podría ser llevada por la fuerza, entre dos gendarmes, aunque él la siguiera, impotente y desarmado, tal vez a pasar el resto de sus días en la prisión de Belén. ¡Peligro! La noche hervía de amenazas. Se puso en pie y la obligó a levantarse. Ella, callada y completamente rígida, se aferraba a él con fuerza irresistible, atenazándole los brazos con las manos.
—Dame el cuchillo —le dijo él en un susurro.
Ella obedeció, deslizando los pies sobre el suelo de tierra dura, con los hombros erguidos y los brazos pegados a su cuerpo. Él encendió una vela. María Concepción le tendió el cuchillo. Estaba manchado y oscuro hasta el mango con sangre seca.
La miró severo frunciendo el entrecejo, al advertir las mismas manchas en la camisa y en las manos.
—Quítate la ropa y lávate las manos —ordenó.
Él limpió el cuchillo cuidadosamente y arrojó el agua lejos de la entrada. Ella lo observó e hizo lo mismo con la palangana en que se —Enciende el brasero y cocina algo para mí —le dijo Juan en el mismo tono perentorio.
Cogió las prendas de María Concepción y salió. Cuando volvió, la mujer llevaba un viejo vestido sucio y avivaba con su abanico el fuego en el brasero de carbón. Sentado con las piernas cruzadas cerca de ella, la observó como a una criatura desconocida para él, que le desconcertaba totalmente y para la cual no había explicación posible. Ella no volvió la cabeza, sino que permaneció callada y quieta, salvo por los movimientos de sus fuertes manos al avivar las llamas, que arrojaban chispas y una pequeña humareda blanca, resplandeciendo y muriendo de manera rítmica con los desplazamientos del abanico, iluminando y oscureciendo sucesivamente su rostro.
La voz de Juan apenas alteró el silencio:
—Escúchame con atención y dime la verdad, para que cuando los gendarmes vengan por nosotros, no tengas nada que temer. Pero tendremos que aclarar esto después.
La luz del brasero brilló en los ojos de ella; una fosforescencia amarillenta relumbró detrás de su iris oscuro.
—Para mí, todo está aclarado —respondió, con un tono tan tierno, tan grave y tan cargado de sufrimiento que Juan sintió cómo se le contraían las vísceras.
Deseaba mostrar su arrepentimiento abiertamente, no como un hombre, sino como un niño muy pequeño. No podía penetrar en ella, ni en sí mismo, ni en los misteriosos designios de la vida, que de manera tan repentina llevaban la confusión a donde todo había parecido tan alegre y sencillo. Percibió también que ella se había convertido en alguien inestimable, una mujer sin igual entre un millón de mujeres, pero no sabía decir por qué. Soltó un enorme suspiro que retumbó en su pecho.
—Sí, sí. Todo está aclarado. No volveré a marcharme. Debemos quedamos juntos aquí.
Susurrando, él le hacía preguntas que ella respondía susurrando también, y él repitió sus instrucciones una y otra vez hasta que ella hubo aprendido su lección de memoria. La hostil oscuridad de la noche les invadió, fluyendo por encima del estrecho umbral, ocupando sus corazones. Trajo consigo suspiros y murmullos, el paso furtivo de pies sigilosos por el sendero, el agudo staccato del viento al pasar quejándose por entre los tallos de cactus. Todas aquellas cadencias familiares que antaño habían sido tan agradables, estaban investidas de siniestro terror; un pavor informe, incontrolable, hizo presa de ambos.
—Enciende otra vela —dijo Juan en voz alta, con un tono demasiado resuelto, demasiado cortante—. Ahora, comamos.
Se sentaron el uno frente al otro y comieron del mismo plato, según su vieja costumbre. Ninguno saboreaba lo que comía. A punto de llevarse un trozo de comida a la boca, Juan se detuvo a escuchar. El sonido de voces se fue elevando, se extendió, aumentó en la curva del sendero que bordeaba el seto de cactus. Una lluvia de luz de linterna atravesó el seto, una única voz rasgó la tiniebla, desgarró la frágil capa de silencio suspendida sobre la cabaña.
—¡Juan Villegas!
—¡Pasen, amigos! —gritó a su vez Juan alegremente.
En la entrada se detuvieron sencillos y prudentes gendarmes del pueblo, ellos mismos mestizos, cuya simpatía por los indígenas era bien conocida por todos. Encendieron las linternas con el tacto de quien pide disculpas ante la agradable e inofensiva escena de un hombre que cena con su mujer.
—Perdón, hermano —dijo el jefe—. Alguien ha matado a la señora María Rosa y tenemos que interrogar a sus vecinos y amigos. —Se detuvo antes de agregar, intentando parecer severo—: ¡Por supuesto!
—¡Por supuesto! —aprobó Juan—. Usted sabe que yo era un buen amigo de María Rosa. Es una mala noticia.
Se marcharon todos juntos, los hombres caminando en un grupo, María Concepción siguiéndolos unos pasos más atrás, cerca de Juan. Nadie hablaba.
Las dos llamas de los cirios de la cabecera de María Rosa se agitaban con inquietud; las sombras se desplazaban y huían sobre las manchadas paredes oscurecidas. Para María Concepción todo en aquella habitación sofocante y opresiva participaba de un desasosiego perverso. Los rostros desvelados de quienes habían sido convocados corno testigos, los rostros de viejos amigos, resultaban extraños por la suspicacia que revelaban sus ojos. Los cordoncillos del rebozo rosa colocado sobre el cadáver no dejaban de moverse, como si lo que cubrían no estuviese completamente en reposo. Sus ojos se apartaron de manera brusca del cuerpo en el ataúd abierto, fueron desde los extremos de los cirios de la cabecera hasta los pies, que sobresalían ligeramente, destacando, en las pequeñas plantas con cicatrices, heridas tortuosas, sin curar, rasguños de espinas y cortes de piedras afiladas. Volvió a mirar la llama de los cirios, la advertencia en los ojos de Juan, a los gendarmes que conversaban entre ellos. Nadie escrutaría sus ojos.
De un salto que la desconcertó, su mirada cayó sobre el rostro de María Rosa, pero en un instante su sangre volvió a fluir con suavidad; no había nada que temer. Ni siquiera la vacilante luz podía dar apariencia de vida a aquel semblante yerto. Estaba muerta. María Concepción sintió que sus músculos se dejaban ganar por la dulzura, su corazón comenzó a latir regularmente sin esfuerzo. No guardó más rencor contra aquella cosa lastimosa que yacía indiferente en su ataúd azul, bajo el fino rebozo de seda. En una mueca de llanto contenido la boca mantenía la sorpresa en su gesto torcido. Sus cejas mostraban angustia; la carne muerta no podía desprenderse de la postura que había adoptado en el último momento de terror. Todo había terminado. María Rosa había comido demasiada miel y había tenido demasiado amor. Ahora debía sentarse en el infierno, llorando por sus pecados y por su brutal muerte por siempre jamás.
La voz cascada de la vieja Lupe se alzó. Había pasado la mañana ayudando a María Rosa y había sido un trabajo duro. El niño había vomitado sangre en el momento de nacer, una mala señal. Entonces pensó que la mala suerte llegaría a la casa. Al atardecer estaba en el patio de detrás de la casa, moliendo tomates y pimientos. Había dejado a la madre y al niño dormidos. Oyó un extraño sonido en la casa, una apagada y sofocada llamada, como de alguien que se lamentara en sueñas. Bueno, esos sonidos no dejan de ser naturales, pero a eso siguió un ligero, rápido, sordo ruido…
—¿Como los golpes de un puño? —interrumpió un oficial.
—No, ni nada parecido.
—¿Cómo lo sabe?
—Conozco muy bien ese sonido, amigos —replicó Lupe—. Era otra cosa.
No sabía cómo describirlo exactamente. Un momento más larde le llegó ruido de guijarros al rodar y deslizarse bajo unos pies; entonces supo que alguien había estado allí y que huía.
—¿Por qué esperó tanto antes de ir a ver?
—Soy vieja y tengo las articulaciones anquilosadas —dijo Lupe—. No puedo perseguir a nadie. Corrí todo lo que pude hasta el seto de cactus, porque es el único sitio por el que puede entrar alguien. No había nadie en el camino, señor, nadie. Tres vacas y un perro que las arreaba, nada más. Cuando fui a ver a María Rosa, estaba tendida, enredada en las sábanas y, desde el cuello hasta la cintura, llena de puñaladas. ¡Una visión que habría conmovido a la misma imagen sagrada! Sus ojos estaban…
—No importa eso. ¿Quién frecuentaba más su casa antes de que ella se marchara? ¿Conoce a sus enemigos?
El rostro de Lupe se congeló, se cerró. Su piel esponjosa se contrajo en una red de calladas arrugas. Volvió unos ojos ausentes y sin expresión hacia los gendarmes.
—Soy una mujer vieja. No veo bien. No puedo darme prisa. No conozco a ningún enemigo de María Rosa. No vi a nadie abandonar el claro.
—¿No oyó chapotear en el arroyo, cerca del puente?
—No, señor.
—¿Por qué, entonces, nuestros perros siguieron un rastro hasta allí y lo perdieron?
—Sólo Dios sabe, amigo mío. Soy una vieja mu…
—Si. ¿Cómo sonaban los pasos?
—¡Como las pisadas de un espíritu maligno!
Lupe rompió a hablar con tal pomposidad de un oráculo que les sobresalió. Los indios se movieron con inquietud, miraron de soslayo a la muerta, luego a Lupe. Casi esperaban que ella materializara al espíritu maligno entre ellos de inmediato.
El gendarme empezó a perder la paciencia.
—No, desgraciada; me refiero a si eran pasos pesados o ligeros. ¿Los pasos de un hombre o los de una mujer? ¿Llevaba esa persona zapatos o iba descalza?
Una mirada al círculo de oyentes convenció a Lupe de toda la atención que había despertado. Le divirtió la peligrosa importancia de su situación. Podía haber arruinado a María Concepción con una palabra, pero era aún más tentador engañar a aquellos gendarmes que vertían a espiar a la gente honrada. Volvió a levantar la voz. No podía describir lo que no había visto, ¡gracias a Dios! Nadie podía castigarla porque sus rodillas estuviesen rígidas y no fuese capaz de correr ni siquiera para atrapar a un asesino. En cuanto a reconocer la diferencia entre pisadas, pies calzados o descalzos, hombre o mujer, más aún, entre demonio y humano, ¿quién había oído jamás tal locura?
—Mis ojos no son oídos, caballeros —terminó en tono grandilocuente—, pero ¡juro sobre mi corazón que aquellos pasos sonaban como las pisadas del espíritu del mal!
—¡Imbécil! —ladró el jefe con voz aguda—. Lleváosla, ¡uno de vosotros! Ahora, Juan Villegas, dime…
Juan contó su historia pacientemente, varias veces. Había vuelto junto a su mujer aquel día. Ella había ido al mercado, como de costumbre. La había ayudado a preparar las aves. Había regresado hacia media tarde, habían conversado, ella había cocinado, habían cenado, no había ningún problema. Entonces, los gendarmes llegaron con la noticia acerca de María Rosa. Eso era todo. Sí, María Rosa había huido con él, pero no había habido rencor entre él y su mujer por ello, ni entre su mujer y María Rosa. Todo el mundo sabía que su esposa era una mujer tranquila.
María Concepción escuchó su propia voz respondiendo sin vacilar ni una sola vez. Era verdad que al comienzo se había disgustado cuando su marido huyó, pero después había dejado de preocuparse por él. Era la manera de ser de los hombres, creía. Ella era una mujer casada por la iglesia y sabía cuál era su lugar. Bueno, él finalmente había vuelto a casa. Ella había ido al mercado, pero había regresado temprano porque tenía que cocinar otra vez para su hombre. Eso era todo.
Otras voces se hicieron oír. Un viejo sin dientes dijo:
—Ella tiene buena reputación entre nosotros, pero María Rosa no la tenía.
Una sonriente madre joven, Anita, con su bebé al pecho, dijo:
—Si nadie lo cree, ¿cómo pueden acusarla? Fue la pérdida de su niño y no la de su marido lo que la cambió tanto.
Y otro:
—María Rosa llevaba una vida extraña, apartada de nosotros. ¿Cómo saber quién pudo haber venido de otro lugar para hacerle darlo?
Y la vieja Soledad habló con audacia:
—Cuando vi a María Concepción en el mercado hoy, le dije: «¡Buena suerte, María Concepción, es un día feliz para ti!» —Y dedicó a María Concepción una larga y serena mirada, con la sonrisa de una mujer sabia de nacimiento.
María Concepción se sintió de pronto protegida, rodeada, animada por sus leales amigos. Rodeándola, hablaban por ella, la defendían, las fuerzas de la vida se alineaban invenciblemente de su lado, contra la muerte denotada. María Rosa había derrochado la parte de fuerza vital que le correspondía, yacía perdida entre ellos. María Concepción miró uno a uno los atentos rostros que la rodeaban. Sus ojos le devolvían seguridad, comprensión, una secreta y enorme solidaridad.
Los gendarmes estaban perplejos. Ellos también sentían aquel muro protector alzarse impenetrable alrededor de ella. Estaban seguros de que era culpable, pero no podían acusarla. Nadie podía ser acusado; no había la menor prueba. Se encogieron de hombros, hicieron chascar los dedos y arrastraron los pies. Bien, pues, buenas noches a todos. Mil perdones por haberles molestado. ¡Salud!
Un pequeño bulto abandonado contra la pared, a la cabecera del ataúd, se retorció como una anguila. Un vagido, una simple astilla de sonido, surgió de él. María Concepción tomó al hijo de María Rosa en sus brazos.
—Es mío —dijo claramente—. Me lo llevaré.
Nadie asintió con palabras, pero un aprobatorio movimiento de cabeza, un escueto aliento de completo acuerdo, se agitó entre ellos mientras le abrían paso.
María Concepción, cargando con el niño, siguió a Juan desde el claro. La choza quedaba atrás, con sus cirios encendidos y una multitud de viejas que velarían toda la noche, bebiendo café, fumando y contando historias de fantasmas.
La exaltación de Juan se había apagado. No quedaba en él ni un rescoldo de emoción. Estaba cansado. La peligrosa aventura había terminado. María Rosa se había desvanecido para no volver jamás. Sus días de marcha, de comida, de pelea y de amor entre batallas habían finalizado. Al día siguiente volvería al pesado e inacabable trabajo, debía descender a las zanjas de la ciudad enterrada del mismo modo que María Rosa debía descender a su tumba. Sintió sus venas llenarse de amargura, de negra e insufrible melancolía. ¡Ay, Jesús, cuánta mala suerte alcanza a en hombre!
Ya no había modo de escapar. Por el momento, sólo pedía dormir. Tenía tamo sueño que a duras penas gobernaba sus pies. El ligero roce ocasional de la mujer en su codo era tan irreal, tan fantasmagórico como el de una hoja contra su cara. No sabía por qué había luchado por salvarla y ahora la olvidaba. No había en él nada, excepto un vasto dolor ciego como una herida oculta.
Entró en la choza y, sin detenerse a encender una vela, se quitó la ropa a toda prisa y se sentó en cuanto cruzó la puerta. Se movía con manos lentas, perezosas, para librar el cuerpo de sus pesadas galas. Con un largo y sonoro suspiro de alivio cayó al suelo boca arriba y se durmió casi al instante, con los brazos laxos y extendidos.
María Concepción, con una jarrita de arcilla en la mano, se aproximó a la delicada cabrita atada a un árbol nuevo, que cedía y se inclinaba cuando el animal tiraba del cabo de la cuerda hasta más allá de las briznas de hierba más alejadas. La cría de la cabra, sujeta poco más allá, se levantó balando, con el plumoso vellón estremecido por el viento fresco. Sentada sobre sus talones, sosteniendo la cuerda, María Concepción le permitió mamar unos momentos. Después —todos sus movimientos eran muy lentos y apacibles— extrajo una provisión de leche para el niño.
Se sentó contra el muro de la casa, cerca de la puerta. Una vez alimentado y dormido, meció al niño en el hueco de sus piernas cruzadas. El silencio dominaba todo, los cielos fluían sin alterarse hacia el borde del valle, la luna sigilosa se deslizó oblicuamente hacia el refugio de las montañas. Se sintió suave y cálida; soñó que el niño recién nacido era suyo y descansó deliciosamente.
María Concepción oía la respiración de Juan. El sonido volaba, sereno, desde el otro lado de la puerta; la casa parecía descansar al cabo de un día agotador. Ella respiraba, también, muy lenta y tranquilamente, y cada inspiración la llenaba de reposo. La ligera y tenue respiración del niño parecía el indefinido sonido de una polilla volando por aquel ambiente plateado. La noche y la tierra a sus pies daban la impresión de henchirse y vaciarse juntas en una respiración ilimitada, lenta, benigna. Se inclinó y cerró los ojos, sintiendo en el interior de su propio cuerpo ese lento elevarse y descender. No sabía qué era, pero la tranquilizó por entero. Aun cuando el sueño la iba ganando, con la cabeza vencida sobre el niño, seguía teniendo conciencia de una felicidad rara y vigilante.
Fin
Katherine Anne Porter. (15 de mayo de 1890 – 18 de septiembre de 1980) fue una influyente escritora estadounidense, periodista, ensayista y activista. Reconocida con el Premio Pulitzer, Porter dejó una huella perdurable en la literatura del siglo XX. Nacida como Catherina Anne Russell Porter en Indian Creek, Texas, se erige como la autora más destacada de Texas y figura clave en la tradición literaria del sur de Estados Unidos.
Porter demostró su destreza literaria a través de novelas y cuentos que exploraban profundos temas humanos. Aunque su novela de 1962, "La nave de los locos", se convirtió en un éxito de ventas en Estados Unidos, fueron sus cuentos los que cosecharon elogios críticos. Su aguda perspicacia le permitió abordar cuestiones oscuras como la traición, la muerte y la raíz de la maldad humana.
Uno de los logros más notables de Porter fue su reconocimiento con el Premio Pulitzer y el National Book Award en 1966 por "The Collected Stories" (Historias Completas), una compilación que reunió sus aclamados cuentos. Su maestría en la narración corta la posicionó como una de las voces literarias más influyentes de su tiempo.
Porter también fue una figura activa en el ámbito periodístico y de la edición, ejerciendo como editora de la sección en inglés de El Heraldo de México. Además de su éxito editorial, su influencia se extendió a nivel internacional, y fue nominada tres veces al Premio Nobel de Literatura.
En resumen, Katherine Anne Porter fue una destacada escritora estadounidense cuyas obras cautivaron a la crítica y al público por igual. Su aguda exploración de temas humanos oscuros y su dominio de la narrativa corta la han asegurado un lugar duradero en la literatura moderna.