Capítulo I
Mi historia comienza el día después de la feria de Doune. El negocio había estado animado. Vinieron varios tratantes desde los condados del norte y centro de Inglaterra, y el dinero inglés había corrido con tanta animación y abundancia que a los ganaderos de las Tierras Altas escocesas se les había alegrado el corazón. Había muchas manadas de tamaño considerable a punto de partir hacia Inglaterra bajo la protección de sus dueños, o bajo la de los boyeros que contrataran para el tedioso y laborioso menester cargado de responsabilidad, que consiste en conducir al ganado a lo largo de muchos cientos de millas, desde el mercado donde lo habían comprado hasta los prados o corrales donde había de ser engordado para el matadero.
Los escoceses de las montañas, muy especialmente, son maestros en este difícil oficio de la conducción de ganado, que parece resultarles tan propio como el negocio de la guerra, pues les permite ejercitar todos sus hábitos de paciente resistencia y fuerte ejercicio físico. Los encargados han de conocer perfectamente las rutas del ganado, que transcurren por las zonas más salvajes de la región; y han de evitar en lo posible los caminos públicos, que dañan los cascos de los bueyes, así como los caminos de peaje, que dejan maltrecho el ánimo del boyero. Sin embargo, por las anchas pistas verdes o grisáceas que atraviesan los páramos sin coto, la manada no sólo avanza a sus anchas y sin peajes, sino que, si andan listos, pueden recoger un bocado de comida por el camino. Por la noche, los boyeros suelen dormir junto a su ganado, se ponga el tiempo como se ponga; y muchos de estos hombres recios no se cobijan ni una sola vez bajo techo a lo largo de su viaje a pie desde las Tierras Altas escocesas hasta los condados ingleses. Los boyeros reciben un salario muy importante, pues la confianza depositada en ellos es de la máxima trascendencia, ya que de su prudencia, vigilancia y honestidad depende que el ganado llegue al mercado final en buenas condiciones, reportándole así un beneficio al ganadero. Pero como se da el caso de que su manutención corre de su propio bolsillo, son especialmente ahorrativos en este particular. En el período del que estamos hablando, un boyero montañés se avituallaba para su largo y fatigoso viaje llevando unos puñados de harina de avena, dos o tres cebollas que iba reponiendo de vez en cuando y un cuerno de carnero lleno de whisky, del que hacía uso con frecuencia, y moderación, cada noche y cada mañana. Su única arma, si exceptuamos el bastón con el que dirigía los movimientos del ganado, era el skene-dhu (puñal negro), que llevaba oculto bajo el brazo o bajo los pliegues del manto. Los montañeses eran especialmente felices en su labor. El viaje les proporcionaba una variedad que daba juego a la curiosidad natural de los celtas, así como a su amor al movimiento. También estaba el continuo cambio de lugar y de escenario, las pequeñas aventuras consustanciales al tránsito y los encuentros con diversidad de granjeros, ganaderos y tratantes, entremezclados con alguna que otra risa que no por estar exenta de pago les resultaba menos agradable a los Donalds. No hay que olvidar tampoco la conciencia de su habilidad superior, pues el montañés, que es como un niño cuando se rodea de rebaños de ovejas, se revela como un príncipe cuando se trata de ganado vacuno, dado que sus inclinaciones naturales le inducen a despreciar la indolente existencia del pastor, hasta tal punto que en su patria no se siente tan a sus anchas como cuando camina detrás de una elegante manada de ganado patrio en su papel de vigilante y protector.
De los que partieron de Doune por la mañana con el propósito descrito, no había ni un solo montañés que llevara su gorra más erguida ni que se ligara sus calzas escocesas por debajo de la rodilla sobre un par de spiogs (piernas) más prometedoras que Robin Oig M’Combich, conocido familiarmente como Robin Oig, o, lo que es lo mismo, Robin el Joven o el Menor. Aunque pequeño de estatura, tal como deja entender el epíteto de Oig, y no demasiado poderoso de piernas, era tan ágil y espabilado como los ciervos de sus montañas. Gozaba de una elasticidad en el paso que hacía que más de un fortachón le tuviera envidia en las largas marchas, y la manera en que se adornaba el manto y se ajustaba la gorra revelaban la conciencia de que un montañés tan pinturero como él no había de pasar inadvertido entre las mozas de las Tierras Bajas escocesas. Las mejillas sonrosadas, los labios encarnados y los dientes blancos daban relevancia a un semblante que, gracias a su exposición al aire libre, había adquirido un tono saludable y robusto antes que duro y desabrido. Aunque Robin Oig no se reía, ni sonreía tampoco con frecuencia, lo que de hecho es práctica poco seguida entre sus paisanos, aquellos ojos brillantes solían brillar debajo de su gorra con una expresión animosa presta a tornarse alegría.
La partida de Robin Oig fue un acontecimiento en aquel pueblecito, donde tenía muchos amigos, hombres y mujeres. Robin era un personaje distinguido a su manera; efectuaba numerosos tratos en su propio nombre y los mejores granjeros de las Tierras Altas confiaban en él antes que en cualquier otro boyero del distrito. Podría haber incrementado sus negocios sin medida con sólo haber accedido a llevarlos por delegación, pero salvo por un par de muchachos, hijos de sus propias hermanas, Robin rechazaba la idea de solicitar ayuda, consciente tal vez de cuánto dependía su reputación de atender en persona al cumplimiento efectivo de sus obligaciones en todos y cada uno de los casos. Así pues, se contentaba con gozar de la mayor consideración atribuida a las personas de su oficio, y se consolaba con la esperanza de que unos pocos viajes a Inglaterra le permitirían llevar el negocio por su propia cuenta de un modo que hiciera justicia a su linaje. Pues el padre de Robin Oig, Lachlan M’Combich —o hijo de mi amigo, pues su verdadero apellido de clan era el de M’Gregor—, había recibido dicho apelativo del famoso Rob Roy en razón de la especial amistad que había existido entre el abuelo de Robin y el reputado merodeador montañés. Hay quien dice incluso que Robin Oig debía su nombre de pila a alguien tan conocido en las regiones salvajes del lago Lomond como lo pudiera ser su tocayo Robin Hood en los alrededores del alegre bosque de Sherwood. «¿De un linaje como éste», tal como dice un famoso autor, «quién no habría de sentirse orgulloso?». Y Robin Oig se sentía orgulloso; pero sus frecuentes visitas a Inglaterra y a las Tierras Bajas escocesas lo habían dotado del tacto suficiente como para saber que aquellas pretensiones, que le daban cierto derecho a la distinción en su solitaria cañada, podrían resultar desagradables y ridículas proclamadas en cualquier otro lugar. El orgullo de su linaje era, por tanto, como el tesoro del avaro: un objeto oculto de su contemplación que nunca había de exhibir ante los extraños como tema del que alardear.
Muchas fueron las felicitaciones y los buenos deseos que recibió Robin Oig. Los jueces alabaron su manada, especialmente las cabezas del propio Robin, que eran las mejores. Hubo quien ofreció sus cajas de rapé para la pulgarada de despedida, mientras que otros hicieron circular el doch-an-dorrach, o copa del adiós. Todos ellos exclamaron: «Que la buena suerte te acompañe en la partida y regrese a casa contigo. Que la fortuna te sonría en el mercado sajón…, que los billetes crujientes se introduzcan en tu leabhar-dhu (billetera negra) y las monedas de oro inglesas en tu sporran (bolsa de piel de cabra)».
Las bellas se mostraron más modestas a la hora de decir su adiós, y más de una, según decían, hubiese dado su mejor broche por la certeza de ser la última a la que se dirigiese la mirada de Robin antes de darse la vuelta para emprender el camino.
Robin Oig acababa de pronunciar el «¡Juu-juu!» preliminar para echar a andar a los miembros más remisos de su manada cuando se oyó un grito a sus espaldas.
—Detente, Robin…, sólo un momento. Ha venido Janet de Tomahourich…, la vieja Janet, la hermana de tu padre.
—Que Dios la confunda, a la vieja bruja y adivina de las montañas —dijo un granjero del valle de Stirling—; seguro que le echa uno de sus hechizos al ganado.
—No podría ni aunque quisiera —dijo otro sabio de la misma profesión—. Robin Oig no es el tipo de hombre que se olvide de atarles a todos el lazo de san Mungo en la cola, y ya puede ser la bruja que más rápido haya salido volando por encima de la colina de Dimayet montada en una escoba.
Tal vez convenga que el lector sepa que el ganado de las Tierras Altas escocesas es especialmente propenso al mal de ojo o infección a causa de los hechizos y la brujería. Por eso, las personas juiciosas se protegen de ellos atando unos nudos especialmente complejos, el lazo de san Mungo, en la mata de pelo en la que acaban las colas de los animales.
Pero la anciana que había dado pie a las sospechas del granjero parecía preocuparse únicamente del boyero, y no le prestaba ninguna atención a la manada. A Robin, por el contrario, parecía impacientarle su presencia.
—¿Qué imagen de antaño —le dijo— te ha apartado a hora tan temprana del fuego del hogar, madrina? Sin duda que anoche ya te dejé con Dios y tú me deseaste un viaje rápido y venturoso.
—Y me dejaste más plata de la que una vieja estúpida como yo podrá gastar hasta que vuelvas, hijo de mi alma —respondió la sibila—. Pero poco me importaría la comida que me alimenta, y el fuego que me calienta, y el sol del buen Dios en persona si algo malo le fuese a pasar al nieto de mi padre. Así que deja que haga el deasil a tu alrededor, para que así puedas marchar con bien a tierras extranjeras y regresar de ellas a salvo.
Robin Oig se detuvo, medio avergonzado, medio entre risas, mientras les indicaba a los que estaban a su alrededor que complacía a la anciana sólo por no darle un disgusto. Ésta, mientras tanto, giró a su alrededor con pasos vacilantes, llevando a cabo ese rito de aplacamiento que algunos creen procedente de la mitología de los druidas. La ceremonia consiste, como es bien sabido, en que la persona que efectúa el deasil tiene que caminar tres veces alrededor de la que es objeto de la ceremonia, cuidándose bien de avanzar en el mismo sentido que el sol. Súbitamente, sin embargo, la anciana se detuvo en seco y, en tono de alarma y horror, exclamó:
—¡Tienes sangre en la mano, nieto de mi padre!
—Chist, por lo que más quieras, tía —dijo Robin Oig—. Esta taishataragh (segunda visión) tuya acabará por darle más problemas de los que vas a ser capaz de evitar.
—Tienes sangre en la mano —se limitó a repetir la anciana con el semblante demudado— y es sangre inglesa. La sangre del montañés es más rica y más roja. Veamos…, veamos…
Antes de que Robin Oig pudiera evitarlo, lo que realmente sólo podría haber hecho recurriendo a la violencia de tan rápidas y perentorias como fueron las acciones de la anciana, ésta ya le había retirado del costado el puñal que cobijaba entre los pliegues del manto, para inmediatamente sostenerlo en alto y, aunque el arma brillaba clara y resplandeciente al sol, gritó:
—¡Sangre, sangre…, sangre sajona una y mil veces! ¡Robin Oig M’Combich, no pienses en partir para Inglaterra en un día como hoy!
—¡Bah! —respondió Robin Oig—, no puede ser… Sería casi como huir del país. Por lo que más quieras, madrina…, dame el puñal. Ni siquiera eres capaz de distinguir la sangre de un buey negro de la de uno blanco, y sin embargo hablas de la diferencia entre la sangre sajona y la celta. Todos los hombres han recibido su sangre de Adán, madrina. Dame mi skene-dhu y déjame partir. A estas horas ya debería estar a mitad de camino del puente de Stirling… Dame mi puñal y déjame ir.
—Nunca he de dártelo —repuso la anciana—. Nunca te soltaré el manto, a menos que me prometas no llevar esa arma desgraciada.
Las mujeres de la concurrencia se lo rogaron igualmente, añadiendo que las palabras de su tía casi nunca se las llevaba el viento; pero como los granjeros de las Tierras Bajas continuaban considerando la escena con desaprobación, Robin Oig tomó la determinación de ponerle fin a cualquier precio.
—Sea, pues —concluyó el joven boyero, entregando la vaina del arma a Hugh Morrison—, vosotros los de las Tierras Bajas no dais ninguna importancia a estos augurios. Guárdame el puñal. No puedo dártelo, porque fue de mi padre; pero tu manada sigue a la nuestra, y me contentaré con que esté a tu cargo y no al mío. ¿Te parece bien que sea así, madrina?
—Tendrá que parecerme —asintió la anciana—, si es que ese extranjero está lo bastante loco como para llevar el cuchillo.
—Mi buena señora —intervino el robusto occidental, riéndose en voz alta—, soy Hugh Morrison, de Glenae, y procedo de los viriles Morrison que se pierden en la noche de los tiempos, los mismos que jamás han levantado el brazo con un arma corta. Y eso porque nunca les hizo falta. Tenían sus sables, y yo llevo este trocito de palo —y mostró un bastón impresionante—… lo de apuñalar a diestro y siniestro se lo dejo a los buenos de los montañeses. No tenéis por qué resoplar, mis queridos montañeses, y tú especialmente, Robin. Te guardaré este puñalito, si es que te has asustado por culpa del cuento de esta vieja adivina, y te lo devolveré en cuanto me lo pidas.
Robin no se sintió especialmente complacido con parte del discurso de Hugh Morrison, pero en sus viajes había adquirido más paciencia de la que le correspondía por su naturaleza montañesa, y aceptó el favor que le prestaba el descendiente de los viriles Morrison sin ofenderse por el modo más bien despectivo con el que le había sido ofrecido.
—Si no hubiera sido porque nació donde nació y porque no es más que un llanero de pies a cabeza, hubiera hablado como corresponde a un caballero. Pero a una cerda no se le pueden pedir más que gruñidos. Es una pena que el cuchillo de mi padre sirva para que alguien de su calaña se pueda cortar la carne.
Y tras decir esto, pero en gaélico, Robin partió con su manada y se despidió con un ademán de todos los que quedaron detrás. Robin tenía la mayor de las prisas porque esperaba unirse en Falkirk con un camarada y hermano de oficio con el que se proponía viajar.
El amigo elegido por Robin Oig era un joven inglés, Harry Wakefield, bien conocido en todos los mercados del norte y tan afamado y honrado a su manera como lo era nuestro conductor de bueyes montañés. Andaba cerca del metro ochenta de altura, con una complexión agradable que le permitiría aguantar todos los asaltos en un cuadrilátero de boxeo o en un combate de lucha; y aunque tal vez pudiera acabar derrotado ante los profesionales de ese deporte, sin embargo, en su condición de provinciano, o rústico, o parroquiano de a pie, era capaz de darle sopas con honda a cualquier aficionado del arte pugilístico. En las carreras de Doncaster se le podía ver en toda su gloria apostando su guinea, normalmente con éxito; y no había una gran velada de las que se celebraban en Yorkshire con luchadores célebres donde no se le viera, siempre que lo permitiera el negocio. Pero, aunque era un joven bullicioso al que le gustaba disfrutar y acudir a los sitios donde más se podía hacerlo, Harry Wakefield era una persona responsable y ni el mismísimo y prudente Robin Oig en persona estaba más atento a no dejar pasar ninguna oportunidad. Sus vacaciones eran vacaciones de verdad, pero sus jornadas de trabajo estaban enteramente dedicadas a una labor responsable y perseverante. En cuanto a semblante y ánimo, Wakefield era el modelo de los alegres campesinos libres de la vieja Inglaterra, los mismos cuyas flechas habían marcado su superioridad nacional en cientos de batallas, y cuyos firmes sables son en nuestros propios tiempos su más barata y segura defensa. Se reía con facilidad, pues, fuerte como era de músculos y constitución y afortunado en la vida, estaba dispuesto a gozar de todo lo que le rodeaba. Las dificultades con que podía ir topándose de vez en cuando eran, para un hombre de su iniciativa, más una cuestión de interés suplementario que un verdadero fastidio. Dotado de todos los rasgos de un temperamento sanguíneo, nuestro joven boyero inglés no estaba sin embargo libre de sus defectos. Era irascible, a veces hasta rozar lo pendenciero; y tal vez el hecho de que tendiera a llevar sus querellas a una solución pugilística no fuera ajeno a que había pocos antagonistas que pudieran mantenerse a su altura en un cuadrilátero de boxeo.
Es difícil determinar el modo en que Harry Wakefield y Robin Oig llegaron a intimar, pero lo cierto es que entre ellos se había desarrollado una fuerte relación, aunque aparentemente tenían pocos temas de conversación o interés común en cuanto dejaban de lado a los bueyes. De hecho, Robin Oig hablaba inglés con manifiesta incorrección cuando trataba cualquier otra cuestión que no fueran los mansos y el ganado de las Tierras Altas, mientras que Harry Wakefield nunca fue capaz de lograr que su lengua inglesa pronunciara ni una sola palabra en gaélico. Robin estuvo una mañana entera, mientras cruzaban el páramo de Minch, intentando en vano enseñar a su compañero a pronunciar, con verdadera precisión, la palabra clave Llhu, que es como se dice becerro en gaélico. Desde Traquair hasta Murdercairn, las colinas se hicieron eco de las tentativas disonantes del sajón por hacerse con aquel monosílabo imposible, intentos acompañados de francas carcajadas tras cada fracaso. Ambos amigos contaban, sin embargo, con mejores maneras de tentar al eco. Wakefield era capaz de cantar unas cuantas cancioncillas en honor de Moll, Susan y Cicely; mientras que Robin Oig tenía un don especial para silbar las interminables melodías de la gaita con todas y cada una de sus complicaciones. Además, y esto era mucho más agradable al oído de su camarada meridional, conocía muchas canciones norteñas, que son animadas y patéticas a un tiempo, las cuales Wakefield aprendió a acompañar en los graves con su caramillo. Así, aunque Robin casi no hubiera sido capaz ni de comprender las historias que contara su compañero sobre carreras de caballos, peleas de gallos o cazas de zorros, y aunque sus propias leyendas sobre luchas de clanes y robos de ganado, acompañadas de charlas sobre los duendes y trasgos de las montañas hubieran sido como caviar para su compañero, lograban gozar en su mutua compañía, lo que, durante los últimos tres años, les había inducido a unirse y viajar juntos, siempre que sus respectivos destinos se lo permitiesen. Y de hecho, ambos salían beneficiados de su mutua compañía, pues, ¿dónde iba a encontrar el inglés un guía que como Robin Oig M’Combich lo condujera por las montañas occidentales? Y cuando estaban en lo que Harry calificaba del «buen» lado de la frontera, su protección, que era importante, y su bolsa, que era pesada, estaban en todo momento al servicio de su amigo montañés, y fueron muchas las ocasiones en que su prodigalidad actuó como es propio en un campesino libre inglés que se precie.
Capítulo II
¡Nunca hubo dos amigos más queridos!
Con gran riesgo lo has incitado,
Y así era, y así había sido.
Pero pensando en vengarse sin saberlo,
Y no quedándole más amigos que él.
Resolvió combatirlo en lucha cruel.
«Duque contra duque».
Los dos amigos habían atravesado con su habitual cordialidad los prados despoblados de Liddesdale y cruzado la zona opuesta del Cumberland que recibe el nombre aún más explícito de El Desierto. En estos parajes solitarios, el ganado a cargo de nuestros boyeros obtenía su subsistencia casi únicamente recogiendo el alimento mientras avanzaba por las pistas y, a veces, tentando la suerte del «salto y adentro», o, lo que es lo mismo, mediante la invasión de pastos cercanos cuando se presentaba la ocasión. Pero ahora había cambiado el escenario; descendían hacia una región fértil y acotada en la que uno no podía tomarse esas libertades impunemente, esto es, sin haber llegado a un arreglo o trato previo con los propietarios del terreno. Este hecho era especialmente cierto si tenemos en cuenta que una de las mayores ferias de ganado del norte estaba a punto de tener lugar, feria en la que tanto el boyero escocés como el inglés confiaban en disponer de parte de su ganado, por lo que sería conveniente presentarlo en el mercado con aspecto reposado y en buen estado. Los pastos eran por ello difíciles de conseguir y las condiciones muy onerosas. Esta circunstancia provocó una separación provisional entre ambos amigos, que se dispusieron a buscar un trato, cada uno como Dios buenamente le diera a entender, para buscar cobijo a sus respectivas manadas. Por desgracia, aconteció que ambos, ignorando las intenciones del otro, pensaron en negociar el terreno que precisaban con un pequeño terrateniente cuya hacienda se extendía en la vecindad. El boyero inglés acudió al administrador, conocido suyo, para la negociación. Sucedía que el caballero propietario, que albergaba sospechas sobre la honestidad de su administrador, estaba tomando ciertas medidas provisionales para comprobar hasta qué punto sus temores estaban bien fundados, y había expresado su deseo de que cualquier gestión sobre sus terrenos que estuviese encaminada a ocuparlos de forma temporal fuese dirigida a él en persona. Dado que, sin embargo, el señor Ireby había partido el día anterior en un viaje al norte de algunas millas, el administrador decidió asumir toda la responsabilidad haciendo uso de sus plenos poderes como único encargado presente, y pensando, por consiguiente, que actuaría en beneficio de su señor —y tal vez en el suyo propio— llegando a un acuerdo con Harry Wakefield. Entretanto, ignorando las gestiones de su camarada, Robin Oig, por su parte, se vio casualmente adelantado por un hombrecillo apuesto y bien vestido que iba montado en una jaquita con la crin y las orejas sabiamente recortadas, tal como era entonces costumbre, mientras que el jinete mismo llevaba unos pantalones de montar de cuero ajustados y unas brillantes espuelas de cuello alto. Dicho señor le hizo un par de preguntas inteligentes sobre el mercado y el precio del ganado. Y así fue cómo Robin, viendo que se trataba de un caballero juicioso y amable, se tomó la libertad de preguntarle si podría informarle sobre algún pasto que se alquilara en la vecindad para dar cobijo temporal a su manada. No podía haber encontrado oídos más dispuestos para su pregunta. El caballero de los pantalones de ante era el terrateniente con cuyo administrador había llegado a un trato o estaba a punto de hacerlo Harry Wakefield.
—Has tenido suerte, mi prudente escocés —dijo el señor Ireby—, de haberme encontrado, porque veo que tus reses están fatigadas de tantas jornadas de marcha, y yo tengo a mi disposición los únicos pastos que se alquilan en tres millas a la redonda.
—La manada puede muy bien seguir durante dos, tres o cuatro millas —replicó el cauteloso montañés—; ¿pero qué pediría su excelencia por cada cabeza de ganado si yo ocupase sus pastos durante dos o tres días?
—No tiene por qué haber ningún problema, mi buen escocés, si me ofreces seis mansos para el invierno a un precio razonable.
—¿Y qué animales querría adquirir su excelencia?
—Bueno…, veamos…, los dos negros, el pardo…, ese sin cuernos de ahí, el del cuerno retorcido… y el de la cara manchada de blanco… ¿A cuánto me dejas la cabeza?
—¡Ah! —exclamó Robin—, su excelencia es como un juez…, un juez de verdad… Yo mismo no habría separado a los seis mejores con más acierto, yo que los conozco como si fueran hijos míos, pobrecillos.
—Sí, muy bien, ¿pero a cuánto la cabeza, escocés? —insistió el señor Ireby.
—El mercado estuvo muy caro en Doune y en Falkirk —respondió Robin.
Y así prosiguió la conversación hasta que llegaron a un acuerdo sobre el precio justo de los bueyes, en el que el terrateniente incluyó el precio del alquiler y en el que Robin hizo, según su opinión, un gran trato sólo con que la hierba fuese medio aceptable. El caballero pasó a cabalgar junto a la manada, en parte por indicarle a Robin el camino e instalarlo en sus pastos, y en parte para enterarse de las últimas noticias de los mercados del norte.
Llegaron a los prados y la hierba parecía excelente. ¡Pero cuál no sería su sorpresa cuando vieron que el administrador introducía tranquilamente el ganado de Harry Wakefield en aquel paraíso rumoroso que acababa de ser adjudicado al de Robin Oig M’Combich por el propietario en persona! El caballero Ireby clavó las espuelas a su jaquita, se acercó como un rayo a su servidor y, tras enterarse de lo sucedido, informó brevemente al boyero inglés de que su administrador había alquilado las tierras sin su permiso y que podía irse a buscarle hierba a su ganado a donde mejor le pareciera, puesto que allí no iba a conseguirla. Al mismo tiempo, le lanzó una severa reprimenda a su servidor por haber incumplido sus instrucciones y le ordenó que ayudara inmediatamente a expulsar el ganado hambriento y cansado de Harry Wakefield, que estaba empezando a disfrutar de una comida inusualmente abundante, para luego introducir las reses de su camarada, al que el boyero inglés comenzó a considerar como rival.
De haberse dejado llevar por el primer impulso, Wakefield habría protestado contra la decisión del señor Ireby, pero no hay inglés que no tenga un sentido de la ley y de la justicia tolerablemente riguroso, y después de que John Fleecebumpkin, el administrador, hubiese reconocido que se había excedido en sus atribuciones, Wakefield aceptó que lo único que podía hacer era reunir a sus hambrientos y desilusionados súbditos para llevarlos a buscar cobijo a otra parte. Robin Oig contempló la escena con pesar y se apresuró a ofrecerle a su amigo inglés que compartieran aquella posesión en disputa. Pero Wakefield estaba profundamente herido en su orgullo y respondió con desdén:
—Quédatelo todo, sí, quédatelo todo… De donde hay uno, no se pueden sacar dos… Quédate con los finos y mira a los hombres honrados a los ojos, allá tú si te atreves… Lo que soy yo, no quiero ser plato de segunda mesa.
Robin Oig, que lamentó pero no se sorprendió de ser testigo del disgusto de su camarada, rogó a su amigo que aguardase tan sólo una hora para poder ir a casa del caballero y recibir el pago por el ganado que le había vendido, tras lo cual volvería para ayudarle a conducir el ganado a un lugar de reposo adecuado y explicarle con pelos y señales el malentendido en que ambos se habían visto envueltos. Pero el inglés no cejó en su indignación:
—¿Así que has vendido, eh? Sí, claro que sí… Eres un tipo listo cuando se trata de negocios. Vete al infierno y no vuelvas de allí, porque no quiero volver a ver esa cara de falso inocentón…, y deberías avergonzarte de mirarme a mí a la mía.
—No me avergüenzo de mirar a nadie a la cara —replicó Robin Oig, un tanto conmovido—; y, lo que es más, te miraré cara a cara a ti si te alojas hoy en esa aldea de ahí abajo.
—Mejor sería que te quedaras donde estás —dijo su compañero. Y, dándole la espalda a su antiguo amigo, recogió a sus nada voluntariosos socios con la ayuda del administrador, que se tomó una molestia en parte real y en parte fingida por buscarle cobijo a Wakefield.
Tras algún tiempo de negociaciones con más de uno de los granjeros de los alrededores, que no podían o no querían suministrarle el alojamiento deseado, Harry Wakefield acabó, empujado por la necesidad, logrando su objetivo a través del patrón de la taberna en la que Robin Oig y él habían acordado pasar la noche cuando se separaron por primera vez. El patrón accedió satisfecho a dejarle soltar el ganado en un trozo de páramo desnudo a un precio sólo ligeramente inferior que el que le pidiera el administrador por la finca en disputa. Los pastos miserables y el precio pagado por ellos pasaron a engrosar el debe de la jugarreta que le había gastado su amigo escocés. Aquel estado de ánimo de Wakefield pasó a mayores debido a las maniobras del administrador —que tenía sus propios motivos para sentirse ofendido contra el pobre Robin, la causa involuntaria de su caída en desgracia ante su señor—, además de por el tabernero y dos o tres parroquianos casuales. Éstos azuzaron al boyero en su resentimiento contra su camarada de antaño —algunos, por el viejo rencor contra los escoceses que, si se agazapa en alguna parte, es sobre todo en los condados fronterizos; y otros por esa pasión por las querellas que caracteriza a los humanos de cualquier raza o condición, dicho sea en honor de los hijos de Adán—. El bueno del señor Cerveza, que siempre aumenta y exagera las pasiones, ya sean éstas de carácter benigno o airado, no dejó de prestar sus servicios en esta ocasión, y no escasearon los brindis por la fulminación de los amigos falsos y los amos severos.
Entretanto, el señor Ireby encontraba no poco placer en platicar con el boyero escocés en su viejo salón. Ordenó que pusieran ante el escocés en la despensa del mayordomo un plato de ternera fría y una jarra de cerveza espumosa y casera, observando con placer el sano apetito con que Robin Oig M’Combich daba cuenta de aquellos alimentos inesperados. El caballero encendió su pipa y, dividido entre su dignidad patricia y su amor por el cotilleo agrícola, resolvió el problema caminando de un lado a otro mientras conversaba con su huésped.
—También he adelantado a otra manada —dijo el caballero— con uno de sus paisanos al mando… Aunque eran un poco menos aparentes que los suyos, animales sin cuernos la mayoría. El que los acompañaba era un hombretón…, a pesar de que no llevaba esas faldas suyas, sino un par de pantalones como es debido. ¿Sabe quién pueda ser?
—¡Pero cómo…! Ése podría, debería ser y es Hughie Morrison. No creía que pudiese ir tan adelantado. Nos ha sacado un día, pero sus argyleshires deben de llevar las patas cansadas. ¿A cuánta distancia estaba?
—Yo diría que a unas seis o siete millas —respondió el caballero—, porque a ellos los adelanté en Christenbury Crag y a usted en Hollan Bush. Si lleva a los animales cansados, a lo mejor los vende por una ganga.
—No, nada de eso. Hughie Morrison no es de los que se dedican a gangas… Para eso mejor que se dirija a alguien de las montañas, como Robin Oig mismo, si quiere ganado como éste…, pero tengo que desearle las buenas noches, ésta y todas las que vengan detrás, y bajar a la aldea para ver si a ese muchacho de Harry Waakfelt se le ha pasado el enfurruñamiento.
Los parroquianos de la taberna estaban todavía en plena charla y la traición de Robin Oig era aún el centro de la conversación cuando el presunto culpable penetró en la estancia. Su llegada, como suele suceder en estos casos, puso punto final e instantáneo a la conversación para la que había suministrado el tema, siendo recibido por la compañía con ese silencio gélido que, más que mil gritos, le dice al intruso que allí no es bienvenido. Sorprendido y ofendido, pero no abrumado por la recepción, Robin entró con aires de hombre imperturbable e, incluso, altanero. Tampoco pronunció saludo alguno al ver que no se lo dedicaban a él, y se colocó junto al fuego, un tanto separado de la mesa en la que estaban sentados Harry Wakefield, el administrador y dos o tres personas más. Pero aquella amplia sala del norte de Inglaterra podía muy bien haber permitido espacio para una separación aún mayor.
Una vez así sentado, Robin procedió a encender su pipa y a pedir una jarra de dos peniques.
—Aquí no tenemos cerveza de dos peniques —respondió Ralph Heskett, el patrón—, pero dado que eres capaz de encontrar tu propio tabaco, es probable que puedas encontrar tu propia bebida también…, tal como sin duda es costumbre en tu país.
—Debería darte vergüenza —dijo la patrona, una comadre alegre y bulliciosa que se apresuró a servirle la bebida a su huésped—. Sabes muy bien lo que quiere el forastero, y tu negocio exige que seas educado. Deberías saber que aunque a los escoceses les gusta el vaso pequeño, siempre lo pagan bien.
Ignorando aquel diálogo conyugal, el montañés levantó la jarra por el asa y, dirigiéndose a la compañía en general, brindó por el siempre interesante «buen mercado» ante los allí reunidos.
—Sería preferible que el viento nos trajese a menos tratantes del norte —dijo uno de los granjeros—, y menos bueyes montañeses que se comen los prados ingleses.
—Por Dios bendito que te equivocas, amigo —respondió Robin con compostura—, son vuestros gordos ingleses los que se comen nuestro ganado escocés, pobrecillo.
—Ojalá hubiera también algo que se comiera a sus boyeros —habló otro—, porque no hay inglés que pueda ganarse el pan si andan cerca.
—Ni servidor honrado que conserve el favor de su amo, sin que aparezcan para ponerse entre él y la luz del sol —intervino el administrador.
—Si estáis de broma —repuso Robin Oig, siempre con la misma compostura—, un hombre puede aguantar las bromas hasta un límite.
—No es ninguna broma, sino algo serio de verdad —replicó el administrador—. Escúcheme, señor Robin Ogg, o comoquiera que se llame; lo justo es que le digamos que estamos todos de acuerdo en que usted, señor Robin Ogg, se ha portado como un canalla y como un traidor con nuestro amigo Harry Wakefield, aquí presente.
—Sin duda, sin duda —replicó Robin, con gran compostura—, y ustedes son una bandada de jueces por cuyas alabanzas o amabilidad yo no daría ni una pulgarada de rapé. Si el señor Harry Waakfelt sabe dónde lo han ofendido, entonces también sabe dónde buscar explicaciones.
—Dice bien —comentó Wakefield, que había presenciado la escena dividido entre la ofensa con que se había tomado el comportamiento reciente de Robin y el reavivamiento de sus antiguos sentimientos de aprecio.
Ahora se puso en pie y se dirigió hacia Robin, el cual se levantó de su silla al verlo acercarse y le tendió la mano.
—Eso es, Harry…, dale…, repártele unas cuantas —resonó por los cuatro costados—…, sacúdele el polvo, enséñale lo que vale una torta.
—Punto en boca todos y que os zur… —dijo Wakefield, que luego, aceptó la mano tendida de su camarada y, con una mezcla de respeto y desafío, le dijo—: Robin, me has tratado malamente hoy, pero si quieres que nos demos la mano como los tipos honrados y salgamos ahí fuera a darnos un revolcón en la tierra, te perdonaré y seremos tan amigos o más que antes.
—¿Y no sería mejor que fuésemos buenos amigos sin darle más vueltas? —contestó Robin—. Seremos mucho mejores amigos con los huesos enteros que rotos.
Harry Wakefield dejó caer la mano de su amigo, o sería mejor decir que la arrojó de su lado.
—Nunca hubiera pensado que llevaba tres años en compañía de un cobarde.
—A este hijo de mi madre nunca lo han llamado cobarde —repuso Robin, cuya mirada comenzó a encenderse, pero que aún mantenía el dominio de sí—. No fueron las manos ni los pies de ningún cobarde, Harry Waakfelt, los que te sacaron del vado del Frew, cuando te resbalaste en la roca negra y hasta la última anguila del río se relamía pensando en ti.
—Eso es muy cierto —afirmó el inglés, conmovido por aquella declaración.
—¡Por el santo patrón de los arados! —exclamó el administrador—, no puedo creer que estos ojos vean cómo Harry Wakefield, el orgullo de todas las ferias de ganado en cincuenta millas a la redonda, va a resultar ser un gallina. Ay, esto es lo que pasa cuando se vive tanto tiempo entre faldas y gorras escocesas… Los hombres se olvidan de para qué sirven los puños.
—Puede que le enseñe, mi querido señor Fleecebumpkin, que aún no he perdido los míos —respondió Wakefield, para continuar—: Esto no puede ser, Robin. Tenemos que pegarnos un revolcón, o nos convertiremos en la comidilla de los contornos. Yo…, que me aspen si te hago daño… Me pondré los guantes si quieres. Vamos, sal ahí fuera y pórtate como un hombre.
—Para que me des una paliza como a un perro —dijo Robin—; ¿es eso razonable? Si crees que te he hecho algún mal, me presentaré ante tus jueces, aunque no conozca ni su ley ni su idioma.
—¡No, no, ni pleitos ni abogados! —se alzó un grito unánime—. Un par de puñetazos y amigos otra vez —dijeron los espectadores a coro.
—Pero —continuó diciendo Robin—, si hay que pelear, no tengo ningún conocimiento de cómo lo hacen los monos, con uñas y pies.
—¿Cómo quieres que peleemos, pues? —le dijo su contrincante—; aunque me da la impresión de que será difícil conseguir que lo hagas de cualquiera de las maneras.
—Yo pelearía con sables, hasta bajar las armas con el primer derramamiento de sangre, como caballeros.
La propuesta fue coreada con una poderosa carcajada a pesar de que le había salido a Robin más del fondo del alma que de un dictado de la razón.
—¡Cómo caballeros, oíd, como caballeros! —fue el eco que rebotó por los cuatro costados, unido a una interminable carcajada—. Y él es todo un caballero, por todos los cielos, claro… ¿Puedes conseguir dos espadas para que estos dos caballeros luchen, eh, Ralph Heskett?
—No, pero puedo mandar a pedirlas a la sala de armas del castillo de Carlisle y prestarles un par de rastrillos para que vayan haciendo boca mientras tanto.
—¡Chist, compañero! —dijo otro—, estos elegantes escoceses llegan al mundo con su gorra azul en la cabeza y el puñal y la pistola en el cinto.
—Lo mejor sería mandarle una carta por correo —intervino el señor Fleecebumpkin— al señor del castillo de Corby, para que venga y haga de padrino del caballero.
En medio de aquel torrente de burlas, el montañés echó mano instintivamente a los pliegues de su capa.
—Pero mejor no —dijo en su idioma—. ¡Malditos sean cien veces estos comedores de cerdo, que no conocen ni la decencia ni la educación!
—Dejad paso, la jauría entera —continuó, mientras avanzaba hacia la puerta.
Pero su antiguo amigo interpuso su corpachón y se negó a dejarlo salir. Cuando Robin Oig trató de abrirse paso a la fuerza, lo derrumbó de un puñetazo con la facilidad con la que un niño echa a rodar un bolo.
—¡Pelea, pelea! —se oyó gritar a varios, hasta que las oscuras vigas y los jamones que colgaban a su alrededor empezaron a temblar una y otra vez, mientras los mismísimos platos que descansaban en los estantes empezaron a entrechocar—. ¡Bien hecho, Harry! ¡Dale una buena, Harry! ¡Cuidado con él ahora, que está ciego de rabia!
De ese tenor eran las exclamaciones, mientras el escocés se levantaba del suelo y, con toda la frialdad y la precaución perdidas en el frenesí de su ira, se abalanzaba contra su adversario con la furia, agilidad y propósito vengativo de un felino encolerizado. ¿Pero cuándo ha podido la rabia mostrarse a la altura de la técnica y el autocontrol? Robin Oig volvió a caer en aquella justa desigual, y como el golpe fue por necesidad duro, se quedó tendido en el suelo de la sala, inmóvil. La patrona se acercó corriendo para asistirlo, pero el señor Fleecebumpkin no le dejó acercarse.
—Déjalo en paz —le dijo—, ya volverá en sí y se lanzará a la gresca de nuevo. Aún no se ha tragado toda la ración de jarabe de palo.
—Pero sí se ha tragado toda la que yo pienso darle —dijo su contrincante, cuyos sentimientos comenzaban a ablandarse en favor de su antiguo socio—, y preferiría con mucho repartirle el resto a usted mismo, señor Fleecebumpkin, ya que se cree tan listo. Además, Robin no sabía ni que debía desvestirse antes de colocarse en posición, sino que luchó con el manto revoloteándole por todos lados… ¡Levántate, Robin, amigo mío! Se acabaron las disputas, y aquí estoy yo por si alguien se atreve a pronunciar una palabra en contra tuya o de tu país.
Robin Oig seguía bajo el dominio de sus pasiones y deseaba con toda su alma reanudar el combate, pero al verse retenido por un lado por la pacificadora señora Heskett y consciente, por el otro, de que Wakefield ya no deseaba reanudar la lucha, su furia se sumió en un semblante torvo y hosco.
—Venga, vamos, no le des más vueltas —dijo el bravo inglés, con ese aire conciliador tan propio de sus paisanos—, dame la mano y seremos mejores amigos que nunca.
—¡Amigos! —exclamó Robin Oig, haciendo hincapié en la palabra—, ¡amigos!… Nunca. Y ándate con cuidado, Harry Waakfelt.
—Entonces, que la maldición de Cromwell, como dijo alguien, se cumpla en tu orgulloso estómago de escocés; y por mí puedes hacer lo que te dé la gana y que te zur…, porque después de una agarrada, un hombre no puede decirle a otro más que lo siento.
Y tras estas palabras, los amigos se separaron.
Robin Oig sacó, en silencio, una moneda, la arrojó sobre la mesa y abandonó la taberna.
Pero al llegar al umbral, se dio la vuelta y agitó el puño en dirección a Wakefield, señalando con el dedo índice hacia arriba de un modo que tanto podía dar a entender una amenaza como una advertencia. Luego, desapareció lentamente bajo la luz de la luna.
Tras su partida, el administrador, que se creía una especie de matón, y Harry Wakefield cruzaron algunas palabras. Éste, con generosidad e incoherencia, no rehuía ahora la posibilidad de empezar una nueva lucha en defensa de la reputación de Robin Oig, «aunque no supiera usar los puños como un inglés, porque no le era natural». Pero la señora Heskett evitó el inicio de esta segunda disputa mediante su perentoria interferencia.
—En esta casa no habrá más peleas —dijo—; ya ha habido más que suficientes. Y usted, señor Harry Wakefield —añadió—, puede que tenga que lamentarse cuando aprenda lo que significa convertir a un buen amigo en un enemigo mortal.
—¡Bah, señora! Robin Oig es un tipo honrado e incapaz de malicia alguna.
—No lo diga muy alto… A pesar de haberlos tratado tanto, usted no sabe lo rencorosos que pueden llegar a ser los escoceses. Yo sé lo que me digo, porque mi madre era escocesa.
—Tal y como puede verse con claridad en su hija —dijo Ralph Heskett.
Aquel sarcasmo conyugal imprimió un nuevo rumbo a la conversación. Llegaron clientes nuevos a la taberna, mientras que otros la abandonaban. La charla se centró en las ferias venideras y en los informes sobre precios tanto en Escocia como en Inglaterra. Dieron comienzo los tratos y Harry Wakefield tuvo la suerte de encontrar a un comprador para parte de su manada —y con unos beneficios muy considerables—, un acontecimiento de trascendencia más que suficiente para borrar todo recuerdo de la desagradable disputa que había marcado el día con anterioridad. Pero quedaba una persona a la que ni la posesión de todas las cabezas de ganado de media Escocia podría haberle borrado ese recuerdo de la mente.
Se trataba de Robin Oig M’Combich.
—¡Que no llevara armas —se dijo—, y por primera vez en la vida! Ojalá se fulmine la lengua que le pide al montañés que se separe de su puñal… El puñal… ¡Ja! ¡La sangre inglesa…! Las palabras de mi madrina… ¿Cuándo se las ha llevado el viento?
El recuerdo de la fatal profecía sirvió para confirmar el mortífero propósito que al instante se apoderó de su mente.
—¡Ja! Morrison no puede andar a muchas millas de aquí; y aunque fueran cien, ¿qué me importaría?
Su ánimo impetuoso había dado con un objetivo determinado y con un motivo para pasar a la acción, de modo que dirigió la ágil zancada de su país hacia los páramos por los que sabía, gracias al comentario del señor Ireby, que avanzaba Morrison. Tenía la mente totalmente absorta por lo que sentía como ofensa, una ofensa recibida de un amigo, y por el deseo de vengarse de alguien a quien ahora consideraba su más mortal adversario. Las imágenes que había atesorado de su propia importancia y autoestima, de su alto linaje y calidad, se habían tornado aún más inapreciables en su alma debido a que, como los ahorros del avaro, sólo podía disfrutarlas en secreto. Pero le habían saqueado el tesoro, y los ídolos a los que había adorado en secreto yacían ahora burlados y profanados. Insultado, maltratado y zarandeado como estaba, ya no era digno de su propia estima ni del nombre que llevaba ni del linaje al que pertenecía… No le quedaba nada, nada salvo la venganza. Y, como sus reflexiones ponían crueles espuelas a cada zancada, decidió que la venganza debía ser tan repentina y señalada como la ofensa.
Cuando Robin Oig traspasó el umbral de la taberna, lo separaban al menos siete u ocho millas inglesas de Morrison. Éste avanzaba con lentitud debido al paso cansino de su ganado, mientras Robin iba dejando atrás setos y rastrojos, eriales y despeñaderos, a una velocidad de seis millas por hora bajo el brillante reflejo que dejaba sobre la escarcha la amplia luna de noviembre. Y ya se oye el grave mugido del ganado de Morrison, y ya se ven los animales creciendo como lunares en su lentitud de movimientos sobre el amplio rostro del páramo, y ya los encuentra, los sobrepasa, y detiene a su guía.
—Que la paz de Dios nos acompañe —dijo el escocés del sur—. ¿Eres tú, Robin M’Combich, o tu espectro?
—Soy Robin Oig M’Combich —respondió el montañés— y no lo soy. Pero eso no importa ahora. Dame mi skene-dhu.
—¡Cómo! Ya vuelves a las montañas… ¡El muy artero! ¿Lo has vendido todo antes de la feria? ¡Eso sí que es un negocio rápido donde los haya!
—No he vendido…, ni tampoco voy al norte… Tal vez nunca vuelva a ir al norte. Devuélveme mi puñal, Hugh Morrison, o tendremos más que palabras tú y yo.
—Pero cómo, Robin, tendrás que darme alguna explicación antes de que te lo devuelva… Es un arma desgraciada en manos de un montañés; me da la impresión de que estás tramando algo, y que no es nada bueno.
—¡Bah, tonterías! Dame mi arma —insistió Robin Oig con impaciencia.
—Escúchame —respondió su bienintencionado amigo—. Te diré lo que podemos hacer, mucho mejor que todo esto de los apuñalamientos… Ya sabes que los montañeses y los de las Tierras Bajas y los fronterizos son todos hijos del mismo padre cuando están al otro lado de la frontera de Escocia. Mira, los chicos de Eskdale, y Charlie, el guerrero de Liddesdale, y los muchachos de Lockerby, y los cuatro Dandies de Lustruther, y unos cuantos más de manto escocés vienen detrás y, si te han ofendido, está también la mano de uno de los viriles Morrison para hacerte justicia, aunque media Inglaterra se me pusiera delante.
—Si quieres que te diga la verdad —dijo Robin Oig, deseoso de eludir las sospechas de su amigo—. Me he alistado en la Guardia Negra y tengo que partir mañana por la mañana.
—¡Qué te has alistado! ¿Estabas loco o borracho?… Tienes que comprar tu libertad. Puedo dejarte veinte billetes, y veinte más si consigo vender la manada.
—Te lo agradezco…, te lo agradezco de todo corazón, Hughie; pero voy voluntariamente hacia el umbral que he de cruzar…, así que el puñal… ¡Dame el puñal!
—Ahí lo tienes pues, ya que no te conformas con menos. Pero piensa en lo que te he dicho. Ay de mí, serán tristes las noticias en las montañas de Balquidder, porque Robin Oig M’Combich ha cruzado un umbral oscuro y desaparecido.
—¡Malas de verdad serán las noticias en Balquidder! —se hizo eco el pobre Robin—. Pero que Dios te acompañe, Hughie, y te dé buen negocio. No volverás a cruzarte con Robin Oig nunca más, ni en ferias ni en mercados.
Dicho lo cual, estrechó apresuradamente la mano de su conocido y se marchó por donde había venido con la misma zancada decidida.
—A ese muchacho le pasa algo malo —se dijo Morrison entre murmullos—, pero tal vez el amanecer arroje una nueva luz.
Sin embargo, la catástrofe de nuestro relato ya había tenido lugar mucho antes de que clareara el día. Dos horas después de la reyerta, de la que ya se había olvidado casi todo el mundo, Robin Oig regresó a la posada de Heskett. El lugar estaba lleno de diversos tipos de gente y de los ruidos correspondientes a sus diferentes naturalezas. Se oían los graves y suaves sonidos de los hombres envueltos en activas negociaciones junto a las risas, los cantos y las estruendosas bromas de aquellos que no tenían otra ocupación que la de divertirse. Entre éstos estaba Harry Wakefield, el cual, entre un sonriente grupo de amplios blusones, zapatos claveteados de campesinos y alegres fisonomías inglesas, cantaba una vieja cancioncilla:
¿Y qué si me llaman descarado
por empujar el carro y el arado?
De pronto se vio interrumpido por una voz conocida que en tono alto y severo, y con un acento fuertemente montañés, le decía:
—Harry Waakfelt… ¡Levántate si eres hombre!
—¿Qué sucede?… ¿Qué pasa? —se preguntaban los parroquianos unos a otros.
—No es más que un escocés imb… —dijo Fleecebumpkin, que a estas alturas ya estaba muy borracho— al que Harry Wakefield le dio jarabe de palo hoy y que ha venido por la segunda ración.
—Harry Waakfelt —se repitió la misma llamada siniestra—, ¡levántate si eres hombre!
Hay algo en los tonos de ira profunda y concentrada que atrae la atención y conduce al espanto sólo por su propio sonido. Los parroquianos se echaron hacia atrás por doquier y miraron boquiabiertos hacia el montañés que se alzaba en medio de la sala, con el ceño fruncido y el semblante severo y decidido.
—Me levantaré de todo corazón, Robin, amigo, pero será para darte la mano y beber contigo hasta olvidar cualquier ofensa. No es que te falte valor, amigo, por no saber cómo se aprietan los puños.
A esas alturas, ya se hallaba frente a su contrincante, y su mirada abierta y confiada presentaba un extraño contraste con la resolución severa que brillaba en la mirada airada, oscura y vengativa del montañés.
—No te culpes, amigo, de que no habiendo tenido la suerte de nacer inglés, no sepas luchar más que una niñita.
—Sí sé luchar —respondió Robin Oig, con severidad pero con calma—, y tú mismo vas a poder verlo. Tú, Harry Waakfelt, me has enseñado hoy cómo luchan los palurdos sajones… Yo te enseñaré ahora cómo lucha un Dunniè-wassel montañés.
A las palabras siguió la acción, y Robin clavó el puñal, que mostró súbitamente, en el amplio pecho del campesino inglés con acierto y fuerza tan fatales que el puño hizo un ruido sordo contra el esternón, y la punta de la hoja de doble filo le desgarró el corazón mismo a su víctima. Harry Wakefield cayó y expiró en un único gemido.
Inmediatamente, su asesino agarró al administrador por la solapa y le acercó la daga sangrienta a la garganta, al tiempo que el miedo y el asombro incapacitaban cualquier reacción de defensa en aquel hombre.
—Arrojarte a su lado sería un acto de la más pura justicia —dijo Robin—, pero la sangre de un ser vil y rastrero nunca se mezclará en el puñal de mi padre con la de un hombre valiente.
Y diciendo estas palabras, apartó al administrador de un empellón tan violento que lo tiró al suelo, mientras con la otra mano arrojaba el arma fatal al llameante fuego de carbón.
—Hecho está —dijo—, estoy a disposición de quien quiera venir por mí…, y que el fuego limpie la sangre, si es que puede.
La pausa de asombro continuó y Robin Oig pidió que acudiera alguien de la justicia, y cuando se adelantó un alguacil, Robin se entregó a su custodia.
—Menuda ha armado usted esta noche —le dijo el alguacil.
—La culpa es suya —respondió el montañés—. Si hubiera impedido que me pusiera las manos encima hace dos horas, estaría ahora tan vivo y alegre como hace dos minutos.
—Tendrá que pagar un precio muy alto por esto —le advirtió el funcionario de la justicia.
—No se preocupe por eso… La muerte salda todas las deudas; y saldará ésta también.
El horror de los espectadores comenzó ahora a dar paso a la indignación, y al ver a un camarada tan querido asesinado delante de ellos, habiendo sido la provocación, en su opinión, tan absolutamente incomparable con el exceso de la venganza, podrían haber llegado a matar al ejecutor del hecho sangriento allí mismo. El alguacil, sin embargo, cumplió con su deber en esta ocasión y con la ayuda de parte de las personas más razonables que había presentes, se procuró caballos para conducir al prisionero hasta la ciudad de Carlisle, donde habría de aguardar su destino en la próxima sesión del tribunal. Mientras se preparaba la escolta, el prisionero no expresó el menor interés ni trató de dar la más mínima explicación. Únicamente, cuando estaba a punto de ser sacado de la estancia de la muerte, expresó su deseo de contemplar el cadáver que, tras ser levantado del suelo, había sido depositado sobre la gran mesa —cuya cabecera había presidido Harry Wakefield apenas hacía unos minutos, todo vida, vigor y animación— a la espera de que los cirujanos examinaran la herida mortal. El rostro del cadáver estaba cubierto, por pudor, con una servilleta. Para la sorpresa y el horror de los espectadores, que se expresó en un ¡Ah! general emitido a través de dientes apretados y labios medio cerrados, Robin Oig retiró la tela y dirigió una mirada triste pero firme al semblante sin vida, el mismo que había estado animado hasta hacía tan poco que aún curvaba sus labios la sonrisa bienintencionada de confianza en sus propias fuerzas y de la actitud conciliadora y despectiva que experimentaba a un tiempo hacia su enemigo. Los presentes esperaban que la herida, que tan recientemente había llenado de sangre negra la estancia, provocaría un nuevo torrente al contacto del homicida, pero Robin Oig volvió a colocar la tela, prorrumpiendo en una breve exclamación:
—¡Era un hombre hecho y derecho!
Mi historia casi ha tocado a su fin. El desgraciado montañés fue sometido a juicio en Carlisle. Yo estuve presente en mi condición de joven jurista o, cuando menos, abogado escocés, y dado que tenía cierta reputación, la amabilidad del gobernador de Cumbria me valió un lugar en el estrado. Los hechos de aquel caso resultaron probados del modo que he narrado aquí, y sea cual fuere el prejuicio que en un principio pudiera tener el público contra un crimen tan ajeno al carácter inglés como el asesinato por venganza, sin embargo, cuando se explicó que los enraizados prejuicios nacionales del prisionero le habían llevado a considerarse mancillado con una deshonra imborrable al verse sometido a vejaciones físicas, y cuando se tuvo en cuenta su paciencia, moderación y tolerancia previas, la generosidad del público inglés les llevó a sentirse inclinados a considerar aquel crimen como la aberración arbitraria de una falsa noción del honor, más que el producto de un corazón que no era por naturaleza brutal ni estaba pervertido por su entrega al vicio. Nunca olvidaré la alocución del venerable juez al jurado, que sin embargo en aquellos tiempos no era fácil presa ni de la elocuencia ni del patetismo.
—«Nos hemos visto obligados —dijo— en anteriores casos de cumplimiento del deber —se refería a juicios anteriores— a comentar crímenes que inducen a la repugnancia y el aborrecimiento, al mismo tiempo que exigen la muy merecida venganza de la ley. Ahora tenemos ante nosotros la muy melancólica tarea de aplicar su benéfico aunque severo mandato a un caso de carácter muy singular, en el que el crimen, pues de un crimen se trata, y de gran gravedad, ha surgido no tanto de la malevolencia del corazón que del error de juicio…, no tanto de la idea de hacer el mal como de una desgraciada y perversa noción de lo que está bien. Nos enfrentamos a dos hombres altamente estimados en sus círculos sociales, tal como ha quedado constatado, y unidos, tal como parece, por el vínculo de la amistad, una de cuyas vidas ha sido segada por una cuestión formal, mientras que la del otro está a punto de experimentar la venganza de la ley cuando se siente ofendida. Y, sin embargo, ambos pueden reclamar su derecho, cuando menos, a nuestra conmiseración, pues se trata de hombres que han actuado en la ignorancia de los prejuicios nacionales respectivos y que se han visto desgraciadamente desviados, y no por su propia voluntad, del sendero del buen comportamiento.
»En cuanto al motivo original del malentendido, en justicia hemos de dar forzosamente la razón al acusado que está en el banquillo. Había adquirido la posesión de la finca objeto de controversias mediante un contrato legal con su propietario, el señor Ireby; y, sin embargo, cuando se vio acosado por reproches totalmente inmerecidos y que hubieran resultado mortificantes para cualquier carácter mínimamente susceptible a la ira, él, empero, se ofreció a renunciar a la mitad de lo adquirido por mor de la paz y la buena vecindad, pero su amistosa proposición fue rechazada con desdén. Luego, sigue la escena en el local del señor Heskett, el tabernero, y habrán podido comprobar el trato sufrido por aquel forastero a manos del difunto y, como lamento reconocer, a las de los allí presentes, que parecen haberlo acosado de una manera en extremo irritante. Pese a que él pedía paz y concordia, y se ofreció a someterse a un magistrado o a un árbitro común, el prisionero recibió los insultos de todos, que en esta ocasión parecen haber olvidado la máxima nacional de la «deportividad». Después, cuando trataba de abandonar el lugar de forma pacífica, fue interceptado, derribado de un puñetazo y sometido a una paliza en la que derramó su sangre.
»Caballeros del jurado, no he podido evitar la impaciencia al escuchar a mi docto colega, que, al abrir el caso en nombre de la Corona, pintó un cuadro desfavorable de la conducta del prisionero en dicha circunstancia. Ha afirmado que el prisionero tuvo miedo de enfrentarse a su rival en una lucha justa y a someterse a las leyes del cuadrilátero, y que, por consiguiente, como un italiano cobarde, había recurrido a su estilete fatal para asesinar al hombre al que no había osado enfrentarse en un combate viril. He observado cómo el prisionero se agitaba en esta parte de la acusación con la repugnancia natural en los valientes; y dado que quisiera que mis palabras tuvieran el mayor peso cuando señale su crimen real, he de asegurarme de su creencia en mi imparcialidad mediante la negación de todo lo que me parezca una acusación en falso. No podemos albergar ninguna duda de que el prisionero es un hombre con iniciativa —con demasiada iniciativa—, y ojalá el cielo le hubiera conferido menos, o más bien, ojalá hubiese gozado de una mejor educación con la que regularla.
»Caballeros, en cuanto a las leyes de las que habla mi colega, tal vez sean reconocidas en el ruedo, o en las peleas de osos, o en las de gallos, pero no aquí. Y, si se admitieran hasta el punto de que fueran una especie de prueba de que no había malicia alguna en este tipo de combate, del que sin embargo se derivan accidentes fatales con cierta frecuencia, sólo se podría admitir que así sea cuando ambas partes estén en pan casu, igualmente familiarizados e igualmente dispuestos a regirse por esa especie de arbitrio. ¿Porque acaso va a afirmarse que un hombre de rango y educación superiores ha de someterse, o ha de verse obligado a someterse, a esta lucha ruda y brutal, tal vez enfrentándose a un oponente más joven y fuerte o más habilidoso? Ciertamente, incluso el código pugilístico, aunque se cimente en la deportividad de la alegre Albión, tal como sostiene mi colega, no puede consagrar algo tan absurdo. Y, caballeros del jurado, si las leyes defienden a un caballero inglés que lleve, supongamos, su espada, en el acto de defenderse con la fuerza de una agresión física personal de la naturaleza sufrida por el prisionero, no pueden por menos que proteger a un forastero y extraño envuelto en las mismas circunstancias desagradables. Si, por consiguiente, caballeros del jurado, viéndose así presionado por una vis major, y siendo objeto de la calumnia de todo un grupo, además de la violencia directa de una persona al menos, y, tal como podría haber inferido razonablemente, de más personas, el acusado hubiera extraído su arma, que según se nos ha informado sus paisanos suelen llevar en sus personas, y se hubiera producido el mismo desgraciado desenlace que han escuchado probado en detalle, yo no podría en conciencia haberles pedido un veredicto de asesinato. La defensa personal del prisionero podría, sin duda, en ese caso, haber entrado más o menos en el Moderamen inculpatae tutelae, la defensa propia de la que hablan los abogados, por lo que el castigo merecido hubiera sido por homicidio involuntario, y no por asesinato. Ruego que me excusen si añado que esta acusación menor sería la exigible en el caso supuesto, a pesar del estatuto de Jaime I, capítulo 8, que aparta la muerte por apuñalamiento, incluso sin premeditación, del beneficio de clerecía. Pues este estatuto referido al apuñalamiento, tal como allí se califica, surgió a causa de un motivo temporal; y dado que la culpa real es la misma, ya se ejecute la muerte con puñal, espada o pistola, la benignidad de las leyes modernas las coloca a todas en la misma, o casi la misma, categoría.
»Pero, caballeros del jurado, la clave del caso radica en el intervalo de dos horas que se interpuso entre el momento de la injuria y la venganza fatal. En el calor de la refriega y dada la gravedad del conflicto, la ley, misericordiosa como es con las enfermedades del alma humana, es capaz de justificar la ira que nos gobierna en un momento tan tempestuoso, por la sensación de dolor actual, por el recelo de mayores daños, por la dificultad de evaluar con la debida precisión el grado exacto de violencia que sería necesario para proteger al individuo sin molestar o dañar al atacante más de lo que sea absolutamente necesario. Pero el tiempo necesario para recorrer a pie doce millas, por muy rápidamente que se haga, fue un intervalo suficiente para que el prisionero recuperase el control; y la violencia con la que llevó su propósito a efecto, con tantas circunstancias que indican su resolución premeditada, no pudo ser producto ni de la pasión de la ira ni de la del miedo. Fue el propósito y el acto de una venganza premeditada por la que la ley no puede sentir, ni siente, ni debería sentir ni piedad ni comprensión.
»Es cierto, y nos lo podemos repetir como atenuante del desgraciado acto cometido por este pobre hombre, que el presente caso es muy peculiar. La región que habita estuvo, en tiempos de muchos que aún hoy siguen vivos, fuera del alcance de la ley, no sólo de la de Inglaterra, que ni siquiera ha penetrado en él hasta ahora, sino de aquélla a la que se someten nuestros vecinos escoceses, y a la que se debe suponer, pues sin duda lo está, fundada en los principios generales de justicia y equidad que rigen en cualquier país civilizado. En sus montañas, al igual que sucede con los indios de Norteamérica, los diversos clanes tienen tal tendencia a declararse la guerra entre sí que todos los hombres se ven obligados a ir armados para su propia protección. Estos hombres, debido a las nociones que albergan sobre su propio linaje y calidad, se consideraban caballeros andantes o soldados más que campesinos de un país pacífico. Las leyes del cuadrilátero, tal como las califica mi colega, les son desconocidas a los belicosos montañeses. Que las únicas armas para dirimir sus querellas sean aquéllas con que la naturaleza ha dotado a todos los hombres les debe parecer tan vulgar y absurdo como a la nobleza de Francia. La venganza, por otra parte, debe de haber sido tan natural en sus hábitos sociales como en los de los cheroquis o los mohawks. De hecho, tal como describiera el filósofo Bacon, en el fondo se trata de una suerte de justicia salvaje hija de la ignorancia; pues el miedo a la venganza ha de ser la fuerza que mantenga a raya la mano del opresor cuando no existe la ley normal para controlar la osadía de la violencia. Pero aunque se pueda aceptar todo esto, y aunque podemos entender que, habiendo sido tal el caso en las montañas escocesas en tiempos de los padres del prisionero, muchas de esas nociones y sentimientos deben seguir influyendo en la generación actual. No se puede ni se debe, ni siquiera en el más doloroso de los casos, alterar la administración de la justicia, que está tanto en sus manos, caballeros del jurado, como en las mías. El primer objetivo de la civilización consiste en colocar la protección universal de la ley administrada con equidad en lugar de esa justicia salvaje en la que cada uno hacía y deshacía de acuerdo con la longitud de su espada y la fuerza de su brazo. La ley, con una voz sólo inferior a la de la Deidad, les dice a sus súbditos: «La venganza es mía». En el instante en que da tiempo de que la ira amaine y se interponga la razón, la parte injuriada debe darse cuenta de que la ley asume la exclusiva competencia sobre el bien y el mal entre ambas partes, y opone su inviolable escudo ante cualquier tentativa de resarcirse por propia cuenta. Repito que este ser desgraciado debía en lo personal ser objeto más de nuestra piedad que de nuestros reproches, porque erró en su ignorancia y debido a una noción equivocada del honor. Pero su crimen no es por eso ni más ni menos que un asesinato, caballeros, y, en su alta e importante condición, es su deber fallar en ese sentido. Los ingleses tienen tanta capacidad para la ira como los escoceses, y si la acción de este hombre permaneciera impune, todos podrían, bajo cualquier pretexto, desenvainar mil puñales entre uno y otro extremo de Inglaterra».
Y así puso fin el venerable juez a lo que, a juzgar por su aparente emoción y por las lágrimas que bañaban sus ojos, había sido un doloroso deber. El jurado, de acuerdo con sus instrucciones, pronunció el veredicto de culpable. Robin Oig M’Combich, alias M’Gregor, fue sentenciado a muerte, y su ejecución tuvo lugar en el momento asignado. Robin se enfrentó a su destino con gran firmeza y reconoció la justicia de su condena. Pero no por eso dejó de negar indignado las acusaciones de haber atacado a un hombre desarmado.
—Doy una vida por la vida que he tomado —les dijo—, ¿qué más puedo hacer?
Fin