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Los dioses de Bal-Sagoth

Generado con IA

1. ACERO EN LA TORMENTA

El relámpago deslumbró los ojos de Turlogh O’Brien y sus pies resbalaron sobre un charco de sangre mientras se dirigía tambaleante hacia la oscilante cubierta. El entrechocar del acero rivalizaba con el estruendo del trueno, y los gritos de muerte atravesaban el rugido de las olas y el viento. El incesante parpadeo del relámpago destellaba sobre los cadáveres que se desparramaban enrojecidos y sobre las gigantescas figuras cornudas que rugían y golpeaban como inmensos demonios salidos de la tormenta de medianoche, con la gran proa en forma de pico cerniéndose sobre ellos.

La maniobra era rápida y desesperada; bajo la iluminación momentánea una feroz cara barbuda resplandeció ante Turlogh, y su veloz hacha centelleó, partiéndola hasta el mentón. En la breve y completa negrura que siguió al relámpago, un golpe invisible arrancó el casco de Turlogh de su cabeza y él respondió ciegamente, sintiendo cómo su hacha se hundía en la carne, y oyendo a un hombre aullar. Una vez más estallaron los fuegos en los cielos furiosos, mostrando al gaélico el círculo de rostros salvajes, el cerco de acero resplandeciente que le rodeaba.

Con la espalda contra el mástil principal, Turlogh esquivó y atacó; entonces, a través de la locura de la refriega resonó una fuerte voz, y en un instante relampagueante el gaélico atisbo una figura gigante, un rostro extrañamente familiar. Luego, el mundo se sumió en una negrura pintada de fuego.

La conciencia regresó lentamente. Turlogh percibió en primer lugar un movimiento oscilante, como si se meciera, que afectaba a todo su cuerpo y que no podía evitar. Luego una palpitación sorda en la cabeza le atormentó y quiso llevarse las manos a ella. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba atado de pies y manos, lo cual no era una experiencia completamente nueva. Al aclarársele la vista, descubrió que estaba atado al mástil del dragón cuyos guerreros le habían derribado. No entendía por qué le habían perdonado, pues si le conocían lo más mínimo debían de saber que era un forajido, un proscrito de su propio clan, que no pagaría rescate ni para salvarle de los pozos del Infierno.

El viento había disminuido en gran medida, pero el mar estaba encrespado, lo cual agitaba el barco como una astilla, hundiéndolo en abismos profundos para después levantarlo sobre crestas espumeantes. Una luna plateada y redonda, que asomaba a través de nubes desgarradas, iluminaba el oleaje furioso. El gaélico, criado en la salvaje costa oeste de Irlanda, sabía que el barco serpiente estaba tocado. Lo notaba por la forma en que se movía torpemente, hundiéndose en la espuma, escorándose con el impulso de las olas. No era de extrañar, la tempestad que había estado asolando aquellas aguas sureñas había bastado para dañar incluso una nave tan recia como las que construían estos vikingos.

El mismo vendaval había atrapado al bajel francés en el que Turlogh iba como pasajero, apartándolo de su rumbo y llevándolo hacia el sur. Los días y las noches habían sido un caos ciego y aullante en el que el barco había sido vapuleado, mientras volaba como un pájaro herido delante de la tormenta. Y en mitad del castigo de la tempestad, una proa con forma de pico se había cernido sobre la popa de la nave, más baja y más ancha, y los garfios se habían hundido en ella. Sin duda aquellos nórdicos eran lobos y el ansia de sangre que ardía en sus corazones no era humano. Bajo el terror y el estrépito de la tormenta, saltaron aullando al abordaje, y mientras los cielos embravecidos arrojaban toda su cólera sobre ellos, y cada golpe de las aguas frenéticas amenazaba con engullir a ambos barcos, aquellos lobos de mar saciaron su furia hasta hartarse; eran verdaderos hijos del mar, cuya rabia salvaje reverberaba en sus abultados pechos. Había sido una masacre, más que un combate; el celta era el único hombre capaz de luchar a bordo del barco condenado; y ahora recordaba la extraña familiaridad de la cara que había atisbado justo antes de que le derribaran. ¿Quién…?

—¡Te saludo, mi valiente dalcasiano, hacía mucho que no nos veíamos!

Turlogh miró al hombre que tenía delante, con los pies firmemente anclados sobre la cubierta. Tenía una enorme estatura, pues era al menos media cabeza más alto que Turlogh, que alcanzaba de sobra más de seis pies. Sus piernas eran como columnas, sus brazos como si estuvieran hechos de roble y hierro. Su barba era de un oro quebradizo, semejante al de los brazaletes que llevaba. Una camisa de malla reforzaba su apariencia bélica, al igual que el casco con cuernos parecía incrementar su estatura. Pero no había ira en los tranquilos ojos grises que miraban con calma a los ojos azules e incandescentes del gaélico.

—¡Athelstane, el sajón!

—Sí… han pasado muchos días desde que me diste esto —el gigante señaló una fina cicatriz blanca sobre su sien—. Parecemos condenados a encontrarnos en noches de furia; primero cruzamos los aceros la noche que quemaste el skalli de Thorfel. Luego caí ante tu hacha y me salvaste de los pictos de Brogar… el único entre todos los que seguían a Thorfel. Esta noche fui yo quien te derribó a ti.

Tocó la gran espada para dos manos atada a sus hombros, y Turlogh maldijo.

—No, no me injuries —dijo Athelstane con expresión dolorida—, podría haberte matado en el fragor de la batalla; te golpeé con lo plano, pero como sé que los irlandeses tenéis el cráneo duro, golpeé con ambas manos. Llevas horas sin sentido. Lodbrog te habría matado con el resto de la tripulación del mercante, pero yo reclamé tu vida. Pero los vikingos sólo aceptaron perdonarte con la condición de que estés atado al mástil. Te conocen de antaño.

—¿Dónde estamos?

—No me preguntes. La tormenta nos ha alejado de nuestro rumbo. Nos dirigíamos a saquear las costas de España. Cuando el azar nos hizo encontrarnos con vuestro barco, por supuesto que aprovechamos la oportunidad, pero sacamos escaso botín. Ahora nos dejamos llevar por la deriva, sin saber adónde vamos. El timón está roto y el barco entero está tocado. Por lo que sé, podríamos dirigirnos al mismo confín del mundo. Jura unirte a nosotros y te soltaré.

—¡Juro unirme a las huestes del Infierno! —gruñó Turlogh—. Prefiero hundirme con el barco y dormir eternamente bajo las aguas verdes, atado a este mástil. ¡Sólo me arrepiento de no poder enviar más lobos marinos a unirse al centenar que ya he enviado al Purgatorio!

—Bueno, bueno —dijo Athelstane con tolerancia—, un hombre tiene que comer… mira… te soltaré las manos como mínimo… ahora, hinca los dientes en esta tajada de carne.

Turlogh inclinó la cabeza hacia la gran tajada y la desgarró con voracidad. El sajón le contempló un instante, y luego se alejó. Un hombre extraño, reflexionó Turlogh, este sajón renegado que cazaba con la manada de lobos del norte, un guerrero salvaje en la batalla, pero con rastros de nobleza en su constitución que le distinguían de los hombres con quienes se asociaba.

La nave cabeceó ciegamente durante toda la noche, y Athelstane, que regresó con un gran cuerno de cerveza espumeante, subrayó el hecho de que las nubes volvían a reunirse, oscureciendo el rostro furioso del mar. Dejó las manos del gaélico desatadas, pero Turlogh seguía amarrado al mástil con firmeza por las cuerdas que le rodeaban las piernas y el cuerpo. Los piratas no prestaban atención a su prisionero; estaban demasiado ocupados impidiendo que su nave mutilada se fuera a pique.

Por último Turlogh creyó oír de vez en cuando un rugido profundo por encima del estrépito de las olas. Fue creciendo en volumen, y cuando los oídos duros de los nórdicos lo oyeron, el barco saltó como un caballo espoleado, con todos sus tablones tensos. Como por arte de magia las nubes, iluminándose con el amanecer, se apartaron a ambos lados, mostrando una desolación de aguas grises y agitadas, y una larga muralla de olas que rompían justo enfrente. Más allá de la furia espumeante de los arrecifes se adivinaba la tierra, aparentemente una isla. El rugido creció hasta alcanzar proporciones ensordecedoras, y el barco, atrapado en la violencia de la marea, se lanzó de cabeza hacia su fin. Turlogh vio a Lodbrog esforzándose, su larga barba flotando al viento mientras alzaba los puños y vociferaba órdenes fútiles. Athelstane llegó corriendo a través de la cubierta.

—Todos tendremos pocas posibilidades —gruñó mientras cortaba las ligaduras del gaélico—, pero tú tendrás tantas como el resto…

Turlogh se puso en pie de un salto, libre.

—¿Dónde está mi hacha?

—En el armero. Pero por la sangre de Thor, hombre —se maravilló el gran sajón—, no querrás cargar con peso ahora…

Turlogh había agarrado el hacha y la confianza fluyó como el vino a través de sus venas al notar el tacto familiar del mango delgado y grácil. Su hacha formaba parte de él tanto como su mano derecha; si debía morir, deseaba morir con ella en la mano. Rápidamente la deslizó en su cinto. Le habían despojado de toda su armadura cuando le capturaron.

—Hay tiburones en estas aguas —dijo Athelstane, preparándose para quitarse la cota de malla—. Si tenemos que nadar…

El barco chocó dando un golpe que partió sus mástiles e hizo añicos su proa como si fuera de cristal. Su pico de dragón se elevó en el aire y los hombres rodaron como bolos y cayeron desde su cubierta inclinada. Durante un momento el barco permaneció inmóvil, tembloroso como si estuviera vivo, luego resbaló sobre el arrecife invisible y se hundió en una cortina cegadora de espuma.

Turlogh había abandonado la cubierta lanzándose en una zambullida lejana que le puso a salvo. Emergió en mitad del tumulto, combatió las aguas durante un momento enloquecido, y luego agarró unos restos que las olas habían sacado a flote. Mientras subía gateando, una forma chocó contra él y volvió a hundirse. Turlogh metió el brazo bajo el agua, agarró el cinto de una espada y subió al hombre a su improvisada balsa. En un instante había reconocido al sajón, Athelstane, todavía lastrado por la armadura que no había tenido tiempo de quitarse. El hombre parecía aturdido. Estaba exánime, con las extremidades colgando.

Turlogh recordaría aquel viaje a través de las olas como una pesadilla caótica. La marea los sacudió, arrojando su frágil navío hacia las profundidades, y luego lanzándolos hasta los cielos. No había nada que hacer excepto agarrarse y confiar en la suerte. Y Turlogh se agarró, sujetando al sajón con una mano y la balsa con la otra, mientras le parecía que los dedos se le partían por el esfuerzo. Una y otra vez estuvieron a punto de ser sumergidos; de pronto, por algún milagro, estuvieron a salvo, flotando en aguas relativamente tranquilas, y Turlogh vio una delgada aleta cortando la superficie a una yarda de distancia. Desapareció en un remolino de agua, y Turlogh tomó su hacha y atacó. Las aguas se tiñeron de rojo instantáneamente y la embestida de unas formas sinuosas hizo que el navío se balanceara. Mientras los tiburones destrozaban a su hermano, Turlogh, remando con las manos, llevó la burda balsa hacia la orilla hasta que pudo sentir el fondo. Caminó hasta la playa, medio cargando con el sajón; luego, a pesar de su vigor de hierro, Turlogh O’Brien se desplomó, exhausto, y no tardó en quedarse profundamente dormido.

2. DIOSES DEL ABISMO

Turlogh no durmió mucho. Cuando despertó, el sol acababa de salir sobre el horizonte marino. El gaélico se levantó, sintiéndose tan recuperado como si hubiera dormido la noche entera, y miró a su alrededor. La ancha playa blanca ascendía en pendiente suave desde el agua hasta un trecho ondulante de árboles gigantescos. Allí no parecía que hubiera maleza, pero los inmensos troncos estaban tan juntos que su vista no consiguió penetrar en la selva. Athelstane estaba en pie a cierta distancia sobre una franja de arena que se introducía en el mar. El enorme sajón se apoyaba en su gran espada y miraba hacia los arrecifes.

Desperdigadas por la playa yacían las figuras rígidas que el mar había llevado hasta la orilla. Un repentino gruñido de satisfacción brotó de labios de Turlogh. A sus mismos pies había un regalo de los dioses; un vikingo yacía muerto, con su armadura completa, que incluía el casco y la cota de malla que no había tenido tiempo de quitarse cuando el barco se fue a pique, y Turlogh vio que eran los suyos. Incluso el ligero escudo redondo atado a la espalda del nórdico era el suyo. Turlogh apenas se paró a preguntarse cómo habían acabado todos sus arreos en posesión de un solo hombre, y rápidamente desvistió al muerto y se puso el casco liso y redondo y la cota de malla negra. Así protegido cruzó la playa hacia Athelstane, los ojos centelleando de forma poco amistosa.

El sajón se volvió cuando se aproximó a él.

—Te saludo, gaélico —le recibió—. Somos los únicos que quedamos vivos de todos los que íbamos embarcados con Lodbrog. El mar verde y hambriento se los ha bebido a todos. ¡Te debo la vida, por Thor! Con el peso de mi malla, y con el golpe en la cabeza que me di con la borda, habría sido comida para los tiburones con toda seguridad, de no ser por ti. Ahora parece un sueño.

—Tú me salvaste la vida —gruñó Turlogh—, y yo te la salvé a ti. Ahora la deuda está pagada, las cuentas están saldadas, así que levanta la espada y pongamos fin a esto.

Athelstane se quedó mirándole.

—¿Deseas luchar conmigo? ¿Por qué…? ¿Qué…?

—¡Aborrezco a tu raza como aborrezco a Satanás! —rugió el gaélico, con un tinte de locura en sus ojos incandescentes— ¡Tus lobos han saqueado a mi pueblo durante quinientos años! ¡Las ruinas humeantes de las tierras del sur, los mares de sangre derramada, reclaman venganza! ¡Los gritos de un millar de muchachas violadas resuenan en mis oídos, día y noche! ¡Ojalá el Norte tuviera un solo pecho para que mi hacha lo hendiera!

—Pero yo no soy nórdico —tronó el gigante, molesto.

—Mayor vergüenza para ti, renegado —dijo delirante el enloquecido gaélico—. ¡Defiéndete si no quieres que te aniquile a sangre fría!

—No hago esto por gusto —protestó Athelstane, levantando su poderosa hoja, sus ojos grises serios, pero sin revelar temor—. Los hombres dicen la verdad cuando dicen que la locura anida en ti.

Las palabras cesaron cuando los hombres se prepararon para entrar en acción mortíferamente. El gaélico se aproximó a su enemigo, agazapándose como una pantera, los ojos centelleantes. El sajón esperó la embestida, los pies firmemente separados, la espada sujeta en alto con ambas manos. Eran el hacha y el escudo de Turlogh contra la espada para dos manos de Athelstane, en un duelo donde un solo golpe podría acabar con cada uno de ellos. Como dos grandes bestias de la selva, jugaron su juego mortífero y sigiloso, y entonces…

¡Mientras los músculos de Turlogh se tensaban para el salto de la muerte, un terrible sonido desgarró el silencio! Ambos hombres se sobresaltaron y retrocedieron. Desde las profundidades del bosque que tenían a sus espaldas llegaba un chillido inhumano y espeluznante. Agudo, pero de gran volumen, se elevaba cada vez más intenso hasta que murió en su nota más alta, como el triunfo de un demonio, como el grito de algún ogro atroz regodeándose sobre su presa humana.

—¡Sangre de Thor! —tartamudeó el sajón, dejando caer la punta de su espada—. ¿Qué ha sido eso?

Turlogh agitó la cabeza. Incluso sus nervios de acero estaban un tanto afectados.

—Algún demonio del bosque. Esto es una tierra extraña en un mar extraño. Puede que el mismo Satanás reine aquí y que esto sea la puerta del Infierno.

Athelstane miró inseguro. Era más pagano que cristiano, y sus diablos eran diablos bárbaros. Pero no eran menos macabros por ello.

—Bueno —dijo—, olvidemos nuestra disputa hasta que veamos qué puede ser. Dos espadas son mejores que una, sea contra un hombre o contra un diablo…

Un chillido salvaje le interrumpió. Esta vez era una voz humana, que helaba la sangre por su terror y su desesperación. Al mismo tiempo llegó el rápido repiqueteo de pies y el torpe roce de un cuerpo pesado entre los árboles. Los guerreros se giraron hacia el sonido, y de las sombras profundas salió corriendo una mujer medio desnuda como una hoja blanca arrastrada por el viento. Su pelo suelto fluía como una llama de oro detrás de ella, sus blancas extremidades relampagueaban bajo el sol de la mañana, sus ojos centelleaban con terror frenético. Y detrás de ella…

Incluso a Turlogh se le pusieron los pelos de punta. La cosa que perseguía a la muchacha no era ni hombre ni bestia. Su forma era como la de un pájaro, pero un pájaro como no se ha visto en el resto del mundo desde hace muchas eras. Se alzaba hasta unos doce pies de altura, y su maligna cabeza con los perversos ojos rojos y su cruel pico curvo, era tan grande como la cabeza de un caballo. El cuello largo y curvo era más grueso que el muslo de un hombre y los enormes pies con garras podrían haber apresado a la mujer como un águila apresa un gorrión.

Todo esto lo vio Turlogh en una mirada, mientras saltaba entre el monstruo y su presa, que se derrumbó con un grito sobre la playa. Aquello se irguió sobre él como una montaña de muerte, y el maligno pico cayó como una flecha, mellando el escudo que había levantado y haciendo que se tambaleara con el impacto. Él atacó en el mismo instante, pero el afilado hacha se hundió sin hacer daño en un colchón de plumas puntiagudas. Una vez más, el pico relampagueó y su salto lateral le salvó la vida por un pelo. Y entonces Athelstane llegó corriendo y, fijando firmemente sus pies, giró su enorme espada con ambas manos y con todas sus fuerzas. La poderosa hoja cortó una de las patas parecidas a árboles bajo la rodilla, y con un chirrido repugnante, el monstruo cayó de costado, aleteando salvajemente con sus cortas alas pesadas. Turlogh hundió el pincho de su hacha en medio de los ojos feroces y el pájaro gigantesco dio una patada convulsiva y se quedó inmóvil.

—¡Sangre de Thor! —Los ojos grises de Athelstane centelleaban con el ansia de la batalla—. En verdad hemos llegado al confín del mundo…

—Vigila el bosque por si viniera otro —replicó Turlogh, volviéndose hacia la mujer que se había puesto en pie y jadeaba, los ojos abiertos de asombro. Era un ejemplar espléndido y joven, alta, de miembros esbeltos, delgada y bien formada. Su único atavío era un pedazo simple de seda que colgaba descuidadamente entre sus caderas. Pero aunque la escasez de ropa sugería el salvajismo, su piel era de un blanco nevado, su pelo suelto del oro más puro, y sus ojos grises. Por fin habló apresuradamente, tartamudeando, en la lengua de los nórdicos, como si no la hubiera hablado en años.

—¿Quiénes…? ¿Quiénes sois, hombres? ¿De dónde venís? ¿Qué hacéis en la Isla de los Dioses?

—¡Sangre de Thor! —murmuró el sajón—. ¡Es de nuestra propia especie!

—¡No de la mía! —replicó Turlogh, incapaz incluso en un momento así de olvidar su odio hacia la gente del Norte.

La muchacha los miró con curiosidad.

—El mundo debe de haber cambiado mucho desde que lo abandoné —dijo, evidentemente con pleno control de sí misma una vez más—. Si no, ¿por qué iban a cazar juntos el lobo y el toro salvaje? Por tu pelo negro, veo que eres gaélico, y tú, grandullón, tienes un matiz en tu acento que no puede ser más que sajón.

—Somos dos proscritos —contestó Turlogh—. ¿Ves los hombres muertos que llenan la playa? Eran la tripulación del dragón que nos trajo hasta aquí, impulsado por la tormenta. Este hombre, Athelstane, antaño de Wessex, era espadachín en ese barco y yo era cautivo. Soy Turlogh Dubh, antaño jefe del Clan na O’Brien. ¿Quién eres tú y qué tierra es esta?

—Esta es la tierra más antigua del mundo —contestó la muchacha—. Roma, Egipto y Catay son como infantes a su lado. Yo soy Brunilda, hija del hijo de Rane Thorfin, de las Oreadas, y hasta hace unos días reina de este antiguo reino.

Turlogh miró inseguro a Athelstane. Aquello sonaba a brujería.

—Después de lo que acabamos de ver —murmuró el gigante— estoy dispuesto a creer cualquier cosa. Pero ¿de verdad que eres la hija raptada al hijo de Rane Thorfin?

—¡Sí! —gritó la muchacha—. ¡Lo soy! Me raptaron cuando Tostig el Loco saqueó las Oreadas y quemó las posesiones de Rane en ausencia de su señor…

—Y después Tostig desapareció de la faz de la tierra… ¡o del mar! —interrumpió Athelstane—. En verdad era un loco. Navegué con él en una incursión marítima hace muchos años, cuando apenas era un muchacho.

—Y su locura me desterró a esta isla —contestó Brunilda—, pues después de que hubo saqueado las costas de Inglaterra, el fuego de su cerebro le condujo a mares desconocidos; al sur y cada vez más al sur hasta que incluso los lobos feroces que gobernaba empezaron a murmurar. Entonces una tormenta nos condujo hasta estos arrecifes, aunque desde otra dirección, y destrozaron el dragón igual que el vuestro quedó destrozado anoche. Tostig y todos sus hombres fuertes perecieron en las olas, pero yo me aferré a los restos del naufragio y un capricho de los dioses me arrojó a la playa, medio muerta. Tenía quince años. Eso fue hace diez años.

»Encontré un pueblo extraño y terrible que habitaba aquí, un pueblo de piel morena que conocía muchos secretos oscuros de la magia. Me encontraron sin sentido en la playa y, debido a que era la primera mujer blanca que jamás habían visto, sus sacerdotes proclamaron que era una diosa que les había entregado el mar, al cual adoran. Así que me metieron en el templo con el resto de sus curiosos dioses y me prestaron reverencia. Y su sumo sacerdote, el viejo Gothan, ¡maldito sea su nombre!, me enseñó muchas cosas extrañas y terribles. Pronto aprendí su idioma y buena parte de los misterios interiores de sus sacerdotes. Y a medida que fui alcanzando la edad adulta, el deseo del poder se agitó dentro de mí; ¡pues las gentes del Norte están hechas para gobernar a los pueblos del mundo, y no es propio de la hija de un rey del mar sentarse sumisamente en un templo y aceptar las ofrendas de frutas, flores y sacrificios humanos!

Se detuvo un momento, con los ojos centelleantes. En verdad, parecía digna hija de la feroz raza a la que afirmaba pertenecer.

—Bueno —continuó—, hubo uno que me amó, Kotar, un joven jefe. Con él maquiné y por último me levanté y me deshice del yugo del viejo Gothan. ¡Fue una época brutal de maquinaciones y contra-maquinaciones, intrigas, rebeliones y matanzas sangrientas! Los hombres y las mujeres murieron como moscas y las calles de Bal-Sagoth se inundaron de rojo… ¡pero al final triunfamos, Kotar y yo! ¡La dinastía de Angar tocó a su fin en una noche de sangre y furia y yo reiné suprema en la Isla de los Dioses, reina y diosa!

Se había estirado hasta su máxima altura, su hermoso rostro iluminado por el orgullo feroz, su pecho hinchándose. Turlogh se sentía a la vez fascinado y repelido. Había visto subir y caer a los gobernantes, y entre las líneas de su breve relato había podido leer el derramamiento de sangre y la matanza, la crueldad y la traición, comprendiendo la crueldad esencial de esta muchacha-mujer.

—Pero si eras la reina —preguntó—, ¿cómo es que ahora te encontramos perseguida en los bosques de tus dominios por este monstruo, como una esclava a la fuga?

Brunilda se mordió los labios y la furia hizo que sus mejillas enrojecieran.

—¿Qué es lo que hace caer a todas las mujeres, cualquiera que sea su posición? Confié en un hombre, Kotar, mi amante, con quien compartí mi gobierno. Él me traicionó; después de que le llevé hasta el poder supremo en el reino, el siguiente al mío, descubrí que hacía la corte en secreto a otra muchacha. ¡Los hice matar a ambos!

Turlogh sonrió con frialdad.

—¡Eres una verdadera Brunilda! ¿Y entonces qué?

—Kotar era amado por el pueblo. El viejo Gothan provocó una revuelta. Cometí mi mayor error cuando dejé que ese viejo viviera. Pero no me atreví a matarle. Bueno, Gothan se levantó contra mí, igual que yo me había levantado contra él, y los guerreros se rebelaron, matando a quienes eran fieles a mí. A mí me tomaron prisionera pero no se atrevieron a matarme; pues al fin y al cabo era una diosa, según creían. Así que antes del alba, temiendo que el pueblo cambiara de idea una vez más y me devolviera al poder, Gothan hizo que me llevaran a la laguna que separa esta parte de la isla de la otra. Los sacerdotes cruzaron la laguna remando y me dejaron aquí, desnuda e indefensa, abandonada a mi destino.

—¿Y el destino era… esto? —Athelstane tocó el enorme cadáver con el pie.

Brunilda se estremeció.

—Hace muchas eras abundaban estos monstruos en la isla, según cuentan las leyendas. Hacían la guerra contra el pueblo de Bal-Sagoth y los devoraban por centenares. Pero por fin fueron todos exterminados en la parte principal de la isla, y a este lado de la laguna murieron todos excepto este, que ha morado aquí durante siglos. En los viejos tiempos vinieron huestes de hombres a buscarle, pero era el mayor de los pájaros-diablo y mató a todos los que lucharon contra él. Así que los sacerdotes lo convirtieron en dios y le cedieron esta parte de la isla. Aquí no viene nadie excepto los que son traídos en sacrificio… como yo. No puede llegar hasta la parte principal de la isla porque la laguna está infestada de grandes tiburones que le harían pedazos incluso a él.

»Durante un tiempo lo eludí, deslizándome entre los árboles, pero por fin me descubrió… y ya conocéis el resto. Os debo la vida. ¿Ahora qué vais a hacer conmigo?

Athelstane miró a Turlogh y Turlogh se encogió de hombros.

—¿Qué podemos hacer, excepto morirnos de hambre en este bosque?

—¡Yo os lo diré! —la muchacha gritó con voz cantarina, sus ojos centelleando de nuevo por los rápidos procesos de su ágil cerebro—. Existe una antigua leyenda entre esta gente: ¡que hombres de voluntad de hierro saldrán del mar y la ciudad de Bal-Sagoth caerá! ¡Vosotros, con vuestras cotas de malla y vuestros cascos, seréis vistos como hombres de hierro por este pueblo que no sabe nada de armaduras! Habéis matado a Groth-golka el dios-pájaro, habéis salido del mar como salí yo… la gente os verá como dioses. ¡Venid conmigo y ayudadme a recuperar mi reino! ¡Seréis mis hombres de confianza y os cubriré de honores! ¡Exquisitas vestiduras, palacios maravillosos, las más bellas muchachas, todo será vuestro!

Sus promesas pasaron por los pensamientos de Turlogh sin dejar huella, pero el esplendor enloquecido de la propuesta le intrigó. Sentía grandes deseos de contemplar aquella extraña ciudad de la cual hablaba Brunilda, y la idea de que dos guerreros y una muchacha se enfrentaran a toda una nación por una corona conmovía las más hondas profundidades de su alma celta de caballero errante.

—Está bien —dijo—. ¿Tú qué dices, Athelstane?

—Tengo el estómago vacío —gruñó el gigante—. Llevadme a donde haya comida y me abriré camino a mandobles hasta ella, aunque sea a través de una horda de sacerdotes y guerreros.

—¡Condúcenos hasta esa ciudad! —dijo Turlogh a Brunilda.

—¡Viva! —gritó ella agitando sus blancos brazos con alegría salvaje— ¡Que tiemblen Gothan y Ska y Gelka! ¡Con vosotros a mi lado, recuperaré la corona que me arrebataron, y esta vez no perdonaré al enemigo! ¡Arrojaré al viejo Gothan desde la almena más alta, aunque los berridos de sus demonios conmuevan las mismas entrañas de la tierra! Y veremos si el dios Gol-goroth se enfrenta a la espada que cortó la pierna de Groth-golka. Ahora cortad la cabeza de este cadáver para que la gente sepa que habéis vencido al dios-pájaro. ¡Y seguidme, pues el sol asciende en el cielo y quiero dormir en mi palacio esta noche!

Los tres desaparecieron entre las sombras del impresionante bosque. Las ramas entrelazadas, a cientos de pies sobre sus cabezas, hacían que la luz que se filtraba fuera tenue y extraña. No se veía vida alguna excepto algún pájaro ocasional de colores alegres o algún enorme simio. Aquellas bestias, dijo Brunilda, eran supervivientes de otra época, inofensivas excepto si se las atacaba. Pronto la vegetación cambió un poco, los árboles se hicieron menos frondosos y se volvieron más pequeños, y frutas de muchas clases se pudieron ver entre las ramas. Brunilda dijo a los guerreros cuáles tomar y comer mientras avanzaban. Turlogh se sintió satisfecho con la fruta, pero Athelstane, aunque comió una cantidad enorme, lo hizo con escaso placer. La fruta era poco sustento para un hombre acostumbrado a un material tan robusto como el que integraba su dieta habitual. Incluso entre los glotones daneses, la capacidad del sajón para tragar ternera y cerveza era admirada.

—¡Mirad! —gritó Brunilda agudamente, deteniéndose y señalando— ¡Las cúpulas de Bal-Sagoth!

A través de los árboles, los guerreros percibieron un resplandor, blanco y reluciente, y aparentemente lejano. Captaron una impresión fantástica de almenas que se elevaban en las alturas, con nubes como plumas flotando a su alrededor. La visión despertó extraños sueños en las profundidades místicas del alma del gaélico, e incluso Athelstane quedó en silencio como si él también se sintiera impresionado por la belleza y el misterio pagano de la escena.

Así que siguieron avanzando por el bosque, perdiendo de vista en ocasiones la ciudad lejana que quedaba tapada por las copas de los árboles, y volviendo a verla de nuevo. Por fin salieron a la ribera baja de una enorme laguna azul y la belleza plena del paisaje estalló ante sus ojos. Desde la orilla contraria el terreno ascendía en pendiente con largas y suaves ondulaciones que rompían como grandes y perezosas olas al pie de una cordillera de colinas azules a unas millas de distancia. Aquellas amplias ondas estaban cubiertas de hierba alta y de muchas arboledas, mientras que a millas de distancia a ambas manos se veía curvándose en la lejanía la franja de bosque espeso que Brunilda dijo que rodeaba toda la isla. Y entre aquellas colinas de azul de ensueño estaba posada la antigua ciudad de Bal-Sagoth, sus blancas murallas y sus torres de zafiro recortadas contra el cielo de la mañana. La impresión de una gran distancia no había sido más que una ilusión.

—¿No es un reino por el que merece la pena luchar? —gritó Brunilda con voz vibrante—. Ahora, rápido, aparejemos una balsa con esta madera seca. No sobreviviríamos un instante si quisiéramos nadar en esas aguas infestadas de tiburones.

En aquel instante asomó una figura de entre las hierbas altas en la otra orilla, un hombre desnudo de piel morena que miró durante un instante, boquiabierto. Luego, cuando Athelstane gritó y levantó la cabeza terrible de Groth-golka, el desgraciado lanzó un grito asustado y salió corriendo como un antílope.

—Un esclavo que Gothan dejó para ver si intentaba cruzar a nado la laguna —dijo Brunilda con furiosa satisfacción—. Que corra a la ciudad y les cuente… Pero démonos prisa en cruzar la laguna antes de que Gothan pueda llegar para dificultarnos el paso.

Turlogh y Athelstane ya estaban atareados. Había cierta cantidad de árboles muertos alrededor, y los despojaron de sus ramas y los ataron con largas lianas. En poco tiempo habían construido una balsa, burda y tosca, pero capaz de llevarlos al otro lado de la laguna. Brunilda lanzó un sincero suspiro de alivio cuando pusieron el pie en la orilla opuesta.

—Vamos derechos a la ciudad —dijo—. El esclavo ya la habrá alcanzado y estarán esperándonos en las murallas. Nuestro único curso de acción es la osadía. ¡Martillo de Thor, me gustaría ver la cara de Gothan cuando el esclavo le diga que Brunilda regresa con dos extraños guerreros y con la cabeza de aquel a quien ella fue entregada como sacrificio!

—¿Por qué no mataste a Gothan cuando tenías el poder? —preguntó Athelstane.

Ella agitó la cabeza, sus ojos nublados con algo parecido al miedo.

—Es más fácil decirlo que hacerlo. La mitad de la gente odia a Gothan, la otra mitad le ama, y todos le temen. Los hombres más ancianos de la ciudad dicen que era viejo cuando ellos eran niños. La gente cree que es más un dios que un sacerdote, y yo misma le he visto hacer cosas terribles y misteriosas, que exceden el poder de un hombre normal.

»No, cuando sólo era una marioneta en sus manos, apenas llegué hasta el límite exterior de sus misterios, pero he visto cosas que me han helado la sangre. He visto extrañas sombras levantarse a lo largo de los muros en la medianoche, y mientras avanzaba a tientas por negros pasillos subterráneos en mitad de la noche he oído sonidos atroces y he sentido la presencia de seres repugnantes. Y una vez oí los espeluznantes bramidos babeantes de la Cosa sin nombre que Gothan ha encadenado en las entrañas de las colinas sobre las cuales descansa la ciudad de Bal-Sagoth.

Brunilda se estremeció.

—Hay muchos dioses en Bal-Sagoth, pero el mayor de todos es Gol-goroth, el dios de la oscuridad que se sienta para toda la eternidad en el Templo de las Sombras. Cuando derroqué a Gothan, prohibí a los hombres que adorasen a Gol-goroth, e hice que los sacerdotes venerasen, como deidad verdadera, a A-ala, la hija del mar… yo misma. Hice que hombres fuertes tomaran los martillos y golpeasen la imagen de Gol-goroth, pero sus golpes sólo destrozaron los martillos y provocaron extrañas lesiones a los hombres que los blandieron. Gol-goroth era indestructible y no mostraba mella alguna. Así que desistí y cerré las puertas del Templo de las Sombras, que sólo fueron abiertas cuando fui derrocada y Gothan, que había estado acechando en los lugares secretos de la ciudad, volvió a imponer su voluntad. Entonces Gol-goroth reinó de nuevo con todo su terror y los ídolos de A-ala fueron derribados en el Templo del Mar, y los sacerdotes de A-ala murieron aullando en el altar manchado de rojo ante el dios negro. ¡Pero ya veremos ahora!

—Sin duda eres una auténtica valkiria —musitó Athelstane—. Pero tres contra una nación entera es una gran desventaja, especialmente con un pueblo como este, que seguramente estará formado por brujas y hechiceros.

—¡Bah! —gritó Brunilda con desprecio—. Hay muchos hechiceros, es cierto, pero aunque el pueblo es extraño para nosotros, a su manera no son más que necios, como todas las naciones. Cuando Gothan me condujo cautiva por las calles, me escupieron. ¡Ahora veréis cómo se vuelven contra Ska, el nuevo rey que Gothan les ha dado, cuando parezca que mi estrella vuelve a ascender! Pero nos aproximamos a las puertas de la ciudad… ¡sed valientes pero precavidos!

Habían ascendido las largas pendientes combadas y no estaban lejos de las murallas que se elevaban enormes. Sin duda, pensó Turlogh, dioses paganos erigieron esta ciudad. Los muros parecían de mármol y con sus almenas decoradas con grecas y sus delgadas torres vigía, empequeñecía el recuerdo de ciudades como Roma, Damasco y Bizancio. Una ancha y tortuosa carretera blanca conducía desde los niveles inferiores hasta la explanada que se abría ante las puertas, y a medida que ascendían por aquel camino, los tres aventureros sintieron cientos de ojos ocultos y fijos en ellos con feroz intensidad. Los muros parecían desiertos; podría haber sido una ciudad muerta. Pero el impacto de aquellos ojos que miraban se dejaba sentir.

Por fin estuvieron ante las inmensas puertas, que a los asombrados ojos de los guerreros parecían estar hechas de plata cincelada.

—¡Aquí hay para pagar el rescate de un emperador! —murmuró Athelstane, los ojos encendidos— ¡Sangre de Thor, ojalá tuviéramos una banda de saqueadores y un barco para llevarnos el botín!

—Golpead la puerta y luego retroceded, si no queréis que os caiga algo encima de la cabeza —dijo Brunilda, y el trueno del hacha de Turlogh sobre los portales despertó ecos en las colinas dormidas.

Entonces los tres retrocedieron unos pasos y repentinamente las poderosas puertas se abrieron hacia dentro y una extraña muchedumbre quedó a la vista. Los dos guerreros blancos contemplaron un espectáculo de grandeza bárbara. Un tropel de hombres altos, delgados y de piel morena permanecía en pie en las puertas. Su única indumentaria eran taparrabos de seda, cuya excelente manufactura contrastaba extrañamente con la casi desnudez de sus portadores. Altas plumas ondulantes de muchos colores engalanaban sus cabezas, y brazaletes y aros para las piernas de oro y plata, con joyas resplandecientes incrustadas, completaban su ornamentación. No llevaban armadura alguna, pero cada uno esgrimía un escudo ligero en el brazo izquierdo, hecho de madera dura, muy pulimentada, y reforzado con plata. Sus armas eran lanzas de hoja plana, hachas ligeras y puñales delgados, todos con hojas de excelente acero. Era evidente que estos guerreros dependían más de la velocidad y la habilidad que de la fuerza bruta.

Al frente de este grupo se destacaban tres hombres que instantáneamente llamaban la atención. Uno era un esbelto guerrero con cara de halcón, casi tan alto como Athelstane, que llevaba alrededor del cuello una gran cadena dorada de la cual colgaba un curioso símbolo de jade. Otro de los hombres era joven y de ojos malignos; exhibía una impresionante orgía de colores en el manto de plumas de loro que caía desde sus hombros. El tercer hombre no tenía nada que le distinguiera del resto salvo su propia y extraña personalidad. No llevaba manto alguno, ni tampoco armas. Su único atavío era un sencillo taparrabos. Era muy viejo; era el único de toda la muchedumbre que lucía barba, y su barba era tan blanca como el pelo largo que le caía sobre los hombros. Era muy alto y muy delgado, y sus grandes ojos oscuros relampagueaban como si los alimentara un fuego oculto. Turlogh supo sin que se lo dijeran que aquel hombre era Gothan, sacerdote del Dios Negro. El anciano exudaba un aura de antigüedad y misterio. Sus grandes ojos eran como ventanas de algún templo olvidado, tras las cuales se agitaban como fantasmas sus pensamientos oscuros y terribles. Turlogh sintió que Gothan había profundizado demasiado en los misterios prohibidos para seguir siendo completamente humano. Había atravesado puertas que le habían separado de los sueños, deseos y emociones de los mortales. Al mirar aquellos orbes que no parpadeaban, Turlogh sintió que su piel se erizaba, como si mirase a los ojos de una gran serpiente.

Una mirada hacia arriba reveló que las murallas estaban cubiertas de gentes silenciosas de ojos oscuros. El escenario estaba dispuesto; todo estaba listo para el drama rápido y sangriento. Turlogh sintió que su pulso se aceleraba con un júbilo feroz y los ojos de Athelstane empezaron a refulgir con una luz salvaje.

Brunilda avanzó con osadía, la cabeza alta, su espléndida figura vibrante. Los guerreros blancos naturalmente no podían entender lo que ocurría entre ella y los otros, excepto leyendo sus gestos y expresiones, pero más tarde Brunilda les relató la conversación casi palabra por palabra.

—Bueno, pueblo de Bal-Sagoth —dijo, espaciando lentamente las palabras—, ¿qué tenéis que decir a la diosa de la que os burlasteis y a la que repudiasteis?

—¿Qué quieres, falsaria? —exclamó el hombre alto, Ska, el rey impuesto por Gothan—. Tú que te burlaste de las costumbres de nuestros antepasados, que desafiaste las leyes de Bal-Sagoth, que eres más vieja que el mundo, que asesinaste a tu amado y profanaste el altar de Gol-goroth. Tú fuiste condenada por la ley, el rey y dios y fuiste expulsada al bosque macabro más allá de la laguna…

—Y yo, que soy igualmente una diosa y mayor que cualquier dios —contestó Brunilda con sorna—, ¡he regresado del reino del horror con la cabeza de Groth-golka!

A una palabra suya, Athelstane levantó la gran cabeza con pico, y un grave murmullo recorrió las almenas, con la tensión del miedo y el asombro.

—¿Quiénes son estos hombres? —Ska miró con el ceño fruncido a los dos guerreros.

—¡Son los hombres de hierro que han salido del mar! —contestó Brunilda con voz clara que llegó muy lejos—. ¡Los seres que han venido a cumplir la vieja profecía, a conquistar la ciudad de Bal-Sagoth, cuyo pueblo está hecho de traidores y cuyos sacerdotes son falsos!

Ante estas palabras, el murmullo de temor volvió a recorrer arriba y abajo la línea de murallas, hasta que Gothan levantó su cabeza de buitre y la gente quedó en silencio y se encogió ante la mirada gélida de sus ojos terribles.

Ska miró con perplejidad, su ambición luchando con sus miedos supersticiosos.

Turlogh, mirando con atención a Gothan, creyó que podía leer bajo la máscara inescrutable del rostro del viejo sacerdote. A pesar de toda su sabiduría inhumana, Gothan tenía sus limitaciones. Este regreso repentino de aquella de quien creía haber dispuesto, y la aparición de los gigantes de piel blanca que la acompañaban, había pillado a Gothan con la guardia baja, según creía Turlogh con razón. No había tenido tiempo de preparar de forma adecuada su recibimiento. La gente ya había empezado a murmurar en las calles contra la severidad del breve gobierno de Ska. Siempre habían creído en la divinidad de Brunilda; ahora que había regresado con dos hombres altos de su propio color, cargando con el macabro trofeo que indicaba la derrota de otro de sus dioses, la gente vacilaba. Cualquier pequeño detalle podría cambiar la marea por completo.

—¡Pueblo de Bal-Sagoth! —gritó Brunilda de repente, saltando hacia atrás y elevando sus brazos, mirando de frente a los rostros que miraban hacia ella—. ¡Os pido que evitéis vuestro fin antes de que sea demasiado tarde! Me desterrasteis y me escupisteis; ¡os volvisteis hacia dioses más oscuros que yo! ¡Pero lo olvidaré todo si regresáis y me rendís obediencia! Una vez me repudiasteis, ¡me llamasteis sanguinaria y cruel! Cierto, fui un ama dura, pero… ¿ha sido Ska un señor suave? Dijisteis que yo azotaba a la gente con látigos de cuero… ¿os ha acariciado Ska con plumas de loro?

»Una virgen moría en mi altar con la marea alta de cada luna; ¡pero los jóvenes y las doncellas mueren con la marea alta y la marea baja, con la subida y la puesta de cada luna, ante Gol-goroth, en cuyo altar palpita constantemente un corazón humano fresco! ¡Ska no es más que una sombra! ¡Vuestro verdadero señor es Gothan, que se posa sobre la ciudad como un buitre! Antaño fuisteis un pueblo poderoso; vuestras galeras llenaban los mares. ¡Ahora no sois más que un residuo e incluso eso disminuye cada día! ¡Necios! ¡Moriréis todos en el altar de Gol-goroth antes de que Gothan termine, y él será el único que merodee por las ruinas silenciosas de Bal-Sagoth!

»¡Miradle! —su voz se alzó hasta un aullido al lanzarse a un frenesí hipnótico, e incluso Turlogh, para quien las palabras carecían de significado, se estremeció—. ¡Mirad cómo nos contempla igual que un espíritu maligno del pasado! ¡Ni siquiera es humano! ¡Os digo que es un fantasma infame cuya barba está salpicada con la sangre de un millón de matanzas! ¡Es un demonio encarnado salido de las brumas de la antigüedad para destruir al pueblo de Bal-Sagoth!

»¡Elegid ahora! Levantaos contra ese viejo demonio y sus dioses blasfemos, recibid de nuevo a vuestra legítima reina y deidad, y recuperaréis parte de vuestra antigua grandeza. ¡Rehusad, y la antigua profecía se cumplirá y el sol se pondrá sobre las ruinas silenciosas y deshechas de Bal-Sagoth!

Inflamado por sus enérgicas palabras, un joven guerrero que llevaba la insignia de un jefe saltó al parapeto y gritó:

—¡Viva A-ala! ¡Abajo con los dioses sanguinarios!

Muchos entre la multitud recogieron el grito y los aceros chocaron al iniciarse una docena de combates. La multitud de las almenas y las calles se arremolinó, mientras Ska miraba atónito. Brunilda, obligando a retroceder a sus acompañantes, que se estremecían por el deseo de entrar en acción, gritó:

—¡Alto! ¡Que nadie ataque todavía! ¡Pueblo de Bal-Sagoth, ha sido una tradición desde el inicio de los tiempos que el rey deba luchar por su corona! ¡Que Ska cruce el acero con uno de estos guerreros! ¡Si Ska vence, me arrodillaré ante él y dejaré que me corte la cabeza! ¡Si Ska pierde, entonces me aceptaréis como vuestra legítima reina y diosa!

Un gran rugido de aprobación salió de las murallas al tiempo que la gente interrumpía sus reyertas, contenta de trasladar la responsabilidad a sus gobernantes.

—¿Lucharás, Ska? —preguntó Brunilda, volviéndose al rey con sorna—. ¿O me entregarás tu cabeza sin discutir?

—¡Zorra! —aulló Ska, arrastrado a la locura—. ¡Usaré los cráneos de estos necios como copas de vino, y luego te partiré estirándote entre dos árboles doblados!

Gothan le echó una mano al brazo y le susurró al oído, pero Ska había llegado al punto en que estaba sordo a todo excepto a su furia. Ya sabía que aquello que tanto ambicionaba no era más que un simple papel dentro del baile de marionetas de Gothan; pero ahora incluso la baratija vacía de su reinado se escurría de sus dedos y esta golfa se burlaba en sus narices delante de su pueblo. Ska se volvió, a todos los efectos, loco furioso.

Brunilda se volvió hacia sus dos aliados.

—Uno de vosotros debe luchar con Ska.

—¡Déjame a mí! —urgió Turlogh, los ojos bailando con el ansia de batalla—. Tiene el aspecto de un hombre rápido como un gato montés, y Athelstane, aunque tiene la fuerza de un auténtico toro, es un poco lento para este trabajo…

—¡Lento! —interrumpió Athelstane en tono de reproche—. Pues bien, Turlogh, para un hombre de mi peso…

—Basta —interrumpió Brunilda—. Que él mismo elija.

Habló con Ska, que miró con ojos enrojecidos durante un instante, y luego indicó a Athelstane, que sonrió alegremente, arrojó a un lado la cabeza del pájaro y desenvainó su espada. Turlogh lanzó un juramento y retrocedió. El rey había decidido que tendría más posibilidades contra aquel inmenso búfalo humano que parecía lento, que contra el guerrero de pelo negro con aspecto de tigre, cuya velocidad felina era evidente.

—Este Ska no lleva armadura —murmuró el sajón—. Deja que yo también me quite la cota de malla y el casco para que luchemos en igualdad de condiciones…

—¡No! —gritó Brunilda—. ¡Tu armadura es tu única posibilidad! ¡Te advierto que este rey falso lucha con la agilidad del relámpago de verano! Ya te costará mucho tal y como está. ¡Conserva tu armadura, te digo!

—Bueno, bueno —refunfuñó Athelstane—. La conservaré. Aunque insisto en que no es justo. Pero que venga y acabemos con esto.

El enorme sajón avanzó pesadamente hacia su enemigo, que se agazapó cauteloso y se alejó caminando en círculo. Athelstane sujetó su enorme espada con ambas manos, apuntó hacia arriba, la empuñadura algo por debajo de la altura de su mentón, en posición para propinar un golpe a izquierda o derecha, o para desviar un ataque repentino.

Ska se había desprendido de su ligero escudo: su sentido del combate le decía que resultaría inútil ante la acometida de aquella hoja pesada. En la mano derecha llevaba su delgada lanza igual que un hombre sujeta un dardo, en la izquierda un hacha ligera y afilada. Pretendía que la pelea fuera rápida y furtiva, y su táctica era la correcta. Pero Ska, al no haber visto nunca a un enemigo con armadura, cometió un error fatal al suponer que era una indumentaria o un ornamento que sus armas podrían penetrar.

De pronto atacó de un salto, embistiendo el rostro de Athelstane con su lanza. El sajón lo detuvo con facilidad e instantáneamente lanzó un mandoble tremendo a las piernas de Ska. El rey brincó, apartándose de la hoja silbante, y en mitad del aire lanzó un hachazo hacia la cabeza inclinada de Athelstane. El hacha ligera se hizo añicos contra el casco del vikingo, y Ska se apartó de su alcance de un salto, con un aullido de ansia sanguinaria.

Ahora era Athelstane quien atacaba con velocidad inesperada, como un toro que embiste, y ante esa terrible acometida, Ska, desconcertado por el rompimiento de su hacha, se encontró con la guardia baja y sin preparar. Atisbo un vistazo fugaz del gigante cerniéndose sobre él como una ola abrumadora, y dio un salto hacia arriba, en lugar de hacia el lado, atacando ferozmente con la lanza. Aquel error fue el último que cometió. La lanza resbaló inofensivamente sobre la cota de malla del sajón, y en aquel instante la enorme espada cayó con un mandoble que el rey no pudo evitar. La fuerza del golpe le lanzó como a un hombre impulsado por la embestida de un toro. Ska, rey de Bal-Sagoth, cayó a una docena de pies, para yacer destrozado y muerto en un espeluznante revoltijo de sangre y entrañas.

—¡Córtale la cabeza! —gritó Brunilda, los ojos centelleando al tiempo que apretaba los puños tanto que las uñas se le clavaban en la palma de las manos—. ¡Empala la cabeza de esa carroña en la punta de tu espada para que podamos llevarla a través de las puertas de la ciudad como señal de nuestra victoria!

Pero Athelstane agitó la cabeza, limpiándose la espada.

—No, fue un hombre valiente y no mutilaré su cadáver. Lo que he hecho no es una gran hazaña, pues él estaba desnudo y yo completamente armado. De lo contrario, barrunto que la pelea habría podido tener otro fin.

Turlogh echó un vistazo a la gente sobre las murallas. Se habían recuperado de su asombro y ahora crecía un enorme estruendo.

—¡A-ala! ¡Viva la diosa verdadera!

Y los guerreros de la entrada cayeron de rodillas y hundieron sus frentes en el polvo ante Brunilda, que permanecía orgullosamente erecta, con el pecho hinchándose por su triunfo feroz. En verdad, pensó Turlogh, es más que una reina; es una mujer guerrera, una valkiria, como dijo Athelstane.

Brunilda se hizo a un lado y, arrancando la cadena dorada con su símbolo de jade del cuello muerto de Ska, la levantó y gritó:

—¡Pueblo de Bal-Sagoth, habéis visto cómo vuestro falso rey moría ante este gigante de barba dorada, que al ser de hierro, no muestra ningún corte! Elegid ahora: ¿me recibís de libre voluntad?

—¡Sí, lo hacemos! —contestó la multitud con un gran grito—. ¡Regresa a tu pueblo, oh reina grande y todopoderosa!

Brunilda sonrió sarcásticamente.

—Venid —dijo a los guerreros—. Se están arrojando a un auténtico frenesí de amor y lealtad, pues ya han olvidado su traición. ¡La memoria del populacho es corta!

Sí, pensó Turlogh, mientras al lado de Brunilda él y el sajón atravesaban las grandiosas puertas entre Pilas de caciques postrados; sí, la memoria del populacho es muy corta. Apenas han pasado unos días desde que vitoreaban con el mismo salvajismo a Ska el liberador; breves horas habían transcurrido desde que Ska se sentaba en el trono, señor de la vida y la muerte, y la gente se inclinaba ante sus pies. Ahora… Turlogh miró el cadáver destrozado que yacía abandonado y olvidado ante las puertas de plata. La sombra de un buitre que volaba en círculos caía sobre él. El clamor de las multitudes llenó los oídos de Turlogh, y sonrió con una sonrisa amarga.

Las grandes puertas se cerraron tras los tres aventureros y Turlogh vio una ancha y blanca calle que se alargaba delante de él. Otras calles menores derivaban de esta. Los dos guerreros percibieron una impresión caótica y confusa de grandes edificios de piedra blanca tocándose unos con otros; de torres que se elevaban hasta el cielo y anchos palacios con escaleras en la fachada. Turlogh sabía que debía de existir un sistema ordenado siguiendo el cual se había diseñado la ciudad, pero a él le parecía un simple amontonamiento de piedra, metal y madera pulida, sin pies ni cabeza. Sus ojos desconcertados volvieron a examinar la calle.

A lo largo de la calle, hasta muy lejos, se extendía una masa de humanidad, de la cual se elevaba un sonido rítmico como un trueno. Miles de hombres y mujeres desnudos, tocados con plumas de colores, se arrodillaban, inclinándose hasta tocar las losas de mármol, y luego se estiraban hacia arriba con un movimiento de elevación de sus brazos, moviéndose todos al perfecto unísono igual que se inclina y se levanta la hierba alta con el viento. Y al tiempo que hacían sus reverencias, emitían un canto monótono que bajaba y subía con el frenesí del éxtasis. Así recibió su primitivo pueblo el regreso de la diosa A-ala.

Apenas traspasadas las puertas, Brunilda se detuvo y se dirigió al joven jefe que había sido el primero en elevar el grito de la revuelta sobre las murallas. Él se arrodilló y besó sus pies desnudos, diciendo:

—¡Oh, gran reina y diosa, tú sabes que Zomar siempre te fue fiel! ¡Sabes cómo he luchado por ti y que apenas he conseguido escapar del altar de Gol-goroth por tu bien!

—En verdad has sido fiel, Zomar —contestó Brunilda con el afectado lenguaje propio de tales ocasiones—. Y tu fidelidad no quedará sin recompensa.

De ahora en adelante serás el comandante de mi propia guardia personal —luego’, en un tono de voz más bajo, añadió—. Reúne a un grupo de tus propios partidarios y de los que siempre hayan defendido mi causa, y tráelos a palacio. ¡No confío en la gente más de lo necesario!

De pronto, Athelstane, que no entendía esta conversación, intervino:

—¿Dónde está el viejo de la barba?

Turlogh se sobresaltó y echó un vistazo alrededor. Casi se había olvidado del brujo. No le había visto marcharse… ¡pero se había ido! Brunilda rio bruscamente.

—Se ha escapado para engendrar más problemas en las tinieblas. Él y Gelka desaparecieron cuando cayó Ska. Tiene caminos secretos para ir y venir y nadie puede detenerle. Olvídale por ahora; hacedme caso: ¡pronto tendremos suficientes noticias de él!

Los jefes trajeron un palanquín muy tallado y ornamentado que cargaban dos fuertes esclavos, y Brunilda se subió a él, diciendo a sus acompañantes:

—Tienen miedo de tocaros, pero preguntan si queréis ser llevados. Creo que es mejor que caminéis, uno a cada lado de mí.

—¡Sangre de Thor! —murmuró Athelstane, echándose al hombro la enorme espada que no había llegado a envainar— ¡No soy un niño! ¡Le abriré la cabeza al hombre que intente llevarme!

Así subió por la gran calle blanca Brunilda, hija del hijo de Rane Thorfin de las Oreadas, diosa del mar, reina de la antigua Bal-Sagoth. Cargada por dos grandes esclavos avanzó, con un gigante blanco caminando a cada lado con el acero desnudo, y una muchedumbre de jefes siguiéndola, mientras la multitud le abría paso a izquierda y derecha, dejando un ancho camino por el que ella subió. Las trompetas doradas tocaron una fanfarria victoriosa, los tambores atronaron, los cánticos de adoración reverberaron en los cielos resonantes. Sin duda en aquel alboroto de gloria, en aquel bárbaro desfile de esplendor, el alma orgullosa de la muchacha nativa del Norte bebió a grandes tragos y se emborrachó de orgullo imperial.

Los ojos de Athelstane refulgían con sencillo deleite ante aquella llamarada de magnificencia pagana, pero para el guerrero de pelo negro del oeste, parecía que incluso en el clamor más fuerte del triunfo, la trompeta, el tambor y los gritos se desvanecían en el polvo olvidado y el silencio de la eternidad. Los reinos y los imperios se desvanecen como la niebla del mar, pensó Turlogh; la gente grita y triunfa, pero incluso en el jolgorio del festín de Baltasar, los medas derribaron las puertas de Babilonia. En aquellos mismos instantes, la sombra de la ruina pendía sobre la ciudad y las lentas mareas del olvido lamían los pies de aquella raza desprevenida. Así que Turlogh O’Brien caminó junto al palanquín de un humor extraño, y le pareció que él y Athelstane recorrían una ciudad muerta, a través de tropeles de fantasmas oscuros, que vitoreaban a una reina fantasma.

3. LA CAÍDA DE LOS DIOSES

La noche había caído sobre la antigua ciudad de Bal-Sagoth. Turlogh, Athelstane y Brunilda se sentaban solos en una habitación del palacio interior. La reina estaba medio reclinada sobre un diván de seda, mientras que los hombres se sentaban en sillas de caoba, enfrascados en las viandas que las esclavas habían servido sobre platos dorados. Las paredes de aquella habitación, como las de todo el palacio, eran de mármol, con volutas doradas. El techo era de lapislázuli y el suelo de baldosas de mármol entarimadas de plata. Pesados colgantes de terciopelo y cojines de seda decoraban las paredes; divanes ricamente labrados y sillas y mesas de caoba llenaban la habitación en profusión desordenada.

—Daría mucho por un cuerno de cerveza, pero este vino no es malo al paladar —dijo Athelstane, vaciando un jarro dorado con deleite—. Brunilda, nos has engañado. Nos hiciste creer que habría que luchar duramente para recuperar tu corona, pero he dado un único golpe y mi espada está tan sedienta como el hacha de Turlogh, que no ha bebido nada. Llamamos a las puertas y la gente se hincó de rodillas y golpeó la cabeza contra el suelo ante ti… ¡Por Thor, nunca había oído semejante parloteo y una cháchara tan incomprensible! Todavía me zumban los oídos… ¿qué estaban diciendo? ¿Y dónde está ese viejo conspirador de Gothan?

—Tu espada beberá, sajón —contestó la muchacha tétricamente, dejando descansar el mentón sobre las manos y observando a los guerreros con ojos profundos y melancólicos—. Si estuvieras acostumbrado a jugarte ciudades y coronas como yo lo estoy, sabrías que hacerse con un trono puede ser más fácil que conservarlo. Nuestra aparición repentina con la cabeza del dios-pájaro, y la forma como mataste a Ska, hizo que la gente se quedara impresionada. En cuanto al resto, celebré audiencia en palacio tal como visteis, aunque no lo entendierais, y la gente que vino en tropel a inclinarse me aseguró su lealtad inquebrantable… ¡Ja! Los perdoné generosamente a todos, pero no soy ninguna estúpida. Cuando hayan tenido tiempo para pensar, empezarán a refunfuñar de nuevo. Gothan acecha en algún lugar de las tinieblas, urdiendo maldades contra nosotros, de eso podéis estar seguros. Esta ciudad está horadada por pasillos secretos y pasadizos subterráneos que sólo conocen los sacerdotes.

Incluso yo, que he recorrido algunos cuando era la marioneta de Gothan, no sé dónde buscar las puertas secretas, ya que Gothan siempre me introdujo a través de ellas con los ojos vendados.

»En estos momentos, creo que tenemos la carta ganadora. El pueblo os contempla con más temor que el que me reserva a mí. Creen que vuestra armadura y vuestros cascos forman parte de vuestros cuerpos y que sois invulnerables. ¿No notasteis cómo palpaban tímidamente vuestra cota de malla mientras pasábamos a través de la muchedumbre, y el asombro en sus rostros cuando sintieron que eran de hierro?

—Para ser un pueblo tan sabio en algunas cosas, son muy necios en otras —dijo Turlogh—. ¿Quiénes son y de dónde llegaron?

—Son tan viejos —contestó Brunilda— que sus leyendas más antiguas no dan indicación alguna sobre su origen. Hace eras formaron parte de un gran imperio que se extendía sobre las muchas islas de este mar. Pero algunas de las islas se hundieron y desaparecieron con sus ciudades y sus gentes. Entonces los salvajes de piel roja los atacaron, e isla tras isla, todas cayeron ante ellos. Por último sólo quedó esta isla sin conquistar, y el pueblo se ha vuelto débil y ha olvidado muchas artes antiguas. Por la falta de puertos para navegar, las galeras se pudrieron junto a los muelles, que a su vez se desmoronaron decrépitos. No existe en la memoria del hombre recuerdo alguno de que un hijo de Bal-Sagoth haya surcado los mares. A intervalos irregulares, el pueblo rojo desciende sobre la Isla de los Dioses, atravesando los mares en sus largas canoas de guerra, que llevan calaveras sonrientes en la proa. No tan lejos como un vikingo consideraría un viaje marino, pero fuera del alcance de la vista, más allá del horizonte, están las islas habitadas por estos hombres rojos que hace siglos masacraron al pueblo que habitaba allí. Siempre los hemos rechazado; no pueden superar las murallas, pero siguen viniendo y el temor a sus incursiones siempre pende sobre la isla.

»Pero no es a ellos a quienes temo yo; es a Gothan, que en estos momentos está deslizándose como una aborrecible serpiente a través de sus túneles negros o urdiendo abominaciones en alguna de sus cámaras ocultas. En las cuevas en las profundidades de las colinas hasta las que conducen sus túneles, produce su magia temible y repugnante. Sus sujetos son bestias, serpientes, arañas y grandes simios; y también hombres, cautivos rojos y desgraciados de su propia raza. En la profundidad de sus espeluznantes cavernas, convierte a los hombres en bestias y a las bestias en medio-hombres, mezclando lo bestial con lo humano en una escalofriante creación. Ningún hombre se atreve a adivinar los horrores que ha engendrado en la oscuridad, o qué formas de terror y blasfemia han cobrado vida durante las eras que Gothan lleva produciendo sus abominaciones; pues él no es como otros hombres, y ha descubierto el secreto de la vida eterna. Ha dado infecta vida al menos a una criatura a la que él mismo teme, la Cosa farfullante, asesina y sin nombre que mantiene encadenada en la cueva más lejana, que ningún pie humano, excepto el suyo, ha hollado. La desencadenaría contra mí si se atreviera…

»Pero se hace tarde y quiero dormir. Dormiré en la habitación anexa a esta, que no tiene más abertura exterior que esta puerta. No se quedará conmigo ni siquiera una esclava, pues no confío completamente en esta gente. Vosotros os quedaréis en esta habitación, y aunque la puerta exterior está atrancada, será mejor que uno monte guardia mientras el otro duerme. Zomar y sus guardias patrullan los corredores exteriores, pero me sentiré más segura con dos hombres de mi propia sangre entre el resto de la ciudad y yo.

Se levantó, y con una mirada que se detuvo extrañamente en Turlogh, entró en su cuarto y cerró la puerta a sus espaldas.

Athelstane se estiró y bostezó.

—Bueno, Turlogh —dijo perezosamente—, las fortunas de los hombres son tan inestables como el mar. Anoche yo era el mejor espadachín de una banda de saqueadores y tú un cautivo. Hoy al amanecer éramos náufragos perdidos que nos saltábamos al cuello. Ahora somos hermanos de armas y lugartenientes de una reina. Y tú, creo, estás destinado a convertirte en rey.

—¿Y eso?

—¿Es que no has notado cómo te mira la muchacha de las Oreadas? Estoy seguro de que hay más que amistad en esas miradas que descansan sobre tus rizos negros y sobre tu tez morena. Te digo que…

—Basta —la voz de Turlogh era áspera como si una vieja herida le doliese—. Las mujeres que ocupan el poder son lobos de fauces blancas. Fue el despecho de una mujer lo que…

Se interrumpió.

—Bueno, bueno —replicó Athelstane con tolerancia—. Hay más mujeres buenas que malas. Ya sé que fueron las intrigas de una mujer las que te convirtieron en proscrito. Bueno, deberíamos ser buenos camaradas. Yo también soy un forajido. Si mostrase mi rostro en Wessex, pronto estaría contemplando el paisaje colgado de una recia rama de roble.

—¿Qué te llevó al sendero del vikingo? Tanto han olvidado los sajones los caminos del océano que el Rey Alfredo se vio obligado a contratar piratas frisios para organizar y dotar su flota cuando combatió a los daneses.

Athelstane se encogió de hombros y empezó a afilar su puñal.

—Yo sentía anhelo por el mar ya desde que era un niño melenudo en Wessex. Todavía era un muchacho cuando maté a un joven conde y huí de la venganza de los suyos. Encontré refugio en las Oreadas, y las costumbres de los vikingos resultaron más apropiadas para mi gusto que las de mi propia sangre. Pero volví para luchar contra Canuto, y cuando Inglaterra se sometió a su poder, me dio el mando de sus siervos. Eso hizo que los daneses tuvieran celos del honor otorgado a un sajón que había luchado contra ellos, y los sajones recordaron que yo había abandonado Wessex bajo oscuras circunstancias, y murmuraron que era excesivamente favorecido por los conquistadores. Bueno, un noble sajón y un cacique danés me aguijonearon una noche con palabras encendidas y perdí los nervios y los maté a ambos.

»Así que Inglaterra… quedó… una vez más… prohibida… para mí. Adopté… de nuevo… el camino… de los… vikingos…

Las palabras de Athelstane se fueron extinguiendo. Sus manos resbalaron inertes de su regazo y la afiladera y el puñal cayeron al suelo. Su cabeza se desplomó sobre su ancho pecho y sus ojos se cerraron.

—Demasiado vino —musitó Turlogh—. Pero que duerma; yo montaré guardia.

Pero mientras hablaba, el gaélico notó que le dominaba una extraña lasitud. Se recostó en la ancha silla. Sus ojos estaban pesados y el sueño velaba su cerebro a su pesar. Y mientras yacía allí, tuvo una extraña visión. Uno de los pesados colgantes de la pared opuesta a la puerta se agitó violentamente, y desde detrás se deslizó una figura espantosa que se arrastró a través de la habitación. Turlogh la contempló con indiferencia, consciente de que soñaba y al mismo tiempo maravillado por lo raro del sueño. La cosa se parecía grotescamente a un hombre de formas contrahechas y retorcidas, pero su rostro era bestial. Exhibía colmillos amarillentos a medida que avanzaba dando tumbos hacia él, y desde debajo de sus cejas protuberantes, pequeños ojos enrojecidos refulgían diabólicamente. Pero había algo humano en su semblante; no era ni simio ni hombre, sino una criatura antinatural horriblemente compuesta de ambos elementos.

La atroz aparición se detuvo ante él, y mientras los dedos retorcidos apretaban su garganta, Turlogh fue repentina y espantosamente consciente de que aquello no era un sueño, sino una infernal realidad. Con un esfuerzo desesperado rompió las cadenas invisibles que le retenían y se arrojó de la silla. Los dedos cerrados soltaron su garganta, pero a pesar de lo rápido que fue, no pudo evitar la repentina embestida de aquellos brazos peludos, y al momento siguiente estaba tumbado sobre el suelo, enzarzado en una presa mortal con el monstruo, cuyos nervios parecían de acero flexible.

La espantosa batalla se libró en silencio, excepto por el siseo de la respiración jadeante. El antebrazo izquierdo de Turlogh se apretó contra el mentón simiesco, apartando las espeluznantes fauces de su garganta, alrededor de la cual los dedos del monstruo se habían apretado. Athelstane todavía dormía en su silla, con la cabeza caída hacia delante. Turlogh intentó llamarle, pero las manos estranguladoras le habían privado de la voz y estaban ahogando rápidamente su vida. La habitación se sumergió en una bruma roja ante sus ojos dilatados. Su mano derecha, apretada hasta convertirse en un mazo de hierro, machacó desesperadamente la espantosa cara que se inclinaba hacia la suya; los dientes bestiales se hicieron añicos bajo sus golpes y la sangre saltó salpicándole, pero los ojos rojos siguieron sonriendo y los dedos afilados se hundieron cada vez más hondos hasta que un campanilleo en los oídos de Turlogh tocó a rebato por la partida de su alma.

Mientras se hundía en la semiinconsciencia, su mano cayó y golpeó algo que su aturdido cerebro, en su ansia de lucha, reconoció como el puñal que Athelstane había dejado caer al suelo. Ciegamente, con un gesto moribundo, Turlogh atacó y sintió cómo los dedos se aflojaban de repente. Al notar el regreso de la vida y la fuerza, se irguió de nuevo, dejando a su asaltante debajo de sí. A través de una neblina roja que lentamente se dispersaba, Turlogh Dubh vio al hombre-mono, ahora cubierto de carmesí, retorciéndose debajo de él, y hundió el puñal a fondo, hasta que el horror brutal se quedó inmóvil con los ojos abiertos.

El gaélico se puso en pie tambaleante, mareado y jadeante, con todos los miembros temblando. Tomó grandes bocanadas de aire y su aturdimiento desapareció poco a poco. La sangre manaba abundante de las heridas de su garganta. Observó con asombro que el sajón seguía durmiendo. Repentinamente empezó a sentir una vez más el peso del cansancio y la lasitud antinaturales que le habían dejado indefenso antes. Recogiendo su hacha, se sacudió la sensación con dificultad y avanzó hacia la cortina desde detrás de la cual había salido el hombre-simio. Como una oleada invisible, un poder sutil que emanaba de aquellos colgantes se apoderó de él, y con piernas pesadas se obligó a cruzar la habitación. Delante de la cortina, sintió el poder de una maldad espantosa palpitando, amenazando su mismo espíritu, acechando para esclavizarle, en cuerpo y alma. Dos veces levantó la mano y dos veces cayó inerte a su lado. Por tercera vez hizo un poderoso esfuerzo y arrancó los colgantes enteros de la pared. Durante un instante relampagueante atisbo una figura grotesca y medio desnuda, envuelta en un manto de plumas de loro y con un tocado de plumas ondulantes. Entonces, al sentir la plena fuerza hipnótica de aquellos ojos centelleantes, cerró sus propios ojos y atacó a ciegas. Sintió que su hacha se hundía profundamente; luego abrió los ojos y miró a la figura silenciosa que yacía a sus pies, con la cabeza abierta en un charco de sangre creciente.

Athelstane se irguió repentinamente, con los ojos refulgiendo desconcertados, y la espada desenvainada.

—¿Qué…? —balbució, lanzando miradas salvajes—. Turlogh, ¿qué ha ocurrido, en nombre de Thor? ¡Sangre de Thor! Eso es un sacerdote, pero ¿qué es esta cosa muerta?

—Uno de los diablos de esta ciudad infecta —contestó Turlogh, tirando de su hacha para liberarla—. Creo que Gothan ha vuelto a fallar. Este se ocultaba tras los colgantes y nos embrujó sin que lo percibiéramos. Nos impuso un hechizo de sueño…

—Sí, yo dormía —asintió el sajón aturdido—. Pero ¿cómo llegaron hasta aquí…?

—Debe de haber una puerta secreta tras estos colgantes, aunque no consigo encontrarla…

—¡Escucha!

Desde la puerta detrás de la cual dormía la reina llegó un sordo sonido de forcejeo, que en su misma debilidad parecía cargado de espeluznantes posibilidades.

—¡Brunilda! —gritó Turlogh.

Un extraño gorgoteo le contestó. Se lanzó contra la puerta. Estaba cerrada con llave. Mientras levantaba el hacha para abrirla de un golpe, Athelstane le echó a un lado y arrojó todo su peso contra ella. Los paneles se hicieron pedazos y a través de sus restos Athelstane se zambulló en la habitación. Un rugido brotó de sus labios. Por encima del hombro del sajón, Turlogh vio una visión delirante. Brunilda, reina de Bal-Sagoth, se retorcía indefensa en mitad del aire, agarrada por la sombra negra de una pesadilla. Entonces, cuando la sombra negra dirigió sus fríos ojos incandescentes hacia ellos, Turlogh vio que era una criatura viviente. Se erguía, semejante a un hombre, sobre dos patas como árboles, pero su contorno y su rostro no eran los de un hombre, una bestia ni un diablo. Este, comprendió Turlogh, era el horror que incluso Gothan había vacilado en desencadenar sobre sus enemigos; el archienemigo que el sacerdote demoniaco había traído a la vida en sus cuevas ocultas del horror. ¿Qué conocimientos repugnantes habían sido necesarios, qué abominable mezcla de cosas humanas y bestiales junto con formas sin nombre de los abismos exteriores de la oscuridad?

Sujeta como una niña de pecho, Brunilda se contorsionaba, los ojos encendidos de horror, y cuando la Cosa apartó una mano deforme de su cuello blanco para defenderse, un grito de terror desgarrador estalló en sus pálidos labios. Athelstane, el primero que había entrado en la habitación, llevaba ventaja sobre el gaélico. La figura negra se cernía sobre el sajón gigante, empequeñeciéndole y eclipsándole, pero Athelstane, agarrando la empuñadura con ambas manos, lanzó una estocada hacia arriba. La gran espada se hundió hasta más de la mitad de su longitud en el negro cuerpo y asomó de nuevo carmesí mientras el monstruo se tambaleaba. Estalló un caos infernal de sonido, y los ecos del repugnante aullido reverberaron en todo el palacio y ensordecieron a quienes lo oyeron. Turlogh entraba de un salto, con el hacha levantada, cuando el demonio soltó a la muchacha y huyó dando tumbos a través de la habitación, desapareciendo en una oscura abertura que ahora se abría en la pared. Athelstane, enfebrecido, se lanzó en pos de él.

Turlogh hizo ademán de seguirle, pero Brunilda, tambaleándose, le echó los blancos brazos alrededor, apresándole con tal fuerza que incluso a él le costaba soltarse.

—¡No! —gritó ella, con los ojos inflamados de horror— ¡No los sigas por ese espantoso pasillo! ¡Debe de conducir al Infierno mismo! ¡El sajón no regresará! ¡No compartas su destino!

—¡Suéltame, mujer! —rugió Turlogh con frenesí, luchando por desembarazarse de ella sin hacerle daño— ¡Puede que mi camarada esté luchando por su vida!

—¡Espera hasta que llame a la guardia! —gritó, pero Turlogh se la quitó de encima, y mientras saltaba a través del portal secreto, Brunilda golpeó el gong de jade hasta que el palacio reverberó. Se oyeron fuertes pisadas en el corredor y la voz de Zomar gritó:

—Oh, reina, ¿estás en peligro? ¿Derribamos la puerta?

—¡Deprisa! —gritó ella, mientras corría hacia la puerta exterior y la abría de par en par.

Turlogh, saltando temerariamente al corredor, corrió en la oscuridad durante unos momentos, oyendo delante de sí el bramido agónico del monstruo herido y los profundos y feroces gritos del vikingo. Estos sonidos se desvanecieron en la distancia, al llegar a un estrecho pasadizo débilmente iluminado con antorchas colocadas en nichos. Sobre el suelo, boca abajo, yacía un hombre moreno, vestido con plumas coloridas, su cráneo aplastado como un huevo.

Cuánto tiempo siguió Turlogh O’Brien los mareantes recovecos del sombrío pasillo, nunca lo supo. Otros pasadizos más pequeños se abrían a cada lado, pero él se mantuvo en el pasillo principal. Por último, pasó bajo un portal arqueado y desembocó en una extraña y amplia sala.

Inmensas columnas sombrías sujetaban un techo oscuro tan alto que parecía una nube de tormenta recortada contra el cielo de la medianoche. Turlogh vio que estaba en un templo. Detrás de un altar de piedra manchado de rojo se cernía una figura poderosa, siniestra y aborrecible. ¡El dios Gol-goroth! No podía ser otro. Pero Turlogh sólo dedicó una simple mirada a la colosal figura que se alzaba en las sombras. Ante él se ofrecía una extraña escena. Athelstane se apoyaba en su gran espada y miraba las dos figuras estiradas sobre un charco rojo a sus pies. Fuera cual fuese la magia abyecta que había dado vida a la Cosa Negra, sólo había hecho falta un mandoble de acero inglés para devolverla al limbo del que salió. El monstruo yacía medio tirado encima de su última víctima, un enjuto hombre de barba blanca cuyos ojos eran crudamente malignos, incluso en la muerte.

—¡Gothan! —exclamó el sorprendido gaélico.

—Sí, el sacerdote… Yo le iba pisando los talones a su trasgo o lo que quiera que fuese, a lo largo del pasillo, pero a pesar de su tamaño, corría como un ciervo. Hubo un momento en que alguien vestido con un manto de plumas intentó detenerlo, y le aplastó el cráneo sin detenerse un instante. Por último irrumpió en este templo, conmigo pisándole los talones con la espada levantada para dar el golpe mortal. Pero, sangre de Thor, cuando vio al viejo en pie junto al altar, lanzó un espantoso aullido y lo hizo pedazos y luego murió él mismo, todo en un instante, antes de que pudiera darle alcance y atacarle.

Turlogh miró la enorme cosa amorfa. Al mirarla directamente, no pudo estimar su naturaleza. Sólo percibió una impresión caótica de un gran tamaño y una maldad inhumana. Ahora yacía como una enorme sombra aplastada sobre el suelo de mármol. Sin duda, alas negras que batían en abismos sin luna habían flotado sobre su nacimiento, y las almas repugnantes de demonios sin nombre habían participado en su ser.

Entonces Brunilda llegó corriendo desde el pasillo oscuro con Zomar y los guardias. Y desde puertas y escondrijos secretos llegaron otros en silencio; guerreros, y sacerdotes con mantos de plumas, hasta que hubo una gran muchedumbre en el Templo de la Oscuridad.

Un grito feroz brotó de la reina al ver lo que había ocurrido. Sus ojos centellearon de forma espantosa y se sintió dominada por una extraña locura.

—¡Por fin! —gritó, apartando el cadáver de su archienemigo con el pie— ¡Por fin soy la verdadera ama de Bal-Sagoth! ¡Los secretos de los caminos ocultos son míos ahora, y la barba del viejo Gothan está empapada de su propia sangre!

Agitó sus brazos en terrible señal de triunfo, y corrió hacia el macabro ídolo, gritando insultos, exultante como una loca. ¡Y en aquel instante el templo se conmovió! La imagen colosal se meció hacia delante y luego cayó repentinamente como cae una alta torre. Turlogh gritó y dio un salto, pero mientras lo hacía, con un estruendo como si estallara un mundo, el dios Gol-goroth cayó sobre la mujer condenada, que se quedó inmóvil. La poderosa imagen se partió en un millar de grandes fragmentos, borrando para siempre de la vista del hombre a Brunilda, hija del hijo de Rane Thorfin, reina de Bal-Sagoth. Desde debajo de las ruinas rezumó un ancho chorro carmesí.

Los guerreros y los sacerdotes se quedaron paralizados, ensordecidos por el impacto de la caída, aturdidos por la extraña catástrofe. Una mano gélida recorrió con sus dedos el espinazo de Turlogh. ¿Había sido aquel inmenso bulto empujado por la mano de un muerto? ¡Mientras se desmoronaba, al gaélico le había parecido que los rasgos inhumanos habían tomado por un instante la apariencia del muerto Gothan!

Mientras todos permanecían sin habla, el acólito Gelka vio y aprovechó su oportunidad.

—¡Gol-goroth ha hablado! —gritó—. ¡Ha aplastado a la diosa falsa! ¡Sólo era una mortal perversa! ¡Y estos extranjeros también son mortales! ¡Mirad… está sangrando!

El dedo del sacerdote señaló la sangre reseca en la garganta de Turlogh, y un rugido salvaje brotó de la muchedumbre. Aturdidos y desconcertados por la rapidez y la magnitud de los últimos acontecimientos, eran como lobos enfurecidos, preparados para barrer todas sus dudas y miedos en un estallido de sangre. Gelka brincó sobre Turlogh, con el hacha relampagueando, y un cuchillo en la mano de uno de los fieles mordió la espalda de Zomar. Turlogh no había entendido el grito, pero comprendió que el ambiente estaba cargado de peligro para Athelstane y para él. Recibió el salto de Gelka con un golpe que atravesó las plumas ondulantes y el cráneo debajo de ellas, y luego media docena de lanzas se rompieron sobre su escudo y un torrente de cuerpos le arrastró contra una gran columna cercana. Entonces Athelstane, que, lento de reflejos, se había quedado con la boca abierta durante el relampagueante segundo en que había sucedido todo aquello, despertó en un estallido de furia impresionante. Con un rugido ensordecedor, agitó su enorme espada en un arco poderoso. La hoja silbante cortó una cabeza, atravesó un torso y se hundió en una columna vertebral. Los tres cadáveres cayeron el uno encima del otro, e incluso en la locura de la contienda, los hombres gritaron admirados por aquel único golpe.

Pero como una oleada de furia ciega y oscura, el pueblo enloquecido de Bal-Sagoth arrolló a sus enemigos. Los guardias de la reina muerta, atrapados en la corriente, murieron hasta el último sin tener la oportunidad de dar un solo golpe. Pero derrotar a los dos guerreros blancos no era una tarea tan fácil. Espalda contra espalda, aplastaban y golpeaban por doquier; la espada de Athelstane era un trueno de muerte; el hacha de Turlogh era un relámpago. Cercados por un mar de rostros morenos rugientes y por el acero destelleante, se abrieron camino lentamente hacia una puerta. La masa misma de los atacantes estorbaba a los guerreros de Bal-Sagoth, ya que no tenían espacio para dirigir sus golpes, mientras que las armas de los marinos mantenían un círculo sangriento despejado delante de ellos.

Amontonando una repugnante hilera de cadáveres mientras avanzaban, los camaradas se abrieron camino lentamente a través del rugiente tropel. El Templo de la Oscuridad, testigo de muchos actos sangrientos, se inundó de sangre derramada como sacrificio rojo a sus dioses destruidos. Las armas pesadas de los guerreros blancos provocaron una espantosa carnicería entre sus enemigos desnudos de miembros más ligeros, mientras que su armadura protegía sus propias vidas. Pero tenían los brazos, piernas y rostros cortados y desgarrados por el acero que volaba frenético, y parecía que la simple fuerza del número de sus enemigos los abrumaría antes de que pudieran alcanzar la puerta.

Por fin la alcanzaron, e hicieron una maniobra desesperada hasta que los guerreros morenos, incapaces ya de llegar hasta ellos desde todos lados, se retiraron para conseguir algo de espacio para respirar, dejando una montaña roja y destrozada en el umbral. En ese instante los dos saltaron de regreso al pasillo y, agarrando la gran puerta de bronce, la cerraron en las narices de los guerreros que saltaron aullando para impedirlo. Athelstane, afirmando sus fuertes piernas, la contuvo contra sus esfuerzos combinados hasta que Turlogh tuvo tiempo de encontrar y correr el cerrojo.

—¡Thor! —boqueó el sajón, sacudiéndose la sangre de la cara en una lluvia roja—. ¡Esto ha estado muy cerca! ¿Ahora qué, Turlogh?

—¡Por el pasillo, rápido! —replicó el gaélico— ¡Antes de que caigan sobre nosotros por ese lado y nos atrapen como ratas contra la puerta! ¡Por Satanás, la ciudad entera debe de estar revolucionada! ¡Escucha ese rugido!

En verdad, mientras corrían por el sombrío pasillo, les pareció que todo Bal-Sagoth había estallado en la rebelión y en la guerra civil. Desde todas partes les llegaba el entrechocar del acero, los gritos de hombres, y los chillidos de mujeres, ensombrecidos por un repugnante alarido. Un resplandor chillón surgió al extremo del pasillo, y mientras Turlogh, a la cabeza, rodeaba la esquina y desembocaba en un patio abierto, una figura indefinida saltó sobre él y un arma pesada cayó con fuerza inesperada sobre su escudo, casi derribándole. Pero mientras se tambaleaba, devolvió el golpe y el pincho superior de su hacha se hundió bajo el corazón de su atacante, que cayó a sus pies. En el resplandor que lo iluminaba todo, Turlogh vio que su víctima se diferenciaba de los guerreros morenos que había estado combatiendo. Aquel hombre estaba desnudo, tenía músculos poderosos y era de un rojo cobrizo más que tostado. La pesada mandíbula bestial, la frente baja inclinada, no mostraban nada de la inteligencia y el refinamiento del pueblo moreno, sino sólo una brutal ferocidad. Una pesada porra de guerra, burdamente tallada, yacía a su lado.

—¡Por Thor! —exclamó Athelstane—. ¡La ciudad arde!

Turlogh miró hacia arriba. Estaban en pie sobre una especie de patio elevado desde el cual descendían unos anchos escalones que conducían hasta las calles, y desde aquel punto privilegiado tenían una visión clara del espantoso final de Bal-Sagoth. Las llamas saltaban enloquecidamente cada vez más altas, empalideciendo la luna, y bajo el resplandor rojo unas figuras diminutas corrían de acá para allá, cayendo y muriendo como marionetas que bailaran al son de los Dioses Negros. A través del rugido de las llamas y el estrépito de las murallas que se desmoronaban, llegaban alaridos de muerte y chillidos de triunfo sangriento. La ciudad estaba infestada de diablos desnudos con piel cobriza que quemaban, violaban y asesinaban en un carnaval escarlata de locura.

¡Los hombres rojos de las islas! Habían descendido a millares sobre la Isla de los Dioses durante la noche, y fuera el sigilo o la traición lo que les permitiera superar las murallas, los camaradas nunca lo supieron, pero ahora se habían lanzado a una orgía en las calles sembradas de cadáveres, saciando su ansia de sangre con un holocausto y una masacre generalizada. No todas las figuras destrozadas que yacían en las calles inundadas de carmesí eran morenas; el pueblo de la ciudad condenada luchaba con valor desesperado, pero superados en número y tomados por sorpresa, su valor era fútil. Los hombres rojos eran como tigres sedientos de sangre.

—¡Contempla esto, Turlogh! —gritó Athelstane, la barba erizada, los ojos incandescentes mientras la locura de la escena encendía una pasión semejante en su propia alma feroz—. ¡El fin del mundo! ¡Lancémonos a lo más cruento de la batalla y saciemos nuestros aceros antes de morir! ¿Por quién lucharemos… por los rojos o por los morenos?

—¡Quieto! —replicó el gaélico—. Cualquiera de ellos nos abriría la garganta. Debemos abrirnos camino hasta las puertas, y que el demonio se los lleve a todos. Aquí no tenemos amigos. Sígueme… bajemos por estas escaleras. Al otro lado de los tejados, en aquella dirección, veo el arco de una puerta.

Los camaradas bajaron a saltos las escaleras, llegaron a la estrecha calle más abajo y corrieron veloces por el camino que indicaba Turlogh. A su alrededor oleaba la inundación roja de la matanza. Un humo espeso lo velaba todo, y en la penumbra los grupos caóticos se mezclaban, debatiéndose y desparramándose, llenando las losas destrozadas de formas sangrientas. Era como una pesadilla en la que figuras demoniacas saltaban y hacían cabriolas, asomando repentinamente en las tinieblas teñidas de fuego, y desapareciendo igual de repentinamente. Las llamas a cada lado de las calles se tocaban unas a otras, chamuscando el pelo de los guerreros mientras corrían. Los tejados se desmoronaban con un trueno impresionante y las murallas se convertían en ruinas que llenaba el aire de muerte. Los hombres atacaban ciegamente entre el humo y los viajeros marinos los segaban sin saber si sus pieles eran marrones o rojas.

Una nueva nota se elevó en el horror cataclísmico. Cegados por el humo, desorientados por las calles tortuosas, los hombres rojos se vieron atrapados en su propia trampa. El fuego es imparcial; puede quemar a quien lo prende igual que a su supuesta víctima; y una pared que se desmorona es una pared ciega. Los hombres rojos abandonaron sus presas y corrieron aullando de aquí para allá, como animales, buscando la huida; muchos, al descubrir que era inútil, se volvieron en una última e irracional tormenta de furia como se vuelve un tigre ciego, y convirtieron sus últimos momentos de vida en un estallido carmesí de matanza.

Turlogh, con el infalible sentido de la orientación que adquieren los hombres que viven la vida del lobo, corría hacia el lugar donde sabía que había una puerta exterior; pero en los revoltijos de calles y bajo la pantalla de humo, las dudas le asaltaron. Desde la penumbra incendiada que tenía delante surgió un chillido terrible. Una muchacha desnuda salió dando tumbos a ciegas, y cayó a los pies de Turlogh, la sangre manando de su pecho mutilado. Un diablo aullante manchado de rojo, que le pisaba los talones, echó hacia atrás su cabeza y le cortó la garganta, una fracción de segundo antes de que el hacha de Turlogh arrancara la cabeza de sus hombros y la enviara sonriente y rodando hacia las calles. Y en aquel instante un viento repentino apartó el humo ondulante y los camaradas vieron el portal abierto delante de ellos, cubierto de guerreros rojos. Un grito feroz, una acometida arrolladora, un instante de ferocidad volcánica que cubrió la puerta de cadáveres, y la habían atravesado y descendían por las pendientes hacia el bosque lejano y la playa que había más allá. Ante ellos el cielo se enrojecía con el alba; detrás de ellos se alzaba el estremecedor tumulto de la ciudad condenada.

Huyeron como criaturas perseguidas, buscando de vez en cuando un fugaz cobijo en las numerosas arboledas, para evitar los grupos de salvajes que corrían hacia la ciudad. La isla entera parecía estar infestada de ellos; los jefes debían de haber reclutado a todas las islas en cientos de millas a la redonda para una incursión de semejante magnitud. Por último, los camaradas alcanzaron la franja del bosque, y respiraron profundamente al llegar a la playa y descubrir que estaba abandonada excepto por cierto número de canoas de guerra decoradas con calaveras.

Athelstane se sentó y tomó aliento, jadeante.

—¡Sangre de Thor! ¿Ahora qué? ¿Qué podemos hacer excepto escondernos en estos bosques hasta que esos diablos rojos nos encuentren?

—Ayúdame a botar esta lancha —replicó Turlogh—. Nos arriesgaremos en el mar abierto…

—¡Mira! —Athelstane se irguió, señalando con el dedo— ¡Sangre de Thor, un barco!

El sol estaba saliendo, refulgía como una gran moneda dorada sobre el horizonte marino. Y pintado sobre el sol navegaba un bajel alto de popa elevada. Los camaradas saltaron a la canoa más próxima, empujaron y remaron como locos, gritando y agitando los remos para llamar la atención de la tripulación. Músculos poderosos impulsaron la nave larga y delgada con increíble velocidad, y no tardaron mucho en conseguir que el barco se detuviera y les permitiera acercarse. Hombres de rostros oscuros, vestidos con cota de malla, miraban sobre la borda.

—Españoles —murmuró Athelstane—. ¡Si me reconocen, más me valdrá haberme quedado perdido en la isla!

Pero ascendió por la cadena sin titubear, y los dos vagabundos se enfrentaron al hombre de rostro sombrío cuya armadura era la de un caballero de Asturias. Les habló en español y Turlogh le contestó, pues el gaélico, como muchos de su raza, tenía facilidad natural para los idiomas y había recorrido mucho mundo y hablado en muchas lenguas. En pocas palabras el dalcasiano les contó su historia y explicó la gran columna de humo que se elevaba en el aire de la mañana desde la isla.

—Dile que el rescate de un rey está disponible para quien se lo lleve —terció Athelstane—. Háblale de las puertas de plata, Turlogh.

Pero cuando el gaélico habló del enorme botín de la ciudad condenada, el comandante agitó la cabeza.

—Mi buen señor, no tenemos tiempo para hacernos con él, ni hombres que perder en tomarlo. Esos demonios rojos que describís no cederían nada, aunque les fuera inútil, sin presentar feroz batalla, y ni mi tiempo ni mis fuerzas me pertenecen. Soy Don Rodrigo Cortés de Castilla y este barco, El Franciscano, forma parte de una flota que partió para hostigar a los corsarios moriscos. Hace unos días nos separamos del resto de la flota en una refriega marina y la tempestad nos alejó de nuestro rumbo. En estos momentos, nos esforzamos por reunimos con la flota en caso de que podamos encontrarla; si no, hostigaremos a los infieles lo mejor que podamos. Servimos a Dios y al rey y no podemos detenernos por el simple lucro, como sugerís. Pero os doy la bienvenida a bordo de este barco; tenemos necesidad de guerreros como vosotros parecéis ser. Si os unís a nosotros y lucháis por la cristiandad contra los musulmanes, no os arrepentiréis.

En la nariz estrecha y los profundos ojos oscuros, al igual que en su enjuta cara ascética, Turlogh percibió al hidalgo fanático, intachable, al caballero errante. Habló con Athelstane:

—Este hombre está loco, pero con él podremos repartir mandobles y ver tierras extrañas; de todas formas, no tenemos otra alternativa.

—Un sitio es igual que otro para los hombres sin señor y los vagabundos —repuso el enorme sajón—. Dile que le seguiremos hasta el Infierno y que chamuscaremos la cola del Demonio si hay la menor oportunidad de conseguir un botín.

4. IMPERIO

Turlogh y Athelstane se apoyaron en la borda, mirando hacia la Isla de los Dioses que rápidamente se perdía en la lejanía, desde la cual se elevaba una columna de humo, cargada de los fantasmas de mil siglos y las sombras y misterios de un imperio olvidado, y Athelstane maldijo como sólo puede hacerlo un sajón.

—El rescate de un rey… y después de tanta sangre derramada… ¡nos vamos sin ningún botín!

Turlogh agitó la cabeza.

—Hemos visto caer un reino antiguo; hemos visto los últimos restos del imperio más antiguo del mundo desmoronarse en las llamas y el abismo del olvido, y la barbarie levantar su brutal cabeza por encima de las ruinas. Así mueren la gloria y el esplendor, y la púrpura imperial… entre llamas rojas y humo amarillo.

—Pero ni una pizca de botín… —insistió el vikingo.

Una vez más Turlogh agitó la cabeza.

—Yo he salido de allí con la joya más valiosa que había en la isla… algo por lo cual hombres y mujeres han muerto y los desagües se han llenado de sangre.

Sacó de su cinto un pequeño objeto, un símbolo de jade curiosamente tallado.

—¡El emblema del rey! —exclamó Athelstane.

—Sí; mientras Brunilda luchaba conmigo para impedir que te siguiera por el pasillo, esta cosa se quedó enganchada en mi cota de malla y se desprendió de la cadena de oro que la sujetaba.

—El que lo lleve será el rey de Bal-Sagoth —rumió el poderoso sajón— ¡Tal y como predije, Turlogh, eres rey!

Turlogh rio con amargas carcajadas y señaló la gran columna ondulante de humo que flotaba en el cielo alejándose del horizonte marino.

—Sí… un reino de muertos… un imperio de fantasmas y humo. Soy el Ard-Righ de una ciudad fantasma… soy el Rey Turlogh de Bal-Sagoth y mi reino se esfuma en el cielo matutino. Y en eso se parece al resto de los imperios del mundo… sueños, fantasmas y humo.

Fin

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