Gion era el tercero de todos nosotros, los doce hermanos. Cuando le tocó el turno se fue a hacer el servicio. Fui yo quien le acompañó con el carro hasta el distrito de reclutamiento. Antes de dejarnos, Gion me recordó encarecidamente:
-Mira, a ver si, mientras tanto, consigues convencerle.
Desde hacía ya varios años, cuando en nuestra comarca se empezaba a trillar el trigo, Gion desaparecía de casa y se iba a contemplar la trilladora.
Se quedaba fuera tres semanas y hasta cuatro y se pasaba veinte y treinta días mirando la máquina, sentado bajo un sombrajo. Comía si le daban de comer y al anochecer, cuando acababan de trillar y enganchaban la trilladora al vehículo remolcador, se iba a la carretera a ver pasar el cortejo y luego lo seguía hasta la nueva era. Dormía en el pajar y, a la mañana siguiente, en cuanto oía el silbido de la máquina, Gion bajaba corriendo, se buscaba un sitio cómodo donde no molestara, y volvía a ponerse a contemplar la trilladora.
El primer año, después de andar buscándole durante un par de días, mi padre lo descubrió en la era de Piopaccio, se lo llevó a casa y le zurró; pero a la mañana siguiente volvía a estar quién sabe dónde a mirar la máquina. Fui a pescarlo yo, el primogénito, le pegué y lo encerré en el granero. Se escapó por el ventanuco y entonces salió en su busca Felice, el segundo. Felice era mucho menos robusto que Gion, pero Felice era el segundo, mientras que Gion era el tercero, y Gion se dejó tranquilamente zurrar también por Felice, porque Gion era un muchacho disciplinado.
Durante la noche se descolgó por una tubería del canalón: Gion era todo un sinvergüenza ya a sus quince años; la cuarta vez fueron a buscarlo Manuele, Diego, Rem y Clem, todos juntos y consiguieron pegarle y encerrarlo en la bodega.
A la mañana siguiente encontramos la puerta descerrajada.
Quedaban los cinco últimos. Davide, de unos diez años, Giaco, de unos nueve, Macco, de unos ocho, Vasco, de unos seis y Chico, de unos cinco. En cuanto se dieron cuenta de que Gion había desaparecido, los cinco se lanzaron gritando por los campos sin que nadie consiguiera atraparlos.
-¡Si ese animal se atreve solo a tocar con un dedo a Chico, lo mato a escopetazos! -dijo mi padre.
A mediodía se oyó vociferar en la era: Gion estaba de vuelta. Davide, Giaco, Macco y Vasco iban detrás de él, dándole palos en la espalda.
Gion de un solo manotazo habría podido sacudirse de encima toda aquella chiquillería, pero se dejaba hacer pacíficamente y mi padre se alisó el bigote y dijo:
-¡Ya basta!
-¡Cinco más aún! -dijo Chico, que se divertía pegando palos a Gion.
-No, ni uno más -contestó mi padre. Y fue la primera vez que le negó algo a Chico.
A la mañana siguiente, Gion volvía a estar en alguna era mirando la máquina, pero ya nadie volvió a buscarlo. De modo que cuando se comenzaba por nuestra comarca a trillar el trigo, Gion desaparecía de casa y volvía veinte o treinta días después, junto con la trilladora, porque nuestra tierra era más grande y para batir nuestro trigo hacía falta toda una semana, por lo que la trilladora nos dejaba para el final.
Gion era un condenado hijo del terruño y todos los de nuestro terruño son unos chalados. El único que está cuerdo soy yo. Aunque, por otra parte, si uno puede enamorarse de una mujer, ¿por qué no debe enamorarse de una máquina? Gion se había enamorado de la máquina y soñaba con poseer una máquina. E intentaba convencer a su padre para que le comprara una máquina.
-Cada uno nace con un oficio metido en la cabeza y a mí me ha tocado el de maquinista -decía-. Usted me compra un tractor con una trilladora, la empaquetadora y todo lo necesario para la mies y yo le trillo inmediatamente su trigo para que no tenga que esperar y se le desgrane si está seco y se le enmohezca si está húmedo. Luego puedo hacer todas las otras eras grandes porque escogería maquinaria Lanz del último modelo y la gente se quedaría admirada. Me haría con toda la plaza de la trilla. Aquí aún deshojan las pañochas a mano: si yo tuviera una máquina de deshojar podría trabajar día y noche. Sin contar con que ahora, con el nuevo sistema de la maquinaria actual, se puede arar sin tener que mover la máquina del mismo carril.
Gion le decía todo esto, pero mi padre le contestaba que estaba loco y que podía irse con todas sus máquinas a freír espárragos.
Sin embargo, Gion estaba obsesionado con la trilladora, y cuando se fue a la mili lo último que me dijo fue que intentara convencer a mi padre para que le comprara la máquina.
Al principio Gion escribía muy a menudo y en cada carta hablaba de la trilladora. Luego continuó escribiendo, pero con menos frecuencia y sin mencionar la máquina.
-El servicio militar le prueba -dijo mi padre al cabo de un año-. Cuando le contestes dile que si no tiene bastante con el dinero que le envío, que estoy dispuesto a enviarle el doble con tal de que se porte bien.
-Recuérdale aquello -añadió mi madre.
Mi madre, cada vez que yo le escribía a Gion, quería que le encareciera solo una cosa: “Querido Gion: acuérdate de aquello…” El día que Gion se marchó mi madre le había dicho: “Cuando vuelvas del servicio militar, acuérdate de traerme un cedazo tan fino como el que se rompió el año pasado.”
Cuando acabó la mili, Gion regresó. Mi padre y yo, con mis otros diez hermanos, estábamos comiendo sentados alrededor de la mesa de la cocina, y mi madre, que estaba charlando con la tortilla aún en el fuego, gritó de repente:
-¡Oh!
Gion estaba parado en medio del umbral y rozaba casi el dintel con la cabeza. Iba vestido de artillero y parecía como si al verlo así, tan alto y fuerte, la cocina se hubiera vuelto pequeña. Estaba inmóvil en medio de la puerta y tenía las manos colocadas en la espalda. Mi madre le dijo:
-Entra de una vez, ¡caramba! ¿Qué es lo que escondes? ¿Un cañón?
Gion sacó la mano izquierda y le alargó a mi madre un gran envoltorio.
-¡Vaya, el cedazo! –exclamó alegremente mi madre, apartándose a un rincón para desenvolver el paquete.
No obstante, Gion no se movía y yo le dije, riendo:
-¿Qué más escondes? ¡Entra y enséñanoslo!
Gion dio un paso adelante y se sacó de detrás de la espalda también la mano derecha, apareciendo primero una manita encerrada en la gran manaza de Gion, luego un brazo y luego toda una chica menuda y delgada, con la cabeza gacha.
-Es mi novia -explicó Gion, sonrojándose.
Al cabo de un momento de silencio mi padre habló:
-Gion, entra y siéntate a comer. Entre también usted, joven, siéntese y coma.
-No, gracias -contestó la chica, que levantó la cabeza y se nos quedó mirando asustada.
Llevaba la cara muy empolvada, la boca pintada de rojo y los ojos muy cansados. Apestaba a perfume. Se fue a sentar a un rincón y siguió mirándonos como si fuéramos a degollarla.
Comimos sin hablar. Luego mi padre se dirigió a Gion:
-¿Dónde la has conocido?
-En la ciudad -respondió Gion, cabizbajo
-Es justo el cedazo que yo quería -exclamó mi madre-. Lo acabo de probar y la harina queda tan fina como si fueran polvos…
Vio a la chica en el rincón y se interrumpió.
-¿Quién es?
-Mi novia -le contestó Gion–. Nos vamos a casar pronto.
-¡Estupendo! -dijo mi madre-. Venga, querida: siéntese a comer. ¡Estoy muy contenta! ¿Y tú? -le preguntó a mi padre.
-Yo no -afirmó tranquilamente mi padre.
-¿Te ha costado mucho el cedazo? -se informó mi madre dirigiéndose a Gion.
-Mil cien liras -respondió Gion.
-No es caro –puntualizó satisfecha mi madre-. Voy a dar de comer a las gallinas. Si quieres queso, lo encontrarás en el aparador.
Al salir mi madre, mi padre volvió a hablar con Gion:
-Gion, te he preguntado dónde la has conocido.
-En un sitio que yo me sé -contestó Gion siempre con la cabeza gacha-. Me gusta y me voy a casar con ella.
Gion hablaba con voz dura: era todo un cabezota. Iba a casarse con ella aun a costa de no volver a poner los pies en casa y de tener que trabajar de jornalero.
La chica estaba temblando en el rincón y su cara blanca por los polvos parecía la de un muerto.
-Voy a casarme con ella -repitió Gion, testarudo, mirando y desmigajando el pan.
-Te compraré la trilladora -dijo mi padre.
Gion dijo que no con la cabeza.
-Con todos los accesorios y hasta la deshojadora para el maíz.
Gion apoyó los codos encima de la mesa y se agarró la cabeza entre las manos.
-Que alguien enganche el caballo y vuelva a llevar la muchacha a la ciudad -ordenó en voz alta mi padre, sin que Gion se moviera.
-Ya voy yo -dijo Felice, levantándose y dirigiéndose a la puerta.
La chica se levantó y lo siguió a toda prisa.
-Perdonen –balbuceó.
Mi padre le alargó un billete de quinientas.
La chica se marchó desconcertada, con el billete en la mano. Cuando se oyó el resonar de los cascos del caballo en el camino, Gion se levantó y corrió afuera, pero el carro ya se había alejado.
Felice no regresó por la noche. Ni tampoco al día siguiente, ni nunca. Sin embargo volvieron el caballo y la calesa: Felice se los entregó a un vecino que fue a la ciudad.
-Ha dicho Felice que se ha establecido allí -explicó el hombre-. Estaba con una chica rubia guapa, muy pintada.
Gion tuvo su tractor con la trilladora, la empaquetadora, la máquina de deshojar y todo lo demás. El tractor era un Lanz de ciento veinte caballos, con la caldera verde rodeada de brillante latón. Cuando pasaba por delante de las casas, estas temblaban.
Aquel invierno Gion conoció a una hermosa moza que vivía en Ghianda Morta.
Y Gion, cada sábado se afeitaba, se ponía el traje nuevo, y, al atardecer, se montaba en su tractor de ciento veinte caballos y partía hacia Ghianda Morta.
Cuando llegaba delante de la casa de la chica, tiraba de la cuerdecita y el tractor soltaba un chorro de vapor blanco y silbaba.
FIN