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Los agujeros de la máscara

Máscara. Foto por John Noonan en Unsplash

Máscara. Foto por John Noonan en Unsplash

De Cuentos de un bebedor de éter

El encanto del horror sólo tienta a los fuertes.
A Marcel Schwob.

I

—Quiere usted verlo —me había dicho mi amigo De Jacquels—, sea, consiga un dominó y un antifaz, un dominó elegante, de satén negro, cálcese unos escarpines, y, por esta vez, medias de seda negra también, y espéreme en su casa el martes hacia las diez y media; iré a buscarle.

El martes siguiente, envuelto en los susurrantes pliegues de una larga esclavina, con una máscara de terciopelo con barba de satén sujeta detrás de las orejas, esperaba a mi amigo De Jacquels en mi piso de soltero de la calle Taitbout, calentando mis pies a la vez ateridos e irritados bajo el contacto desacostumbrado de la seda, en las brasas del hogar; fuera, las bocinas y los gritos exasperantes de una noche de carnaval llegaban confusos desde el bulevar.

Resultaba extraño, e incluso pensándolo bien, inquietante a la larga, aquella solitaria velada de un enmascarado recostado en un sillón, en el claroscuro de un piso bajo atestado de objetos, aislado por los tapices, con la llama alta de una lámpara de petróleo y el vacilar de dos largas velas blancas, esbeltas, como funerarias, reflejadas en los espejos colgados del muro ¡y De Jacquels no llegaba! Los gritos de las máscaras que estallaban a lo lejos agravaban aún más la hostilidad del silencio; las dos velas ardían tan derechas que, inesperadamente y presa de impaciencia, turbado delante de aquellas tres luces, me levanté para apagar una.

En ese momento se separó una de las cortinas y entró De Jacquels.

¿De Jacquels? No había oído llamar a la puerta, ni tampoco abrir. ¿Cómo había entrado en mi apartamento? He pensado a menudo en ello después; en fin, De Jacquels estaba allí delante de mí; ¿De Jacquels? Es decir un largo dominó, una forma grande, sombría, velada y enmascarada como yo:

—¿Está usted listo? —preguntaba su voz que no reconocí de tan alterada como estaba—. Mi coche está aquí, nos vamos.

Su coche, no lo había oído ni rodar ni detenerse ante mis ventanas. ¿A qué pesadilla, sombra y misterio había empezado a descender?

—Es su capucha la que tapona sus oídos; usted no está acostumbrado a la máscara —pensaba en voz alta De Jacquels, que había penetrado mi silencio—: Tenía pues, aquella noche, el poder de adivinar, y levantando mi dominó se aseguraba de la finura de mis medias de seda y de mi ligero calzado.

Aquel gesto me tranquilizó, era De Jacquels y no otro quien hablaba bajo el dominó. Cualquier otro no hubiera tenido en cuenta la recomendación que De Jacquels me había hecho hacía una semana.

—Bien, nos vamos —ordenaba su voz, y, en un susurro de seda y satén que se roza, nos hundimos en la puerta cochera, semejantes, me parece, a dos enormes murciélagos, con el vuelo de nuestras esclavinas, repentinamente levantadas por encima de los dominós.

¿De dónde venía aquel gran viento, aquel soplo desconocido? ¡La temperatura de aquella noche de carnaval era a la vez tan húmeda y blanda!

II

¿Hacia dónde rodábamos ahora, hundidos en la sombra de un coche de caballos extraordinariamente silencioso, cuyas ruedas no despertaban más ruido que los cascos del caballo en el pavimento de madera de las calles y el macadán de las avenidas desiertas?

¿Hacia dónde íbamos a lo largo de muelles y orillas desconocidas, iluminados apenas aquí y allá por la luz borrosa de una vieja farola? Desde hacía ya tiempo, habíamos perdido de vista la fantástica silueta de Nôtre-Dame, perfilándose al otro lado del río en un cielo de plomo. El Quai de Saint Michel, el Quai de la Tournelle, el Quai de Bercy incluso, estábamos lejos de la Opera, de las calles Drouot, Le Peletier, y del centro. Ni siquiera íbamos a Bullier, donde los vicios vergonzosos se dan cita y, evadiéndose bajo la máscara se arremolinan casi demoníacos y cínicamente confesados la noche de carnaval; y mi compañero callaba.

Al borde de aquel Sena taciturno y pálido, bajo los puentes cada vez más escasos, a lo largo de aquellos muelles planeados de grandes árboles delgados de ramas separadas bajo el cielo lívido como dedos de muerto, me sobrecogía un miedo irracional, un miedo agravado por el implacable silencio de De Jacquels; llegué a dudar de su presencia y a creerme junto a un desconocido. La mano de mi compañero había cogido la mía, y aunque blanda y sin fuerza, la tenía sujeta en un torno que me trituraba los dedos… Aquella mano de poder y de voluntad me clavaba las palabras en la garganta, y sentía bajo su opresión fundirse y deshacerse en mí toda veleidad de rebelión; rodábamos ahora fuera de las fortificaciones y por grandes carreteras bordeadas de hayas y de lúgubres tenderetes de vendedores de vino, merenderos de las afueras cerrados hacía tiempo; desfilábamos bajo la luna, que por fin acababa de perfilar una masa flotante de nubes, y parecía derramar sobre aquel equívoco paisaje de las afueras una capa granizante de sal; en ese instante me pareció que los cascos de los caballos sonaban en el terraplén de la carretera, y que las ruedas del coche, dejando de ser fantasmas, chirriaban en la grava y en los guijarros del camino.

—Aquí es —murmuraba la voz de mi compañero—, hemos llegado, podemos bajar. Y como yo balbucía un tímido:

—¿Dónde estamos?

—En la Barrera de Italia, fuera de las fortificaciones. Hemos cogido el camino más largo, pero el más seguro, volveremos por otro mañana por la mañana.

Los caballos se detuvieron, y De Jacquels me soltaba para abrir la puerta y tenderme la mano.

III

Una gran sala, muy alta, de paredes revocadas con cal, contraventanas interiores herméticamente cerradas, a lo largo de toda la estancia, mesas con cubiletes de hojalata blanca sujetos con cadenas. Al fondo, sobre una elevación de tres escalones, la barra de cinc, atestada de licores y de botellas con etiquetas coloreadas de legendarias marcas de vinos; allí dentro silbaba el gas alto y claro: la sala, en suma, si no más espaciosa y más limpia, de un tabernero de las afueras con una buena clientela, cuyo negocio iba bien.

—Sobre todo, ni una palabra a quien quiera que sea. No hable a nadie, ni siquiera conteste. Verían que no somos de los suyos, y podríamos pasar un mal rato. A mí, me conocen —y De Jacquels me empujaba hacia la sala.

Algunos enmascarados bebían, diseminados. Al entrar, el dueño del establecimiento se levantaba, y, pesadamente, arrastrando los pies, venía hacia nosotros, como para impedirnos el paso; sin una palabra, De Jacquels levantaba el bajo de nuestros dominós y le mostraba nuestros pies calzados con finos escarpines: era sin duda el ¡Sésamo, ábrete! de aquel extraño establecimiento. El patrón se volvía pesadamente a la barra y me di cuenta, cosa extraña, de que él también llevaba una máscara, pero de un tosco cartón, burlescamente pintado, imitando un rostro humano.

Los dos camareros, dos colosos con las mangas de la camisa arremangadas sobre bíceps de luchador, deambulaban en silencio, invisibles, ellos también, bajo la misma espantosa máscara.

Los escasos disfrazados que bebían sentados en las mesas llevaban máscaras de terciopelo y de satén. Salvo un enorme coracero de uniforme, una especie de truco de mandíbula pesada y bigote rojizo, sentado junto a dos elegantes dominós de seda malva y que bebía con la cara descubierta, los ojos azules ya vagos, ninguno de los seres que allí se encontraban tenía rostro humano. En un rincón, dos grandes figuras con blusas y tocadas con gorras de terciopelo, enmascaradas de satén negro, resultaban intrigantes por su sospechosa elegancia, pues su blusa era de seda azul pálido, y del bajo de sus pantalones demasiado nuevos asomaban finos pies de mujer enguantados de seda y calzados con escarpines; y, como hipnotizado, contemplaría aún aquel espectáculo si De Jacquels no me hubiera arrastrado al fondo de la sala hacia una puerta acristalada, cerrada por una roja cortina. Entrada al baile, estaba escrito sobre la puerta con letra historiada de aprendiz de pintura; un guardia municipal hacía guardia junto a ella. Era, al menos, una garantía; pero, al pasar y chocar con su mano me di cuenta de que era de cera, de cera como su cara rosa erizada de bigotes postizos, y tuve la horrible certeza de que el único ser cuya presencia me habría tranquilizado en aquel lugar de misterio era un simple maniquí…

IV

Cuántas horas hacía que erraba solo en medio de máscaras silenciosas en aquel hangar abovedado como una iglesia, y era una iglesia, en efecto; una iglesia abandonada y secularizada era aquella amplia sala de ventanas ojivales, la mayoría medio tapiadas, entre sus columnas adornadas y encaladas con una espesa capa amarillenta donde se hundían las flores esculpidas de los capiteles.

¡Extraño baile en el que no se bailaba y en el que no había orquesta! De Jacquels había desaparecido, y estaba solo, abandonado en medio de aquella muchedumbre desconocida. Una vieja araña de hierro forjado llameaba alta y clara suspendida en la bóveda, iluminando las losas polvorientas, algunas de las cuales, ennegrecidas por las inscripciones, cubrían quizá tumbas; al fondo, en el lugar donde ciertamente debía reinar el altar, se encontraban a media altura en el muro pesebres y comederos, y en los rincones había apilados arreos y ronzales olvidados: el salón de baile era una cuadra. Aquí y allá grandes espejos de peluquería enmarcados con papel dorado se devolvían de uno a otro el silencioso paseo de las máscaras, es decir, ya no se lo devolvían, pues todos se habían sentado ahora alineados, inmóviles, a ambos lados de la vieja iglesia, sepultados hasta los hombros en las viejas sillas del coro.

Permanecían allí, mudos, sin un gesto, como alejados en el misterio bajo largas cogullas de paño plateado, de una plata mate, de reflejo muerto; pues ya no había ni dominós, ni blusas de seda azul, ni Colombinas, ni Pierrots, ni disfraces grotescos; pero todas aquellas máscaras eran semejantes, enfundadas en el mismo traje verde, de un verde descolorido, como sulfatado de oro, con grandes mangas negras, y todas encapuchadas de verde oscuro con los dos agujeros para los ojos de su cogulla de plata en el vacío de la capucha.

Se hubiera dicho rostros calizos de leprosos de los antiguos lazaretos; y sus manos enguantadas de negro erigían un largo tallo de lis negro de pálidas hojas, y sus capuchas, como la de Dante, estaban coronadas de flores de lis negras.

Y todas aquellas cogullas callaban en una inmovilidad de espectros y, sobre sus fúnebres coronas, la ojiva de las ventanas recortándose en claro sobre el cielo blanco de luna, las cubría con una mitra transparente.

Sentía hundirse mi razón en el espanto; ¡lo sobrenatural me envolvía! ¡La rigidez, el silencio de todos aquellos seres con máscaras! ¿Qué eran? ¡Un minuto más de incertidumbre y sería la locura! No aguantaba más y, con la mano crispada de angustia, avanzando hacia una de las máscaras, levanté bruscamente su cogulla.

¡Horror! ¡No había nada, nada! Mis ojos despavoridos sólo encontraban el hueco de la capucha; el traje, la esclavina, estaban vacíos. Aquel ser que vivía sólo era sombra y nada.

Loco de terror, arranqué la cogulla del enmascarado sentado en la silla vecina: la capucha de terciopelo verde estaba vacía, vacía la capucha de las otras máscaras sentadas a lo largo del muro. Todos tenían rostros de sombra, todos eran la nada.

Y el gas llameaba más fuerte, casi silbando en la alta sala; a través de los cristales rotos de las ojivas, el claro de luna deslumbraba, casi cegador; entonces, un horror me sobrecogía en medio de todos aquellos seres huecos, de vana apariencia de espectro, una horrible duda me oprimió el corazón ante todas aquellas máscaras vacías.

¡Si yo también era semejante a ellos, si yo también había dejado de existir y si bajo mi máscara no había nada, sólo la nada! Corrí ante uno de los espejos. Un ser de sueño se erigía ante mí, encapuchado de verde oscuro, coronado de flores de lis negras, enmascarado de plata. Y aquel enmascarado era yo, pues reconocí mi gesto en la mano que levantaba la cogulla y, boquiabierto de espanto, lanzaba un enorme grito, pues no había nada bajo la máscara de tela plateada, nada bajo el óvalo de la capucha, sólo el hueco de tela redondeada sobre el vacío: estaba muerto y yo…

—Y tú has vuelto a beber éter —gruñía en mi oído la voz de De Jacquels—. ¡Curiosa idea para distraer tu aburrimiento mientras me esperabas!

Me encontraba tumbado en medio de mi habitación, el cuerpo en la alfombra, la cabeza apoyada en el sillón, y De Jacquels, vestido de gala bajo una túnica de monje daba órdenes a mi atolondrado ayuda de cámara, mientras las dos velas encendidas, llegado su fin, hacían estallar sus arandelas y me despertaban… ¡Por fin!

Fin

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