Líneas aéreas Gorōhachi

Japanese Sumi-e Painting. Por: Ron Frazier
Japanese Sumi-e Painting. Por: Ron Frazier

Descargar PDF Descargar ePUB

Poco después de salir de la capital, empezó a soplar un tifón. Todos los trenes y barcos llevaban retraso, lo que nos obligó a realizar paradas imprevistas. En la mañana de nuestro tercer y último día de viaje, por fin avistamos nuestro destino: la isla de la Teta.

—Vaya, eso explica el nombre. —Hatayama, mi compañero fotógrafo señaló con el dedo un lugar en lontananza. La isla tenía sólo una montaña redonda en el centro. Para ser más exactos, la montaña era la isla.

Íbamos a bordo de una barcaza, agitándonos en todas direcciones por el movimiento de las olas.

—Seguro que habrá alguna leyenda relacionada con esta isla, ¿no? —le pregunté al pescador, que seguía remando.

—¿Y qué pasa si la hay? —me respondió con semblante hosco—. Fíjese en su forma. Seguro que debe de haber una o dos historias. Como sucede con cualquier otra isla. Pero nosotros nos las guardamos. Si se supieran nuestras leyendas, los turistas nos invadirían. Y el lugar se iría al garete.

Así que ya había algo sobre lo que no podía escribir. ¡Menuda decepción!

—¡Qué buena política! —dijo Hatayama con un punto más allá del sarcasmo.

El pescador hizo una mueca y se sorbió la nariz con gran ruido. Le había costado mucho decidirse a sacar su barca porque decía que se avecinaba otro tifón. Pero nosotros habíamos conseguido convencerlo con sobornos y cierto servilismo. Era un tipo muy terco que, al ver que éramos unos urbanitas, nos había cogido manía de inmediato.

—¡Mira esos bancales! —gritó Hatayama con sorpresa. Se quedó mirando la falda de la montaña con los ojos como platos—. ¡Creía que estaba deshabitada!

—Anda, pues es verdad —dije yo, también sorprendido.

Nuestra revista había empezado a publicar la serie «Islas deshabitadas» en el ejemplar del mes anterior. Si había gente viviendo en la isla, yo no tendría nada sobre lo que escribir.

—¡No, hombre, no! Aquí no vive nadie —dijo el pescador—. Nosotros, los de Shiokawa, venimos en barca sólo para cultivar boniatos y judías.

Por fin logré tranquilizarme. Shiokawa era un pueblecito pesquero situado en tierra firme. Habíamos pasado allí la noche anterior, en la única posada que había, la cual tenía un aspecto lamentable.

Esa mañana había llamado a nuestro jefe de redacción en Tokio. Le dije que llegaríamos tarde a la isla por culpa del tifón, y que nuestro regreso también se retrasaría un par de días. Se puso hecho una fiera; me acusó de tomarme las cosas con demasiada parsimonia cuando había otra gente que estaba trabajando duro. Me recordó que la idea de publicar la serie «Islas deshabitadas» había sido mía, y me dijo que yo lo había propuesto con la única intención de remolonear en el trabajo. Me ordenó que regresara a la mañana siguiente, como muy tarde. De no ser así, me descontaría el sueldo y retiraría la serie. Eso me dejó hecho polvo. Me preguntaba si podríamos volver para entonces. Si había otro tifón, no habría forma humana de llegar a tiempo. Se me escapó un suspiro de pesimismo cuando me di cuenta de la desastrosa idea que había tenido.

—Al jefe le falta ambición —dijo Hatayama, intuyendo el motivo por el que yo había suspirado—. Si no te tiene delante de sus narices, se cree que no haces nada.

—Sí, pero eso es comprensible, siendo una editorial tan pequeña —me apresuré a decir.

Este Hatayama era incluso más irresponsable que yo. Solía ir por ahí pregonando sus propias quejas como si las hubiera escuchado de otro. Como suele suceder, el jefe de redacción creía que todo el mundo hablaba mal de él a sus espaldas. Y yo no le gustaba nada, pero hacía todo lo posible por aguantarme.

—El jefe no lo tiene nada fácil, la verdad. Si los cinco trabajadores de la empresa estuviéramos fuera, él mismo tendría que hacerse cargo de los teléfonos y recibir a las visitas.

Hatayama se dio la vuelta en dirección a la popa.

—Vendrá a recogernos después del mediodía, ¿verdad? —preguntó con cierta inquietud.

El viejo pescador miró al cielo, que amenazaba tormenta.

—Pues verá, dicen que viene otro tifón.

La sangre se me agolpó en la cabeza.

—¡Venga, hombre!, ¿y qué haríamos en una isla deshabitada en medio de un tifón? Tiene que venir a recogernos. Si no, nos veríamos en serios apuros. Diga que va a venir, ¡por el amor de Dios!

—Bueno, no se preocupen, estarán bien. Hay una choza donde cobijarse de la lluvia. Además, ¿por qué han traído, entonces, una caja de comida para cada uno?

—¡Por si acaso! —Hatayama y yo estábamos a punto de echarnos a llorar. Nos tiramos delante de él con la frente pegada al sollado del barco, que subía y bajaba—. ¡Por favor, por favor! —le suplicamos.

—Les gusta arriesgar sus vidas, ¿eh? —dijo a regañadientes. A continuación nos miró con una expresión en la que se mezclaban la sorpresa y el asco—. Está bien. Vendré a recogerlos. A menos que pase algo, claro está.

Y eso es todo lo que pudimos sonsacarle. El pescador se dirigió a la playa que había al otro lado de Shiokawa y allí nos dejó. Luego se puso a remar a todo meter, adentrándose en el mar, donde las olas empezaban a crecer. Hatayama y yo nos quedamos en la orilla, atisbando con desesperación cómo desaparecía la barcaza en la distancia.

—Está bien, echemos un vistazo a la isla —dije por fin—. Creo que la podremos recorrer en un par de horas.

Finalmente tardamos tres horas. En contra de lo que pensábamos en un principio, no estaba totalmente rodeada de playas de arena. En el extremo más alejado que daba al mar, había sobre todo escarpados precipicios. Para más colmo, empezó a levantarse el viento y a chispear.

—Yo ya no puedo seguir sacando fotos —anunció Hatayama mientras guardaba la cámara en su estuche impermeable.

Poco después del mediodía, a la hora convenida, regresamos a la playa. Como nos temíamos, no había ni rastro del pescador ni de su barca. En esos momentos las olas eran aún mayores. En la orilla lejana, las blancas olas que rompían contra las rocas parecían llegar hasta el cielo gris ceniciento. A juzgar por el espantoso tiempo y por el tono de voz que había empleado el pescador, debía de haber pocas probabilidades de que viniera a recogernos. No, no había forma de que viniera. Seguramente habría escuchado el pronóstico del tiempo, según el cual el tifón sería muy fuerte. Y es que cuando las cosas van mal, seguro que empeoran. Al menos eso es lo que pensamos mientras sopesábamos nuestra situación con cara de pena.

—Aquí vamos a pillar un resfriado —dije yo mientras miraba los bancales—. Dijo que allí arriba había una choza, ¿no? Vamos a comprobarlo.

—Muchacho, yo ya lo he pillado —dijo Hatayama. Soltó un enorme estornudo y, al hacerlo, dejó escapar los mocos al suelo.

Ascendimos durante un tiempo por campos de judías. Luego, en medio del terreno montañoso de la isla, encontramos una franja de tierra estrecha y larga que había sido nivelada durante varios cientos de metros. ¿Para qué sería? En el extremo de ese terreno había una choza de unos seis metros cuadrados. Nos acercamos a ella como ratas embarradas y forzamos la puerta, que estaba hecha de troncos verticales. Acto seguido, entramos. En una tarima que había al fondo de la choza vimos a dos agricultores sentados bebiendo, uno frente al otro. Uno de ellos, de unos cuarenta años, tenía los ojos llenos de legañas. El otro debía de rondar los treinta años y tenía la punta de la nariz roja, probablemente por el exceso de alcohol.

—Perdonen que les moleste —dije disculpándome—. ¿Es suya esta choza?

—¿Cómo dice? No, no es de nadie —respondió el cuarentón—. Es para la gente de Shiokawa que cultiva los campos de la isla. La usamos para dormir o para resguardarnos de la lluvia. ¿Están mojados? Allí hay leña. ¿Por qué no encienden el fuego y se secan?

—¿De dónde son? —preguntó el hombre de la nariz roja mirándonos de arriba abajo. Hatayama y yo nos fuimos turnando para contarles la historia: que éramos un periodista y un fotógrafo de una revista mensual para hombres, de poca difusión; que habíamos ido a la isla para hacer un reportaje, pero que nos habían ordenado que volviéramos a la oficina al día siguiente; que nos había pillado el tifón y que no sabíamos qué hacer, etcétera, etcétera. Mientras tanto, nos secamos la ropa, que teníamos empapada, junto al fuego.

—Parece que pronto va a venir otro tifón. ¿Cómo van a volver a Shiokawa? —les pregunté—. No hay muchas posibilidades de que venga una barca a recogerlos.

—¡Ah, han debido de venir en la barca de Jinbei!, ¿verdad? —dijo el cuarentón de las legañas—. Así es como solemos venir nosotros. Pero, a veces, cuando el mar está bravo como hoy, el barco no puede venir y entonces no podemos regresar. Nosotros llegamos ayer por la tarde, cuando el tifón había pasado. Como pueden ver, estamos recogiendo judías y hemos pasado la noche aquí. Los hemos visto venir cuando estábamos en el campo. De hecho, acabamos de terminar el trabajo. —Con la barbilla apuntó a cuatro grandes capazos de judías que había en una esquina del suelo de tierra—. Y mientras esperamos, nos tomamos un trago.

Estaba claro que no iba a contestar a mi pregunta, cosa que me irritó.

—Pero seguramente no van a esperar hasta que pase este tifón, ¿verdad? ¿Saben cuándo será?

—Así es. Bueno, por seguridad, Jinbei no vendrá con su barca si las olas son muy altas —murmuró el Legañas.

—¿Hay alguna otra barca? —preguntó Hatayama con expectación.

El Legañas levantó la cabeza y nos miró a los dos.

—¿De verdad quieren volver tan pronto? ¿Tanta prisa tienen?

—¡Pues claro que sí! —respondimos con determinación.

Nariz Roja hizo ademán de detener al otro, pero éste no se dio cuenta y siguió hablando:

—Bueno, tienen el avión.

—¿Avión? —Hatayama, sorprendido, expulsó un moco que fue a parar al suelo de tierra—. ¿Un avión desde aquí hasta tierra firme?

El Legañas se quedó mirando el misil nasal de Hatayama con sumo interés.

—¡Uaaaauu! —gritó—. ¡Qué pasada! ¡Este tipo puede sonarse la nariz sin usar las manos! —Se volvió hacia Hatayama y se puso a reír—. ¿Cómo lo ha hecho?

—No recuerdo haber visto nada sobre un avión en la guía —dije yo—. ¿De qué compañía aérea se trata?

—Se llama Aerolíneas Shiokawa —contestó Nariz Roja, mirándome—. No está en la guía porque no hacen vuelos regulares. Sólo vuelan cuando hace mal tiempo y los barcos no pueden venir, o cuando la gente se queda incomunicada en la isla de la Teta y quiere volver a Shiokawa. En ese caso hacen un vuelo diario.

—¿Qué? ¿Quiere decir que hay un vuelo desde aquí a Shiokawa? —exclamó Hatayama haciendo una profunda reverencia—. ¡Qué maravilla! ¿Cuándo y adónde llegará?

Nariz Roja consultó su reloj.

—Bueno, si viene, podría hacerlo en cualquier momento a partir de ahora. Seguro que habrán visto la pista que hay delante de esta choza. Ahí es donde aterriza.

«Un pelín corta para ser una pista de aterrizaje», pensé.

—Sí, pero no sé si vendrá hoy o no —dijo el Legañas. Movió la cabeza mientras sonreía, como para fastidiarnos—. He oído decir que ayer le picó una víbora a Gorōhachi.

—Entonces, ¿Gorōhachi es el piloto? —pregunté, sobrepasado por un mal presagio—. ¿Y no hay ningún copiloto?

Nariz Roja y el Legañas se miraron el uno al otro.

—Bueno, supongo que será la mujer de Gorōhachi.

—No, ella no puede ser copiloto. Sólo se ve pilotar a Gorōhachi.

—¿Y cuánto cuesta el pasaje? —preguntó Hatayama con cautela. Lo decía porque era un tacaño de mucho cuidado.

—Pues… —respondió el Legañas, pensándolo bien—, nosotros, los de Shiokawa, tenemos vales, así que nos cuesta más barato. Pero cuando los turistas insisten en volar, creo que les cobran unos tres mil yenes ida y vuelta. Sí, creo que es eso.

—¿Mil quinientos por trayecto? Es un poco caro, ¿no? —Hatayama no estaba muy contento que digamos—. Shiokawa no debe de estar a más de diez minutos de aquí.

Yo le di un codazo e intervine con rapidez:

—No, no, si podemos regresar por mil quinientos yenes el trayecto, bien valdrá la pena pagar esa cantidad. Pero, en cualquier caso, ¿están diciendo que las Aerolíneas Shiokawa sólo disponen de una avioneta, y que la gente que no es de Shiokawa y que no tiene vales de descuento no puede utilizarla, a menos que insista en ello?

El Legañas se volvió a mostrar distante.

—Bueno, sí, supongo que sí.

Sin darme cuenta, subí el tono de voz debido a la ansiedad que sentía.

—¿Y esta compañía aérea tiene la licencia correspondiente para volar?

Nariz Roja me dirigió una mirada penetrante.

—Oiga, si de verdad quieren volver pronto a Tokio, será mejor que no hagan esas preguntas. Y no se les ocurra ir por ahí chismorreando sobre esto. Dice que es escritor, y yo no quería que supiera de la existencia del avión porque podría escribir sobre él. Sólo se lo he comentado porque ha dicho que estaba desesperado.

—No se lo diré a nadie —proclamé en voz alta, derrumbado por la terrorífica mirada de Nariz Roja—. No se lo diré a nadie, ni tampoco escribiré nada en la revista. —No había duda: el avión era privado y funcionaba sin licencia.

—Pero, bueno, no se preocupen —dijo el Legañas asintiendo con una sonrisa—. Gorōhachi tiene la titulación correspondiente y es un excelente piloto.

«¿Es que alguien podría volar sin titulación?», pensé.

—Muy bien. Entonces, ¿tomamos el avión de vuelta a casa? —me susurró Hatayama poco convencido.

—Por supuesto que sí —contesté—. Tenemos prisa; seríamos tontos si no aprovecháramos una oportunidad como ésta.

Estaba un poco preocupado por cómo sería el avión en cuestión. Pero en esos momentos, el humor del jefe me preocupaba aún más. No estaba en condiciones de exigir.

—Pero, como les he dicho antes, le ha picado una víbora —dijo el Legañas.

—Sí. He oído decir que lo estaban tratando en el Hospital General de Shiokawa. Estará bien —dijo Nariz Roja—. Además, allí tienen suero, ¿no?

Como ya teníamos la ropa seca, Hatayama y yo nos comimos una de las cajas de comida que llevábamos. El avión seguía sin aparecer. La lluvia había amainado un poco, pero el viento soplaba cada vez con más intensidad.

—No vendrá —dijo Hatayama—. Ya verás como no. —Parecía que no le importase. Podía averiguar lo que Hatayama estaba pensando. Era evidente que no quería recibir una bronca del jefe, pero en cualquier caso sería mejor eso que morir en un accidente aéreo.

En ese momento se escuchó un leve zumbido a lo lejos, mezclado con el sonido del viento.

—Ahí está. —Tanto Nariz Roja como el Legañas se pusieron de pie.

Salimos pitando de la cabaña adelantándonos a los dos agricultores. Queríamos ver el avión con nuestros propios ojos.

Una avioneta que volaba a baja altura desde Shiokawa describía un amplio círculo sobre los campos de judías. Yo no sabía qué tipo de aeronave era, pero observé que tenía un fuselaje en cada ala achaparrado con una hélice.

—Bueno, parece un avión más o menos decente, ¿no te parece? No pasará nada, ¿verdad? ¿A que no? —me dijo Hatayama, intentando convencerse a sí mismo.

—¿Y qué esperabas, sino un avión decente? —dije fulminándole con la mirada—. ¡No digas cosas raras!

Agitado por el viento, el aparato sufrió unas fuertes sacudidas al girar y se preparó para aterrizar a cierta distancia de la pista. Luego se encaró hacia nosotros, moviendo las alas arriba y abajo, aunque no lo hacían alternativamente, sino a la vez.

—Oye, ¿los aviones pueden mover las alas? —preguntó Hatayama en voz baja.

—Por supuesto que no —le repliqué irritado—. Es el viento el que las mueve.

—Un momento. ¡Esa pista es demasiado corta! —gritó aterrado Hatayama, mirando fijamente al avión, que todavía tenía las ruedas metidas—. ¿Hasta dónde se va a acercar? —Hatayama se preparó para salir corriendo.

Cuando por fin el tren de aterrizaje tocó tierra, el avión dio un gran bote sobre la pista. Yo cerré los ojos.

—¡Anda, pero si no es Gorōhachi! —gritó el Legañas, que estaba de pie a nuestro lado—. Él no es tan patoso.

Pero, entonces, ¿quién era el piloto? Volví a abrir los ojos para averiguarlo. El avión hizo un ruido infernal mientras se acercaba hasta donde nos encontrábamos. Estaba cantado que se iba a empotrar contra nosotros.

—¡Nooooo! ¡Se va a estrellar contra la cabaña!

Para entonces Hatayama ya se había esfumado. Y yo detrás de él, sumergiéndome de cabeza en el campo de judías que teníamos al lado.

El avión invirtió el sentido de rotación de sus hélices y, chirriando, pegó un frenazo a escasos centímetros de la choza.

Nos lo quedamos mirando desde el campo de judías.

—¡Casi morimos en un accidente de avión sin habernos subido a él siquiera! —dijo Hatayama. Las pupilas de sus ojos se habían contraído por el terror hasta convertirse en alfileres.

Esperamos a que se pararan las hélices antes de salir del campo de judías. Al aproximarnos al artefacto, pudimos comprobar lo poco que había faltado para que se cargara la cabaña de los agricultores.

—¡Mira eso! ¡Apenas 13 centímetros! —dijo Hatayama, midiendo con los dedos el hueco que había quedado. Se volvió hacia mí y añadió con sarcasmo—: ¡Eso es lo que yo llamo «servicio puerta a puerta»!

Fruncí el ceño. No era cosa de risa.

Detrás del avión había una senda con los surcos paralelos y profundos dejados por las ruedas: dos gruesos a ambos lados correspondientes a las ruedas principales, y otro más fino de la rueda delantera; se habían formado cuando el piloto frenó sobre la pista humedecida por la lluvia. Parecían las huellas de un topo gigantesco.

Se abrió la portezuela de la aeronave y apareció una escala de madera. Así pues, parecía que no iba a haber una escalera aérea como correspondería a unos pasajeros tan importantes. Una mujer rellenita de mediana edad apareció por la escala. Bajó con paso inseguro; llevaba un bebé a la espalda.

—¡Hombre, Yone! —la llamó el Legañas—. Me imaginé que eras tú. ¿Cómo está Gorō?

—¡Bah, nada de particular! Sólo que el médico le dijo que no se moviera. —Se echó a reír mostrando su dentadura plagada de caries—. Gorō sabía que estabais aquí y por eso estaba preocupado. Me dijo que iba a venir él. Pero como el doctor dijo que debía guardar cama, he decidido venir yo.

—¡Vaya, Yone, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que volamos contigo! —dijo alegremente Nariz Roja—. Ya veo que no se te ha olvidado pilotar.

—¡Nada de eso! —replicó la mujer, y le echó una mirada coqueta mientras se reía. Evidentemente, era la mujer de Gorōhachi—. Me he ido acordando de cómo se hacía a medida que venía hacia aquí.

Hatayama me golpeó repetidamente en el trasero.

—¡Oye, oye!

—¿Qué pasa? —refunfuñé sin darme la vuelta; sabía lo que me iba a decir.

—Bueno, no pensarás subirte a ese cacharro, ¿no?

Me di la vuelta. Lo miré fijamente a los ojos, que en esos momentos estaban llenos de pavor:

—¿Y por qué no?

—¿Quieres decir que sí? ¿Te vas a subir a ese avión con una gorda, que es la esposa de un agricultor y que lleva un bebé a la espalda, y que se ha ido acordando de cómo se pilotaba a medida que venía hacia aquí? ¿Un avión al que subes y del que bajas por una escala de madera?

Pero estaba claro que se había percatado de que yo no tenía intención de cambiar de opinión. Al seguir hablando se le adivinó una sonrisa medio sardónica.

—¡Está bien, pues no se hable más! Al fin y al cabo, será una experiencia única, ¿no te parece? Volar en un aparato como éste en medio de un tifón tan salvaje.

—Déjate de bromitas, ¿vale? Me estás poniendo de los nervios —dije, dándole la espalda.

En realidad, sólo pretendía hacerme fuerte. Necesitaba que él se subiera al avión conmigo. Pero en el fondo estaba temblando de miedo.

El Legañas charlaba con la esposa de Gorōhachi, y de vez en cuando ambos nos miraban de reojo. Luego aquél asintió ostensiblemente con la cabeza y nos llamó con una sonrisa en los labios:

—¡Eh, pasajeros! ¡Tienen suerte! ¡Ha dicho que los va a llevar a bordo!

—¿Ah, sí? —Nos acercamos a la esposa de Gorōhachi y le hicimos repetidas reverencias con la cabeza. Al fin y al cabo, le estábamos confiando nuestras vidas. No había más remedio que congraciarnos con ella—. ¡Gracias, muchísimas gracias!

—Pero, eso sí, tendrán que pagar, ¿eh? —dijo ella—. Son dos mil yenes por barba.

El Legañas intervino con bastante urgencia desde un lado:

—Verás, Yone, antes de que llegaras les acababa de decir que costaba mil quinientos por persona y trayecto.

—¡Bueno, pues no se hable más: mil quinientos yenes! —dijo ella alegremente, sin mostrar ninguna señal de contrariedad—. Está bien, suban cuanto antes.

—La mujer de Gorōhachi parece buena persona —le dije a Hatayama mientras abandonábamos la cabaña con el equipaje.

Él estaba temblando de miedo.

—Sí, pero eso no significa que sepa pilotar un avión, ¿no te parece? —respondió.

Yo hice una mueca. Pero él siguió a lo suyo, con la cámara sumergible colgada del hombro.

—Ahora mismo acaban de decir que Gorōhachi tenía la licencia de piloto en regla. Los he oído. Pero no han dicho nada de la esposa. Aunque no estamos en condiciones de ir haciendo preguntas, ¿verdad?

—Exacto —contesté mostrando un apoyo exagerado—. Así que no las hagas.

—Sí, seguro que volvemos a Shiokawa de una pieza, ¿verdad? Sí. —Hatayama se rió nerviosamente, asintiendo repetidas veces—. Después de todo, ella tiene cierta experiencia pilotando, ¿a que sí? Aunque no tenga licencia, aunque haga mucho tiempo que no pilote. Sí. Y esos dos agricultores no están nada nerviosos por volar con ella, ¿verdad? Aunque sean ignorantes e insensibles al peligro. Todo está bien, ¿o no?

Yo no dije nada. De haberlo hecho, a lo mejor se hubiera puesto a gritar a voz en cuello.

Nos encaramamos por la escala hasta el avión. En el interior había diez asientos medio rotos, cinco a cada lado de un pasillo cubierto con esteras de paja. No había separación entre los pasajeros y el piloto: los controles estaban a la vista. Hatayama y yo nos sentamos en los dos asientos delanteros, dispuestos uno a cada lado del pasillo.

Tan pronto como nos sentamos, Hatayama volvió a la carga. Sus ojos de halcón habían detectado algo en el techo de la cabina del piloto, sobre el parabrisas.

—¡Mira eso! —exclamó—. ¡Es un altar doméstico sintoísta!

—Pues sí, eso parece.

—Y hasta tiene un talismán del templo Narita-san[4].

—Sí, creo que sí.

—Entonces, eso quiere decir que hasta el momento esta avioneta se ha salvado gracias en parte a la protección de los dioses.

—¡Venga, hombre, cierra el pico de una vez! —Lo miré de reojo fulminándolo con la mirada.

Hatayama agachó la cabeza disculpándose.

—¿Es que tienes que enfadarte tanto por cada cosa que digo? ¡Dame un respiro, hombre!

Los dos agricultores terminaron de cargar en el avión los cuatro canastos de judías y los aperos de labranza. Luego la mujer de Gorōhachi izó la escala y cerró la portezuela.

—¡En marcha!

Se retiró unos cuantos cabellos de la cara y sentó su considerable trasero en el asiento del piloto, a la vez que intentaba calmar al inquieto bebé que tenía a la espalda. Una vez aposentada, empezó a juguetear con los botones, la palanca de gases y otros controles con torpeza y desmaña. Hatayama y yo contuvimos el aliento mientras contemplábamos incrédulos el panorama. Sin embargo, detrás de nosotros los dos agricultores discutían tranquilamente sobre el precio de las habichuelas.

El aeroplano empezó a moverse lentamente. Dio la vuelta orientándose en dirección opuesta a la cabaña, para después empezar a desplazarse a lo largo de la pista. Se movió y crepitó con gran estruendo, haciendo que saltáramos de nuestros asientos.

—Debíamos habernos sentado más atrás —dijo Hatayama.

No sólo no había cinturones de seguridad, sino que, al estar sentados delante, tampoco había dónde agarrarse.

—¡Estáte tranquilo o te corto la maldita lengua! —grité.

El avión rebotó una vez para luego coger velocidad. El fuselaje se meneó tan violentamente que parecía que iba a partirse en cualquier momento. Aun así, seguía rodando por la pista.

—¡No podemos despegar! —dijo Hatayama, atenazado por el miedo—. ¡Oh, no! ¡No lo lograremos!

La pista terminaba en la cima de un acantilado que daba al mar. Y el final se iba acercando peligrosamente. El avión volvió a rebotar, y casi fuimos a dar al techo del aparato.

Cuando emprendía el vuelo al final de la pista, el avión fue sacudido por una racha de viento y se escoró a un lado. Empezamos a caer en picado hacia el mar; las crestas de las olas se precipitaban hacia nosotros a través del parabrisas. Hatayama gritó casi sin fuerzas:

—¡Nos matamos! ¡Lo sabía!

—¡Cállese, imbécil! —maldijo la esposa de Gorōhachi mientras tiraba de la palanca de mando hacia arriba. El bebé lloraba a pleno pulmón.

La nariz del avión se enderezó y adoptamos un ángulo más cómodo. Luego empezamos a ascender oscilando constantemente. Tanto Hatayama como yo relajamos los hombros y, al unísono, dimos ostensibles suspiros de alivio.

—¡Eh, Yone! —dijo el Legañas—. ¿Eso ha sido un poco peligroso o me lo ha parecido a mí?

—«Un poco peligroso» no es la expresión exacta —contestó la esposa de Gorōhachi riéndose como una histérica—. En condiciones normales la hubiéramos palmado.

—«En condiciones normales la hubiéramos palmado» —me repitió Hatayama.

—Pero tengo poderes mentales, ¿sabes? —continuó diciendo la mujer—. No como Gorōhachi. Así que dad gracias de que sea yo la que piloto.

—Dice que este avión vuela con poderes mentales —me dijo Hatayama con voz lastimosa—. ¿Lo has oído? ¡Con poderes mentales!

—Se burlan de ti porque estás muerto de miedo —dije yo.

En esos momentos estábamos rodeados de unos negros nubarrones. El avión volvía a chirriar y a oscilar de nuevo. Las gotas de agua empezaban a filtrarse por una juntura que había en el casco de aluminio del techo, y caían al suelo esterado. Hatayama se me quedó mirando fijamente. Como sabía que iba a empezar otra vez, fingí no darme cuenta. Acercó su boca a mi oído y susurró:

—Esto…, ¿sabías que este avión tiene goteras? Está entrando la lluvia.

—Bueno, ¿y qué?

—No, nada…

De repente, el avión bajó en picado.

—¡Oh, no! —gritó Hatayama.

Las palmas de mi mano, que yo apretaba con fuerza, estaban pegajosas a causa de la transpiración, y por la espalda me bajaba un sudor frío.

Una gaviota volaba junto al avión, cerca de la ventana que tenía a mi lado.

—Seguro que es Juan Salvador Gaviota[5] —dijo Hatayama en voz alta—. Es la única lo suficientemente rápida para seguir a un avión.

—¡Qué va! No es la gaviota la que vuela rápido, sino nosotros los que vamos lentos —dijo la esposa de Gorōhachi—. Estamos volando viento en contra.

Hatayama estaba visiblemente atemorizado.

—Pero si vamos tan lentos, el motor se podría calar, ¿no?

Ella se rió.

—Ja. Supongo que quiere decir que podríamos entrar en barrena. Bueno, eso no me ha pasado nunca en los últimos tiempos.

—¿Quiere decir que le ha pasado alguna vez? —Hatayama soltó un proyectil nasal que fue a parar al suelo del pasillo.

—¡Qué habilidad! —dijo el Legañas impresionado—. ¡Me tiene que enseñar a hacerlo!

—En estos momentos ya debemos de estar cerca —dije—. ¿Dónde nos encontramos?

—Sí, eso digo yo, ¿dónde estaremos? —La esposa de Gorōhachi ladeó la cabeza—. Deberíamos haber llegado hace rato. Pero el caso es que no puedo ver tierra por culpa de las nubes. Quizá nos hayamos salido de la ruta.

—Dice que a lo mejor nos hemos salido de la ruta —repitió Hatayama mirándome con los ojos abiertos de par en par.

—¡Venga, cierre el pico, hombre! —gritó la esposa de Gorōhachi mientras mecía al bebé que llevaba a la espalda; éste no dejaba de llorar.

Dándose por aludido, Hatayama escondió la cabeza entre los hombros.

—¿Alguien podría relevarme un momentito? Tengo que darle de comer al pequeño —dijo la mujer de Gorōhachi.

—¡Ésta es la mía! —respondió Nariz Roja como si nada, y se levantó enseguida.

Hatayama volvió a sonarse la nariz y empezó a llorar.

—Quiero bajarme. Quiero salir. ¿Aquí no hay paracaídas?

—No hay ninguno. Pero hay un paraguas de papel viejo y roto ahí en la esquina —contestó el Legañas, riéndose a carcajadas.

La esposa de Gorōhachi le cedió los mandos a Nariz Roja y se acuclilló en uno de los asientos para los pasajeros. Se abrió la pechera del kimono, se sacó una teta del tamaño de una pelota de sóftbol[6] y le metió al bebé un pezón color chocolate en la boca.

—Seguro que te enfadas si vuelvo a decirte algo, ¿no? —me dijo Hatayama con lágrimas en los ojos.

—Exacto —le respondí, y me quedé mirándolo antes de que pudiera seguir hablando—. Así que no me digas nada.

—Pero soy libre de decir lo que quiera, ¿o no? —Se removió en el asiento—. ¿Por qué te enfadas tanto por cualquier cosa que digo? Te preocupa que el jefe te pegue la bronca, ¿no es eso? Intentas olvidar tus miedos pensando en eso. ¿Me equivoco? —Se me quedó mirando con los ojos inyectados en sangre—. Pero lo cierto es que tú también tienes un poco de miedo, ¿a que sí?

—¿Y qué pasa si tengo miedo? —repuse pegando un chillido—. ¿Es que eso va a cambiar algo?

—A mí me aterra más perder la vida que lo que pueda decirme el jefe, ¿vale? —gritó él—. Yo no soy más que un fotógrafo, ¿te enteras? En caso de necesidad, me podría ganar la vida como autónomo. ¿Qué más me da a mí si el jefe se pone como loco y me despide? Pero, claro, a ti no te da lo mismo. No es que ames tu trabajo. Simplemente estás muerto de miedo por el jefe. Estás aterrorizado por lo que pueda decirte, porque no quieres perder tu empleo.

—¡Cállate ya! —grité, poniéndome en pie—. ¡Una palabra más y te parto la cara!

Temblando por mi espantosa mirada, Hatayama se puso la mano en la entrepierna y dijo:

—Me estoy meando.

—El retrete está en la parte de atrás —dijo la esposa de Gorōhachi, que seguía amamantando a su bebé—. Pero está lleno de trastos. Lo usamos como almacén, así que no puede entrar.

—Entonces, ¿adónde puedo ir?

El Legañas pegó un pisotón en las esteras del pasillo.

—Por aquí debajo hay un agujero —dijo—. ¿Por qué no intenta hacerlo en él?

Nariz Roja volvió la cabeza desde el asiento del piloto.

—Un momento. Creo que estamos sobrevolando el monte del dios Inari[7]. Será mejor que espere. Trae mala suerte mearse en él.

—¡Pero es que no me puedo aguantar más! —gritó Hatayama. Retiró con decisión las esteras y, estirándose boca abajo en el suelo, metió a todo correr el miembro por el agujero, que medía unos pocos centímetros—. ¡Lo siento por vosotras, lombrices y ranas!

«Nariz Roja quería decir mala suerte para ti, no para el dios Inari», pensé yo.

De repente, dejó de oírse el sonido del motor. Luego el avión se escoró a un lado e hizo un extraño ruido, como un chisporroteo. Miré por la ventanilla. La hélice de la izquierda se había parado. Señalé hacia ella.

—¡Ahh, ahh! —No me salían las palabras.

—¡Vaya!, ¿se ha vuelto a parar? —preguntó la mujer de Gorōhachi. Había terminado de dar el pecho a su pequeño, así que se lo colocó de nuevo a la espalda, dormido como estaba. Luego se levantó del asiento diciendo: «Aúpa», y volvió a tomar los mandos—. ¡Ahueca, que yo me encargo! —le dijo a Nariz Roja.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Hatayama, que seguía agachado en el pasillo.

—Que se ha parado una de las hélices —le respondí, como si no fuera nada.

Empezó a reírse por lo bajini.

—Jijiji. Ya te lo dije. ¿O no? Te lo dije, ¿no? —Luego se puso a llorar—. Y ahora se acerca el final…

—¿Le vuelvo a pegar un golpe al ala con el mango de la escoba? —preguntó Nariz Roja—. La última vez funcionó.

—No serviría de nada —respondió la esposa de Gorōhachi—. Casi no nos queda combustible.

Hatayama se puso a cantar.

—«Daremos nuestra vida por el Emperador…»[8].

—¡Anda, mira! —gritó la esposa de Gorōhachi—. El tifón se ha llevado las nubes y ahora se puede ver tierra. ¡Fijaos lo lejos que nos hemos desplazado!

—Debemos de estar ya en el paraíso, supongo —musitó Hatayama sollozando.

Yo me preguntaba si estaríamos en Corea del Sur, teniendo en cuenta el tiempo que habíamos estado volando.

—Me debo de haber desorientado. Hemos ido a parar a la carretera nacional de Onuma —dijo la esposa de Gorōhachi a la vez que empujaba el mando de control—. Tendremos que aterrizar ahí, donde está la gasolinera.

Pegué un salto.

—Pero no puede aterrizar en una carretera nacional. Va a chocar contra los coches.

—¡Quia! No pasará nada —dijo el Legañas—. En Sejiri están haciendo obras en la carretera, así que no habrá muchos coches. Y, además, como hoy viene un tifón, no habrá casi nadie en la carretera.

—¿Y cómo lo sabe? —se lamentó Hatayama—. Estamos en un avión que va volando, ¿no?

—En cualquier caso, no tenemos otra opción que hacer un aterrizaje de emergencia. En el patio de la escuela primaria hay demasiados árboles —dijo la esposa de Gorōhachi haciendo girar el aparato a lo bestia.

El fuselaje emitió un gran crujido; parecía que fuese a descuajaringarse de un momento a otro. La cabina se puso a vibrar violentamente. Hatayama dio un alarido; yo tenía la boca seca.

Enseguida apareció ante nosotros el asfalto gris de la autopista. Justo antes de que el avión tomara tierra, vimos un coche que se dirigía hacia nosotros en sentido contrario. Aceleró bajo nuestra ala izquierda, librándose por centímetros. El avión tomó contacto con el suelo y rebotó una y otra vez. A través del parabrisas delantero pude ver un volquete que venía derechito hacia nosotros.

—¡Vamos a chocar! —exclamé, con el cuerpo yerto.

—Dará un viraje a tiempo —dijo el Legañas.

El conductor del volquete, asustado, se precipitó a unas huertas que había cerca de la carretera.

El avión se detuvo justo enfrente de la gasolinera. «Puede que la esposa de Gorōhachi sea de verdad una piloto experta», pensé por un instante.

Tan pronto como nos detuvimos, Hatayama saltó en busca de la salida y abrió la puerta. Saltó sin utilizar la escala y cayó de bruces sobre el asfalto. Justo cuando me preguntaba cuánto tiempo pensaría quedarse ahí, me di cuenta de que en realidad estaba besando el suelo en un estado de completo delirio.

Yo seguí a la esposa de Gorōhachi por la escala. La carretera bordeaba la falda de una montaña de almagre que se elevaba abruptamente tras la gasolinera. Al otro lado de la carretera no había más que huertas.

—¡Nos hemos quedado sin combustible! —le gritó la esposa de Gorōhachi, riéndose, al empleado de la gasolinera, que nos miraba atónito—. ¿Podría llenar el depósito? Tenemos que ir cuanto antes a Shiokawa.

—Nunca había repostado un avión —dijo el empleado, mientras metía el carburante en la boca del depósito ubicada sobre el ala, siguiendo las instrucciones de la mujer de Gorōhachi.

El Legañas y Nariz Roja bajaron detrás de nosotros.

—¿Listos para otro vuelo? —me preguntó Nariz Roja. Los dos se rieron con desprecio.

Miré el mapa donde venían los horarios de los trenes. Onuma estaba a unos 30 kilómetros al este de Shiokawa.

—Yo ya no me subo —respondió Hatayama, que había entrado en el avión para recoger su cámara y ahora, mirándome encendido, estaba abandonando el aparato.

—Pero por aquí no pasa ningún tren —le dije en tono lisonjero—. ¿De qué otra forma piensas llegar a Shiokawa? Aunque nos recoja algún coche, no llegaremos a tiempo para tomar el tren de la tarde.

Hatayama volvió a abrir los ojos de par en par y susurró algo.

—¿Quieres decir que piensas subirte otra vez a esto? —preguntó de repente furioso—. Tú estás loco. Lo haces sólo por pura obstinación. Está bien, si quieres morir, ve y muérete tú sólito. A mí déjame en paz. Yo me quedo esperando aquí hasta que pase el tifón. —Y se puso a asentir con la cabeza con total decisión—. ¡Me quedo aquí, como está mandado!

Desistí de convencerle. En realidad, yo tampoco tenía claro si subir de nuevo al avión o no. Pero, pensando en lo que pasaría si perdiese el trabajo, debía asumir ciertos riesgos.

—Haz lo que quieras. Yo me vuelvo en el avión. Mañana por la mañana estaré de vuelta en Tokio.

—O quizá no —dijo Hatayama con una sonrisita. Estuve a punto de pegarle un guantazo.

—Estoy seguro de que sí —le respondí—. Volveré, ya lo verás.

—Eso no hace falta —le dijo la esposa de Gorōhachi al empleado. Había terminado de repostar y se estaba encaramando al morro del avión para limpiar el parabrisas delantero-Será mejor que despeguemos. Para mí sería un problema que me pillaran aparcada aquí.

—He oído decir que el ojo del tifón se acerca por el suroeste —dijo el empleado con preocupación.

La esposa de Gorōhachi se echó a reír.

—¿Qué? No, no se preocupe.

De repente se puso a llover a cántaros. Subí al avión con los agricultores, dejando solo a Hatayama.

Empezamos a deslizamos a lo largo de la autopista. Al hacerlo, varios coches se precipitaron a las huertas en un intento por evitarnos. Pronto nos elevamos de nuevo y viramos hacia el oeste.

Hasta la mañana siguiente no me enteré de lo sucedido. Justo después de haber despegado, una ladera de la montaña se derrumbó y enterró la gasolinera, lo cual provocó la muerte de Hatayama y del empleado.

—¡Vaya! ¿Por qué no le quitaste el carrete a Hatayama antes de subir al avión? —vociferó el jefe.

Fin

Yasutaka Tsutsui. Escritor y actor japonés, es un autor dedicado a la ciencia ficción y a la literatura fantástica, famoso por sus relatos cortos llenos de sátira y temas polémicos. Su tendencia a romper con los tabúes habituales en Japón le ha llevado a ser censurado en varias ocasiones, e incluso a realizar protestas mediáticas contra la política editorial del sector literario japonés.

Ganador de los premios Tanizaki y Kyoka, junto con el Yasunari, varias de sus obras han sido llevadas al cine y la televisión, siempre dentro del ámbito nacional.

Autor poco traducido en lengua castellana, apenas han sido publicadas dos antologías de entre las más de cuarenta que componen su obra en japonés.