La señora Watts y la señora Carson estaban en la oficina de correos de Victory cuando llegó la carta del Instituto Ellisville para Débiles Mentales de Mississippi. Aimee Slocum, aún con L toda la correspondencia en la mano, se adelantó corriendo y entregó la carta a la señora Watts; la leyeron las tres a la vez. La señora Watts la sostenía estirada con ambas manos y la señora Carson recorría lentamente las líneas con su dedo menudo. Qué pasará ahora, se preguntaban todos en la oficina de correos.
Por fin, la señora Carson dijo, radiante:
—¿Qué dirá Lily cuando le contemos que vamos a mandarla a Ellisville?
—Se morirá de gusto —contestó la señora Watts, y añadió, dirigiéndose a una señora sorda—:
¡Lily Daw va a ingresar en Ellisville!
—¡No se os ocurra ir a decírselo a Lily sin estar yo! —gritó Aimee Slocum, volviendo apresurada a su puesto para terminar su tarea de clasificar la correspondencia.
—¿Creéis que allí la cuidarán bien? —La señora Carson inició una conversación con un grupo de damas baptistas que esperaban en la oficina de correos. Era la esposa del predicador baptista.
—Yo siempre he oído decir que ese sitio estaba muy bien, pero que hay demasiada gente —declaró una dama.
—Entonces Lily se dejará pisotear —dijo otra.
—La noche pasada en la función… —comentó otra, tapándose de pronto la boca con la mano.
—¡Oh, vamos, no te preocupes por mí! ¡Sé muy bien que pasan esas cosas en el mundo! —dijo la señora Carson, bajando la vista y jugueteando con la cinta métrica que le colgaba sobre el pecho.
—¡Oh, señora Carson! Bueno, el caso es que anoche en la función, bueno, aquel individuo estuvo a punto de hacerle comprar una entrada a Lily…
—¡Una entrada!
—Hasta que fue mi marido y le explicó que ella, bueno, que no tenía muchas luces, y todos los demás hicieron lo mismo. Todas las señoras chasquearon la lengua.
—Oh, fue una función preciosa —dijo la dama que había asistido—. Y Lily se portó de maravilla, como una perfecta dama… sentada en su sitio, atendiendo sin distraerse…
—¡Oh, puede ser toda una dama, desde luego! —dijo la señora Carson, cabeceando y alzando los ojos—. Eso es precisamente lo más doloroso.
—Oh, sí, señora; no apartaba los ojos de… ¿cómo se llama ese chisme que arma tanto ruido?… El xilofón —siguió la misma dama—. No movía la cabeza para mirar a ningún lado. Estaba justo delante de mí.
—Pero la cuestión es, ¿qué hizo después de la función? —dijo la señora Watts, yendo a lo práctico—. Lily está muy mayor para su edad.
—¡Oh, Etta! —protestó la señora Carson mirando irritada a su amiga.
—Y por eso mismo vamos a mandarla a Ellisville —concluyó la señora Watts.
—Bueno, ya estoy preparada —canturreó Aimee Slocum saliendo a toda prisa, con la cara llena de polvos blancos—. El correo está listo. No sé lo bien que habrá quedado, pero ya está.
—En fin, espero que eso sea lo mejor —dijo una de las otras lamas. No se apresuraron a recoger la correspondencia de sus buzones. Se sentían un poco excluidas.
Las tres damas estaban al pie del depósito de agua.
—Encontrar a Lily es otro asunto —dijo Aimee Slocum.
—¿Dónde demonios creéis que puede estar metida?
—La señora Watts era la portadora de la carta.
—No veo ni rastro de ella ni a este lado de la calle ni al otro declaró la señora Carson cuando se pusieron de nuevo en marcha.
Ed Newton estaba preparando libretas escolares frente a la tienda.
—Si buscan a Lily, estuvo aquí hace poco; me dijo que está preparándose para casarse —añadió Ed.
—¡Ed Newton! —gritaron las damas al unísono, formando pina. La señora Watts empezó a abanicarse con la carta de Ellisville. Vestía de luto por su condición de viuda y las palabras de Ed Newton la habían acalorado.
—Eso no es cierto. Se irá a Ellisville, Ed —dijo con tono amable la señora Carson—. La señora Watts, Aimee Slocum y yo pagaremos el viaje de nuestro bolsillo. Además, los chicos de Victory no lo permitirían. Lily no va a casarse. Es solo una idea que se le ha metido en la cabeza.
—Ustedes decidirán, señoras —dijo Ed Newton, dándose golpecitos con una libreta.
Cuando llegaron al puente que había sobre las vías férreas vieron a Estelle Mabers sentada en un raíl. Estaba bebiendo parsimoniosamente una Nehi de naranja.
—¿Has visto a Lily? —le preguntaron.
—Precisamente estaba esperándola —dijo la chica Mabers, como si ya no estuviera allí—. Pero como le pasó eso con Jewel… Jewel dice que Lily fue hace un rato a la tienda y cogió un sombrero de dos con noventa y ocho y se lo llevó puesto. Y Jewel quiere cambiárselo por alguna otra cosa.
—Oh, Estelle, Lily dice que se va a casar —gritó Aimee Slocum.
—¡No me diga! —contestó Estelle, que nunca entendía nada.
Apareció Loralee Adkins al volante de su Willys-Knight, tocando la bocina para averiguar el objeto de aquella reunión.
Aimee alzó las manos y corrió a la calle.
—Loralee, Loralee. Tienes que llevarnos a buscar a Lily Daw. ¡Anda por ahí preparándose para casarse!
—¡Vaya! ¡Anda, subid! ¡Deprisa!
—Bueno, eso ya demuestra que tienes razón —dijo la señora Watts, gruñendo mientras la ayudaban a subir al asiento de atrás—. Hay que convencer a Lily de que será mucho más agradable irse a Ellisville.
—¡Quién iba a pensarlo!
Doblaron la esquina y la señora Carson, con una voz afligida que evocaba suaves rumores de gallinero al amanecer, prosiguió.
—Enterramos a su pobre madre. La alimentamos y le dimos leña y la vestimos. La mandamos a la escuela dominical para que aprendiera la doctrina cristiana, para que se bautizara y se hiciera baptista. Y cuando su padre empezó a pegarle e intentó cortarle la cabeza con un cuchillo de carnicero, bueno, fuimos y se la quitamos y le conseguimos un techo bajo el que cobijarse.
La casa, de madera sin pintar, era de tres plantas en algunas pares, con varias veletas y con vitrales de color amarillo y violeta en la fachada y chillones adornos en el porche. Se inclinaba hacia un lado, hacia la vía férrea, y habían desaparecido los peldaños de la entrada. El coche cargado de señoras se acercaba ya al cedro.
—Ahora Lily es casi adulta —seguía la señora Carson con el mismo tono—. En fin, ya está desarrollada —concluyó saliendo del coche.
—Mira que andar por ahí hablando de casarse… —dijo la señora Watts con repugnancia—.
Gracias, Loralee, puedes irte a casa.
Saltaron sobre las polvorientas zinias del porche y cruzaron sin llamar el umbral de la puerta, que estaba abierta.
—Qué olor tan raro hay en esta casa. Siempre que vengo aquí digo lo mismo —comentó Aimee Slocum.
Allí estaba Lily, en el vestíbulo a oscuras, arrodillada en el suelo ante un pequeño baúl abierto.
Al ver a las tres damas, se colocó una zinia en la boca y no se movió.
—Hola, Lily —dijo la señora Carson con un tono reprobatorio.
—Hola —contestó Lily. Y, acto seguido, dio al tallo de la flor una chupada que sonó como el chillido de un grajo. Se sentó. Lleva por todo vestido una de las enaguas que le había dado la señora Carson. El cabello amarillo lechoso le caía suelto bajo el somero nuevo. Se podía apreciar la cicatriz ondulada en la garganta, si se sabía que estaba allí.
La señora Carson y la señora Watts, las más gordas, se sentaron en la mecedora doble. Aimee Slocum se sentó en la silla de alambre, un regalo del almacén que se había quemado.
—Bueno, dinos, Lily, ¿qué estás haciendo? —preguntó la señora Watts, dando impulso a la mecedora.
Lily sonrió.
El viejo baúl estaba forrado de papel amarillo y castaño con un dibujo de asteriscos y círculos y anillos más oscuros. Las damas se comunicaron por gestos que no tenían la más remota idea de su procedencia. Estaba vacío, a excepción de dos pastillas de jabón y un paño verde para lavarse que Lily intentaba colocar al fondo en aquel momento.
—Anda, Lily, dinos qué estás haciendo —insistió Aimee Slocum.
—El equipaje, tonta —dijo Lily.
—¿Y adónde vas a ir?
—A casarme. Y apuesto a que te gustaría estar en mi lugar ahora —respondió Lily. Pero, de pronto, volvió a apoderarse de ella la timidez y se puso otra vez la flor en la boca.
—Cuéntamelo, querida —dijo la señora Carson—. Cuéntale a la señora Carson por qué quieres casarte.
—No —contestó Lily, tras vacilar unos instantes.
—Bien, nosotras hemos pensado una cosa mucho más agradable —anunció la señora Carson—.
¿Por qué no te vas a Ellisville?
—¡Eso sería estupendo! —dijo la señora Watts—. ¡Ya lo creo!
—¡Es un lugar magnifico! —añadió indecisa Aimee Slocum.
—Te han salido bultos en la cara —le dijo Lily.
—Aimee, querida, si no te importa, será mejor que no intervengas en esto —declaró nerviosa la señora Carson—. No sé qué le pasa a Lily cuando te acercas a ella.
Lily contemplaba a Aimee Slocum pensativa.
—¡Oye! ¿No te gustaría irte enseguida, ahora mismo, a Ellisville? —preguntó la señora Carson.
—No, señora —le contestó Lily.
—¿Por qué no? —Las tres damas se inclinaron hacia ella llenas de un asombro solemne.
—Porque voy a casarme —dijo Lily.
—Bien, ¿y con quién te vas a casar, querida? —preguntó la señora Watts. Sabía cómo hablar a la gente y conseguir que se retractaran de lo dicho.
Lily se mordió el labio y rompió a reír. Se inclinó hacia el baúl, sacó las dos pastillas de jabón y las agitó.
—Dínoslo —insistió desafiante la señora Watts—, anda, ¿con quien vas a casarte?
—El hombre de anoche.
Las tres damas contuvieron el aliento al unísono, sonoramente. La posible realidad de un amante cayó de pronto sobre ellas como una granizada. La señora Watts se irguió esforzándose por conservar el equilibrio.
—¡Uno de esos individuos de la función! ¡Un músico! —gritó. Lily alzó la vista asombrada.
—Y te… ¿te hizo algo? —Al final era siempre la señora Watts la que dominaba las situaciones.
—¡Oh, sí, señora! —dijo Lily, golpeando disgustada las pastillas de jabón con las yemas de sus dedos menudos y envolviéndolas con el pañito.
—¿Qué? —exigió Aimee Slocum, levantándose y tambaleándose ante su propio grito—. ¿Qué?
—gritó desde el vestíbulo.
—No le preguntes qué —ordenó la señora Carson, siguiéndola—. Dime, Lily, contéstame solo sí o no…, ¿sigues siendo la misma que eras?
—Tenía un abrigo rojo —dijo Lily graciosamente—. Cogió unos palitos y empezó ¡ping-pong, ding-dong!
—¡Aaay! ¡Creo que voy a desmayarme! —gimió Aimee Slocum, pero las otras dijeron:
—No, no te desmayarás.
—¡El xilofón! —gritó la señora Watts—. El xilofonista. ¡El muy cobarde, debe de haber huido del pueblo en tren!
—¿Huido del pueblo? Sí, a estas horas ya no está aquí, seguro —dijo Aimee Slocum—. Pero ¿no leíste el cartel del café? El día nueve, en Victory; el diez, en Como. ¡Está en Como! ¡Como!
—¡Muy bien! ¡Pues le haremos volver! —gritó la señora Watts—. ¡No se me escapará!
—¡Chist! —dijo la señora Carson—. Creo que no sirve de nada pensar así. Es mucho mejor para él que haya desaparecido definitivamente de nuestra vida. Menudo pájaro. Solo buscaba el cuerpo de Lily y jamás conseguiría hacer feliz a la pobre criatura aunque fuéramos tras él y le obligáramos a casarse con ella, como sería su deber, a punta de pistola…
—Con todo… —empezó Aimee, con los ojos muy abiertos.
—Cállate —ordenó la señora Watts—. Señora Carson, tienes razón… creo yo.
—Mirad, este es mi ajuar… —dijo muy afable Lily en el silencio que siguió—. Ni siquiera lo habéis mirado. Ya tengo jabón y un pañito. Y también tengo mi sombrero… puesto. ¿Qué vais a regalarme vosotras?
—Lily —respondió la señora Watts acercándose a ella—, te regalaremos muchas cosas preciosas si en lugar de casarte te vas a Ellisville.
—¿Qué me regalaréis? —preguntó Lily.
—Te daré dos fundas de almohada bordadas con punto de vainica —dijo la señora Carson.
—Y yo te regalaré una tarta grande con caramelo —dijo la señora Watts.
—Yo un recuerdo de Jackson. Un banco pequeño de juguete —dijo Aimee Slocum—. ¿Irás?
—No —contestó Lily.
—Te regalaré una Biblia preciosa, pequeñita, con tu nombre grabado en oro auténtico en la portada —dijo la señora Carson.
—¿Y si yo te regalara un sujetador de crepé de China rosa con tirantes ajustables? —preguntó la señora Watts con tono severo.
—¡Oh, Etta!
—Bueno, qué, le hace falta —dijo la señora Watts—. ¿Qué pensarían si la mandáramos a Ellisville en enaguas?
—¡Me gustaría tanto poder ir yo a Ellisville! —dejó caer Aimee Slocum.
—¿Y qué tendrán allí para mí? —preguntó suavemente Lily.
—¡Oh! Muchísimas cosas. Supongo que podrás tejer cestas. La señora Carson miró indecisa a las otras.
—Pues claro, te dejarán hacer todas las cestas que quieras —dijo la señora Watts; luego también su voz se desvaneció.
—No, no, yo prefiero casarme —declaró Lily.
—¡Lily Daw! ¡Basta de tonterías! —gritó la señora Watts—. Estabas a punto de decirnos que sí y ahora te echas atrás.
—Mira, Lily, se lo preguntamos todas al Señor —dijo por último la señora Carson—, y parece que Dios piensa que el lugar donde debieras estar, donde serías feliz, es Ellisville.
Kily parecía respetuosa, pero obstinada aún.
—¡Ahora sí que tendremos que conseguir que se vaya…! —grito Aimee Slocum de repente—.
¡Imaginad…! ¡No puede seguir aquí!
—¡Oh, no, no, no! —se apresuró a decir la señora Carson—. ¡Eso ni pensarlo!
Se sentaron las tres, sumidas en la desesperación.
—¿Podría llevarme mi ajuar a… a Ellisville? —preguntó con Lily, mirándolas de reojo.
—Sí, claro… —contestó vagamente la señora Carson.
Volvieron a ponerse en pie las tres, en silencio.
—¡Oh, si pudiera llevarme mi ajuar!
—¡Qué obsesión con lo de su ajuar! —susurró Aimee. La señora Watts juntó las palmas de las manos y dijo: —¡Está decidido!
—¡Por fin! —murmuró la señora Carson.
Lily alzó la vista hacia ellas, le brillaban los ojos. Irguió la cabeza e, imitando a alguien absolutamente desconocido, dijo:
—¡Muy bien! … ¡Pichoncito!
Las damas gesticulaban y sonreían, camino ya de la puerta.
—Creo que sería mejor que me quedara —observó la señora Carson parándose de pronto—.
¿Dónde… dónde puede haber aprendido esa horrible expresión?
—Déjalo ya —dijo la señora Watts—. Lily Daw saldrá para Ellisville en el Número Uno.
En la estación humeaba el tren. Casi todo Victory estaba allí esperando que saliera. La banda municipal se había reunido sin que nadie se lo ordenara y todos los músicos andaban desperdigados entre la multitud. Ed Newton daba de vez en cuando una falsa señal de empezar con la tuba. Todos los pollitos de un cajón se escaparon por el andén. Todo el mundo quería ver a Lily con sus mejores galas, pero la señora Carson y la señora Watts la habían metido en el tren por el otro lado de las vías.
Las dos damas iban a acompañar a Lily hasta Jackson para ayudarla allí a hacer el transbordo y cerciorarse de que no se equivocaba de tren.
Lily estaba sentada entre ambas en el asiento afelpado, con el cabello peinado y recogido en un moño, y encima un sombrerito azul que Jewel le había cambiado por el que ella había cogido en tienda. Llevaba un vestido de viaje que había formado parte del vestuario de luto del último verano de la señora Watts. Se le transparentaban los tirantes color rosa. Y llevaba un bolso, una Biblia y un bizcocho caliente en una caja, todo en el regazo.
Aimee Slocum había estado sellando y empaquetando el correo que debía partir en aquel tren.
Ahora estaba de pie en el pasillo del vagón y no podía contener las lágrimas.
—Adiós, Lily —dijo; era de esas personas que sienten las cosas.
—Adiós, tonta —respondió Lily.
—Ay, Dios, espero que reciban el telegrama y que la estén esperando en Ellisville —exclamó Aimee compungida, pensando en lo lejos que quedaba—. No fue nada fácil decirlo todo en diez palabras, desde luego.
—Aimee, márchate ya, no vaya a ser que salga el tren y te rompas la crisma —dijo la señora Watts, muy compuesta y abanicándose vigorosamente con su elegante abanico—. Qué barbaridad, hace tanto calor que en cuanto nos alejemos un poco del pueblo me soltaré el corsé.
—Procura no llorar allí, Lily. Procura ser buena y hacer lo que te manden… todo lo que te digan será por tu bien —aconsejó Aimee, abatida. Se alejaba ya retrocediendo por el pasillo.
Lily se reía. Señalaba por delante del pecho de la señora Carson, por la ventanilla, hacia un hombre. Se había apeado del tren y estaba allí parado, solo. Era forastero y llevaba una gorra.
—Mira —dijo Lily riendo suavemente entre sus dedos.
—No mires —ordenó con mucho énfasis la señora Carson, como si de todo cuanto hubiera dicho quisiera grabar concretamente dos solemnes palabras en el cerebro débil y pequeño de la muchacha.
Y añadió—: No mires nada hasta que llegues a Ellisville.
Fuera ya del tren, Aimee Slocum lloraba tanto que estuvo a punto de tropezar con el forastero.
Llevaba una gorra, era bajo y parecía haberse perfumado, si tal cosa era posible.
—¿Podría decirme usted, señora —le preguntó—, en qué parte de esta villa vive una señorita que se llama Lily Daw? —Se quitó la gorra… y era pelirrojo.
—¿Para qué quiere usted saberlo? —preguntó Aimee antes de comprender.
—Hable más alto —le dijo el forastero, que hablaba casi en un susurro.
—Se ha ido… ¡Se ha ido a Ellisville!
—¿Que se ha ido?
—¡A Ellisville!
—¡Vaya! ¡Qué bien! —El hombre adelantó el labio inferior y sopló hasta que se le movió el pelo.
—¿Qué quería usted de Lily? —gritó Aimee de repente.
—Oh, solo íbamos a casarnos, nada más —dijo el hombre.
Aimee Slocum se puso a gritar, allí entre todo el gentío. Casi tocaba el largo estuche negro que había en el suelo, a los pies del forastero. Retrocedió de pronto, asustada.
—¡El xilofón! ¡El xilofón! —gritó mirando sucesivamente al hombre y al tren, que ya pitaba.
¿Cuál de los dos era más aterrador? La campana empezó a repiquetear y el hombre dijo:
—¿Ha dicho usted Ellisville? ¿Eso está en el estado de Mississippi? —Sacó con la rapidez del rayo un cuaderno de notas titulado «Informaciones y datos fijos» y escribió algo—. No oigo bien.
Aimee asintió con la cabeza y se colocó detrás de él.
El hombre subrayaba «Ellis-Ville». Luego añadió dos marcas pequeñas.
—Quizá no me dijese que sí. Quizá me dijera que no. —De repente se echó a reír muy alto, para lo bajo que había hablado. Aimee retrocedió con un respingo—. ¡Mujeres! … En fin, si alguna vez actuamos cerca de Ellisville, puede que la visite… y puede que no —dijo.
La tuba dio entonces la señal verdadera a la banda para que empezara. La máquina comenzó a soltar vapor blanco. Normalmente, el tren solo paraba un minuto en Victory, pero el maquinista veía a Lily de saludarla al pasar y sabía que aquel era su gran día.
¡Espere! —gritó Aimee Slocum—. ¡Espere un momento, señor! Yo puedo traérsela. ¡Eh, señor maquinista, espere, no se vayan todavía!
Y enseguida estaba otra vez en el tren, gritándoles a la señora Carson y a la señora Watts:
—¡El xilofonista! ¡El xilofonista se casa con ella! ¡Es aquel de allí!
—¡Qué disparate! —murmuró la señora Watts, atisbando sobre las otras en la dirección que indicaba Aimee—. Si está ahí, yo no lo veo. ¿Dónde está? Ese es Beasley el Tuerto.
—El hombrecito de la gorra… no, el pelirrojo. ¡Deprisa!
—¿Es ese, en serio? —preguntó sorprendida la señora Carson a la señora Watts—. ¡Santo Dios!
Qué pequeño, ¿verdad?
—¡No le había visto en mi vida! —gritó la señora Watts. Pero cerró de golpe el abanico.
—¡Vamos! ¡No sé si os dais cuenta de que estamos en un tren!— gritó Aimee Slocum. Estaba nerviosísima.
—Bueno, chica, bueno, vamos, que igual te da un ataque aquí la señora Watts. Y añadió, con voz apagada, dirigiéndose a la señora Carson—: Vamos, vamos.
—Pero ¿adónde vamos ahora? —preguntó Lily mientras se abrían paso por el pasillo.
—Te llevamos a que te cases, ¿sabes? —dijo la señora Watts—. Será mejor que telefonees desde la misma estación a tu marido —le dijo a continuación a la señora Carson.
—Pero yo no quiero casarme —respondió Lily, empezando a gimotear—. Yo me voy a Ellisvile.
—Cállate, que luego tomaremos todos helados de cucurucho —le susurró la señora Carson.
En el momento en que saltaban del vagón de cola del tren, la banda de música empezaba a tocar la «Marcha de la Independencia».
El xilofonista estaba allí todavía, dando saltitos. Se acercó y dijo: Hola, pichoncito! ¿Qué te pasa… embustera? —Dio un sonoro beso a Lily, con lo que ella bajó la cabeza.
—Así que es usted el joven del que tanto hemos oído hablar —dijo la señora Watts, con una sonrisa resplandeciente—. Aquí tiene a su pequeña Lily.
—¿Qué dice? —preguntó el xilofonista.
—Da la casualidad de que mi marido es el sacerdote baptista de Victory —añadió la señora Carson, con una voz clara y sonora—. ¿No es una suerte? Vendrá en cinco minutos. Sé exactamente dónde está.
Habían formado un círculo alrededor del xilofonista, y en esta formación se dirigieron hacia la blanca sala de espera.
—Ay, en momentos como este me entran ganas de llorar —dijo Aimee Slocum.
Se volvió y vio que el tren se alejaba lentamente, que pasaba bajo el puente de Main Street.
Luego desapareció en la curva.
—¡Oh, el ajuar! —gritó Aimee con voz afligida.
—¿Con quién tengo el gusto de hablar? —gritaba la señora Watts, mientras la señora Carson llamaba por teléfono.
La banda seguía tocando. Unos creían que Lily iba en el tren y otros juraban que no, que no iba.
Pero todos vitoreaban y alguien lanzó un sombrero de paja hacia los cables del teléfono.
Fin