El juez leyó el veredicto. Los cinco jurados permanecimos de pie y el acusado también, pero entre dos guardias. No había público, a excepción del que formaban algunos parientes del “asesino” y de la víctima. En total, unas veinte personas. El veredicto era absolutorio: “no es responsable”, “no es responsable” y “no es responsable”, estaba escrito con mi letra, en el papel que el juez tenía entre las manos, como respuesta a las tres preguntas del cuestionario. Yo miré al acusado. Inalterable. Inconmovible. Con las manos, le daba vuelta al sombrero. Tenía ligeramente inclinada la cabeza sobre el pecho. Hubo un momento de amable desorden mientras el juez, los abogados, el fiscal y los jurados, nos despedíamos. Al pasar cerca del ex—acusado, volví a mirarlo. “Venancio Ramírez. Ojalá no se me olvide este nombre”, pensé. Y salí a la calle.
La noche bogotana estaba yerta y una ligera humedad se palpaba en el ambiente. Del cielo plomizo bajaba, como cernida, una garúa interminable. Calculé las dos de la madrugada. Miré en mi reloj de pulsera, las dos y diez minutos. “Pero adelanta. Mañana iré al relojero”. Sonreí ante esa promesa siempre incumplida. De lejos me llegó el quejido metálico de un tranvía al frenar sobre los rieles. “El tranvía de las 2”, afirmé, para mí, categórico. Seguí andando. En la Plaza de Bolívar el viento peinaba, como a una cabeza de mujer, las sucias aguas de los estanques. “Ondulado permanente”. Rectifiqué: “ondulado provisional”. Los invisibles dardos del frío estaban en la atmósfera, en el aire. Pero yo me sentía extrañamente satisfecho. Extrañamente feliz. Venancio Ramírez había sido absuelto. Pronto estaría en la calle, se iría para su pueblo, regresaría a su trabajo de miserable campesino. Yo había dado la batalla. Los cuatro jurados restantes se mostraban indecisos y perplejos. Yo logré convencerlos. Bien estudiadas las cosas, lo que yo sentía era la paz de la conciencia. De la razón y de la conciencia. “Excelente batalla”. Pero, ¿por qué vacilaban ellos? ¿No quedó demostrada,’ técnicamente, la imposibilidad de que el grito de la mujer de Venancio Ramírez, lanzado desde el fondo de la cañada, pudiera oírse en la colina donde se encontraban la casa y el declarante que dijo haberlo oído? ¿No fuimos allá mismo los jurados para hacer la prueba y yo no representé, acaso, el papel de la víctima, y en el sitio donde aparecieron las manchas de sangre sobre la piedra, a la orilla del riachuelo no grité con todas mis fuerzas “me mata. Venancio me mata” y ninguno de los que se hallaban en la eminencia pudo oírme? ¿No quedó comprobado que Ramírez regresaba de la población, camino de su casa a la hora más probable del crimen y que en ese camino fue visto y oído por varios testigos? ¿Y que en la tarde de ese mismo día penetró, rumbo a su parcela, a las dos ventas que sirven de hitos en el trayecto? Además, Venancio no iba solo. Iba acompañado de un hermano de su mujer. Y los dos llegaron a la casa y no encontraron a María del Carmen y se pusieron a dar voces, precisamente desde la colina. Y nadie les respondió. Y descendieron, con el alma en un hilo, al fondo del vallecito por entre las espigas de maíz y las zarzas de los matorrales. “Debe estar lavando los trapos”, dice el expediente que dijo Venancio. Y el cuñado lo corrobora. Entonces, ¿qué? Pero María del Carmen no apareció inclinada sobre la piedra, a la orilla del agua, golpeando la ropa. En la piedra descubrieron frescas manchas de sangre, y tras del rastro, unos metros más allá, boca arriba, fijos los ojos en el cielo, el cadáver de María del Carmen. El cuchillo debió penetrar muy hondo en la garganta, a la altura de la clavícula izquierda para dar paso a la muerte y a una súbita cascada de sangre que ya no manaba y empezaba a secarse bajo el sol. ¿Venancio y su cuñado no regresaron al pueblo para dar aviso a la autoridad? Entonces, ¿qué?
Las sospechas sobre Venancio provenían del padre y de una de las dos hermanas de María del Carmen. Pero se referían a una tradición de la conducta de Venancio, con relación a su mujer, no al acto mismo del crimen. ¿Y qué importaba la tradición? Venancio maltrataba a su mujer y la hacía trabajar como a una bestia. Eso declaraban ellos, para quienes resultaba seguro, “por lo menos ante Dios”, decían, que el asesino no podía ser sino Venancio. Pero la otra hermana, la menor de las tres —María del Carmen era la mayor— afirmaba no haber sabido nada de las querellas entre su cuñado y su hermana. Y aun había llegado a declarar que Venancio era un hombre bueno. ¿Quién pudo, pues, matar a María del Carmen?
Esta fue la pregunta que yo hice, una y otra vez, a mis compañeros de jurado. No lo sabíamos. Todos estábamos de acuerdo en ese punto. Pero alguien mató a María del Carmen. ¿Quién? La tradición de golpear a la mujer, inclusive de odiarla aun en el momento de poseerla, y de hacerla trabajar como se hace trabajar a una muía o a un buey, no demostraba nada contra Venancio porque Venancio no había inventado esa tradición. Esa tradición estaba ahí, envolviendo su vida, desde mucho antes de que él cayera sobre la tierra, desprendido de la matriz de su madre. Como una muía o un buey debieron ser tratadas la madre y la abuela, y la madre de la abuela, y la abuela de la abuela de Venancio. ¿Entonces qué?
Podíamos garantizar que existía un criminal: el asesino de María del Carmen. Pero no podíamos garantizar que ese asesino fuera Venancio. ¿Podíamos garantizar que Venancio era un mal hombre, sólo porque golpeara a su mujer? ¿Podíamos, por ello mismo, suponer que no la amara? El mismo Venancio, ¿qué sabía de todo esto? Cuando el juez le dijo que existían testimonios de los malos tratos que él daba a María del Carmen y le preguntó, en seguida, con el ánimo de aniquilarlo, si había querido o no a su mujer, Ramírez respondió: “yo le pegaba a veces, pero yo sí la quería”. El fiscal, por otra parte, no tenía más base para su argumentación acusadora que la historia del grito, referida por el declarante, un labriego, que pasaba por las cercanías de la casa. ¿Y qué era ese grito en el caso de que hubiera podido oírse? “Me mata, Venancio me mata”. Una estupidez. Porque bastaba alterar el sitio de la coma, para que de acusación se convirtiera en llamamiento de auxilio.
No sé por qué tomé con tanto entusiasmo la defensa del acusado ante mis compañeros en el juicio de conciencia. Llevábamos cuatro horas de sesión, con leves interrupciones. Y cuando la defensa terminó, por última vez, de hablar, y pudimos incorporarnos un momento de las sillas en que nos hallábamos sentados, me propuse ahuyentar la fatiga y el sueño que trataban de ganarme arteramente, promoviendo, a fondo, una revisión completa de los hechos. Los jurados no se opusieron. Se les notaba el tedio y hubieran deseado terminar cuanto antes adoptando la solución intermedia propuesta por uno de ellos: “culpable, pero sin premeditación”. Nadie, fuera del acusado, podía considerarse como enemigo o malqueriente de María del Carmen. Nadie aparecía con ese carácter en el expediente. Era una mujer sin enemigos, laboriosa y tranquila. Yo me enardecí un poco. ¿De manera que íbamos a condenar a un hombre sin poder demostrar su culpabilidad? ¿En dónde estaba la prueba? ¿La vida conyugal de cuántos campesinos colombianos difería de la que llevaron Ramírez y su mujer? ¡Si hubiera tan sólo un indicio de confesión o una sospecha bien fundada! Pero Ramírez no se había contradicho jamás en la negativa absoluta de la culpabilidad que se le atribuía ni tampoco en la relación de las circunstancias que escalonaron su jornada el día del crimen. Campesino y todo, la lógica de su relato resplandecía como una obra maestra de sencillez y de veracidad. Ni un escape, ni una falla en la demostración de esos hechos. Se le vio donde él dijo y a las horas que él dijo y durante el tiempo que él dijo. No pudo ser rectificado. En sus manos, en su vestido, ni una gota de sangre. Llegó a la casa con el cuñado. Llamaron a María del Carmen a gritos, la buscaron, etc.
Los jurados bostezaban de cansancio y de sueño. Y aceptaron mis tesis. Yo escribí, por tres veces, la frase consabida: “no es responsable”. Una victoria de la Conciencia y de la Razón…
La llovizna seguía cayendo, con injusta tenacidad, desde un sórdido cielo de plomo. Pero yo me sentía extrañamente satisfecho, extrañamente feliz.
* * *
Y poco a poco me fui olvidando de Venancio Ramírez. A veces pensaba en él y me acosaban los deseos de ir a donde el juez para preguntarle si el veredicto del jurado había tenido plena confirmación, como yo lo deseaba. Pero la imagen de ese hombrecillo sin corbata, sentado entre dos fusiles y dos guardias, modesto, simple, color de tierra, inmóvil, inalterable en su banco, se me fue borrando de la memoria. Al cabo de unos cuantos meses ya no me acordaba de él, sino del acto de liberación cumplido por mí, ante el jurado. “Ramírez debe ser ahora un hombre libre”. Eso es. La Libertad tenía algo que agradecerme por haber trabajado eficazmente en su servicio. De no explicar como expliqué los hechos, el jurado hubiera tomado otra decisión y la Libertad, acaso, perdido un inocente para que la Autoridad ganara un criminal. No fui nunca a visitar al juez. Y el perfil humano de Ramírez y el recuerdo de esa helada noche, con su triste garúa, su lamento metálico y el gentil capricho del viento sobre el agua de los grandes estanques, se disolvieron, se perdieron en el abismo de la conciencia.
Por eso mismo, cuando mucho más lejos de todo esto en el tiempo, me fue anunciada la visita de un hombre que decía llamarse Venancio Ramírez, tuve que hacer un esfuerzo de buzo para extraer del fondo submarino de mis olvidos, y devolverla a la tierra firme del recuerdo, la estampa del hombrecillo de marras. Entró sin mucha timidez. Había engordado y envejecido un poco. “Es la oportunidad de la gratitud”, pensé. Y lo miré a los ojos. “Color de tabaco”. Sí. “Y la piel terrosa”. Lo hice sentar frente a mí. “Como en el banquillo”. Imaginé los dos guardias y los dos fusiles. No. “Ahora Ramírez es un hombre libre”. En verdad, no me había equivocado. Era la visita de la gratitud. Él se enteró, por otro de los jurados, de mi alegato ante ellos. A mí, a nadie más que a mí, decía, debía la libertad. Gracias a mí, podía trabajar como un hombre honrado, allá mismo en su parcela. “¿Solo?”, pregunté. “No señor, con mi esposa”. Lancé una exclamación de sorpresa, y Ramírez, muy azorado aclaró: “Volví a casarme”. “¿Con quién?”. “Con la hermana menor de la difunta”. Solté una carcajada para disimular el malestar interior que sentía nacer como si alguien estuviera amenazándome. “Está bien”, dije, saboreando con plenitud la idiotez de mi propio concepto: “está bien, porque eso demuestra una vez más su inocencia”. Ramírez se quedó mudo y se puso a mirar con obstinación al suelo. Mi propio malestar creció como una marea en esos segundos de silencio. “Voy a despedirle, es fastidioso todo esto”, pensé. El hombre levantó la cabeza y sin vacilar, cándidamente, me dijo: “No señor, porque yo no soy inocente. Yo la maté. He venido para decírselo a usted que es mi salvador. No tengo otra manera de agradecerle cuanto hizo por mí. La maté no sé por qué, señor. Tal vez porque yo quería vivir con la otra, con Sabina…”
Fin