—Mira, ve: ya empezó el invierno.
De las espaldas del cielo caía sobre Panamá un torrente de filos claros que escurrían, de la tierra herida en las calles adyacentes, a la Vía España. En la frontera de asfalto las aguas turbias se arrinconaban desorientadas, temiendo sin conciencia la succión del drenaje. Respiración lejana de la ciudad, marcha de rumores, quedaba suspendida en el vapor de las aceras, en el occipucio de las palmas, en los cuerpos estacionados bajo los toldos.
Luz visceral, amarilla como la lluvia al abrazar el polvo. Muriel despertó, eran las doce del día. Las ventanas abiertas se mecían hasta formar una esdrújula reticente; las sábanas caían pesadas sobre su cuerpo. Sombra corta de las patas de la mesa, y el silencio dominaba la tos del hombre. Ana ya no estaba; quizá volvería en la tarde, mojada, a pasearse en su cáscara floja.
Muriel extendió los brazos y colocó sus manos sobre la cabeza. Entre los minutos, moscas verdes visitaban el mapa gris de su torso, y los sobacos vencían al aire. Vacío: sólo observaba las lejanas colinas, recortadas por la navaja oscura del día. Ni un pájaro, ni un presagio. Únicamente tiempo enredado en la maraña de electricidad. Jugaba con lentitud a la jitanjáfora: el país estaba poblado de ellas, eran como sus pies…
Alanje, Guararé, Macaracas, Arraiján, Chiriquí.
Sambu, Chitré, Penonomé.
Chican, Cocolí, Portogandí… Ese ritmo era una defensa.
Cuando escampó, Muriel se levantó con la frente empapada. Fue al clóset a buscar sus zapatos; estaban cubiertos de un limo verde, igual que sus libros, reblandecidos, resistiéndose a que se les leyera. En un plato, quedaban cubos de hielo agonizantes; los colocó sobre su pescuezo, y apretó duro, hasta que le volvió la tos. Cerca de las ventanas, las plantas jaspeadas volvían a hincharse, sus brazos abiertos picoteados de rojo. Con ellas, renacían el sol y el lento pulular: diástole paralítica de la Avenida Central, línea de la vida divergente, disparada por las hojas frágiles sobre los quioscos de Santa Ana, ahogada en un raspado de limón, manos en las dos orillas de la Zona del Canal, estirando los nervios hasta no alcanzarse. Los murmullos tornaban a la cabeza de Muriel con el cuentagotas del sudor.
En ese momento, sintió Muriel la comezón en la rabadilla. Rascarla, la acrecentaba. Era algo más… una bola que parecía cobrar autonomía del resto del cuerpo. Una sed de magia, o de medicina, le hizo saltar de la cama, ¡quién sabe qué gárgolas tropicales podrían invadirlo todo, fabricadas de carne, pero, como las otras, pétreas en su espíritu y su risa permanente! Era el día, el día que en una mueca alegre reservaba la tiniebla y la cancelación. Habría que esperar la noche para reconquistar los testimonios, para sentir la luz y derramarla con ritmo. En la noche estaba la permanencia: la cumbia fijaba, el tamborito, copa de latidos vertiente, el eco incesante de los vasos, eliminaban el tránsito sin fin que en silencio corría durante el sol. En la noche, había tiempo entre los adioses.
¡Maldita humedad! Los dedos le resbalaron sobre la hinchazón, no era posible apresarla y rascar. Y crecía, crecía hasta estallar, medallón de poros líquidos. Muriel se desnudó, y con la nuca torcida, fue a reflejarse de espaldas al cristal. Ya no era posible rascar sin ultrajes, y al minuto, sin quebrar: los pétalos de amarillo y violeta, el metal informe del polen, el tallo bulboso: había nacido una orquídea, perfecta, de abandonada simetría, lánguida en su indiferencia al terreno de germinación.
Orquídeas en la rabadilla. Sentía que el paisaje lo mamaba con dientes de alfiler, hundiendo las raíces del suelo en su piel, amasando su cerebro contra la roca hasta hacer de sus ojos un risco ciego.
Pero había problemas prácticos a los cuales atender. ¿Cómo ponerse los pantalones? ¿La flor, convertida en pasta? Del tallo de la orquídea al centro de sus nervios corría un dictado que soldaba la vida de la flor a la suya propia. No tuvo más remedio que recortar un círculo en la parte trasera del pantalón, para que la orquídea brotara públicamente por él. Así decorado, no tuvo empacho en salir a la calle: hay formas del prestigio que lo abarcan todo. A varios meses del Carnaval, quizá se le confundió con una condición suspensiva; acaso, se le consideró una nueva modalidad de la alegría. El hecho es que la orquídea paseó, en un vaivén gracioso, ante la mirada blanca de los bazares hindúes, entre las faldas tensas y las blusas moradas de los negros de Calidonia, sin más furia que el ojo de una serpiente. Horas y horas, en un paseo caluroso que no parecía mermar la fresca galanura de la flor. En la cantina del Coco Pelao, Muriel la roció de pipa; la flor cambió de colores, pero se esponjó gozosa, sus pétalos abrazaron las nalgas del hombre, lo sacaron de la cantina, lo empujaron hasta las puertas del Happyland. Esa noche, bailó Muriel como nunca; la orquídea marcaba el son, sus savias corrían hasta los talones del danzarín, subían al plexo, lo arrastraban de rodillas, lo agitaban en un llanto seco y rabioso. De la raíz de la orquídea salían chillando ondas tensas como una letanía
¡Chimbombó! ¡Chimbombó!
¡Chimbombó! Cierra mis heridas,
junta mis manos,
erendoró, cicatriza mi vagina, detén
las horas,
dame un porvenir
dame una lágrima Chimbombó, detén
mi risa
apresura mi fantasma,
hazme la quietud
déjame hablar español,
alambó,
mata el ritmo para que me cree, une
mis pulmones,
llena de tierra y flores las esclusas,
no me vendas por la luna, haz de mis
uñas puentes,
quítame el tatuaje de estrellas,
¡Chimbombó!
Así gemía la orquídea, y todos —marineros verdes, turistas, mulatas de conos rebotantes— admiraban la belleza triste de la flor, sus movimientos de cosquilla, sus cambios de color con cada pieza musical. ¡La orquídea era un tesoro, plantado hoy en el invernadero de su rabadilla, pero…! Si ésta había florecido, ¿por qué no podrían germinar más, y más, únicas, en mutaciones sin límite? Orquídeas que saldrían congeladas, en avión, a las mil ciudades donde aún quedara una mujer con fe en las insinuaciones corteses.
Muriel salió corriendo del Happyland, jadeante, sin parar hasta su casa. Ana no había regresado. Poco importaba. Rápidamente, se desnudó y tomó la navaja; sin vacilación cortó de un tajo la orquídea y la plantó en un vaso de agua. Del hueso apenas brotaba un muñón verde.
¡Primera de la cosecha, a veinte dólares cada una! No le quedaba sino esperar, tendido en la cama, a que diariamente, entre doce y dos, floreciera una nueva. Acaso nacerían multiplicadas —cuarenta, ochenta, cien dólares diarios.
Y entonces, sin aviso, del lugar exacto en que la flor había sido cercenada, brotó una estaca ríspida y astillosa. Muriel ya no pudo gritar; con un chasquido desgarrante, la estaca irrumpió entre sus piernas y ya aceitada de sangre, corrió, rajante, por las entrañas del hombre, devorando sus nervios, lenta y ciega, quebrando en cristales el corazón. Ya no hablar, ya no describir. Y allí amaneció Muriel, partido por la mitad, empalado, sus brazos crispados en dos direcciones. Los pétalos de la orquídea marchita en el vaso seco, reflejaban en los ojos muertos de Muriel un lento oleaje de luz.
Afuera, entre las preposiciones, Panamá se colgaba de los dientes a su propio ser. Pro Mundi Beneficio.
Fin