Toda la noche el viento había galopado a diestro y siniestro por la pampa, bramando, apoyando siempre sobre una sola nota. A ratos cercaba la casa, se metía por las rendijas de las puertas y de las ventanas y revolvía los tules del mosquitero.
A cada vez Yolanda encendía la luz, que titubeaba, resistía un momento y se apagaba de nuevo. Cuando su hermano entró en el cuarto, al amanecer, la encontró recostada sobre el hombro izquierdo, respirando con dificultad y gimiendo.
—¡Yolanda! ¡Yolanda!
El llamado la incorporó en el lecho. Para poder mirar a Federico separó y echó sobre la espalda la oscura cabellera.
—Yolanda, ¿soñabas?
—Oh sí, sueños horribles.
—¿Por qué duermes siempre sobre el corazón? Es malo.
—Ya lo sé. ¿Qué hora es? ¿Adónde vas tan temprano y con este viento?
—A las lagunas. Parece que hay otra isla nueva. Ya van cuatro. De «La Figura» han venido a verlas. Tendremos gente. Quería avisarte.
Sin cambiar de postura, Yolanda observó a su hermano —un hombre canoso y flaco— al que las altas botas ajustadas prestaban un aspecto juvenil. ¡Qué absurdos, los hombres! Siempre en movimiento, siempre dispuestos a interesarse por todo. Cuando se acuestan dejan dicho que los despierten al rayar el alba. Si se acercan a la chimenea permanecen de pie, listos para huir al otro extremo del cuarto, listos para huir siempre hacia cosas fútiles. Y tosen, fuman, hablan fuerte, temerosos del silencio como de un enemigo que al menor descuido pudiera echarse sobre ellos, adherirse a ellos e invadirlos sin remedio.
—Está bien, Federico.
—Hasta luego.
Un golpe seco de la puerta y ya las espuelas de Federico suenan alejándose sobre las baldosas del corredor. Yolanda cierra de nuevo los ojos y delicadamente, con infinitas precauciones, se recuesta en las almohadas, sobre el hombro izquierdo, sobre el corazón; se ahoga, suspira y vuelve a caer en inquietos sueños. Sueños de los que, mañana a mañana, se desprende pálida, extenuada, como si se hubiera batido la noche entera con el insomnio.
Mientras tanto, los de la estancia «La Figura» se habían detenido al borde de las lagunas. Amanecía. Bajo un cielo revuelto, allá, contra el horizonte, divisaban las islas nuevas, humeantes aún del esfuerzo que debieron hacer para subir de quién sabe qué estratificaciones profundas.
—¡Cuatro, cuatro islas nuevas! —gritaban.
El viento no amainó hasta el anochecer, cuando ya no se podía cazar.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do… Do, re, mi, fa, sol, la, si, do…
Las notas suben y caen, trepan y caen redondas y límpidas como burbujas de vidrio. Desde la casa achatada a lo lejos entre los altos cipreses, alguien parece tender hacia los cazadores, que vuelven, una estrecha escala de agua sonora.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do…
—Es Yolanda que estudia —murmura Silvestre. Y se detiene un instante como para ajustarse mejor la carabina al hombro, pero su pesado cuerpo tiembla un poco.
Entre el follaje de los arbustos se yerguen blancas flores que parecen endurecidas por la helada. Juan Manuel alarga la mano.
—No hay que tocarlas —le advierte Silvestre—, se ponen amarillas. Son las camelias que cultiva Yolanda —agrega sonriendo—. «Esa sonrisa humilde ¡qué mal le sienta!» —piensa, malévolo, Juan Manuel—. Apenas deja su aire altanero, se ve que es viejo.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do… Do, re, mi, fa, sol, la, si, do…
La casa está totalmente a oscuras, pero las notas siguen brotando regulares.
—Juan Manuel, ¿no conoce usted a mi hermana Yolanda?
Ante la indicación de Federico, la mujer, que envuelta en la penumbra está sentada al piano, tiende al desconocido una mano que retira en seguida. Luego se levanta, crece, se desenrosca como una preciosa culebra. Es muy alta y extraordinariamente delgada. Juan Manuel la sigue con la mirada, mientras silenciosa y rápida enciende las primeras lámparas. Es igual que su nombre: pálida, aguda y un poco salvaje —piensa de pronto. Pero ¿qué tiene de extraño? ¡Ya comprendo! —reflexiona, mientras ella se desliza hacia la puerta y desaparece—. Unos pies demasiado pequeños. Es raro que pueda sostener un cuerpo tan largo sobre esos pies tan pequeños.
… ¡Qué estúpida comida, esta comida entre hombres, entre diez cazadores que no han podido cazar y que devoran precipitadamente, sin tener siquiera una sola hazaña de que vanagloriarse! ¿Y Yolanda? ¿Por qué no preside la cena ya que la mujer de Federico está en Buenos Aires? ¡Qué extraña silueta! ¿Fea? ¿Bonita? Liviana, eso sí, muy liviana. Y esa mirada oscura y brillante, ese algo agresivo, huidizo… ¿A quién, a qué se parece?
Juan Manuel extiende la mano para tomar su copa. Frente a él Silvestre bebe y habla y ríe fuerte, y parece desesperado.
Los cazadores dispersan las últimas brasas a golpes de pala y de tenazas; echan cenizas y más cenizas sobre los múltiples ojos de fuego que se empeñan en resurgir, coléricos. Batalla final en el tedio largo de la noche.
Y ahora el pasto y los árboles del parque los envuelven bruscamente en su aliento frío. Pesados insectos aletean contra los cristales del farol que alumbra el largo corredor abierto. Sostenido por Juan Manuel, Silvestre avanza hacia su cuarto resbalando sobre las baldosas lustrosas de vapor de agua, como recién lavadas. Los sapos huyen tímidamente a su paso para acurrucarse en los rincones oscuros.
En el silencio, el golpe de las barras que se ajustan a las puertas parece repetir los disparos inútiles de los cazadores sobre las islas. Silvestre deja caer su pesado cuerpo sobre el lecho, esconde su cara demacrada entre las manos y resuella y suspira ante la mirada irritada de Juan Manuel. Él, que siempre detestó compartir un cuarto con quien sea, tiene ahora que compartirlo con un borracho, y para colmo con un borracho que se lamenta.
—Oh, Juan Manuel, Juan Manuel…
—¿Qué le pasa, don Silvestre? ¿No se siente bien?
—Oh, muchacho. ¡Quién pudiera saber, saber, saber!…
—¿Saber qué, don Silvestre?
—Esto, y acompañando la palabra con el ademán, el viejo toma la cartera del bolsillo de su saco y la tiende a Juan Manuel.
—Busca la carta. Léela. Sí, una carta. Ésa, sí. Léela y dime si comprendes.
Una letra alta y trémula corre como humo, desbordando casi las cuartillas amarillentas y manoseadas: «Silvestre: No puedo casarme con usted. Lo he pensado mucho, créame. No es posible, no es posible. Y sin embargo, le quiero, Silvestre, le quiero y sufro. Pero no puedo. Olvídeme. En balde me pregunto qué podría salvarme. Un hijo tal vez, un hijo que pesara dulcemente dentro de mí siempre; ¡pero siempre! ¡No verlo jamás crecido, despegado de mí! ¡Yo apoyada siempre en esa pequeña vida, retenida siempre por esa presencia! Lloro, Silvestre, lloro; y no puedo explicarle nada más. — YOLANDA.»
—No comprendo —balbucea Juan Manuel, preso de un súbito malestar.
—Yo hace treinta años que trato de comprender. La quería. Tú no sabes cuánto la quería. Ya nadie quiere así, Juan Manuel… Una noche, dos semanas antes de que hubiéramos de casarnos, me mandó esta carta. En seguida me negó toda explicación y jamás conseguí verla a solas. Yo dejaba pasar el tiempo. «Esto se arreglará», me decía. Y así se me ha ido pasando la vida…
—¿Era la madre de Yolanda, don Silvestre? ¿Se llamaba Yolanda, también?
—¿Cómo? Hablo de Yolanda. No hay más que una. De Yolanda, que me ha rechazado de nuevo esta noche. Esta noche, cuando la vi, me dije: Tal vez ahora que han pasado tantos años Yolanda quiera, al fin, darme una explicación. Pero se fue, como siempre. Parece que Federico trata también de hablarle, a veces, de todo esto. Y ella se echa a temblar, y huye, huye siempre…
Desde hace unos segundos el sordo rumor de un tren ha despuntado en el horizonte. Y Juan Manuel lo oye insistir a la par que el malestar que se agita en su corazón.
—¿Yolanda fue su novia, don Silvestre?
—Sí, Yolanda fue mi novia, mi novia…
Juan Manuel considera fríamente los gestos desordenados de Silvestre, sus mejillas congestionadas, su pesado cuerpo de sesentón mal conservado. ¡Don Silvestre, el viejo amigo de su padre, novio de Yolanda!
—Entonces, ¿ella no es una niña, don Silvestre?
Silvestre ríe estúpidamente.
El tren, allá en un punto fijo del horizonte, parece que se empeñara en rodar y rodar un rumor estéril.
—¿Qué edad tiene? —insiste Juan Manuel.
Silvestre se pasa la mano por la frente tratando de contar.
—A ver, yo tenía en esa época veinte, no veintitrés…
Pero Juan Manuel apenas le oye, aliviado momentáneamente por una consoladora reflexión. «¡Importa acaso la edad cuando se es tan prodigiosamente joven!»
—… ella por consiguiente debía tener…
La frase se corta en un resuello. Y de nuevo renace en Juan Manuel la absurda ansiedad que lo mantiene atento a la confidencia que aquel hombre medio ebrio deshilvana desatinadamente. ¡Y ese tren a lo lejos, como un movimiento en suspenso, como una amenaza que no se cumple! Es seguramente la palpitación sofocada y continua de ese tren lo que lo enerva así. Maquinalmente, como quien busca una salida, se acerca a la ventana, la abre, y se inclina sobre la noche. Los faros del expreso, que jadea y jadea allá en el horizonte, rasgan con dos haces de luz la inmensa llanura.
—¡Maldito tren! ¡Cuándo pasará! —rezongó fuerte.
Silvestre, que ha venido a tumbarse a su lado en el alféizar de la ventana, aspira el aire a plenos pulmones y examina las dos luces, fijas a lo lejos.
—Viene en línea recta, pero tardará una media hora en pasar —explica—. Acaba de salir de Lobos.
—«Es liviana y tiene unos pies demasiado pequeños para su alta estatura.»
—¿Qué edad tiene, don Silvestre?
—No sé. Mañana te diré.
Pero ¿por qué? —reflexiona Juan Manuel—. ¿Qué significa este afán de preocuparme y pensar en una mujer que no he visto sino una vez? ¿Será que la deseo ya? El tren. ¡Oh, ese rumor monótono, esa respiración interminable del tren que avanza obstinado y lento en la pampa!
—¿Qué me pasa? —se pregunta Juan Manuel—. Debo estar cansado —piensa, al tiempo que cierra la ventana.
Mientras tanto, ella está en el extremo del jardín. Está apoyada contra la última tranquera del monte, como sobre la borda de un buque anclado en la llanura. En el cielo, una sola estrella, inmóvil; una estrella pesada y roja que parece lista a descolgarse y hundirse en el espacio infinito. Juan Manuel se apoya a su lado contra la tranquera y junto con ella se asoma a la pampa sumida en la mortecina luz saturnal. Habla. ¿Qué le dice? Le dice al oído las frases del destino. Y ahora le toma en sus brazos. Y ahora los brazos que la estrechan por la cintura tiemblan y esbozan una caricia nueva. ¡Va a tocarle el hombro derecho! ¡Se lo va a tocar! Y ella se debate, lucha, se agarra al alambrado para resistir mejor. Y se despierta aferrada a las sábanas, ahogada en sollozos y suspiros.
Durante un largo rato se mantiene erguida en las almohadas, con el oído atento. Y ahora la casa tiembla, el espejo oscila levemente, y una camelia marchita se desprende por la corola y cae sobre la alfombra con el ruido blando y pesado con que caería un fruto maduro.
Yolanda espera que el tren haya pasado y que se haya cerrado su estela de estrépito para volverse a dormir, recostada sobre el hombro izquierdo.
¡Maldito viento! De nuevo ha emprendido su galope aventurero por la pampa. Pero esta mañana los cazadores no están de humor para contemporizar con él. Echan los botes al agua, dispuestos al abordaje de las islas nuevas que allá, en el horizonte, sobrenadan defendidas por un cerco vivo de pájaros y espuma.
Desembarcan orgullosos, la carabina al hombro; pero una atmósfera ponzoñosa los obliga a detenerse casi en seguida para enjugarse la frente. Pausa breve, y luego avanzan pisando, atónitos, hiervas viscosas y una tierra caliente y movediza. Avanzan tambaleándose entre espirales de gaviotas que suben y bajan graznando. Azotado en el pecho por el filo de un ala, Juan Manuel vacila. Sus compañeros lo sostienen por los brazos y lo arrastran detrás de ellos.
Y avanzan aún, aplastando, bajo las botas, frenéticos pescados de plata que el agua abandonó sobre el limo. Más allá tropiezan con una flora extraña: son matojos de coral sobre los que se precipitan ávidos. Largamente luchan por arrancarlos de cuajo, luchan hasta que sus manos sangran.
Las gaviotas los encierran en espirales cada vez más apretados. Las nubes corren muy bajas desmadejando una hilera vertiginosa de sombras. Un vaho a cada instante más denso brota del suelo. Todo hierve, se agita, tiembla. Los cazadores tratan en vano de mirar, de respirar. Descorazonados y medrosos, huyen.
Alrededor de la fogata, que los peones han encendido y alimentan con ramas de eucaliptos, esperan en cuclillas el día entero a que el viento apacigüe su furia. Pero, como para exasperarlos, el viento amaina cuando está oscureciendo.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do… De nuevo aquella escala tendida hasta ellos desde las casas. Juan Manuel aguza el oído.
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do… Do, re, mi, fa, sol… Do, re, mi, fa… Do, re, mi, fa… —insiste el piano. Y aquella nota repetida y repetida bate contra el corazón de Juan Manuel y lo golpea ahí donde lo había golpeado y herido por la mañana el ala del pájaro salvaje. Sin saber por qué se levanta y echa a andar hacia esa nota que a lo lejos repiquetea sin cesar, como una llamada.
Ahora salva los macizos de camelias. El piano calla bruscamente. Corriendo casi, penetra en el sombrío salón.
La chimenea encendida, el piano abierto… Pero Yolanda, ¿dónde está? Más allá del jardín, apoyada contra la última tranquera como sobre la borda de un buque anclado en la llanura. Y ahora se estremece porque oye gotear a sus espaldas las ramas bajas de los pinos removidas por alguien que se acerca a hurtadillas. ¡Si fuera Juan Manuel!
Vuelve pausadamente la cabeza. Es él. Él en carne y hueso esta vez. ¡Oh, su tez morena y dorada en el atardecer gris! Es como si lo siguiera y lo envolviera siempre una flecha de sol. Juan Manuel se apoya a su lado, contra la tranquera, y se asoma con ella a la pampa. Del agua que bulle escondida bajo el limo de los vastos potreros empieza a levantarse el canto de las ranas. Y es como si desde el horizonte la noche se aproximara, agitando millares de cascabeles de cristal.
Ahora él la mira y sonríe. ¡Oh, sus dientes apretados y blancos!, deben de ser fríos y duros como pedacitos de hielo. ¡Y esa oleada de calor varonil que se desprende de él, y la alcanza y la penetra de bienestar! ¡Tener que defenderse de aquel bienestar, tener que salir del círculo que a la par que su sombra mueve aquel hombre tan hermoso y tan fuerte!
—Yolanda… —murmura. Al oír su nombre siente que la intimidad se hace de golpe entre ellos. ¡Qué bien hizo en llamarla por su nombre! Parecería que los liga ahora un largo pasado de deseo. No tener pasado. Eso era lo que los cohibía y los mantenía alejados.
—Toda la noche he soñado con usted, Juan Manuel, toda la noche…
Juan Manuel tiende los brazos; ella no lo rechaza. Lo obliga sólo a enlazarla castamente por la cintura.
—Me llaman… —gime de pronto, y se desprende y escapa. Las ramas que remueven en su huida rebotan erizadas, arañan el saco y la mejilla de Juan Manuel que sigue a una mujer, desconcertado por vez primera.
Está de blanco. Sólo ahora que ella se acerca a su hermano para encenderle la pipa, gravemente, meticulosamente —como desempeñando una pequeña ocupación cotidiana— nota que lleva traje largo. Se ha vestido para cenar con ellos. Juan Manuel recuerda entonces que sus botas están llenas de barro y se precipita hacia su cuarto.
Cuando vuelve al salón encuentra a Yolanda sentada en el sofá, de frente a la chimenea. El fuego enciende, apaga y enciende sus pupilas negras. Tiene los brazos cruzados detrás de la nuca, y es larga y afilada como una espada, o como… ¿como qué? Juan Manuel se esfuerza en encontrar la imagen que siente presa y aleteando en su memoria.
—La comida está servida.
Yolanda se incorpora, sus pupilas se apagan de golpe. Y al pasar le clava rápidamente esas pupilas de una negrura sin transparencia, y le roza el pecho con su manga de tul, como con un ala. Y la imagen afluye por fin al recuerdo de Juan Manuel, igual que una burbuja a flor de agua.
—Ya sé a qué se parece usted. Se parece a una gaviota.
Un gritito ronco, extraño, y Yolanda se desploma largo a largo y sin ruido sobre la alfombra. Reina un momento de estupor, de inacción; luego todos se precipitan para levantarla, desmayada. Ahora la transportan sobre el sofá, la acomodan en los cojines, piden agua. ¿Qué ha dicho? ¿Qué le ha dicho?
—Le dije… —empieza a explicar Juan Manuel; pero calla bruscamente, sintiéndose culpable de algo que ignora, temiendo, sin saber por qué, revelar un secreto que no le pertenece. Mientras tanto Yolanda, que ha vuelto en sí, suspira oprimiéndose el corazón con las dos manos como después de un gran susto. Se incorpora a medias, para extenderse nuevamente sobre el hombro izquierdo. Federico protesta.
—No. No te recuestes sobre el corazón. Es malo.
Ella sonríe débilmente, murmura: «Ya lo sé. Déjenme». Y hay tanta vehemencia triste, tanto cansancio en el ademán con que los despide, que todos pasan sin protestar a la habitación contigua. Todos, salvo Juan Manuel que permanece de pie junto a la chimenea.
Lívida, inmóvil, Yolanda duerme o finge dormir recostada sobre el corazón. Juan Manuel espera anhelante un gesto de llamada o de repudio que no se cumple.
Al rayar el alba de esta tercera madrugada los cazadores se detienen, una vez más, al borde de las lagunas por fin apaciguadas. Mudos, contemplan la superficie tersa de las aguas. Atónitos, escrutan el horizonte gris.
Las islas nuevas han desaparecido.
Echan los botes al agua. Juan Manuel empuja el suyo con una decisión bien determinada. Bordea las viejas islas sin dejarse tentar como sus compañeros por la vida que alienta en ellas; esa vida hecha de chasquidos de alas y de juncos, de arrullos y pequeños gritos, y de ese leve temblor de flores de limo que se despliegan sudorosas. Explorador minucioso, se pierde a lo lejos y rema de izquierda a derecha, tratando de encontrar el lugar exacto donde tan sólo ayer asomaban cuatro islas nuevas. ¿Adónde estaba la primera? Aquí. No, allí. No, aquí, más bien. Se inclina sobre el agua para buscarla, convencido sin embargo de que su mirada no logrará jamás seguirla en su caída vertiginosa hacia abajo, seguirla hasta la profundidad oscura donde se halla confundida nuevamente con el fondo de fango y de algas.
En el círculo de un remolino, algo sobreflota, algo blando, incoloro: es una medusa. Juan Manuel se apresura a recogerla en su pañuelo, que ata luego por las cuatro puntas.
Cae la tarde cuando Yolanda, a la entrada del monte, retiene su caballo y les abre la tranquera. Ha echado a andar delante de ellos. Su pesado ropón flotante se engancha a ratos en los arbustos. Y Juan Manuel repara que monta a la antigua, vestida de amazona. La luz declina por segundos, retrocediendo en una gama de azules. Algunas urracas de larga cola vuelan graznando un instante y se acurrucan luego en racimos apretados sobre las desnudas ramas del bosque ceniciento.
De golpe, Juan Manuel ve un grabado que aún cuelga en el corredor de su vieja quinta de Adrogué: una amazona esbelta y pensativa, entregada a la voluntad de su caballo, parece errar desesperanzada entre las hojas secas y el crepúsculo. El cuadro se llama «Otoño», o «Tristeza»… No recuerda bien.
Sobre el velador de su cuarto encuentra una carta de su madre. «Puesto que tú no estás, yo le llevaré mañana las orquídeas a Elsa», escribe. Mañana. Quiere decir hoy. Hoy hace, por consiguiente, cinco años que murió su mujer. ¡Cinco años ya! Se llamaba Elsa. Nunca pudo él acostumbrarse a que tuviera un nombre tan lindo. «¡Y te llamas Elsa…!», solía decirle en la mitad de un abrazo, como si aquello fuera un milagro más milagroso que su belleza rubia y su sonrisa plácida. ¡Elsa! ¡La perfección de sus rasgos! ¡Su tez transparente detrás de la que corrían las venas, finas pinceladas azules! ¡Tantos años de amor! Y luego aquella enfermedad fulminante. Juan Manuel se resiste a pensar en la noche en que, cubriéndose la cara con las manos para que él no la besara, Elsa gemía: «No quiero que me veas así, tan fea… ni aun después de muerta. Me taparás la cara con orquídeas. Tienes que prometerme…»
No. Juan Manuel no quiere volver a pensar en todo aquello. Desgarrado, tira la carta sobre el velador sin leer más adelante.
* * *
El mismo crepúsculo sereno ha entrado en Buenos Aires, anegando en azul de acero las piedras y el aire, y los árboles de la plaza de la Recoleta espolvoreados por la llovizna glacial del día.
La madre de Juan Manuel avanza con seguridad en un laberinto de calles muy estrechas. Con seguridad. Nunca se ha perdido en aquella intrincada ciudad. Desde muy niña le enseñaron a orientarse en ella. He aquí su casa. La pequeña y fría casa donde reposan inmóviles sus padres, sus abuelos y tantos antepasados. ¡Tantos, en una casa tan estrecha! ¡Si fuera cierto que cada uno duerme aquí solitario con su pasado y su presente; incomunicado, aunque flanco a flanco! Pero no, no es posible. La señora deposita un instante en el suelo el ramo de orquídeas que lleva en la mano y busca la llave en su cartera. Una vez que se ha persignado ante el altar, examina si los candelabros están bien lustrados, si está bien almidonado el blanco mantel. En seguida suspira y baja a la cripta agarrándose nerviosamente a la barandilla de tronce. Una lámpara de aceite cuelga del techo bajo. La llama se refleja en el piso de mármol negro y se multiplica en las anillas de los cajones alineados por fechas. Aquí todo es orden y solemne indiferencia.
Fuera empieza a lloviznar nuevamente. El agua rebota en las estrechas callejuelas de asfalto. Pero aquí todo parece lejano: la lluvia, la ciudad, y las obligaciones que la aguardan en su casa. Y ahora ella suspira nuevamente y se acerca al cajón más nuevo, más chico, y deposita las orquídeas a la altura de la cara del muerto. Las deposita sobre la cara de Elsa. «Pobre Juan Manuel», piensa.
En vano trata de enternecerse sobre el destino de su nuera. En vano. Un rencor, del que se confiesa a menudo, persiste en su corazón a pesar de las decenas de rosarios y las múltiples jaculatorias que le impone su confesor.
Mira fijamente el cajón deseosa de traspasarlo con la mirada para saber, ver, comprobar… ¡Cinco años ya que murió! Era tan frágil. Puede que el anillo de oro liso haya rodado ya de entre sus frívolos dedos desmigajados hasta el hueco de su pecho hecho cenizas. Puede, sí. Pero ¿ha muerto? No. Ha vencido a pesar de todo. Nunca se muere enteramente. Ésa es la verdad. El niño moreno y fuerte continuador de la raza, ese nieto que es ahora su única razón de vivir, mira con los ojos azules y cándidos de Elsa.
* * *
Por fin a las tres de la mañana Juan Manuel se decide a levantarse del sillón junto a la chimenea, donde con desgano fumaba y bebía medio atontado por el calor del fuego. Salta por encima de los perros dormidos contra la puerta y echa a andar por el largo corredor abierto. Se siente flojo y cansado, tan cansado. «¡Anteanoche Silvestre, y esta noche yo! Estoy completamente borracho», piensa.
Silvestre duerme. El sueño debió haberlo sorprendido de repente porque ha dejado la lámpara encendida sobre el velador.
La carta de su madre está todavía allí, semiabierta. Una larga postdata escrita de puño y letra de su hijo lo hace sonreír un poco. Trata de leer. Sus ojos se nublan en el esfuerzo. Porfía y descifra al fin: Papá. La abuelita me permite escribirte aquí. Aprendí tres palabras más en la geografía nueva que me regalaste. Tres palabras con la explicación y todo, que te voy a escribir aquí de memoria.
AEROLITO: Nombre dado a masas minerales que caen de las profundidades del espacio celeste a la superficie de la Tierra. Los aerolitos son fragmentos planetarios que circulan por el espacio y que…»
¡Ay!, murmura Juan Manuel, y, sintiéndose tambalear se arranca de la explicación, emerge de la explicación deslumbrado y cegado como si hubieran agitado ante sus ojos una cantidad de pequeños soles.
HURACÁN: Viento violento e impetuoso hecho de varios vientos opuestos que forman torbellinos.
—¡Este niño! —rezonga Juan Manuel. Y se siente transido de frío, mientras grandes ruidos le azotan el cerebro como colazos de una ola que vuelve y se revuelve batiendo su flanco poderoso y helado contra él.
HALO: Cerco luminoso que rodea a veces la Luna.
Una ligera neblina se interpone de pronto entre Juan Manuel y la palabra anterior, una neblina azul que flota y lo envuelve blandamente. ¡Halo! —murmura—, ¡halo! Y algo así como una inmensa ternura empieza a infiltrarse en todo su ser con la seguridad, con la suavidad de un gas. ¡Yolanda! ¡Si pudiera verla, hablarle!
Quisiera, aunque sólo fuera, oírla respirar a través de la puerta cerrada de su alcoba.
Todos, todo duerme. ¡Qué de puertas, sigiloso y protegiendo con la mano la llama de su lámpara, debió forzar o abrir para atravesar el ala del viejo caserón! ¡Cuántas habitaciones desocupadas y polvorientas donde los muebles se amontonaban en los rincones, y cuántas otras donde, a su paso, gentes irreconocibles suspiran y se revuelven entre las sábanas!
Había elegido el camino de los fantasmas y de los asesinos.
Y ahora que ha logrado pegar el oído a la puerta de Yolanda, no oye sino el latir de su propio corazón.
Un mueble debe, sin duda alguna, obstruir aquella puerta por el otro lado; un mueble muy liviano puesto que ya consiguió apartarlo de un empellón. ¿Quién gime? Juan Manuel levanta la lámpara; el cuarto da primero un vuelco y se sitúa luego ante sus ojos, ordenado y tranquilo.
Velada por los tules de un mosquitero advierte una cama estrecha donde Yolanda duerme caída sobre el hombro izquierdo, sobre el corazón; duerme envuelta en una cabellera oscura, frondosa y crespa, entre las que gime y se debate. Juan Manuel deposita la lámpara en el suelo, aparta los tules del mosquitero y la toma de la mano. Ella se aferra de sus dedos, y él la ayuda entonces a incorporarse sobre las almohadas, a refluir de su sueño, a vencer el peso de esa cabellera inhumana que debe atraerla hacia quién sabe qué tenebrosas regiones.
Por fin abre los ojos, suspira aliviada y murmura: Gracias.
—Gracias —repite. Y fijando delante de ella unas pupilas sonámbulas explica—. ¡Oh, era terrible! Estaba en un lugar atroz. En un parque al que a menudo bajo en mis sueños. Un parque. Plantas gigantes. Helechos altos y abiertos como árboles. Y un silencio… no sé cómo explicarlo…, un silencio verde como el del cloroformo. Un silencio desde el fondo del cual se aproxima un ronco zumbido que crece y se acerca. La muerte, es la muerte. Y entonces trato de huir, de despertar. Porque si no despertara, si me alcanzara la muerte en ese parque, tal vez me vería condenada a quedarme allí para siempre, ¿no cree Ud.?
Juan Manuel no contesta, temeroso de romper aquella intimidad con el sonido de su voz. Yolanda respira hondo y continúa:
—Dicen que durante el sueño volvemos a los sitios donde hemos vivido antes de la existencia que estamos viviendo ahora. Yo suelo también volver a cierta casa criolla. Un cuarto, un patio, un cuarto y otro patio con una fuente en el centro. Voy y…
Enmudece bruscamente y lo mira.
Ha llegado el momento que él tanto temía. El momento en que lúcida, al fin, y libre de todo pavor, se pregunta cómo y por qué está aquel hombre sentado a la orilla de su lecho. Aguarda resignado el: «¡Fuera!» imperioso y el ademán solemne con el cual se dice que las mujeres indican la puerta en esos casos.
Y no. Siente de golpe un peso sobre el corazón. Yolanda ha echado la cabeza sobre su pecho.
Atónito, Juan Manuel permanece inmóvil. ¡Oh, esa sien delicada, y el olor a madreselvas vivas que se desprende de aquella impetuosa mata de pelo que le acaricia los labios! Largo rato permanece inmóvil. Inmóvil, enternecido, maravillado, como si sobre su pecho se hubiera estrellado, al pasar, un inesperado y asustadizo tesoro.
¡Yolanda! Ávidamente la estrecha contra sí. Pero entonces grita, un gritito ronco, extraño, y le sujeta los brazos. Él lucha enredándose entre los largos cabellos perfumados y ásperos. Lucha hasta que logra asirla por la nuca y tumbarla brutalmente hacia atrás.
Jadeante, ella revuelca la cabeza de un lado a otro y llora. Llora mientras Juan Manuel la besa en la boca, mientras le acaricia un seno pequeño y duro como las camelias que ella cultiva. ¡Tantas lágrimas! ¡Cómo se escurren por sus mejillas, apresuradas y silenciosas! ¡Tantas lágrimas! Ahora corren por la almohada intactas, como ardientes perlas hechas de agua, hasta el hueco de su ruda mano de varón crispada bajo el cuello sometido.
Desembriagado, avergonzado casi, Juan Manuel relaja la violencia de su abrazo.
—¿Me odia, Yolanda?
Ella permanece muda, inerte.
—Yolanda. ¿Quiere que me vaya?
Ella cierra los ojos. «Váyase», murmura.
Ya lúcido, se siente enrojecer y un relámpago de vehemencia lo traspasa nuevamente de pies a cabeza. Pero su pasión se ha convertido en ira, en desagrado.
Las maderas del piso crujen bajo sus pasos mientras toma la lámpara y se va, dejando a Yolanda hundida en la sombra.
Al cuarto día, la neblina descuelga a lo largo de la pampa sus telones de algodón y silencio; sofoca y acorta el ruido de las detonaciones que los cazadores descargan a mansalva por las islas, ciega a las cigüeñas acobardadas y ablanda los largos juncos puntiagudos que hieren.
Yolanda. ¿Qué hará?, se pregunta Juan Manuel. ¿Qué hará mientras él arrastra sus botas pesadas de barro y mata a los pájaros sin razón ni pasión? Tal vez esté en el huerto buscando las últimas fresas o desenterrando los primeros rábanos: Se los toma fuertemente por las hojas y se los desentierra de un tirón, se los arranca de la tierra oscura como rojos y duros corazoncitos vegetales. O puede aun que, dentro de la casa, y empinada sobre el taburete arrimado a un armario abierto, reciba de manos de la mucama un atado de sábanas recién planchadas para ordenarlas cuidadosamente en pilas iguales. ¿Y si estuviera con la frente pegada a los vidrios empañados de una ventana acechando su vuelta? Todo es posible en una mujer como Yolanda, en esa mujer extraña, en esa mujer tan parecida a… Pero Juan Manuel se detiene como temeroso de herirla con el pensamiento.
De nuevo el crepúsculo. El cazador echa una mirada por sobre la pampa sumergida tratando de situar en el espacio el monte y la casa. Una luz se enciende en lontananza a través de la neblina, como un grito sofocado que deseara orientarlo. La casa. ¡Allí está!
Aborda en su bote la orilla más cercana y echa a andar por los potreros hacia la luz ahuyentando, a su paso, el manso ganado de pelaje primorosamente rizado por el aliento húmedo de la neblina. Salva alambrados a cuyas púas se agarra la niebla como el vellón de otro ganado. Sortea las anchas matas de cardos que se arrastran plateadas, fosforescentes, en la penumbra; receloso de aquella vegetación a la vez quemante y helada.
Llega a la tranquera, cruza el parque, luego el jardín con sus macizos de camelias; desempaña con su mano enguantada el vidrio de cierta ventana y abre a la altura de sus ojos dos estrellas, como en los cuentos.
Yolanda está desnuda y de pie en el baño, absorta en la contemplación de su hombro derecho.
En su hombro derecho crece y se descuelga un poco hacia la espalda algo liviano y blando. Una ala. O más bien un comienzo de ala. O mejor dicho un muñón de ala. Un pequeño miembro atrofiado que ahora ella palpa cuidadosamente, como con recelo.
El resto del cuerpo es tal cual él se lo había imaginado. Orgulloso, estrecho, blanco.
Una alucinación. Debo haber sido víctima de una alucinación. La caminata, la neblina, el cansancio y ese estado ansioso en que vivo desde hace días me han hecho ver lo que no existe… piensa Juan Manuel mientras rueda enloquecido por los caminos agarrado al volante de su coche. ¡Si volviera! ¿Pero cómo explicar su brusca partida? ¿Y cómo explicar su regreso si lograra explicar su huida? No pensar, no pensar hasta Buenos Aires. ¡Es lo mejor!
Ya en el suburbio, una fina llovizna vela de un polvo de agua los vidrios del parabrisas. Echa a andar la aguja de níquel que hace tic tac, tic tac, con la regularidad implacable de su angustia.
Atraviesa Buenos Aires desierto y oscuro bajo un aguacero aún indeciso. Pero cuando empuja la verja y traspone el jardín de su casa, la lluvia se despeña torrencial.
—¿Qué pasa? ¿Por qué vuelves a estas horas?
—¿Y el niño?
—Duerme. Son las once de la noche, Juan Manuel.
—Quiero verlo. Buenas noches, madre.
La vieja señora se encoge de hombros y se aleja resignada, envuelta en su larga bata. No, nunca logrará acostumbrarse a los caprichos de su hijo. Es muy inteligente, un gran abogado. Ella, sin embargo, lo hubiera deseado menos talentoso y un poco más convencional, como los hijos de los demás.
Juan Manuel entra al cuarto del niño y enciende la luz. Acurrucado casi contra la pared, su hijo duerme, hecho un ovillo, con las sábanas por encima de la cabeza. «Duerme como un animalito sin educación. Y eso que tiene ya nueve años. ¡De qué le servirá tener una abuela tan celosa!», piensa Juan Manuel mientras lo destapa.
—¡Billy, despierta!
El niño se sienta en el lecho, pestañea rápido, mira a su padre y le sonríe valientemente a través de su sueño.
—¡Billy, te traigo un regalo!
Billy tiende instantáneamente una mano cándida. Y apremiado por ese ademán Juan Manuel sabe, de pronto, que no ha mentido. Sí, le trae un regalo. Busca en su bolsillo. Extrae un pañuelo atado por las cuatro puntas y lo entrega a su hijo. Billy desata los nudos, extiende el pañuelo y, como no encuentra nada, mira fijamente a su padre, esperando confiado una explicación.
—Era una especie de flor, Billy, una medusa magnífica, te lo juro. La pesqué en la laguna para ti… Y ha desaparecido…
El niño reflexiona un minuto y luego grita triunfante:
—No, no ha desaparecido; es que se ha deshecho, papá, se ha deshecho. Porque las medusas son agua, nada más que agua. Lo aprendí en la geografía nueva que me regalaste.
Afuera, la lluvia se estrella violentamente contra las anchas hojas de la palmera que encoge sus ramas de charol entre los muros del estrecho jardín.
—Tienes razón, Billy. Se ha deshecho.
—… Pero las medusas son del mar, papá. ¿Hay medusas en las lagunas?
—No sé, hijo.
Un gran cansancio lo aplasta de golpe. No sabe nada, no comprende nada.
¡Si telefoneara a Yolanda! Todo le parecería tal vez menos vago, menos pavoroso, si oyera la voz de Yolanda; una voz como todas las voces, lejana y un poco sorprendida por lo inesperado de la llamada.
Arropa a Billy y lo acomoda en las almohadas. Luego baja la solemne escalera de aquella casa tan vasta, fría y fea. El teléfono está en el hall; otra ocurrencia de su madre. Descuelga el tubo mientras un relámpago enciende de arriba abajo los altos vitrales. Pide un número. Espera.
El fragor de un trueno inmenso rueda por sobre la ciudad dormida hasta perderse a lo lejos.
Su llamado corre por los alambres bajo la lluvia. Juan Manuel se divierte en seguirlo con la imaginación. «Ahora corre por Rivadavia con su hilera de luces mortecinas, y ahora por el suburbio de calles pantanosas, y ahora toma la carretera que hiere derecha y solitaria la pampa inmensa; y ahora pasa por pueblos chicos, por ciudades de provincia donde el asfalto resplandece como agua detenida bajo la luz de la Luna; y ahora entra tal vez de nuevo en la lluvia y llega a una estación de campo, y corre por los potreros hasta el monte, y ahora se escurre a lo largo de una avenida de álamos hasta llegar a las casas de «La Atalaya». Y ahora aletea en timbrazos inseguros que repercuten en el enorme salón desierto donde las maderas crujen y la lluvia gotea en un rincón».
Largo rato el llamado repercute. Juan Manuel lo siente vibrar muy ronco en su oído, pero allá en el salón desierto debe sonar agudamente. Largo rato, con el corazón apretado, Juan Manuel espera. Y de pronto lo esperado se produce: alguien levanta la horquilla al otro extremo de la línea. Pero antes de que una voz diga «Hola» Juan Manuel cuelga violentamente el tubo.
Si le fuera a decir: «No es posible. Lo he pensado mucho. No es posible, créame». Si le fuera a confirmar así aquel horror. Tiene miedo de saber. No quiere saber.
Vuelve a subir lentamente la escalera.
Había pues algo más cruel, más estúpido que la muerte. ¡Él que creía que la muerte era el misterio final, el sufrimiento último!
¡La muerte, ese detenerse!
Mientras él envejecía, Elsa permanecía eternamente joven, detenida en los treinta y tres años en que desertó de esta vida. Y vendría también el día en que Billy sería mayor que su madre, sabría más del mundo que lo que supo su madre.
¡La mano de Elsa hecha cenizas, y sus gestos perdurando, sin embargo, en sus cartas, en el sweater que le tejiera; y perdurando en retratos hasta el iris cristalino de sus ojos ahora vaciados!… ¡Elsa anulada, detenida en un punto fijo y viviendo, sin embargo, en el recuerdo, moviéndose junto con ellos en la vida cotidiana, como si continuara madurando su espíritu y pudiera reaccionar ante cosas que ignoró y que ignora!
Sin embargo, Juan Manuel sabe ahora que hay algo más cruel, más incomprensible que todos esos pequeños corolarios de la muerte. Conoce un misterio nuevo, un sufrimiento hecho de malestar y de estupor.
La puerta del cuarto de Billy, que se recorta iluminada en el corredor oscuro, lo invita a pasar nuevamente, con la vaga esperanza de encontrar a Billy todavía despierto. Pero Billy duerme. Juan Manuel pesca una mirada por el cuarto buscando algo en que distraerse, algo con que aplazar su angustia. Va hacia el pupitre de colegial y hojea la geografía de Billy.
«… Historia de la Tierra… La fase estelar de la Tierra… La vida en la era primaria…»
Y ahora lee «… Cuán bello sería este paisaje silencioso en el cual los licopodios y equisetos gigantes erguían sus tallos a tanta altura, y los helechos extendían en el aire húmedo sus verdes frondas…»
¿Qué paisaje es éste? ¡No es posible que lo haya visto antes! ¿Por qué entra entonces en él como en algo conocido? Da vuelta la hoja y lee al azar «… Con todo, en ocasión del carbonífero es cuando los insectos vuelan en gran número por entre la densa vegetación arborescente de la época. En el carbonífero superior había insectos con tres pares de alas. Los más notables de los insectos de la época eran unos muy grandes, semejantes a nuestras libélulas actuales, aun cuando mucho mayores, pues alcanzaba una longitud de sesenta y cinco centímetros la envergadura de sus alas…»
Yolanda, los sueños de Yolanda…, el horroroso y dulce secreto de su hombro. ¡Tal vez aquí estaba la explicación del misterio!
Pero Juan Manuel no se siente capaz de remontar los intrincados corredores de la naturaleza hasta aquel origen. Teme confundir las pistas, perder las huellas, caer en algún pozo oscuro y sin salida para su entendimiento. Y abandonando una vez más a Yolanda, cierra el libro, apaga la luz, y se va.
Fin