La vaca adúltera
Más de una vez en mis viajes por Holanda, después de ver cómo avanzaban los dos brazos del dique que había de cerrar el Zuiderzée, condenado a desecación, o cómo crecían las ingentes paredes de una nueva esclusa, o cómo rodaban los quesos desde las orillas del canal de Alkamar, para amontonarse en las barcas panzudas y chatas, mi espíritu sentía la apetencia de otros temas. Los molinos negruzcos, los bosques que contienen las dunas en la proximidad de Scheveningen, los pintorescos trajes de los campesinos, las viejas ciudades románticas, como Veere o la apacible Arnhem, que da al Rhin la musical afluencia del lento río de notas de su carrillón, despertaban en mi vagas inquietudes líricas. Si se adormecía una conversación sobre el cooperativismo o la producción de la patata en Groninga, preguntaba con interés:
—¿No hay leyendas en este país? Me gustaría conocer alguna.
Únicamente conseguía que mis interlocutores se mirasen con extrañeza, como si consultasen entre sí:
—¿Sabe usted, acaso, si existe en Holanda algo de lo que solicita este hombre?
—No—decían después—, no hay leyendas.
Pasaba un ligero momento de embarazo, como cuando un huésped pide indiscretamente a su anfitrión algo que no hay en la despensa. ¡Si se me hubiese antojado una larga pipa de barro blanco, de Gouda, o una cucharita de plata con el escudo de Utrech, o un bote de ese chocolate granulado que es gustoso dejar caer como leve y negro granizo sobre el pan con manteca!… Pero aquellos hombres fuertes, que hacen surgir las tierras de entre el mar gris y los turbios ríos caudalosos se olvidaban pronto de mi frivolidad. ¿Leyendas? No, no había leyendas.
Y yo pensé:
—Tengo que regalar una leyenda a la amable Holanda. Le sentaría tan bien como la rizada futileza de la cofia sobre la frente de sus campesinas.
Y hela aquí:
Pues, señor, aquel año el invierno había caminado a grandes zancadas. Como quien pasa un vado, en ruta hacia el Sur, puso un pie en la isla de Schiermonnikoog, otro en Zoutkamps, y toda Neederland se estremeció de frío. Jorge, el guarda del puente levadizo, que cobraba el pasaje a las barcas, ya no tuvo que salir con su larga caña, con la que pescaba —un zapato en el extremo del cordel en vez de anzuelo—, las moneditas que, sin parar su marcha, entregaba silenciosamente el patrón, o la rolliza mujer que le acompañaba, o el niño que iba y venía en la estrecha franja libre entre la borda y la montaña de patatas o de negra turba que abrumaba la embarcación. El canal estaba helado y endurecida toda la tierra de la planicie. Los breves días se alumbraban con una luz difícil, submarina, con la que el aire semejaba espesarse, y el cielo era de agua, tal como una bolsa de agua, y tan bajo que podía pensarse que, si la aguja de la alta torre de ladrillos que se veía a lo lejos llegaba a rozar la oscura película que semejaba contener, como la piel de un odre, todo aquel líquido por la desgarradura, se precipitaría una inundación.
Estaba desierto el campo cuadriculado en toda su extensión por canalitos blancos de hielo: en reposo, aterido. En el verano, la Frisia era una gran mancha verde punteada por las manchitas albas y negras del ganado. Pero en los últimos días de octubre, la aguijada del frío empujó hacia la tibieza de los establos a las vacas de ubres monstruosas y a los toros de cuernos replegados sobre el testuz. A las puertas de todas las granjas frisonas resonó el vagido con que los animales se despedían de los meses de vida al aire libre, y los establos volvieron a poblarse de ruido, de calor animal y de dulce olor vacuno.
El más fuerte y ancho obstáculo que encontraban los vientos del Norte al recorrer la llanura era la casa de Nijgh. Un grupo de árboles, inclinado por la tenaz presión de los huracanes, la protegía. Y ella protegía, a su vez, a la oscura construcción de espesos e inclinados techos de paja, donde se hacinaba el heno y los animales rumiaban su comida, mientras el largo invierno rumiaba sus minutos.
En toda la Frisia, el nombre de Nijgh está aureolado de respeto. Si alguien ha conseguido acercar una vaca a la perfección, no es otro que el propio señor Nijgh. Puede creerse que si el señor Nijgh se hubiera propuesto que sus vacas bailasen, llegaría, al través de cruces, rebuscados e inteligentes métodos de alimentación, a conseguir que los empresarios del “Maravillas” buscasen en sus establos, mejor que en las porterías de Madrid, las “girls” de sus “conjuntos”. Pero el señor Nijgh tenía puestas sus ansias en la más copiosa producción de leche, y sus vacas eran ubres enormes que, dos veces al día, dejaban escapar blancos ríos mantecosos, en los que parecían ir a desinflarse, a desleírse, mientras la ordeñadora eléctrica trepidaba sordamente en el cobertizo.
Ningún oficial tercero del Estado español vive tan gratamente como el ganado del señor Nijgh, en casa de suelos tan limpios, con tan coquetones visillos en las ventanas: y muy pocas de las señoritas que asisten a las funciones de gala del “María Isabel” podrían jactarse con justicia de dedicar a su piel tantos y tan escrupulosos cuidados como los que abrillantan, hasta darle calidades de terciopelo, la piel de aquellas bestias excepcionales. El señor Nijgh había ganado en los concursos ganaderos tantas medallas de bronce, plata, oro y otros metales de clasificación dudosa como serían precisos para fundir su estatua, y, en sus viajes a la capital, cuando se sentaba en el mejor café de Leeuwarden, la calidad de las personas que se le acercaban, el tono de voz con que le hablaban, la alegría mal disimulada con que aceptaban sus puros, eran revelaciones de la admiración que había llegado a despertar entre sus conciudadanos. Porque toda Frisa no vive más que para las vacas.
Precisamente, aquel año, el señor Nijgh había obtenido un triunfo del que todavía se hablaba en la comarca. Su toro “Jan XXV” fue adquirido en la considerable cifra de 6.000 florines por unos granjeros del Transvaal. Los boers habían recorrido el país, examinando los mejores ejemplares, y se habían detenido absortos ante aquella maravilla de los establos de Nijgh. Ningún animal tan perfecto en toda Holanda. Pocos tenían en los libros de la Friesch Rundvee Stamboek, donde se registran escrupulosamente las prosapias vacunas, una ascendencia tan ilustre. Su padre era un “Jan” famoso, de la gloriosa estirpe de los “Jan”, célebre en los mercados. Su madre; una “Aaltje”. ¡Encantadora vaca! Se llamaba “Erna”, es recuerdo de la moza’alemana que la había cuidado con tanto cariño como si la hubiese llevado en sus entrañas. “Erna”, convertida en pedazos, repartida en cazuelas de tamaños diversos, rodeada de patatas cocidas, había pasado ya a ese otro mundo de las vacas que está en los estómagos de los seres humanos. El señor Nijgh se acordaba de ella con orgullo. Pero el recuerdo que iluminaba su ancho rostro con las luces de la soberbia era el de “Jan XXV”, que ahora prolongaba la exquisitez de su raza en las prósperas tierras del África Austral. Todas las experiencias del señor Nijgh habían culminado en aquel ser sin tacha, que llevaba grabadas en los cuernos las cifras simbólicas del registro del Stamboek. Había vacilado mucho en cruzar a “Erna” con “Wodand”, pero ahora estaba satisfechísimo de su preferencia por el “Jan”. Nijgh era un paladín de los “Jan”. A los “Jan”, bien vigilados y atendidos, se debería el llegar a que el suelo de Holanda fuese el sostén de los ejemplares bovinos más útiles y bellos del mundo. Cuando los boers habían retrocedido, asustados ante la cuantía del precio, el señor Nijgh se limitó a decir con energía:
—Es un “Jan”. El mejor “Jan” de cuantos han existido.
Y puso en manos de los compradores el certificado del Stamboek con la altiva seguridad de un noble puede tener cuando enseña sus pergaminos.
El retrato de “Jan XXV” estaba en todas las paredes de la casa: era el que más abundaba en la galería que todo ganadero de Holanda forma con los ejemplares más notables, dignificando por utilidad la costumbre de otros países, en los que se prefiere adornar los muros con retratos de abuelos y bisabuelos sin suculencia ni provecho, y de abuelas y bisabuelas, cuya leche -con la que apenas se podría hacer la mantequilla suficiente para un “sandwich”- ni siquiera había servido para alimentar a sus vástagos, confiados a amas de cría.
Fue en una de las primeras noches de diciembre cuando ocurrió el primero de los extraños fenómenos.
Traía el viento agujas de hielo, y los árboles que amparaban a la casa se retorcían en contorsiones tan violentas como si quisieran desprenderse y huir. Parecía haber olor marino en la noche, porque acaso el vendaval trajese el polvo de agua de las olas que se deshacían contra los diques lejanos. El señor Nijgh había recorrido aquel día más de diez kilómetros en su bicicleta, y el huracán parecía empeñado en arrojarle irreverentemente a los canales que bordeaban el camino. En la tibieza de su despacho escribió varias cartas y, después de cenar, sentado cerca de la gran estufa de azulejos, leyó los diarios hasta que sus párpados se hicieron de plomo. Entonces subió las escaleras que conducían a su alcoba.
Nadie, como no sea un moro, dispone de escaleras tan empinadas como un holandés. Los peldaños, estrechos y altos, malhumoran cuando hay que ascender por ellos y estremecen cuando hay que bajarlos. Pero el señor Nijgh los escaló sin lanzar ni un suspiro, suficientemente compensado por la ilusión de aquella cama ancha, muelle, hinchada por el enorme edredón de blanca funda que le esperaba al fin de tan fatigoso esfuerzo.
Quince minutos después, sobre la barriga del señor Nijgh, aquel edredón fingía otra barriga monstruosa. El honorable frisón, con el embozo hasta la barbilla, se inmovilizaba, como un animalucho temeroso de atraer la atención de sus enemigos, para que el frío y la humedad de las sábanas no se encarnizasen con él. Esperaba vencerlos, como vencía todas las noches, al poco tiempo de permanecer así, convirtiendo en agrado y tibieza aquella primera impresión escalofriante. Y ya se aventuraba a estirar el compás de sus piernas, cuando oyó un mugido.
Era un mugido que encontraba carril en el viento que aullaba bajo las puertas, y entraba con él, lamentable, distinto y parejo, como si la miseria y la muerte fuesen del brazo entre las sombras. Un mugido largo, temblón, lleno de lágrimas -hay que expresarlo así-, aislado entre todos los tristes ruidos de la noche como un cuajarón de la misma tristeza.
Nijgh escuchó. Había oído mugir a muchas vacas, pero nunca de tal manera. Solivió la cabeza para que el blando almohadón no tapase sus orejas y esperó. El mugido sonó otra vez, largo y dominante.
-A ese pobre Mulder -pensó- debió escapársele alguna vaca.
Mulder, el granjero vecino, merecía todo el desprecio de Nijgh. Su ganado era poco y pésimo. Más de una vez le habían rechazado en la Cooperativa la leche que llevaba a quesificar, porque estaba muy lejos del tanto por ciento de materias grasas exigibles. Y Mulder, en vez de enrojecer, había mascullado unos insultos contra el ingeniero que le hacía el regalo de sus consejos para corregir la vergüenza de tener en sus campos animalillos tan deficientes.
—A ese pobre Mulder debió de escapársele alguno de sus pellejos de agua— volvió a pensar.
Al mismo tiempo, Mulder gruñía:
—¿Es posible que el viejo vanidoso de Nijgh, dejase una vaca en el campo?
Y en otra granja, el ganadero Leen daba un rodillazo a su mujer, medio dormida ya, para consultarle:
—¿De quién será esa vaca que muge en la pradera? No creo que la encuentren muy sana, si ha de pasar toda la noche a la intemperie.
Veinticuatro horas después, Los mugidos volvieron a oírse. Y a la otra noche. Siempre prolongados y melancólicos, casi empavorecedores. Los criados de la granjas habían hablado de ellos ya, y estaban seguros de que ninguna de las bestias guardadas en los establos los exhalaba. El mugido, llevado por el viento, rondaba las casas: iba de aquí para allá, se oía en todas al mismo tiempo y tan próximo como si el animal estuviese junto a la misma puerta. Un empleado de Nijgh se levantó y miró con una linterna en los alrededores del establo, y no vio nada más que jirones de niebla que se acercaban a su luz, temblorosa, como las mariposas a las lámparas. Nijgh se dignó entonces hacer algunos comentarios.
—Pues hay alguna vaca que sale al campo por las noches. No me lo explico, pero es así.
Durante seis noches se repitió aquella queja. La séptima no se oyó. El señor Nijgh comenzaba a sentir en sus ojos las arenas del sueño y a sumirse en su dulce inconsciencia, cuando percibió un ruido junto a su cama. Separó lentamente los párpados. Y, rápidamente desvelado, vio allí, cerca de él, fosforeciendo con una rara luminosidad, los ojos más tristes que nunca, un hilo de baba -como un hilo de luz- colgado del belto, a su vaca “Erna” muerta, descuartizada y engullida hacía dos semanas.
El señor Nijgh abrió la boca de dientes ennegrecidos por el tabaco de Sumatra. ¿Qué quería decir aquella visión? El señor Nijgh pensó que ninguna vacas podía subir las escaleras de su típica casa holandesa; pensó también que no convenía a sus años cenar bistés a la alemana y que al día siguiente habría de tomar dos colmadas cucharadas de sales de magensia. Lo que no pensó fue en un fantasma, porque en la grave y trabajadora Holanda nunca había oído decir que se presentase ninguno. Así fue mayor su pasmo cuando vio que “Erna” caía sobre sus cuatro rodillas y humillaba la testa hasta casi rozar con ella las ropas del lecho.
—¡Perdón!—mugió la voz sobrenatural de la vaca—. ¡Perdón!
El señor Nijgh alargó su mano en aquel ademán con el que durante tanto tiempo había acariciado la amada cabeza de “Erna”; pero no encontró más que el aire frío.
—¡Perdón!—siguió la vaca—. ¡Fue por mi culpa…, pero la expío bien duramente!
—¡”Erna”!—pudo hablar Nijgh con voz ahogada—, ¿cómo es posible que estés aquí?…
Y “Erna”:
—¡Oh, amo: “Jan XXV”!
—¿Qué?—indagó Nijgh, sobresaltado al oír el nombre glorioso.
—Mi hijo…—susurró la vaca—no es un “Jan”.
Hubo un silencio en la alcoba. El ganadero se incorporó.
—¿Cómo que no es un “Jan”, “Erna”?
— No, es una mancha en la estirpe; lleva un nombre que no es el de él. Su padre…
Pausa. El señor Nijgh rugió:
—¿Quién es su padre? ¡Pronto!
—Su padre es el toro cojo de Mulder…
—¡El…, Mulder…! ¡Insensata!
Alargó sus manos crispadas hacia el pescuezo de la vaca.
—Una noche tenplada… No…, fue al amanecer… Todos dormían en la granja, y era aún la buena época en que se vive en el campo… EL toro de Mulder pasó a nuestra pradera… Había quedado abierto el portillo… La ocasión… El ambiente…
El señor Nijgh se mesaba el cabello.
—¡El…, un bastardo…, hijo de ese animalucho que no está inscrito en el Stamboek…. ¡Seis mil florines…! ¡He engañado a esos hombres…! ¡Y lo he cruzado antes de venderlo con doce vacas! ¡Es el deshonor, el deshonor! ¡Miserable!
“Erna” quebró su hilo de baba contra la alfombra.
—¡Amo, perdón; no encontraré la calma hasta que lo hayáis concedido!
Y soltó el sollozo de un mugido. Nijgh insistió sobriamente:
—¡Has deshonrado mi casa!
Miraba fijamente las tinieblas; le temblaba el mentón; sus cabellos grises aparecían revueltos y húmedos. El fantasma de la vaca aguardaba una frase de disculpa o piedad…
Bruscamente, el señor Nijgh arrojó la montaña del edredón al aire y prorrumpió en esa estremecedora carcajada que lanzan todos los personajes de leyenda que se vuelven locos.
FIN
Wenceslao Fernández Flórez. (La Coruña, España, 11 de febrero de 1885 - Madrid, España, 29 de abril de 1964) fue un destacado periodista y escritor español de la primera mitad del siglo XX. Nacido en el seno de una familia de clase media, Fernández Flórez inició sus estudios en la Universidad de Santiago de Compostela, donde se graduó en Derecho. Sin embargo, su verdadera pasión siempre fue la literatura y el periodismo, por lo que pronto se trasladó a Madrid para dedicarse a su carrera como escritor.
Comenzó a trabajar como periodista para varios periódicos, como "El Imparcial" y "ABC", y posteriormente fundó su propio diario, "El Pueblo Gallego". Durante la Guerra Civil Española, Fernández Flórez se exilió en Francia, donde continuó escribiendo y colaborando con diversos medios de comunicación.
Fernández Flórez es conocido principalmente por su obra literaria, que incluye novelas, cuentos y ensayos. Entre sus obras más destacadas se encuentran "El bosque animado", "La familia de Pascual Duarte" y "El malvado Carabel", todas ellas adaptadas posteriormente al cine y la televisión.
Su estilo literario se caracteriza por una gran habilidad para describir el paisaje y la naturaleza, así como por la creación de personajes con gran profundidad psicológica. Fernández Flórez fue considerado uno de los grandes maestros de la literatura española del siglo XX y recibió numerosos premios y reconocimientos a lo largo de su carrera, entre ellos el Premio Nacional de Literatura en 1947.