La última batalla
Los creyentes estaban agolpados en la falda de la colina alrededor del Profeta.
–Combatid a los infieles hasta que ni uno solo pueda dar lugar con su existencia a la tentación. Luchad olvidando los bienes de la tierra, porque mayores serán los que alcanzaréis muriendo por la fe. Él es misericordioso.
–¿Cómo sabremos que llegaremos hasta Él después de morir?
–Bien claro estáis viendo la raya del horizonte, donde el cielo y la tierra parecen telas de distintos colores, tan fuertemente cosidas que no se ven las puntadas. No obstante, ha bastado que un esclavo llegase de lejos, arrebatado por el terror, a deciros que los infieles vienen armados contra vosotros. ¡Esto ha bastado para que creáis! ¡Y no os basta que el Profeta os diga que el que está más allá de la raya de vuestro principio os espera más allá de la raya de vuestro fin!
–Danos una señal y creeremos.
Entonces el Profeta tomó cuatro aves. Eran un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en pedazos, conservó consigo las cabezas y mandó que repartiesen los trozos por las colinas.
Las vísceras descuajadas, los miembros rotos, mal recubiertos por la miseria ensangrentada de las plumas, fueron arrojados lejos, en las cumbres. El Profeta los llamó por sus nombres, y tan pronto como sus nombres fueron pronunciados, se los vio venir con vuelo sereno y cierto a recobrar sus cabezas de la mano del Profeta.
La batalla fue breve. Cada creyente degolló cien infieles, sin que al volver a colgarse el sable a la cintura le quedase en el brazo el recuerdo de cien golpes.
El viento del desierto se llevó los siglos de sobre la tierra, innumerables e irreconocibles como la arena de las dunas.
Alrededor del Profeta volvieron a agolparse los creyentes en la falda de la colina.
–¿No lucharéis por la fe? ¿No seréis capaces de afrontar la muerte por alcanzar la infinita ventura que se os ha prometido?
–¿Cómo sabremos que esa ventura nos aguarda?
–¿Preguntasteis al salir del seno de vuestras madres qué bienes iba a ofreceros la vida? No, y sin embargo los obtuvisteis. Si en ese instante alguien os hubiera dicho los males que os aguardaban, no hubierais podido retroceder. Así será en el día de los días. Él premia y castiga.
–Danos una señal y creeremos.
Entonces el Profeta tomó cuatro aves: un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en pedazos, guardó consigo las cabezas y mandó que los restos confundidos fuesen arrojados por los valles.
Así que la orden estuvo cumplida, llamó a las aves por sus nombres, y cuando los cuatro nombres fueron pronunciados se vio venir volando tres aves: el gallo, el cuervo y el pavo; el águila no volvió.
El Profeta les devolvió sus cabezas y quedó con la del águila en la mano.
Los que estaban próximos se inclinaron par ver morir la cabeza del águila, y el Profeta, que siempre había inclinado la palma de la esperanza sobre la cabecera de los moribundos, se inclinó sobre su propia mano, considerando lo que sostenía en ella. ¡Por primera vez la muerte!
Su irrevocable realidad, su amargura, fue transformando los rasgos de aquella cabeza invicta. Los párpados blanquearon envejecidos, secos, y el pico inerte como máquina desarticulada, como hueso sin vida, se aguzó descarnado en las comisuras acerbamente.
Las otras aves, desde una rama, esplendían su milagrosa integridad, y el Profeta, señalándolas, recobró el aliento para exhortar a los creyentes a la lucha.
La lucha no fue muy larga; cada creyente segó la vida de cincuenta infieles, y sus fuerzas fueron apenas mermadas.
El sol desde su altura vio pasar los siglos como reiteradas, estultas ovejas, hasta que nuevamente volvieron a agolparse los creyentes alrededor del Profeta en la colina. Y nuevamente volvieron a dudar. Y nuevamente fueron corroborados.
Esta vez el Profeta tomó solo a tres aves y no volvieron más que dos: el pavo no volvió.
La cabeza del pavo murió en la mano del Profeta como una flor o como una joya que pudiera marchitarse: las esmeraldas de su copete se apagaron.
Pero el Profeta mostró a las dos aves que en la rama mantenían su inocencia intacta, y arengó a los creyentes.
Antes que sus últimas palabras hubieran hecho alzarse los brazos armados, se alzó en el horizonte el polvo que levantaban avanzando los caballos de los infieles.
Y la lucha fue larga, porque los infieles eran numerosos y los creyentes solo lograron cada uno atravesar el corazón de veinticinco infieles, volviendo quebrantados, pero victoriosos, a reposar en la fe.
Los siglos llegaron y partieron como las ondas. Los creyentes volvieron a agolparse alrededor del Profeta. La duda volvió a alzar su anhelante murmullo y el testimonio volvió a ser otorgado. El Profeta sacrificó dos aves, desparramó sus cuerpos y pronunció sus nombres. Pronunció dos nombres, pero volvió un ave sola. La cabeza del cuervo murió, transformando su desolado color, que había sido brillante como la noche, en parda derrota mancillada. El azabache de los ojos se retrajo como la piel de las uvas secas. El pico bruñido se hizo opaco y entre los pelos que le asomaban de las narices le quedó el hediondo rastro de su aliento.
El Profeta señaló al gallo que, posado en la rama, mantenía la radiante fidelidad de su pecho inmaculado, y quiso hablar, pero el galope de los caballos apagó su voz.
La lucha fue larga y horrorosa.
Los creyentes solo podían exterminar cinco infieles cada uno, y la ira prolongada rugió durante días y noches como una catarata de sangre.
Los creyentes vencedores pudieron llegar restañando sus heridas hasta las gradas del Templo del Dios único.
El tiempo pasó arrastrando su manto. Los creyentes volvieron a agolparse en la colina junto al Profeta.
La duda volvió a pedir, y el Santo quiso otorgar: nadie vio que temblase su mano al dividir el ave.
Los trozos del gallo fueron repartidos por los montes, y el Profeta pronunció su nombre con la voz de la oración. Lo llamó una y cien veces, y el gallo no vino.
La corola de su cabeza se mustió en la mano del Profeta, los ojos dorados, amantes del desvelo, se enturbiaron bajo una fría membrana y el pico entreabierto dejó ver la lengua inerte y la garganta hueca por donde ya no pasaría más que el silencio.
¿Qué exhortación, qué arenga podía pronunciar ahora? La voz no acudía a los labios del Profeta, pero las lágrimas pugnaban por acudir a sus ojos y las sentía brotar de diversas fuentes, no sabiendo a cuál de ellas dejar paso. Así pues, no alcanzaron a brotar, porque antes de que brotasen llegó silbando una lanza y le atravesó el pecho.
Entonces empezó la lucha. La lucha sin igual, por ser la lucha entre iguales: cada uno de ellos no podía exterminar más que a uno de los otros.
Ahora luchaban los que ya no creían con los que nunca habían creído. Réprobos contra réprobos, luchando eternamente, traspasándose, mezclándose como corrientes encontradas de dos sustancias que no pudieran fundirse.
De Oriente a Occidente y de Occidente a Oriente, las dos olas de rencor se penetraban y envolvían el mundo.
Los que siempre habían sido infieles luchaban por el placer de hundir sus espadas en los pechos cuya llama no habían conocido. Los que ya no eran creyentes, por la ira de sentirse descubiertos en una desnuda ansiedad, en un indigente vacío, dentro del cual ya, solo por el dolor, podían recordar la vida.
Réprobos contra réprobos se encontraban en el otro lado del globo y seguían luchando. A su paso engendrando réprobos, sin soltar la espada sangrienta, envolviendo al planeta en el vaho letal de la condenación, en el anillo gaseiforme del mal íntegro, del mal sensible que prolifera en su pertinaz conjunción con los sentidos. Porque la voz del mal penetra en los oídos y engendra el mal, la imagen del mal penetra en los ojos y engendra el mal, el contacto del mal posee a las manos y engendra el mal, y hasta el olor y el sabor de sus emanaciones como las de la carroña en el páramo engendran el mal.
Las almas, entretanto, vagando desnudas por el campo de batalla, no las de los muertos, las de los vivos.
Inermes, estériles, pronunciando solo la blasfemia sin fórmula, sin freno, sin límites de su silencio.
Y lentamente, uno por uno, equitativamente, aniquilándose en milenios de giros, en superpuestas capas anulares de tiempo y de perdición. Hasta que, al fin, un día –en medio de la irrevocable noche–, dos solos, únicos, frente a frente, hundan sus aceros con simultánea y certera calma en sus corazones, sabiendo, al fin, concluyente su dolor, que durará sin agonía hasta que llegue para todos los que fueron el día inevitable. Y entonces, ¡ah, si supieran!
FIN
Rosa Chacel. (1898-1994), destacada escritora española de la Generación del 27. Nacida en Valladolid en una familia liberal, forjó una independencia excepcional desde joven. Su refinada educación literaria, profundizada por ser sobrina nieta de José Zorrilla, se desarrolló bajo la tutela de su madre, Rosa-Cruz Arimón, quien la instruyó en casa debido a su frágil salud.
La mudanza a Madrid en 1908 fue un punto de inflexión. En 1915, Chacel ingresó a la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, explorando la escultura. Encuentros con figuras como Ramón María del Valle-Inclán y su futura pareja, el pintor Timoteo Pérez Rubio, la conectaron con las esferas intelectuales y artísticas. Su casamiento en 1921 y los viajes por Europa influenciaron sus perspectivas.
Chacel emergió como un faro literario en la bohemia madrileña de los años 20. Mientras contribuía a publicaciones como "Ultra" y "La Gaceta Literaria", cultivó amistades con luminarias como José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno y Juan Ramón Jiménez. La guerra civil la halló en Madrid, donde no solo fue escritora, sino también enfermera y colaboradora de causas progresistas.
El exilio tras la guerra la llevó a diversas geografías, impactando su producción literaria. Su estancia en Buenos Aires resultó en la novela "La sinrazón" (1960), destacada por su riqueza narrativa. Un hito fue su beca en Nueva York (1959-1961), donde interactuó con el Nouveau roman y nutrió su visión modernista. Su regreso a España con la democracia permitió la revalorización de su obra, reflejada en trabajos como "Barrio de Maravillas" (1976).
Rosa Chacel, una pluma que desafió convenciones y deslumbró con su versatilidad, dejando un legado literario imperecedero.