La tragedia de la mina de carbón de Nueva York

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Hay un hombre que, desde hace más de diez años, tiene la costumbre, bastante extraña, de encaminar sus pasos hacia el zoológico cada vez que hay un tifón o llueve torrencialmente. Es un amigo mío. Vive a unos quince minutos a pie del zoológico.

Cuando un tifón azota la ciudad, y mientras el común de los mortales va cerrando, uno tras otro, los postigos de las ventanas y corre a aprovisionarse de agua mineral y comprueba el estado de transistores y linternas, mi amigo se enfunda en una capellina impermeable suministrada por el ejército americano durante la guerra del Vietnam, se embute unas latas de cerveza en los bolsillos y se dirige al zoológico. Por ello, cuando hay un tifón, siempre se toma el día de fiesta.

Con un poco de mala suerte se encuentra con las puertas cerradas.

CERRADO POR MAL TIEMPO.

Lo que, bien mirado, no es una excusa baladí. ¿A quién diablos le va a apetecer contemplar jirafas y cebras en una tarde semejante?

Él lo acepta de buena gana, se sienta en una de las ardillas de piedra que flanquean la entrada, se bebe la cerveza que lleva en los bolsillos, ya un poco tibia, y se vuelve a casa.

Con un poco de buena suerte, la puerta está abierta.

Entonces compra la entrada, accede al recinto y, uno tras otro, va mirando con atención los animales mientras se fuma trabajosamente un cigarrillo empapado por la lluvia. El zoológico está desierto. Los animales permanecen dentro de sus guaridas. Contemplan la lluvia por las ventanas con mirada distraída y cara de pasmo, o brincan excitados al viento, o están intimidados ante el brusco cambio de la presión atmosférica, o irritados.

La primera cerveza se la bebe siempre sentado ante la jaula del tigre de Bengala (que es el que más irritado se manifiesta a causa del vendaval) y, a continuación, se toma la segunda cerveza frente al recinto del gorila. El gorila muestra una gran indiferencia ante el tifón. Parece intrigarle mucho más la figura que tiene delante. El gorila siempre lanza miradas compasivas al hombre medio pez que se está tomando una cerveza sentado sobre el suelo de cemento. «La situación me recuerda a dos desconocidos atrapados en un ascensor averiado», me dijo él en cierta ocasión.

Sin embargo, dejando aparte lo de las tardes de tormenta, es un hombre de lo más normal. Trabaja en una empresa de origen extranjero, pequeña y poco conocida, pero de ambiente laboral agradable, que se dedica al comercio exterior; vive en un pequeño y pulcro apartamento y, cada medio año, cambia de novia. Desconozco las razones que le impulsan a cambiar de novia con tanta regularidad. Pero todas sus novias son tan similares que parecen hechas por división celular. Al menos yo no soy capaz de distinguir una de otra.

No sé por qué razón la mayoría de la gente piensa que es un hombre anodino y algo lerdo, pero eso a él le trae sin cuidado. Tiene un coche de segunda mano en bastante buen estado, las obras completas de Balzac, un traje negro idóneo para asistir a entierros, una corbata también negra y un par de zapatos negros de piel.

Cuando muere alguien y debo asistir a un funeral, lo llamo a él. Para pedirle el traje, la corbata y los zapatos. Tanto el traje como los zapatos me van, los dos, una talla y un número grandes, pero en una ocasión así el atildamiento está fuera de lugar.

—Lo siento mucho —le digo yo siempre—. Pero tengo otro entierro.

—¡Bah! No te preocupes. Supongo que te correrá prisa. Puedes venir a recogerlo cuando quieras —contesta él siempre. Y cuando llego me encuentro, dispuestos sobre la mesa, el traje bien planchado, la corbata, los zapatos relucientes, y la nevera la tiene llena de cerveza de importación puesta a refrescar. Todo preparado, listo para que se use de inmediato. Él es así. Sin duda, únicamente una persona así se tomaría la molestia de cambiar de novia cada medio año.

—Por cierto, hace poco vi un gato en el zoológico —me dijo el otro día abriendo una cerveza.

—¿Un gato?

—Sí. Ocurrió hace unas dos semanas, cuando fui a Hokkaido de viaje de negocios. Me metí en un zoológico que había cerca del hotel y me topé con una pequeña jaula de la que colgaba un cartel donde ponía GATO, y un gato durmiendo dentro.

—¿Qué tipo de gato?

—Un gato normal y corriente. De esos que te encuentras en todas partes. A rayas marrones, con el rabo corto, gordo a reventar. Imagínate, todo el día tumbado, durmiendo.

—¡Ah! Entonces, seguro que en Hokkaido apenas se deben de ver gatos —deduje.

—¿Bromeas? —dijo él boquiabierto—. ¡Cómo no va a haber gatos en Hokkaido! Gatos los hay en todas partes.

—Vale, pero si lo formulas al revés, ¿por qué no puede haber gatos en los zoológicos? También ellos son animales, ¿no?

—Es la costumbre. Los gatos y los perros son animales de lo más corriente. Nadie se molestaría en ir expresamente al zoológico a ver un gato o un perro. Para eso basta con echar un vistazo a tu alrededor —dijo él—. Pasa como con las personas.

Después de bebernos media docena de cervezas entre los dos, metió cuidadosamente en una gran bolsa de papel, de unos grandes almacenes, el traje envuelto en una funda de plástico, la corbata y la caja de zapatos.

—Siento andar pidiéndotelo siempre —le dije—. Tendría que comprarme uno, pero nunca encuentro el momento. Al comprarte un traje de luto, no sé, parece que se te vaya a morir alguien.

—No te preocupes. Total, yo no lo necesito. Incluso es posible que el traje prefiera que lo lleve alguien a estar colgado de la percha como un inútil —dijo.

Él mismo, desde que lo había adquirido, tres años atrás, no se lo había puesto nunca.

—Mírame a mí. Desde que lo tengo, no se me ha muerto nadie —comentó.

—Sí, estas cosas pasan —dije yo.

—¡Y tanto que sí! —exclamó.

Para mí, en cambio, aquél había sido un año de funerales. A mi alrededor, mis amigos y los que habían sido mis amigos se habían ido muriendo uno tras otro. Un cuadro parecido a un campo de maíz azotado por la sequía del verano. Yo tenía veintiocho años.

Mis amigos también contaban, más o menos, con la misma edad. Veintisiete, veintiocho, veintinueve años… Una edad poco adecuada para morir. Los poetas mueren a los veintiún años, los revolucionarios y las estrellas del rock, a los veinticuatro. Una vez superada esa edad parece que, de momento, estés a salvo. Como mínimo, eso es lo que presupone la mayoría de la gente. Ya has dejado atrás la legendaria curva fatídica, ya has cruzado el túnel lúgubre y oscuro. Tienes por delante una recta autopista de seis carriles por la que (aunque no te apetezca demasiado) puedes volar hacia tu destino. Te cortas el pelo, te afeitas todas las mañanas. Ya no eres poeta, ni revolucionario, ni estrella del rock. Ya no duermes la borrachera dentro de una cabina telefónica, ni bebes hasta perder el sentido, ni escuchas ningún LP de los Doors a todo volumen a las cuatro de la madrugada. Has suscrito un seguro de vida por conveniencia, has empezado a beber en los bares de los hoteles, desgravas de los impuestos la factura del dentista. Porque tú ya tienes veintiocho años.

Fue justo entonces cuando empezó aquella inesperada masacre. Que se podría calificar, incluso, de ataque sorpresa.

Un apacible día de primavera nos hallábamos bajo los tibios rayos del sol, justo en el momento de cambiarnos de ropa. Se produjo un pequeño revuelo: las tallas no coincidían, las mangas estaban vueltas del revés, alguno embutía la pierna derecha en la pernera de un pantalón real mientras intentaba introducir la izquierda en la de un pantalón irreal.

La carnicería se inició con una extraña detonación.

Como si alguien hubiera emplazado una ametralladora metafísica en lo alto de una colina metafísica y ahora nos estuviera inundando de balas metafísicas.

Pero, en definitiva, la muerte no es más que la muerte. En otras palabras, salga de un sombrero o de un campo de trigo, un conejo no es más que un conejo. Un horno caliente no es más que un horno caliente y la negra humareda que se alza por una chimenea no es más que la negra humareda que se alza por una chimenea.

El primero en franquear el negro abismo que se abre entre lo real y lo irreal (o entre lo irreal y lo real) fue un amigo de mi época universitaria que trabajaba como profesor de inglés. Se había casado hacía tres años y su mujer había ido a casa de sus padres, a Shikoku, a dar a luz.

Un domingo por la tarde, muy cálido para ser enero, compró en la ferretería de unos grandes almacenes una navaja de afeitar alemana capaz de sajarle la oreja a un elefante, y dos botes de espuma de afeitar, volvió a casa y puso el agua del baño a calentar. Luego sacó hielo de la nevera y, tras vaciar una botella de whisky, se cortó sin más las venas de la muñeca dentro de la bañera y murió. Su madre encontró el cadáver dos días después. Y la policía sacó muchas fotografías del lugar de los hechos. Con la sangre, la bañera había tomado el color del zumo de tomate. El parte oficial de la policía fue: «Suicidio». La casa estaba cerrada con llave y, ante todo, había sido el propio muerto quien había comprado la navaja aquel mismo día. Sin embargo, nadie alcanzó a comprender qué le habría impulsado a comprar espuma de afeitar (y encima dos botes), que evidentemente no iba a poder gastar.

Quizá no se acabara de hacer a la idea de que, unas cuantas horas después, estaría muerto. O quizá temiese que el dependiente adivinara su intención de suicidarse.

No dejó ninguna carta, no garabateó ninguna nota. Nada. Sobre la mesa de la cocina sólo quedaban un vaso, una botella de whisky vacía, un recipiente para el hielo y, además, los dos botes de espuma de afeitar. Probablemente, mientras se tomaba un Haig con hielo tras otro esperando a que se calentara el agua del baño no despegó los ojos de la espuma de afeitar de encima de la mesa. Y tal vez pensara lo siguiente: «Ya no tendré que afeitarme nunca más».

La muerte a una edad tan temprana como los veintiocho años es tan triste como la lluvia de invierno.

Durante los doce meses siguientes murieron cuatro amigos más.

Uno murió en marzo, en un accidente en los yacimientos petrolíferos de Arabia Saudí, o Kuwait, y en junio murieron dos más. Uno de un fallo cardiaco, otro en un accidente de tráfico. Tras una época de calma que se extendió de julio a noviembre, a mediados de diciembre murió la última amiga, también en un accidente de tráfico.

Exceptuando al amigo que se suicidó, todos tuvieron una muerte repentina, ninguno fue consciente de que se acercaba su hora. Como si hubieran estado subiendo una escalera que conocían de memoria y, de repente, les hubiera fallado un peldaño y se hubiesen precipitado al vacío.

—¿Me extiendes el futón, por favor? —le pidió a su mujer el amigo que murió en junio de un fallo cardiaco.

Sucedió a las once de la mañana. Era diseñador de muebles. Se había levantado a las nueve y, tras trabajar un poco en su estudio, había dicho que tenía mucho sueño y se había ido a la cocina a prepararse un café. Pero el café no había logrado disipar el sopor que sentía.

—Voy a echar una cabezada —dijo—. No sé, es que siento una especie de cric-crac en la parte posterior de la cabeza.

Fueron sus últimas palabras. «No sé, es que siento una especie de cric-crac en la parte posterior de la cabeza». Se escurrió dentro del futón, se durmió y ya no volvió a despertar jamás.

La persona que murió en diciembre fue la más joven de los fallecidos durante aquel año y, a la vez, la única mujer. Tenía veinticuatro años. Veinticuatro años: la edad en la que mueren los revolucionarios y las estrellas del rock. Una de las frías tardes de lluvia que precedió a la Navidad, mi amiga halló la muerte por aplastamiento en el trágico (y a la vez extremadamente cotidiano) espacio que se abría entre un camión de transporte de una fábrica de cerveza y un poste de la luz de hormigón.

Varios días después del último funeral, con el traje recién retirado de la tintorería y una botella de whisky de agradecimiento en los brazos, fui a visitar al dueño del traje.

—Muchas gracias. Me has sacado de un apuro. Como siempre, vamos —dije.

Tal como era de prever, la nevera estaba repleta de cerveza puesta a refrescar y el confortable sofá olía levemente a rayos de sol. Sobre la mesa, un cenicero recién lavado y una maceta con una ponsetia.

Tomó el traje envuelto en plástico y lo guardó cuidadosamente dentro de la cómoda con ademán de estar devolviendo un osezno que acaba de hibernar a su osera.

—Espero que el traje no huela a entierro —dije.

—Qué más da. Está para eso. Lo que importa no es el traje, sino lo que hay dentro.

—Sí, claro —repuse.

—Vamos, que tú este año has ido de funeral en funeral —dijo alargando las piernas hacia el sofá que tenía enfrente y sirviéndose cerveza en un vaso—. ¿Cuántos han muerto en total?

—Cinco —contesté y le mostré la mano derecha con los dedos extendidos—. Pero, en todo caso, supongo que ya habrá terminado la racha.

—¿Tú crees?

—Sí. Ya ha muerto demasiada gente.

—¡Vaya! Parece la Maldición de la Pirámide —dijo—. Leí la historia. La maldición continúa mientras no haya muerto un número determinado de gente. O hasta que una estrella roja cruce el firmamento y las sombras de la luna eclipsen el sol.

Cuando nos terminamos la media docena de cervezas la emprendimos con el whisky. Los rayos del sol de aquella tarde invernal se deslizaban oblicuos hacia el interior de la estancia.

—Últimamente te veo un poco triste —dijo.

—¿Ah, sí? Es posible —dije.

—Seguro que por la noche le das demasiadas vueltas a las cosas —dijo—. Yo, de noche, dejo de pensar.

—¿Y cómo lo logras?

—Cuando parece que voy a deprimirme, empiezo a hacer la limpieza sin pensar en nada. Aunque sean, por ejemplo, las dos o las tres de la madrugada, lavo todos los platos sin dejarme uno, limpio el horno, paso un paño por el suelo de la casa, blanqueo los trapos, ordeno los cajones, plancho todas las camisas del armario —me contaba removiendo el hielo del vaso con la punta de un dedo—. Y, una vez que estoy agotado, me tomo una copa, sólo una, y me duermo. Muy sencillo. Por la mañana, cuando, al levantarme, me pongo los calcetines, ya lo he olvidado todo. Ni siquiera recuerdo en qué estaba pensando.

Repasé el interior de la habitación con los ojos. Estaba muy limpia y ordenada, tan pulcra como de costumbre.

—A las tres de la madrugada, a todo el mundo le vienen a la cabeza muchas cosas. Pensamos en esto y en lo de más allá. A todos nos ocurre lo mismo. Y todos debemos encontrar nuestro propio método para evitarlo.

—Sí, tal vez —admití.

—A las tres de la mañana, también los animales piensan, ¿sabes? —me lo dijo como si se le hubiera ocurrido de repente—. ¿Has ido alguna vez al zoo a medianoche?

—No —le respondí distraído—. No, claro que no.

—Yo fui una vez. Conozco a un hombre que trabaja en el zoológico y, una vez que tenía turno de noche, le insistí mucho para que me llevara. Es que no se puede, ¿sabes? —dijo él agitando el vaso—. Fue una experiencia realmente extraña. Es imposible explicarlo con palabras, pero me dio la sensación de que la tierra se abría en silencio y de que algo salía reptando de su interior. Y que esa cosa invisible que se había escurrido hacia fuera vagaba libremente por la oscuridad de la noche. Era algo parecido a una masa de aire helado. Yo no lo veía. Pero los animales lo sentían. Y yo sentía lo que los animales sentían. Porque, en definitiva, la faz de la tierra que nosotros pisamos conduce al mismo centro del globo terráqueo, y éste, a su vez, ha absorbido una cantidad asombrosa de tiempo.

Yo permanecía en silencio.

—No pienso volver jamás a un zoológico a medianoche.

—¿Es mejor con los tifones?

—Sí —dijo—. Muchísimo mejor

Sonó el teléfono. Él contestó en su habitación. Al parecer era una de las interminables llamadas clónicas de una de las novias clónicas. Yo quería decirle que me iba a casa, pero pasaban los minutos y él no volvía. Me resigné a poner la televisión. Era un televisor en color de veintisiete pulgadas y sólo con rozar un botón del mando a distancia que había al alcance de la mano cambiaba de canal sin ruido. Gracias a sus seis altavoces, el sonido era excelente. Nunca había visto un televisor tan fabuloso.

Tras cambiar de canal dos veces, siguiendo los botones de arriba abajo, decidí ver las noticias. Un incidente fronterizo, un edificio en llamas, valuación y devaluación de la moneda. Restricciones en la importación de automóviles, un campeonato de invierno de natación, el suicidio de una familia. Me dio la impresión de que cada uno de esos sucesos estaba ligado al otro, como los alumnos de una fotografía donde aparecen posando de pie el día de su graduación en el instituto.

—¿Algo interesante en las noticias? —me preguntó él al volver.

—¡Uf! —le respondí.

—¿Ves mucho la tele?

Sacudí la cabeza.

—No tengo televisor.

—La televisión tiene, como mínimo, un punto positivo —dijo él tras reflexionar unos instantes—. La puedes apagar cuando quieres. Y, aunque lo hagas, nadie va a quejarse.

Él tomó el mando a distancia y pulsó el botón de off. Al instante se borró la imagen de la pantalla. La habitación quedó en silencio. Al otro lado de la ventana empezaban a brillar las luces de los edificios.

Durante unos cinco minutos, estuvimos tomando whisky sin hablar de nada en concreto. El teléfono sonó de nuevo, pero esta vez él lo ignoró. Cuando dejó de sonar, pulsó de nuevo el botón de on. La imagen volvió a la pantalla de inmediato y se oyó al comentarista explicar las últimas fluctuaciones del precio del petróleo mientras señalaba con un puntero las curvas del gráfico que se encontraba a sus espaldas.

—¿Ves? Ese hombre ni siquiera se ha enterado de que hemos tenido la tele apagada cinco minutos.

—Sí, es cierto —admití.

—¿Y sabes por qué?

Me daba pereza pensar, así que sacudí la cabeza.

—Porque en el instante en que la apagas una de las dos partes deja de existir. O nosotros o el hombre, no importa cuál. En cualquier caso, basta con rozar el botón para que se corte o se inicie la comunicación. Es muy cómodo.

—Pues sí. También se puede ver de esta forma —dije.

—Hay miles de maneras de ver las cosas. En la India crecen las palmeras. En Venezuela arrojan a los presos políticos desde los helicópteros —dijo él y volvió a apagar la televisión—. No quiero hablar de la gente. Pero en este mundo también hay muertes que no acaban en un funeral. También hay muertes que no huelen.

Asentí en silencio. Me daba la impresión de entender lo que quería decirme. Pero, a la vez, de no comprenderlo en absoluto. Estaba cansado, algo confuso. Permanecí unos instantes acariciando las verdes hojas de la ponsetia con las yemas de los dedos.

—¿Sabes? Tengo una botella de champán —dijo él con expresión seria—. La traje de Francia de mi último viaje de negocios. No entiendo gran cosa de champán, pero éste tiene que valer mucho la pena. ¿Nos lo bebemos? Después de tantos entierros, te lo mereces.

—¿No lo tenías reservado para tomártelo con alguna chica en Nochebuena? —le pregunté.

Él trajo la botella de champán fría, dos copas limpias, lo depositó todo en silencio sobre la mesa. Esbozó una sonrisa terriblemente irónica.

—El champán no sirve para nada. Lo único que cuenta es el momento de descorchar la botella.

—¡Ah, ya! —dije admirado.

La descorchamos, hablamos del zoológico de París y de sus animales. Era un champán realmente superior.

A finales de año hubo una fiesta. Se celebraba todas las Nocheviejas en un local de Roppongi alquilado para la ocasión. Un piano trio amenizaba la velada, la comida y la bebida eran excelentes. Si te topabas con algún conocido, charlabas un rato. Había algunas razones (todas ellas relacionadas con mi trabajo) que me obligaban todos los años a acudir. A mí no me gustan las fiestas, pero aquélla era bastante fácil de sobrellevar. En Nochevieja yo no tenía otra cosa que hacer y, además, bastaba con que te sentaras solo en un rincón y escucharas tranquilamente la música tomándote una copa. No había ningún pesado, nadie se empeñaba en presentarte a nadie, no cabía la posibilidad de encontrarte atrapado en largas disquisiciones de media hora sobre cómo la dieta vegetariana puede llegar a curar el cáncer.

Sin embargo, esta vez me presentaron a una mujer. Tras intercambiar unas palabras con ella, intenté retirarme a mi rincón como tenía por costumbre. Pero ella, con el vaso de whisky con agua en la mano, me siguió.

—Le he pedido yo que nos presentara —dijo ella afablemente.

No era una belleza de esas que te hacen volver la cabeza a su paso, pero era simpatiquísima. Llevaba con donaire un vestido de seda azul muy caro. Debía de tener unos treinta y dos años. De habérselo propuesto, habría podido quitarse con toda tranquilidad algunos años, pero no parecía considerarlo necesario. Lucía tres anillos en total y sus labios esbozaban una sonrisa pálida como un atardecer brumoso.

—¿Sabes? Eres idéntico a alguien que conozco —dijo ella—. La fisonomía de la cara, la figura, tenéis un aire idéntico, la misma manera de hablar. Es increíble lo mucho que os parecéis. Te he estado observando desde que has llegado.

—Si tan iguales somos, me gustaría conocerlo —dije. Eso es cuanto se me ocurrió decir.

—¿De veras?

—Pues, sí. Me gustaría saber qué se siente al conocer a alguien que es idéntico a ti.

Su sonrisa se acentuó por un instante y luego volvió a suavizarse.

—Ya no es posible —replicó ella—. Murió hace cinco años. A la misma edad que debes de tener tú ahora.

—¿Ah, sí? —dije.

—Lo maté yo.

El piano trio finalizó su segunda interpretación y unos distraídos aplausos estallaron en torno a nosotros.

—¿Te gusta la música? —me preguntó ella.

—Si se trata de buena música en un mundo bueno, sí.

—En un mundo bueno no hay buena música —dijo ella como si me revelara un gran secreto—. En un mundo bueno, el aire no vibra.

—¡Ah, claro! —exclamé. No había otra respuesta posible.

—¿Has visto aquella película en la que Warren Beatty toca el piano en un night club?

—Pues no.

—Elizabeth Taylor es una clienta, una mujer muy pobre, miserable.

—¡Ah!

—Y Warren Beatty le pregunta a Elizabeth Taylor si hay alguna canción que ella quiera escuchar.

—¿Y entonces? —le pregunté—. ¿Le pide Elizabeth Taylor que toque alguna canción?

—No me acuerdo. Es una película muy vieja —dijo ella y se tomó un trago de whisky haciendo refulgir sus anillos—. Pero yo lo odio, ¿sabes? Lo de ir pidiendo canciones. Me deprime. Me pasa como con los libros que saco de la biblioteca. Una vez los empiezo, ya sé cómo terminan.

Ella se puso un cigarrillo entre los labios, yo se lo encendí con una cerilla.

—Por cierto —dijo ella—. Estábamos hablando del hombre que se parecía a ti.

—¿Cómo lo mataste?

—Lo arrojé dentro de una colmena.

—Es mentira, supongo.

—Lo es —dijo ella.

En vez de soltar un suspiro, tomé un trago de whisky. El hielo se había fundido por completo y el whisky apenas tenía sabor.

—Claro que, en términos legales, no se trató de un asesinato —dijo ella—. Tampoco se puede considerar un asesinato si lo miramos desde un punto de vista moral.

—O sea, que no fue asesinato, ni legal ni moralmente hablando. —Aquello no me interesaba especialmente, pero hice el sumario de lo mencionado hasta el momento—. Pero tú mataste a alguien.

—Exacto —dijo ella asintiendo divertida—. A alguien que se parecía a ti.

Al otro lado de la estancia, alguien estalló en carcajadas. Quienes lo rodeaban rieron a coro. Se oyó un entrechocar de vasos. El sonido era lejano, pero increíblemente nítido. No sé por qué, pero el corazón empezó a latirme con furia. Se me dilataba, oscilaba de arriba abajo. Sentí como si estuviera andando por una superficie que flotase por encima del agua.

—No tardé más de cinco minutos —dijo—. En matarlo. —Siguió un silencio. Ella parecía deleitarse en la reacción de él—. ¿Has pensado alguna vez en la libertad?

—Pienso a veces —dije yo—. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿Sabrías dibujar una margarita?

—Probablemente… ¡Caramba! Esto parece un test de personalidad.

—Casi, casi —dijo ella riendo.

—¿Y qué? ¿Lo he pasado?

—Sí —respondió ella—. Tranquilo. No te preocupes. Seguro que llegas a viejo. Tengo esa intuición.

—Muchas gracias —dije.

El conjunto de música empezó a tocar Auld Lang Syne, la hora del adiós.

—Las once cincuenta y cinco —dijo ella tras echar una ojeada al reloj de oro que llevaba colgado de una cadena—. Me encanta Auld Lang Syne. ¿Y a ti?

—Yo prefiero Home on the Range. Salen ciervos y búfalos.

Ella sonrió una vez más.

—Parece que te gustan los animales.

—Sí, los animales me gustan —dije. Y de repente me acordé de mi amigo amante de los zoológicos y del traje de los funerales.

—Me ha encantado hablar contigo. Adiós —se despidió.

—Adiós —dije yo.

Apagaron las linternas de un soplo para economizar oxígeno y de pronto se hallaron sumidos en una oscuridad negra como la tinta. Nadie hablaba. Sólo se oía el resonar de las gotas de agua que caían del techo a intervalos de cinco segundos.

—¡Respirad lo menos posible! ¡Queda muy poco aire!

Lo dijo el minero más viejo. Fue un murmullo casi imperceptible, pero la placa de roca del techo chirrió levemente. En las tinieblas, los mineros se apretujaron los unos contra los otros, aguzaron el oído esperando oír un único sonido. El sonido de la piqueta. El sonido de la vida.

Llevaban largas horas esperándolo. Las tinieblas habían ido borrando poco a poco el sentido de la realidad. Todo parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás en un mundo lejano. O quizás estuviera a punto de ocurrir en el futuro en un mundo remoto.

«¡Respirad lo menos posible! ¡Queda muy poco aire!».

Fuera seguían excavando, por supuesto. Era como una escena de película.

Fin

Haruki Murakami. Es uno de los escritores japoneses más conocidos de la actualidad, tanto en su país como fuera de él. Su generación de escritores fue influenciada por la literatura contemporánea norteamericana. Él mismo ha traducido a Tobias Wolff, Francis Scott Fitzgerald, John Irving o Raymond Carver, a los que considera indudables maestros.

Murakami nació en Kioto pero se crio en Kobe, sus padre eran profesores de literatura japonesa por lo que de ahí vino su interés por ella. Influenciado por la cultura occidental tanto en la literatura como en la música, son esas influencias las que lo diferencian de otros autores japoneses.

Estudió literatura y griego en la Universidad de Waseda (Sodai), donde conoció a su esposa Yoko. Su primer negocio fue un bar de jazz llamado "Peter Cat", una muestra de su gran amor por la música, uno de los grandes y necesarios referentes a lo largo de toda su obra.

Tokio Blues fue la primera de sus obras que despuntó y su fama le convirtió en una verdadera estrella en Japón. Tras pasar una larga temporada en Estados Unidos en la que escribió sus siguientes obras, Al sur de la frontera, al oeste del sol (1992) y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1995), Murakami decidió volver a Japón tras el famoso terremoto de Kobe y el atentado terrorista con gas sarín al metro de Tokyo, sucesos sobre los que escribiría posteriormente.

Desde su vuelta a Japón, publicó Sputnik mi amor (1999) y Kafka en la orilla (2002), que le valieron el definitivo espaldarazo internacional y el seguimiento fiel de una verdadera legión de lectores, seguidos por After Dark (2004), 1Q84 (2009) y Los años de peregrinación del chico sin color (2013). Murakami ha sido postulado al Premio Nobel de Literatura gracias a obras monumentales como 1Q84, trilogía que rompió todos los récords de venta en Japón.

Sus obras tienen un marcado toque surreal y de fatalismo, en ellas refleja la soledad y el ansia de encontrar y poseer el amor, crea mundos donde mezcla lo real y lo onírico, la felicidad con la oscuridad, consiguen atraer la curiosidad e inquietud de los lectores. Su carrera literaria no consta solo de novelas, también cuenta con recopilación de relatos, ensayos y cuentos ilustrados.

En 2015, Murakami abrió un consultorio online donde los internautas pudieron preguntarle y pedirle consejo durante varios meses. A partir de esa experiencia, el autor japonés decidió escribir un libro relatando los momentos más interesantes de esa conversación virtual.

Reconocido en todo el mundo, ha sido galardonado con premios como el Noma(1982), el Tanizaki (1985), el Yomiuri (1996), el Franz Kafka (2006) o el Jerusalem Prize (2007). En España, ha recibido la Orden de las Artes y las Letras del Gobierno Español y el Premi Internacional Catalunya 2011.