Humberto Solano nació en el Barrio de Pescadores. Sus primeros años los pasó a la orilla de las cloacas haciendo barquitos, y su juventud, en los billares y en los burdeles de la costa. Pero cuando su padre en una picazón se ahogó allá, como a veinte varas del muelle, se tuvo que poner a trabajar porque se quedó solito con su mamá y Chabelita, que era la hermanita menor. Primero fue pescador, porque en el barrio es el oficio más general. Después se aburrió del lago y se hizo cobrador de un bus urbano y también se cansó, y más, porque lo mareaba el tufo a gasolina y esa paradera a cada rato.
Y cuando la mayoría de edad le llegó, llena de sudor y de trabajo, ya no iba a los burdeles ni a las cantinas de la costa, y todo lo que ganaba se lo daba a su mamá y entre todos se ayudaban a vivir. Después se hizo celador nocturno de una casa de comercio en Managua. Le gustaba el trabajo porque amaba los rótulos luminosos que se dejaban caer desde arriba letra por letra, y cuando parecía que se iban a hacer cuechos en el suelo, se detenían y volvían a apagarse para volver a empezar. Las calles vacías le gustaban también porque eran tristes, y solo se oían los rastrillazos de los barredores acumulando basura en las esquinas. Cuando le aburría el silencio se ponía a silbar, y cuando se aburría de silbar se ponía a caminar de esquina a esquina y de vez en cuando contaba sus propios pasos.
Rosa Solano, la madre de Humberto Solano, era una mujer que había pasado su vida repartida en dos partes: la primera en El Sauce, donde nació, y la segunda en el barrio, desde que se juntó con el difunto José María Larios, que se la trajo en tren desde su casa. Desde entonces, su vida había estado frente al lago: su casita, su marido y sus hijos. Casi todos los almuerzos de la familia eran guineos, arroz y frijoles. Cuando las inundaciones, la Cruz Roja les dio a comer sardinas enlatadas, pero no le gustaron porque hedían. Desde que José María Larios se murió se había vuelto triste, como uno de esos pájaros que se quedan debajo de la lluvia a la orilla de la costa. Pasaba todo el día en el aplanchador, porque aplanchando se ayudaba para vivir, o más bien de eso vivía. Y cuando el hijo volvía del trabajo no le besaba la frente. Ignoraba la mujer esa costumbre burguesa. Pero sí quería a su hijo desde adentro. Veintitantos años de tenerle amor.
Humberto Solano vivía ya en la civilización. Conocía de carros, rótulos luminosos, portones mecánicos, roconolas, periódicos, bodegas de almacén, trenes de aseo y cigarros mentolados. Su incorporación a la luminosa ciudad se había realizado con el amor que se va adquiriendo sin saberse cómo. Se sentía feliz en este mundo semimecanizado que para él estaba naciendo. Los billares y los burdeles de la costa le eran ya cosa olvidada y apenas iba a las roconolas porque de todos modos eran parte de su descubrimiento.
La madre de Humberto Solano era una mujer sencilla. Raras veces salía del barrio y ni siquiera conocía el cine. No leía periódicos ni oía radio ni roconolas. Nada más le importaba su trabajo, sus hijos y tener qué comer. La Chabelita iba a la escuela solo porque había una cerca y como ya tenía doce años por lo menos debería aprender a leer. Pero la mujer despreciaba toda esa civilización. Para ella su vida estaba enfrente del lago. Ese enorme lago donde confluían todas las cloacas de la tremenda y trepidante civilización.
A Humberto Solano la ciudad le era ya inevitable, es más, la amaba con toda la puerilidad del primer amor que se le pegó en tantas cosas: el asfalto, los claxon, los policías en las esquinas, los semáforos más arriba. Le gustaba de noche y de día. Mientras más de cerca sentía aquellas calles asfaltadas que le lamían el alma, su deseo por el lago y su casa se iba perdiendo inevitablemente. Después de celador, se hizo chofer de un bus rural. Y como sus viajes eran a Tipitapa, al pasar por el aeropuerto, los aviones que dormían en la pista al atardecer le llenaban de alegría como si sintiera que algún día podría volar y ver la ciudad desde arriba, en toda su completa desnudez. Casa por casa, calle por calle.
Y cuando Humberto Solano se hizo buen chofer, le dieron a manejar el carro de un ministro y se olvidó de su barrio de pescadores, de su lago, de su mamá y de la Chabelita. Se consiguió una mujer del centro, y nunca volvió a la costa porque estaba incorporado ya a su civilización.
El 30 de mayo, Humberto Solano se fue a una librería y compró una gran tarjeta perfumada para su madre.
—Para que no diga que no me acuerdo de ella.
A las doce del día, el cartero tuvo que ir hasta la casita a dejar la tarjeta. Se la dio a la Chabelita.
—Mamá, mamá, aquí trajieron una carta.
La mujer puso una plancha en el fuego y no volvió a ver.
—A mí nadie me escribe. No debe ser aquí.
La Chabelita se arrimó a su mamá y volvió a leer el sobre.
—Cómo no mamá, aquí dice «DOÑA ROSA SOLANO».
La mujer agarró una camisa del motete y la pringó de agua.
—Abrila, pues.
La Chabelita abrió el sobre amorosamente.
—Güele, mamá.
La mujer tanteó una plancha con el dedo.
—Leela. Yo no puedo.
La Chabelita se arrimó al fuego y empezó a leer.
«QUE EN ESTE DÍA LAS CAMPANAS DE LA FELICIDAD TENGAN DULCES TAÑIDOS PARA USTED». Eso estaba en letra de imprenta. «Su hijo, Humberto Solano». Eso estaba a mano y con borrones, como el sobre.
La mujer pasó la plancha por toda la manga y la repasó tres veces en el puño. Se acercó al fuego después y todas sus arrugas aparecieron detalladamente.
La Chabelita olió otra vez la tarjeta y respiró profundo, con placer.
La mujer asentó duro la plancha. Levantó la camisa para verle los quiebres y con la camisa también levantó su voz.
—Con eso no se come.
Se volteó y atizó el fuego.
—Ni con veinte desos papeles comemos.
Afuera, el lago se meneaba como una tremenda ala azul y sus plumas se revolcaban en la arena. Desde arriba, la civilización caía en el lago por todas sus cloacas.
Fin