La mujer que mató

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Era Veuve Clicquot del 1913, un vino real verdaderamente maravilloso.

—A nuestra anfitriona —murmuré—. A la mujer más hermosa de Londres.

—La última vez que la vi —dijo el hombre del ojo de cristal—, lady Westford acababa de matar a su marido de una cuchillada.

La observación me pareció de mal gusto, de manera que mantuve mi reserva mientras contemplaba las doradas burbujas.

—Claro está que no lo habría mencionado —prosiguió el hombre— de no haber escrito usted ese artículo justificando el asesinato.

—Desde el punto de vista de ciertas circunstancias —repuse fríamente.

—Sí, pero ¿quién habrá de determinarlas? —Se pasó su pecosa y fea mano por el rostro. Jamás me han agradado los hombres bajos, rubicundos y pelirrojos, y me pregunté qué demontre estaba haciendo precisamente él en Westford House la noche del baile.

Por desgracia estábamos solos en la biblioteca, pero yo podía oír los acordes de la orquesta que me habían llevado a refugiarme allí. Incluso la compañía de este hombre era preferible a mi compromiso de bailar el último vals con aquella odiosa señora Bellingham. Recuérdenme hablarles algún día de esa dama.

—Hace ahora tres años de ello, y me aliviaría poder comentarlo con alguien —continuó el hombre del ojo de cristal-. Después me sentiría más sosegado, ¿comprende? Y le advierto que no la censuro.

Miré mi reloj ostensiblemente. Pero podía haberme evitado esa molestia. Los hombres rubicundos son siempre invulnerables.

—No se preocupe de la hora —dijp él—, pues de aquí no se marcha usted hasta haberme oído. ¿Estuvo alguna vez en Borneo del Norte?

—Ciertamente no.

—¡Ah!

Me eché atrás mientras él tragaba el champaña ruidosamente, como un perro bebiendo agua.

—Es un país extraño —dijo secándose los labios—, un mal país donde abundan los cazadores de cabezas, las sanguijuelas y los diamantes. Cosas malas.

Difícilmente clasificaría yo los diamantes entre las…

—La peor de todas. Las otras todavía tienen alguna excusa; los diamantes, ninguna.

Yo me he preciado siempre de saber enfrentarme con lo inevitable, de modo que acerqué un poco mi silla a la de él.

—Hable. —Dije.

Y he aquí lo que me contó aquel hombre la noche del baile de lady Westford.

***

—Es desagradable encontrarse sin recursos, pero ¡encontrarse sin blanca en Sarawak!… Le ahorraré los detalles. Basta con que le diga que cuando John Langdon me ofreció un empleo como ayudante suyo para ir al norte del país, pensé que el cielo me lo había enviado. Entonces era yo más joven, así que ignoraba que no suele ser precisamente el cielo… Bien, en todo caso se trataba de un gigante con el cuerpo de un atleta griego y el cabello corto y rizado. El tipo que nos mira directamente a los ojos cuando nos habla. Hermoso como el diablo.

—Le daré trabajo —me dijo aquella noche en el bar de Brown—; necesito un capataz.

—¿Dónde? —pregunté.

Langdon apartó a un lado las cortinas de cuentas y apuntó vagamente al aire con su pipa. Todo cuanto pude percibir fue que señalaba las estrellas bajas y rutilantes que brillaban al otro lado del río.

—Allá arriba —dijo—. En los montes Anga Anga.

—¡Dios mío! —murmuré pasándome la mano por la cabeza.

Él sé rió entre dientes al ver mi actitud.

—No le gustan los cazadores de cabezas, ¿eh? Olvídelos, Smith. Los tengo domesticados. ¿Me sigue usted?

—Le sigo —repuse.

A la mañana siguiente partimos para la región norteña.

Diré unas pocas palabras acerca de ese viaje a fin de que usted pueda comprender mejor lo que sucedió más tarde. La primera etapa del mismo transcurrió sin novedad, pues remontamos el Sarawak en canoa, con los porteadores remando y cantando bastante alegremente durante dos días enteros. Luego vino el trecho final, que hicimos a pie. Malos, abominablemente malos esos senderos que atraviesan la selva. Hay que avanzar en fila india y muy juntos para no perdernos de vista unos a otros en la penumbra estancada, con toda una endiablada orquesta profiriendo gritos, silbidos y graznidos sobre nuestras cabezas. Nunca oí tanto alboroto y, al propio tiempo, tanto silencio. El ruido tenía lugar en la copa de los árboles; era obra de los cálaos, loros y wawahs. Abajo uno se sobresaltaba si caía un pétalo de orquídea. Todo era humedad y quietud, y no se veía nada más que hojas verdiazules y, acaso, de cuando en cuando una sombra fugaz y diminuta doquiera una rana voladora pasaba rasando por entre los troncos de los tappan. Sin darse cuenta uno jadeaba como si estuviera encerrado en un ataúd.

Yo había inferido del propio Langdon que éste iba en busca de diamantes en las cumbres de los Anga Anga, donde había vivido medio año. Incluso entonces, en los primeros, días, noté que cuando mencionaba los diamantes tenía un modo de sorberse los labios muy chocante de ver, y que sonreía al igual que un niño ante un escaparate navideño. No, no es propiamente eso. En la sonrisa de un niño en Navidad hay algo cálido.

Recuerdo nuestra última velada antes de llegar a su casa (sí, tenía un recinto cercado en las fuentes del Kapuas). Nos hallábamos comiendo en torno a la hoguera cuando de repente me puso ante mis narices un guijarro de sucio aspecto.

—Mire y adórelo —dijo en voz queda—. Poder y riqueza, la llave del mundo.

—Le regalaré un saco lleno, que hayan sido recogidos en la playa de Brighton.

—¿De veras? —Lo mantuvo en el aire, y tan pronto como la luz de las llamas le dio de lleno, el guijarro proyectó un vivo destello como si el diablo hubiera guiñado un ojo—. Esto es un diamante en bruto —explicó.

Luego, sin otra explicación, permaneció inmóvil con la mirada fija en los montes, donde los tenebrosos picos borraban las estrellas. Y no logré extraerle una palabra más aquella noche.

Cuando a la mañana siguiente llegamos a nuestro punto de destino, experimenté la mayor sorpresa de mi vida. ¿Choza? Más bien un palacio de bambú. Incluso las ventanas tenían cortinas de hojas de palmera teñidas de rojo y ocres amarillentos, el mismo colorido que usan los dayks cuando están en pie de guerra. Se alzaba en un calvero festoneado por la selva, y más abajo discurría la impetuosa corriente. Pero me olvidé del palacio, e incluso de las cortinas, en cuanto vi lo que nos aguardaba en la puerta.

Era una mujer blanca. ¡Y qué mujer! O, para ser más exacto, ¡qué Chica!

Alta y delgada, tenía ese cabello que poseen los ángeles en los libros infantiles, y unos ojos azules que parecían oscuros debido a la sombra de las largas pestañas. También su cuerpo era muy hermoso, tanto que ni siquiera el vestido de tusor barato que llevaba podía estropearlo.

—Éste es Smith —fue el saludo de Langdon—. Vigilará a los muchachos. Prepárale su habitación. Smith, ésta es mi mujer.

Ella se encogió como si el hombre la hubiera golpeado.

—¿Hay cartas? —inquirió.

—¡Cartas! Quién habría de escribirlas —rió burlonamente su marido—. Pero hay whisky, y tela metálica nueva para las cribas. ¿Lavaste el mineral en la forma que te indiqué?

Mis ojos buscaron los de ella. Jamás una mujer me había mirado con tanta indiferencia.

—Sí —contestó ella—. Unas pocas piedras, ojos de gato y granates en su mayoría. Nada importante.

—Tú espera —dijo él—; tú, simplemente espera.

Y hubo algo de salvaje en su carcajada al darse vuelta para marcharse. Curioso, pero desde aquel instante lo odié.

Bien, no tardé mucho tiempo en descubrir lo que estaba ocurriendo; mi error consistió en pensar que había encontrado la verdadera causa del trastorno.

John Langdon no solamente tenía una encantadora esposa blanca, sino también una estupenda amante indígena, y ambas vivían bajo el mismo techo. ¿Verdad que ella hubiera debido dejarlo? ¿Llamar un taxi y marcharse con equipaje y loro? ¡La selva, hombre, la selva! Una vez al otro lado del río, sin su marido, era mujer muerta. Y no es agradable para ninguna hembra saber que su cabeza adornará la punta de un palo en una aldea dayak. Estaba en una ratonera y lo sabía, como lo sabían también las mujeres indígenas que, una tras otra, se sucedían en el favor de su marido.

Intentó escapar en una ocasión, un mes después de llegar yo, pero los rastreadores de Langdon la trajeron de nuevo a casa, y sólo mi presencia la salvó del látigo de piel de hipopótamo que él retorcía en sus manos. Leyó en mis ojos que le habría descerrajado un tiro.

Al correr de las semanas traté de ganarme la amistad de la mujer. No fue fácil, pues estaba demasiado inmersa en su propia desdicha; pero logré averiguar algunos datos. Procedía de buena familia, se había casado con Langdon a pesar de que él carecía de dinero (pertenecía a ese tipo brutal de hombres que atraen a las mujeres muy femeninas) y le siguió al mismo infierno a fin de hacerse ambos con una fortuna; ya que su marido no sólo conocía Borneo mejor que muchos, sino también algo de los tesoros que un jugador puede ganar: cara, encontrar diamantes; cruz, perder cabeza. Y ya había logrado reunir un buen montón. Un hombre decente hubiera desistido de continuar la aventura por consideración a la mujer; pero no así Langdon. Quería una fortuna, y no pasó mucho tiempo sin que descubriera el modo de obtenerla.

Las tribus locales estaban gobernadas por un jefe, al que llamaban sultán, el cual demasiado ocupado en guerrear con el vecino no nos prestaba mucha atención a nosotros. Por entonces el anciano murió y le sucedió su hijo. El poblado principal distaba unas diez millas, y como diez millas significa una distancia considerable en Borneo, quizás no habríamos visto al nuevo jefe más de lo que vimos a su padre si aquel cerdo salvaje no hubiera llegado, en el curso de una partida de caza, hasta las riberas del Kapuas. En cuestión de un momento pasamos de estar completamente solos en el calvero a tenerlo allí.

Ahora olvídese totalmente de cuanto haya visto en exposiciones fotográficas o en las películas documentales. Esto era la realidad sin artificios.

El jefe indígena no era muy alto, pero sí delgado y flexible como un hermoso felino de la jungla; y salvo por unas cuantas chapas de oro martilleado alrededor de su garganta y un par de cauris, o sea conchas pintadas, colgando de las orejas, iba tan desnudo como el día en que nació. Permanecía allí simplemente mirándonos mientras con las dos manos se apoyaba en una cerbatana de diez pies de largo. Y detrás de él, rojos como cobre bruñido a la encendida luz del sol poniente, alineábanse las filas de sus guerreros.

—¿Entiende usted el batang? —me preguntó Langdon.

—Ni una palabra —dije. Yo lo entendía perfectamente.

Bien, ambos trabaron conversación y empecé a aguzar los oídos. Langdon pretendía algo que el padre del joven jefe había rehusado concederle: permiso para realizar trabajos de excavación en un determinado lugar que llamaban la colina azul, y que, al parecer, era un antiguo cementerio cercano al poblado. Pero el joven jefe no se avenía a razones, y la situación empezaba a tomar mal cariz cuando Celia Langdon salió de la casa.

El salvaje la miró (era la primera mujer blanca que veía) y luego lanzó un gruñido.

Aquel gruñido no me gustó lo más mínimo, así que empecé a limpiarme las uñas, de una manera muy llamativa, con la punta de mi machete de dieciocho pulgadas. No obstante, el salvaje no desvió un ápice sus ojos de la joven.

—¿Quién? —preguntó de repente.

—Mi mujer —dijo Langdon.

El jefe abrió una mano, de suerte que cinco dedos sobresalieron de la cerbatana.

—Por ella —propuso— yo te doy ese número de jóvenes doncellas.

—Los hombres blancos no venden sus mujeres.

—Ofrezco esto entonces. —Abrió la otra mano—. Diez vírgenes.

Langdon soltó una carcajada, y el indígena le dirigió una mirada de soslayo. Acto seguido señaló con un amplio gesto del brazo las montañas y la selva que se extendía a nuestros pies. Fue un ademán simple y majestuoso a la vez el de aquel salvaje desnudo.

—Todo eso es mío —declaró—. Soy el jefe, hijo de jefes, y el jefe no pide. Lo toma. Mira tú bien a mis guerreros.

—Tú no tomas nada mío —articuló Langdon muy quedamente—. Smith, traiga mi rifle.

Corrí a la casa y regresé con un Winchester de repetición, cuyo cerrojo no era precisamente de tipo corriente, y en un santiamén Langdon apuntó a la cabeza del dayak.

—Y ahora escucha tú bien a mis guerreros —dijo. Y disparó dos tiros con tanta rapidez que las detonaciones sonaron simultáneamente.

El jefe se mantuvo firme, pero las dos concitas habían desaparecido de sus orejas.

—Mis guerreros jamás duermen —prosiguió diciendo Langdon—, y son tan numerosos como las estrellas del cielo. ¡Mira!

Con la velocidad del rayo envió cuatro balas en dirección a las plumas de aves selváticas que lucían los que formaban la escolta.

—Mi tubo de fuego no habla como los otros —añadió con una sonrisa feroz al tiempo que golpeaba con la palma de la mano el arma vacía—, sino a miles como yo ordene.

He de concederle que estuvo magnífico.

El salvaje dejó oír un gruñido y, girando sobre sus talones, se internó en la selva.

—¿Qué es esto de la colina azul? —inquirí.

—Creía que no hablaba usted esa jerga —contestó.

—No la hablo, sólo algunas palabras sueltas.

Por un momento quedóse inmóvil mirándome fijamente a la vez que se chupaba los labios.

—Tierra azul —dijo por último—. Esos piojosos han enterrado los restos de sus antepasados en la única arcilla que se encuentra en los Anga Anga.

Incluso yo sabía que esa clase de tierra se traducía en diamantes.

A la tarde siguiente, regresando del río con el equipo encargado del lavado de granates, uno de los muchachos que caminaba con la cabeza baja cuando hubiera debido tenerla vuelta hacia arriba, fue apresado por una gigantesca boa conatrictor. Aunque yo la maté de un tiro, cuando por fin pudimos librar al desdichado de los anillos que lo estrujaban, no le quedaba al muchacho un hueso sano; y con el alboroto que se armó era ya noche cerrada al llegar yo al recinto cercado.

En el calvero se alzaba un enorme tappan, y a medida que me acercaba vislumbré las siluetas de dos hombres estacionados bajo el árbol. Adiviné por la estatura que uno de ellos era John Langdon, y no había recorrido ni tres pasos cuando reconocí al otro gracias al largo y negro bastón, cuya silueta se destacaba contra las estrellas. Era el jefe dayak.

Considero necio al hombre que lucha contra sus instintos, y yo sigo siempre los míos. En aquel preciso momento, con excepción de una cosa, lo que más deseaba en el mundo era saber qué tenían que decirse aquellos dos individuos. La excepción consistía en que no descubrieran que yo andaba cerca.

De suerte que me deslicé tan silenciosamente como una cobra hasta ellos y escuché. ¿Supongo que adivina usted de lo que se trataba? No dudé, sin embargo, de que John Langdon había llevado ventaja cu las negociaciones. Para esta clase de cosas se pintaba solo. Dispondría totalmente de los terrenos del cementerio durante doce lunas, si el jefe lograba sobornar a los cabecillas de su tribu Que distribuyera las diez vírgenes donde pudieran reportar más beneficios (Langdon no las quería, sólo le interesaba la tierra azul), a cambio de lo cual él le entregaría su esposa en cuanto supiera que los Ancianos se mostraban conformes. Pero de eso, él, Langdon, tenía que estar seguro. Fue entonces cuando el salvaje alzó la mano y aun a la luz de las estrellas el objeto que asía relució igual que una cruz labrada en oro.

—¿Qué es esto? —inquirió el blanco.

—Es el cuchillo sagrado que hicieron los dioses antes de hacer las montañas —fue la grave respuesta—. Oro es la empuñadura, muerte la hoja. Cuando yo te envíe esto, devuélvemelo por mano de la mujer de nube. Pues nunca ha ocurrido que un jefe de las montañas rompiera el juramento de las montañas.

Y entonces las dos sombras se esfumaron en direcciones opuestas, y yo me encontré en medio de aquellas tinieblas arrancándome sanguijuelas del cogote, mientras me preguntaba cómo diablos me las compondría para matar al marido de Celia Langdon.

Al día siguiente resintióse mi trabajo a causa de que no me decidía a poner los pies fuera del recinto cercado. ¿Qué hacer? Ambos llevábamos revólveres cargados, pero de tener que enfrentarme con Langdon cara a cara yo era hombre liquidado. Él era el mejor tirador que he conocido en mi vida, y resulta fácil explicar la muerte de un hombre especialmente si se trata de un miserable pecio humano contratado en un bar. Los dayaks, los cocodrilos, las serpientes… En los Anga Anga es la naturaleza quien establece las coartadas.

Desde luego hubiera podido matarle de un balazo por la espalda, pero no tengo ese valor, de modo que al final hice lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias: le hablé a la muchacha. No fue cosa fácil, pues si le hubiera dicho que su marido había concertado entregarla a un salvaje a cambio de una montaña arcillosa, me habría creído a pie juntillas y se habría arrojado al río. Me hubiera creído no porque su marido le fuera infiel, sino porque éste seguía siendo fiel a su religión. Y los diamantes constituían la religión de John Langdon.

Así que me senté sobre la mesa del cuarto de estar y me puse a comer un plátano.

—Los árboles de mayo deben de brotar en Inglaterra aproximadamente por esa época —dije.

Ella no levantó la vista de la prenda que estaba remendando, pero la aguja de coser quedó inmóvil.

—Sí —dijo en voz muy baja.

—Supongo que se irá a la patria dentro de poco —intenté sugerirle.

—No.

—¿Por qué no?

Levantó la cabeza, y un rayo de sol, atravesando la mosquitera de las persianas, puso una pincelada de oro en sus cabellos.

—Moriré aquí —dijo. Estaba sonriendo.

Fue esa sonrisa lo que me decidió. La sonrisa de alguien que estuviera leyendo un anuncio de vacaciones. En un abrir y cerrar de ojos me encontré arrodillado junto a su silla. Se hubiera dicho que iba a declararme.

—No, nada de eso —grité—. Juro por Dios que no será así. ¡La sacaré de aquí aunque para ello tenga que llevarla a hombros hasta Sarawak!

—Es usted muy amable, señor Smith —repuso ella con indiferencia.

¡Muy amable señor Smith! Me chocó tanto que me puse de pie precipitadamente.

—Ya ha soportado usted bastante —fue todo cuanto pude murmurar.

Al oír lo cual ella me echó los brazos al cuello y rompió a llorar como si un dique hubiera reventado en su alma.

Los dos días siguientes transcurrieron sin incidencia alguna, pero de todos modos no es fácil que los olvide. Se diría que los dioses ancestrales habían decidido tomar parte en el juego; ya que, a pesar de hallarnos en la estación seca, arriba, en las cumbres, se preparaba una tormenta de mil diablos. No se movía una hoja; grises eran el valle y la selva, y en medio del silencio, ese terrible silencio de la naturaleza encalmada, el murmullo del río retumbaba como la risa de un maníaco.

Sería la hora del crepúsculo cuando llegó el mensajero. Oyóse un golpe seco en la puerta, y mientras Langdon la abría, yo me levanté con toda naturalidad, como si mi intención fuera encender la lámpara de petróleo. Sin embargo, no vi un alma; sólo aquel gris y el cuchillo clavado al pie de la puerta.

Por espacio de unos momentos Langdon quedó inmóvil en el umbral mirando fijamente al suelo, luego inclinóse y, al volverse para entrar de nuevo en la estancia, clavó la vista en la joven. Le brillaban los ojos como los de un hombre enfebrecido. Tuvo una manera astuta de hacerlo, pues le dijo de rondón la verdad a la chica, o mejor dicho, la verdad a medias. Pero antes procuró desembarazarse de mí.

—Revisé las provisiones y los pertrechos, Smith —ordenó—. Mañana irá a la costa, de forma que compruebe lo que nos hace falta.

Salí al instante, pero no fui muy lejos del otro lado de la puerta de rejilla, desde donde podía espiar y escucharlo sin que el hombre se diera cuenta.

Dirigióse enseguida hacia donde se hallaba sentada su mujer y dejóse caer de rodillas, a su lado, igual que si estuviera enamorado de ella.

—Has sido estupenda —afirmó—. Unas pocas semanas más, Celia, y nos libraremos de Borneo para siempre. Seremos ricos, amor mío.

Ella le miró abriendo mucho los ojos.

—Oh, John, ¿es que has encontrado un gran diamante?

—Mejor que eso. ¡Mira! —Y alzó el cuchillo, cuya clorada empuñadura fulguraba a la luz de la lámpara.

—¿Qué es eso?

—Nuestro futuro —repuso él suavemente—. Significa que el jefe de Kuatang nos concede lo que su padre denegó. La tierra azul, Celia, una fortuna en diamantes… si tú quieres ayudarme.

—Claro que quiero. Me ocuparé de todo lo que sea menester aquí mientras tú estés…

—No, hay algo más. Una insignificancia y, no obstante, todo depende de ella. Ya sabes cuán supersticiosos son esos deyaks de las montañas. ¿Querrás ir esta noche a Kuatang y devolver eso tú misma, Celia?

Ella se puso en pie lentamente, una mano en el pecho.

—¡Yo! —exclamó.

—Tú, Celia. Ahora escúchame. Los cabecillas han puesto inconvenientes en lo que respecta la explotación del lugar donde yacen sus antepasados tribales, y sólo hay un medio de solventarlos. El jefe asegura que si tú devuelves el cuchillo sagrado en la noche del novilunio, entonces no tendrán más remedio que acceder.

—¿Por qué?

—Porque existe una antigua leyenda según la cual, cuando una mujer del color de las nubes de las montañas —quieren decir una mujer blanca, Celia— llevando un símbolo sagrado viene de los montes la noche de luna nueva, está próximo a cumplirse su destino. Esta noche es novilunio. Todo depende de ti.

Ella le miró largamente sin pestañear.

—Sí, esa leyenda existe —dijo—. ¡Muy inteligente de tu parte, John, de haberte enterado! Pero diez millas a través de la selva…

—Tranquilízate, cariño, que yo te procuraré una escolta tanto a la ida como al regreso. Una docena de mis muchachos si así lo deseas. ¿Qué tienes que temer?

—Yo… supongo que nada —se encaminó lentamente hacia la ventana y miró al exterior—. La selva es aterradora de noche —murmuró al cabo de un instante.

John Langdon conocía bien a su mujer.

—Siento habértelo pedido —dijo suavemente—. Antes sacrificaría la ambición de mi vida que obligarte a pasar miedo.

—No, tú me has infundido valor, no miedo.

Una sonrisa iluminó el hermoso rostro del hombre al cogerle ella el cuchillo de la mano, pero no pudo mirarla, no en aquel momento.

La maldad y la codicia arden mejor en el espíritu de un hombre cuando hay un poco de remordimiento para avivarlas.

—No, miedo no —repitió ella—. ¿Te olvidas de tu amante, John? En la soledad las mujeres conversan entre ellas, incluso las esposas y las amantes, así que conozco de sobra las antiguas leyendas, y también su desenlace. Y el final de la tuya, ¿no es cierto, John?, cuenta que la mujer de las nubes debe ser entregada al rey.

Él levantó la vista para mirarla, pero le fue imposible articular palabra.

—Siempre te he querido —dijo ella—. Te he querido más de lo que tú has querido los diamantes. Por eso tengo valor, amor mío, y no miedo.

Y ocultando su rostro en el hombro de su marido, hundió la hoja, que es la muerte, en el corazón de John Langdon. Y porque consideraba que su marido merecía la muerte he aquí lo que hice:

Dispuse que ella partiera sin pérdida de tiempo aquella misma noche en una litera escoltada por nuestros doce muchachos, llevándose la totalidad de las piedras en bruto envueltas en mi mejor pañuelo de hierbas. Una vez en la costa debía embarcar en el primer barco para Inglaterra y dejar que yo me las compusiera solo. No creo que le importase demasiado lo que pudiera sucederle, ni en bien ni en mal, hasta que le recordé a su familia. Eso la tranquilizó.

Luego, en cuanto me hube cerciorado de que la litera había cruzado el río e iba camino de la costa, enterré a John Langdon debajo del tappan.

Era mi intención concederle a Celia tres horas de ventaja. Me preocupaba el jefe dayak, el cual quizás se estaría preguntando por qué el cuchillo sagrado no le había sido devuelto.

En todo caso me senté fuera de la casa y fumé pipa tras pipa hasta que empezó a flaquearme el valor en medio de aquella tenebrosa calma. Entonces cargué la mochila a mi espalda y después de prender fuego a la casa di comienzo al largo recorrido que me conduciría a Sarawak.

Mientras avanzaba al resplandor de las llamas que detrás de mí iluminaban el firmamento, me dije que podía dar por liquidado el asunto gracias a aquel fuego. Si se decidían a subir hasta los Anga Anga para comprobar lo sucedido, ya nada quedaría del cadáver de John Langdon. Las voraces hormigas no dejan ni rastro al cabo de una semana. Lo único que me aterraba era el pensamiento de que los dayaks pudieran perseguir como sombras a través de los senderos de la selva a la mujer; mas no había recorrido ni diez millas cuando también esta preocupación dejó de atormentarme; pues la única cosa que aterra a esos salvajes de las cumbres es la ira de los dioses de la montaña.

Antes me he referido a que la naturaleza había permanecido encalmada y silenciosa a lo largo de dos días, y ahora supe la razón de ello.

En el intervalo de un segundo pasé de avanzar con grandes dificultades, palpando literalmente el camino a través de las tinieblas que me envolvían como una sábana mojada, a ver iluminada cada hoja por una luz violeta mientras las desatadas fuerzas del infierno invadían con furia el interior de la selva.

Los hombres hacen cosas extrañas cuando son presa de pánico mortal. Yo ni me desmayé ni recé; acaso hubiera sido mejor hacerlo. En cambio hice la más estúpida de todas ellas. Eché a correr… y corrí gritando en silencio con el desnudo terror de un niño.

¿Truenos? Era el mundo estallando bajo un cielo de fuego. Y de este fuego salió luego la lluvia, sólida, terrible, violácea en un resplandor cuya intensidad nunca cedía, nunca cesaba, en tanto los rayos descargaban golpe tras golpe, y cada golpe era una columna de llamas en que los árboles rugían con estrépito a través del diluvio.

Creo que el ruido solo rae habría vuelto loco de no aparecer otro hombre más valiente que yo, más mortalmente destructivo que los terrores del huracán desencadenado aquella noche en la jungla.

Venía corriendo por el sendero, una negra sombra destacándose contra los árboles incandescentes como un ente que emergiera de aquel mar de llamas. Apareció detrás de mí y debió ser mi ángel custodio quien hizo que yo tropezara y cayera para que pudiera percibirle al levantarme del suelo. El salvaje iba en pos de la mujer o del cuchillo sagrado, probablemente de ambas cosas, y debía latirle en el pecho un corazón, valeroso, pues nadie más de su tribu había osado seguirlo, desafiando las iras del cielo.

Al verme se detuvo en seco sobre sus pasos, y créame que no lo hizo para avenirse a razones o discutir el reglamento del boxeo. Imagino que ambos sabíamos iba a ser una lucha a muerte, una lucha apretada y primitiva, ceñida por el fragor de la tormenta bajo las terribles luces voltaicas, regalo de la naturaleza. Luego él levantó la cerbatana y yo me arrojé al suelo, y algo pasó silbando junto a mi cabeza. Antes de que él tuviera tiempo de introducir otra flecha envenenada en la caña yo me le había echado encima.

Rodamos por el suelo atenazándonos mutuamente la garganta, y al caer noté que la cerbatana se partía en dos, lo cual me animó muchísimo, cosa difícil de comprender para un ser civilizado, puesto que le tengo un horror cerval a morir como un cerdo hinchado y medio pútrido. Le tenía debajo de mí, pero era igual que tratar de sujetar algo hecho de goma engrasada, y a pesar de que los ojos se le salían de las órbitas mientras le estrangulaba, él, a su vez, intentaba ahogarme. En cuanto me le eché encima con todo el peso de mi cuerpo, clavó sus dientes en mi hombro y lancé un grito de agudo dolor, y con el dolor surgió el imperioso, el rojo deseo de matar.

Enterré mis dientes en su garganta, desgarrándole las carnes empapadas de sangre, mientras él me arrancaba los cabellos a puñados. Entonces sus dedos debieron encontrar el trozo de la cerbatana rota ya que, de repente, deshaciéndose de mi presa diose vuelta y me hundió el extremo puntiagudo en mi ojo izquierdo, arrancándolo casi de la órbita y dejándome ciego de este ojo para siempre. Una llamarada roja, más intensa que el mismo relampagueo, pareció estallar en mi cerebro; pero aun viviendo aquel atroz tormento de dolor, sabía que tenía que matarlo entonces, y enseguida, si era preciso que escapara Celia Langdon.

Yo llevaba el cuchillo sagrado metido entre el cinturón y la espalda (le había echado el ojo al oro de la empuñadura otorgándomelo como una pequeña recompensa por mis fatigas en el calvero) y ahora, al ceñírseme de nuevo mi adversario, lo saqué hundiéndoselo en su cuerpo. Él trató de separarse, pero yo lo mantuve pegado a mí, acuchillándole una y otra vez, desgarrándole las carnes hasta que su cabeza pendió inerte hacia atrás y vi, con el ojo que me quedaba, al resplandor de los árboles en llamas, que su espíritu había ido a reunirse con sus antepasados.

Tambaleándome me alejé de aquel lugar. Veía a mi alrededor oscilar la selva como si todo yo estuviera hecho de jalea. Luego perdí el sentido.

Tuve la suerte de que un coleccionista de insectos acertara a recorrer la región, y más aún de que no hubiera agotado sus provisiones. Me encontró a la mañana siguiente atravesado en el sendero y, después de remendarme un poco, hizo que me transportaran al gran río y de allí a Sarawak.

Cuando abandoné el hospital la señora Langdon se había marchado ya a Inglaterra. Aunque no la vi siquiera, me había dejado en el establecimiento el montón de diamantes en bruto, sin faltar uno solo, envueltos en mi mejor pañuelo de hierbas.

Dos años más tarde leí en la Prensa que Celia se había vuelto a casar. ¿Y por qué no? Una viuda realmente bonita merece alguna clase de consuelo; y de ahí que la última vez que viera a la actual lady Westford fue cuando Celia Longdon acababa de matar a su marido de una cuchillada.

***

—Bueno, me siento mejor después de contarle mi historia —acabó el hombre del ojo de cristal—. Aunque sólo fuera por haber podido descargar mi pecho, pues gracias a la fotografía que publicaron los periódicos reconocí en usted al hombre que justificaba el asesinato… en determinadas circunstancias, naturalmente. Sí, me siento mejor ahora que comparto el secreto con usted.

—Me temo soy un poco sordo del oído izquierdo —expliqué pacientemente—, en especial cuando se trata de captar nombres. A propósito, si desde entonces no ha vuelto a ver… digamos… a la mujer del caso que nos ocupa, ¿a qué se debe que se encuentre usted aquí esta noche, en el baile de los Westford?

Por primera vez el hombre del ojo de cristal dio muestra de sentirse algo violento.

Todos somos humanos —dijo con cierta acritud— así que no, considero delito el que ocasionalmente me escabulla del salón para reposar un poco en un rincón tranquilo. Soy el director de la orquesta.

—¡Santo Dios! Exclamé, y acto seguido, inclinándome hacia él, llené hasta el borde nuestras copas de champaña.

Ese Veuve Clicquot del 1913 es realmente un vino maravilloso.

Fin

Adrian Malcolm Conan Doyle (19 de noviembre de 1910 - 3 de junio de 1970) fue el hijo menor de Sir Arthur Conan Doyle y su segunda esposa, Jean, Lady Conan Doyle. Creció en la sombra del legado monumental de su padre, un hombre cuya pluma dio vida a Sherlock Holmes, pero Adrian se empeñó en labrar su propio camino, un sendero tan diverso como fascinante. Desde una juventud marcada por la velocidad y la adrenalina como piloto de carreras, hasta la caza mayor y las exploraciones en tierras lejanas, Adrian se forjó una reputación como un aventurero de espíritu indomable.

Adrian Conan Doyle no fue solo un hombre de acción; también fue un escritor y protector del legado literario de su padre. Tras la muerte de su madre en 1940, asumió el papel de albacea literario de Sir Arthur, lo que lo llevó a fundar en 1965 la Fundación Sir Arthur Conan Doyle en Suiza, un intento por preservar la herencia literaria que su padre había dejado al mundo. Sin embargo, Adrian no se limitó a ser un guardián pasivo de esta herencia; quiso también contribuir activamente a ella.

Fue así como Adrian, con la asistencia de John Dickson Carr, se dedicó a completar historias de Sherlock Holmes que su padre había dejado sin escribir, basándose en referencias esparcidas en las obras originales. Este esfuerzo culminó en la publicación de "The Exploits of Sherlock Holmes" en 1954, una colección que ha sido reeditada y que mantiene viva la chispa del detective más famoso del mundo. Sin embargo, la ambición de Adrian también lo llevó a terrenos controvertidos. En 1942, afirmó haber encontrado un manuscrito inédito de Sherlock Holmes, pero la autenticidad del documento fue cuestionada, y más tarde se descubrió que era obra de otro autor, Arthur Whitaker, lo que desató una tormenta en el mundo literario.

Adrian, en su defensa del legado de su padre, también se vio envuelto en disputas con otros biógrafos. La publicación de una biografía autorizada por Hesketh Pearson en 1943, que describía a Sir Arthur como un "hombre común", ofendió profundamente a Adrian, quien respondió con vehemencia. Escribió "The True Conan Doyle" en 1945 para corregir lo que consideraba una representación errónea de su padre y llegó a amenazar con acciones legales para proteger la imagen del creador de Sherlock Holmes.

La vida de Adrian Conan Doyle fue una mezcla de pasión, aventura y defensa incansable de un legado. Aunque su nombre nunca alcanzó la fama universal de su padre, su dedicación a mantener viva la memoria de Sir Arthur Conan Doyle es innegable. Adrian vivió y murió bajo la larga sombra de su progenitor, pero lo hizo con un estilo propio, combinando la emoción de la aventura con la seriedad de la custodia literaria. Su legado, aunque complejo y a veces controvertido, es una parte esencial de la historia que rodea a Sherlock Holmes y al hombre que lo creó.