La muerte de Justina
Bien sabe Dios que esto se vuelve cada vez más absurdo y corresponde cada vez menos a lo que recuerdo y a lo que espero, como si la fuerza de la vida fuera centrífuga y nos distanciara más y más de nuestras ambiciones y nuestros recuerdos más puros. Apenas puedo recordar la vieja casa donde me crié, donde en mitad del invierno florecían violetas de Parma en un frío arriate cerca de la puerta de la cocina; al fondo de un largo pasillo, sobrepasando las siete vistas de Roma —dos escalones arriba y tres abajo—, se hallaba la biblioteca, con todos los libros en orden, lámparas brillantes, una chimenea y una docena de botellas de buen bourbon, guardadas en una vitrina con un barniz similar al carey cuya llave de plata llevaba mi padre en una leontina. La ficción es un arte y el arte es el triunfo sobre el caos (nada menos), y solo es posible crear si llevamos a cabo el más atento proceso de selección, pero en un mundo que cambia más rápidamente de lo que percibimos siempre existe el peligro de que nuestras facultades de elección se equivoquen y la visión que perseguimos naufrague. Admiramos el decoro y despreciamos la muerte, pero incluso las montañas parecen desplazarse en el lapso de una noche, y quizá el exhibicionista de la esquina de las calles Chestnut y Elm es más importante que la hermosa mujer con el sol reflejado en su pelo que introduce un pedazo de hueso de sepia en la jaula del ruiseñor. Permítame el lector que le ponga un ejemplo de caos y, si no me cree, que consulte honradamente su propio pasado y vea si no puede encontrar una experiencia comparable…
El sábado, el médico me dijo que dejase de fumar y de beber, y así lo hice. Pasaré por alto el consabido síndrome de abstinencia, pero me gustaría señalar que aquella noche, mientras miraba por la ventana los brillos del crepúsculo y los progresos de la oscuridad, percibí —falto de tan humildes estimulantes— la fuerza de un recuerdo primitivo en el que la llegada de la noche, con su luna y estrellas, era apocalíptica. Pensé de pronto en las tumbas olvidadas de mis tres hermanos en la ladera de la montaña y en que la muerte es una soledad más cruel que cualquier otra que se conozca en la vida. El alma —pensé— no abandona el cuerpo, sino que permanece con él para sufrir las degradantes fases de descomposición y abandono, el calor, el frío y las largas noches de invierno en que nadie lleva una corona o una planta ni reza una oración. La inquietud sucedió a esta desagradable premonición. íbamos a salir a cenar, y pensé que la cocina explotaría en nuestra ausencia e incendiaría la casa. La cocinera se emborracharía y atacaría a mi hija con un cuchillo de trinchar, o bien mi mujer y yo moriríamos víctimas en un choque en la autopista, dejando a nuestros hijos en una orfandad desconcertada, sin más futuro que una vida de tristeza. Pude observar, además de estas preocupaciones insensatas y espantosas, un claro deterioro de mi libre albedrío. Sentí como si unas cuerdas me bajaran al reino de mi infancia. La dije a mi mujer, cuando atravesó el cuarto de estar, que había dejado de fumar y de beber, pero a ella no pareció importarle, ¿y quién me recompensaría por mis privaciones? ¿Quién se preocupaba por el gusto amargo que tenía en la boca y por el hecho de que mi cabeza pareciera a punto de separarse de mi cuerpo? Pensé que los hombres premiaban con medallas, estatuillas y copas méritos mucho menores, y que la abstinencia es una cuestión social. Con mucha más frecuencia me abstengo del pecado por temor al escándalo que debido a la íntima determinación de acrecentar la pureza de mi corazón, pero aquí se trataba de un llamamiento de la abstinencia sin la presión mundana de la sociedad, y la muerte es una amenaza distinta del escándalo. Llegado el momento de irnos, estaba tan mareado que tuve que pedirle a mi mujer que condujese el coche. El domingo fumé furtivamente siete cigarrillos en diversos escondrijos y me bebí dos martinis en el ropero de la planta baja. El lunes, durante el desayuno, mi panecillo me miró fijamente desde el plato. Quiero decir que vi una cara en su superficie tostada y desigual. Ese instante de reconocimiento fue efímero pero profundo, y me pregunté de quién era aquel rostro: ¿de un amigo, una tía, un marino, un monitor de esquí, un camarero o un maquinista de tren? La sonrisa desapareció del panecillo, pero moró en él durante un segundo —la sensación de que era una persona, una vida, un puro impulso de amabilidad y censura—, y estoy convencido de que aquel bollo había albergado la presencia de algún espíritu. Como puede advertirse, estaba nervioso.
La anciana prima de mi mujer, Justina, vino a visitarla el lunes. Justina era una mujer activa, aunque debía de rondar ya los ochenta. Mi mujer la invitó a la comida que dio el martes. El último invitado se marchó a las tres, y unos minutos más tarde, la prima Justina, sentada en el sofá de la sala con una copa de buen brandy, exhaló su último suspiro. Mi mujer me llamó a la oficina y le dije que iría de inmediato. Estaba ordenando mi escritorio cuando entró MacPherson, mi jefe.
—Concédeme un minuto —dijo—. Te he estado buscando como un loco por todas partes. Pierce ha tenido que marcharse temprano y quiero que me escribas el último comercial del Elixircol.
—Oh, no puedo, Mac —respondí—. Acaba de telefonearme mi mujer. La prima Justina ha muerto.
—Hazme ese anuncio —insistió él, con una malévola sonrisa—. Pierce se ha ido temprano porque su abuela se cayó de una escalera.
Ahora bien, no me gustan los relatos de ficción sobre la vida de oficina. Entiendo que si uno quiere hacer narrativa debe escribir sobre alpinismo o tempestades en el mar, así que referiré brevemente mis dificultades con MacPherson, agravadas, como ya se ha visto, por su negativa a respetar y honrar la muerte de la querida prima Justina. Era muy propio de él, un buen ejemplo del modo en que me trataba.
Yo diría que es un hombre alto, espléndidamente acicalado, que anda por los sesenta, se cambia de camisa tres veces al día, corteja a su secretaria todas las tardes entre las dos y las dos y media, y convierte en higiénica y elegante la costumbre de mascar chicle constantemente. Yo le escribo sus discursos, cosa que no me resulta muy gratificante. Si tienen éxito, MacPherson se lleva todos los honores. Sé que su presencia, su sastre y su excelente voz forman parte de la publicidad, pero me pone furioso que no me atribuyan el mérito del texto. Por otra parte, si el anuncio no tiene éxito —si la presencia y la voz de MacPherson no bastan para que triunfe—, sus aires sarcásticos y amenazadores resultan hirientes, y debo limitarme forzosamente a adoptar el papel de incompetente, a pesar de los montones de cartas de felicitación que a veces merece mi elocuencia. Tengo que fingir (y, al igual que un actor, estudiar y perfeccionar mi fingimiento) que no he contribuido en absoluto a sus triunfos, y debo agachar graciosamente la cabeza, avergonzado, cuando ambos hemos fracasado. Me veo obligado a recibir con gratitud las ofensas, a mentir, a sonreír falsamente y a interpretar un papel tan fútil y desligado de los hechos como un insignificante príncipe de opereta, pero, a decir verdad, mi mujer y mis hijos pagarían las consecuencias de mi franqueza. Ahora se negaba a respetar e incluso a creer el solemne hecho de un fallecimiento en nuestra familia, y aunque no pudiera rebelarme, me parecía que por lo menos podía insinuarlo.
El anuncio que quería que escribiese era el de un tónico llamado Elixircol, e iba a protagonizarlo en la televisión una actriz que no era joven ni guapa, pero tenía un aspecto de complaciente desenfado, y era, además, la amante de uno de los tíos del patrocinador.
«¿Se está haciendo viejo? —escribí—. ¿Le disgusta su imagen en el espejo? ¿Ve por las mañanas su rostro arrugado, agrietado por los excesos sexuales y alcohólicos? ¿Y el resto de su persona le parece una masa informe de color gris rosado, cubierta por todas partes de cabello multicolor? Si pasea por los bosques en otoño, ¿tiene la sensación de que media una sutil distancia entre usted y el olor a humo de leña? ¿Ha redactado su nota necrológica? ¿Jadea con facilidad? ¿Usa faja? ¿Está perdiendo el olfato, va disminuyendo su interés por la jardinería y aumentando su temor a las alturas? ¿Son sus impulsos sexuales tan voraces e intensos como siempre, y su esposa le parece cada vez más una desconocida de mejillas hundidas que se ha colado por error en su dormitorio? Si la totalidad o parte de esto es cierto, usted necesita Elixircol, el auténtico elixir de la juventud. El tamaño económico —se muestra la botella— cuesta setenta y cinco dólares, y la botella familiar vale doscientos cincuenta. Es toda una pasta, ya se sabe, pero vivimos en tiempos inflacionarios, y ¿quién puede poner precio a la juventud? Si no tiene ese dinero, pídaselo a un prestamista o atraque el banco local. Tiene tres probabilidades contra una de sacarle al pusilánime cajero diez de los grandes con una pistola de agua de un par de centavos y un pedazo de papel. Todo el mundo lo hace.» (Música alta y se acaba.) Envié el texto a MacPherson vía Ralphie, el recadero, y cogí el tren de las 4.16, en el que atravesé un paisaje de total desolación.
Ahora bien, mi viaje es una digresión y no tiene una relación real con la muerte de Justina, pero lo que ocurrió después solo podría haber sucedido en mi país y en mi época, y como soy un norteamericano que viaja por un paisaje norteamericano, el trayecto puede muy bien ser un factor en la suma total. A pesar de que sus antepasados emigraron del Viejo Continente hace tres siglos, hay norteamericanos que no parecen haber concluido por completo su éxodo, y yo soy uno de ellos. Me encuentro —en sentido figurado— con un pie mojado en Plymouth Rock, mirando con cierta delicadeza, no una inmensidad formidable y estimulante, sino una civilización a medio concluir que abarca torres de cristal y plataformas de perforación de petróleo, continentes suburbanos y cines abandonados, y me pregunto por qué, en este universo supremamente perfecto, próspero y equitativo, donde incluso las mujeres de la limpieza tocan preludios de Chopin en sus horas libres, todo el mundo ha de parecer tan desilusionado.
En Manor Proxmire fui el único pasajero que se apeó del aleatorio, errabundo e improductivo tren de cercanías que proyectaba sus míseras luces hacia el crepúsculo como un guarda de caza o un alguacil que hace su ronda cotidiana. Fui a la entrada de la estación a esperar a mi mujer y a disfrutar del delicado sentido de la crisis que posee el viajero. Arriba, en la colina, estaba mi hogar y las casas de mis amigos, todas ellas iluminadas y con olor a fragante humo de leña, como templos erigidos a la monogamia, la infancia irreflexiva y la dicha doméstica en un bosquecillo sagrado, pero tan similares a un sueño que sentí con algo más que patetismo su falta de sustancia, la ausencia de ese dinamismo interno que captamos en algunos paisajes europeos. En suma, me sentía decepcionado. Era mi país, mi querido país, y algunas mañanas hubiera besado la tierra que cubre sus muchas provincias y sus estados. Me invadió una promesa de dicha; de felicidad romántica y doméstica. Me pareció oír los cascabeles del trineo que me conduciría a la casa de la abuela, aunque de hecho había trabajado de camarera en un transatlántico durante los últimos años de su vida y había perecido en el trágico naufragio del Lorelei y estaba ensoñándome con el recuerdo de algo que no había vivido. Pero la colina de luz se alzaba como una respuesta a algún sueño primitivo de regreso al hogar. En uno de los prados más altos vi los restos de un muñeco de nieve que todavía fumaba una pipa y lucía un pañuelo y una gorra, pero cuya forma iba fundiéndose y cuyos ojos de antracita contemplaban el paisaje con terrible amargura. Percibí cierta decepcionante inmadurez del espíritu en la escena, aunque mis propios huesos atestiguaban el largo tiempo que había transcurrido desde que mi padre abandonó el Viejo Mundo para encontrar uno nuevo; y pensé en las fuerzas que habían prestado energía a aquella imagen; las crueles ciudades de Calabria y sus crueles príncipes, los páramos al noroeste de Dublín, guetos, déspotas, casas de putas, colas para la compra del pan, sepultura de niños, hambre intolerable, corrupción, persecución y desesperanza habían generado aquellas luces débiles y suaves, y ¿no era todo ello parte de la gran migración que es la vida del hombre?
Mi mujer tenía las mejillas mojadas de lágrimas cuando la besé. Estaba afligida, por supuesto, y realmente triste. Había sentido afecto por Justina. Me llevó en coche a casa, donde la difunta seguía sentada en el sofá. Me gustaría ahorrar al lector los detalles desagradables, pero diré que tanto su boca como sus ojos estaban abiertos de par en par. Entré en la cocina para telefonear al doctor Hunter. Comunicaba. Me serví una copa —la primera desde el domingo— y encendí un cigarrillo. El mismo médico contestó al teléfono cuando volví a llamarlo y le conté lo que había sucedido.
—Vaya, me apena muchísimo lo que me dices, Moses —dijo—. No puedo ir hasta después de las seis, y la verdad es que no te seré de gran ayuda. Este tipo de cosas ya han ocurrido antes y te voy a contar todo lo que sé. Mira, vives en la zona B: parcelas de doscientos metros cuadrados sin locales comerciales y todo eso. Hace un par de años, un forastero compró la vieja mansión Plewett y resultó que estaba proyectando establecer una funeraria. En aquella época no teníamos ninguna ley municipal que nos protegiese, y a medianoche el ayuntamiento dictó a toda prisa una serie de normas: evidentemente, exageraron. Al parecer, no solo no puede haber una funeraria en la zona B, sino que allí no se puede enterrar nada, y ni siquiera puedes morirte. Claro que es absurdo, pero todo el mundo comete errores, ¿no? De momento puedes hacer dos cosas. Ya me he visto antes en un apuro semejante. Coges a la anciana, la metes en el coche y la llevas a Chestnut Street, donde empieza la zona C. El límite está justo más allá del semáforo, junto al instituto. Una vez que la difunta se encuentre en la zona C, ya está. Puedes decir que murió en el coche. Puedes hacer eso, o bien, si te parece desagradable, llamar al alcalde y pedirle que haga una excepción a las ordenanzas de tu zona. Pero no te puedo extender un certificado de defunción hasta que el cadáver esté fuera de ese barrio, y desde luego ningún empresario de pompas fúnebres se hará cargo de él hasta que consigas el certificado.
—No entiendo —dije, y era cierto, pero entonces cayó o rompió sobre mí como una ola la posibilidad de que hubiese alguna verdad en lo que el doctor acababa de contarme, y me invadió una creciente indignación—. No he oído en mi vida tantas estupideces juntas. ¿Pretendes decirme que no me puedo morir en un barrio, enamorarme en otro y comer en…?
—Escucha. Cálmate, Moses. Me estoy limitando a explicarte los hechos, y tengo a un montón de pacientes esperando. No tengo tiempo de oírte echar pestes. Si quieres trasladarla, llámame en cuanto llegues al semáforo. Si no te decides, te aconsejo que te pongas en contacto con el alcalde o alguien del ayuntamiento.
Corté la comunicación. Estaba ofendido, pero eso no cambiaba el hecho de que Justina seguía sentada en el sofá. Me serví otra copa y encendí un nuevo cigarrillo.
Justina parecía estar esperándome y convirtiéndose en un cuerpo exigente en lugar de inerte. Intenté imaginarme sacándola de mi camioneta, pero no logré realizar esa tarea en mi fantasía, y estaba seguro de que tampoco podría llevarla a cabo en la realidad. Luego llamé al alcalde, pero su cargo en nuestro pueblo es sobre todo honorario, y yo muy bien podía haber supuesto que estaba en su bufete de Nueva York y que no lo esperaban en su casa hasta las siete. Entretanto pensé que podía tapar a la difunta, que sería lo más decente, y subí por la escalera de atrás, llegué al armario de la ropa blanca y cogí una sábana. Cuando volví a la sala, oscurecía ya, pero aún no había llegado un compasivo crepúsculo. El ocaso parecía estar jugando directamente en las manos de Justina, y la oscuridad le prestaba mayor fuerza y estatura. La cubrí con una sábana y encendí una lámpara en el otro extremo de la habitación, pero su monumental silueta destruía el orden de la estancia, con su mobiliario antiguo, sus flores y sus cuadros. A continuación había que ocuparse de los niños, que volverían a casa unos minutos después. Su conocimiento de la muerte, abstracción hecha de sus sueños e intuiciones, de los que no sé nada, es nulo, y la descarnada escena de la sala sin duda les resultaría traumática. Al oírlos llegar por el sendero, salí a decirles lo que pasaba y les mandé que subieran a sus habitaciones. A las siete fui en coche a ver al alcalde.
Todavía no había vuelto, pero regresaría de un momento a otro, y hablé con su mujer. Me ofreció una copa. Para entonces, ya estaba yo fumando sin parar. Cuando llegó el alcalde me hizo pasar a un pequeño despacho o biblioteca: él ocupó su puesto tras el escritorio y a mí me indicó la silla baja de quien formula una súplica.
—Por supuesto que lo entiendo, Moses —me dijo—. Es terrible lo que ha sucedido, pero el problema consiste en que no podemos hacer una excepción a las ordenanzas sin el voto mayoritario del ayuntamiento, y resulta que todos los concejales están fuera. Pete está en California, Jack en París y Larry no volverá de Stowe hasta el fin de semana.
Me puse sarcástico:
—Así que supongo que la prima Justina tendrá que descomponerse tan ricamente en mi sala hasta que Jack vuelva de París.
—Oh, no —contestó—. Oh, no. Jack tardará un mes en volver, pero creo que puede usted esperar hasta que Larry regrese de Stowe. Entonces tendremos mayoría, claro está que en el supuesto de que accedan a su solicitud.
—Por el amor de Dios —gruñí.
—Sí, sí, sé que es difícil —dijo—, pero en definitiva tiene que darse cuenta de que así es el mundo en que vive, y de que la importancia de la zonificación no puede subestimarse. Caramba, si un solo miembro del consejo pudiera dictar excepciones a las ordenanzas, yo podría darle permiso para abrir un bar en el garaje, instalar luces de neón, contratar a una orquesta y destruir el vecindario y todos los valores humanos y comerciales por cuya protección tanto hemos trabajado.
—No quiero abrir un bar en mi garaje —bramé—. No quiero contratar a una orquesta. Solamente quiero enterrar a Justina.
—Lo sé, Moses, lo sé. Lo entiendo, pero por desgracia ha sucedido en una zona inadecuada, y si hago una excepción con usted, tendré que hacer una excepción con todo el mundo, y este tipo de anomalías, cuando se nos van de las manos, pueden resultar muy deprimentes. A la gente no le gusta vivir en un vecindario donde ocurren todo el tiempo esta clase de cosas.
—Escúcheme —dije—, si no hace esa excepción conmigo ahora mismo, voy a casa, cavo un gran agujero y entierro yo mismo a Justina en el jardín.
—No puede hacer eso, Moses. No se puede enterrar nada en la zona B. Ni siquiera un gato.
—Se equivoca —respondí—. Puedo y voy a hacerlo. No puedo ejercer como médico ni soy dueño de una funeraria, pero puedo cavar un gran agujero en la tierra, y si no me concede esa excepción, eso es exactamente lo que voy a hacer.
—Vuelva aquí, Moses, vuelva —dijo—. Por favor, vuelva aquí. Mire, le concederé el permiso si usted promete no decírselo a nadie. Es violar la ley, es un acto ilícito, pero lo haré si me promete guardar el secreto.
Prometí guardar el secreto, me entregó los documentos y utilicé su teléfono para llevar a cabo las gestiones necesarias. Justina fue trasladada pocos minutos después de llegar yo a casa, pero esa noche tuve un sueño extrañísimo. Soñé que estaba en un supermercado lleno de gente. Debía de ser de noche, porque las ventanas estaban oscuras. En el techo había lámparas fluorescentes, brillantes y alegres, pero teniendo en cuenta nuestros recuerdos prehistóricos, constituían un eslabón discordante en la cadena de luz que nos vincula con el pasado. Se oía música y había por lo menos mil compradores que empujaban sus carritos entre los largos pasillos de comestibles y provisiones. Y me pregunto: ¿es o no es cierto que la postura que adoptamos para empujar un carrito nos convierte en seres asexuados? ¿No podemos hacerlo con gallardía? Hago esta reflexión porque los muchísimos clientes de aquella noche parecían penitentes asexuados empujando sus carritos. Había gente de todo tipo, pues así es mi bienamado país. Había italianos, finlandeses, judíos, negros, ingleses, cubanos —cualquiera que hubiese atendido la llamada de la libertad—, vestidos con ese descuido suntuario que los caricaturistas europeos plasman con tan amargo disgusto. Sí, había abuelas en pantalones cortos, mujeres de gran trasero con pantalones de punto y hombres ataviados con tal diversidad de prendas que daban la impresión de haberse vestido a toda prisa en un edificio en llamas. Pero se trata, como he dicho, de mi propio país y, en mi opinión, el caricaturista que denigra a la anciana en pantalones cortos se denigra a sí mismo. Soy norteamericano y en aquel momento llevaba botas de ante, pantalones tan apretados que se me marcaban los genitales y una camisa de pijama de rayón y acetato con un estampado de la Pinta, la Niña y la Santa María a toda vela. La escena era extraña —la extrañeza de un sueño en el que vemos objetos familiares a una luz poco familiar—, pero a medida que observaba más de cerca reparé en varias irregularidades. Nada estaba etiquetado. Ninguna mercancía era identificable o conocida. En las latas y las cajas no se veía signo alguno. Los recipientes de alimentos congelados estaban llenos de paquetes marrones de formas tan raras que era imposible saber si contenían un pavo congelado o comida china. Todos los productos de los mostradores de panadería y verduras estaban metidos en bolsas de papel de estraza, y los libros en venta ni siquiera tenían título. A pesar de que ignoraban el contenido de bolsas y paquetes, mis compañeros en el sueño, los miles de compatriotas extravagantemente vestidos, deliberaban muy serios acerca de aquellas misteriosas mercancías, como si las compras que iban a hacer fuesen decisivas. Como toda persona que sueña, yo era omnisciente, yo estaba con ellos y aparte, y contemplando la escena desde arriba durante un minuto vi también a los cajeros. Eran brutales. A veces vemos en una calle, un bar o una muchedumbre un rostro de tan categórica y terca resistencia a los alegatos del amor, la razón y la decencia, una cara tan lúbrica, bestial y degenerada que nos apartamos de ella. Hombres así aguardaban, ante la única salida del establecimiento, a que los clientes se acercasen a ellos, y desgarraban los paquetes —yo seguía sin poder ver lo que contenían—, pero en todos los casos, el comprador, al ver lo que había adquirido, mostraba todos los síntomas de la culpa más profunda; ese impulso que nos obliga a caer de rodillas. Una vez abiertos los paquetes de cada cliente, muerto de vergüenza, lo empujaban —en ocasiones a patadas— hasta la puerta; más allá de ésta vi agua oscura y oí un terrible ruido de gemidos y llantos. La gente formaba grupos en la puerta a la espera de ser trasladada en un medio de transporte que no pude descubrir cuál sería. Mientras yo observaba, miles y miles de personas empujaban sus carritos por el supermercado, hacían sus compras con todo esmero y señorío y a la salida eran insultados y deportados. ¿Qué podía significar aquello?
La tarde siguiente enterramos bajo la lluvia a la prima Justina. Los muertos no son, bien lo sabe Dios, una minoría, pero en Proxmire Manor su poco glorioso reino se halla en las afueras, y es más bien un vertedero adonde se los lleva furtivamente como a una pandilla de bribones y canallas, y donde yacen en un ámbito de perfecto olvido. La vida de Justina había sido ejemplar, pero se diría que a su término nos había deshonrado a todos nosotros. El cura era amigo nuestro y una compañía alentadora, pero no así el empresario de pompas fúnebres y sus ayudantes, que cavaban tras sus coches funerarios; ¿acaso no son ellos el origen de casi todos nuestros males al exigir que la muerte sea un beso con sabor a violetas? ¿Cómo una persona que no procura entender la muerte espera comprender el amor, y quién dará la alarma?
Volví del cementerio a mi oficina. El anuncio descansaba sobre mi escritorio y MacPherson había escrito encima con rotulador: «Muy gracioso. Haz otro nuevo, cerebro averiado.» Estaba cansado, pero no arrepentido, y al parecer no me sentía muy proclive a adoptar una actitud útil y obediente. Redacté otro anuncio: «No pierda a sus seres queridos —escribí— por culpa de la radiactividad. No se quede sin pareja en el baile debido a que tiene en los huesos estroncio 90. No sea una víctima de la lluvia radiactiva. Cuando la furcia de la calle Treinta y Seis lo mira con buenos ojos, ¿su cuerpo sigue una dirección y su imaginación escoge otra? ¿Sube tras ella mentalmente la escalera y saborea lo que ella vende con repugnante parsimonia mientras su cuerpo va a Brooks Brothers o a la ventanilla de cambio de moneda del Chase Manhattan Bank? ¿No ha reparado en el tamaño de los helechos, la exuberancia de la hierba, el sabor amargo de las judías verdes y las marcas brillantes que exhiben las nuevas especies de mariposas? Usted ha estado inhalando residuos atómicos letales durante los últimos veinticinco años y solo Elixircol puede salvarlo.» Entregué este texto a Ralphie y esperé unos diez minutos; el recadero me devolvió el papel con una nueva nota del rotulador: «Hazlo —había escrito— o eres hombre muerto.»
Estaba muy cansado. Coloqué otra hoja en la máquina y escribí: «El Señor es mi Pastor; nada me faltará. En lugares de verdes pastos me hará yacer; junto a aguas de reposo me pastoreará; confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia en amor de su Nombre. Aunque ande yo por valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno: porque Tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento. Aderezas tu mesa delante de mí, en presencia de mis enemigos; ungiste mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando. Ciertamente que el amor y la misericordia me acompañarán todos los días de mi vida, y en la Casa del Señor moraré largos.»
Entregué el texto a Ralphie y me marché a casa.
FIN
John Cheever. Fue un escritor estadounidense que se destacó por sus cuentos y novelas sobre la vida suburbana de la clase media alta. A menudo se le ha comparado con Antón Chéjov, el maestro ruso del relato corto. Cheever nació el 27 de mayo de 1912 en Quincy, Massachusetts, en el seno de una familia acomodada que sufrió el declive económico de la industria del calzado en Nueva Inglaterra. Fue expulsado de la escuela a los 17 años por fumar y desde entonces se dedicó a escribir. Sus primeros cuentos aparecieron en revistas como The New Republic y Collier's, y más tarde en The New Yorker, donde estableció una larga y fructífera relación.
En 1937 se casó con Mary Winternitz, con quien tuvo tres hijos. Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en el ejército y luego se instaló en los suburbios de Nueva York, donde retrató con ironía y melancolía las contradicciones y frustraciones de sus habitantes. Cheever sufrió problemas de alcoholismo y depresión, así como conflictos con su sexualidad, que reflejó en sus obras.
Entre sus libros más conocidos se encuentran las colecciones de cuentos La monstruosa radio (1954), El ladrón de Shady Hill (1958) y El mundo de las manzanas (1973), y las novelas Crónica de los Wapshot (1957), El escándalo de los Wapshot (1964), Bullet Park (1969), Falconer (1977) y ¡Oh, esto parece el paraíso! (1982). En 1978 recibió el Premio Pulitzer por la edición completa de sus relatos, que abarcan más de cuatro décadas de producción literaria.
Cheever también escribió diarios íntimos que se publicaron póstumamente y revelaron su compleja personalidad y su visión del mundo. Murió el 18 de junio de 1982 en Ossining, Nueva York, a causa de un cáncer de riñón.