La meta de un largo viaje
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Con ocho años, Cyril conocía todos los grandes hoteles del continente europeo y la mayoría de los de Oriente Próximo, aunque más allá de ello no conocía prácticamente nada del mundo. El portero de dorados galones que en todos los lugares tenía las mismas imponentes patillas y la misma gorra de visera era, por así decir, el centinela de fronteras y guardián del umbral de su niñez.
El padre de Cyril, Lord Basil Abercomby, se encontraba al servicio diplomático de su Majestad la reina Victoria. El departamento en el que ejercía era difícil de definir. Se trataba de los llamados asuntos especiales. En cualquier caso, su trabajo obligaba al Lord a viajar constantemente de una gran ciudad a otra, sin permanecer nunca más de un mes o dos en el mismo lugar. Para estos necesarios desplazamientos, se conformaba con el número mínimo de personal de servicio. En primer lugar, su ayuda de cámara Henry, además de Miss Twiggle, la institutriz, una muchacha entrada en años con dientes de caballo que tenía la misión de preocuparse del bienestar de Cyril y enseñarle modales, y finalmente Mr. Ashley, un joven enjuto de carácter anodino, si se prescindía de su inclinación a emborracharse a solas y en absoluto silencio en sus horas de asueto. Servía a Lord Abercomby como secretario privado y ejercía a la vez el papel de tutor, es decir, de profesor particular de Cyril. La contribución paternal de Basil se redujo estas contrataciones. Una vez a la semana cenaba a solas con su hijo, pero como ambos se guardaban de dejar que el otro intimase, la conversación transcurría más bien con dificultad. Al final, los dos se sentían aliviados cuando se daba por finalizada.
Cyril, ya desde su aspecto, no era un niño que despertara simpatías. Era de figura enjuta —algo que, normalmente, solo se llega a decir de personas de más edad—, de una constitución huesuda, descarnada, por así decirlo, cabello pajizo, incoloro, ojos acuosos, algo saltones, labios gruesos que expresaban insatisfacción y una barbilla insólitamente larga. Sin embargo, lo más extraordinario para un niño de su edad era la absoluta ausencia de gestos de su rostro. Parecía una máscara. La mayoría de los empleados de hotel lo tenían por arrogante. Algunos, sobre todo las camareras de pisos de los países mediterráneos, se asustaban ante su mirada y evitaban encontrárselo a solas.
Por supuesto que aquello resultaba exagerado, aunque había algo en el carácter de Cyril que todos sentían por igual y que despertaba lo mismo en cuantos se relacionaban con él: en concreto, su excesiva fuerza de voluntad. Por suerte, solo se revelaba de vez en cuando, porque habitualmente se comportaba más bien de manera indolente, no mostraba ningún interés concreto y parecía carecer por completo de temperamento. Por tanto, podía permanecer sentado días enteros en el vestíbulo del hotel y observar a los que llegaban o partían, o leyendo lo que encontraba en cada momento, fuese un diario de economía o la guía de los baños termales, olvidando de inmediato lo leído. Pero esa actitud de indiferencia cambiaba de modo radical cuando tomaba una decisión. Entonces no existía nada en el mundo que lo distrajese. La fría cortesía con la que comunicaba su voluntad no dejaba lugar a la réplica. Si alguien intentaba oponerse a su orden, simplemente enarcaba las cejas un poco asombrado, y entonces no solo Miss Twiggle y Mr. Ashley, sino incluso el respetable ayuda de cámara Henry se plegaba en el acto a su deseo. Cómo lo perpetraba el muchacho era algo que no se explicaba ninguno de los afectados, y él lo tenía por tan natural que no se detenía a pensar en ello.
En una ocasión, por ejemplo, en la cocina del hotel en la que de vez en cuando husmeaba para callado disgusto de los cocineros, vio una langosta viva, y ordenó de inmediato que se la llevara a su bañera. Así se hizo, a pesar de que el crustáceo había sido encargado para la cena por un cliente del hotel. Cyril observó durante media hora a la extraña criatura, pero como no hacía nada más que saludar de vez en cuando con sus largas antenas, perdió el interés, se marchó y no volvió a pensar en ella. Solo por la noche, cuando quiso bañarse, se acordó, la sacó al pasillo y la dejó libre allí. El animal se arrastró hasta debajo de un armario y no volvió a aparecer. Pasaron algunos días hasta que un olor a podredumbre alarmó al personal del hotel, que tuvo ciertas dificultades para encontrar el origen del desagradable olor. En otra ocasión, Cyril obligó al jefe de recepción de un hotel danés a realizar durante varias horas con él un muñeco de nieve, que hubo de ser después colocado en el vestíbulo, donde se derritió lentamente. En Atenas, tras un concierto de piano que se había celebrado en el salón del comedor, hizo subir tanto al piano de cola como al pianista a su habitación, donde obligó al desdichado artista a enseñarle sin dilación a tocar el instrumento. Cuando tuvo que admitir que era obvio que se necesitaba ensayar durante un tiempo mayor, le dio un ataque de ira que sufrió especialmente el piano de cola. Después enfermó de gravedad y, febril, debió guardar cama varios días. Cuando Lord Basil supo de tales excéntricos comportamientos de su hijo, parecía más divertido que indignado. «Es un Abercomby», solía ser su impasible comentario. Seguramente quería decir que en la larga lista de sus antepasados había habido todo tipo de lunáticos y que, por tanto, los caprichos de Cyril no debían medirse por el mismo rasero que los de la gente corriente.
Cyril, por cierto, había nacido en la India, pero apenas recordaba el nombre de la ciudad y menos aún el del país. Su padre estuvo destinado por aquel entonces en el consulado. De su madre, Lady Olivia, solo sabía lo que Lord Basil le había contestado a sus preguntas en palabras ciertamente escuetas en una ocasión; en concreto, que pocos meses después de su nacimiento se había escapado con un violinista ambulante. Era evidente que el padre no gustaba en absoluto de conversar sobre el tema y el hijo no volvió a preguntarle jamás. Por Mr. Ashley supo después que no se trataba de un violinista ambulante sino del en su tiempo mundialmente famoso virtuoso del violín Camillo Berenici, el ídolo de las damas europeas. Pero aquella relación romántica se disolvió apenas un año después, tal y como suele ser habitual en los affaires de este tipo. Mr. Ashley parecía contar lo ocurrido no sin diversión, pero quizás solo estuviese algo bebido y en consecuencia algo locuaz. El escándalo social, continuó relatando, había sido, por supuesto, memorable. Lady Olivia se había retirado después por completo del mundo y vivía desde entonces, casi en absoluta soledad, en una de sus haciendas en South-Essex. Oficialmente, por cierto, Lord Basil nunca se divorció de ella, pero había quemado todas las imágenes y daguerrotipos que existían de su esposa y jamás, salvo en aquella ocasión, volvió a pronunciar su nombre. Cyril, por consiguiente, ni siquiera conocía el aspecto de su madre.
Por qué Abercomby arrastraba a su hijo con él por el mundo en lugar de ingresarlo en un internado apropiado para los de su clase es algo que nadie sabía explicar a ciencia cierta y daba pie a todo tipo de especulaciones. No podía tratarse de afecto paternal, pues era por todos conocido que más allá de sus obligaciones diplomáticas, se interesaba únicamente por su colección de armas y objetos militares, que acrecentaba con continuas compras por todo el mundo y que enviaba a Claystone Manor, la sede principal de la familia, para gran disgusto del viejo mayordomo Jonathan, que ya no sabía dónde colocarlas. En realidad, el motivo residía en el temor a que Lady Olivia pudiese intentar establecer en secreto algún tipo de contacto con su hijo si él no ejercía de forma permanente el control de la situación. Abercomby pretendía evitar por completo aquella posibilidad, no por el muchacho, sino como castigo a su esposa por la humillación que le había infligido. Por esa razón, evitó durante todos esos años volver a Inglaterra, a menos que fuese en acto de servicio y por unos pocos días, durante los cuales dejaba a su hijo en el extranjero al cuidado de su personal.
En una aquellas ocasiones sucedió que el muchacho sorprendió a sus dos instructores en una situación muy embarazosa. Era de madrugada cuando por alguna razón se despertó y llamó a la institutriz, que dormía en la habitación contigua. Como no recibió respuesta se levantó y fue a ver qué ocurría. La cama de Miss Twiggles estaba sin deshacer. Se dispuso a buscarla. Cuando pasó junto a la habitación del tutor escuchó ruidos extraños, contenidos. Abrió la puerta con cuidado. Lo que vio le interesó, por eso, entró sin que lo notaran, se sentó en la silla y observó atento la escena. Mr. Ashley y Miss Twiggle, ambos semidesnudos, rodaban sobre la alfombra con los miembros entrelazados, como en un combate de lucha libre en el que él gruñía y ella gimoteaba. Encima de la mesa había una botella de whisky vacía y dos vasos medio llenos. Al cabo de un rato ambos parecieron desfallecer y se detuvieron, jadeando. Cyril tosió con discreción. La pareja se incorporó aterrada y los dos le miraron con los rostros acalorados. No sabía bien cómo juzgar la situación, pero leyó la vergüenza y la culpa en las miradas de ambos. Eso le bastó. Se levantó y regresó a su habitación sin decir una sola palabra. Ninguno de ellos mencionó en los días siguientes el suceso y también Cyril calló. Al comportamiento hasta entonces ya de por sí bastante desvalido de la gobernanta y del tutor, se unió desde ese momento una especie de inferioridad que Cyril disfrutó por completo. Aunque no sabía con exactitud el porqué, percibió con claridad que moralmente los tenía a ambos en el bolsillo. Para remarcar la distancia entre él y ellos, insistió en disponer de ahí en adelante una mesa para él solo para cenar. Que debido a ello tuviese clavada la mirada del resto de los clientes, en secreto o sin disimulo, como un animal extraño en el zoológico, no le molestaba lo más mínimo. Después se sentaba, a solas la mayoría de las veces, durante dos horas en el lounge. Cuando Miss Twiggle le pedía con timidez que por favor se marchase a la cama, la mandaba callar sin vacilar y la hacía retirarse. Se quedaba sentado como alguien que solo se dedica a perder el tiempo hasta que llega el momento de marcharse. Y, de hecho, Cyril esperaba. En el fondo, esperaba desde que había llegado al mundo, aunque no supiese a qué.
Aquello cambió cuando una tarde en la que paseaba por el alfombrado corredor del hotel «Inghilterra» de Roma escuchó un reprimido pero desgarrador sollozo a través de una ventana oculta tras una maceta de palmeras de grandes hojas. Se acercó con pasos sigilosos y descubrió una niña pequeña, más o menos de su edad, que estaba acurrucada con las piernas en alto sobre una de las grandes butacas de piel, apretado su rostro en el reposabrazos y deshecha en lágrimas. El espectáculo de tal impúdica muestra de arrebatados sentimientos era para él algo nuevo y asombroso. Lo contempló todo unos instantes en silencio antes de preguntarle finalmente:
—¿Puedo hacer algo por usted, Miss?
Ella giró hacia él su su lloroso rostro, lo miró enfurecida y le gruñó:
—¡Deja de mirarme como un tonto con esos ojos de besugo! ¡Déjame en paz!
Él nunca había escuchado un inglés tan vulgar, tan particular, como el que ella estaba utilizando.
—Lo siento, Miss —le respondió con una leve inclinación—. No quería molestar.
Ella parecía esperar a que se fuese, pero él no lo hizo.
—Lárgate de una vez —resolló ella—. Preocúpate de tus propios asuntos.
A pesar de su rudeza, sus palabras sonaban ya algo menos antipáticas.
—Por supuesto —dijo él—, lo entiendo a la perfección, Miss. ¿Me permite que me siente un momento?
Ella le arrojó una mirada indecisa, porque no tenía claro si se burlaba de ella o no. Entonces se encogió de hombros.
—Haz lo que quieras. Las butacas no me pertenecen.
Se sentó frente a ella y vio cómo se sonaba la nariz.
—¿Alguien ha perpetrado algún tipo de agravio contra usted? —preguntó por fin.
La muchacha resopló.
—Sí, tía Ann. Ella me convenció para venir a este abominable viaje por Europa. Y ya llevamos casi cuatro meses fuera de casa. Cuatro meses, lo entiendes, porque lo ha pagado todo por adelantado, un montón de dinero, dice, y no quiere arrojarlo por la ventana solo porque yo se lo pida.
Cyril reflexionó durante un rato y después opinó:
—En confianza, Miss, no veo qué puede haber tan insoportablemente doloroso en eso.
—Aj —dijo impaciente—, simplemente tengo añoranza de casa, terrible añoranza.
—¿Usted tiene… qué? —preguntó él, desconcertado.
La muchacha siguió cotorreando, como si no hubiese escuchado la pregunta de Cyril.
—¡Si al menos me dejase volver sola! No exijo que venga conmigo. Simplemente cogería el próximo barco y viajaría a casa. Me da igual lo que tarde, en cualquier caso iría en la dirección correcta. Me sentiría mejor de inmediato, cada día un poco mejor. Papi y mami podrían quizás recogerme en Nueva York porque no estoy familiarizada con los ferrocarriles.
—¿Está usted enferma, Miss? —preguntó Cyril.
—Sí… no… bueno, ¿yo qué sé? —ella lo miró irritada—. En cualquier caso, una cosa es segura, si no puedo volver de inmediato a casa, moriré.
—¿De verdad? —preguntó él, interesado—. ¿Y por qué?
Y entonces ella le habló de una pequeña localidad en algún lugar del medio oeste de los Estados Unidos donde vivían su padre y su madre junto a sus hermanos pequeños Tom y Aby, y Sarah, la negra vieja y gorda que conocía tantas canciones e historias de fantasmas, y su pequeño perro Fips, que sabía cazar ratas e incluso una vez se las vio con un tejón, y del gran bosque detrás de la casa donde había unas bayas especiales, y de un cierto Mr. Cunnigle, que tenía una tienda en el pueblo vecino en la que se podía comprar de todo y en la que olía así y asá, y de otras mil cosas irrelevantes. Se fue entusiasmando a medida que hablaba, parecía sentarle muy bien nombrar cada detalle, por muy poca importancia que este tuviese.
Cyril escuchaba y trataba de entender qué demonios había tan especial en todo aquello como para que alguien en el mundo no se lo quisiese perder ni siquiera durante dos meses. La muchacha, por su parte, parecía sentirse comprendida, pues al final le agradeció su interés y lo invitó a visitarla cuando se encontrase por aquellos contornos. Después la pequeña se marchó visiblemente consolada y aliviada. Él ni siquiera pudo enterarse de su nombre.
Al día siguiente seguramente había continuado viaje con su tía, pues no pudo encontrarla por ningún sitio y no quiso preguntar por ella. En el fondo, ella no le importaba en absoluto. Lo que le interesaba era en realidad el singular estado de la muchacha, eso que ella había llamado añoranza y que él era incapaz de imaginarse. Por primera vez tomó conciencia de que él nunca había tenido algo como un hogar, nada que hubiese echado de menos y por lo que suspirase. Algo le faltaba, eso era evidente, pero no podía estar seguro de si aquello representaba una ventaja o una carencia. Decidió investigar el asunto.
A Mr. Ashley y Miss Twiggle y sobre todo a su padre no les dijo nada, pero a partir de entonces intentó a menudo entablar conversación con personas desconocidas. Antes o después llevaba la conversación hasta el punto en el que le hablaban de su hogar. Le daba igual que se tratase de niños o de viejas damas y señores, de la camarera de piso, del botones o del director del hotel, porque pronto pudo constatar que todos, sin excepción, parecían hablar de buena gana sobre el particular y a menudo una sonrisa iluminaba sus rostros. A algunos les brillaban los ojos y se volvían locuaces, otros caían en la melancolía, pero todos parecían darle mucha importancia al asunto. Aunque los detalles diferían en cada uno, las descripciones, en cierto modo, se asemejaban. Nunca se trataba de algo extraordinario, especial, algo que hubiese justificado tal despliegue de sentimientos. Y otra cosa le llamó la atención: ese hogar no tenía por qué ser el lugar donde uno había nacido. Tampoco coincidía con la residencia actual. ¿Cómo se precisaba entonces y quién lo hacía? ¿Lo hacía cada uno según su propio parecer? ¿Por qué entonces no tenía él algo semejante? Aparentemente, todos los seres humanos salvo él poseían algo así como un santuario, un tesoro, cuyo valor no estaba en algo tangible, en nada a lo que se pudiese señalar, pero que a pesar de todo constituía una realidad. Le pareció insoportable la idea de que precisamente él se encontrara excluido de una posesión así. Estaba decidido a conseguirlo a cualquier precio. En algún lugar del mundo debería haber reservado algo así también para él.
Cyril obtuvo de su padre el permiso para hacer excursiones más largas fuera de cada hotel. No obstante, le fue concedido bajo la estricta condición de realizar tales salidas en la ineludible compañía de Mr. Ashley o Miss Twiggle, o de ambos a la vez.
Al principio hicieron algunas excursiones los tres juntos, pero Cyril pronto se sintió incomodado, porque los dos instructores se preocupaban principalmente el uno del otro. Miss Twiggle parecía sufrir terriblemente junto a Mr. Ashley por alguna razón desconocida. Todas sus palabras contenían reproches hacia él. Mr. Ashley, en cambio, respondía con frialdad y desprecio. Cyril no sentía aprecio por ninguno de los dos, pero si tenía que elegir —y eso parecía inevitable—, prefería a Mr. Ashley para lograr sus fines particulares. Para sorpresa, y un poco también para disgusto del tutor, que fuera de las horas de servicio y lectivas se había acostumbrado a seguir sus propias y no siempre moralmente estrictas diversiones, Cyril parecía decidido a acompañarle a todas partes. Mr. Ashley, que desconocía los verdaderos motivos de su alumno, suspiraba en secreto, pero por otro lado se sentía incluso un poco orgulloso porque contemplaba el súbito interés despertado en el muchacho por paisaje y paisanaje como el resultado de sus esfuerzos instructivos durante tantos años.
Al principio se limitó a enseñarle las avenidas y plazas, los palacios, iglesias, ruinas de templos y otros monumentos que en aquel tiempo pertenecían al estándar cultural de cualquier viajero inglés. Cyril lo contemplaba todo con minuciosa atención, pero lo que veía parecía dejarle indiferente. Para satisfacer las no formuladas expectativas del muchacho, Mr. Ashley continuó y recorrió junto a él algunos alrededores menos conocidos: arrabales y chabolas, zonas portuarias y cuchitriles, pero también montañas y calas fuera de las ciudades, desiertos y bosques. Durante aquellas visitas se formó entre ambos una especie de relación de camaradería que finalmente motivó a Mr. Ashley a llevar a su alumno no solo a peleas de gallos y carreras de galgos, sino también a representaciones de vodevil y otras diversiones aún más cuestionables. Cuando finalmente estuvo seguro de poder contar con la discreción de Cyril, y porque no lograba deshacerse de él, acabaron incluso de vez en cuando en casas de dudosa reputación, donde el alumno debía esperar en el salón a su maestro, hasta que este regresaba de su urgente conversación cara a cara con una de las damas del local. Cyril lo registraba todo con gesto impasible, porque un hogar, eso lo había aprendido en sus innumerables conversaciones, podría hallarse, al fin y al cabo, en cualquier sitio. En vano esperó alegrarse o entristecerse con alguna de aquellas vivencias. Nada de todo lo que vio significó algo para él. Pero eso, naturalmente, lo guardó para sí.
Aquellas discutibles excursiones de estudios no pudieron permanecer demasiado tiempo ocultas al padre. Hacía tiempo que el rumor se había divulgado por toda la sociedad victoriana y despertado no poca indignación. Solo Lord Abercomby estaba, como a veces sucede en estos asuntos, in albis. Pero, una noche, algunos días después del duodécimo cumpleaños de Cyril, padre e hijo se encontraron en un establecimiento de la vida frívola madrileña, de moda en aquella época. El muchacho estaba sentado en el salón recibidor en un diván oriental, entre drapeados y plumas de pavo real, rodeado de cuatro jóvenes damas en negligé, que, recostadas, charlaban animadamente con él y —¿cómo podría ser de otro modo?— le hablaban acerca de sus respectivos hogares. Lord Abercomby pasó sin decir palabra delante de su hijo, como si no lo conociese, y abandonó la casa de lenocinio. Sin embargo, al día siguiente, Cyril se enteró a la hora del té de las cinco de que el tutor había sido despedido sin previo aviso. Ni una palabra se habló entre padre e hijo sobre lo sucedido porque era una época de moral estricta. Dos días después, Miss Twiggle se despidió del Lord con el rostro sereno, pero con la nariz enrojecida del llanto. Cuando estuvo a solas con Cyril, le confesó:
—Seguramente aún no eres capaz de entender todo esto, querido. Pero Max, me refiero a Mr. Ashley, es el primer y único amor de mi vida. Lo seguiré adonde vaya, sea al cielo o al infierno. Piensa en mí, en el futuro, cuando tú también seas capaz de amar —entonces intentó besarlo para despedirse, algo que Cyril evitó con éxito.
La búsqueda de un nuevo tutor y una nueva institutriz fue innecesaria, pues tres semanas después le llegó al Lord la noticia telegráfica de que Lady Olivia había muerto de una larga enfermedad que posiblemente había contraído en la India. Padre e hijo viajaron sin dilación a South-Essex y participaron en el solemne funeral, el cual, como no podía esperarse de otro modo, tuvo lugar bajo una lluvia torrencial. Esa fue la primera ocasión en la que Cyril pisó el suelo de Inglaterra. Si acaso esperaba que allí le asaltase algún tipo de sentimiento hogareño, aunque fuese muy leve, pero resultaría desencantado. También la residencia principal de los Abercombys, Claystone Manor, donde viajó a continuación en compañía de su padre, resultó más bien una decepción. Aquel caserón inmenso, oscuro, a rebosar de armas, que comparado con los hoteles internacionales no disponía de ningún confort y en el que continuamente se pasaba frío, le resultaba, y esto lo sentiría por siempre, absolutamente extraño.
El hecho de que la madre hubiera dejado todo su patrimonio como único heredero a su hijo, a quien salvo algunos meses tras su nacimiento nunca había visto, es algo que Lord Abercomby ocultó a su retoño. Tenía la intención de no aleccionarlo al respecto hasta el día de su mayoría de edad para evitar que le asaltasen posibles sentimientos infantiles de agradecimiento. También aquello formaba parte del castigo —entretanto, póstumo— a su infiel esposa.
Revelada innecesaria la necesidad de seguir cargando con el muchacho por el mundo, lo internó de inmediato en una de las famosas instituciones de enseñanza de las clases altas, el College en E., donde muchachos ingleses son educados para convertirse en hombres ingleses. Cyril se sometió a los inconvenientes pedagógicos con firme y despreciativa indolencia e hizo notar con claridad a sus compañeros de clase, pero sobre todo a sus maestros, que no se tomaba a ninguno de ellos en serio. Pero como era un alumno extraordinario —en ese punto hablaba ya ocho idiomas casi sin errores— se le tenía por faro del College, a pesar de que nadie le tenía demasiado afecto. Al terminar el College ascendió, conforme a su nivel, a O. en cuya universidad comenzó a estudiar Filosofía e Historia. Después de pocos semestres —extrañamente volvió a ser poco después de su cumpleaños, esta vez el vigésimo primero— recibió la visita inesperada de Mr. Thorne, el abogado de la familia. El venerable caballero tomó asiento resollando en una silla y comenzó a preparar con rebuscadas palabras al joven para —como él dijo— un «trágico acontecimiento». Lord Basil Abercomby había caído con tan mala suerte del caballo durante una caza de zorros en las cercanías de Fontainebleau que se había desnucado. Cyril recibió la noticia con el rostro impasible.
—Usted es ahora, por tanto —dijo Mr. Thorne, al tiempo que se secaba con un pañuelo la frente y la papada— no solo el heredero del título de su venerable padre, sino también el único heredero tanto del patrimonio paterno como materno, el propietario de los bienes mobiliarios e inmobiliarios de ambos legados, ya que usted, mi respetado joven amigo, es el único descendiente de ambas familias. Me he permitido traerle todos los títulos, documentos, cuentas y balance, para que usted pueda de inmediato, si lo desea, revisarlo todo.
Sacó un pesado maletín y la colocó con esfuerzo sobre las rodillas.
—Gracias —dijo Cyril—, no se moleste.
—Oh, ya entiendo —opinó Mr. Thorne—, lo solucionaremos más adelante. Perdóneme usted, no pretendo ser irrespetuoso. ¿Tiene usted algún deseo especial en relación con el funeral?
—No que yo sepa —añadió Cyril—. Lo dejo a su discreción. Seguro que hará lo necesario.
—Por supuesto, Milord. ¿Cuándo piensa usted partir?
—¿Adónde?
—Bueno, al entierro de su padre, supongo.
—Mi querido Mr. Thorne —dijo Cyril—, no veo por qué he de hacer algo así. Aborrezco tales solemnidades. Haga usted con el cadáver lo que considere oportuno.
El abogado tosió, su cara enrojeció.
—Sí, por supuesto… —dijo, buscando serenarse—. Es un secreto a voces que entre usted y su padre no había, cómo lo diría, una gran afinidad, pero, aun así, creo que ahora que ha fallecido, perdone usted que me permita recordarle que hay ciertas obligaciones filiales.
—¿Sí? —preguntó Cyril y arqueó un poco las cejas.
Mr. Thorne abrió indeciso el maletín y lo volvió a cerrar.
—Por favor, no me malinterprete. Milord, eso es, por supuesto, decisión exclusiva de su incumbencia. Solo quería señalar que la opinión pública observará todos los detalles de un acontecimiento así.
—¿Oh, lo hará? —preguntó Cyril, aburrido.
—Sí, bueno —dijo Mr. Thorne—, y en lo que respecta a los asuntos de la herencia, sugiero…
—Véndalo usted todo —le pisó la palabra Cyril.
El abogado lo miró petrificado y con la boca abierta.
—Sí —continuó diciendo Cyril—. Me ha entendido correctamente, respetado amigo. No quiero conservar nada de aquello. Así que convierta en dinero todo lo que aún no es dinero. Usted sabrá sin duda mejor que nadie cómo puede realizarse.
—¿Se refiere —exclamó Mr. Thorne—, a las fincas, bosques, castillos, obras de arte, la colección de su señor padre…?
Cyril asintió.
—Deshágase de ello. Véndalo.
El viejo caballero boqueó como un pez fuera del agua. Su rostro se tornó violeta.
—Deberíamos meditarlo a fondo, Milord. Quizás estemos ahora en un determinado estado sentimental que… Para decirlo de modo preciso, Milord: no puede usted hacer eso. No es posible. De ningún modo. Llevo cuarenta y cinco años como abogado de confianza de su familia y debo decirle que eso sería… sería… contra toda… Piense usted, se lo ruego, al fin y al cabo se trata de una propiedad que sus antepasados, en el transcurro de siglos… No, escuche usted, Cyril, si puedo llamarle así, está usted moralmente obligado a legarle todo esto a sus descendientes…
El joven Lord le dio la espalda de modo abrupto y miró por la ventana. Fríamente, pero con evidente impaciencia en la voz, respondió:
—No tendré descendientes.
El abogado elevó sus gruesas manos en señal de rechazo.
—Querido muchacho, eso a su edad no se sabe a ciencia cierta. Podría ser que…
—No —lo interrumpió tajante Cyril—, no podría ser. Y no me llame usted querido muchacho —se giró de nuevo hacia él y lo miró con frialdad—. En el caso de que usted tenga reparos insuperables, Mr. Thorne, sin duda se encontrará sin dificultad a otra persona para dicha tarea. Buenos días.
Mr. Thorne, visiblemente furioso por el vergonzoso trato que se le había dispensado inmerecidamente, tomó la decisión de no aceptar por el momento aquel, como él dijo, «encargo inmoral y sin escrúpulos». Pero ya durante el viaje de vuelta a Londres su excitación fue diluyéndose hacia juicios más razonables. Tras haber consultado los dos siguientes días con todo detalle con sus dos colegas, Saymor & Puddleby, llegó a la conclusión que ya solo el margen de beneficio absolutamente legal que era de esperar por las comisiones de la venta era de tal magnitud que superaba notablemente todo el perjuicio que sufriría en su bufete, hasta ese momento de intachable reputación, debido a su responsabilidad en el previsible escándalo.
En un escrito de alegaciones rebosante de cláusulas dirigido al joven Lord, Mr. Thorne & Co. declaraban su inmediata disposición a ocuparse de la transacción, recibiéndolo a vuelta de correo con la firma de Cyril Abercomby. El asunto se puso en marcha. Cuando la opinión pública supo del asunto —algo inevitable— se desató un vendaval de indignación. No solo la alta nobleza y todas las clases privilegiadas del reino expresaron su gran y unánime repulsa hacia el enorme desprecio al sentido de la tradición y la conciencia de clase, sino que la cuestión se debatió incluso en el Parlamento durante algunos días; sí, incluso en los pubs de la clase baja se dieron acaloradas discusiones en torno a la cuestión de si una persona de tal jaez podía seguir teniendo derecho a llamarse súbdito de su Majestad. Desde el punto de vista jurídico no existía, en cambio, ningún motivo contra aquella «liquidación de cultura y dignidad inglesa», como diversos diarios la definieron, puesto que Mr. Thorne & Co. se había preocupado inteligentemente de que así fuera al formular las condiciones.
Al propio Cyril todo aquel revuelo que había provocado le traía sin cuidado. Había interrumpido en el acto sus recién iniciados estudios y hacía tiempo que se había marchado del país. En los años siguientes viajó sin un destino concreto, guiado por su capricho y el azar, por las ciudades y países del mundo, pero ahora no solo, como cuando su padre vivía, por Europa y Oriente Próximo, sino también por África, India, América del Sur y el Lejano Oriente. Se aburría casi mortalmente, pues ni paisajes ni monumentos, ni océanos ni costumbres y tradiciones de pueblos extraños le despertaban algo más que un interés superficial por el que no merecía la pena abandonar la comodidad de los correspondientes grandes hoteles, ni siquiera fugazmente. Al no ser capaz de encontrar en ningún lugar el secreto de su propia pertenencia a alguna cosa de este mundo, las demás maravillas eran para él inexpresivas e insignificantes. Su único acompañante en aquellas odiseas era un sirviente, de nombre Wang, que le había comprado en Hong Kong al jefe del sindicato del opio. Wang tenía la capacidad, rayana en lo sobrenatural, de no existir cuando no se le necesitaba, pero encontrarse siempre presente cuando su amo requería de sus servicios. También parecía conocer de antemano sus deseos, de modo que apenas necesitaban intercambiar palabras entre ellos.
En un principio, la aristocracia inglesa había acordado tácitamente boicotear la venta de la herencia de Abercomby, pero pronto recibió un buen, o si se así se quiere, mal escarmiento. Apareció un no pequeño número de extranjeros que provocaron la subida de precios con sus ofertas. Cuando finalmente un millonario americano del caucho, de nombre Jason Popey, compró sin vacilar Claystone Manor con todo lo que contenía —incluso se quedó con el viejo mayordomo Jonathan—, el orgullo nacional recibió un duro golpe. Para salvar lo que aún podía salvarse, hubo por parte de las familias ricas y poderosas del Imperio una gran demanda sobre todo lo que aún quedaba disponible. En honor de Mr. Thorne & Co. ha de decirse que siempre favorecían a tales compradores, aunque a veces tuviesen que rebajarles el precio. En cualquier caso, el joven Lord Abercomby, tres años después de la muerte de su padre, se contaba entre los cien hombres más ricos de esta tierra, al menos en lo que respectaba a su cuenta bancaria.
La tormenta fue amainando y la sociedad encontró otros temas de conversación. La única pregunta que de vez en cuando aún removía a algunas almas —sobre todo a las de madres de hijas casaderas— era qué tenía pensado hacer Cyril Abercomby con esa inmensa cantidad de dinero. Hasta donde se sabía, no frecuentaba el juego ni participaba en apuestas de ninguna clase. Tampoco tenía otro tipo de costosas pasiones, como por ejemplo coleccionar jarrones Ming o joyas indias. Vestía impecable, pero sin ostentación. Vivía conforme a su nivel social, pero únicamente en hoteles. No mantenía a onerosas amantes o se entregaba a otros vicios aún más discretos. ¿Qué pretendía hacer con el dinero? Nadie lo sabía, y él menos que nadie.
Durante la década siguiente, Cyril continuó con su agitada vida viajera. Se había acostumbrado de tal modo a lo que él llamaba su «Quest», que se había convertido para él en lo más natural. Por supuesto que había perdido hacía tiempo la inocente esperanza de sus años de juventud de encontrar en algún momento y en algún lugar lo que buscaba. Al contrario, ya no lo deseaba, le hubiese resultado un gran estorbo. Describía su situación con la siguiente fórmula: la longitud del camino es inversamente proporcional a la posibilidad de desear alcanzar la meta. En ello residía según su punto de vista la ironía de todos los anhelos humanos; el verdadero sentido de toda expectativa descansaba precisamente en que siempre quedaba incumplida, pues todo lo logrado, en último término, acabaría siendo una decepción. Sí, Dios mismo hacía bien en incumplir todas las promesas que le había hecho al género humano en los tiempos remotos. Suponiendo que llegase algún desdichado día a la idea de cumplir su palabra —que el Mesías realmente volviese entre nubes, que el Juicio Final realmente se celebrase, que la Jerusalén celestial realmente descendiese de las alturas—, el resultado no podría ser otro que un ridículo de dimensiones cósmicas. Demasiado tiempo había hecho esperar a sus creyentes como para que ahora cualquier acontecimiento, por muy grandilocuente que fuese, no provocase otra reacción en ellos que no fuese un generalizado: «¿Ah, sí, esto es todo?». Por otro lado, sin duda era sabio por parte de Dios (siempre suponiendo que existiese) no retractarse nunca de ninguna de sus promesas. Pues la esperanza, y solo ella, mantenía el mundo en marcha.
Para alguien que había jugado cara a cara a las cartas con el destino, no era por supuesto sencillo continuar con el juego. Pero, a pesar de todo, Cyril lo hacía, incluso con cierta burlona diversión. Era consciente de contarse entre esos eternamente insatisfechos que se habían imaginado cada océano más grande, cada montaña más alta, cada cielo más vasto, pero eso no le hacía sentirse infeliz. Solo que su indiferencia hacia el mundo y los hombres se extendía ahora también hacia sí mismo, hacia su propia vida, que no le importaba ya mucho, sin que por ello hubiese sentido el deseo de liberarse de ella.
De algún modo, Cyril Abercomby había establecido su morada en ese estado mental, algo que puede hacerse cuando se carece de un hogar verdadero. De una forma paradójica, había logrado una especie de seguridad, pues aparte del aburrimiento, era ajeno a cualquier padecimiento. Al menos estaba convencido de ello, hasta aquella tarde en Fráncfort del Meno, en la que cambiaron algunas cosas para él.
Habitualmente, hacía tiempo que apenas se le invitaba a reuniones sociales. Hasta donde las reglas de la etiqueta burguesa o aristocrática no lo hiciesen parecer como un requisito inexcusable, se prefería prescindir de su presencia, porque era ya sabido en todas partes que, debido a su comportamiento excéntrico y sus indecorosas observaciones, ahogaba cualquier conversación y hacía esfumarse toda cordialidad.
Resulta impensable que el consejero honorario Jakob von Erschl fuera ajeno a la mala fama que precedía por doquier a Lord Abercomby. Quizás, debido a la fortaleza de su personalidad, confiaba solventar también una situación en la que otros habían fracasado; quizás su interés radicaba principalmente en entablar relaciones de negocios con el muy acaudalado inglés —al consejero comercial pertenecía uno de los más prósperos bancos privados de Alemania—. En cualquier caso, le envió al Lord una carta al hotel Del Romano invitándolo a una «cena en un círculo íntimo de amigos del arte y la música». El «von» en su apellido era, por cierto, tan reciente como su villa, un edificio de ladrillo erigido en estilo neogótico que estaba situado a algunas millas de la ciudad en un espléndido parque.
Cyril aceptó.
Antes de la cena, la señorita Isolde, la hija de la casa, una joven regordeta con peinado de trenzas, cantó varias canciones de un, como se dijo, muy prometedor compositor de nombre Joseph Katz, que se encontraba igualmente entre la docena de invitados. Como pronto se pudo saber, se trataba de un caballero bajito, bastante orondo y totalmente calvo, que rondaba la cincuentena y que durante la función mantuvo los ojos cerrados y las manos entrelazadas delante de la boca. La cantante, que tenía una bonita pero aguda voz, fue acompañada al piano por un teniente con condecoraciones en el pecho.
El aplauso fue largo y cálido; Cyril fue el único que no participó del mismo. El señor Katz besaba repetidamente la mano a la señorita Isolde y se inclinaba ruborizado. Especialmente la esposa del consejero honorario, que llevaba una diadema de brillantes sobre su peinado turriforme, expresó visible y sudorosamente su entusiasmo por el talento del señor Katz.
—Nosotros los alemanes —se dirigió a Cyril— somos el pueblo que ha creado a todos los compositores verdaderamente grandes. Incluso Händel, al que ustedes los ingleses reivindican como propio, nació en Alemania. Eso debe usted admitirlo, Milord.
—Cierto, madame —respondió Cyril lacónico—, debido a ello tenía razones sobradas para emigrar.
Con esa réplica inicial, el transcurso de la noche tomó imparablemente una dirección catastrófica. Aunque el señor von Erschl, utilizando todos los medios humanos de los que disponía, intentaba una y otra vez darle a la conversación un giro distendido, la temperatura de la reunión descendió hasta el punto de congelación. La cena no había llegado aún al postre y ya se había extendido un silencio glacial. Cyril había logrado, con su casi sagaz instinto para los puntos débiles, incomodar a cada uno de los presentes.
Cuando finalmente fueron servidos moka y coñac, y para las damas un licor de menta, el consejero honorario ofreció mostrar su colección de pinturas a sus invitados interesados en el arte. Todos aceptaron, también Lord Abercomby, para silencioso disgusto de todos.
Atravesando varios pasillos y un invernadero, se llegaba a una especie de puerta blindada provista de varios cerrojos, palancas y ruedas. El señor von Erschl utilizó un manojo de llaves y movió a continuación en un determinado orden las palancas y ruedas.
—Como se trata de objetos de considerable valor —rezaba su comentario—, es preciso, por desgracia, tomar hoy en día medidas de protección.
Una vez abierta la puerta, los reunidos entraron en un cuarto sin ventanas que fue iluminado por lámparas de araña de gas adosadas a las paredes. Apelotonados unos junto a otros colgaban allí cuadros de todos los tamaños y con gruesos marcos dorados. Con manifiesto orgullo de propietario, el consejero honorario presentó en primer lugar las obras maestras de su colección, el Retrato de viejo con pipa de Rembrandt, un Pequeño entierro de Cristo de Durero, un boceto a sanguina de una Virgen con niño de Raffael y el Retrato de un comerciante desconocido de Tiziano, al tiempo que no evitaba comentar el precio pagado por cada obra. El resto de los cuadros era en su mayoría de pintores contemporáneos, gran parte de ellos principalmente escenas de género y representaciones de escenas históricas o mitológicas, como «Sansón y Dalila», «La muerte de Sigfrido» o «El viejo Fritz y el molinero». Los precios, también aquí mencionados, eran por supuesto más modestos.
—Lo considero una inversión —explicó, a modo de disculpa, el consejero honorario—. Por supuesto, en tales ejercicios de especulación siempre hay cierto riesgo. Pero según la opinión de todos los expertos, que naturalmente he recabado antes de la compra, el valor subirá considerablemente.
Una vez que los invitados expresaron su obligada fascinación, volvieron al salón. Al cabo de un rato el anfitrión advirtió la ausencia de Lord Abercomby.
—Dios mío —le dijo en voz baja a su hija—, espero no haberlo dejado por despiste encerrado en la pinacoteca.
—Dame las llaves —respondió ella, también en voz baja—. Iré a ver. Preocúpate solo de tus invitados, papaíto.
Efectivamente, encontró al Lord en la galería de los cuadros, aunque él parecía no haberse percatado en absoluto de que se habían olvidado de él. Se encontraba abstraído, inmóvil, en la contemplación de una obra. Ella se acercó a sus espaldas; miró por encima de su hombro, pero tampoco de aquello parecía percatarse.
—Un cuadro extraño, ¿no es verdad, Milord? —dijo ella—. Lleva por título La meta de un largo viaje. Quizás pueda usted aclararme por qué se llama así.
Como Lord Abercomby seguía sin reaccionar, continuó en un tono lo más natural posible:
—Papaíto lo trajo hace un par de años de Nápoles. Un marqués arruinado se lo tuvo que dar debido a ciertas deudas. Si recuerdo bien, su nombre era Tagliasassi o algo parecido. ¿Conoce quizás esa familia, Milord?
El persistente silencio del invitado comenzó a ponerla nerviosa.
—Si le molesto con mi cháchara, dígamelo con toda confianza, ¿no? ¿Cree usted que este cuadro es valioso? Usted seguro que entiende más al respecto que todos nosotros. Sin duda posee el valor de la rareza. Nos dijeron que de ese pintor solo existen veinte o treinta. Se llama… espere usted, ahora no caigo… se llama Isodorio Messiú. ¿Ha escuchado usted ese nombre alguna vez? ¿No? Nosotros tampoco. Papaíto dice que quizás era alemán. Por qué entonces acabó residiendo en Nápoles no lo sabe nadie. Por cierto, todos sus cuadros parecen ser igual de extraños, iglesias explotando, palaciegos mausoleos, ciudades fantasma… Yo solo soy una muchacha ignorante y no entiendo de cosas así, pero, ¿no cree usted también que… me refiero, de algún modo… debía de estar loco?
Cyril continuaba inmóvil y la señorita Isolde ni tan siquiera estaba segura de si la había escuchado. Ella miraba fijamente el cuadro por encima de sus hombros.
No era especialmente grande, al menos en comparación con las otras obras de la colección. Quizás sesenta centímetros de ancho y ochenta de alto. Mostraba un desierto rocoso bajo la brillante luz de la luna, aunque en el nocturno cielo negro no se veían luna ni estrellas. Bizarras formaciones montañosas cerraban al fondo un amplio valle en cuyo centro se elevaba un gigantesco peñasco con forma de seta, carcomido por cuevas y grietas. Ningún sendero que condujese por esa cristalina roca a la cima, ninguna escala o escalinata, ningún ascensor comunicaba el fondo del valle con la cima. Sobre ella se alzaba un palacio de ensueño de lechosa adularia irisada, semitransparente, con numerosas torrecitas y cúpulas, saledizos y balcones. En los nichos de los muros y en las balaustradas de las terrazas había por doquier figuras de color hueso que eran reconocibles a pesar de su diminuta pequeñez. Había caballeros barbados con armaduras fantásticas y hadas tocadas con coronas de flores, dioses con cabezas de animales y demonios, penitentes con capucha y reyes coronados, había bufones y ángeles, tullidos y parejas de amantes, niños bailando en corro y ancianos encorvados por la edad. Cuanto más descansara la mirada sobre la pintura, más detalles se apreciaban, inagotables cual abigarradas imágenes del sueño o del delirio. Todas las ventanas del palacio estaban iluminadas, como si en su interior se celebrase una bulliciosa fiesta alumbrada con velas. Pero solo en una de ellas, la situada sobre el gran pórtico de entrada cerrado, se podía distinguir la silueta de una persona, la mano en alto en gesto de saludo o de defensa.
—¿Puede usted imaginarse —volvió a interrogar de nuevo la señorita Isolde, acercándose al invitado— que mamá se horroriza ante este cuadro? Siempre pasa deprisa ante él. ¿Se ha dado usted cuenta también? Pero quiero confesarle, Milord, que a mí no me sucede nada distinto. Siento también cierto temor. Tiene algo… ¿cómo puede expresarse? Ayúdeme usted, Milord, dígame, qué impresión le produce a usted…
Ella le observó de reojo y se asustó.
—Pero, ¿qué le pasa, Milord? Está usted llorando…
Cyril se giró de modo abrupto y se marchó con pasos rígidos del lugar. La señorita Isolde lo siguió con la mirada, perpleja. Momentos después entró la esposa del consejero honorario.
—Hijita, ¿qué haces aún aquí? —exclamó—. Todos te están esperando, desean que nos cantes algo. También el señor Katz lo ha pedido. ¿Dónde está el desvergonzado inglés? ¿No estaba aquí?
—Sí —dijo la señorita Isolde, y miró a la madre con ojos muy abiertos—, figúrate, mamá, estaba en absoluto silencio frente a este cuadro y las lágrimas le caían por las mejillas. El Lord lloraba, yo misma lo he visto.
Madre e hija regresaron junto al resto de los invitados e informaron de lo sucedido. Lord Abercomby, entretanto, se había marchado sin dar una explicación o mostrar su agradecimiento. Todo lo sucedido era una nueva demostración de su excéntrico carácter, algo en lo que coincidían todos los invitados, quienes, esa velada y de modo excepcional, no tuvieron que esforzarse en exceso para encontrar tema de conversación.
A la mañana siguiente, el consejero honorario recibió una carta de Lord Abercomby que no contenía ni la más mínima referencia o excusa por su intolerable comportamiento, sino tan solo una petición, casi en tono de orden, de transferirle lo más raudo posible la pintura de Isidoro Messiú de título La meta de un largo viaje. Se encontraba dispuesto a pagar por ella cualquier suma deseada.
Jakob von Erschl escribió, igual de breve y concisamente, que no pensaba hacerlo.
Aquella misma tarde, en su palco de la ópera —en el escenario algunas orondas damas con cola de sirena cantaban en ese momento «wagalaweia»— le comunicó a su esposa en breves palabras las pretensiones del Lord.
—¿Por qué no le vendes el cuadro? —preguntó ella susurrando—. A mí de todos modos no me gusta y a ti tampoco te importa mucho. Quiero decir, si la oferta es realmente adecuada…
—No lo haría ni aunque fuesen mis viejas pantuflas —respondió encolerizado.
—¿Por qué no? —quiso saber ella—. Algunos ingleses tienen manías —ella dijo «minías».
—Algunos ingleses —contestó él— parecen creer que a nosotros solo nos interesa el dinero. Eso quizás se corresponda con la pérfida Albion, pero en Alemania aún creemos en los ideales.
La esposa del comerciante honorario miró a su marido un instante de reojo. Conocía su expresión cuando se obcecaba.
—En eso llevas toda la razón, Jakob, querido —dijo ella, conciliadora—. Y dinero, al fin y al cabo, tenemos suficiente.
—Ese británico arrogante debe aprender —gruñó el señor von Erschl— que no todo puede comprarse con dinero en este mundo.
Desde el palco vecino se asomó un caballero con monóculo y lanzó una mirada reprobadora. La esposa del comerciante honorario dio una palmadita a su marido en la rodilla e hizo «¡pst!». Ambos devolvieron entonces su atención de nuevo hacia las damas con cola de sirena en el escenario. Seguían cantando «wagalaweia». No se habían perdido nada.
A la misma hora, la señorita Isolde yacía en casa en su recámara; con la barbilla apoyada en la mano, se contemplaba pensativa en el gran espejo de mano de su alcoba. Se había excusado de la visita conjunta a la ópera alegando una supuesta indisposición. Quería estar a solas para poner en claro sus sentimientos, que habían entrado en ebullición.
Se dice que los hombres están tan indefensos ante las lágrimas femeninas porque, en su ignorancia de su verdadero significado, las identifican con las suyas. Aun suponiendo que esta afirmación sea cierta, debe mencionarse que las mujeres poseen en este punto un instinto considerablemente más sutil. Precisamente porque conocen la diferencia entre el significado de las lágrimas masculinas y las propias, están desarmadas ante aquellas. Un pétreo rostro masculino por el que se desliza una lágrima hará derretirse cualquier corazón femenino.
La señorita Isolde había descubierto la verdad sobre Cyril Abercomby en un solo y clarividente instante. Ella sabía ahora que él era un ángel caído que, como el Lucifer de Dante, esperaba en el hielo eterno de su soledad a ser redimido por el amor de una mujer. En todas las novelas que ella había leído, la medida para la magnitud de un amor era el sufrimiento que provocaba. Sabía o presentía que le costaría un sufrimiento atroz salvar de las tinieblas al ángel caído y se preguntaba si disponía de suficiente fuerza para ello. Una y otra vez se miraba interrogadora en el espejo. Su rostro inocente y redondeado de jovencita no se ajustaba en absoluto a la dimensión de aquella tarea. Pero eso cambiaría. Pronto el dolor espiritualizaría sus facciones, pronto tendría un verdadero destino y todas sus amigas volverían sus miradas hacia ella.
Lord Abercomby estaba frente a la ventana de su suite principesca en el hotel Del Romano y contemplaba la nocturna Fráncfort. El sirviente Wang trajo la cena con sigilo, pero su señor la rechazó con un gesto de la mano, sin tan siquiera girarse. El sirviente se lo llevó todo de nuevo sin hacer un solo ruido.
¿Qué tenía aquel cuadro para afectarle tanto, para literalmente conmocionarle? Desde luego no se trataba de su valor artístico, aunque, con certeza, fuese considerable. Pero las cuestiones artísticas, antes como ahora, interesaban a Cyril solo de modo secundario. No, se trataba de algo distinto. Aquella pintura encerraba un mensaje personal para él, íntimo incluso, una embajada que no entendía, al menos de momento, pero de la que sabía con meridiana claridad que estaba destinada solo a él, en exclusiva, entre todos los habitantes de esta tierra, un mensaje a través de los siglos que a nadie salvo a él concernía. En la realidad exterior no había podido encontrar nada a lo que se sintiese unido, como otras personas se unidas a su hogar. La idea de buscar en el reino de lo imaginario, en el arte, no se le había ocurrido nunca. Pero ahora, de pronto y sin esperarlo, se veía confrontado con su más íntimo secreto. Y saber que se encontraba en manos ajenas y que podía ser observado por ojos extraños y estúpidos, le provocaba un malestar físico, como a un amante celoso la exhibición de su prometida desnuda.
Todos los sentidos y esfuerzos de Cyril, cada fibra de su, como sabemos, admirable existencia, se dedicó desde aquel momento a un solo objetivo. Como un conjunto de limaduras de hierro que de pronto por la fuerza de un imán se dirigen a un polo, su vida hasta entonces caótica había encontrado de un golpe su mágico centro. El título del cuadro, La meta de un largo viaje, tenía para él un significado muy especial. Quería aquella pintura. Tenía que poseerla a cualquier precio. Y sabía de antemano que lograría esa «meta», right or wrong.
El rechazo de su oferta de compra lo sumió en un principio en la perplejidad, porque el precio que hubiese estado dispuesto a pagar habría sido considerable. No obstante, tales dificultades excitaron su espíritu de lucha y solo intensificaron su determinación.
Durante las semanas siguientes bombardeó al consejero de comercio con ofertas cada vez más elevadas, a menudo más de una vez al día, hasta que la suma alcanzó una cantidad absurda. Al principio había estado seguro de que el sentido comercial del banquero acabaría saliendo triunfante frente al resto de razones que tenía para no desprenderse de la obra, pero este dejó incluso de contestar. Cyril tuvo que comprobar con amargura que el impedimento no era el precio de venta, sino él como comprador. Posiblemente, el señor Erschl habría entregado la obra por unas condiciones razonables a cualquier otro interesado. Se negaba a entregárselo, por resentimiento personal, únicamente a él.
Para sortear ese posible obstáculo, Cyril encargó la compra de la obra a diversos renombrados marchantes de arte, incluso hizo venir a uno desde París. Les dio poderes absolutos bajo la condición de que su nombre no fuese mencionado bajo ningún concepto durante las negociaciones. Pero, por supuesto, Jakob von Erschl se olió la artimaña y aquellos intentos también fracasaron.
Cyril comprendió que el desafío era mucho mayor de lo imaginado. El propio destino parecía haber decidido ponerlo a prueba y el consejero honorario, en su obstinación, solo era su tozudo instrumento. Muy bien, si se trataba de una lucha a vida o muerte, él, Cyril Abercomby, estaba dispuesto. En la guerra todos los medios son válidos para alcanzar la victoria. Y como el destino, como de nuevo se demostró aquí, no le permitía elegir las armas, tampoco le quedaba a él razón alguna para tener escrúpulos morales.
Cyril viajó a Londres y se hizo anunciar ante uno de los directores del Banco de Inglaterra para una conversación urgente «por un asunto muy personal». Al ser uno de los clientes más acaudalados, fue recibido de inmediato con la mayor cortesía.
El director se llamaba John Smith y, al igual que su nombre, todo lo demás era también de una mediocridad perfecta. Contaba alrededor de cincuenta años, tenía un rostro absolutamente insignificante vacío, y su traje, su figura, su pequeño bigote, todo era anodino, un camuflaje magistral, por así decirlo. Su único rasgo personal era un pequeño tic en el párpado derecho que le hacía guiñar de vez en cuando.
Ambos se encontraban sentados uno frente al otro en hondos sillones en un despacho revestido de roble. Mr. Smith ofreció puros y jerez y comenzó hablando del tiempo que para la época del año —era principios de marzo— era insólitamente cálido. Entonces hubo una pausa en la conversación.
—Debo suponer —interrumpió Cyril finalmente el silencio— que nada de lo que hablemos saldrá de aquí.
—Por supuesto, Milord —respondió Mr. Smith—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Le dice algo el nombre de Jakob von Erschl?
—Por supuesto, Sir. El banquero de Fráncfort, ¿verdad? Uno de nuestros más fiables socios en el continente. Aunque solo desde hace un par de años. No es una empresa con solera, si entiende lo que quiero decir.
Cyril chupaba de su puro y expulsaba el humo formando círculos.
—Parece que no tiene precisamente grandes simpatías hacia nuestro país.
—Es posible, Sir, pero negocio y simpatía no tienen por qué coincidir siempre.
Cyril asintió pensativo.
—Usted conoce, por supuesto, mi situación financiera. Si no me equivoco, mis medios me permiten realizar operaciones de cierto alcance.
—Eso es cierto, Sir.
—¿Cómo de elevadas considera usted mis posibilidades si se emplean de modo adecuado?
—No le entiendo, Sir.
—Quiero saber de usted, Mr. Smith, si mi fortuna me permite la posibilidad de arruinar al señor von Erschl.
El director miró de modo inexpresivo a su interlocutor durante algunos segundos. A continuación se puso en pie y trajo algunos breves dosieres de una pequeña caja fuerte que estaba oculta tras el revestimiento de roble. Ojeó los documentos, bebió un sorbo del jerez y carraspeó.
—Bien, me temo, Sir, que no será sencillo.
—Por eso estoy aquí —añadió Cyril, algo irritado.
—La primera posibilidad que debe probarse en tales casos —aclaró Mr. Smith— consiste en sondear las relaciones personales, es decir, las sociales y morales de una persona. Casi todo el mundo tiene algún pequeño secreto que prefiere no desvelar a la opinión pública.
En este punto, al director le afloró una sonrisa que de inmediato se diluyó en su inexpresivo rostro. Su ojo derecho guiñó.
—¿Se refiere usted —preguntó Cyril— a que debería hacer que lo vigilasen unos detectives?
—Eso no será necesario, Sir. Forma parte de nuestras venerables tradiciones estar lo más informados posible sobre cada uno de nuestros más importantes socios, también en todo lo que concierne a sus asuntos privados. Una simple medida de prevención, usted me entiende, Sir. En nuestros informes al respecto puedo ver, para mi pesar, Sir, que el señor Erschl no parece ser en ese sentido demasiado fértil. En confianza y entre nosotros, Sir, pasa sus tardes, bien con otros socios o a solas, en compañía de damas que se venden, pero no de las acordes a su propia reputación. Incluso parece tener una especial predilección por, cómo expresarlo, por placeres eróticos notablemente baratos. Resulta difícil decir si por ahorro o preferencia. Con ello podría causarle en cualquier caso algunos problemas sociales y familiares, Milord, pero para sus objetivos no será suficiente. Lo siento de veras, Sir.
—Bien —dijo Cyril—. ¿Qué posibilidades hay de llevarlo a la bancarrota?
El párpado derecho de Mr. Smith guiñó.
—¿De verdad quiere llegar tan lejos, Milord?
—¿Y por qué no?
—Perdone usted, Sir, pero, al fin y al cabo, no se trata de su sastre o del verdulero de la esquina. La dimensión de este propósito es, al menos, extraordinaria —el director lanzó de nuevo una larga mirada a sus documentos y continuó—. Sin duda, Milord, su fortuna le ofrece cuantiosas posibilidades. Con la cuidadosa y adecuada utilización de sus medios podría causarle a su adversario un no poco considerable daño. Con algo de suerte podría incluso llevarlo a estrecheces financieras. Pero debo advertirle de antemano, Sir, que nosotros no lo permitiremos.
—¿Por razones morales? —preguntó Cyril con una sonrisa sardónica.
—Oh, no, Sir. El Banco de Inglaterra no se considera el guardián de la moral…
—Precisamente —añadió Cyril.
—… pero tenemos cierto interés en mantener la estabilidad del banco de Erschl. Al menos de momento. Lo siento, Sir.
—En otras palabras, ¿también me las tendría que ver con ustedes?
—Por así decirlo, Sir, aunque solo indirectamente. Estamos hablando aquí de prioridades económicas y políticas internacionales.
—Cyril giró el vaso de jerez entre sus dedos.
—Usted dijo que «de momento», Mr. Smith. Supongamos por un momento que las prioridades cambian. Supongamos que lo intento entonces.
—Lo entiendo, Sir —respondió el director—. Ese señor von Erschl es considerado como una mente capaz en su materia. Le hablo en absoluta confianza, Milord. No debería usted iniciar una contienda así completamente solo, sin un adecuado asesoramiento. Nosotros, como le he dicho, no estamos en disposición. Tendría usted que buscar gente que realmente sea capaz de desarrollar y ejecutar los planes adecuados. Y eso en varios países a la vez. Aparte de los conocimientos en la materia, esa gente debería contar con la falta de escrúpulos necesaria para no asustarse ante ninguna medida que se les pidiese. Por otra parte, Sir, deberían serle de incuestionable lealtad, en caso contrario, su adversario podría volver con facilidad en su contra a su propio equipo. Temo, con franqueza, Sir, que sería muy difícil encontrar a personas así.
—Supongamos que, a pesar de todo, los encuentro —dijo Cyril—, ¿cuánto tiempo necesitaría, según su estimación, para acabar con el Banco Erschl?
—Bueno, Sir, debería tener algo de paciencia. No es algo que se haga de un día para otro, si es que en realidad puede hacerse.
—¿Cuánto tiempo?
—Es difícil de precisar. Depende de diversas circunstancias.
—¿Cuánto tiempo, entonces?
El ojo de Mr. Smith parpadeó nervioso.
—Bueno, Sir, creo que para un plan de tal envergadura debería emplear al menos cuatro, cinco, probablemente muchos años más.
—Demasiado tiempo —dijo Cyril, furioso.
Mr. Schmidt parecía aliviado.
—Eso pensaba yo, Sir. Sería realmente una especie, cómo expresarlo, una especie de tarea de por vida. Y nadie podría prever que al final no fuese usted mismo quien se arruinase. Eso resultaría muy doloroso para nosotros. ¿Puedo permitirme la pregunta de por qué causa toma semejante asunto en consideración?
—Estoy decidido a adquirir un determinado objeto de ese hombre, pero se niega, obstinado, a traspasarlo, sin importarle la suma que le ofrezca.
—¿Oh, de veras? Qué irritante.
—Le obligaré a vender, de un modo u otro. Téngalo por seguro.
—No lo dudo, Sir. ¿Y de qué objeto se trata?
—De una obra de arte —dijo Cyril; se puso en pie y cogió su sombrero y su bastón.
El señor Smith se quedó sentado y lo miraba atónito.
—¿La Mona Lisa, Sir, o la Venus de Milo?
—No, no —corrigió Cyril—, solo una obra cualquiera.
—Oh —dijo Mr. Smith, y guiñó.
Mientras acompañaba al cliente a la puerta, le hizo un comentario, en un inocente tono de broma:
—¿No sería mucho más fácil, Milord, casarse con la hija del propietario o, en caso de que ese sacrificio parezca demasiado elevado, dejar que un par de avezados ladrones roben la pintura?
Cyril se detuvo un instante y alzó la cabeza; a continuación se marchó sin despedirse. Mr. Smith cerró la puerta tras él, se sumergió en su sillón y dejó caer, distraído, las cenizas del puro en su jerez.
Por supuesto que Cyril no se había tomado en serio las últimas palabras del director cuando fueron expresadas, al menos, por el momento. Pero durante todo el viaje de vuelta a Fráncfort acudían sin cesar a su mente, como molestas moscas. Incluso se le aparecieron en sueños. La propuesta de robar la obra o hacerla robar ejerció una atracción fatal sobre la imaginación de Cyril. Aunque por un tiempo sus intenciones permanecieron muy difusas; por así decirlo, flotaban, porque para un plan concreto faltaba el punto de partida.
Cuando regresó a la suite principesca del hotel Del Romano, Wang le entregó de inmediato una misiva escrita sobre papel rosa con perfume de violetas, un olor que Cyril aborrecía desde siempre. El escrito había sido entregado al portero para el Lord por una persona desconocida. En escritura redondeada, de doncella, contenía los siguientes renglones:
Tú, que un alma gemela no hallaste,
que vagas solitario por un sendero perdido,
¿la flor al borde del camino no miraste?
Aquí florece un corazón humano que te ha entendido.
Tu amiga.
Pese o precisamente debido al pudoroso anonimato, no resultaba difícil para Abercomby adivinar quién era la emisora de la misiva. Este giro inesperado del asunto le vino, por supuesto, como anillo al dedo. Para ir con pasos seguros, encargó a Wang enterarse de cuándo acostumbraba la señorita Isolde Erschl a salir de casa. Tan pronto como se presentó la oportunidad, hizo que el botones del hotel le diese una carta en la que él le pedía concertar una cita y que firmó con un simple «Un amigo de las flores». Cuando la muchacha posó sus ojos sobre los renglones, se ruborizó y le dio al embajador un sobre que tenía preparado de antemano. Cyril encontró en él fijados un lugar y una hora.
La primera cita tuvo lugar, muy prosaicamente, a las diez de la mañana y, para colmo, en una confitería de las afueras. Transcurrió, como suelen invariablemente transcurrir tales encuentros, frío y formal. Isolde, por timidez, desconocía qué cara adoptar en una ocasión así, y Cyril se esmeró para que no notase lo ridícula que encontraba toda aquella situación. Sin embargo, a aquel primer encuentro siguieron pronto otros, y cada vez con un ambiente más distendido.
Cyril se esforzó, en la medida de lo que era capaz, por cautivar el corazón de Isolde o, para expresarlo de un modo menos eufemístico, provocar que la muchacha se doblegase a sus intenciones. Si lo lograba, tendría, por así decirlo, un pie puesto en el gabinete de pinturas de la pequeña Erschl. La única dificultad en tales esfuerzos radicaba en que carecía de experiencia en el arte de la seducción, por lo menos, en lo que concernía a sus propias capacidades. Su aspecto, eso lo sabía perfectamente, no resultaba precisamente atractivo para las mujeres. Hasta ahora nunca había utilizado su sentido e inteligencia con fines eróticos, pues su trato esporádico con el sexo femenino se había limitado a una relación comercial, utilizando su dinero en los correspondientes barrios de mala fama de cada ciudad. Pero, quien desee mentir con convicción debe de conocer la verdad, y él nunca se había interesado por ella. Así que, por el momento, se mantuvo más o menos dentro de las convenciones de la galantería; le entregaba grandes ramos de rosas rojas, le regalaba joyas y caros perfumes y le dedicaba originales cumplidos. Con todas aquellas acciones se sentía tremendamente incómodo, no porque mintiese, sino porque notaba que lo hacía de modo vulgar.
De nuevo acudió en su ayuda una circunstancia con la que no había contado. Pronto tuvo claro que no necesitaba esforzarse. Aparentemente, la muchacha, en lo que respecta a ofrecimientos masculinos, estaba mimada hasta el empalago y esperaba precisamente de él todo lo contrario a una euforia sentimental o declaraciones de amor. Al contrario, cuanto más frío y distante era su comportamiento, más entregada y sumisa se volvía ella. El papel que ella misma deseaba jugar en esta historia —algo que daba sobradamente a entender— era el de la sufridora y la sacrificada. A Cyril le resultó relativamente sencillo cumplir aquel deseo.
Como tenía reparos en ir a visitarlo al hotel, por el temor a que pudiese ser vista por algún conocido, Lord Abercomby, a través de su sirviente, alquiló como nido de amor una vivienda amueblada. Engalanada de palmeras, sinuosas otomanas, mesas turcas decoradas, cortinajes de terciopelo y lascivas figurillas de yeso, disponía, además, de varias salidas. El personal de la casa, un matrimonio de edad, vivía de la discreción y era por ello de confianza.
En su primera noche de amor —Isolde la llamó así, aunque tuvo lugar a las tres de la tarde, con las cortinas echadas— se puso de manifiesto que ella aún era virgen. Diez minutos después de que ya no lo fuese, le susurró al oído:
—Ahora soy tu mujer para siempre, mi amado. Te he ofrecido el mayor valor que poseía para demostrarte mi amor. ¿Me crees ahora?
Él se apartó de ella, encendió un puro, dio unas caladas haciendo algunos anillos de humo y respondió:
—Si de verdad alguna vez yo llegase a creer en el amor, me bebería una libra de estricnina, me dispararía una bala en la boca y al mismo tiempo me tiraría desde una torre alta para no fracasar en el intento. Ella lloró un poco, pero en el fondo estaba feliz, porque aquella respuesta le demostró una vez más cuán necesaria era la labor de redención que ella pretendía con él.
Desde aquel momento hubo una especie de regla fija en su relación, en la que él exigía siempre nuevas, arriesgadas demostraciones de amor incondicional y ella siempre se sometía a su voluntad. En ese altar sacrificó, paso a paso, su autoestima y su sentido de la decencia y la moral. Si su amado —así lo llamaba ella— vivía en el tenebroso centro del infierno, ella debía transitar el camino hasta allí para rescatarlo, aunque fuese con pies descalzos, sangrantes. Por fin tenía mucho que escribir en su diario y en algunas páginas cayó una lágrima.
En cierta ocasión Cyril expresó el deseo de que ella le trajese todas las llaves de la mansión paterna, incluidas las de la galería de pinturas.
—¿Pero para qué? —preguntó ella—. ¿Qué quieres hacer con ellas?
—Nada —dijo—, solo quiero ver quién te importa más, padre y madre o yo.
—Por favor, querido, no exijas eso de mí.
Él esgrimió una amarga sonrisa.
—De acuerdo, olvídalo. Me lo debería de haber imaginado.
—Pero explícame al menos para qué las quieres. No lo entiendo.
—Eso es, precisamente, mi querida niña. Hubiese significado mucho para mí que hubieses estado dispuesta a hacer algo por mí sin necesidad de comprender para qué y por qué. Pero, basta, no hablemos más de ello.
Isolde luchaba consigo misma. La manifiesta decepción de su amado hacía peligrar todos los esfuerzos realizados hasta entonces. Ella sentía cómo se le escapaba, y eso era insoportable. ¿Y qué importancia tenía entregarle las llaves?
—Está bien —dijo ella—, en cuanto se presente una ocasión favorable, lo haré. Solo espero que papaíto no se dé cuenta.
Cuatro días después trajo el manojo de llaves. El consejero honorario había salido de viaje y las había dejado en su escritorio.
—Pero cuando vuelva preguntará de inmediato quién las ha cogido —dijo ella, muy preocupada—. ¿Y entonces qué?
—No lo hará —respondió Cyril—, porque para entonces ya habrás llevado las llaves de vuelta. Solo quería ver si por amor hacia mí estarías dispuesta a robar a tu padre. Has superado la prueba.
Ella se colgó de su cuello, lo cubrió de besos y balbuceó:
—¡Gracias, gracias, amor mío!
Más tarde, mientras Isolde se bañaba, Cyril tomó cuidadosamente copias en cera de todas las llaves. Cuando ese día se separaron, llevaba en su bolso lo robado de vuelta a casa, orgullosa y feliz. No sospechaba que aquel había sido su último encuentro con Lord Abercomby.
Los verdaderos maestros entre los ladrones de arte se encuentran desde hace años en Italia, como todo el mundo sabe, y la creme de la creme entre los maestros, eso también es conocido, en Nápoles.
En aquel tiempo había allí uno de aquellos virtuosos de la profesión que gozaba de fama internacional, aunque nadie sabía con exactitud cómo se llamaba en realidad, pues oficialmente reinaba cierta confusión con respecto a su verdadero nombre. La lista comenzaba con Abacchiu, Rosario, pasaba por Pappalardo, Nazareno di, hasta Zanni, Eliogabale, casi sin faltar una letra del alfabeto. Para simplificar, en los círculos de los entendidos era llamado er professore.
Había logrado, por increíble que parezca, arrancar de la pared de la iglesia de Santa Maria della Montagna en Castell Ferrato sin un solo daño un fresco de Giotto de tres por cinco metros de grande. Después, sin ser molestado, atravesó con él el Adriático para hacérselo llegar a un príncipe montenegrino que esperaba adornar con él la capilla de su propio castillo. Había otras proezas del mismo estilo en su biografía, buena parte de ellas de su propia invención. Aun así, el resto habría sido suficiente como para justificar su reputación e impulsar a Lord Abercomby a entrar en tratos con él.
Er professore era un hombre pequeño, sumamente ágil, de alrededor de cuarenta años, con manos de delicadeza femenina y —algo poco común para un napolitano— pelo rojo y rizado. Vivía en una suntuosa villa en la que, de un modo u otro, tenía contratada a su muy ramificada familia. Al círculo de sus clientes y patrocinadores pertenecían, además de algunos importantes miembros de la Camorra, también un par de ministros y cardenales, incluso varios directores de museos nacionales y extranjeros, pues existían determinadas transacciones que llevadas a cabo de forma legal provocarían innecesarias molestias. Por consiguiente, la Policía se mantenía alejada de él en sus investigaciones. No podía imputarle absolutamente nada y no se esforzaba en demasía por cambiar la situación.
Era una tórrida tarde de agosto cuando Lord Abercomby se encontró frente a ese especialista, sentados en la sombreada terraza de su villa. Las cigarras interpretaban un concierto ensordecedor y se oía el murmullo de una fuente cercana. Lo que se habló solo lo supieron ellos dos, pero en el transcurso de la conversación Cyril le dio a su anfitrión las llaves de la casa Erschl, que había mandado copiar de los moldes de cera, además de un plano de la casa que había conseguido en el archivo del departamento de construcción de Fráncfort. El lugar en el que colgaba la obra deseada estaba marcado con tinta roja. A continuación le entregó un voluminoso paquete que contenía un adelanto en libras inglesas. Su visión llenó de entusiasmo al virtuoso, hasta entonces aún escéptico. Y cuando oyó el importe de los honorarios que estaba dispuesto a pagar su mandante a la recepción de la pintura en caso de éxito, sus vivos ojitos comenzaron a vibrar de codicia profesional. (Por cierto, él conocía el cuadro de Isidoro Messiú de las antiguas posesiones del Marchese Tagliasassi, y consideró la oferta como absolutamente exagerada, pero eso, por supuesto, se lo calló. Al fin y al cabo no se trataba de su dinero; al menos, de momento.)
Cyril se había presentado ante er professore con el nombre de Brown, pretendiendo mantener en secreto su verdadera identidad en este asunto. Er professore sabía, por supuesto, que el nombre era falso —quien se llama Brown se llama, en realidad, siempre de otro modo y presumiblemente no existe nadie que se llame realmente Brown— y Cyril sabía que él lo sabía. Aquello no afectó en absoluto a la relación de confianza necesaria para su negocio. Se llegó al acuerdo de que la deseada mercancía había de ser entregada el 15 de septiembre a las seis de la tarde en una determinada pensión en Estambul, de nombre «Golden Horn». Después se separaron, ambos en un estado de ánimo confiado.
Todo sucedió exactamente como se convino. El «Golden Horn» era un hotel de citas por horas cuya clientela se reclutaba principalmente entre las prostitutas del barrio en el que se encontraba. Cyril y el professore se encontraron en la planta superior, en una habitación repleta de cucarachas, desde cuya ventana se podía divisar por encima de los tejados hasta el Bósforo.
Una vez que la pintura fue desembalada y pagados los honorarios, el italiano titubeó en el momento de despedirse.
—No sé si tiene alguna importancia para usted, Mr. Brown —comenzó, al fin—, pero por desgracia se produjo un lamentable incidente al hacernos con el cuadro. Creo que es mi deber como socio del negocio informarle al respecto.
Puesto que advirtió la mirada de extrañeza de quien tenía enfrente se apresuró a explicar:
—Oh, no, no me malinterprete. No quiero de ninguna manera negociar un aumento de los honorarios. Estoy más que contento con lo que he recibido. Se trata más de un, ¿cómo decirlo?, de un trágico accidente que no estaba en absoluto previsto. Por supuesto que forma parte del riesgo de mi profesión y evidentemente asumo toda la responsabilidad. No quiero mermarle la alegría por la obtención de esta obra de arte, Mr. Brown, pero es imprescindible que sepa usted que en lo posible debe mantenerse en secreto su posesión, al menos durante los próximos diez años. Para resumirlo: se ha mezclado en el asunto un indeseado socio, del que no será tan fácil deshacerse. ¿Entiende usted de qué le hablo?
—¿De la muerte? —preguntó Cyril.
Er professore se santiguó y suspiró. Su rostro adquirió una expresión de preocupación.
—No estaba en absoluto previsto en nuestro programa que el consejero honorario apareciese en persona en la galería de las pinturas, ya que eran las dos de la madrugada y tendría que haber estado durmiendo. Pretendía impedir que abandonásemos la estancia y comenzó a gritar. Mis dos asistentes tuvieron que reducirlo. Lo maniataron y amordazaron. Créame, Mr. Brown, no queríamos causarle ningún daño serio, pero, por la sangre de San Genaro, ¿como podríamos haber sospechado que el hombre tenía una congestión nasal y no estaba en condiciones de respirar por la nariz? Al día siguiente nos enteramos por la prensa de que lo habían encontrado asfixiado. Lo siento de veras; el asesinato no es uno de mis métodos.
Cyril, impávido, miró fijamente el cuadro apoyado en la pared. El sol en su ocaso arrojaba sobre él una franja de luz roja a través de la ventana.
—Por desgracia, eso no es todo —continuó el italiano—. No sé hasta qué punto conocía usted a la familia Erschl, Mr. Brown, pero seguramente sabe usted que el consejero honorario tenía una hija que parecía estar muy unida a él. Al vernos obligados a permanecer una semana inmóviles y escondidos antes de poder cruzar la frontera, tuvimos oportunidad de informarnos de toda la tragedia por las noticias de los diarios. La hija —creo que se llamaba Isabella— desapareció dos días después de la muerte del padre. Encontraron una carta de despedida en la que se declaraba cómplice porque, como decía textualmente, ella le había prestado un sucio servicio al diablo. Nadie supo, por cierto, a quién o a qué se refería con ello. Poco después pescaron su cadáver en el río… ¿Cómo se llama aquel río?… El Meno, creo. Al mismo tiempo comprobaron que estaba embarazada.
Cyril se levantó de súbito y se acercó a la ventana.
Er professore observó su espalda y asintió con la cabeza. Tras una breve pausa continuó:
—La madre se encuentra desde entonces en un sanatorio mental. No pude enterarme de nada más.
—Es suficiente —dijo Cyril, en tono apagado—. Está bien, le estoy agradecido por la noticia. Que le vaya bien.
—A usted también, Mr. Brown —respondió el otro, se marchó y cerró sin ruido la puerta tras de sí.
Lord Abercomby encargó a un herrero turco hacerle un cofre con las medidas de la obra, una armazón de acero plateado, acolchado en su interior con terciopelo azul, por fuera delicadamente cincelado y provisto de una cerradura secreta que nadie que no conociese una combinación de palabras árabes, que el propietario podía renovar en cualquier momento, podría abrir. Este contenedor servía por supuesto menos como medida de precaución contra eventuales robos que como protección frente a miradas ajenas. Ni siquiera Wang, el único en quien Cyril confiaba, volvió a ver nunca la obra en los años siguientes.
De vez en cuando, el Lord se encerraba durante horas. Después extraía la pintura de su armazón de acero, la colocaba frente a él y la contemplaba. Resulta difícil describir lo que le pasaba por la cabeza durante tales meditaciones. Él mismo carecía de palabras para expresar las extrañas sensaciones que lo invadían. Ahora tenía claro —y en ningún momento lo olvidaba— que no tenía ante sí otra cosa que un lienzo pintado, una obra imaginaria, la representación en dos dimensiones de un paisaje y un ficticio edificio, y a pesar de ello era capaz de literalmente penetrar y salir del edificio por un medio incomprensible para él. Como en un sueño despierto, transitaba cada vez por nuevas estancias, habitaciones, salas, pasillos, subía y bajaba escalinatas. Nada de aquello se apreciaba a simple vista en el cuadro; más bien se encontraban tras la fachada de aquellas ventanas iluminadas por velas, pero a pesar de ello, estaban allí, sin variación, y en ningún caso sujetos al ánimo o la fantasía del soñador.
Cuantas más veces realizaba Cyril tales excursiones, más cómodo se encontraba. Pronto no solo estuvo ya en disposición de dibujar planos y representaciones de cada planta, podría también haber realizado un inventario de todos los muebles y objetos, todos los tesoros, libros y rarezas que contenía el palacio de adularia.
Cada vez estaba más convencido de que solo había una explicación para aquella asombrosa realidad paralela que experimentaba a diario: era imposible que la obra se debiese a la imaginación de un pintor. El edificio tenía que existir realmente en algún lugar y el artista simplemente lo había copiado con fidelidad absoluta. No podía ser de otro modo. ¿Cómo si no podría Cyril acordarse con exactitud de cada detalle? Si se trataba de un recuerdo significaba que debía de haberlo visto alguna vez, incluso haberlo habitado. Y ese no era el caso, como sabía con la misma seguridad.
«Recuerdo», ¿qué significa en realidad esa palabra? Qué deshilachado es el conocimiento que edificamos con ella. Lo que hemos dicho, leído y hecho hace un momento, deja de inmediato de ser la realidad. Solo existe en nuestra memoria, y así toda nuestra vida, todo nuestro mundo. Lo que podemos llamar real solo es un momento infinitesimal del presente que ya ha pasado en cuanto queremos recordarlo. ¿Cómo podemos estar seguros de que no hemos sido creados esta mañana, hace una hora, hace un instante, con una memoria ya elaborada de los pasados treinta, cien o mil años? No podemos estar seguros puesto que no sabemos qué es en realidad el recuerdo y de dónde procede. Pero si se comporta así, si el tiempo no es otra cosa que una especie de modo y manera de cómo nuestra consciencia percibe un mundo que carece de tiempo, ¿por qué no habría entonces de haber un recuerdo de algo que sucederá en realidad en un próximo o lejano futuro?
Tales disquisiciones movieron a Lord Abercomby a reanudar de nuevo su antigua vida de viajero. A excepción de algunos paréntesis, nunca la había dejado, pero ahora adquirió una meta completamente distinta y concreta. Decidió encontrar aquel palacio de adularia que mostraba el cuadro de Isidoro Messiú y tomar posesión de él.
Aunque las posibilidades del lugar en el que se encontraba ubicado eran incalculables, seguían sin ser infinitas, pues el cuadro mostraba un desértico valle de rocas rodeado de un anillo de bizarras formaciones montañosas. Por supuesto, lo mismo podía estar en Islandia que en los Andes o el Cáucaso…
Ocho años empleó Cyril en su búsqueda, aunque, al contrario que en la primera mitad de su vida viajera, se acostumbró pronto a renunciar a cualquier comodidad de la vida civilizada (por mucho que Wang, su fiel sirviente, se esforzase al máximo por hacerle a su señor lo más soportables posible las penalidades). El cuadro en su armazón de acero lo acompañaba a todas partes y no pasaba un solo día sin que Cyril lo contemplase.
Viajaba a Europa con cada vez menor asiduidad. En realidad, solo lo hacía para someterse a cierto tratamiento médico. Había cumplido ya los cuarenta y cinco años y sufría cada vez más de pérdida de equilibrio. El único capacitado en aquel tiempo en ese terreno era un médico de Bolonia. Durante el tratamiento, que recibía una vez a la semana, el Lord vivía en el Danieli de Venecia.
Era noviembre y la ciudad de la laguna estaba envuelta en una densa y húmeda niebla, como un fantasma en su velo áurico. Desde la habitación de su hotel, Cyril no podía divisar ni tan siquiera el contorno de Santa Maria della Salute, al otro lado del Canale Grande. Como aún era la primera hora de la tarde, se dispuso a dar un paseo por las callejuelas. Desembocó, sin en realidad habérselo propuesto, en aquella parte de la ciudad que llaman il ghetto, la fundición, y del que todos los barrios del mundo habitados por judíos tomaron su nombre. La niebla se fue haciendo cada vez más espesa, irrumpió la noche y cuando Cyril pasó finalmente por quinta vez por delante de la vieja sinagoga, tuvo que admitir que se había perdido sin remedio. Pero el barrio parecía muerto. No encontró a nadie a quien poder preguntar por el camino, ni siquiera una luz detrás de alguna ventana parecía indicar la existencia de un alma viva. Un puente de alta bóveda lo condujo a una callejuela que era tan estrecha que con los brazos extendidos podía tocar las paredes de ambos lados. Hacia arriba se acumulaban, apiladas y sin orden, las desconchadas fachadas con varias plantas de altura. Con la niebla y la sobrevenida oscuridad, la callejuela se asemejaba a un oscuro desfiladero. Calle della Genesi, leyó Cyril en una placa de mármol en la pared.
Siguió adelante a tientas y pronto se halló ante una puerta que cerraba la callejuela. Un farol iluminaba el rótulo sobre la puerta. Al modo ingenuo de las imágenes de las aleluyas, mostraba un grupo de cazadores medievales que mataban un ciervo saltarín. Extrañamente, el ciervo no era otra cosa más que la nube de flechas que le habían disparado los cazadores. La representación fascinó a Cyril. No supo leer las letras hebreas que lo coronaban, pero sí el nombre del dueño del establecimiento: Achashver Tubal. Apretó el picaporte y entró.
Lo recibió una amplia bóveda iluminada tenuemente por unas pocas lámparas y desdibujada al fondo en la penumbra. El espacio estaba completamente vacío, solo en el centro había un grandioso escritorio y detrás un hombre en tirantes y con manguitos negros. Era extraordinariamente alto y ancho de hombros y llevaba en la cabeza algo que en otros tiempos debía de haber sido un sombrero de copa. Su cara carecía de barba y Cyril se asustó un poco al verlo. No parecía simplemente viejo, parecía esculpido en lava gris, macizo y pesado. Las cuencas de sus ojos eran oscuras y de su profundidad emanaban dos brillantes destellos.
—¿Qué desea el caballero? —preguntó el viejo con voz profunda, ronca, que resonó en la bóveda.
—He visto por casualidad el rótulo de su establecimiento—respondió Cyril, lo más naturalmente posible— y me interesaría saber qué significa.
—Veamos —dijo el viejo—, significa lo que usted ve. La nube de las flechas forma en el suelo la figura del ciervo al que han disparado los cazadores. Así es. ¿Por qué pregunta el caballero?
—Al no saber hebreo —respondió Cyril—, no podía leer la inscripción que lo corona.
—Buscad y encontraréis, eso dice la inscripción —explicó el viejo—. Como cristiano quizás debería conocerla.
—En efecto —confirmó Cyril—. Por lo tanto, este establecimiento es algo así como una oficina de objetos perdidos, imagino.
—Exacto —dijo el viejo y asintió despacio con la cabeza—. En su movimiento y voz había un cansancio infinito.
Cyril miró a su alrededor.
—Dígame, signor… Tubal, si no me equivoco.
El viejo volvió a asentir.
—Exacto.
—Esto está muy vacío, signor Tubal.
—Sí —dijo el viejo—, vacío.
—Entonces, ¿con qué comercia usted?
—No es como ustedes creen.
—¿Y cómo creemos que es?
—Que aquí se encuentra lo que otros han perdido. Así lo cree el caballero.
—¿Entonces, cómo es?
Tubal sacudió su cabeza.
—Buscad y encontraréis, eso lo dijo quien nunca ha existido. Pero muchos han creído en él y lo han buscado, por eso existe ahora. Así es.
—¿Cómo sabe usted de modo exacto que nunca existió?
El viejo lanzó una penetrante mirada a su visitante.
—Yo sí —murmuró, y parecía como si estuviese hablando consigo mismo—. Yo lo sé. También yo he buscado algo. Hace mucho tiempo. Hace muchísimo tiempo. Pero lo he olvidado. Ya no busco nada.
Cyril se sentía algo confuso. El tono patético con el que el viejo manifestó su confuso enredo llegó incluso a irritarle. Enervado, preguntó:
—Pero usted debe de vivir de algo, ¿no?
Tubal asintió de nuevo.
—Hay que vivir, cuando no se puede morir. Solo queda cuestionarse lo que se desea. ¿Sabe el caballero lo que desea?
—Oh, sí —dijo Cyril—, eso lo sé. A pesar de ello, no logro encontrarlo.
—Malo —juzgó el viejo—, quizás no ha buscado usted de modo adecuado.
—¿Y cómo se busca de modo adecuado?
—Bueno, como los cazadores lo hacen con el ciervo.
—En confianza, no lo entiendo.
—No lo entiende usted —repitió Tubal, pensativo—. Ya sé, ya veo. Por eso acudió usted a mí. Eso me honra. ¿Quiere el caballero aprender la búsqueda de mí?
—Se lo pido —respondió Cyril, irónico—. ¿Cuánto pide por ello?
—Nada —dijo el viejo, y se inclinó un poco—, pero debe saber que está prohibido. ¿Desea a pesar de ello aprenderlo?
—¿Prohibido? ¿Por quién?
—Por Dios —respondió Tubal—. ¿Cree el señor en Dios?
—Aún no nos han presentado —respondió Cyril, desabrido.
—Pero que Dios —continuó el viejo— creó el mundo y los hombres en siete días, ¿eso lo sabe usted?
—He oído al respecto —juzgó Cyril.
—Eso está bien —aclaró Tubal—, pero es solo la mitad de la verdad. Dios ha creado el paraíso y a los hombres. Le quitó el paraíso y el hombre creó el mundo para vivir en algún lugar. Y el hombre continúa creando el mundo.
—Eso es algo que no me preocupa —dijo Cyril—. No veo qué tiene que ver todo eso con mi pregunta.
El viejo suspiró y reflexionó durante un rato.
—Había un hombre —comenzó, finalmente—, quizás haya oído hablar de él, que hace un par de años excavó los restos de la vieja ciudad de Troya.
—¿Se refiere usted a Heinrich Schliemann?
—Sí, a él me refiero. Schliemann, así se llamaba. ¿Cree usted que fue Troya lo que excavó? Seguro, era Troya. ¿Y por qué era Troya? Porque la había buscado allí, al igual que los cazadores que matan al ciervo. Por eso estaba allí Troya. ¿Comprende el caballero a lo que me refiero?
—No estoy seguro —reconoció Cyril—. ¿Quiere usted afirmar que antes no había nada allí?
Tubal volvió a mover su enorme cabeza y chasqueó casi inaudiblemente la lengua.
—¿Por qué no entiende usted? Si lo encontró es porque siempre estuvo allí.
Durante un rato hubo un silencio; a continuación, el viejo produjo un sonido de jadeo que podía ser una ahogada carcajada.
—Todo lo encuentran los hombres así: los huesos de monstruos prehistóricos y humanos primitivos. ¿Por qué? Porque buscan. Así han creado el mundo, pieza a pieza, y dicen que fue Dios quien lo creó. Pero mírelo, este mundo, tal como es ahora, lleno de errores y contradicciones, lleno de crueldad y violencia, lleno de codicia y sufrimiento sin sentido, en lo grande y en lo pequeño. Y ahora, dígame: ¿cómo puede Dios, al que llaman el justo, el sagrado, haber creado tanta imperfección? El hombre es el creador de todo y lo desconoce. No quiere saberlo, porque se horroriza de sí mismo, y con razón. Colón, cuando descubrió el Nuevo Mundo, tampoco quiso creerme cuando le dije que lo había logrado por el hecho de haberlo buscado, porque creía que buscaba otra cosa.
—Un momento —interrumpió Cyril—, eso fue hace más de trescientos años, si no me equivoco. ¿Y usted asegura haber hablado con él?
Los brillantes destellos en los profundos ojos de Tubal ardieron un instante y a continuación volvieron a apagarse.
—No entiende usted. Pero, por favor, carece de importancia. No hablemos de mí. Estoy cansado.
—Escuche usted, caro amigo —intentó ceder Cyril—, encuentro sumamente interesantes sus ideas…
—¿Soy un filósofo? —le preguntó el viejo—. ¿Soy un teólogo? No se trata de ideas. ¿Por qué no lo entiende? Haría usted bien en aligerarse si aún desea encontrar lo que busca. Pronto no quedará más espacio, pronto todo estará completado y llegado a su fin.
Le hizo un gesto a su cliente para que le siguiera y lo guio hacia el último rincón del espacio abovedado. Había allí un gran globo terráqueo, casi de la altura de un hombre. Tubal lo hizo girar.
—El caballero lo puede apreciar por sí mismo —dijo—, montañas, mares, islas, continentes; en todos sitios hay ya algo… Al principio todo estaba blanco y vacío. Ahora quedan pocos lugares libres. Buscaos uno, si lo deseáis.
Cyril clavó los ojos en el globo terráqueo que no cesaba de girar.
—¿Y qué, según su opinión, sucederá —preguntó— cuando se ocupe todo lo vacío?
El viejo volvió a emitir aquel sonido ahogado y a continuación dijo:
—¿Qué sé yo? Ya veremos. Quizás el fin del mundo. Es mi esperanza. Por eso me dedico a este negocio.
Cyril detuvo el globo. En el Hindú Kush aún quedaban algunas diminutas manchas blancas. Puso sus dedos encima.
—Aquí —dijo.
Tubal asintió y murmuró:
—Como guste.
De pronto, su rostro de color gris piedra se encontró muy cerca del de Cyril, parecía gigantesco como un monte rocoso, pero… En aquel mismo momento se transformó en el de un hombre bondadoso, algo cándido y desconcertado y con barba de tres días.
—Tranquilo, signore —dijo sonriente, con ánimo de alentarlo—, lo he pescado justo a tiempo. Todo está en orden.
Cyril fue consciente de que tenía la ropa empapada y pegada al cuerpo. Estaba en una góndola que se mecía. El hombre de la barba de tres días estaba inclinado sobre él.
—¿Quién es usted? —preguntó Cyril, que notó que le costaba trabajo hablar—. ¿Qué ocurre? ¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Por un pelo no se ha ahogado usted, signore —explicó el hombre—. Si no hubiese pasado casualmente y hubiese visto cómo se tambaleaba entre la niebla. Parece que ha perdido usted el equilibrio y cayó al agua. He tardado un poco hasta poder encontrarlo, ¡maldita niebla! Flotaba usted en el agua con la cara hacia abajo. No ha sido fácil sacarle.
—Gracias por haberse molestado —dijo Cyril, y se incorporó—. Por favor, acepte esto como recompensa.
Sacó su billetera reblandecida del bolsillo y se la entregó a su rescatador.
—No, por favor, signore —repuso él—, es, al fin y al cabo, mi obligación de cristiano —pero tomó finalmente la billetera y miró dentro. Lo que vio le sorprendió gratamente.
—Ha estado de celebración, ¿no es verdad? —dijo, riendo—. En alegre compañía no se tiene en cuenta un vaso más o menos. Se bebe y ya está.
—No estoy borracho —le comunicó Cyril—. ¿Me llevaría usted por favor al Danieli? Tengo frío.
—Sì signore —respondió el hombre, en tono comercial—. No está lejos. A solo dos minutos de aquí.
Cuando Cyril llegó a su habitación, se hubo secado y cambiado, abrió lo primero el maletín de acero y sacó el cuadro.
La imagen había desaparecido. Solo quedaba el lienzo vacío, algo resquebrajado.
El siguiente medio año lo dedicó Lord Abercomby a la cuidadosa preparación de una expedición al Hindú Kush. Estudió todos los mapas disponibles y fijó la ruta del viaje. Hizo listados de los equipos y provisiones necesarios. Cuando se supo que planeaba tal empresa, se presentaron todo tipo de interesados en participar. Escogió a tres, se citó con ellos y discutió todos los pormenores. El alpinismo apenas estaba desarrollado por aquel entonces. El único experto en la materia, si se puede decir así, era el sueco Thor Thorwald. El segundo hombre por el que se decidió Cyril era el polaco Andje Bronsky, profesor a pesar de su juventud y reconocido experto en más de veinte dialectos indios, paquistaníes y mongoles. El tercero, por último, fue Emmanuel Merkel, de Múnich, dibujante de temas científicos y pintor, que se había labrado cierta fama con diversas publicaciones.
Los cinco (Wang, por supuesto, era también de la partida) viajaron primero a Karachi y desde allí continuaron hasta Hyderabad, donde el viaje fue interrumpido durante dos semanas para reunir la mayor información posible sobre la región que tenían como meta de la expedición. Las verdaderas intenciones de la expedición, por cierto, no se las había revelado Lord Abercomby a ninguno de sus compañeros de viaje, ni siquiera a su sirviente. Oficialmente se trataba de intereses puramente científico-geográficos.
Desde Hyderabad el camino los condujo en dirección norte, siempre a lo largo del río Sindh, hasta Islamabad. Aquí se volvió a hacer una pausa para decidir todos los preparativos para alcanzar las desconocidas regiones montañosas del Hindú Kush. Necesitaron más de tres meses, puesto que, a pesar de la generosa oferta económica, la mayoría de los porteadores, muleros y sherpas contactados en los caravasares se negaron a participar en aquel, como ellos explicaron, plan disparatado.
Finalmente lograron encontrar poco a poco un total de dieciséis hombres, a los cuales la enorme cantidad de dinero que el Lord les ofreció les hizo olvidar su buen juicio. Que no se trataba precisamente de los hombres más capaces ni dignos de confianza lo tenía Cyril muy claro. Veinticuatro mulos fueron cargados con tiendas, material de equipamiento y alimentos. La partida se hizo con tiempo propicio y cielo despejado.
Desde Islamabad se siguió primero el curso del río, que pronto fue solo un raquítico riachuelo en un lecho de guijarros difícil del transitar. El colosal macizo de Nanga Parbat fue eludido rodeándolo por el oeste. Avanzar se hacía cada día más laborioso. Después de una semana, la caravana fue atacada por una manada de lobos que hacía días que la seguía y que había provocado el pánico de los mulos con sus cada vez más cercanos aullidos. Entonces, de pronto, en medio de la noche, las bestias atacaron el campamento y causaron terribles estragos. Eran gigantescos animales de color grisáceo oscuro, el doble de grandes que los lobos corrientes y aproximadamente en número de cien. Los porteadores, muleros y sherpas estuvieron de acuerdo en que habían sido demonios. Al despuntar el alba se descubrió que ocho de los mulos habían sido despedazados y otros cinco habían desaparecido. Tres hombres habían muerto, y de cuatro no había rastro alguno. El pintor Merkel estaba gravemente herido y tuvo que ser transportado en una camilla improvisada. De este modo, al cabo de diez días, la caravana llegó en un estado bastante lamentable al fin a la aldea de montaña de Chilas, formada por apenas unas casas.
Al enterarse los más viejos de la aldea de la meta de la expedición, prohibieron a su gente hablar con los extraños o entablar con ellos cualquier otro contacto, pues estaban convencidos de que los dioses de las montañas, por causa del proyectado sacrilegio, se podrían también encolerizar con ellos. Trataron a los intrusos como si no existiesen. Merkel murió y tuvo que ser enterrado lejos del pueblo.
La moral del equipo había descendido al mínimo. Thorwald propuso interrumpir la expedición y Bronsky lo secundó. Pero Lord Abercomby ordenó continuarla y todos obedecieron.
Pasados unos días, continuaron camino en dirección Tirich Mir y alcanzaron la región de los glaciares y los hielos perpetuos. El tiempo empeoró repentinamente. Se desató una tormenta, bandadas de nubes plomizas hervían y borboteaban sobre los escarpados de la montaña, cayó un alud y arrastró con él a otros cinco mulos y tres muleros. La noche siguiente, los seis que restaban decidieron en secreto volver de inmediato. Por miedo de no poder oponerse a la voluntad del Lord, lo hicieron sin comunicarlo y en sustitución del sueldo prometido se llevaron todas las mulas menos tres. Si después de aquello hubiese quedado una mínima posibilidad de supervivencia para los tres europeos y el chino, aquella consistía únicamente en un regreso inmediato. Pero Lord Abercomby los obligó a continuar.
Dos días después llegaron a un muro rocoso que había de ser superado en cordada. Se descargó a los mulos y se los mató de un disparo. Con ello, quedaba descartada definitivamente cualquier posibilidad de regreso. Cada hombre cargó con las provisiones que pudo. En el muro, que habían de superar en cordada, Bronsky cayó y arrastró consigo al sueco Thorwald. Wang solo pudo salvar a su señor, sobre el que descansaba el equilibrio de los dos camaradas fallecidos o inconscientes, cortando la cuerda.
Al otro lado del muro rocoso, encontraron una superficie inclinada de varias millas cuadradas, con varios metros de profundidad de nieve y por la que avanzaron a duras penas. Estaban a tanta altura que el cielo les parecía casi negro. Las manos y pies de Wang se habían congelado; no podía continuar. Sus últimas palabras fueron una pregunta:
—¿Adónde, señor?
Murió sin respuesta en los brazos de Cyril.
El propio Lord desconocía cuántos días y noches habían transcurrido cuando se encontró en el borde superior de una formación montañosa con apariencia de anillo y miró hacia la depresión abajo situada, que extrañamente carecía de nieve. Quizás se debía al cortante viento que soplaba incesante en círculo alrededor de un gigantesco peñasco en cuya plataforma superior se erguía un resplandeciente palacio. Cyril había encontrado su «mancha blanca». Pero las ventanas del edificio estaban oscuras y las hojas del gran portón de entrada estaban abiertas de par en par.
Cyril descendió hacia el valle y se abrió paso, perfilado contra el viento, hasta el pie del monolítico risco rocoso. Cuando al fin lo alcanzó, había irrumpido la noche. Las estrellas en el cielo intensamente negro eran grandes y luminosas, como él nunca antes las había visto. Hacía ya tanto frío que la cristalina piedra exudaba lágrimas de hielo. Pero Cyril no tenía frío, no sentía ya su cuerpo. Con dedos insensibles buscaba dónde sujetarse y ascendía centímetro a centímetro por la roca. Así comenzó su último, imposible ascenso.
La opinión pública mundial había seguido la expedición hasta Islamabad con moderado interés y después había perdido el rastro. Como nada más se oyó de ella, los integrantes se dieron por muertos o perdidos, como tantos antes que ellos. Todo el asunto fue olvidado.
Setenta y dos años después, unos comerciantes de lapislázuli que habían intentado llegar con su caravana desde Chitral hasta Chorog por el paso de Sarhadd, y desde allí hasta Faydabad, al oeste, contaron que se habrían desviado en las alturas del sendero previsto por causas desconocidas y habrían descubierto en su involuntario camino un valle montañoso apartado, casi circular, en cuyo centro habían divisado un peñasco gigantesco con forma de seta. En su parte superior había un palacio de adularia con numerosas torres. Como ya había anochecido, habían tenido que montar el campamento al borde de la montaña circular. Desde allí habrían podido divisar que durante la noche entera todas las ventanas del palacio estuvieron iluminadas, como si se celebrase dentro una bulliciosa fiesta. Sin embargo, solo habrían divisado una única figura humana, una silueta oscura en la ventana sobre el pórtico cerrado de la entrada, la mano en gesto de saludo o de defensa. Debido a la gran distancia no fue posible reconocer nada más preciso, y tampoco se habrían atrevido a acercarse más, partiendo de allí, asaltados por un gran temor, antes del alba.
A su relato, por supuesto, no se le dio credibilidad alguna.
Fin
Michael Ende. Fue uno de los escritores más importantes de literatura fatástica y de ficción infantil y juvenil del S.XX. Nació en Alemania en 1929, su padre, Edgar Ende, era un reconocido pintor surrealista prohibido por el partido Nazi. La obra de su padre, así como el barrio de Munich donde se crio, rodeado de pintores y otros artistas, determinó el rico estilo que más tarde desarrollaría.
Desertor del ejército nazi, luchó en un grupo antifascista durante la Segunda Guerra Mundial. Pese a querer ser dramaturgo, Ende acaba estudiando como actor mientras sigue desarrollando sus primeras obras, normalmente obras de carácter político.
El éxito le llega con Jim Botón y Lucas el maquinista (1962), una obra infantil de marcado corte fantástico que logra una gran repercusión y un rechazo frontal de la crítica literaria, anclada en la corriente realista que dominaba en Alemania desde la guerra.
Harto del ambiente generado a su alrededor, Ende se muda a las afuera de Roma, donde escribe obras como Momo (1973), ganadora del Premio de Literatura Juvenil en Alemania, y que suponen un espaldarazo para su carrera. En 1982 publica La historia interminable, una obra también juvenil que supera todas las expectativas editoriales y se traduce a más de cuarenta idiomas. Posteriormente se realizaría una adaptación del libro a la pantalla grande, pese a las protestas de Ende que intentó desvincularse por completo del proyecto.
Aunque es más conocido por sus libros de género juvenil, también publicó varios libros para adultos y numerosas obras de teatro, poesía o ensayos. Sus obras se caracterizan por la fantasía y el surrealismo, al igual que por los llamativos y extraños nombres que el autor les proporcionó.
Michael Ende murió en Stuttgart, Alemania, en 1995, debido a un cáncer de estómago diagnosticado tres años antes.
En 1998 se inauguró en Alemania el Michael Ende Museum, donde se pueden consultar sus obras en diferentes idiomas, escritos, parte de su biblioteca privada, entre otras pertenencias del escritor.