Había una broma entre mi madre y yo sobre la primera vez que fui a confesarme. Ella me llevó a ver al cura, pero salimos tarde de casa y cuando llegamos a la capilla ya había dos largas filas de mujeres arrodilladas fuera del confesionario, esperando a que las escucharan. Mi madre me dijo más tarde que por la expresión de sus rostros estaba claro que tenían mucho que confesar y aquello llevaría tiempo. Se preocupaba, temiendo que hubiera que esperar un par de horas y sabiendo que yo solo tenía siete años y que estaba inquieta y nerviosa porque era la primera vez que iba a entrar en un confesionario. Pero nos arrodillamos juntas al final de la cola y nos pusimos a esperar. El cura no había llegado aún, pero cuando llevábamos un par de minutos arrodilladas lo vimos apresurarse por el pasillo desde el altar. Era un hombre viejo y gordo y yo lo miré aterrada. Mientras se acercaba a nosotras, miró alrededor a todas las mujeres que esperaban y entonces me vio a mí. Se detuvo y habló con mi madre.
-¿Es la primera vez que se va a confesar? -preguntó.
Cuando oyó que así era, me cogió del brazo y me hizo levantarme suavemente y pasar delante de las rodillas de todas las sorprendidas mujeres que esperaban y me colocó en el confesionario delante de la primera de la fila.
Y allí estaba yo, arrodillada en la oscuridad, cuando el postigo frente a mi cara se abrió y vi el perfil del cura.
-Empieza ahora, criatura -me dijo impaciente-. No tengas miedo.
Después de tropezar con la primera oración y de empezar a decir los pecados, me detuve, porque no podía recordar ninguno.
-Muy bien, niña -dijo el cura-. ¿Has sido desobediente?
-Sí, padre.
-¿Y has perdido los estribos un par de veces?
-Sí, padre.
-Está bien. Como penitencia, reza tres avemarías. Y ahora, haz un buen acto de contrición.
Un minuto después yo volvía a dar traspiés al pasar junto a las rodillas y todas las caras irritadas y mi madre me acompañó hasta la barandilla del altar, donde recé mi penitencia y luego salimos de la capilla.
-¿Qué penitencia te ha puesto? -me preguntó, mientras andábamos hacia casa.
-Tres avemarías.
-Debías de tener más pecados de lo que yo creía -dijo ella riendo-. ¿A que le has dado una buena sorpresa a toda esa multitud? Algunas deben de haber pasado más de una hora arrodilladas.
Después de aquello, siempre que iba a confesarme el cura me ponía la misma penitencia -tres avemarías- y mi madre siempre me preguntaba qué me había mandado, y cuando lo oía volvía a reírse, pensando en las caras furiosas de las mujeres de la primera vez. A veces se lo contaba a otra gente y a mí siempre me gustaba escuchar la historia. Aunque todo el mundo lo sabía, todavía me parecía una broma privada entre las dos, y eso me gustaba. Y un día, hacia mis nueve años, lo estropeé todo. Vi morirse la broma y supe que la había matado yo.
Ocurrió de un modo muy simple. Mi hermana pequeña, Deirdre, tenía una máquina de coser de juguete que le gustaba mucho. Entonces tenía siete años.
La máquina cosía de verdad y ella se pasaba horas dando vueltas a la manivela que la hacía funcionar. A mí no me interesaba coser y nunca tocaba la máquina, pero era su juguete favorito.
Un día, entré en la sala, donde mi madre ocupaba su butaca habitual con un montón de ropa por remendar en una mesa a su lado. Estaba ocupada con un calcetín. Atravesé la habitación y me abalancé sobre su regazo. Bajo aquella arremetida, ella se pinchó con la aguja en el dedo, soltó un grito de irritación y me apartó. Me dejé caer a propósito en el suelo y me quedé allí sentada, furiosa por su gesto.
-¿Qué te pasa? -gritó, llevándose el dedo dolorido a la boca.
-Quería sentarme en tu falda.
-Pues no puedes. Eres demasiado grande, en primer lugar.
-Derry se sienta en tu falda -dije yo.
-Derry no pesa nada.
Era verdad.
-Y -continuó mi madre- tú ya debes de pesar casi como yo.
También era verdad. Me fui escaleras arriba hecha una furia, a la habitación que compartía con Derry. Allí estaba la pequeña máquina de coser: sobre el alféizar de la ventana donde Derry la había dejado. La cogí y la miré con odio. Luego arranqué la ruedecilla. Después forcejeé con la máquina hasta romperla. Cuando ya estaba toda rota, la miré, primero con satisfacción y luego, enseguida, con desolación y remordimiento. Sentía mucho haber roto el juguete de Derry y temía lo que pudiera pasarme. Hice lo único que se me ocurrió. Me asomé a la ventana y tiré todas las piezas al camino de cemento que salía de la cocina. Luego corrí escaleras abajo.
-¡Derry, Derry! -grité-. Estaba intentando usar tu máquina de coser y se me ha caído por la ventana y creo que se ha roto…
Mi madre y Derry llegaron corriendo y todas corrimos al jardín y examinamos los lastimosos restos de la pequeña máquina. Derry empezó a llorar, yo me sentía fatal. Después de todo, era mi primer asesinato.
Mi madre se detuvo y recogió los trozos.
-¿Cómo es que se te ha caído por la ventana, Maeve? -preguntó.
-No lo sé, solo la tenía en la mano y se me ha ido abajo. Suerte que yo no me he caído con ella, ¿no?
Mi madre se negó a dejarse distraer por la imagen de mí siguiendo a la máquina contra el suelo de cemento.
-¿Estás segura de que no la has hecho caerse, Maeve?
-¡Oh, no! -grité-. ¡No! -y lágrimas de sincero pesar me desbordaron los ojos, de pensar que me creyera capaz de algo así.
Mi madre parecía perpleja y triste, pero le prometió a Derry otra máquina y las tres entramos en casa, donde la calma volvió a descender sobre nosotras.
De hecho, Derry parecía fascinada por el mecanismo de la máquina, que siempre la había intrigado, y se pasó un buen rato examinando las piezas rotas.
Intenté olvidar todo el incidente y lo conseguí hasta el domingo siguiente, cuando tuve que ir a confesarme.
Le dije al cura que había tenido un ataque de mal genio y él asintió. Luego le dije que había tenido envidia de mi hermana pequeña.
-La envidia es un pecado grave, querida niña -me dijo-. Tienes que cuidarte de ella.
Le dije que había destrozado la máquina de coser de mi hermana.
-¿A propósito? -preguntó.
-Sí, padre.
-¿Rompiste un juguete suyo porque sentías envidia de ella?
-Sí, padre.
-Eso es muy grave, hacer una cosa así -repuso el cura-. Si no aprendes a ponerte freno, tal vez hagas algo de lo que tengas que arrepentirte mucho cualquier día. ¿Le dijiste que lo sentías?
-Sí, padre.
Entonces le dije que había mentido a mi madre.
-¿Le has dicho una mentira a tu madre? -y siguió diciendo que mentir era ya un pecado importante, pero que alguien que dice una mentira a su madre es que ha tomado el mal camino.
-Como penitencia -concluyó- puedes decir cinco padrenuestros y cinco avemarías.
Impresionada, dejé el confesionario, recé mi penitencia y me fui a casa, sintiéndome liberada y contenta de que todo hubiera acabado, y llena de amor y contrición y buenos propósitos.
Llegué a casa justo cuando ponían el té en la mesa y todos nos sentamos y empezamos a hablar.
-¿Y dónde estabas esta tarde? -me preguntó mi padre.
-He ido a confesarme, papá.
-¿Y qué penitencia te ha puesto esta vez?
-Cinco padrenuestros y cinco avemarías -contesté.
-Bueno -comentó mi padre-, estás progresando en el mundo. Me pregunto qué tenías que decirle para que te pusiera una penitencia así…
Apenas lo escuchaba. Al minuto de que aquellas palabras hubieran salido de mis labios, supe que había cometido un terrible error. Ardiendo de culpa y de vergüenza, miré a mi madre. Me estaba mirando de un modo que aún me confundió más, porque aunque su expresión era seria, me di cuenta de que no estaba enfadada. Se la veía desolada y triste. Yo estaba a punto de sollozar de angustia.
-Oh, Maeve -me dijo ella al fin-, pobre chiquilla, ¿por qué no te has callado?
-¿Qué está pasando aquí? -preguntó mi padre, desconcertado.
No obtuvo respuesta.
FIN