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Foto de Roberto Nickson en Unsplash

No hace mucho tiempo, pasé unos días en Washington DC, en casa de mi hermana pequeña, Deirdre, que está casada y tiene cuatro niños. Nos habíamos sentado en su amplia y agradable sala, frente a los árboles frescos y verdes de la calle Garfield y los arbustos en plena floración -blanca, rosa, azul, amarilla- de su jardín, donde los niños se entregaban con entusiasmo a un juego bullicioso. Entonces empezamos a hablar, como tantas veces, de cuando éramos pequeñas. Nos llevamos menos de dos años. Pasamos la infancia en Dublín, la mayor parte del tiempo en una casa pequeña del barrio de Ranelagh.

-La primera vez que recuerdo haberte visto -dije yo- fue antes de que fuéramos a vivir a Ranelagh. Fue cuando vivíamos en la casa de carretera Belgrave. Tú debías de tener dieciocho meses o así. Alguien te tenía en brazos y tú agarraste el gorro de Emer, se lo quitaste de la cabeza y lo tiraste al fuego y ella se echó a llorar. Era un gorro de lana nuevo -Emer es nuestra hermana mayor.

-No me acuerdo -dijo Derry, pero parecía complacida con la idea del gorro en llamas-. No recuerdo nada de la carretera Belgrave.

-El siguiente recuerdo que tengo de ti -continué- es de cuando tenías unos tres años. Vivíamos en Ranelagh. Entré en el dormitorio del medio y te encontré desnuda gritando que alguien te vistiera, y te vestí.

-Tampoco me acuerdo de eso -dijo Derry.

-¿Y recuerdas cuando tenías seis o siete y casi te dio el baile de san Vito? Temblabas y lo tirabas todo por toda la casa.

-De eso sí me acuerdo, muy bien -dijo Derry sonriendo.

Mientras hablábamos, ella le cogía el ruedo a un vestido de algodón rosa para su hija mayor. Yo le miré las manos, tan firmes y seguras con la aguja, y pensé en cómo habíamos temido que perdiera la capacidad de usarlas.

-No podías ayudar a fregar los platos -le dije-, por miedo a que rompieras las tazas y los platillos. Cuando no estabas dejando caer cosas, te tumbabas en la cama con los ojos muy abiertos, sin poder levantarte. Tenías un aspecto horrible. Hiciste pasar mucho miedo a mamá. Hizo venir a la vecina para verte.

-Me acuerdo perfectamente -dijo Derry con impaciencia.

-Pero estabas dormida -repuse.

-No estaba más dormida que tú en este momento -dijo-. Y tampoco estaba más cerca que tú de tener el baile de san Vito -añadió, con un deje desafiante.

La miré con ojos fulgurantes.

-¿Qué quieres decir? -exclamé-. ¿Que era todo comedia? -lo dije en voz alta, sonaba tan estupefacta como realmente estaba. La delicada salud de Derry había tenido un peso tan importante en mi niñez como la religión católica y la lucha por la libertad irlandesa. Lo primero que recuerdo haber oído de ella era que pesaba muy poco al nacer y que su salud era precaria. Mi madre siempre nos vestía exactamente iguales y la gente nos llamaba “las gemelas de la señora Brennan”, pero yo era la grande y la fuerte, y ella era la pálida y delgada, siempre a mi lado, siempre silenciosa, mientras que yo hablaba sin parar. Recordando con qué fuerza todo aquello había influido en nuestra infancia, y el modo en que había determinado todo entre nosotras y a nuestro alrededor, naturalmente me sentí horrorizada al escucharla ahora, más de veinte años después, cargándoselo todo con calma. Decidí que me estaba tomando el pelo.

-Estás de broma, ¿no? -dije.

-No -contestó.

-Pero ¿por qué lo hacías? -le pregunté.

-Bueno, por una parte, así me ahorraba fregar los cacharros -dijo-. Y también era demasiado delicada para ir mucho al colegio, acuérdate.

-Todos aquellos cacharros que yo fregué -dije-. ¿Y nunca se lo dijiste a nadie?

Ella me miró exasperada.

-Eso habría sido una estupidez, ¿no? La gracia era que nadie lo supiera.

-Y has mantenido el secreto todos estos años.

-La verdad es que no lo había pensado durante años, hasta que tú me lo has recordado ahora. Claro que tuve alguna gripe, y también aquellos sabañones en invierno -se echó a reír y yo también me reí, aunque no del todo convencida.

En aquel momento, dos de sus hijos empezaron una batalla bajo las ventanas y ella corrió fuera a investigar, y me dejó pensando en su duplicidad todos aquellos años, cuando era tan pequeña y frágil que nadie se habría atrevido a acusarla de la más mínima ofensa, y menos aún de mantener la casa en vilo por su salud durante años. Yo estaba más admirada que ninguna otra cosa, porque tampoco me había molestado fregar los platos y había recibido muchos elogios de mi madre por hacerlo, pero me sorprendió pensar que Derry había sido capaz, tan pequeña, de pensar y perpetrar aquella oscura y complicada trama. Y de no contárselo a nadie, ni siquiera a mí.

Fue entonces cuando recordé que aquella no era la primera vez que me había superado.

La primera vez que ocurrió ella no tenía más de siete años y yo tenía casi nueve. En aquellos años, como decía, yo era más corpulenta que ella y aunque no diría que la intimidara, sí puedo decir que yo mandaba. Toda su vida la estuve mandando sin piedad hasta el momento del que voy a hablar, y creo que ni siquiera entonces cambiaron mucho las cosas entre nosotras. Recuerdo que yo tenía un juego favorito llamado “sentarme en Derry”. La hacía echarse en el suelo y me sentaba en su estómago y la miraba a la cara haciendo unas muecas que las dos considerábamos aterradoras. Era un simple juego, pero supongo que a veces ella debía de acabar harta.

Me sentía superior a ella, y protectora, porque ella era muy pequeñita y porque odiaba el colegio y nunca se aprendía las lecciones, y porque tenía feos y dolorosos sabañones con el frío y yo no, y sobre todo porque era tímida. De hecho, yo nunca le daba opción de decir una palabra. Siempre se decía que yo era el cerebro de la familia.

-Derry tiene la belleza -solían decir- pero Maeve tiene el cerebro.

Yo me lo creía a pies juntillas. Miraba a Derry y pensaba solemnemente en mi cerebro y en que yo nunca había tenido problemas en el colegio y siempre obtenía buenas notas. En los juegos, yo siempre conseguía quedar de las primeras, mientras que Derry jugaba sola por algún rincón, y yo siempre me apuntaba a los concursos de canto, aunque no tenía voz, y a los de recitar, aunque no tenía elocuencia. Incluso había decidido ser actriz, pero no le había hablado a nadie de mi ambición, ni en el colegio ni en la familia, por miedo a que se rieran.

Pero un día Derry y yo estábamos sentadas en el jardín de detrás de la casa de Ranelagh. Debía de ser verano porque estábamos sentadas en la hierba y había nomeolvides y quebrantapiedras en flor en los parterres de mi madre. Teníamos una caja de cuentas de collar en la hierba, situada en medio de las dos, y estábamos haciendo collares y disfrutando de mi conversación.

-Cuando sea mayor -le dije a Derry- seré una actriz famosa. Actuaré en el Abbey Theatre y saldré en las fotos y luego iré por todos los colegios y les enseñaré a los profesores cómo recitar.

Iba a seguir, porque no esperaba que ella tuviera nada que decir, pero entonces habló sin levantar la vista del collar:

-No te hagas ilusiones -dijo claramente.

Me quedé atónita. ¿De dónde había sacado la pequeña Derry aquella expresión? Yo nunca la había dicho y no estaba segura siquiera de haberla oído. ¿Quién se lo habría dicho? Me quedé callada, estupefacta. No tenía nada que decir. Por primera vez se me había ocurrido que Derry tenía cerebro. ¿Más cerebro del que yo tenía, tal vez?

FIN

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