Una noche de año nuevo, a pesar del lodo y la nieve que entre mezclados cubrían los caminos, Shagi, vestido de su más cálido manto de paja, protegido por su mayor sombrero de mimbre, salió de su casa de paredes de arcilla para seguir la ruta hacia Nikko.
Grave y serio, adelantaba penosamente, enterrando a cada paso sus ligeros coturnos en el blando suelo, insensible al penetrante frío y obsesionado tan sólo por una idea: «¿Ocurriría? ¿La leyenda seria cierta?». Lo probaría sin falta aquella noche.
Y al pensar en el tremendo peligro que iba a afrontar, tiritaba y los dientes le castañeaban, al parecer de frío.
Miró a sus espaldas. Las luces de Osaka habían desaparecido, ocultas por una colina cubierta de vegetaciones multiformes; a su derecha había un pequeño altar para los Kami, detrás del que se extendían a perdida de vista arrozales fangosos. Anduvo aún un instante, hasta que, viendo aparecer la elegante silueta del templo de los gatos rodeado de sus pelados árboles, se internó en la campiña, dejando tras de sí la ruta solitaria.
De vez en cuando divisaba aún en la lontananza una luz brillaba levemente través de las hendijas de alguna pared mal construida, pero ahora, después de saltar varios setos, se encontró en una extensa llanura, donde no se veía traza de viviendas ni nada, fuera de algunos árboles helados a los que la blanca nieva que los cubría hacía relucir en las tinieblas.
—Este es el lugar —murmuró Shagi, ocultando sus manos bajo su abrigo.
¿Se atrevería? Irguiéndose con la frente alta intentó veinte veces proferir un grito. Pero el grito se negaba a salir de su garganta, apretada por el miedo. Su corazón latía a romperse.
Durante un instante aún repitió sus pruebas.
—No puedo, murmuró al fin, esto es demasiado terrible. Y se preparaba para dirigirse de nuevo a la ruta cuando pensó en la duda, la duda cruel que lo asaltaría: «¿Era cierto?». Además él, el mozo más valeroso de su clan, asustado por una simple superstición de labriegos: ¡No era posible!
Muy rígido, reuniendo toda su sangre fría, gritó apretando los puños:
—¡Gambari-nindo oto-to-ghizou!
Pero, apenas había proferido esta exclamación, con los cabellos erizados de espanto comenzó a correr como un loco hacia la ruta. Pálido como un muerto, pasó delante del templo de los gatos, el altar de los Kami, y llegó por fin a su cabaña, después de haber perdido en su frenética carrera su abrigo de paja y su sombrero de anchos bordes. Allí, jadeante, se ocultó la cabeza bajo su estera. «¡Era cierto pues!».
Hay una leyenda rústica en el Japón que dice: «En la noche del año nuevo basta: gritar en un lugar apartado: “¡Gambari-nindo oto-to-ghizou!” para ver inmediatamente aparecer una mano velluda en las tinieblas».
El valeroso Shagi había sentido esta mano posarse en su espalda contraída por el miedo.
Y desde aquella noche no pronunció más las fatídicas palabras y creyó en la leyenda de la mano velluda.
Fin