La madre

La selva. Foto por Karl Anderson en Unsplash
La selva. Foto por Karl Anderson en Unsplash

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La selva rodeaba una barraca hecha de esbeltos tallos de palmera y levantada en un claro logrado a golpe de hacha, donde los tocones rojos parecían heridas. El vasto cuerpo del bosque había sido mutilado para que el sol se tendiera sobre la casa y los hombres. Ellos, de no estar entregados a sus faenas, jugaban a los dados sobre una tosca mesa o dormitaban en las hamacas colgadas en el corredor, al lado del fusil y la esperanza. También solían salir al espacio talado y estiraban los brazos ante la luz, con un aire de aves fatigadas. Habían ido en pos del caucho y la riqueza. Hundidos en la inmensidad vegetal, inhóspita y a la vez aprisionante, sus sueños eran inasibles como el humazo del áspero tabaco que chupaban con gesto lento. Cada mañana, la selva les lanzaba su reto. Aun los veteranos temían el laberinto formado por el apretado abrazo de sus ramas y la sombra de sus tupidas copas.

Cerca de la barraca corría un pequeño río, encauzado entre árboles, lamiendo tallos y viejas raíces retorcidas. Podía llamarse Yavarí o Ingaraparaná o Porá o Yarobé. Podía tener cualquier nombre extraído de los rumores de la floresta, de las extrañas voces con que se entienden el vegetal, la fiera y el salvaje. Ese río va a engrosar otros, formando parte del sistema circulatorio de la selva, sanguíneo ramaje que riega puertos soñados en la manigua y cuyos nombres son agrandados por el deseo de encontrarlos: Contamana, Nauta, Iquitos, Manaos. y más allá, lejos, cuando todos los líquidos caminos son uno solo, cuando el gran río, el Amazonas, el más colmado y ancho de los ríos, se hunde en el Atlántico, y aún más allá, donde apunta la aguja de la brújula, fulge el nombre rutilante: Nueva York. Columbrando en sueños su resplandor encendido con una alegría de alto puntaje en la bolsa de valores, estaban los hombres en la noche de la manigua, extrayendo el caucho, en una voluntariosa lucha con el riesgo, esperando vivir.

De surcada por aquel pequeño río llegaron Cárpena y Jiménez, servidos por dos bogas, en un atardecer que amontonaba sobre los árboles pesadas nubes, sombras trémulas e inquietos vuelos de pájaros. Habían navegado en canoa desde el amanecer. Todo el día escucharon el monótono chapoteo de los remos accionados por los bogas, cetrinos indios de rictus bárbaro. Cárpena era un novato y Jiménez, con quien se reunió para cumplir la última etapa de su viaje, gozaba relatándole hazañas y acontecimientos. Empleaba un tono de bromista jactancia. De repente, se puso a hablar de las anacondas. ¡Cuidado! De un solo coletazo podían volcar la canoa. En el agua había caimanes. “Y por ahí ¿lo ve?, en esa zona viven los indios cashivos. Son indomables. Matan a la gente, la queman y beben las cenizas disueltas en masato.” Cárpena trataba de no mostrarse impresionado. Por último, Jiménez recomendó:

—Sobre todo, amigo, aquí hay que olvidarse de que uno tiene sentimientos. ¿Nobles, se dice? Ahí está don Floro; lo va a conocer: ése ya no tiene corazón.

Cuando la canoa, con el alegre impulso del arribo, hirió la arena de la orilla. Cárpena descansó, más que de estar encogido, de la charla de su compañero. Los caucheros de la barraca los recibieron entre voces y abrazos alborozados. “¿Y qué hay por Iquitos?” “¿Traen balas?” “¡Ah, qué bien!” “¿Y conservas?” “¿No?” “¡Diantre, ya estamos hartos de mono!” “Echar atrás a los japoneses tomará tiempo.” “Habrá mercado para nuestro caucho.” “¡Duraznos al jugo!” “¡Al menos una lata!” “¿Usted es nuevo?” “Se le ve en la cara”. “Pasen, pasen a descansar…”.

Cayó la noche y Cárpena y Jiménez continuaban metidos en las hamacas de fibra, contestando preguntas que la curiosidad y la nostalgia ponían en los labios de sus amigos. Después encendieron una linterna y rodearon la mesa de rijosos maderos. La comida fue sobria. El pescado llamado paiche con un plátano verde llamado inguire, la pasta de yuca conocida por fariña y, para celebrar la llegada, un buen trago de aguardiente de caña. Blancas mariposas nocturnas revoloteaban en torno a la luz. Afuera hablaban los bogas y otros indios salvajes de lengua tronante. Los caucheros hacían salir su voz desde una cara invadida por barbas revueltas.

—No se afeite, amigo Cárpena. La barba impide que le piquen los mosquitos.

Cárpena, por su parte, trató de preguntar todo lo que pudo. Su ignorancia producía risa a menudo. Pero supo al menos lo necesario acerca de sus compañeros y se le reafirmó la idea de que en la selva había que ser duro.

Cuando apagaron la luz y se tendieron a dormir, comenzó a soplar un viento de tenaz mugido. Un cauchero dijo a don Floro:

—Está bien eso; se llevará a los mosquitos. Y usted lleve mañana a Cárpena al monte. Ya tendrá tiempo de ahumar.

Cárpena había visto en Iquitos las bolas de caucho y el atosigante trabajo de ahumarlas. Menos mal que ahora lo destinaban a otra cosa. Podía considerar, inclusive, que estaba con suerte. Le gustaba tener que acompañar a don Floro. Según se había enterado, éste era un rumbero, o sea el hombre que en medio del laberinto vegetal de la selva, encuentra siempre el rumbo. Había leído una novela en la cual se contaba cómo un rumbero a quien le falló el sentido de dirección, mientras guiaba a un grupo de caucheros, perdió a su angustiada tropa en la incertidumbre del bosque sin caminos y de la mente enloquecida. Pero don Floro parecía incapaz de extraviarse. Era un sesentón membrudo de ojos de jaguar y la consabida barba enmarañada y sucia. La piel blanca había adquirido tonos ocres y verdosos tal si se le hubieran pegado del bosque, y las barbas grises parecían un manojo de esos bejucos parásitos que cuelgan de los troncos.

Don Floro, al calmarse un poco el viento, barbotó con su vozarrón despacioso:

—Se me hace que, por allá, al sur, hay una partida de monos. Están chillando con el ventarrón. Diría que hay un monito chico entre ellos. ¿No lo oyen? Lo voy a atrapar mañana. Con darle un tiro a la madre…

—¿Y cómo los vamos a encontrar? —preguntó Cárpena con una respetabilísima ingenuidad.

Los comentarios y las risas rebotaron de hamaca en hamaca. Don Floro apagó su carcajada de trueno y dijo:

—Muchacho: yo les sé las costumbres. Esos monos seguirán caminando desde antes del amanecer. Y que me corten el cogote si no se paran en una mancha de palmeras que he visto. Hay mucho coco ahí. Ya verás, ya verás…

—¿Y usted los oye realmente? —preguntó de nuevo Cárpena.

—Claro que los oigo —aseguró don Floro—, cuando el viento calma, se los oye. Chillan como unos condenaos… Deben estar a unas veinte cuadras de aquí…

Con el sueño, en la barraca se adensó el silencio. Cárpena buscó nuevas palabras entre la sombra. Sólo hablaba el viento, de rato en rato, con una voz cargada de espacios selváticos, misteriosa y profunda.

El bisoño tenía veinte años y un puñado de familiares recuerdos. Su experiencia de la selva se reducía al viaje que había hecho para llegar a la barraca. Provenía de tierra sin muchos árboles, de la costa peruana, donde cada valle está flanqueado por desiertos de arena y piedra. El se había nutrido del cuidado materno, de lecturas de Salgari y grandes proyectos personales. Ahora la aventura cobraba un sesgo real, al enfrentar la realidad sentíase desarmado, y los grandes proyectos parecían perdidos como las estrellas.

La noche le vendaba los ojos. Cárpena terminó por sentirse solo y la nostalgia de la madre le creció pecho adentro. En la hamaca se acurrucó tal si estuviera en el regazo materno y un sentimiento de ternura, próximo y distante, lo envolvió dándole una sensación de timidez a la que se mezclaba una creciente tristeza. Aulló un jaguar a lo lejos y una luciérnaga trazó un fugaz hilo de luz. El muchacho fue llamado a la realidad. Trató de rehacerse y de insistir en su determinación de ser duro. El —pensaba— sabría luchar también. Después tendría dinero y la firmeza de los que triunfan en la vida. Pero debía ser fuerte. Reacio a toda mella como las rocas y los palos de chonta. El también se curtiría… Tenía que ser un cauchero de veras, un hombre de la selva… él también…

Al fin se durmió.

A la mañana siguiente, Cárpena, que pese a sus esfuerzos tenía el aire inseguro del recién llegado, salió con don Floro, el rumbero, a cazar monos. Cárpena marchaba mirando a todos lados, tal si un peligro inmediato le estuviera azotando los flancos. ¡No fuera que una boa, que un jaguar, que un caimán, que un indio salvaje! Don Floro iba delante, empeñado en escrutar lo alto con sus vivaces ojos de fiera.

Ambos llevaban fusiles a la espalda y caminaban por una angosta trocha. Las hojas caídas, rojinegras y pardas, llenaban el suelo despidiendo, al podrirse, un olor acre. El musgo y toda laya de plantas parásitas escoriaban los tallos innumerables. Era ése un mundo intestinal que realizaba laboriosamente su digestión de árboles.

Cárpena avanzaba muy pegado al rumbero, como si de la proximidad a aquel hombre dependiera su vida. Aprendería de él. Don Floro le enseñaría los secretos del bosque. El baqueano ya había desempeñado igual tarea muchas veces y la tomaba con gusto. Hablaba, comenzando a enseñar la pulseada del bosque, mientras apartaba a manotadas las ramas que ya querían cerrar la trocha y se interponían a su paso.

—¡Ah, muchacho! Soy antiguazo aquí. Vine mocoso como tú, cuando la primera busca del caucho.

No sé si quedará retazo de bosque que no haya andao. Bueno, esto es mucho; pero te digo que conozco la cosa. ¿Sabes las rayas de tu mano? ¿No? Pues yo sé las del bosque. Una media bruja de la ciudad, veía las rayas de la palma de la mano y decía que ahí estaba el destino. Esta es una mano que hay que saberla ver lo mismo. Aquí hay también destino…

Tropezaron con un árbol cubierto de cortaduras y lacras, un pobre ser de los bosques al que habían hecho padecer un raro suplicio. Las incisiones y los tajos llenaban su hermoso tallo. Aún había rastros de la sangre blanca que vertiera.

—Caucho explotao —explicó don Floro. Y prosiguió—: Ahora pa encontrarlo, hay que caminar lejos. Han macheteao duro los muchachos. Antes dabas un machetazo al aire y salía jebe. Ahora hay que caminar hasta donde el duende tiene su guarida, que es lejos, y no encuentras.

De la cintura de don Floro colgaba un largo machete metido en vaina de cuero.

—Bueno, todo está lejos. Nos tomará tiempo encontrar a los monos. No se ve ni uno por lo alto. Por eso estoy hablando sin consideración. ¿Has comido mono? ¿No? Ya comerás. Al principio, viéndolos listos, parecen niños asaos y no dan ganas de comerlos. Pero, la necesidá… Esa lo hace todo. Con el tiempo, te los comes como si tal cosa… Hay que comer mono. No siempre tienes suerte y encuentras pavas y tapires…

La trocha se fue borrando. Cárpena sintió como que el bosque se adueñaba de ellos. Un rumor confuso y perenne flotaba sobre sus cabezas y no se veía otra cosa que tallos, ramas y lianas. El rumbero se volvió hacia el mozo cogiendo su fusil con las dos manos, Cárpena lo imitó maquinalmente.

—Ssschcht —musitó el conocedor, continuando muy bajito—: Silencio…, que no se asusten los monos. Ponen a uno de guardián y si nos hacemos notar, ése da el grito y escapan…

Y siguió adelante, eludiendo las lianas blandamente y pisando con suavidad. El fusil, dirigido a lo alto, parecía tan alerta como sus ojos. Si Cárpena, con un movimiento inhábil producía algún rumor, don Floro volteaba hacia él, en un mudo reproche. Para peor, aumentaban las lianas, las ramas, los altos tallos. Crecía el bosque, se agrandaba ante los ojos del recién llegado. No lograba ver nada preciso en las copas. ¿Distinguiría don Floro la caza? De cuando en vez, sonaban los aletazos de un pájaro que huía entre el follaje. Y los hombres ligeramente agazapados, en acecho, avanzaban sin tregua hacia su insegura presa. Era fatigosa la marcha y más teniendo que cuidar el silencio. En las hojas caídas dejaban un pequeño rastro, pero otras se amontonaban pronto sobre ellas, borrándolo. Al cruzar por un terreno pantanoso, la huella de un tacón se mostró a los ojos del novato, desde la blanda gleba de un charco. Otro hombre había estado por allí, como lo atestiguaba su seña y sin embargo la naturaleza, hostil y recogida en sí misma, parecía haber ignorado siempre su presencia. Los pantanos se precisaron más y tuvieron que bordeados. Oscuras y quietas aguas, se embalsaban al pie de grandes árboles tranquilos. Y traspuesta esa zona, otra vez el lecho de hojas, y las ramas y lianas obstaculizantes, y la penumbra bajo las altas copas estremecidas. El sol se filtraba a ratos en haces oblicuos, haciendo ver grietas de troncos añosos y tierno musgo. Sobre la tersura de un tallo plomizo, destacó una inscripción:

UN RECUERDO
DE
PEDRO J. RAMIREZ

Las letras hondas, grabadas a cuchillo, denotaban un pulso recio. Cárpena tocó el brazo de don Floro y, al volverse éste, le mostró el nombre. En verdad, nadie lo llevaba en la barraca. Allí estaban el “chino” Cortez, el español Segovia, el “negro” Domingo y también Jiménez y Díaz. No había ninguno que se llamara así. El rumbero se encogió de hombros como diciendo: “¿Para qué te ocupas de tonterías, cuando estamos empeñados en encontrar importantes monos?” Pero, tratando de dar una explicación, se señaló el cuello en un gesto de cortárselo y reanudó la marcha silenciosamente. Había muerto Pedro J. Ramírez. Como Cárpena, sin duda, dejó su lugar nativo para lanzarse a esos mundos con un equipo de cauchero y de sueños. He allí que ya no quedaba de él, sino un nombre grabado en el tallo de un árbol perdido en medio de la selva. Desde el fondo del bosque, hablaba un muerto en la supervivencia de un vegetal impasible. Nada más. Cárpena se resistía a deplorarlo. Ahí —ya lo veía— era innecesaria la compasión. Sería duro como don Floro. Igual que el rumbero, sabría recorrer el bosque, por un lado y otro, sin perderse ni lamentar lo irremediable.

Don Floro seguía avanzando con los ojos y el fusil vigilantes. Se detuvo de súbito colocándose una mano tras la oreja, a modo de pantalla. Un débil chillido venía de lejos. ¿De dónde? El rumbero volteó la cabeza a todos lados y luego tomó la dirección. Cárpena lo seguía hecho ojos y oídos. Pero sin pensar precisamente en que el fusil le iba a servir de algo. La anunciada “mancha” de palmeras hizo blanquear sus tallos en medio de la inmensidad verde gris. Don Floro se detuvo de nuevo y echóse a la cara el fusil. La tropilla de monos escandalizaba haciendo piruetas y arrojando cocos. El que estaba próximo, que era sin duda el vigía, distinguió a los cazadores y lanzó un grito estridente, pero ya era tarde. Don Floro disparó. También disparó Cárpena hacia un pequeño ser gesticulante que se contorsionaba entre las ramas. Los micos huyeron a grandes saltos por las copas, chillando y dando alaridos. En pocos segundos se perdió el eco de sus voces en la tranquila inmensidad de la selva.

Pero uno de ellos se había quedado. Trató de sostenerse enroscando la cola en una rama, pero después cayó sobre la hojarasca con un ruido blando. Los cazadores acudieron. Era una mona que tenía a su pequeño hijo en brazos. El balazo le había roto el pecho. Miró a los hombres con ojos de pánico y odio, pero después los fijó amorosamente en el pequeño. Con todas sus fuerzas abrazaba al hijo. Trataba de que el aterrorizado monito se le pegara al magro seno y luego le acercaba la boca a la teta. Sacudida por los estertores de la muerte, únicamente se preocupaba de que el pequeño mamara, de que pudiera vivir. Ninguno de los hombres atinó a rematarla, viendo esa grande y maternal defensa de la vida. La madre quería a toda costa salvar al hijo. Sus ojos brillaban sobre él, llenos de ternura, y al estrecharlo brindábale empecinadamente los exiguos pezones. Pero el monito chillaba viendo a los cazadores, sin desprenderse del seno, invitando más bien a la fuga con su actitud medrosa. ¡Si ella hubiera podido huir! Miró por última vez a los hombres y de nuevo al hijo. Persistió en su empeño de que mamara, ya muy débilmente, pues las fuerzas sin duda la abandonaban. Y la muerte llegó al fin y rindióse a ella en medio de una estremecida agonía. Se aquietó para siempre con el hijo en brazos, dada íntegramente a él, en un gesto de suprema solicitud. En el vasto silencio que cayó sobre la selva, sólo se escuchaban los gemidos del monito, cogido del inmóvil y sangrante cuerpo materno. Aferrado a él, parecía pedirle que lo amparara.

Cárpena no pudo contenerse más y, apoyándose en un tronco, se puso a sollozar como un niño. Don Floro trataba de consolarlo:

—Bah, muchacho, ya pasará. Se acostumbra uno. Después de todo, no fue tuyo el tiro…

Mas el rumbero se felicitaba en su interior de la penumbra del bosque y de la ancha falda de su sombrero de palma, que le apretaba sombra sobre la cara. Una terca lágrima había rodado por su mejilla. Haciéndose a un lado, discretamente, se la enjugó con la manga de la camisa.

Fin

Ciro Alegría Bazán. Nacido el 4 de noviembre de 1909 en Sartimbamba, La Libertad, Perú, se erige como uno de los pilares de la narrativa indigenista en América Latina. Hijo de José Eliseo Alegría Lynch, perteneciente a una familia de hacendados, y María Herminia Bazán Lynch, su infancia transcurrió entre las vastas extensiones de la hacienda Quilca, marcando su destino literario. Educado en el Colegio Nacional San Juan de Trujillo, compartió aulas con el joven poeta César Vallejo, dejando una huella imborrable en su alma literaria.

Alegría, influido por las historias de la hacienda y las vivencias entre los indígenas, forjó su identidad literaria. En 1935, su novela "La serpiente de oro" ganó el concurso de la Editorial Nascimento en Chile, iniciando una prolífica carrera. El destierro a Chile, la tuberculosis que lo aquejó en San José de Maipo, y el segundo premio con "Los perros hambrientos" (1939) en el concurso de Zig-Zag, marcaron sus años formativos. Sin embargo, fue con la monumental "El mundo es ancho y ajeno" (1941) que conquistó el reconocimiento internacional al ganar el Concurso Latinoamericano de Novela auspiciado por la Editorial Farrar & Rinehart.

Su vida transcurre entre Estados Unidos, Puerto Rico y Cuba, donde se involucra en la política y la enseñanza. Alegría, amante de la libertad, se afilia a Acción Popular en 1963 y se convierte en diputado en Lima. Su pluma también se extiende al periodismo, colaborando con destacados diarios y revistas de la época.

Regresa al Perú en 1957, recibido con honores, pero su salud se ve amenazada por una úlcera duodenal en 1960. A pesar de los desafíos de salud, continúa dejando su huella literaria con "Duelo de caballeros" (1963) y participa en eventos culturales, como el Encuentro de Narradores Peruanos. Su vida se apaga el 17 de febrero de 1967, dejando un legado inmortal que trasciende la literatura, adentrándose en la esencia misma de la cultura peruana. Ciro Alegría, con su maestría literaria y compromiso social, permanece como un faro luminoso en la vastedad de la literatura hispanoamericana.