Al parecer, Taro Urashima fue un personaje real que nació en un lugar llamado Mizunoe, en la provincia de Tango, que es el nombre que tenía la parte norte de la actual prefectura de Kioto. He oído decir que, en una de esas frías aldeas de la costa norte de esa zona, todavía existe un templo sintoísta dedicado a Taro. Personalmente nunca he visitado dicha región, pero por lo que he escuchado a otros, se trata de una costa particularmente desolada. Y allí vivía nuestro Taro Urashima. Por supuesto, no es que viviera solo. Tiene un padre y una madre. Y dos hermanos menores, chico y chica. Y además hay muchos sirvientes en la casa. En resumen, que se trataba del primogénito de una antigua familia de renombre en toda esa costa. El hecho de ser el primogénito varón de una antigua familia implicaba, entonces y ahora, una serie de particularidades características. En definitiva, la manera en que se orientan los gustos y las aficiones. Siendo generosos, puede hablarse de una inclinación hacia el refinamiento o la belleza artística, y siendo malévolos, de un afán por el entretenimiento. Sin embargo, aunque hablemos de «entretenimiento», no se trata de perseguir mujeres o de emborracharse como una cuba, sino de unos gustos totalmente distintos a los de un manirroto errabundo. El beber desmedida y toscamente cual vagabundo descontrolado y caer en las redes de una mala mujer de familia poco recomendable, causando la vergüenza de padres y hermanos, es algo que se puede observar con frecuencia en los segundos o terceros hijos. Pero en el primogénito varón no se da un carácter tan agreste. Puesto que, de generación en generación, viene heredando una serie de bienes y una profesión a la que aferrarse, se forja en él una especie de espíritu conservador y suele tratarse de un sujeto extremadamente educado. Por todo ello, y a diferencia de lo que suele suceder con el segundo o tercer hijo, cuyo sentido de la diversión es la embriaguez más desordenada, en el caso del primogénito suele tratarse de una afición mucho menos embarazosa. Y por medio de ese entretenimiento casual, la gente reconoce en él la aureola propia del primogénito de una familia de raigambre. Y si además él mismo consigue sentirse embelesado en ese elevado estatus, ¿qué mayor satisfacción puede pedirse?
—Nuestro hermano es muy aburrido. No tiene el menor espíritu aventurero —
afirma la deslenguada hermanita que acaba de cumplir los dieciséis años, y añade—: Es un cobardica.
—No, de eso nada —le lleva la contraria el bruto de su hermano de dieciocho—, es todo un hombre.
Este chico tiene la piel renegrida y es un tipo feo.
Ante estos desconsiderados comentarios de sus hermanos, Taro Urashima no muestra especial enfado y se limita a responder con una amarga sonrisa:
—Dejar a la curiosidad que explote es una aventura, y reprimirla, realmente, es también una aventura, porque cualquiera de las dos cosas encierra peligro. En los seres humanos, hay algo que se llama el destino.
Pronunció estas palabras con un tono como si hubiera soltado una gran verdad difícil de comprender. Acto seguido, saliendo solo de casa, con las manos cruzadas a la espalda, comenzó a recorrer en un lento paseo la playa.
«Entre las aberturas
de sus agitadas redes
he podido entrever
los barcos de pesca que flotan».
Así iba recitando fragmentos de poesía propios de aquel refinado gusto del que hablamos.
«¿Por qué la gente no podrá vivir sin criticarse unos a otros?», se decía, y ante tan simple pregunta agitaba la cabeza con paternalismo, pensando: «Aquí en la playa, la flor de la aulaga, los pequeños cangrejos que se arrastran o los gansos que descansan en la bahía, no me hacen la menor crítica. Así deberían ser también las personas.
Cada uno tiene su particular estilo de vida. ¿Por qué no es posible que unos y otros respeten mutuamente su estilo de vida? Por más que me esfuerzo en no molestar a los demás, siempre tienen que reprocharme algo. ¡Qué mundo tan fastidioso!», y soltó un apagado suspiro. Entonces, escuchó una vocecita a sus pies:
—Oye, oye, Urashima-san.
Se trataba de la problemática tortuga de marras de esta historia. No tengo especial interés en dármelas de sabelotodo, pero hay muchos tipos de tortuga. Las que viven en agua dulce tienen una forma totalmente distinta de las que viven en agua salada.
La tortuga que vemos, por ejemplo, en las márgenes del estanque de Benten secándose el caparazón mientras echa un sueñecito y que podemos llamar «tortuga de las piedras», aparece de vez en cuando en los libros de cuentos ilustrados, con Urashima montado en ella con la mano sobre la frente a modo de visera y contemplando en la lejanía el Palacio del Dragón. Pero esta variedad se moriría de inmediato por asfixia si penetrase en el agua salada del mar. En cambio, la tortuga del adorno nupcial llamado shimadai, que imita el mítico monte Horai, y que, junto a la grulla, se halla como protegiendo a la pareja central de ancianos como símbolo de la longevidad, mil años por la grulla y diez mil por la tortuga, tiene todo el aspecto de esta «tortuga de las piedras», y apenas se ven casos de shimadai con tortugas como el suppon de agua dulce o la taimai marina. Por ello, no resulta imposible entender a los dibujantes que utilizan la «tortuga de las piedras» en el papel de guía de Urashima, pues al ser el Palacio del Dragón y el monte Horai lugares equiparables, la asociación de ideas parece inevitable. Y sin embargo, resulta antinatural pensar que con esas grotescas patas terminadas en garras puedan nadar en el mar, e incluso bucear hasta sus profundidades. Necesariamente debe tratarse, pues, de una tortuga marina como las taimai, con los extremos de las patas en forma de aleta curvilínea para poder moverse con soltura removiendo el agua del mar. Pero otra vez surge aquí, e insisto en que no pretendo dármelas de listo, un nuevo e irritante problema. Por lo que he escuchado, en nuestro país las taimai solamente se encuentran en el archipiélago de las Ogasawara, en el de las Ryukyu, en Taiwán y, en general, en las islitas del sur.
En una costa del norte como la de Tango, es decir, en el mar del Japón y sus playas, lamentablemente la taimai nunca ha tenido el menor viso de aparecer.
Por un momento, pensé en hacer que Urashima viviera en las Ogasawara o en las Ryukyu, pero desde antiguo se dice que Urashima era natural de Mizunoe, en Tango, y encima hasta se conserva en aquella costa el templo sintoísta llamado Urashima Jinja, por lo que, por mucho que digamos que evidentemente los cuentos para niños son pura fábula, también desde un punto de vista de respeto a la Historia japonesa, no se puede permitir tamaña barbaridad de una forma tan alegre. De alguna manera hay que conseguir que la taimai de Ryukyu u Ogasawara llegue hasta el mar del Japón.
Pero entonces, surge otro nuevo problema fastidioso, y es que los biólogos protestarán con el consabido «Desde luego, los literatos carecen de espíritu científico», y me mirarán con desprecio, algo a lo que no estoy dispuesto. Y entonces me puse a pensar. ¿No habrá otras tortugas marinas aparte de las taimai que tengan las patas terminadas en forma de aleta curvilínea? ¿No había un tipo llamado «tortuga roja de mar»? Hará cosa de unos diez años (yo también voy haciéndome mayor), pasé un verano alojado en un hotel junto a la costa de Numazu y, en aquel entonces, en aquella playa, se formó todo un revuelo entre los pescadores porque habían pescado una tortuga roja de mar con un caparazón de 1,5 m de diámetro, que yo vi con mis propios ojos. Recuerdo perfectamente el nombre de «Tortuga Roja de mar». Eso es.
Hagamos que sea eso. Si pudo llegar a la costa de Numazu, bueno, pudo también haber dado un rodeo por el mar del Japón y haber llegado a alguna de las playas de Tango, por lo que no creo que los doctos biólogos armen gran alboroto por ello. Y si a pesar de todo me insisten con que si las corrientes marinas tal o cual, bueno, entonces ya no quiero saber nada más. Entonces diré que el hecho de que aparezca en un lugar donde no debiera es un gran misterio, por lo que no debe ser en absoluto una tortuga corriente, sin entrar en mayores explicaciones. A fin de cuentas, el espíritu científico es algo que no siempre acierta en sus previsiones. En el fondo, la lógica o la razón ¿acaso no dejan de ser meras hipótesis? Mejor no presumir.
Bueno, el caso es que, mientras alargaba su cuello, esta Tortuga Roja de mar (ya se me está trabando el nombrecito, así que a partir de ahora la llamaré simplemente
«tortuga») miró a Urashima y dijo:
—Eh, oye, creo que tienes algo de razón. Yo te comprendo.
—Ah, eres tú. Pero si es la tortuga que salvé el otro día. ¿Qué haces otra vez merodeando por aquí?
Esta es la tortuga de la que se compadeció Urashima, diciendo «pobrecita», y que soltó en el mar después de comprársela a los niños que la estaban martirizando.
—Vaya, merodeando es una palabra poco amable. Te lo tendré en cuenta, joven señor. Aunque te parezca que estoy merodeando, desde entonces vengo día y noche a esta playa esperando que venga el joven señor y poder devolver el favor.
—Eso es lo que se llama un pensamiento superficial. O quizá incluso imprudente. Si te vuelven a atrapar los niños, ¿qué vas a hacer? La próxima vez no saldrás con vida.
—No te des esos aires. Si me pillan otra vez…, pues espero que me compres de nuevo. Usted disculpe este pensamiento tan superficial. Quería ver como fuese otra vez al joven señor, y por eso no hubo más remedio que venir. Este «no hubo más remedio» es el punto flaco por haberme sentido atraída. Por lo menos reconóceme este impulso desinteresado.
Urashima sonrió con amargura y farfulló:
—Vaya una tortuga más caprichosa.
Ante lo cual la tortuga preguntó incisiva:
—Pero ¿cómo?, joven señor, ¿no estamos incurriendo en una contradicción? A pesar de que hace un momento, cuando se trataba de sí mismo, andaba renegando de las críticas, ahora me dice que si pensamiento superficial, que si imprudente, y finalmente, además, que si caprichosa. ¿Acaso no está criticándome continuamente?
El caprichoso es el joven señor. Que yo también tengo mi particular estilo de vida,
¿eh? Podrías respetarme eso un poco —contraatacó con admirable habilidad.
—Lo mío no es una crítica, es una advertencia —respondió Urashima enrojeciendo—. O mejor dicho, un consejo. Como se suele decir, los consejos son incómodos de escuchar, pero beneficiosos de seguir.
—Y el caso es que si no fuera tan presuntuoso, sería un buen tipo —murmuró la tortuga en voz baja—: Bueno, yo ya no digo nada más. Móntate en mi caparazón, por favor.
Urashima se quedó atónito.
—Pero… pero ¿qué estás diciendo? A mí no me gustan esas salvajadas. Cosas como el subirse encima de una tortuga solo pueden calificarse de chifladuras. Y desde luego no son modales en absoluto elegantes.
—¿Y eso qué importa? Yo solo quiero llevarte al Palacio del Dragón como agradecimiento por haberme salvado el otro día. Venga, móntate de una vez en mi caparazón.
—¿Cómo? ¿El Palacio del Dragón? —preguntó soltando una risotada—. No me andes con bromas. Lo que pasa es que debes de haber bebido sake y estás borracha.
Vaya una barbaridad que has soltado. El Palacio del Dragón es nombrado desde tiempos antiguos en los poemas, y se dice que procede de los cuentos tradicionales chinos, pero es un lugar que no existe en este mundo, ¿entiendes? Podríamos decir que es un hermoso lugar con el que hemos soñado los poetas y la gente culta desde los tiempos antiguos —explicó con un tono pomposamente educado.
Ahora le tocó a la tortuga el turno de la risotada:
—Esto es el colmo… Bueno, bueno, la conferencia sobre la poesía ya la escucharé después con calma, pero ahora confía en lo que te digo y móntate en mi caparazón. Por lo que se ve, tu problema es que desconoces el sabor de la aventura.
—Vaya, así que tú también dices las mismas groserías que mi hermana. Ciertamente que no gusto de eso que llaman la aventura. Eso es, por poner un ejemplo, como los juegos malabares. Algo vistoso, pero de baja estofa. O incluso puede decirse que es algo impropio, que rompe las reglas. Una falta de resignación ante el destino. Un desconocimiento de la tradición. Tan despreciable como una serpiente para un ciego. Una dolorosa ofensa a los caballeros de la elegancia ortodoxa. Incluso podríamos decir que un desprecio hacia nosotros. No pienso apartarme del sereno camino que marcaron nuestros predecesores.
—¡Ja, ja, ja! —estalló la tortuga—: Ese camino de los predecesores, precisamente, ¿no fue un camino de aventura? Quizá el empleo de la palabra
«aventura» ha sido desafortunado, ya que produce tan sucia y salvaje impresión como el olor a sangre, pero ¿qué tal si lo cambiamos a capacidad de creer? Solo aquel capaz de creer que en el lado opuesto de ese valle crece una flor hermosa, puede aferrar sin ningún titubeo la retorcida liana y cruzar al otro lado. La gente puede pensar que es como un juego malabar y unos lo aplaudirán y otros lo despreciarán por considerar que se trata de un mero afán de presunción. Pero de ningún modo es algo que pueda compararse con los malabarismos de un maestro de la acrobacia. El que se aferra a la liana para cruzar al otro lado del valle simplemente quiere ver la flor que crece al otro lado. No tiene ni por un momento un pensamiento tan vulgar o pretencioso como el de «estoy corriendo una aventura». ¿De qué aventura puede presumir? Eso no son más que tonterías. Él tiene fe. Está completamente seguro de hallar la flor. Y a eso, por darle un nombre, lo llamamos «aventura». Cuando digo que careces de espíritu aventurero, lo que significa es que careces de la capacidad de creer. ¿Tener fe es de baja estofa? ¿Tener fe es apartarse del recto camino? Por lo visto, vosotros los caballeros vivís teniendo a gala vuestra propia incredulidad, lo cual complica las cosas. Y eso no tiene que ver con ser más o menos inteligente. Es algo mucho más vulgar. Se llama mezquindad. Es la prueba de que lo único en que se piensa es en no salir perdiendo. Pero puedes estar tranquilo. Nadie te va a pedir nada. Lo que os pasa a la gente como tú, es que no sabéis aceptar sin más la amabilidad ajena. Enseguida pensáis en lo molesto que resultará luego devolver el favor. Ya veo que el elegante caballero, en el fondo, lo que es, es un mezquino.
—Pero qué cosas tan terribles dices. Me vengo a la playa para no escuchar a mis hermanos menores soltar mil y una cosas sobre mí, y ahora hasta la tortuga a la que salvé añade una serie de críticas igual de maleducadas. Por lo visto, aquellos tipos que no sienten en su interior el orgullo de la tradición, se dedican a soltar todo lo que les apetece. Podemos llamarlo desesperación… Yo sé muy bien lo que pasa. No está bien que sea yo quien lo diga, pero entre vuestro destino y el mío hay una gran diferencia de nivel. Una diferencia que existe desde que nací. Yo no tengo la culpa.
Es algo que me ha sido otorgado por los cielos. Pero parece que vosotros tenéis envidia. Decís esto y aquello para hacer descender mi destino hasta el nivel del vuestro, pero los designios de los cielos no pueden ser interferidos por los mortales.
Seguramente sueltas una trola increíble como la de que me vas a llevar al Palacio del Dragón porque planeas congeniar conmigo de igual a igual. Ya está bien. Comprendo perfectamente todo lo que pasa, así que deja de esforzarte en vano y vuelve de una vez y cuanto antes a tu morada del fondo del mar. Después de que me he molestado en salvarte, vas a echarlo todo a perder si te vuelven a atrapar los niños. Sois vosotros los que no sabéis aceptar sin más la amabilidad ajena.
—¡Ja, ja, ja! —rio descaradamente la tortuga—. Usted perdone que se haya tenido que molestar en salvarme. Esto es lo que no me gusta de los caballeros.
Cuando ellos prodigan su amabilidad, se trata de una gran virtud, aunque en el fondo confíen en recibir alguna recompensa por ello, pero ante la amabilidad de los demás… «¡Ah, mucho cuidado!, no vaya a ser que el tipo luego pretenda tratarme de igual a igual», piensan. Es desazonador. Pues si nos ponemos así, yo también diré algo: tú me salvaste porque soy una tortuga y los que me martirizaban eran unos niños, ¿no? Total, interceder entre una tortuga y unos niños no va a traer luego mayores consecuencias, ¿verdad? Y además, para unos niños, una moneda de 5 mon es mucho dinero. Pero hombre, 5 mon ya es regatear, ¿eh? Creí que les ibas a dar algo más. Tu tacañería me asombró. Me sentí muy miserable al pensar que todo lo que valía mi cuerpo eran cinco mon. Y hay que tener en cuenta que en aquel momento tú intercediste pagando los cinco mon porque lo que tenías enfrente eran una tortuga y unos niños. Algo así como un pequeño capricho. Sin embargo, si en aquel momento no se hubiera tratado de una tortuga y unos niños sino, por ejemplo, de unos pescadores embrutecidos que estuvieran zarandeando a un mendigo enfermo, estoy segura de que no es que no hubieras pagado cinco mon, es que ni siquiera uno.
Incluso habrías pasado de largo apresuradamente con el rostro fruncido. A vosotros os molesta mucho, pero que mucho, que os muestren la vida en su aspecto más descarnado. Sin duda, debe pareceros como que os embadurnan de excrementos vuestro elevado destino. Vuestra amabilidad es un pasatiempo. Autocomplacencia. La salvé porque era una tortuga. Pagué porque eran unos niños. Pero si fueran unos violentos pescadores y un mendigo enfermo, ni hablar. Odio tremendamente que el crudo viento de la realidad acaricie mis mejillas. No me gusta mancharme las manos.
Una actitud así es lo que se llama aparentar conocer el mundo, cuando solo se conoce de oídas, Urashima-san. No te irás a enfadar, ¿verdad? Porque tú me gustas. ¿O a lo mejor sí te vas a enfadar? Porque lo fastidioso de vosotros, los poseedores de un elevado destino, es que por lo visto consideráis un deshonor el ser queridos por chusma como nosotros. Y por si fuera poco, en mi caso se trata de una tortuga. ¿Te da asco ser querido por una tortuga? Pero bueno, no me lo tengas en cuenta, por favor, que los gustos no tienen nada que ver con la razón. No se trata de que me gustes porque me hayas salvado, ni de que me gustes por ser un hombre refinado.
Simplemente, de pronto me has gustado. Y porque me gustas, he empezado a meterme contigo para intentar tomarte un poco el pelo. Podemos decir que es la forma en que nosotros los reptiles demostramos nuestro cariño. Ya comprendo que como soy un reptil, y por tanto pariente de las serpientes, merezco poca confianza. Sin embargo, yo no soy la serpiente del Jardín del Edén, sino que, aquí donde me ves, soy una tortuga del Japón. No estoy planeando tentarte con mi oferta de guiarte al Palacio del Dragón con objeto de arrastrarte a la perdición. Reconóceme la buena voluntad. Solo quiero divertirme contigo. Que vayamos juntos al Palacio del Dragón para divertirnos allí. En ese país no existen las molestas críticas. Todo el mundo vive apaciblemente. Por eso es un lugar a pedir de boca para el entretenimiento. Como ves, yo puedo ir y venir del fondo del mar a tierra firme cuando quiera, lo que me permite observar y comparar ambos modos de vida, y te aseguro que vuestra vida en tierra firme es agobiante. Hay demasiadas críticas de unos hacia otros. Las conversaciones entre la gente que vive en tierra consisten o bien en hablar mal de los demás, o bien en hacer propaganda de las bondades de uno mismo. Acaba uno harto. Gracias a que yo vengo con frecuencia a tierra firme, se me ha pegado un poco vuestra forma de vida, y yo misma pongo en mi boca esas críticas que solo conozco de oídas. Así que, aun pensando que estoy recibiendo una mala influencia, no puedo reprimir el saborcillo de este vicio vuestro de criticar al que he cogido el gusto, y ahora he comenzado a sentir como un poco aburrida la vida en ese Palacio del Dragón donde no hay críticas. ¡Ay, que se me ha pegado un mal vicio! ¿Será un tipo de enfermedad inherente a la civilización? Ahora mismo ya no sé si soy una criatura marina o un bicho terrestre. Por poner un ejemplo, me siento un poco como los murciélagos, que no se sabe muy bien si son un ave o un animal terrestre. Mi condición se ha vuelto triste. Quizá soy lo que podríamos llamar un hereje del mundo submarino. Cada vez me siento más incómoda en mi tierra natal del Palacio del Dragón. Sin embargo, lo que sí garantizo es que se trata de un lugar estupendo para la diversión. Un país a pedir de boca. Un país para cantar y bailar, para degustar manjares y buen alcohol. Un país realmente a pedir de boca para los hombres refinados como tú. ¿Acaso no andabas antes lamentándote de que ya estabas harto de críticas? En el Palacio del Dragón no hay críticas.
Urashima se hallaba más que molesto por la sorprendente dialéctica de la tortuga, pero la última frase consiguió de pronto atraer su interés.
—Sí, cierto, si al menos existiera un país así…
—Pero cómo, ¿todavía sigues dudando? No estoy soltando ninguna mentira. ¿Por qué no me crees? ¿O sea que un hombre refinado es aquel que en vez de poner las cosas en práctica se limita a suspirar por ellas? ¡Vaya una indecencia!
Hasta alguien de carácter tan afable como Urashima, al verse tan duramente atacado, se vio imposibilitado de echarse atrás.
—Bueno, bien, entonces no hay más remedio —dijo con una amarga sonrisa—.
Nos guiaremos por tan insignes palabras, y vamos a probar a montarnos en tu caparazón.
—Tu manera de hablar siempre me irrita —se enfadó de veras la tortuga—. ¿Qué es eso de vamos a probar a montarnos? ¿Probar a montarse y montarse no es, en la práctica, hacer lo mismo? Girar a la derecha mientras se duda y girar a la derecha con confianza y decisión llevan a un mismo destino. Tanto en un caso como en otro, ya no se puede uno echar atrás. Desde el momento en que pruebas a llevar algo a la práctica, ya se decide tu destino. En la vida no existen las pruebas. Probar a hacerlo es lo mismo que hacerlo. Verdaderamente, la gente como tú sois muy tercos en aveniros a razones. Pensáis que se puede dar marcha atrás.
—Basta, basta, comprendido. Bueno, pues a confiar y dejemos que nos lleven en el caparazón.
—Eso es, así se hace.
Al sentarse Urashima sobre el caparazón de la tortuga, este se fue agrandando a ojos vista, hasta llegar a un tamaño en que se hubieran podido colocar encima dos esteras de tatami, y comenzó a introducirse en el mar meciéndose lentamente.
Cuando ya se había alejado nadando unos cien metros de la orilla, el animal le ordenó a Urashima con voz severa:
—Cierra los ojos por un momento.
Este, tras obedecer dócilmente, escuchó un sonido como el de la lluvia del atardecer y un suave calor envolvió su cuerpo. Luego, un viento parecido al viento de primavera pero un poco más pesado golpeó los lóbulos de sus orejas.
—Profundidad, 1.800 metros —dijo la tortuga.
Urashima sintió en su pecho un malestar parecido al del mareo.
—¿Te importa que vomite? —preguntó a la tortuga todavía sin abrir los ojos.
—Pero cómo, ¿vas a llenar esto de vómitos? Vaya un pasajero tan cochino —
replicó la tortuga con su habitual tono jocoso—. Eh, pero qué tipo tan obediente, si todavía tiene los ojos cerrados. Por eso me gustas, Taro. Ya tienes permiso para abrir los ojos. Cuando veas el paisaje que se abre en todas direcciones, ese mareo que sientes se te pasará al momento.
Y al abrir los ojos, una arrebatadora embriaguez, una extraña claridad ligeramente verdosa y pálida, un mundo sin sombras, se extendía con contorno impreciso.
—¿Es… esto… el… Palacio… del… Dragón? —preguntó Urashima como adormilado, separando más de la cuenta las palabras.
—Pero ¡qué dices! Apenas hemos llegado a los 1.800 metros de profundidad. El Palacio del Dragón se halla a 18.000 metros de profundidad.
—Ehhh… —soltó Urashima con una voz extraña—. El mar es realmente enorme,
¿no?
—¡Parece mentira que te hayas criado en la costa! No hables como un mono del interior de las montañas. Solo es un poco mayor que la fuente del jardín de tu casa.
Delante o detrás, a izquierda o derecha, mirase donde mirase, se extendía la inmensidad; y si miraba hacia abajo, se encontraba igualmente con la inabarcable claridad verdoso pálido, y si por contra miraba hacia arriba, aparecía una imposible bóveda celeste como si estuviera en una reluciente caverna. Aparte de ambas voces, no se escuchaba un solo sonido, y solamente sentía el cosquilleo de aquel fuerte viento caliente y algo pegajoso, similar al de la primavera, en el lóbulo de sus orejas.
Urashima, en un momento dado, vislumbró una especie de tenue mancha en lontananza y hacia la derecha, como si alguien hubiese arrojado un puñado de ceniza, y preguntó a la tortuga:
—¿Qué es aquello? ¿Nieve?
—No sueltes esas bromas. No hay nieve en el fondo del mar.
—Bueno, entonces, ¿qué es? Parece como si hubieran derramado agua con algo de tinta. ¿O solamente es polvo?
—Pero ¡qué tonto eres! Deberías haberte dado cuenta de un solo vistazo. ¿No ves que es un gran banco de besugos?
—¿Eh? Pero serán muy pocos… Doscientos o trescientos como mucho.
La tortuga soltó una risita irónica.
—Pues sí que eres tonto. ¿Lo dices en serio?
—Bueno, entonces, ¿dos o tres mil?
—No me seas inconsciente. Así, a ojo, entre cinco y seis millones.
—¿Cinco o seis millones? No me tomes el pelo.
La tortuga se echó a reír.
—Eso no son besugos. Es un incendio submarino. Una tremenda humareda.
Viendo esa cantidad de humo, calculo que… sí, debe de ser más o menos una extensión tan grande como veinte veces todo el Japón, la que se está quemando.
—¡Mentirosa! ¿Cómo se va a quemar nada dentro del mar?
—Eso es un error producto de un pensamiento impulsivo. El agua contiene oxígeno, así que no hay ningún motivo para que las cosas no se quemen.
—No me enredes. Eso es un sofisma propio de ignorantes. Dejémonos de bromas y dime de una vez qué es esa especie de nube de porquería. Son besugos, ¿no?
Porque no pretenderás convencerme de que se trata de un incendio…
—Que sí, que sí es un incendio. ¿No te has parado alguna vez a pensar cómo es posible que, con la infinidad de ríos que desde la tierra firme vierten sin parar, de noche y de día, su caudal al mar, el nivel de las aguas marinas ni suba ni baje, sino que siempre pueda mantenerse estable? El mar también tiene sus problemas. Y de alguna forma ha de dar salida a toda esa cantidad de agua que vierten en él sin parar.
Por eso, de vez en cuando, debe quemar de esa manera el agua sobrante que no necesita. Arde, ya lo creo que arde, es un gran fuego.
—Pero qué dices. La humareda no se expande en absoluto. Dime de una vez qué es eso. Según me estoy fijando desde antes, no se mueve de su lugar, así que tampoco puede ser un banco de peces. Déjate de bromas pesadas y dime de una vez de qué se trata.
—Está bien, entonces te lo diré. Pues se trata de la sombra de la Luna.
—¿No me estarás engañando otra vez?
—No, no. En el fondo del mar no se proyectan las formas terrestres, pero en el caso de los cuerpos celestes, la sombra cae verticalmente desde las alturas, y sí se aprecia. No solo la de la Luna, sino también la de las brillantes estrellas. Por eso, en el Palacio del Dragón se hacen los calendarios conforme a esas sombras, y así se establecen las estaciones del año. Esa sombra de la Luna no es totalmente redonda, sino que le falta un trocito, por lo que hoy debe ser la noche décimo tercera.
Visto el tono serio con que lo decía, Urashima pensó que muy bien podía ser cierto, aunque le pareció todo un poco extraño. Pero por otra parte, si en un extremo de esa impresionante bóveda de color verdoso claro aparecía un punto ligeramente ennegrecido, para un hombre con gusto por lo poético como Urashima, aun cuando pudiera ser falso, resultaba mucho más atractivo y entrañable creer que se trataba de la sombra de la Luna que no de un banco de besugos o de un incendio.
Pasado un tiempo, sobrevino una extraña oscuridad a su alrededor y, acompañado de un terrible rugido, Urashima sintió un empujón como si un fuerte viento le hubiera golpeado y poco faltó para que se cayera del lomo de la tortuga.
—Vuelve a cerrar los ojos durante un rato —ordenó la severa voz de la tortuga—.
Estamos justo a la entrada del Palacio del Dragón. Aunque los seres humanos exploran el fondo del mar, por lo general creen que más allá de este lugar no hay nada y dan la vuelta. Eres el primer humano, y quizá también el último, que va a cruzar al otro lado de este punto.
Urashima sintió como si la tortuga se hubiera dado la vuelta por completo, es decir, como si nadase con el vientre hacia arriba y él, pegado al caparazón, hubiese quedado colgando cabeza abajo, pero sin que pareciera que pudiera caerse, y con la extrañísima ilusión de que estaba siendo aspirado hacia arriba.
Pero cuando la tortuga le dijo «Prueba a abrir los ojos», ya no tenía ninguna sensación de estar cabeza abajo, y seguía sentado en sus lomos como si fuera lo más natural del mundo, mientras ella continuaba nadando y nadando hacia las profundidades.
A su alrededor había una ligera claridad como la del amanecer y abajo se vislumbraba una forma difusa de color blanco. Parecían unas montañas. Aunque también podría tratarse de una serie de torres, pero en ese caso su tamaño debía de ser enorme.
—¿Qué es eso? ¿Montañas?
—Efectivamente —contestó la tortuga mientras nadaba a toda velocidad.
—Pero son blancas. ¿Estará nevando?
—Vaya, por lo visto aquellos a los que está reservado un elevado destino tienen una forma de pensar diferente. Es magnífico. Puesto que piensan que también nieva dentro del mar.
A lo que Urashima, con intención de devolverle la andanada de antes, replicó:
—Sin embargo, ya que también hay incendios en el interior del mar, bien puede nevar. Puesto que, al fin y al cabo, hay oxígeno.
—La nieve y el oxígeno tienen una relación muy lejana. Por poner un ejemplo, una relación parecida a la del viento con el fabricante de barreños, al que provee de madera al partir los árboles. Así que no digas tonterías, porque no vas a pillarme en una trampa tan simple. Ya veo que a la gente refinada se le dan muy mal las bromas.
La ida con la nieve es divertida, pero a la vuelta escalofría. Hum… no tiene gracia.
Pero mejor que el pareado del oxígeno y el baile. Lamentable. Bueno, mejor dejemos al oxígeno en paz.
Una vez más, fue imposible vencer la dialéctica de la tortuga.
—Por cierto que en esas montañas… —comenzó Urashima, pero se vio interrumpido por la risita de la tortuga.
—Por cierto que… dice el muy presuntuoso. Por cierto que en esas montañas no hay nieve. Son montañas de perlas.
—¿Perlas? —se sorprendió Urashima—. No, eso tiene que ser mentira. Aunque se apilen cien o doscientas mil perlas, no se puede conseguir una montaña tan alta como esa.
—Cien o doscientas mil, vaya una forma más rácana de contar. En el Palacio del Dragón no nos dedicamos a contar las perlas de una en una, sino una montaña, dos montañas, etc. Se dice que una montaña viene a tener unos trescientos mil millones de perlas, pero nadie se ha puesto a contarlas una por una. Si se agrupan más o menos un millón de montañas, tenemos una cordillera como esa. Los vertederos de perlas empiezan a ser un problema. Al fin y al cabo, si pensamos en sus orígenes, no dejan de ser un tipo de excremento de pez.
En estas, llegaron a la puerta principal del Palacio del Dragón, que era más pequeña de lo esperado. Se erguía sencillamente a los pies de una montaña de perlas, emitiendo una luz fosforescente. Urashima se bajó del caparazón y, guiado por la tortuga, tuvo que agacharse para cruzar por la puerta. El lugar estaba iluminado por una débil claridad. Y completamente en silencio.
—¡Qué tranquilidad! Casi da miedo. ¿No estaremos en el infierno, verdad?
—No pierda usted la cabeza, señorito —palmoteo la tortuga con su aleta la espalda de Urashima—. Todos los palacios son lugares tranquilos como este. ¿No tendrías esa imagen desfasada del Palacio del Dragón como un lugar donde nos pasamos todo el año con estúpidas y ruidosas fiestas como los bailes en las playas de Tango cada vez que hay buena pesca? Pobrecillo. Sencillez y serenidad, ¿no era ese vuestro máximo ideal, el de la gente culta? Qué deplorable que lo compares con el infierno. Cuando te acostumbras, esta suave penumbra es un descanso indescriptible para el espíritu. Cuidado con dónde pisas, por favor. Si te caes de un resbalón, sería una vergüenza. Pero, oye, ¡todavía llevas puestas las sandalias! ¡Quítatelas ahora mismo, maleducado!
Urashima se puso colorado y se quitó las sandalias. Al caminar descalzo, sentía en las plantas de los pies una desagradable viscosidad.
—¿Qué clase de camino es este? Es repelente.
—No es un camino, es un pasillo. Ya has entrado en el Palacio del Dragón.
—¿De veras? —preguntó sorprendido mientras miraba en derredor, sin vislumbrar paredes ni columnas. Solamente percibía un espacio claroscuro oscilando a su alrededor.
—En el Palacio del Dragón, ni llueve ni nieva —le iba explicando la tortuga con una voz que reflejaba un profundo apego—. Por eso, no hay necesidad de construir asfixiantes paredes o tejados como en tierra.
—Pero la puerta de entrada sí tenía un tejado.
—Eso es para que destaque del entorno. Pero no solo en la puerta, en los aposentos de la princesa Oto también hay techo y paredes. Pero tampoco han sido construidas para protegerse del rocío o de la lluvia, sino para dejar constancia del respeto debido a Su Alteza la princesa.
—Me pregunto si así será —replicó Urashima con rostro dubitativo—. ¿Y dónde están esos aposentos de la princesa Oto? Porque mire a donde mire, no hay ningún mundo aparte, ni ninguna frontera de elegancia y serenidad, ni brota árbol o planta alguna que marque la diferencia.
—¡Qué complicado es tratar con paletos…! Se quedan con la boca abierta ante los edificios enormes o con ornamentos vistosos, pero son incapaces de apreciar ni un ápice esta belleza serena. Urashima-san, tu sentido del refinamiento no vale aquí.
Claro que, teniendo en cuenta que hablamos de un señorito de las agrestes costas de Tango, puede entenderse. Cuando le oí hablar del conocimiento de la tradición, me entró un sudor frío. «Aquí tenemos todo un personaje culto», pensé. Pero a la hora de la verdad, al verse con las cosas frente a frente, resulta que es un paleto. Anda, hazme caso y, de ahora en adelante, déjate de imitar a los poetas y demás gente refinada.
Por lo visto, la verborrea de la tortuga había cobrado nuevas fuerzas desde que entraron en el Palacio del Dragón. Urashima, ya contrito hasta el límite, protestó con una voz casi llorosa:
—Pero entiéndeme, es que no se ve nada…
—Pues por eso te estoy diciendo que tengas cuidado de dónde pisas, ¿no me has oído? Este pasillo no es un pasillo normal. Es un puente formado por peces. Mira con detenimiento. Millones de peces se aprietan entre sí para formar este puente como si fuera el suelo de un pasillo.
Urashima dio un respingo y se puso de puntillas. Ahora entendía la viscosidad resbaladiza que sentía en la planta de los pies. Efectivamente, fijándose bien, se distinguían infinidad de peces de todos los tamaños, que alineaban sus dorsos para no dejar resquicios, y que se mantenían fijos en el mismo lugar, sin el menor movimiento.
—¡Pero qué cosa tan terrible! —se sorprendió Urashima volviendo de pronto su paso más delicado—. ¡Qué mal gusto! ¿En esto consiste la belleza tranquila y serena?
Caminar pisoteando el lomo de los peces, ¿no es una salvajada incomparable? Para empezar, ¿no es un suplicio para los pobres peces? Desde luego que un pobre paleto como yo no entiende tan extravagante elegancia —estalló como un desahogo tras el enfado por ser tildado de paleto.
—Nada de eso —sonó una vocecita a sus pies—. Nos reunimos aquí todos los días para tener el placer de escuchar la música del koto de la princesa. No estamos formando un puente de peces por el bien de la estética. No te preocupes, y pasa por encima.
—¿De veras? —replicó Urashima con amarga sonrisa—. Pensaba que se trataba otra vez de los ornamentos del Palacio del Dragón.
—Pero no solo eso —intervino al momento la tortuga—. ¿No será que el señorito Urashima andaba pensando que la princesa Oto había ordenado a los peces formar este puente para ofrecerle un recibimiento especial y…?
—¡Basta, cállate! —cortó Urashima enrojeciendo aturdido—. No te pienses que soy tan creído. Como tú has dicho alegremente que esto hacía la función de suelo de un pasillo, lo primero que he pensado es que a los peces les debe doler que les pisen.
—En el mundo de los peces no hay necesidad de suelo. Yo lo he dicho por poner un ejemplo, por compararlo con el suelo de una casa terrestre, pero no era un comentario al tuntún. Y además, ¿crees que a los peces les duele? En el fondo del mar, tu cuerpo no es más pesado de lo que pueda ser una hoja de papel. ¿No notas como si estuvieras flotando?
Ahora que se lo decían, ciertamente tenía cierta sensación de estar como flotando.
Pero a Urashima, una vez más, le pareció que la tortuga volvía a reírse de él sin motivo, y comenzó a exasperarse:
—Ya me has quitado las ganas de creer en nada. Por eso no me gusta la aventura.
Porque aunque te engañen, no hay modo de estar seguro de ello. Uno no tiene más remedio que seguir las indicaciones de su guía. Y si te dice que algo es así o así, no queda sino creérselo. La aventura consiste en que te engañen. Y por cierto que no oigo ni el sonido del koto ni de ninguna otra cosa —estalló con razonamientos agresivos.
La tortuga no perdió la calma:
—Por lo visto, debido a que en tu mundo terrestre tenéis una perspectiva horizontal del entorno, das por sentado que el objetivo debe encontrarse al este, oeste, sur o norte. Sin embargo, en el mar hay otras dos direcciones, a saber, arriba y abajo.
Tú das por sentado que la princesa Oto se encuentra en algún lugar delante de nosotros y ahí reside tu gran error. ¿Por qué no miras sobre tu cabeza? ¿O bajo tus pies? El mundo del mar flota y se mueve a la deriva. La puerta principal de antes o la montaña de perlas también se mueven, aunque sea poco a poco. Tú mismo te estás moviendo ahora arriba y abajo, a derecha y a izquierda, y por eso no percibes el movimiento de las demás cosas. Posiblemente piensas que, desde que llegamos, hemos recorrido una gran distancia hacia delante, pero en realidad apenas hemos avanzado. O quizá incluso estemos más atrás que antes. En estos momentos, debido a las corrientes marinas, estamos siendo empujados hacia atrás. Y yo diría que, junto con todos los demás, nos hemos movido unos doscientos metros hacia arriba. Bueno, en cualquier caso, sigamos un poco más a lo largo de este puente de peces. Fíjate en que el espacio entre los peces se ha vuelto un poco mayor, así que ten cuidado cuando pises, no sea que metas el pie en el hueco. Pero bueno, aunque así sea, no vas a caerte a las profundidades, que para eso pesas lo mismo que una hoja de papel. En definitiva, este puente no lleva a ninguna parte. Aunque seguimos andando por este pasillo, no hay nada delante. Sin embargo, mira a tus pies. ¡Eh, pescaduchos, apartaos un poco, que el señorito va al encuentro de la princesa Oto! Estos tipos forman lo que podemos llamar un velo viviente sobre la torre central del Palacio del Dragón. Un velo oscilante y sutil como el de la medusa, para decirlo con el refinado estilo que le gusta a la gente como tú.
Los peces se apartaron a derecha e izquierda en silencio. Tenuemente, se escuchaba una música que venía de abajo. Se parecía mucho al sonido de un koto japonés, pero no tenía un tono tan fuerte, sino suave, efímero, con un eco que resonaba interminable. El rocío del crisantemo, El suave vestido, Cielo al atardecer, La perdiz… No era ninguna de esas piezas clásicas. Incluso una persona culta como Urashima era incapaz de identificar esas notas inocentes, en apariencia frágiles, pero que encerraban en su interior una tristeza como no podía escucharse en tierra firme.
—Extraña melodía. ¿Cómo se llama esta pieza?
La tortuga escuchó con atención.
—Seitei —se limitó a contestar.
—¿Seitei?
—Se escribe con los ideogramas de «sagrado» y «resignación».
—Ah, ya veo, Resignación sagrada —murmuró Urashima sintiendo por primera vez en la vida submarina del Palacio del Dragón algo mucho más elevado que el gusto al que hasta ahora estaba acostumbrado. No había duda de que su sentido de lo refinado aquí no servía. Se podía entender que a la tortuga le entrase un sudor frío al escucharle hablar de cosas como el conocimiento de la tradición o la cultura del refinamiento. Su sentido del estilo refinado no pasaba de ser una imitación de los demás. Como si fuera un mono de las montañas más remotas—: A partir de ahora creeré todo lo que me digas. Seitei. Insuperable —añadió Urashima embelesado mientras permanecía de pie esforzándose por escuchar las notas de la extraña melodía.
—Venga, vamos a bajar desde aquí. No hay ningún peligro. Si extiendes los brazos de esta manera, puedes ir descendiendo paso a paso meciéndote agradablemente. Si descendemos verticalmente desde este lugar donde se acaba el puente de peces, llegaremos justo al pie de las escaleras que llevan al edificio principal del Palacio del Dragón. Venga, ¿qué haces ahí como atontado? Vamos a bajar, ¿estás listo?
La tortuga fue descendiendo con un leve balanceo. Urashima, volviendo en sí, extendió los brazos y, dando un paso afuera del puente de los peces, sintió como era arrastrado plácidamente hacia abajo, mientras una especie de brisa fresca le acariciaba las mejillas. Pasado un tiempo, cuando a su alrededor dominaba un color verde como si estuviera rodeado de árboles y el sonido del koto se escuchaba mucho más próximo, se dio cuenta de que estaba de pie junto a la tortuga al comienzo de la escalera del edificio principal. Pero aunque la llamemos escalera, los escalones no se hallaban claramente diferenciados unos de otros, sino que consistían en una alfombra de bolitas grisáceas y relucientes que formaban como una suave rampa.
—¿Esto también son perlas? —preguntó Urashima en voz baja.
La tortuga le miró como compadeciéndole:
—Cualquier bolita que ves, ya te crees que son perlas. ¿No has visto que las perlas las tiramos hasta el punto de que ya forman altas montañas? Prueba a coger una de esas bolitas.
Urashima, siguiendo las instrucciones, probó a coger algunas con ambas manos, y sintió que estaban muy frías.
—¡Granizo! —exclamó.
—No digas tonterías. Ahora prueba a metértelas en la boca.
Urashima, obediente, se metió en la boca cinco o seis de esas bolitas frías como el hielo.
—¡Buenísimas!
—¿Verdad que sí? Son cerezas silvestres de mar. El que come estos frutos, no envejece durante trescientos años.
—¿Ah, sí? ¿Y da lo mismo te comas los que te comas? —El refinado Urashima, olvidando sus modales, cogió varias más e hizo ademán de comérselas—. No me gusta pensar en la vejez. No tengo un miedo especial a morir, pero la vejez no pega con mis gustos. Creo que voy a probar unas pocas más.
—Eh, que se está riendo. Mira hacia arriba. La princesa Oto ha venido a recibirte.
¡Ay, y hoy está más bella que nunca!
Al final de la rampa de cerezas de mar, se hallaba en pie una grácil mujercita, sonriendo levemente y con el cuerpo cubierto de un fino vestido azul. A través del vestido semitransparente podía adivinarse su blanca piel. Urashima, avergonzado, apartó la vista.
—¿Es la princesa Oto? —preguntó a la tortuga en susurros. Urashima tenía el rostro totalmente colorado.
—Pues claro que sí. ¿Por qué andas tan azorado? Vamos, preséntale tus respetos.
Urashima ya estaba completamente alterado:
—Pero es que no sé qué decir. Le digo mi nombre y con eso ¿qué? Y además tengo la sensación de que nuestra visita ha sido algo abrupta. No tiene sentido.
Volvámonos —se arredró Urashima, el hombre al que se le suponía un destino elevado, que se volvió un cobarde ante la visión de la princesa y que se disponía a huir.
—La princesa Oto ya ha oído hablar de ti. Tiene medios de saber lo que sucede en los más recónditos lugares, como dice el proverbio chino. Acepta tu suerte y limítate a inclinarte con respeto. Y aunque la princesa no te conociese de nada, no es una persona tan mezquina como para desconfiar de nadie, así que no hay por qué pensar en un motivo especial. Basta con que digas que has venido para divertirte.
—Pero ¿cómo voy a decir algo tan descortés? Aaah, se está riendo. Bueno, en cualquier caso, haré una inclinación.
Urashima hizo una reverencia tan pronunciada que las manos le llegaron casi a las uñas de los pies. La tortuga se carcajeó:
—Demasiado cortés. ¡Qué despropósito! Pero si tú eres mi salvador, y yo la agradecida. Deberías tener una actitud más imponente. No te creas que es precisamente elegante hacer una reverencia tan exagerada que parece que te vas a desplomar sin fuerzas. Además eres un invitado de la princesa. Vamos, venga, saca pecho y demuestra que eres un japonés de buena planta, y además un espíritu de la más alta sensibilidad, caminando con aire majestuoso. Frente a gente como yo siempre muestras una actitud altiva y arrogante, pero parece que frente a las mujeres eres todo un cobarde, ¿eh?
—No, no es eso. Ante una persona de tan alta categoría, hay que presentarse de la mejor forma posible.
Urashima tenía la voz algo tomada por el nerviosismo, le temblaban las piernas y subía por la escalera a trompicones. Por fin, llegó a un salón tan amplio como si hubieran dispuesto en el suelo una infinidad de esteras de tatami. O más que un salón, quizá fuera más propio llamarlo un jardín. Bañado en una luz verdosa de origen impreciso, como si estuvieran en medio de un bosque, la extensión parecía envuelta en una neblina, pero ante sí se extendía como una alfombra formada por las mismas bolitas similares al granizo, sobre las que, de cuando en cuando, destacaban algunas rocas dispuestas de manera asimétrica. Y nada más. Por supuesto que no había techo, ni una sola columna, y el lugar ofrecía más bien el desolado aspecto de una plaza en ruinas. Si se fijaba uno bien, entre los resquicios que dejaban las bolitas, asomaban unas diminutas flores de color morado, pero ello aumentaba, si cabe, la impresión de tristeza del lugar. Desde luego que podía hablarse de la serenidad llevada a su extremo, pero resultaba admirable que alguien pudiera vivir en un lugar como este.
Urashima no pudo sino soltar un suspiro de sorpresa y, de nuevo, mirar con disimulo el rostro de la princesa.
La princesa, sin decir una palabra, se giró de espaldas y comenzó a andar.
Entonces Urashima se fijó por primera vez en que, a espaldas de la princesa, se arremolinaba una cantidad incontable de pececillos dorados más pequeños que los medaka, que nadaban ondulando, y según caminaba ella, iban moviéndose detrás, de manera que parecía que iba envuelta en una cascada dorada, lo cual hizo sentir a Urashima que la princesa, sin duda, poseía una elevada presencia que no pertenecía a este mundo.
La princesa caminaba con los pies desnudos y su sutil vestido formaba ondulaciones; sin embargo, fijándose bien, esos pies blanquiazules no pisaban las bolitas que formaban el suelo. Había un pequeño espacio entre las plantas de sus pies y el entramado de bolitas. Incluso pudiera ser que esas plantas no hubiesen pisado nunca cosa alguna. A pesar de que, sin duda, sus pies blandos y bellos eran como los de un recién nacido y que su cuerpo no llevaba maquillaje ni ornamento alguno, no cabía sino reconocer la auténtica elegancia, modesta y refinada a la vez. «Hice bien en venir al Palacio del Dragón», pensó Urashima mientras daba las gracias en su fuero interno a esta aventura, y seguía embobado a la princesa.
—¿Qué? No está mal, ¿eh? —le susurró la tortuga al oído mientras le daba con su aleta un empellón en el costado que le hizo cosquillas.
—¿Eh? ¿Qué? ¿Estas flores? Estas flores moradas son bonitas, sí —dijo Urashima despistado, contestando algo que no tenía nada que ver.
—¿Estas de aquí? —contestó la tortuga con desgana—. Es la flor del cerezo de mar. Se parecen un poco a las violetas. Si masticas sus pétalos, sientes una embriaguez muy agradable. Es como el sake del Palacio del Dragón. Y eso que parece una roca, está formado por algas. Como han pasado miles y miles de años, se ha formado una masa conglomerada parecida a una roca, pero en realidad es más blanda que la pasta de judías. Y es un manjar mucho más delicioso que cualquier alimento terrestre. Según sea la masa, el sabor cambia ligeramente. En el Palacio del Dragón vivimos comiendo estas algas, emborrachándonos con los pétalos de flor y tomando las cerezas marinas cuando tenemos sed, arrobados por la música de koto de la princesa y viendo la danza de los pececillos, que se asemeja a un remolino de flores en el viento. ¿Qué te parece? Cuando te invité a venir, estoy segura de haberte dicho que el Palacio del Dragón era el país de la canción y el baile, de los manjares y del sake. ¿Qué me dices? ¿Es diferente a como te lo imaginabas?
Urashima, sin contestar, sonrió de manera algo forzada y apesadumbrada.
—Ya sé. Tú te imaginabas un barullo sonando chan, chan, chan, grandes fuentes con sashimi de besugo y atún, chicas danzando vestidas con quimono rojo, y oro, plata, coral y brocados…
Ante estas palabras, incluso el rostro de Urashima expresó un ligero desagrado.
—¡Ni hablar! No soy un hombre tan vulgar. Sin embargo, a veces he pensado en mí como un solitario, pero al venir aquí y encontrarme con una persona solitaria de verdad, me avergüenzo de la vida presuntuosa que he llevado hasta ahora.
—¿Te refieres a ella? —preguntó la tortuga en voz baja mientras señalaba hacia la princesa con la barbilla de un modo vulgar—. Ella no se siente sola en absoluto. Eso no le preocupa. La soledad preocupa a los que tienen ambición, pero para aquel al que no le importan las cosas fuera de su mundo, estar solo cien o mil años resulta de lo más cómodo. Y lo mismo vale para las personas que no prestan atención a esas críticas ajenas de las que hablábamos. Y a todo esto, ¿adónde dices que vas?
—¿Eh? ¿Cómo? Pues a ningún sitio en particular —se sorprendió Urashima ante lo inesperado de la pregunta—. Pero, es que…, bueno, ella…
—La princesa no te está guiando a ninguna parte intencionadamente. De hecho, ella ya se ha olvidado de ti. Posiblemente va de vuelta a sus aposentos. No pierdas la cabeza, ¿eh? Esto es el Palacio del Dragón, este preciso lugar. No hay ningún otro lugar aparte de este al que queramos guiarte. Ahora basta con que hagas aquí lo que te plazca, y te diviertas. ¿O es que no te basta con esto?
—No me martirices, por favor. ¿Pero qué podía haber hecho yo? —replicó Urashima con expresión llorosa—. Puesto que alguien de su elevada posición acude a recibirme… no es que me haya podido la vanidad, pero pensé que lo cortés era ir detrás de ella. No he pensado en ningún momento que no fuera suficiente. Y aun así, te diriges a mí de forma incisiva, como si yo ocultase alguna intención lasciva. ¡Qué malévola e insidiosa eres! ¡Espantosa! Jamás en mi vida me he sentido tan avergonzado. ¡Eres verdaderamente terrible!
—No hay que ponerse así. La princesa Oto es una persona de buen corazón.
Comprenderás que al ser tú un raro visitante llegado de tierra firme, y además a quien yo debo gratitud, es lógico que acuda a recibirte en persona. Y además, si tenemos en cuenta que eres un hombre honesto y sin doblez, que no tienes mala planta y que…
ja, ja, ja… Eh, que estoy bromeando, no vaya a ser que tengamos que aguantar un nuevo ataque de vanidad. Bueno, en cualquier caso, mi impresión es que la princesa Oto, al tratarse de un visitante inusual que llega a su casa, ha acudido a recibirte hasta la escalinata, y, una vez tranquilizada al ver que todo va bien, se retira a sus aposentos despreocupadamente para que tú puedas disfrutar aquí como quieras y todo el tiempo que te apetezca sin sentirte cohibido por su presencia. En realidad, nosotros los de aquí tampoco sabemos muy bien qué es exactamente lo que piensa la princesa Oto.
Pero sí que, de una forma u otra, tiene un magnánimo carácter.
—Hum… Dicho así, creo que empiezo a entender un poco. Y me parece que tu suposición, en general, ha de ser acertada. Es decir, que esta debe de ser la forma de hospitalidad de la gente verdaderamente elegante. Recibir al visitante y, a continuación, olvidarse de él. Y, por añadidura, disponer de manera desordenada alrededor del visitante delicioso sake y exóticos manjares. No hay baile ni música preparados con la evidente finalidad de dar la bienvenida al visitante. La princesa toca el koto sin intención de que la escuche alguien en particular. Los peces danzan y juguetean alegre y libremente sin querer divertir a nadie. No esperan ni se guían por el aplauso del espectador. Este, por su parte, no tiene necesidad de poner una cara especial para demostrar ex profeso su admiración. De hecho, no importa que esté tumbado con absoluta indiferencia. El anfitrión ha olvidado por completo a su invitado. Y además, le ha dado su consentimiento para que se comporte con absoluta libertad. Si tiene ganas de comer, puede comer, y si no es así, no tiene por qué comer.
Por tanto, si uno se emborracha y, sin distinguir entre sueño y realidad, se limita a escuchar el sonido del koto, no está siendo descortés. Ah, invitar a alguien debería ser siempre así. Que si esto, que si aquello, que si te insisten en que pruebes una comida que no está muy allá, intercambiarse alabanzas estúpidas, reírse a carcajadas con cosas que no tienen ninguna gracia, expresar un asombro exagerado ante historias que no tienen nada de particular; toda una sarta de mentiras sociales de principio a fin.
¡Eh, pandilla de estúpidos y mezquinos que os las dais de listos intentando agasajar por todo lo alto a los invitados!, me gustaría enseñaros esta hospitalidad liberal del Palacio del Dragón. Esos tipos solo están preocupados por no perder su propia dignidad, y andan nerviosos todo el tiempo por ello, incluso muestran un extraño recelo hacia sus invitados, dando vueltas de un lado para otro. No hay una pizca de franqueza en su actitud. ¿Pero qué es eso? Si hasta por un simple vasito de sake ya uno presume de dar de beber y el otro ha de dar las gracias por lo bebido, como si se estuviera formalizando un contrato, no hay quien lo aguante.
—¡Eso es, así se habla! —se alegró la tortuga—. Pero no te excites tanto, que no quiero que te dé un ataque al corazón. Venga, siéntate un rato en esta roca de algas y toma un poco de sake de cerezas. La primera vez que se toman los pétalos del cerezo de mar puede que el olor resulte demasiado fuerte, así que tómalos junto con cinco o seis cerezas, poniéndolo todo junto sobre la lengua. Se disolverá al momento, convirtiéndose en un sake justo en su punto y de lo más refrescante. Depende de la proporción en que los mezcles, va cambiando el sabor. Así que, bueno, vete probando tú mismo hasta que consigas el que más te guste y ¡a beber!
En esos momentos Urashima tenía ganas de beber un sake fuerte. Cogió tres pétalos y dos cerezas de mar y los juntó en la punta de la lengua. Al instante se le llenó la boca de un sake delicioso, dándole una apacible sensación de embriaguez. La mezcla atravesó su garganta de forma ligera y agradable y le produjo una sensación de alegría, como si su cuerpo entero se hubiera iluminado de repente.
—Me gusta esto. Barre por completo la melancolía.
—¿Melancolía? —se apresuró a indagar la tortuga—. ¿Acaso hay algún motivo aquí para la tristeza?
—No, nada especial, no es eso, sino que… Ja, ja, ja —Urashima rio forzadamente para ocultar su nerviosismo y soltó un apagado suspiro mientras contemplaba la figura de la princesa que se alejaba.
La princesa Oto seguía caminando sola y sin decir nada. Envuelta en una luminosidad de un claro tono verdoso, semejando unas fragantes algas semitransparentes, caminaba solitaria con un suave movimiento oscilante.
—¿Adónde irá? —se le escapó en un susurro sin poder evitarlo.
—A sus aposentos, sin duda —replicó afectadamente la tortuga, con cara de estar diciendo algo evidente.
—Llevas un tiempo diciendo sus aposentos, sus aposentos, pero ¿se puede saber dónde están esos aposentos? Si no se ve absolutamente nada en derredor…
Hasta donde alcanzaba la vista, solamente se distinguía una extensión lisa, un gran salón como un enorme campo que brillaba con luz opaca, y ni la menor sombra de algo parecido a un edificio palaciego.
—Allí delante, a lo lejos, hacia donde se dirige la princesa Oto, muy a lo lejos,
¿no ves algo? —le indicó la tortuga, y Urashima frunció el entrecejo forzando la vista en esa dirección.
—Ah, ahora que lo dices, sí, parece que hay algo.
A una lejana distancia hacia el frente, que podía ser como de una milla, se podía distinguir de manera difusa, como cuando se mira el fondo de un lago en penumbra, con los contornos brumosos, una especie de flor acuática de perfecta blancura.
—¿Es aquello? Parece algo muy pequeño, ¿no?
—Para el reposo solitario de la princesa Oto no hace falta un gran edificio, ¿no crees?
—Bueno, sí, dicho así, es cierto —dijo Urashima mientras se preparaba más sake con las cerezas marinas. Y, tras bebérselo, añadió—: Y la princesa, cómo lo diría,
¿siempre es así de callada?
—Sí, así es. Me pregunto si las palabras no surgen de la inseguridad del vivir, de donde nacen sus brotes. Del mismo modo en que las rojas setas venenosas brotan del suelo en putrefacción, ¿no será que la inseguridad de la vida hace fermentar las palabras? Claro que también hay palabras de alegría, pero, incluso en ese caso, ¿no llevan implícita una insidiosa artificiosidad? Parece que los seres humanos, incluso en medio de su felicidad, sienten inseguridad en la vida. Las palabras humanas son todas una invención, un recurso. Una presuntuosidad. Cuando no existe tal inseguridad, no hay por qué recurrir a esa invención insidiosa de las palabras, ¿no crees? Personalmente, nunca he escuchado decir cosa alguna a la princesa Oto. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede a menudo con las personas calladas, la princesa Oto de ningún modo es de las que observan con disimulo mientras en el fondo de su corazón juzgan severamente si los demás actúan bien o mal. No piensa en nada concreto. Se limita a sonreír con suavidad, mientras hace sonar su koto o camina balanceándose por el gran salón o disfruta de los pétalos de cerezo que introduce en su boca. Lleva una existencia realmente plácida.
—¿De veras? ¿Una persona como ella, entonces, también bebe este sake de cerezas de mar? Claro que este es un buen sake, de eso no hay duda. Mientras haya de esto, no hace falta otra cosa. Me pregunto si puedo tomar un poco más.
—Claro que sí, adelante. Es de tontos andarse con remilgos en un lugar como este. Tú gozas aquí de un permiso ilimitado. ¿Qué tal si pruebas también a comer algo? Todas las rocas que ves son raros manjares. ¿Prefieres algo grasiento? ¿O mejor algo suave y un poco ácido? Aquí hay cualquier clase de sabor.
—Ah, puedo oír el sonido del koto. ¿Puedo tumbarme para escucharlo? —
Realmente, era la primera vez en su vida que experimentaba la sensación de que le estaba permitido todo. Urashima olvidó la educación o cualquier otra cosa a que le pudiera impeler su pose de hombre refinado, y se tumbó boca arriba con los brazos estirados—. Ah… qué placer, revolcarse aquí borracho. Aprovechemos la ocasión para comer algo. ¿Habrá algas con sabor a carne de perdiz a la parrilla?
—Las hay.
—Pues eso. ¿Y también hay algas con sabor a moras?
—Imagino que sí. Pero oye, vaya un gusto tan extrañamente agreste que tienes para comer, ¿eh?
—Ya ves, es mi auténtico carácter. Es que soy un paleto. —Hasta había cambiado su forma de hablar—: Aquí tienes la máxima expresión del refinamiento.
Al levantar la vista, a una gran altura, la cúpula formada por los peces que flotaban plácidamente se veía como una neblina azulada. En ese momento, una bandada de peces se desgajó de repente de esa cúpula y, haciendo brillar sus plateadas escamas, empezaron a danzar y a jugar como si todo el cielo se hubiera cubierto de una ventisca de nieve.
En el Palacio del Dragón no había días ni noches. Siempre parecía una refrescante mañana de mayo, con una luz verdosa como la sombra de los árboles inundándolo todo, así que Urashima no tenía la menor idea de cuántos días pasó allí. Durante todo ese tiempo le estuvo permitido cuanto desease, sin ninguna restricción. Urashima incluso entró en las habitaciones de la princesa Oto. Ella no mostró la más mínima aversión. Se limitaba a reír suavemente.
Y, pasado un tiempo, Urashima se hartó. Quizá se hartó de que todo le estuviese permitido. Echaba de menos la miserable vida de tierra firme. Preocuparse de las críticas de los unos hacia los otros, llorar, enfadarse, las mezquindades de los seres de tierra firme, le resultaron todo cosas tan inocentes, que incluso llegó a pensar que eran hermosas.
Urashima, de pie frente a la princesa Oto, le dijo adiós. Esta repentina petición de permiso para marcharse le fue concedida de nuevo con una sonrisa silenciosa.
Decididamente, todo le estaba permitido. Desde el principio hasta el final, se le había consentido todo. La princesa Oto acudió hasta las escaleras del Palacio del Dragón a despedirle y, sin decir nada, le entregó una pequeña concha. Era la concha de un molusco bivalvo, firmemente cerrada, y despedía un fulgor multicolor. Se trataba del regalo de despedida del Palacio del Dragón que se conoce por tamatebako (la cajita preciosa).
La ida es divertida, pero la vuelta escalofría. Urashima subió otra vez a lomos de la tortuga y, abstraído, fue alejándose del Palacio del Dragón. En su interior se agitaba una extraña tristeza. «Ah, he olvidado dar las gracias», iba pensando. «Un lugar tan bueno como ese, no lo hay en ninguna otra parte. Ah, debería haberme quedado para siempre allí. Sin embargo, yo pertenezco a la tierra firme. Por mucho que llevase una vida placentera, mi casa, mi tierra natal, están incrustadas en algún rincón de mi cabeza, y no se separan de mí. Aunque me emborrache con delicioso sake y me quede dormido, mis sueños son sueños del país natal. Es deprimente. No estoy cualificado para divertirme en un lugar tan bueno como ese».
—¡Ah… no puedo más! ¡Qué tristeza! —estalló en voz alta en un berrido desesperado—. No sé qué me pasa, pero esto no puede ser. ¡Eh, tortuga! Suéltame otra vez alguna de tus alegres críticas. ¿Qué te pasa que llevas todo el tiempo callada?
La tortuga se limitaba a nadar en silencio con sus aletas desde que salieron.
—Estás enfadada, ¿verdad? Estás enfadada porque me marcho del Palacio del Dragón como quien sale huyendo sin pagar después de comer, ¿no?
—No tienes por qué sentirte culpable. Esas son las cosas que no me gustan de la gente de tierra firme. ¿No te repetí muchas veces desde el principio que hicieras lo que te apeteciera?
—Pero es que me parece como si no te sintieras bien.
—Mira quién fue a hablar, tú que andas extrañamente abatido. Lo que pasa es que me gusta dar la bienvenida a la gente, pero las despedidas las llevo muy mal.
—Ah, eso de la ida es divertida, ¿no?
—No es momento para bromas. Es que esto de las despedidas no va bien para el ánimo. No deja uno de suspirar y todo lo que se diga suena a falso. Me dan ganas de que nos separemos aquí mismo de una vez.
—Así que, después de todo, tú también estás triste, ¿eh? —se enterneció Urashima—. Esta vez te has esforzado mucho por mí y estoy en deuda contigo. Te doy las gracias.
La tortuga no contestó y se limitó a agitar su caparazón, como diciendo «pero venga, qué cosas dices», mientras seguía nadando a toda prisa.
—Y la princesa seguirá allí, divirtiéndose a solas —suspiró Urashima con un tono que no admitía consuelo—. Me ha regalado esta hermosa concha. No será algo de comer, ¿verdad?
La tortuga soltó una risita.
—Durante el tiempo que has estado en el Palacio del Dragón has mostrado un gran interés por probarlo todo, comiendo como un descosido. Pero eso precisamente no es nada de comer. No sé muy bien qué puede ser, pero creo que en esa concha hay algo guardado —dijo misteriosamente la tortuga que, ahora sí, espoleaba la curiosidad humana como aquella serpiente del Jardín del Edén.
Después de todo, ¿no será que sí existe una pauta predeterminada común al destino de todos los reptiles? Pero no, no; dar por sentado una idea así sería una ofensa hacia nuestra buena tortuga. Ella misma ya dijo antes a Urashima aquella maravillosa frase de «sin embargo, yo no soy la serpiente del Jardín del Edén, sino que, aquí donde me ves, soy una tortuga del Japón». Sería muy desconsiderado que no la creyésemos. Además, si juzgamos la actitud de la tortuga hacia Urashima durante todo este tiempo, de ninguna manera puede pensarse que, al igual que la serpiente del Edén, poseyera un carácter de mensajero malvado que susurra tentador al oído con objeto de arrastrar a la perdición. Y no solo eso, sino que podemos más bien pensar que no pasaba de ser una entrañable parlanchina, que hablaba por hablar, de una manera alocada, sí, pero sin pensar demasiado en el contenido de lo que decía.
La tortuga continuó hablando:
—Pero quizá lo mejor sea que no abras esa concha. Porque seguramente encierra en su interior algo así como la esencia concentrada del Palacio del Dragón. Si la abres en tu mundo de la tierra firme, quizá surjan terribles espejismos, o también puede hacerte enloquecer, o incluso provocar que la marea se abalance sobre la costa produciendo una gran inundación. Cualquier resultado es posible, pero creo que, de todas maneras, liberar el oxígeno de los abismos marinos en tierra no puede traer nada bueno —dijo con gran seriedad.
Urashima creyó en la bondad de la advertencia de la tortuga.
—Puede que tengas razón. Si el ambiente de un lugar tan elevado como el Palacio del Dragón estuviera contenido dentro de esta concha, al entrar en contacto con el aire viciado y vulgar del mundo terrestre, podría producirse una turbación que originase una gran explosión. Bueno, no pensemos más, en cualquier caso lo guardaremos así para siempre como el mayor tesoro de la casa.
Ya estaban flotando sobre la superficie del mar. La luz del sol les deslumbraba. Se podía ver la playa de su tierra natal. Urashima tenía ganas de llegar cuanto antes, entrar a toda prisa en su casa, reunir a padres, hermanos y sirvientes y describir con todo detalle el aspecto del Palacio del Dragón; decirles que la aventura consiste en la capacidad de creer, que los que se las dan de refinados en este mundo son como monos mezquinos; soltarles que la tradición no es sino un nombre más de la vulgaridad, seguido de un «me pregunto si lo entenderéis»; decirles que la verdadera elegancia reside en la nueva frontera de la renuncia sagrada, «que no es una simple renuncia, ¿eh? ¿Entendéis?», que no hay críticas fastidiosas, que todo está permitido, y ante todo ello «solo hay que mostrar una leve sonrisa, ¿entendéis?, olvidar al invitado; no entendéis, claro», etc., etc.; y blandir a diestro y siniestro todo aquel nuevo conocimiento que acababa de adquirir. Y cuando ese hermano menor de mentalidad realista pusiera cara de duda, aunque fuera un poco, entonces le pondría delante de las narices el precioso recuerdo que se había traído del Palacio del Dragón hasta que se cayera de espaldas de la sorpresa. Con tal impulso iba Urashima, que se bajó del caparazón justo donde rompen las olas olvidando despedirse de la tortuga y dirigiéndose a toda prisa hacia su hogar natal.
Y aquí llegamos al punto de la historia que reza:
¿Dónde estaría su aldea natal?
¿Dónde estaría el hogar de su familia?
Hasta donde alcanzaba la vista, solo un paisaje desolado
Ni rastro de seres humanos, ni camino alguno
Tan solo el sonido del viento en los pinos
Urashima, tras mucho dudar, termina abriendo la concha de recuerdo del Palacio del Dragón, como ya sabemos, pero, en cuanto a esto, creo que no hay que hacer recaer la responsabilidad sobre la tortuga. Que cuando te digan «no debes abrirlo», te haga sentir todavía más ganas de hacerlo, es una debilidad inherente a los seres humanos, y, sin ser exclusivo de esta historia de Urashima, podemos encontrar un caso semejante en la mitología griega con la historia de la caja de Pandora, donde se revela una psicología similar del comportamiento humano. Sin embargo, en el caso de la caja de Pandora, desde un primer momento hay una intención de venganza por parte de los dioses. La advertencia de «no debes abrirla» está desde un principio destinada a servir de acicate para la curiosidad de Pandora y se basa en la certeza de que ella terminará por abrir la caja, siendo pues una prohibición claramente malintencionada desde su gestación. Por contra, nuestra buena tortuga le dice lo mismo a Urashima con una intención amistosa. Creo que esto puede creerse viendo la forma en la que habla, sin que pueda detectarse una intención oculta. La tortuga no tiene culpa alguna. Estoy completamente convencido de ello y puedo declarar en su favor, pero así y todo, aquí queda todavía una cuestión que no termina de estar clara.
Cuando Urashima probó a abrir el recuerdo del Palacio del Dragón, surgió una humareda blanca del interior y al momento se convirtió en un abuelillo de trescientos o más años, por lo que las versiones que normalmente conocemos de la historia terminan con un «mejor que no lo hubiese abierto, vaya un lamentable resultado, pobrecillo», etc. No obstante, personalmente albergo una fuerte sospecha acerca de todo ello. ¿Entonces aquel recuerdo del Palacio del Dragón, al igual que la caja de Pandora que encerraba el origen de todas las desgracias de los seres humanos, fue ofrecido por la princesa Oto como un regalo con una profunda y oculta intención de venganza o castigo? Siempre en silencio, sonriendo de aquella manera tan suave, y aparentando consentirlo todo, ¿acaso en el fondo de su corazón juzgaba despiadadamente a los demás y no perdonó ni uno solo de los caprichos de Urashima, entregándole esa concha con intención de aplicarle un castigo? Pero no, sin necesidad de entonar una teoría tan extremadamente pesimista, quizá se trate de que, puesto que las personas de clase alta, de vez en cuando, llevan a cabo bromas crueles sin concederle importancia, la princesa Oto, con intención de hacer una travesura inocente, gastó una broma tan pesada como esta. En cualquier caso, que alguien como la princesa Oto, que debía ser la expresión de la más alta elegancia, entregase un regalo de tan pésimas consecuencias es algo que resulta del todo punto inexplicable. Dentro de la caja de Pandora se encerraban las enfermedades, el miedo, el rencor, la tristeza, la desconfianza, los celos, la ira, el odio, las maldiciones, la impaciencia, el remordimiento, el servilismo, la codicia, la falsedad, la soberbia, la violencia, etc., y en fin, el espíritu de cualquier tipo de desgracias. Y, al abrir Pandora dicha caja, como si se tratase de una nube de hormigas aladas, salieron todas despedidas al tiempo, y se extendieron por todos los rincones de la tierra sin dejar libre uno solo, según se dice. Sin embargo, la estupefacta Pandora, al quedar cabizbaja y fijarse en el fondo de la caja vacía, ¿acaso no se dice que descubrió en su fondo oscuro un puntito reluciente, una joya que brillaba como una estrella? Y en esa joya, ¡oh sorpresa!, se dice que estaba escrita la palabra «esperanza». Gracias a esto, parece que el rostro de Pandora, que se había vuelto pálido, volvió a recuperar algo de su color. Y por eso, desde aquel entonces, se dice que los seres humanos, por mucho que sean atacados por el maligno espíritu del sufrimiento, pueden armarse de valor gracias a esta «esperanza», y encontrar las fuerzas necesarias para afrontar tales dificultades. Comparado con eso, el regalo del Palacio del Dragón no tiene gracia, ni nada que se le parezca. No es más que una humareda. Y de pronto, se ve uno convertido en un abuelillo de trescientos años. Aun suponiendo que en el fondo de esa concha quedase esa estrella de la esperanza, Urashima ya tiene trescientos años.
Ofrecerle la esperanza a un viejo de trescientos años suena a broma pesada. Un imposible desde el principio. Y si entonces probamos a concederle aquella sagrada resignación, ¿qué tal? Sin embargo, ya tiene trescientos años. A estas alturas, aunque no le concedamos algo de nombre tan presuntuoso, teniendo ya trescientos años, el ser humano está ya más que resignado.
En resumidas cuentas, se mire como se mire, no hay nada que hacer. No hay manera de hacerle llegar una mano salvadora. De cualquier manera, ha traído de vuelta un regalo terrible. Sin embargo, si tiramos aquí la toalla, podemos concluir que los cuentos japoneses son más crueles que la mitología griega. O algo similar, podrían decirnos los extranjeros. Y eso sería, sin duda, lamentable. Por otra parte, por salvaguardar el honor de ese entrañable Palacio del Dragón, quiero encontrar como sea un elevado sentido a ese regalo inexplicable. Por mucho que digamos que unos cuantos días en el Palacio del Dragón equivalen a trescientos años terrestres, no había por qué amontonar todos esos años en un fastidioso regalo y hacérselo llevar a Urashima. Si Urashima, en el momento en que emerge a la superficie del mar procedente del Palacio del Dragón, se convirtiera en un anciano de pelo blanco con trescientos años, todavía podría entenderse la historia. Y si la princesa Oto, movida por sus sentimientos, deseara que Urashima se conservase joven por siempre, no tendría por qué tomarse la molestia de entregarle y hacerle llevar de vuelta un objeto tan peligroso que «no se debe abrir». ¿No podía entonces haberlo tirado por ahí en cualquier recoveco del Palacio del Dragón? ¿O es que se pretende dar a entender algo del tipo de «la mierda que has dejado por aquí, te la vuelves a llevar»? Pero eso sería terriblemente zafio, una especie de rabieta. Resulta más bien difícil de creer que esa princesa Oto de la «sagrada resignación» fuese a tramar algo del nivel de una pelea conyugal en una casa de huéspedes. Realmente no encuentro explicación. Estuve mucho tiempo pensando alguna respuesta a todo esto. Y, por fin, recientemente, me parece que he llegado a entender un poco la cuestión.
En el fondo, nos hemos equivocado al prejuzgar que convertirse en un abuelillo de trescientos años ha supuesto una desgracia para Urashima. También en el libro de dibujos para niños, se nos dice que Urashima se convirtió en un viejo de trescientos años y cosas como «en verdad, fue una suerte terrible y fue muy desgraciado».
Al instante, se convirtió en un abuelo de pelo blanco.
Y con eso se acaba. Fue muy desgraciado, fue un estúpido, etc., no son más que cosas que nosotros, la gente vulgar, hemos añadido caprichosa y ciegamente a posteriori. Pero tener de pronto trescientos años no fue, de ninguna manera, una desgracia para Urashima.
Que en el fondo de la concha pudiera quedar la estrella de la esperanza y que eso supusiera una salvación, resulta, a poco que se piense, de un gusto de historieta para niñas y me parece que produce una sensación más que artificiosa. Por el contrario, Urashima obtiene la salvación de esa humareda misma que se alza ante él. No hace falta que en el fondo de la concha quede nada. Eso no es un problema. Como se suele decir:
«El paso de los años es la salvación del ser humano».
«El olvido es la salvación del ser humano».
Puede verse también como que la augusta hospitalidad del Palacio del Dragón alcanza así, a través de este maravilloso regalo de despedida, su cénit. ¿Acaso no se dice que cuanto más lejano es un recuerdo, más hermoso resulta? Y además, el cargar sobre sí esos trescientos años es una decisión que recae en el propio estado de ánimo de Urashima. Una vez más, la princesa Oto ha concedido a Urashima plena libertad de decisión. Si no se hubiera sentido solo, Urashima no habría hecho tal cosa como probar a abrir la concha. Cuando no le quedara más remedio, cuando buscara algún tipo de salvación en esa concha, entonces quizá pensara en abrirla. Y, al abrirla, al instante trescientos años de edad y el olvido. No busquemos mayor explicación. En los cuentos tradicionales japoneses existe este tipo de sentimiento misericordioso.
Se cuenta que, después de aquello, Urashima vivió diez años más como un anciano feliz.
FIN