—Y su marido, señora Lucca, ¿cuánto lleva sin trabajo?
—Dios sabe cuánto.
—Necesito una respuesta precisa, por favor.
—Debe de haber estado desde 1930. Puede que más. Mi marido dejó de trabajar porque no estaba bien de la cabeza. Ya no podía recordar las cosas.
—¿No ha trabajado desde entonces?
—No. Desde entonces ha estado enfermo. No está bien de la cabeza.
—¿Y sus hijos?
—¿Hijos? Frank y Tony se marcharon. Frank se fue a Chicago, creo. No lo sé. Tony nunca fue bueno. Los otros dos, Silva y Lucio, todavía van al colegio.
—¿Van al instituto?
—Todavía van al colegio.
La escoba de la señora Lucca rebuscó con repentino vigor debajo de la mesa de la cocina. Sacó una cuchara de plomo, unos recortes de papel y un trozo de bramante. Recogió la cuchara y la colocó encima de la mesa.
—Me hago cargo —dijo la señorita Morgan—. Y tiene usted una hija, ¿no?
—Sí. Una chica.
—¿Trabaja en algo?
—No. No trabaja.
—Su nombre y edad, por favor.
—Se llama Tina.
—¿Cuántos años tiene?
—Viene justo antes que Silva. Silva tiene quince.
—Lo que hace que tenga unos dieciséis años, supongo.
—Dieciséis.
—Ya veo. Me gustaría hablar con su hija, señora Lucca.
—¿Hablar con ella?
—Sí. ¿Dónde está?
—Ahí dentro —dijo la señora Lucca, señalando una puerta cerrada.
La asistente social se levantó.
—¿Puedo verla?
—No, no se puede entrar ahí. A ella no le gusta.
La señorita Morgan se puso tensa.
—¿No le gusta? ¿Por qué no? ¿Está enferma?
—No sé lo que le pasa —dijo la señora Lucca—. No quiere que entre nadie en su habitación y no quiere que se encienda la luz.
La escoba rebuscó debajo del fogón y sacó el asa de una taza rota. La señora Lucca gruñó cuando se agachó para recogerla. La tiró por la trampilla del carbón.
—¿Qué es lo que le pasa, señora Lucca?
—¿A quién? ¿A Tina? No lo sé.
—¡De verdad! ¿Desde cuándo pasa eso?
—Desde sabe Dios cuánto.
—Por favor, señora Lucca, trate de dar respuestas precisas a mis preguntas. Las evasivas no mejorarán nada las cosas.
La señora Lucca pareció un tanto desconcertada.
—¿Cuánto lleva en esa habitación? —repitió la señorita Morgan.
—¿Cuánto? Puede que unos seis meses.
—¿Seis meses? ¿Está usted segura?
—Empezó a hacer cosas raras más o menos hacia Año Nuevo. Esa noche él no vino. Fue la primera noche que él no venía después de mucho tiempo, y era Año Nuevo. Lo llamó a casa y su madre le dijo que él se había ido y que no llamara más. Dijo que se iba a casar con una chica judía.
—¿Él? ¿Quién es él?
—El chico con el que salía regularmente desde hacía mucho tiempo. Un chico judío que se llama Sol.
—¿Fue eso lo que hizo que empezara a comportarse así?
—Puede que lo fuera. No lo sé. Tina colgó el auricular, se metió en la cocina y calentó agua. Dijo que tenía dolor de estómago.
—¿Lo tenía?
—No lo sé. A lo mejor sí. En cualquier caso se acostó y desde entonces no se ha levantado.
La escoba de la señora Lucca hizo tímidas excursiones en torno a la silla donde estaba la asistente social. La señorita Morgan recogió las piernas rápidamente con el gesto de fastidio de un gato que evita agua derramada. Las sucias pajas de la escoba se movieron sin propósito fijo hacia el otro extremo de la habitación.
—¿Quiere decir que lleva encerrada en su habitación desde entonces?
—Sí.
—¿Y desde cuándo lleva?
—Desde el último Año Nuevo.
—¿Seis meses?
—Sí.
—¿Nunca sale?
—Sale cuando tiene que ir al cuarto de baño. Sale entonces, pero son las únicas veces en que sale.
—¿Qué hace ahí dentro?
—No lo sé. Se limita a estar acostada a oscuras y no quiere salir. A veces hace ruidos, llora y todo eso. Los de la familia del piso de arriba a veces se quejan. Pero por lo general no dice nada. Se limita a estar acostada ahí, en la cama.
—¿Come?
—Sí, come. A veces.
—¿A veces? ¿Se refiere a que no hace unas comidas regulares?
—No, regulares no. Solo lo que le trae él.
—¿Él? ¿A quién se refiere, señora Lucca?
—A Sol.
—¿Sol?
—Sí, Sol, el chico con el que estuvo saliendo regularmente tanto tiempo.
—¿Se refiere a que él viene?
—Sí, a veces viene.
—Creí que había dicho que se casó con una chica judía.
—Se casó. Se casó con esa chica judía con la que su familia quería que se casase.
—¿Y todavía viene a ver a su hija?
—Sí, la viene a ver. Es al único que deja entrar en la habitación.
—¿Así que entra? ¿A la habitación? ¿Con la chica?
—Sí.
—¿Sabe ella que está casado con otra chica?
—No sé lo que sabe. No lo puedo decir. Ella nunca dice nada.
—Sin embargo ¿lo deja entrar y hablar con ella?
—Lo deja entrar, pero él nunca habla con ella.
—¿No habla con ella? ¿Qué es lo que hace, señora Lucca?
—No lo sé. Ahí dentro está a oscuras. No lo puedo decir. Nadie dice nada. Él sólo entra, se queda un rato y sale.
—¿Se refiere, señora Lucca, a que deja usted que un hombre entre a la habitación con ella, su hija, encontrándose esta como se encuentra?
—Sí. Le gusta que entre ahí con ella. La tranquiliza durante un tiempo. Cuando no viene, ella se lo toma muy a mal. Los de la familia del piso de arriba a veces se quejan por eso. Pero cuando viene, ella mejora. Deja de hacer ruidos. Y él todas las veces le trae algo de comer y ella come lo que le trae.
La escoba hizo un amplio círculo, amontonando la basura en un rincón.
—Nos viene bien —continuó la señora Lucca—. Pasamos dificultades. Solo contamos con lo de la beneficencia y eso no es tanto. A veces ni siquiera tenemos…
—Mamá, ¿puedes darme quince centavos?
Era uno de los chicos, Silva o Lucio, que asomaba la cabeza por la ventana abierta que daba a la escalera de incendios. Tenía sangre en la nariz.
—Dame quince centavos, mamá. Aposté con Jeep a que no me podía, pero me pudo y dice que me pegará más todavía si no aparezco con la pasta.
—Calla la boca —dijo la señora Lucca.
El chico miró sorprendido a la señorita Morgan y bajó estrepitosamente por la escalera de incendios. En el callejón se oyeron gritos agudos y sonido de pasos que corrían. La mirada de la señorita Morgan continuaba fija. No era consciente de la interrupción.
—Supongo que sabe, señora Lucca, ¡que pueden considerarla a usted responsable!
—¿De qué?
Hubo un momento tenso y perplejo entre ellas.
—No importa. ¿Cuánto lleva eso?
—¿El qué?
—Lo de ese hombre y su hija.
—¿Tina? ¿Sol? ¡No lo sé! ¡Sabe Dios cuánto!
—Esa no es una respuesta, señora Lucca.
—¿Quiere saber cuánto lleva teniendo relaciones con Sol? Casi desde que Tina empezó a ir al colegio cuando tenía once años.
—Me refiero a cuánto lleva ese hombre entrando en la habitación de ella.
La escoba se sacudió con petulancia y luego continuó sus movimientos errantes por el suelo de la cocina.
—Puede que unos cinco o seis meses. No lo sé.
—Y usted y su marido, señora Lucca, ¿nunca hicieron ningún esfuerzo por mantenerla alejado a él?
La señora Lucca bajó la vista con muda concentración hacia las pajas que se arrastraban.
—Su marido, señora Lucca, ¿no hizo nada para evitar que ese hombre viniera aquí?
—Mi marido lleva enfermo mucho tiempo.
La señora Lucca se llevó un cansado dedo índice a la frente.
—Él no está bien de la cabeza. Y yo, yo no puedo hacer nada. Todo el tiempo tengo cosas que hacer. Vamos tirando lo mejor que podemos. Lo que pasa no es culpa nuestra. Es la voluntad de Dios. Es todo lo que puedo decir, señorita Morgan.
—Ya veo, señora Lucca.
La voz pareció trazar una raya blanca de tiza en el aire. La señora Lucca dejó de barrer y esperó. Sabía que estaba a punto de pronunciarse sentencia. Se preparó para escuchar las palabras sin una tensión apreciable.
—Señora Lucca, habrá que llevarse a la chica.
—¿A Tina? No le gustará eso.
—Me temo que no podremos consultarle lo que ella opina al respecto. Ni a usted, señora Lucca.
—No creo que ella quiera irse a otro sitio. Usted no conoce a Tina. Es testaruda. Suelta cosas espantosas cada vez que uno trata de que haga algo que no quiere. Grita, da patadas y muerde, conque no hay modo de acercarse a ella.
—Se tendrá que ir.
—Espero que quiera. Claro que espero que quiera. No es decente que esté ahí tumbada a oscuras todo el tiempo. Es malo para los chicos.
—¿Los chicos?
—Sí, Silva y Lucio. No es decente que ella esté ahí acostada desnuda en ese plan.
—¡Desnuda!
—Sí. No quiere estar tapada con nada.
El cuaderno de notas se cerró con un sonido de asombro. La señorita Morgan apretó la caperuza de su pluma estilográfica.
—Tendrán que llevársela por la mañana y tenerla bastante tiempo en observación.
—Espero que vaya, pero no creo que quiera a no ser que la lleve él.
—¿Él? ¿Se refiere usted a…?
—A Sol.
—¡Sol!
—Sí, el chico con el que salió regularmente durante tanto tiempo.
—¡Ya veo! ¡Ya veo!
La escoba de la señora Lucca reanudó su lento movimiento, hacia adelante y atrás, sin un objetivo evidente. Una piel seca de cebolla sonó bajo las sucias pajas. Hacia adelante y atrás. Las tablas mojadas crujieron.
FIN