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La floración de la extraña orquídea

La floración de la extraña orquídea, un cuento de H. G. Wells

La compra de orquídeas siempre conlleva cierto aire especulativo. Uno tiene delante el marchito pedazo de tejido marrón, y por lo demás debe fiarse de su criterio o del vendedor o de su buena suerte, según se inclinen sus gustos. La planta puede estar moribunda o muerta, o puede que sea una compra respetable, un valor justo a cambio de su dinero, o quizá —pues ha sucedido una y otra vez— lentamente se despliegue día tras día ante los encantados ojos del feliz comprador alguna nueva variedad, alguna nueva riqueza, una rara peculiaridad del Labellum, una sutil coloración o un mimetismo inesperado. El orgullo, la belleza y la ganancia florecen juntos en una delicada espiga verde y puede que incluso la inmortalidad. Porque el nuevo milagro de la naturaleza puede andar necesitado de un nuevo nombre específico, y ¿cuál tan conveniente como el de su descubridor? ¡Juangarcía! Nombres peores se han puesto.

Fue quizá la esperanza de un descubrimiento feliz de ese género la que hizo a Wedderburn asistir con tanta asiduidad a esas subastas, esa esperanza y también, quizá, el hecho de que no tenía ninguna otra cosa más interesante que hacer. Era un hombre tímido, solitario, bastante ineficaz, con ingresos suficientes como para mantener alejado el aguijón de la necesidad y sin la suficiente energía nerviosa que le impulsara a buscar cualquier ocupación exigente. Podía haber coleccionado sellos, monedas o traducido a Horacio o encuadernado libros o descubierto alguna nueva especie de diatomeas. Pero de hecho cultivaba orquídeas y disponía de un pequeño pero ambicioso invernadero.

—Tengo la sensación —dijo tomando el café— de que hoy me va a suceder algo.

Hablaba, igual que se movía y pensaba, despacio.

—¡Oh!, no digas eso —dijo el ama de llaves, que era también prima lejana suya. Pues suceder algo era un eufemismo que para ella sólo significaba una cosa.

—No me has entendido bien. No quiero decir nada desagradable… aunque apenas si sé a lo que me refiero.

»Hoy —continuó después de una pausa—, en casa de Peter van a vender un lote de plantas procedentes de las islas Andamán y las Indias. Me acercaré a ver lo que tienen. Quizás haga una buena compra sin saberlo, puede que sea eso.

Le pasó la taza para que se la llenara de café por segunda vez.

—¿Es eso lo que coleccionaba ese pobre joven del que me hablaste el otro día? —preguntó su prima mientras le llenaba la taza.

—Sí —respondió, y se quedó pensativo mientras sostenía un trozo de tostada.

»Nunca me pasa nada —observó al poco tiempo, empezando a pensar en voz alta—. Me pregunto por qué. A otros les pasan bastantes cosas. Ahí está Harvey. Sin ir más lejos, la pasada semana, el lunes encontró seis peniques, el miércoles todos sus pollos tenían la modorra, el viernes su prima volvió a casa desde Australia, y el sábado se rompió el tobillo. ¡Qué torbellino de emociones comparado conmigo!

—Por mi parte preferiría pasar de tanta excitación —dijo el ama de llaves—. No puede ser bueno para uno.

—Supongo que es molesto. Con todo… ya sabes, nunca me pasa nada. De niño nunca tuve ningún accidente. Siendo adolescente nunca me enamoré. Nunca me casé… Me pregunto qué se sentirá cuando te pasa algo, algo realmente notable.

»Ese coleccionista de orquídeas sólo tenía treinta y seis, veinte años más joven que yo, cuando murió. Se había casado dos veces y divorciado una. Había tenido malaria cuatro veces y una vez se fracturó el fémur. En una ocasión mató a un malayo y otra le hirieron con un dardo envenenado. Finalmente lo mataron las sanguijuelas de la jungla. Debe de haber sido todo muy molesto, pero también debe de haber sido muy interesante, sabes, excepto quizá, las sanguijuelas.

—Estoy segura de que no fue bueno para él —dijo la señora con convicción.

—Puede que no.

Entonces Wedderburn miró su reloj.

—Las ocho y veintitrés minutos. Voy a ir en el tren de las doce menos cuarto, así que hay mucho tiempo. Creo que me pondré la chaqueta de alpaca —hace bastante calor—, el sombrero gris de fieltro y los zapatos marrones. Supongo…

Miró por la ventana al cielo sereno y al soleado jardín, y, después, nerviosamente, a la cara de su prima.

—Creo que sería mejor que llevaras el paraguas si vas a Londres —dijo con una voz que no admitía negativa—. A la vuelta tienes todo el trayecto desde la estación hasta aquí.

Cuando volvió se encontraba en un estado de suave excitación. Había hecho una compra. Era raro que lograra decidirse con la rapidez suficiente para comprar, pero esta vez lo había hecho.

—Hay Vandas —explicó—, un Dendrobio y algunas Palaeonophis.

Repasó las compras amorosamente al tiempo que tomaba la sopa. Estaban extendidas delante de él sobre el impoluto mantel y le estaba contando a su prima todo sobre ellas mientras se demoraba lentamente con la comida. Tenía la costumbre de revivir por la tarde todas sus visitas a Londres para entretenimiento propio y de ella.

—Sabía que hoy pasaría algo. Y he comprado todas esas cosas. Algunas, algunas de ellas, estoy seguro, ¿sabes?, de que algunas serán notables. No sé cómo, pero lo siento con tanta seguridad como si alguien me lo hubiera dicho. Ésta —apuntó a un marchito rizoma— no fue identificada. Quizá sea una Palaeonophis o puede que no. Quizá sea una especie nueva o incluso un género nuevo. Fue la última que recogió el pobre Batten.

—No me gusta su aspecto —dijo el ama de llaves—. Tiene una forma tan fea…

—Para mí que apenas si llega a tener forma alguna.

—No me gustan esas cosas que asoman —dijo el ama de llaves.

—Mañana estará fuera en una maceta.

—Parece —continuó el ama de llaves— una araña que se hace la muerta.

Wedderburn sonrió e inspeccionó la raíz ladeando la cabeza.

—Ciertamente no es que sea un bonito pedazo de material. Pero nunca se pueden juzgar estas cosas por su apariencia cuando están secas. Desde luego puede que termine siendo una orquídea muy hermosa. ¡Qué ocupado estaré mañana! Esta noche tengo que ver exactamente lo que hago con ellas y mañana me pondré a la obra.

»Encontraron al pobre Batten, que yacía muerto o moribundo en un manglar, no recuerdo cuál —continuó de nuevo al poco rato—, con una de estas mismas orquídeas aplastadas bajo su cuerpo. Había estado enfermo durante algunos días con cierto tipo de fiebre nativa y supongo que se desmayó. Esos manglares son muy insalubres. Dicen que las sanguijuelas de la jungla le sacaron hasta la última gota de sangre. Puede que se trate de la mismísima planta que le costó la vida.

—Eso no mejora mi opinión de ella.

—Los hombres tienen que trabajar aunque las mujeres puedan llorar —sentenció Wedderburn con profunda gravedad.

—¡Mira que morir lejos de todas las comodidades en un pantano! ¡Anda que enfermar de fiebre con nada que tomar más que específicos y quinina, y nadie a tu lado más que horribles nativos! Dicen que los nativos de las islas Andamán son unos desgraciados de lo más repugnante, y de todas formas, a duras penas pueden ser buenos enfermeros sin haber tenido la preparación necesaria. ¡Y sólo para que la gente en Inglaterra disponga de orquídeas!

—No creo que fuera agradable, pero algunos hombres parecen disfrutar con ese tipo de cosas —continuó Wedderburn—. En todo caso los nativos de su grupo eran lo suficientemente civilizados para cuidar toda su colección hasta que su colega, que era un ornitólogo, volvió del interior, aunque no conocían la especie de orquídea y la habían dejado marchitarse. Eso hace a estas plantas más interesantes.

—Las hace repugnantes. A mí me daría miedo que tuvieran restos de malaria adheridos. ¡Y sólo pensar que un cuerpo muerto ha estado extendido sobre esa cosa tan fea! No había pensado en eso antes. ¡Se acabó! Te digo que no puedo comer ni un bocado más de la cena.

—Las quitaré de la mesa si te parece y las pondré en el hueco de la ventana. Allí las puedo ver igual.

Los días siguientes estuvo, desde luego, especialmente ocupado en el pequeño invernadero lleno de vapor yendo de acá para allá con carbón vegetal, trozos de teca, musgo y todos los demás misterios del cultivador de orquídeas. Pensaba que disfrutaba de un tiempo maravillosamente lleno de acontecimientos. Por la tarde hablaba de las nuevas orquídeas a los amigos y una y otra vez insistía en sus expectativas de algo extraño.

Varias de las Vandas y los Dendrobios fenecieron bajo sus cuidados, pero pronto la extraña orquídea empezó a dar señales de vida. Estaba encantado y tan pronto como lo descubrió hizo que el ama de llaves abandonara la elaboración de mermelada para verlo de inmediato.

—Ése es un brote —explicó—, pronto habrá muchas hojas ahí, y esas cositas que salen por aquí son raicillas aéreas.

A mí me parecen deditos blancos asomándose del tejido marrón —opinó el ama de llaves—. No me gustan.

—¿Por qué no?

—No lo sé. Parecen dedos intentando agarrarte. Lo que me gusta, me gusta, y lo que no me gusta, no me gusta; no puedo remediarlo. —No lo sé seguro, pero creo que ninguna orquídea de las que conozco tiene raicillas aéreas exactamente como ésas. Desde luego pueden ser imaginaciones mías. ¿Ves que están un poco aplanadas en el extremo?

—No me gustan —dijo el ama de llaves temblando repentinamente y dándose la vuelta—. Sé que es estúpido por mi parte, y lo siento mucho especialmente porque te gustan tanto. Pero no puedo por menos de pensar en ese cadáver.

—Pero puede que no fuera esa planta en particular. Eso no fue más que una suposición mía.

El ama de llaves se encogió de hombros.

—De todas maneras, no me gustan —concluyó.

Wedderburn se sintió un poco dolido por su aversión a la planta, pero eso no le impidió hablarle de las orquídeas en general y de ésta en particular siempre que le apeteció.

—Pasan cosas tan curiosas con las orquídeas —le contó un día— …hay tantas posibilidades de sorpresa. Darwin estudió su fertilización y mostró que toda la estructura de una flor de orquídea común estaba ideada para que las polillas pudieran llevar el polen de una planta a otra. Bueno, pues se conocen cantidades de orquídeas cuya flor no puede ser fertilizada de esa manera. Algunos Cypripediums, por ejemplo, no hay insecto conocido que pueda fertilizarlos, y a algunos jamás se les ha encontrado semilla.

—Entonces ¿cómo forman las nuevas plantas?

—Con estolones y tubérculos y ese tipo de brotes. Eso tiene fácil explicación. El enigma está en ¿para qué sirven las flores?

»Es muy probable que mi orquídea sea algo extraordinario en ese sentido. Si es así lo estudiaré. A menudo he pensado en hacer investigaciones como Darwin. Pero hasta ahora no he encontrado tiempo o alguna otra cosa me lo ha impedido. ¡Me gustaría mucho que vinieras a verlas!

Pero ella respondió que en el invernadero de las orquídeas hacía tanto calor que le daba dolor de cabeza. Había visto la planta una vez más y las raicillas aéreas —algunas de ellas tenían ahora más de un pie de largas— desgraciadamente le habían recordado tentáculos que se alargaban para agarrar algo. Se metieron en sus sueños y crecían tras ella con una rapidez increíble. Así que había decidido con plena satisfacción no volver a ver la planta y Wedderburn tenía que admirar sus hojas en solitario. Tenían la forma ancha acostumbrada y eran de un verde profundo y lustroso con salpicaduras y puntos de rojo profundo en dirección a la base. No conocía ninguna otra hoja del todo igual. La planta estaba colocada en un banco bajo cerca del termómetro y muy cerca había un dispositivo por medio del cual un grifo goteaba sobre las tuberías de agua caliente y mantenía el ambiente lleno de vapor. Ahora se pasaba las tardes meditando con cierta regularidad sobre la floración ya próxima de la extraña planta.

Finalmente tuvo lugar el gran acontecimiento. Tan pronto como entró en el pequeño invernadero supo que la espiga había eclosionado, aunque su gran Palaeonophis Lowii tapaba la esquina donde estaba su nuevo encanto. Había un olor nuevo en el aire, un perfume poderoso, de un intenso dulzor que dominaba a todos los demás de aquel pequeño invernadero abarrotado y lleno de vapor.

Nada más advertirlo se apresuró hasta la extraña orquídea, y, ¡oh, maravilla!, las verdes espigas trepadoras tenían ahora tres grandes manchas de flores de las que procedía la embriagadora dulzura. Se quedó parado ante ellas en un éxtasis de admiración.

Las flores eran blancas con vetas de dorado naranja en los pétalos, el pesado Labellum estaba enrollado en una intrincada proyección y un maravilloso púrpura azulado se mezclaba allí con el oro. Vio de inmediato que se trataba de un género completamente nuevo. ¡Y la inaguantable flagrancia! ¡Qué calor hacía allí! Las flores se balanceaban ante sus ojos.

Miraría si la temperatura estaba bien. Dio un paso hacia el termómetro. De repente todo le pareció vacilante. Los ladrillos del suelo bailaban arriba y abajo. Luego las blancas flores, las hojas verdes detrás de ellas, todo el invernadero pareció extenderse por los costados y después curvarse hacia arriba.

A las cuatro y media su prima, siguiendo la invariable costumbre, hizo el té. Pero Wedderburn no vino a tomarlo.

—Está adorando a esa horrible orquídea —se dijo a sí misma y esperó diez minutos—. Se le debe de haber parado el reloj. Iré a llamarlo.

Fue directa al invernadero y, abriendo la puerta, voceó su nombre. No hubo respuesta. Observó que el aire estaba muy enrarecido y cargado de un intenso perfume. Luego vio algo que yacía sobre los ladrillos entre las tuberías del agua caliente.

Durante un minuto quizá, se quedó inmóvil.

Él estaba tumbado con la cara hacia arriba a los pies de la extraña orquídea. Las raicillas aéreas como tentáculos ya no se balanceaban libremente en el aire sino que se habían apiñado todas juntas, una maraña de cuerdas grises, y se estiraban, tensas, con los extremos bien adheridos a su barbilla, cuello y manos.

No lo entendió. Después vio que por debajo de uno de los exultantes tentáculos sobre la mejilla corría un hilillo de sangre.

Con un grito inarticulado corrió hacia él y trató de apartarlo de las ventosas semejantes a sanguijuelas. Rompió bruscamente dos de los tentáculos y de ellos goteó una savia roja.

Luego el embriagador perfume de la flor hizo que le diera vueltas la cabeza. ¡Cómo se agarraban a él! Rasgó las duras cuerdas y él y la blanca florescencia flotaron a su alrededor. Sintió que se desmayaba, pero sabía que no podía permitírselo. Le dejó, rápidamente abrió la puerta más próxima y, después de jadear un momento al aire libre, tuvo una brillante inspiración. Cogió una maceta y rompió las ventanas del extremo del invernadero. Luego volvió a entrar. Tiró ahora con renovadas fuerzas del cuerpo inmóvil de Wedderburn y estrelló estrepitosamente contra el suelo la extraña orquídea. Ésta todavía se aferraba a su víctima con la más obstinada tenacidad. En un arrebato los arrastró hasta el aire libre.

Entonces pensó en romper las raicillas chupadoras una a una y en un minuto le había liberado y le arrastraba lejos del horror. Estaba blanco y sangraba por una docena de manchas circulares.

El hombre que hacía las chapuzas de la casa subía por el jardín asombrado por la rotura de cristales y la vio emerger arrastrando el cuerpo inanimado con manos manchadas de rojo. Por un instante pensó cosas imposibles.

—¡Trae algo de agua! —gritó ella, y su voz disipó todas sus imaginaciones.

Cuando, con desacostumbrada celeridad, volvió con el agua, la encontró llorando de emoción y con la cabeza de Wedderburn sobre su rodilla limpiándole la sangre de la cara.

—¿Qué pasa? —dijo Wedderburn abriendo los ojos débilmente y cerrándolos de nuevo inmediatamente.

—Ve a decir a Annie que venga aquí fuera y luego ve a buscar al doctor Haddon de inmediato —le dijo al hombre tan pronto como trajo el agua, y añadió al ver que dudaba—: Te lo explicaré todo cuando estés de vuelta.

Pronto Wedderburn abrió de nuevo los ojos, y al verlo molesto por lo sorprendente de su situación, le explicó:

—Te desmayaste en el invernadero. —¿Y la orquídea?

—Yo me encargaré de ella.

Wedderburn había perdido mucha sangre, pero aparte de eso no tenía ninguna lesión grave. Le dieron brandy mezclado con un extracto de carne de color rosado y le subieron a su dormitorio. El ama de llaves contó fragmentariamente la increíble historia al doctor Haddon.

—Venga a ver el invernadero.

El frío aire exterior entraba por la puerta abierta y el empalagoso perfume casi se había desvanecido. La mayoría de las rotas raicillas aéreas, ya marchitas, yacían entre algunas manchas oscuras sobre los ladrillos. El tallo de la floración se rompió con la caída de la planta y las flores crecían con los bordes de los pétalos mustios y marrones. El doctor se inclinó hacia ella, pero vio que una de las raicillas aéreas todavía se movía débilmente y dudó.

A la mañana siguiente la extraña orquídea todavía estaba allí, ahora negra y putrefacta. La puerta batía intermitentemente con la brisa matinal y toda la colección de orquídeas de Wedderburn estaba reseca y postrada. Pero el propio Wedderburn en su dormitorio estaba radiante y dicharachero con la gloria de su extraña aventura.

Fin

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