Para Juan Benet,
con quince años de retraso
Tal vez por una de esas extravagancias a las que el azar no logra acostumbrarnos a pesar de su insistencia; o tal vez porque el destino, en un alarde de recelo y precaución, puso en duda durante algún tiempo las condiciones y atributos del nuevo profesor y se vio obligado a demorar su intervención para no correr el riesgo de luego quedar en entredicho; o tal vez, finalmente, porque en estas tierras meridionales hasta los más audaces e invulnerables desconfían de sus propias dotes de persuasión, lo cierto es que el joven Mr Lilburn no tuvo ocasión de comprobar si había algo de verdad en las singulares advertencias que su inmediato superior, Mr Bayo, y otros colegas le habían hecho a los pocos días de incorporarse al instituto hasta que el curso estuvo bien avanzado y él hubo tenido tiempo de olvidar o cuando menos de aplazar su posible significación. Pero en cualquier caso el joven Mr Lilburn pertenecía a esa clase de personas que antes o después, en el transcurso de sus hasta entonces poco agitadas vidas, ven sus carreras arruinadas y sus inquebrantables convicciones desbaratadas, rebatidas e incluso puestas en ridículo por algún suceso de las características del que ahora nos ocupa. De poco le habría valido, pues, no haberse quedado ninguna noche a cerrar el edificio.
Lilburn, que rebasaba en un año la treintena, no había tenido el menor reparo en aceptar el puesto que a través de Mr Bayo le había ofrecido el director del Instituto Británico de Madrid. Más bien, de hecho, había sentido cierto alivio y algo que se asemejaba mucho al discreto regocijo, incompleto y átono, que sólo son capaces de experimentar en tales situaciones los hombres que si bien nunca se atreverían ni a soñar siquiera con unas categorías que desde un principio han admitido que no les corresponden, siempre esperan, sin embargo, mejorar de posición como lo más natural del mundo. Y aunque su trabajo en el instituto, en sí, no representaba mejora alguna, ni económica ni social, con respecto a su posición anterior, el joven Mr Lilburn tuvo muy en cuenta al estampar su firma en el poco ortodoxo contrato que Mr Bayo le había presentado durante su estancia veraniega en Londres que, si bien nueve meses en el extranjero equivalían a una invitación al olvido de su persona y de sus aptitudes en el ámbito de su ciudad natal y la pérdida —por otra parte no del todo irremediable, suponía— de su puesto, cómodo pero excesivamente mediocre, del Politécnico del Norte de Londres, también sugerían la nada desdeñable posibilidad de entrar en contacto con personajes de más alto rango administrativo y, sobre todo, con los prestigiosos integrantes del cuerpo diplomático. Y las relaciones con, por ejemplo (¿y por qué no?), un embajador podrían serle de gran utilidad, por muy esporádicas y superficiales que fueran, en un futuro no necesariamente muy lejano. Así pues, a mediados de septiembre, y con la indiferencia característica del hombre moderadamente ambicioso, hizo sus preparativos, recomendó a un sustituto de saber más exiguo que el suyo para el puesto que dejaba vacante en el Politécnico y se presentó en Madrid dispuesto a trabajar de firme si era necesario, a ganarse la estima y la confianza de sus superiores por lo que ello le pudiera reportar en el porvenir y a no dejarse seducir por la flexibilidad del horario español.
Pronto el joven Lilburn logró ordenar su vida en aquel país extranjero, y tras unos primeros días de vacilación y de relativo desconcierto (los mismos que se vio obligado a pasar en casa del anciano Mr Bayo y su esposa a la espera de que los anteriores inquilinos desalojaran definitivamente un pequeño ático amueblado que Mr Turol, otro de sus colegas españoles, le había apalabrado para el primero de octubre en la calle de Orellana: el precio del alquiler rebasaba el presupuesto de Lilburn, pero no era caro si se tenía en cuenta que la zona era céntrica y que ofrecía la incomparable ventaja de estar muy cerca del instituto), se trazó un meticuloso y —si ello era posible a lo largo del curso— invariable programa diario que en efecto, y aunque sólo fuera hasta el mes de marzo, consiguió mantener inalterado. Se levantaba a las siete en punto y, tras desayunar en casa y efectuar un breve repaso de lo que pensaba decir en cada clase de la mañana, se desplazaba hasta el instituto para impartir sus enseñanzas. Durante la hora del recreo charlaba con Mr Bayo y Miss Ferris acerca del lamentable estado de indisciplina en que se encontraba el alumnado español, y durante el almuerzo volvía a hacerles los mismos comentarios a Mr Turol y a Mr White. Repasaba las lecciones de la tarde durante la sobremesa, las exponía a continuación dosificando sus esfuerzos en mayor medida que por la mañana y, una vez terminadas, permanecía de seis a siete y media en la biblioteca del instituto consultando algunos libros y preparando las clases del día siguiente. Se acercaba entonces hasta la elegante casa de la señora viuda de Giménez-Klein, en la calle Fortuny, a fin de darle una hora de clase particular de inglés a su nieta de ocho años (este trabajo, sencillo y bien remunerado, se lo había proporcionado Mr Bayo, su protector), y finalmente regresaba a Orellana sobre las nueve y media o poco después, a tiempo de oír las noticias de la radio: aunque al principio no entendía casi nada, Lilburn estaba convencido de que era el mejor método para aprender a pronunciar el castellano correctamente. Entonces tomaba una cena ligera, estudiaba uno o dos capítulos de un manual de gramática española, memorizaba apresuradamente descomunales listas de verbos y sustantivos y, puntualmente, se acostaba a las once y media. El lector que conozca las calles de Madrid mencionadas y recuerde dónde se encuentran los edificios que ocupa el instituto podrá advertir con suma facilidad que la vida de Lilburn no podía ser otra cosa que metódica y ordenada, y que sus pies, con toda probabilidad, no darían más de dos mil pasos al cabo del día. Sus fines de semana, sin embargo, y con la excepción de algún que otro sábado en que asistió a cenas o recepciones ofrecidas a visitantes de universidades británicas de paso por Madrid (y, en una sola ocasión, a un cóctel de la embajada), eran un misterio para sus colegas y superiores, que suponían, basándose únicamente en el poco revelador hecho de que no contestaba jamás al teléfono durante esos días, que los emplearía en hacer breves excursiones a las ciudades más cercanas a la capital. En realidad, al parecer y por lo menos hasta el mes de enero o febrero, el joven Lilburn pasaba los sábados y domingos encerrado en su apartamento de Orellana debatiéndose entre los caprichos y veleidades de las conjugaciones castellanas. Y es de presumir que de la misma manera pasó las vacaciones de Navidad.
Derek Lilburn era un hombre de escasa imaginación, gustos vulgares y pasado irrelevante: hijo único de un matrimonio de actores medianos y de ocasión que habían alcanzado cierta popularidad (que no prestigio) durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial con un repertorio isabelino y jacobino que incluía a Massinger, Beaumont & Fletcher y Heywood el joven pero que sin embargo evitaba escrupulosamente a los autores de más talla como Marlowe, Webster o el mismo Shakespeare, no había heredado de sus padres nada que se pareciera a lo que antiguamente se llamaba vocación escénica; aunque cabría preguntarse si el espíritu de sus progenitores albergó tal cosa alguna vez: al término de la contienda, cuando los divos, deseosos de recuperar sus posiciones y necesitados de aplausos, volvieron a aparecer en los escenarios con ímpetu y regularidad, y las lentas obras de reconstrucción, así como el masivo regreso de la soldadesca hicieron de Londres una ciudad si no más angustiosa sí por lo menos más incómoda que mientras se prodigaron los bombardeos, los Lilburn, sin nostalgia al parecer, abandonaron la capital y la profesión. Se establecieron en la ciudad de Swansea y allí abrieron una tienda de ultramarinos, probablemente con el dinero ahorrado durante los años que habían consagrado al innoble e ingrato arte de la interpretación. De aquellos tiempos azarosos sólo quedaron algunos carteles que anunciaban Philaster y The Revenger’s Tragedy y lo que, al hablar de ellos, me ha llevado a anteponer sus incursiones por el drama a su verdadera condición de comerciantes: pura anécdota. Ni textos ni erudición acompañaron la infancia del joven Lilburn, y puede asegurarse que ni siquiera gozó del único vestigio que de su paso por las tablas podía haber quedado en los tenderos de Swansea de forma impremeditada: una entonación enfática, petulante o afectada en las conversaciones domésticas y banales.
La muerte de su padre, ocurrida cuando el joven Derek acababa de cumplir los dieciocho años, le permitió hacerse cargo del negocio personalmente, y la de su madre, unos meses más tarde, le sirvió de buen pretexto para vender el establecimiento, trasladarse a Londres y costearse allí unos estudios superiores. Una vez terminados con la engañosa brillantez del aplicado, ejerció la docencia —sin que en el corto intervalo se le presentaran ningún tipo de dudas vocacionales— en escuelas estatales por espacio de algunos años, hasta que en 1969, gracias a su superficial e interesada amistad con uno de los profesores del centro, consiguió el puesto del Politécnico que ahora había desechado en favor de una breve estancia —temporada que, además, se adivinaba de transición— en el extranjero.
De todos los que han pasado por allí, ya sea como profesores, como alumnos o como meros asiduos a la biblioteca, es bien sabido que las puertas del instituto se cierran a las nueve en punto (es decir, media hora más tarde de que finalicen las últimas clases nocturnas). El encargado de hacerlo es el portero, por llamarlo de alguna manera convencional, ya que sus funciones, y esto es poco menos que una norma en este tipo de centros mixtos de enseñanza, con frecuencia se apartan de las propias de su título y en cambio se asemejan mucho a las del bibliotecario y el bedel. Este hombre ha de vigilar las entradas y salidas de las personas ajenas al edificio, atender a las variadas órdenes, recados o requerimientos del profesorado, borrar los encerados que por descuido u olvido han quedado al final del día invadidos por números, nombres ilustres y fechas señaladas, procurar que nadie salga de la biblioteca con un libro sin que el hecho haya sido debidamente registrado y, finalmente —y dejando de lado algunas otras tareas de menor cuantía—, cerciorarse de que a las nueve menos cinco el edificio está desierto y, si así es, cerrar las puertas hasta la mañana siguiente. Fabián Jaunedes, el hombre que ocupaba este ajetreado puesto de portero cuando el joven Derek Lilburn llegó a Madrid, llevaba cerca de veinticuatro años haciéndolo con la perfección del que casi ha creado el cargo que desempeña. Por eso, cuando a principios de marzo, y con cierta precipitación y urgencia, hubo de ser hospitalizado y operado de cataratas y en consecuencia se vio obligado a abandonar sus quehaceres al menos mientras durara su recuperación (que a todas luces sería incompleta o parcial y que en cualquier caso representaría siempre un periodo de tiempo mayor del deseado por los responsables del centro), la vida interna del instituto sufrió más alteraciones de las que habría cabido suponer en un principio. El director y Mr Bayo descartaron casi inmediatamente la posibilidad de contratar a un sustituto, pues por un lado, pensaron, difícilmente podrían encontrar en un plazo breve a alguien que gozara de buenas referencias y que estuviera dispuesto a comprometerse tan sólo por lo que restaba de curso para luego, quizá, ser a su vez reemplazado (y aunque desconfiaban del pronto restablecimiento del viejo portero les parecía que ofrecer el puesto vacante por un número de meses superior a cinco equivaldría a prescindir definitivamente de Fabián y, por tanto, sería un feo gesto de deslealtad para con él, que tan leal había sido y tan buenos servicios les había prestado durante tantos años). Y por otro, con esa capacidad, o turbia necesidad que tienen las personas de cierta edad o de torpe imaginación para confundir las renuncias o concesiones más intrascendentes con rasgos verdaderamente épicos, consideraron que a la vista del inesperado contratiempo, al cual ellos más bien habrían calificado de adversidad, no estaría de más un pequeño sacrificio por parte de todos y cada uno de los profesores, que muy bien podrían repartirse las diversas tareas del portero ausente y demostrar así de paso su abnegación al centro. La bibliotecaria quedó encargada de controlar el paso de desconocidos por la puerta principal, que ella podía divisar con suma facilidad desde su posición habitual; Miss Ferris de mantener al día, sin permitir que se amontonaran, los anuncios y convocatorias de los tablones de la entrada; Mr Turol de inspeccionar cada cierto número de horas el estado de los lavabos y la caldera; a aquellos profesores que terminaban sus clases a las ocho y media se les encomendó vivamente que no olvidaran hacer que alguno de los alumnos limpiara la pizarra antes de partir; y, por último, se estableció un equitativo turno entre los miembros del personal a los que no se había asignado ninguna misión específica: alguien debía permanecer siempre en el edificio hasta las nueve de la noche para comprobar que todo quedaba en orden y cerrar las puertas con llave. Y aunque ello suponía un grave percance para el rígido horario de Lilburn, éste no tuvo más remedio que faltar un día a la semana a su cita con la pequeña Giménez-Klein y contribuir con sus superiores y colegas al buen funcionamiento del instituto quedándose en la biblioteca hasta las veintiuna, como era de rigor, todos los viernes a partir del mes de marzo.
Fue entonces, el primer viernes en que le tocó cumplir con su nueva obligación, cuando Mr Bayo reavivó en su memoria, con la misma despreocupación que le había hecho preguntarse a Lilburn, extrañado, al incorporarse al instituto, si aquel hombre de talante serio y conducta irreprochable tendría capacidad para la extravagancia, la advertencia inicial que ya en su momento le había producido cierta sensación de desasosiego:
—Esta noche —le dijo durante la hora del recreo— ya sabe: no se preocupe del fantasma. Creo que ya se lo expliqué por encima en su día, pero vuelvo a recordárselo por si lo ha olvidado, ya que hoy le corresponde a usted quedarse de guardia y podría sobresaltarse con los ruidos que hace el señor de Santiesteban. A las nueve menos cuarto oirá abrirse una puerta de golpe y escuchará siete pisadas de ida y, tras un breve silencio, otras ocho de vuelta. Luego, la puerta que se abrió se cerrará, sin tanto estrépito, por cierto. No se asuste ni haga ningún caso. Esto es algo que sucede desde no se sabe cuándo, por supuesto desde antes de que el instituto tuviera su sede principal en este edificio. No tiene nada que ver con nosotros por tanto y, como podrá imaginar, estamos más que acostumbrados; no digamos el pobre Fabián, que era por lo general el único que lo oía. Solamente le ruego que, puesto que usted se queda con las llaves hasta el lunes y por tanto habrá de ser el primero en llegar ese día para abrir, no se olvide de retirar del corcho que hay justo enfrente de mi despacho el escrito de dimisión. Hágalo nada más entrar, por favor. Aunque todo el mundo está al corriente de la existencia del señor de Santiesteban (a nadie se le oculta, créame, y a nadie, tampoco, molesta ni altera su presencia, por otra parte muy discreta), procuramos que sin embargo no interfiera de manera ostentosa en las vidas de los alumnos, que, como niños, son más sensibles que nosotros a esta clase de inexplicables acontecimientos. Acuérdese, pues, si no le importa, de quitar el papel. Y, por supuesto, simplemente tírelo a la papelera más cercana. ¡Imagínese si los guardáramos! A estas alturas tendríamos una habitación llena. ¡Cada vez que lo pienso! ¡Qué disparate! Noche tras noche, a la misma hora, el mismo texto; idéntico, sin una palabra, sin una sílaba cambiada. A eso se le llama perseverancia, ¿no cree usted?
El joven Lilburn no hizo comentario alguno y se limitó a asentir con la cabeza.
Pero al anochecer, mientras corregía unos ejercicios en la biblioteca a la espera de que llegara la hora de cerrar el edificio y marcharse a casa, oyó, en efecto, que una puerta se abría con gran violencia haciendo vibrar unos cristales, y a continuación unos pasos firmes y decididos —por no decir soliviantados—, un breve silencio que duró segundos, de nuevo otra tanda de pasos, ahora más sosegados, y finalmente la misma puerta (era de presumir), que se cerraba con suavidad. Miró el reloj que colgaba de una de las paredes de la habitación en que se encontraba y vio que eran las ocho y cuarenta y seis minutos. Más irritado que sorprendido o atemorizado, se levantó de su silla y salió de la biblioteca. En el corredor se detuvo y guardó silencio, a la expectativa de que se produjesen nuevos ruidos, pero no oyó nada. Recorrió entonces el edificio en busca de algún alumno rezagado o bromista a quien procuraría hacer ver, más que otra cosa, lo improductivo de su travesura, pero no encontró a nadie. Dieron las nueve y entonces decidió marcharse sin darle más vueltas al asunto; pero cuando ya se disponía a salir recordó una de las observaciones —la que tal vez más le había llamado la atención— que le había hecho Mr Bayo: subió al primer piso y se acercó al corcho que había en el pasillo, frente al despacho de su superior. Solamente vio, clavado con cuatro chinchetas, un prospecto de sobra conocido que anunciaba un ciclo de conferencias acerca de George Darley y otros poetas menores románticos que un profesor visitante de Brasenose College iba a pronunciar a partir de abril. Y no había nada en absoluto que se pareciera a una carta de dimisión. Más tranquilo, y también más satisfecho, se encaminó hacia la calle de Orellana y ya no volvió a acordarse del episodio hasta que el lunes, a media mañana, Miss Ferris le salió al encuentro tras una de sus clases y le comunicó que Mr Bayo deseaba verle en su despacho.
—Mr Lilburn —le dijo el anciano profesor de historia cuando estuvo ante él—, ¿recuerda usted que le rogué encarecidamente que no olvidara retirar esta mañana, antes de hacer ninguna otra cosa, las cartas de dimisión del señor de Santiesteban del corcho de ahí fuera?
—Sí, señor, lo recuerdo perfectamente. Pero el mismo viernes por la noche, después de oír las pisadas que usted me anunció, subí para cumplir su encargo y no vi nada en el corcho. ¿Es que acaso debería haber vuelto a mirar esta mañana?
Mr Bayo se dio una leve palmada en la frente como quien cae en la cuenta de algo y contestó:
—Oh, claro, en realidad es culpa mía por no habérselo advertido. Sí, Mr Lilburn, sólo tenía que haber mirado esta mañana. En fin, no tiene ninguna importancia en realidad, tampoco es la primera vez que esto sucede. Pero sépalo para la próxima vez: la carta aparece de madrugada, aunque es de suponer que el fantasma del señor de Santiesteban la clava en el corcho a las nueve menos cuarto. Sí, ya sé que resulta inexplicable, pero ¿acaso no lo es la misma presencia de este caballero? Bueno, eso era todo, Mr Lilburn; y no se preocupe: a los niños se les habrá pasado la excitación esta misma tarde.
—¿Los niños?
—Sí, han sido los de tercero los que me han hecho darme cuenta de que las cartas seguían ahí fuera. Los oí alborotar en el pasillo, salí a ver qué ocurría y me los encontré manoseando las tres cuartillas muy agitados.
Lilburn, entonces, hizo un ademán de exasperación y dijo:
—No entiendo nada, Mr Bayo. En verdad le estaría muy agradecido si me diera usted ahora mismo una explicación detallada y coherente de los hechos. ¿Qué es esto de las tres cartas, por ejemplo? ¿Cuál es la historia de ese fantasma, si es que realmente existe? Me ha hablado usted sin cesar de escritos de dimisión, pero aún no sé de qué diablos dimite el tal señor de Santiesteban cada noche. En fin, estoy desconcertado y no sé qué pensar.
Mr Bayo esbozó una sonrisa melancólica y respondió:
—Ni yo tampoco, Mr Lilburn, y crea que me gustaría, al cabo de tantos años de estar aquí, conocer los pormenores de la sin duda amarga historia del señor de Santiesteban. Pero no sabemos nada en absoluto acerca de él. Su nombre no nos dice nada ni por supuesto figura en anuarios, diccionarios o enciclopedias de ningún tipo: no fue un hombre famoso o al menos no hizo nada en vida que fuera digno de mención. Quizá tuviera alguna relación con el anterior propietario del edificio, el hombre que lo mandó construir alrededor de 1930, no recuerdo ahora en qué fecha exacta: era un caballero de inmensa fortuna y grandes inquietudes artísticas y políticas; fue una especie de protector de los intelectuales izquierdistas durante los años de la Segunda República española y murió arruinado. Pero no lo sabemos a ciencia cierta ni, de hecho, poseemos ninguna información concreta que nos permita suponer tal relación. También podría ser que su estrecha vinculación al edificio proviniera de su… ¿conocimiento, amistad, trato profesional?, con el arquitecto, un personaje asimismo interesante: sus obras eran bastante avanzadas para la época y se suicidó, arrojándose al mar durante una travesía en barco, cuando aún era relativamente joven. Pero tampoco hay manera de averiguarlo. Todo esto no son más que suposiciones, Mr Lilburn, e hipótesis que ni siquiera me atrevo a formular en su totalidad por falta de datos.
—Es todo muy raro y muy curioso —comentó Lilburn.
—Ya lo creo —dijo Mr Bayo—. Y si he de serle sincero, le diré que hace ya mucho tiempo, cuando yo era algo mayor que usted ahora y acababa de entrar en el instituto, las misteriosas pisadas del señor de Santiesteban despertaron mi curiosidad y lograron quitarme el sueño durante algunos meses; no exageraré si digo que estuvieron a punto de convertirse en una obsesión. El caso es que desatendí mi trabajo y me dediqué a hacer indagaciones. Visité a los respectivos parientes del antiguo propietario y del arquitecto y los interrogué acerca de la posible amistad de estos dos hombres con un cierto Leandro P de Santiesteban, pero jamás habían oído tal nombre; consulté la guía telefónica en busca de algún Pérez de Santiesteban, por ejemplo (pues aún ignoro qué significa esa P: tal vez la primera parte de un apellido compuesto, quizá sólo Pedro, Patricio, Plácido, no lo sé), pero no hallé ninguno; en mi desmedido afán por conocer la historia del fantasma fui al registro civil con la esperanza de encontrar alguna partida de nacimiento que por lo menos me diera una pista, aunque fuese falsa: un apellido parecido hacia el que dirigir mis investigaciones; pero no obtuve ningún resultado positivo y sí, en cambio, problemas con los funcionarios, que me tomaban por loco, y con la policía, pues mi conducta, en aquellos tiempos tan alarmistas, les resultaba muy sospechosa; finalmente fui a ver a todos los Santiesteban de la ciudad, que son bastantes. Pero nunca había habido nadie llamado Leandro en sus respectivas familias y algunos no me quisieron recibir siquiera. En fin, todo fue en vano y me vi obligado a desistir invadido por la desagradable sensación de haber perdido el tiempo y hecho el ridículo. Como el resto de las personas que trabajan en el instituto, ahora me limito a aceptar la innegable existencia del fantasma y a no prestarle la menor atención, habida cuenta de que hacerlo es inútil y sólo proporciona sinsabores e insatisfacción. No puedo, por tanto, contestar a las preguntas que me ha hecho, Mr Lilburn, y créame que lo siento. Pero le aconsejo que haga como los demás: no se preocupe por el señor de Santiesteban. No molesta, no es desde luego peligroso y lo único que hace es dejar cada noche una carta de dimisión que a nosotros no nos cuesta ningún trabajo retirar al día siguiente.
—De eso precisamente —dijo Lilburn— iba a hablarle de nuevo. ¿Y la carta de dimisión? Allí explicará algo, ¿no? ¿De qué dimite? ¿Y por qué hoy, como usted ha mencionado antes, había tres?
Mr Bayo, entonces, se inclinó hacia la papelera que tenía al lado y extrajo unas hojas arrugadas que extendió al joven Lilburn al tiempo que decía:
—Hoy había tres por la sencilla razón de que es lunes y, como es normal, no ha habido nadie en el edificio durante el fin de semana para retirar ni la del viernes, ni la del sábado, ni la de ayer domingo. Usted tendría que haberlas quitado del corcho esta mañana temprano, pero ha sido culpa mía y no suya, como ya le he dicho, que no lo hiciera. Tenga.
Lilburn cogió las cuartillas, de papel corriente, y las leyó con detenimiento. Estaban escritas a mano con pluma estilográfica y el texto era el mismo, sin la menor variación, en las tres. Decía así:
Querido amigo:
A la vista de los lamentables acontecimientos de los últimos días, que por su índole no sólo van en contra de mis costumbres sino también de mis principios, no se me ofrece otra alternativa, pese a ser muy consciente de los graves perjuicios que le ocasionaré con mi decisión, que la de dimitir de mi cargo de manera irrevocable. Y me permito hacerle saber, asimismo, que repruebo y condeno enérgicamente la actitud adoptada por usted con respecto a dichos acontecimientos.
LEANDRO P DE SANTIESTEBAN
—Como ve —dijo Mr Bayo—, el escrito no revela nada. Más bien hace todo mucho más incomprensible todavía, dado que este edificio era una casa particular y no una oficina o equivalente, es decir, un lugar donde hubiera gente con cargos de los que poder dimitir. Hemos de conformarnos con contemplar el enigma sin tratar de descifrarlo.
Pasaron los meses de marzo y abril, y el joven Lilburn, cada viernes, desde la biblioteca, escuchaba los invariables pasos del señor de Santiesteban en el piso de arriba. Procuraba seguir los consejos que le había dado Mr Bayo y hacer caso omiso de aquellas misteriosas pisadas, pero a veces, de manera inopinada, se sorprendía a sí mismo meditando acerca de la personalidad y la historia del fantasma o contando mecánicamente el número de pasos en una y otra dirección. A este respecto había comprobado que, en efecto, como su superior le había dicho en una ocasión, el señor de Santiesteban daba primero siete pasos y luego, tras la pausa, ocho, para cerrar la puerta a continuación. Y fue durante las vacaciones de Semana Santa, que pasó en Toledo, cuando se le ocurrió una posible explicación a tal circunstancia. Este pequeño hallazgo, que en realidad no era más que una conjetura cuya veracidad no podría confirmar, lo excitó sobremanera y le hizo esperar con impaciencia el momento de regresar a Madrid y poder contárselo a Mr Bayo.
Y efectivamente, el primer día de clase después de las vacaciones, el joven Lilburn, en vez de quedarse en el patio durante la hora del recreo conversando con Miss Ferris y Mr Bayo acerca del insatisfactorio comportamiento de sus alumnos, le rogó a este último que lo acompañara a algún lugar donde pudieran hablar con tranquilidad y, una vez en el despacho del anciano profesor de historia, le expuso su descubrimiento.
—En mi opinión —le dijo con cierto nerviosismo— el señor de Santiesteban da primero siete pasos y luego en cambio ocho por la siguiente razón: indignado por los acontecimientos a que hace referencia en su carta, que, puesto que él es un hombre de principios, le impiden permanecer en su cargo, sale airado de la habitación en que se encuentra y da siete pasos, o más bien zancadas, hasta el corcho. Deja su carta y entonces, ya más tranquilo al saber que ha cumplido con su deber, que ha terminado con el amigo que lo defraudó, que su conciencia está limpia, en suma, regresa a la habitación dando ocho pasos en lugar de siete porque ya no está tan iracundo o agitado, sino tal vez, incluso, satisfecho de sí mismo. Prueba de ello es, además, Mr Bayo, el hecho de que luego cierre la puerta lentamente, sin la rabia que denota el golpe inicial, cuando abre.
—Lo ha expuesto usted muy bien, Mr Lilburn —contestó Mr Bayo con imperceptible ironía—. Y tiene usted razón, creo yo. Yo también llegué a esa conclusión hace muchos años, cuando me interesé por el asunto. Pero no adelanté nada con suponer que el diferente número de pasos en una y otra dirección se debía a un ligero cambio en el estado de ánimo del señor de Santiesteban. Aquí me tiene usted, tan ignorante como el primer día. Hágame caso. El enigma del fantasma del instituto es un enigma verdadero. No hay ninguna manera de descifrarlo.
Mr Lilburn se quedó pensativo y algo decepcionado por la fría respuesta de Mr Bayo. Pero al cabo de unos segundos levantó la cabeza y preguntó:
—¿Y no se puede hablar con él?
—¿Con él? ¿Quiere usted decir con el señor de Santiesteban? Oh, no. Verá: los viernes a las nueve menos cuarto usted oye, como lo oiría en cualquier otro día de la semana si estuviera aquí a esa hora, que la puerta de este despacho se abre de sopetón; después escucha las pisadas y finalmente la puerta que se cierra, ¿no es así?
—En efecto.
—¿Y dónde suele estar usted cuando esto sucede?
—En la biblioteca.
—Pues bien, si en vez de estar en la biblioteca estuviera usted en el interior de este despacho o fuera, en el pasillo, oiría exactamente lo mismo, pero también vería que la puerta no se abre en absoluto. Se oye cómo se abre y se cierra; pero se ve que ni se abre ni se cierra; permanece en su sitio, inmóvil, ni siquiera vibran los cristales al oírse el portazo inicial.
—Ya. ¿Y está usted completamente seguro de que es esta puerta y no otra la que el fantasma abre?
—Sí. No cabe la menor duda de que es esa puerta de cristales que está detrás de usted. Lo he comprobado, créame. Cuando tuve la certeza de que así era pasé algunas noches en vela, vigilándola. Como usted ha dicho antes, el señor de Santiesteban sale de aquí, va hasta el corcho, clava su escrito y vuelve. La carta, sin embargo, no aparece en el acto, sino en algún momento de la noche o ya de madrugada, no lo sé. Las dos únicas veces que logré mantenerme despierto, sin dar una sola cabezada que pudiera ser aprovechada por el señor de Santiesteban para hacer aparecer su escrito, oí las pisadas como siempre, pero la carta no apareció. Esto quiere decir que él me vio (me vio despierto y por eso la carta no apareció). Pero se niega a hablar o no puede hacerlo. Después de esas dos noches, cuando comprendí que yo era observado a mi vez por él (o, mejor dicho, que mientras yo no podía ni siquiera verle él vigilaba mis movimientos), le dirigí la palabra en varias ocasiones y con los más diversos tonos: un día lo saludaba respetuoso, al otro melifluo, al siguiente irritado. Incluso llegué a insultarlo para ver si reaccionaba. Pero nunca contestó; todo fue inútil e hice lo mejor que podía haber hecho: abandonar mis estúpidas e ilusas guardias y no volver a pensar en don Leandro P de Santiesteban más que como en lo que es para todas aquellas personas que saben de su existencia: «el singular fantasma del instituto».
El joven Mr Lilburn volvió a quedarse pensativo durante unos instantes y entonces dijo con verdadera preocupación:
—Pero, Mr Bayo… si todo lo que usted me acaba de contar es cierto, entonces el señor de Santiesteban debe de habitar en este despacho, y en tal caso quizá nos esté escuchando ahora, ¿no es así?
—Posiblemente, Mr Lilburn —respondió Mr Bayo—. Posiblemente.
A partir de este día el joven Lilburn no volvió a hablar con Mr Bayo ni con ninguna otra persona acerca del fantasma del instituto. El viejo profesor supuso, con cierto alivio, que habría comprendido que toda reflexión sobre el asunto era una pérdida de tiempo y que habría decidido seguir finalmente sus consejos, dictados por la experiencia. Pero no era tal el caso. El joven Lilburn, a espaldas de su superior y de una manera un tanto improvisada, había tomado la determinación de averiguar por sí solo los motivos que impulsaban al señor de Santiesteban a dimitir de su cargo cada noche y, puesto que él se quedaba con las llaves del edificio durante los fines de semana y por tanto podía entrar y salir a su antojo durante esos días sin tener que rendir cuentas a nadie, había empezado a pasar las noches de los viernes, sábados y domingos en el sofá del pasillo del primer piso, lugar desde el que, incluso echado, podía dominar a la perfección todo el escenario, por otro lado reducido, de los paseos nocturnos del invisible fantasma; es decir: la puerta del despacho de Mr Bayo, el corcho que había enfrente y, por supuesto, el espacio que mediaba entre ambos.
Tres eran las razones —o, mejor, las sensaciones— que le impelían a llevar a cabo sus investigaciones en secreto: la desconfianza, la atracción por lo clandestino y el desafío. Sacaba buen provecho de la generosa narración de Mr Bayo y de las enseñanzas que se desprendían de su fracaso, pero al mismo tiempo sentía que si quería ver cumplidos sus deseos de desvelar el misterio no podía dejar de experimentar sobre su propia piel cuando menos algunos de los reveses que la fantasía había infligido a su superior en el pasado. Por otra parte, encontraba en sus largas esperas el placer que siempre proporciona gozar de lo prohibido o de lo ignorado por el resto de la humanidad. Y finalmente, saboreaba de antemano el momento en que su empeño se vería coronado por el triunfo, que consistiría no sólo en la consecución y eterna posesión de la verdad ansiada sino también en la íntima satisfacción —de la que en definitiva más gusta la vanidad— que lleva implícita consigo toda superación de un contrincante de mayor envergadura o de más amplio saber.
Y en efecto, durante los meses que siguieron, ya los últimos del curso, el joven Lilburn fue sufriendo los mismos reveses que el anciano profesor de historia había padecido en su juventud. Trató de hablar con el señor de Santiesteban sin resultado alguno; aguardó pacientemente, una y otra vez, a que apareciera el escrito sobre el corcho, pero por lo general el sueño lo vencía antes o después, obligado como estaba a permanecer durante horas con la vista fija en un punto; y en las dos o tres ocasiones en que consiguió mantener los ojos abiertos hasta la mañana siguiente la carta no apareció.
El tiempo pasaba con rapidez y le iba restando posibilidades de alcanzar su objetivo. Descontento con la abominable conducta de los niños españoles y con su trabajo, que le había ofrecido muy pocas oportunidades de mejorar de posición a corto plazo, había resuelto no renovar su contrato para el año siguiente y volver a Londres y a su empleo del Politécnico en cuanto finalizara el curso. Y a medida que el término de las actividades escolares se iba aproximando, Lilburn se iba arrepintiendo cada vez más de haber tomado esa decisión. Ahora, con el pasaje de regreso en su poder, ya no era posible volverse atrás y se lamentaba una y otra vez de haberse precipitado en su acción cuando, envalentonado sin ninguna causa que lo justificara, había pensado que el logro de su empresa sería cuestión de semanas a lo sumo. Veía acercarse el día en que tendría que partir para probablemente no volver jamás y maldecía sin cesar su excesiva previsión y la fría indiferencia del señor de Santiesteban, que se mostraba tan altivo con él como con Mr Bayo y —esto era lo que le dolía— los demás mortales. En su delirio, y mientras escuchaba por enésima vez el sonido de los pasos sobre el suelo de madera, trataba de asir al fantasma o le gritaba, llamándole farsante, presumido, cobarde, desalmado: llenándolo de improperios.
Pero fue en una de estas ocasiones cuando se le ocurrió un posible remedio para su desesperación, una solución a su ignorancia. Acababa de protagonizar una de las bochornosas escenas que el despecho le inspiraba y, desolado, presa de la histérica rabia a que conducen las situaciones de prolongada impotencia, se había tumbado boca abajo en el sofá del pasillo. Eran las ocho y cuarenta y siete minutos. Y de repente, en medio de su congoja, le pareció oír que la puerta de cristales del despacho de Mr Bayo se abría de nuevo y que el señor de Santiesteban volvía a dar sus invariables quince pasos para luego cerrar, como era de rigor. Sorprendido, se incorporó y se atusó el pelo, que tenía alborotado. Miró hacia la puerta y a continuación miró hacia el corcho. Y fue entonces cuando comprendió que en realidad la segunda vez no había oído nada, sino que, como la música de un disco que se escucha infinidad de veces a lo largo del día, los pasos (su ritmo, su intensidad) se habían alojado en su cerebro y se repetían —como un pasaje obsesivo y complicado que se recuerda a la perfección pero que sin embargo no se puede reproducir— sin que se lo propusiera, involuntariamente, en su interior. «Se los sabía de memoria», y si bien no podía ni intentar siquiera imitarlos mediante la voz, sí podía hacerlo en cambio con sus propios pies. Lleno de nuevas esperanzas y de ilusión, abandonó el edificio. Y aquel sábado de junio, como no sucedía desde hacía muchos fines de semana, durmió en su apartamento de la calle de Orellana.
De pronto se sentía como el actor que lleva varios meses representando la misma obra con notable éxito y que, sabedor de la calurosa salva de aplausos con que el público va a premiar su actuación, no tiene ninguna prisa por salir a escena a recitar su parte, sino que, más bien al contrario, se permite el lujo de remolonear entre bastidores y hacer su entrada con algunos segundos de retraso a fin de impacientar a la audiencia y desconcertar a sus compañeros de reparto. Es decir, Lilburn volvió a sentirse seguro de su triunfo y, en vez de poner inmediatamente en práctica su plan, se dedicó, sin dejar que la incertidumbre hiciera acto de presencia y lo apremiara, a complacerse en la suerte con que el destino, lo adivinaba, iba a obsequiarlo. Ya solamente pasó una noche más en el instituto: la de la víspera de su encuentro con el señor de Santiesteban, que también era la de su marcha. En efecto, decidió esperar a que terminaran las clases y los exámenes para llevar a cabo su experimento, y consideró que la fecha más apropiada era precisamente la de su partida por la siguiente razón: si le sucedía algo… trascendental, nadie podría echarle en falta ni en consecuencia hacer indagaciones tal vez engorrosas o comprometedoras, puesto que todo el mundo, incluido Mr Bayo, lo haría en Londres y a nadie extrañaría su ausencia. Y aunque ese día se celebraba de ocho a nueve y media la función que todos los años, tradicionalmente, ponían en escena los alumnos del centro para festejar el final del curso y por tanto en ese sábado concreto no se encontraría ni mucho menos a solas en el edificio, pensó que en realidad tal circunstancia no haría sino favorecerle (nadie lo importunaría, pues a las nueve menos cuarto padres, profesores, alumnos y mujeres de la limpieza estarían concentrados en el salón de actos, y en cambio, en caso de ser sorprendido, su presencia a aquellas horas en el instituto estaría de sobra justificada) y se reafirmó en su determinación. No dejó ningún cabo suelto al azar: se las ingenió sin dificultades para que Mr Bayo le dejara en algún momento la llave de su despacho y sacar una copia; puso su reloj en hora con el del instituto y comprobó que ni uno ni otro adelantaban o retrasaban; y, como antes dije, la víspera de la fecha señalada pasó toda la noche ensayando hasta lograr una imitación absolutamente perfecta.
Y llegó el día. Lilburn hizo su aparición poco antes de las ocho y fue muy elogiado por haberse acercado hasta el instituto para ver la función cuando su avión salía aquella misma noche a las once y media. Aprovechó la circunstancia para advertir que precisamente por esta causa se vería obligado, lamentándolo mucho, a marcharse a mitad de representación y añadió que, sin embargo, se sentía muy satisfecho de poder contemplar al menos parte de la obra antes de irse. Cuando ésta iba ya a comenzar se despidió de sus colegas y de Mr Bayo, a quien dijo: «Ya tendrá usted noticias mías».
Los alumnos, aquel año, pusieron en escena una versión abreviada de Julius Caesar. Tanto la interpretación como la dicción inglesa eran desastrosas, pero Lilburn, ensimismado, apenas si lo advirtió. Y a las nueve menos veintidós, cuando daba comienzo el tercer acto, se puso en pie y, procurando no hacer ruido, abandonó el salón de actos y subió al primer piso. Abrió con su llave la puerta del despacho de Mr Bayo y entró.
Allí aguardó todavía durante un par de minutos y finalmente, cuando su reloj marcaba exactamente las ocho y cuarenta y cinco y en la distancia se oía la voz de un niño que decía «I know not, gentlemen, what you intend, who else must be let blood, who else is rank», el joven Derek Lilburn abrió con un portazo que hizo vibrar los cristales, dio siete decididos pasos hasta el corcho que había enfrente, clavó allí con una chincheta una hoja de papel corriente, dio media vuelta, a continuación ocho pasos en la dirección contraria y por último entró en el despacho de nuevo y cerró la puerta, suavemente, tras de sí.
Durante el verano el viejo Fabián Jaunedes perdió definitivamente la vista y Mr Bayo y el director del instituto no tuvieron más remedio que contratar a un nuevo portero. Cuando el 1 de septiembre éste se presentó en el centro para incorporarse a su puesto, Mr Bayo le informó acerca del señor de Santiesteban y de su escrito de dimisión. Como de costumbre, y en esta ocasión temeroso, además, de que el recién llegado pudiera asustarse y pretendiera renunciar, procuró quitarle importancia y dar la menor cantidad de detalles posible. El nuevo encargado, aparte de gozar de inmejorables referencias, era un hombre de muy buenos modales que sabía estar en su lugar, y se limitó a asentir con respeto y a asegurar a Mr Bayo que no dejaría de quitar la carta del corcho ni una sola mañana. El anciano profesor de historia respiró aliviado y se dijo que la adquisición de los servicios de aquel hombre había sido un completo acierto. Pero su sorpresa sería mayúscula cuando a la mañana siguiente el nuevo portero entró en su despacho y le dijo:
—He cumplido su encargo de quitar la carta del corcho, señor, pero quería decirle que la información que usted me dio ayer no es exacta. Anoche, en efecto, oí cómo se abría la puerta y unos pasos, pero también oí con claridad las voces de dos personas que charlaban animadamente. Y esta mañana recogí el escrito de que me habló. Por curiosidad, que espero que usted disculpe, lo he leído, y he de decirle también que no sólo no está escrito, como usted dio a entender ayer, en singular, sino que lo firman dos nombres distintos, uno español y otro inglés… Bueno, véalo usted mismo.
Mr Bayo cogió la carta y la leyó. Y mientras lo hacía, su rostro fue adquiriendo una expresión parecida a la del maestro que un día, repentinamente, descubre que su discípulo le ha superado, e invadido por una extraña mezcla de envidia, orgullo y temor, sólo acierta a preguntarse, confundido, si en el futuro se verá humillado o ensalzado por quien de ahora en adelante ejercerá el poder.
Fin