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La despedida

Foto de Israel Sundseth en Unsplash

A través de los cristales de la puerta del departamento y de la ventana del pasillo, el cinemático paisaje era una superficie en la que no penetraba la mirada; la velocidad hacía simple perspectiva de la hondura. Los amarillos de las tierras paniegas, los grises del gredal y el almagre de los campos lineados por el verdor acuoso de las viñas se sucedían monótonos como un traqueteo.

En la siestona tarde de verano, los viajeros apenas intercambiaban desganadamente suspensivos retazos de frases.

Daba el sol en la ventanilla del departamento y estaba bajada la cortina de hule.

El son de la marcha desmenuzaba y aglutinaba el tiempo; era un reloj y una salmodia. Los viajeros se contemplaban mutuamente sin curiosidad y el cansino aburrimiento del viaje les ausentaba de su casual relación. Sus movimientos eran casi impúdicamente familiares, pero en ellos había hermetismo y lejanía.

Cuando fue disminuyendo la velocidad del tren, la joven sentada junto a la ventanilla, en el sentido de la marcha, se levantó y alisó su falda y ajustó su faja con un rápido movimiento de las manos, balanceándose, y después se atusó el pelo de recién despertada, alborotado, mate y espartoso.

—¿Qué estación es esta, tía? —preguntó.

Uno de los tres hombres del departamento le respondió antes que la mujer sentada frente a ella tuviera tiempo de contestar.

—¿Hay cantina?

—No, señorita. En la próxima.

La joven hizo un mohín, que podía ser de disgusto o simplemente un reflejo de coquetería, porque inmediatamente sonrió al hombre que le había informado. La mujer mayor desaprobó la sonrisa llevándose la mano derecha a su roja, casi cárdena, pechuga, y su papada se redondeó al mismo tiempo que sus labios se afinaban y entornaba los párpados de largas y pegoteadas pestañas.

—¿Tiene usted sed? ¿Quiere beber un traguillo de vino? —preguntó el hombre.

—Te sofocará —dijo la mujer mayor— y no te quitará la sed.

—¡Quiá!, señora. El vino, a pocos, es bueno.

El hombre descolgó su bota del portamaletas y se la ofreció a la joven.

—Tenga cuidado de no mancharse —advirtió.

La mujer mayor revolvió en su bolso y sacó un pañuelo grande como una servilleta.

—Ponte esto —ordenó—. Puedes echar a perder el vestido.

Los tres hombres del departamento contemplaron a la muchacha bebiendo. Los tres sonreían pícara y bobamente; los tres tenían sus manos grandes de campesinos posadas, mineral e insolidariamente, sobre las rodillas. Su expectación era teatral, como si de pronto fuera a ocurrir algo previsto como muy gracioso. Pero nada sucedió y la joven se enjugó una gota que le corría por la barbilla a punto de precipitarse ladera abajo en su garganta hacia las lindes del verano, marcadas en su pecho por una pálida cenefa ribeteando el escote y contrastando con el tono tabaco de la piel soleada.

Se disponían los hombres a beber con respeto y ceremonia, cuando el traqueteo del tren se hizo más violento y los calderones de las melodías de la marcha más amplios. El dueño de la bota la sostuvo cuidadosamente, como si en ella hubiera vida animal, y la apretó con delicadeza, cariñosamente.

—Ya estamos —dijo.

—¿Cuánto para aquí? —preguntó la mujer mayor.

—Bajarán mercancía y no se sabe. La parada es de tres minutos.

—¡Qué calor! —se quejó la mujer mayor, dándose aire con una revista cinematográfica—. ¡Qué calor y qué asientos! Del tren a la cama…

—Antes era peor —explicó el hombre sentado junto a la puerta—. Antes, los asientos eran de madera y se revenía el pintado. Antes echaba uno hasta la capital cuatro horas largas, si no traía retraso. Antes, igual no encontraba usted asiento y tenía que ir en el pasillo con los cestos. Ya han cambiado las cosas, gracias a Dios. Y en la guerra… En la guerra tenía que haber visto usted este tren. A cada legua le daban el parón y todo el mundo abajo. En la guerra…

Se quedó un instante suspenso. Sonaron los frenos del tren y fue como un encontronazo.

—¡Vaya calor! —dijo la mujer mayor.

—Ahora se puede beber —afirmó el hombre de la bota.

—Traiga usted —dijo, suave y rogativamente, el que había hablado de la guerra—. Hay que quitarse el hollín. ¿No quiere usted, señora? —ofreció a la mujer mayor.

—No, gracias. No estoy acostumbrada.

—A esto se acostumbra uno pronto.

La mujer mayor frunció el entrecejo y se dirigió en un susurro a la joven; el susurro coloquial tenía un punto de menosprecio para los hombres del departamento al establecer aquella marginal intimidad. Los hombres se habían pasado la bota, habían bebido juntos y se habían vinculado momentáneamente. Hablaban de cómo venía el campo y en sus palabras se traslucía la esperanza. La mujer mayor volvió a darse aire con la revista cinematográfica.

—Ya te lo dije que deberíamos haber traído un poco de fruta —dijo la joven—. Mira que insistió Encarna; pero tú, con tus manías… En la próxima, hay cantina, tía.

—Ya lo he oído.

La pintura de los labios de la mujer mayor se había apagado y extendido fuera del perfil de la boca. Sus brazos no cubrían la ancha mancha de sudor axilar, aureolada del destinte de la blusa.

La joven levantó la cortina de hule. El edificio de la estación era viejo y tenía un abandono triste y cuartelero. En su sucia fachada nacía, como un borbotón de colores, una ventana florida de macetas y de botes con plantas. De los aleros del pardo tejado colgaba un encaje de madera, ceniciento, roto y flecoso. A un lado estaban los retretes, y al otro, un tingladillo que servía para almacenar las mercancías. El jefe de estación se paseaba por el andén; dominaba y tutelaba como un gallo, y su quepis rojo era una cresta irritada entre las gorras, las boinas y los pañuelos negros.

El pueblo estaba retirado de la estación, a cuatrocientos o quinientos metros. El pueblo era un sarro que manchaba la tierra y se extendía destartalado hasta el leve henchimiento de una colina. La torre de la iglesia —una ruina erguida, una desesperada permanencia— amenazaba al cielo con su muñón. El camino calcinado, vacío y como inútil hasta el confín de azogue, atropaba las soledades de los campos.

Los ocupantes del departamento volvieron las cabezas. Forcejeaba, jadeante, un hombre en la puerta. El jadeo se intensificó. Dos de los hombres del departamento le ayudaron a pasar la cesta y la maleta de cartón atada con una cuerda. El hombre se apoyó en el marco y contempló a los viajeros. Tenía una mirada lenta, reflexiva, rastreadora. Sus ojos, húmedos y negros como limacos, llegaron hasta su cesta y su maleta, colocadas en la redecilla del portamaletas, y descendieron a los rostros y a la espera, antes de que hablara. Luego se quitó la gorrilla y sacudió con la mano desocupada su blusa.

—Salud les dé Dios —dijo, e hizo una pausa—. Ya no está uno con la edad para andar en viajes.

Pidió permiso para acercarse a la ventanilla y todos encogieron las piernas. La mujer mayor suspiró protestativamente y al acomodarse se estiró buchona.

—Perdone la señora.

Bajo la ventanilla, en el andén, estaba una anciana acurrucada, en desazonada atención. Su rostro era apenas un confuso burilado de arrugas que borroneaba las facciones, unos ojos punzantes y unas aleteadoras manos descarnadas.

—¡María! —gritó el hombre—. Ya está todo en su lugar.

—Siéntate, Juan, siéntate —la mujer voló una mano hasta la frente para arreglarse el pañuelo, para palpar el sudor del sofoco, para domesticar un pensamiento—. Siéntate, hombre.

—No va a salir todavía.

—No te conviene estar de pie.

—Aún puedo. Tú eres la que debías…

—Cuando se vaya…

—En cuanto llegue iré a ver a don Cándido. Si mañana me dan plaza, mejor.

—Que haga lo posible. Dile todo, no dejes de decírselo.

—Bueno, mujer.

—Siéntate, Juan.

—Falta que descarguen. Cuando veas al hijo de Manuel le dices que le diga a su padre que estoy en la ciudad. No le cuentes por qué.

—Ya se enterará.

—Cuídate mucho, María. Come.

—No te preocupes. Ahora, siéntate. Escríbeme con lo que te digan. Ya me leerán la carta.

—Lo haré, lo haré. Ya verás cómo todo saldrá bien.

El hombre y la mujer se miraron en silencio. La mujer se cubrió el rostro con las manos. Pitó la locomotora. Sonó la campana de la estación. El ruido de los frenos al aflojarse pareció extender el tren, desperezarlo antes de emprender la marcha.

—¡No llores, María! —gritó el hombre—. Todo saldrá bien.

—Siéntate, Juan —dijo la mujer, confundida por sus lágrimas—. Siéntate, Juan —y en los quiebros de su voz había ternura, amor, miedo y soledad.

El tren se puso en marcha. Las manos de la mujer revolotearon en la despedida. Las arrugas y el llanto habían terminado de borrar las facciones.

—Adiós, María.

Las manos de la mujer respondían al adiós y todo lo demás era reconcentrado silencio. El hombre se volvió. El tren rebasó el tingladillo del almacén y entró en los campos.

—Siéntese aquí, abuelo —dijo el hombre de la bota, levantándose.

La mujer mayor estiró las piernas. La joven bajó la cortina de hule. El hombre que había hablado de la guerra sacó una petaca oscura, grande, hinchada y suave como una ubre.

—Tome usted, abuelo.

La mujer mayor se abanicó de nuevo con la revista cinematográfica y preguntó con inseguridad:

—¿Las cosechas son buenas este año?

El hombre que no había hablado a las mujeres, que solamente había participado de la invitación al vino y de las hablas del campo, miró fijamente al anciano, y su mirada era solidaria y amiga. La joven decidió los prólogos de la intimidad compartida.

—¿Va usted a que le operen?

Entonces el anciano bebió de la bota, aceptó el tabaco y comenzó a contar. Sus palabras acompañaban a los campos.

—La enfermedad…, la labor…, la tierra…, la falta de dinero…; la enfermedad…, la labor…, la tierra…; la enfermedad…, la labor…, la enfermedad… La primera vez, la primera vez que María y yo nos separamos…

Sus años se sucedían monótonos como un traqueteo.

FIN

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