Todavía sigues haciéndote la pregunta sin poder ofrecerte una respuesta concreta. Ya es tarde para arrepentirte. De todos modos sería peor no hacerlo o tener que quedarte en una ciudad a tu juicio insoportable, adonde sólo llegan las manchas de la sangre, de la sangre de siempre, de la sangre de los heridos, una sangre que no se borra, en una ciudad llena de ecos de disparos, de presagios de la definitiva instalación de la muerte. Por eso no quieres pensar más, ni atormentarte inútilmente con el recuerdo de las sombras. Debes mirar en otro sentido, eso lo sientes. Te acercas al espejo y te observas con cuidado. A los veinticinco años, Natalia, te das cuenta por primera vez desde que te quedaste sola, que pareces una mujer de treinta y tantos. No hay arrugas por ninguna parte, ni en tu cara ni en tu cuello, aunque tu cutis no conserva ya la frescura de los días en que no era necesario recurrir al Revlon con tanta frecuencia, y sin embargo, te parece que algo está demás. Tu boca sigue siendo atractiva y aun sin el rojo habitual que cubre tus labios te parece tierna, aunque algo la estropea. Tu pelo, ahora mas claro, sin ondas, recortado a la altura de los hombros, te parece el mismo de siempre, pero acercándote más al espejo lo ves opaco y mustio. Tus ojos, vuelves a pensar, tan extraños cuando no los oscurece la pintura, recobran su claridad inocente y se convierten en el único centro donde hay todavía algún enigma. Te tiras en el viejo butacón, de bordes renegridos, enciendes un cigarrillo. Si fuera posible alejarse de todo rápidamente y olvidar las cosas que atan, lo harías sin pensarlo dos veces, como es tu costumbre. No es fácil y tú lo sabes muy bien.
Qué cosa, Natalia, ni tú misma lo hubieras pensado. Quién te iba a decir a ti, muchacha de veinticinco años, muchacha casi en flor, que llegaría a enervarte la vacilación; tú, que nunca has pensado más de dos veces para decidirte a hacer alguna cosa. Te has quedado sola. Ellos se han ido, dejando la casa con el perro y la criada para que te acompañen. Sintieron la muerte al pie del lecho, midieron el alcance de la contienda, y se dijeron: “Somos viejos, vamos a morir, no merecemos esta muerte, debemos protegernos”. Por eso han huido de la ciudad, por eso te han dejado encerrada en la vieja casa de la Pasteur, entre los árboles que en estos días te han parecido más frondosos que nunca, de un verde más intenso y cercano: en estos días has descubierto el velado secreto de las cosas que te rodean: el verde de los almendros te parece más verde, el rojo de los hibiscos, más rojo, y el blanco de los menúfares de la fuente, más blanco. Se han ido. Han ido al campo a proteger sus vidas. Y tú estás cansada de vivir una vida silente, de escuela en escuela, sin aprender gran cosa en ningún lugar. Prefieres las novelitas fáciles y las películas en español: tu vida no se ha hecho para ciertas complicaciones, ¿no es cierto?
Te desnudas frente al espejo y ves tu cuerpo, tocado por tan pocos hombres y gozado en verdad por ninguno. Y suspiras con cierta nostalgia al ver tus senos erectos, tus pezones carnosos, y recuerdas que las líneas de tu cuerpo, de esbelta suavidad, han logrado encender ánimos. Sabes bien quiénes han flaqueado por el rictus de tus labios y la ondulación de tu cabeza cuando la haces girar impensadamente. Y lo único que ha podido impedirte el pleno goce de la vida ha sido tu inculcado temor, tu ancestral peso de siglos, el de tu bisabuela, el de tu abuela, el de tu madre, algo más atenuado en cada caso aunque siempre presente: la vigilancia constante de papá, el celo por la virginidad, por la decencia, por el decoro y, todo lo demás. Crees que ha llegado el momento de romper esos atavismos.
Al principio, cuando ellos se marcharon sin pensar en nadie, sentiste dolor. No había peligro, todo estaba pasando, la ciudad iba recobrando lentamente la calma, una calma angustiosa, insegura, presta a quebrarse en cualquier momento, una calma preferible, empero, al desasosiego de los combates. Ellos, que habían permanecido en la ciudad la mayor parte del tiempo quisieron entonces alejarte de la ciudad. Tú sabías, de seguro, el porqué. Ya conocían a Phillip, lo habían visto conversar contigo varias veces y eso les molestaba. Muchas de tus amigas hacían lo mismo: hablaban con otros, muchachos como Mark el de Danbury, Robert el de Mount Vernon, Kent el de lowa City. Estaban aquí por obligación, lo habían dicho muchas veces a todas ustedes. Son hombres, hombres que aman la vida, que admiran las bellezas naturales de Quisqueya y la mujer dominicana. No quieren morir. ¿No han venido en son de paz? “We have come in peace”, ha dicho Phillip, tu Phillip. Han hablado mucho ustedes: de tu país y del suyo, de la vida, del amor. Luego él ha dejado su arma junto a la verja, alguna que otra tarde, te ha besado, primero en la mejilla y la frente y después en los labios. Tú has permanecido quieta, recorrida por vibraciones extrañas, nuevas. En tus experiencias pasadas sólo hubo violencia, calor desesperante o miedo a ser devorada por el hombre o la pasión. Phillip ha llegado en silencio, con su mirar azul transparente; él te ha ido convenciendo de su amor, te ha prometido matrimonio inmediato, cosa que antes ninguno había hecho, y tú te has quedado varada, en un calidoscopio de emociones inusitado, muda, acariciando sus manos. Eso te estremece ahora que te propones perfumar tu cuerpo con la colonia que más le gusta a Phillip.
No puedes ni quieres arrepentirte. Sería un infantilismo. Phillip quedaría decepcionado y te diría: “I knew you were still a child, baby”. Eso sería un insulto insufrible. Porque tú no eres ya una niña, tienes veinticinco años y sabes muy bien lo que haces. En esta hora decisiva de tu vida piensas que Phillip es el único hombre que te ha querido de veras, el único que ha sido capaz de amarte intensamente. Después habrá tiempo para hacer una nueva vida, ya encontrarás nuevos amigos en los dorados campos de Virginia, que es donde te ha prometido Phillip llevarte cuando termine todo. ¿Qué más se puede pedir, Natalia? Tocan a tu puerta y, sabes que es él, que ha pedido permiso especial para venir. Ya no titubeas. Estás segura de tus pasos como del rocío de las plantas. Abres la puerta y ves a Phillip con una mirada interrogativa, anhelante, que le respondes con un beso. Cuando cierras la puerta asiéndote a su mano, Phillip ya sabe que has decidido acostarte con él, como te había pedido.
Fin