Una vez, mientras estaba en la plataforma de un tranvía de Milán, un individuo con barba gris, sombrero verde y aspecto de calabrés, fijó sobre mí sus blancos ojos de poseído y me dijo:
—Le pido perdón, señor…
Nunca hubiera imaginado que con aquellos ojos pudiera pronunciar una frase tan cortés. Olvidé mi primera impresión, cercana al sobresalto.
—Le pido perdón, señor, ¿podría usted decirme dónde se encuentra la calle Bellovesi?
—No lo sé —le contesté, tan amablemente como pude—. Debo decirle que yo no soy milanés.
—¡Ah!
Ese ¡ah! no era uno de esos ¡ah! gorditos y bien alimentados, de obispo, que en la conversación cotidiana indican una conclusión completamente satisfactoria y que dejan a uno el espíritu sereno. Era un ¡ah! árido, lleno de sarcasmos. Los novelistas todavía no han encontrado la manera de distinguir esos ¡ah! de los otros por la ortografía. Escriben en ambos casos ¡ah!, así, por las buenas, lo mismo que en muchos otros casos intermediarios y colaterales. Es una enorme laguna de nuestro lenguaje.
Sentía un malestar oscuro y seguía a la defensiva, mientras el tranvía continuaba su carrera a lo largo de las rectas avenidas y de las curvas calles de la ciudad.
El hombre insistió, con tono amenazador:
—¿Y si usted fuera de Milán? —me preguntó.
—Si yo fuera de Milán —le contesté con lógica indudable— sería más probable, pero no cierto, que yo supiera dónde se encuentra la calle Bellovesi.
La satisfacción íntima inspirada por la brillantez de mi contestación me llenó de seguridad, y durante un momento me creí liberado del sorprendente personaje, pues casi en seguida se dirigió al más próximo de sus vecinos de tranvía, un hombre común, con sombrero hongo y alfiler en la corbata. Con los mismos ojos y la misma voz le preguntó a él también:
—Le pido perdón, señor… ¿es usted de Milán?
—Sí —contestó el señor del sombrero hongo—. De lo más milanés que hay. ¡Del Verziere!
—Entonces, si es usted milanés, ¿podrá decirme dónde está la calle Bellovesi?
El hombre común se molestó:
—¿Qué quiere usted decir?
—Señor de Milán, ¿sabe usted quién fue Bellovesi?
El otro lo miró, luego me miró a mí, después a todos los pasajeros a su alrededor, lanzó una ojeada a la calle que se deslizaba bajo nuestros ojos y, por fin, bruscamente, en un momento en que el tranvía frenó la marcha, bajó aprisa y se alejó sin mirar para atrás.
El tranvía se paró. El amable energúmeno volvió a mi lado:
—Pero usted, señor, que por lo menos no es de Milán, baje, por favor. ¡Baje conmigo!
Ignoro qué fuerza me empujó a darle satisfacción. En un rincón de la calle, un policía de tránsito echaba un sueño, la cabeza baja. El amigo lo despertó:
—Señor policía, ¿puede decirme dónde está la calle Bellovesi?
Mitad dormido, mitad despierto, el otro murmuró:
—Peliveso, Belifesi, no sé, no sé…
—Mire usted en su guía, por lo menos…
Con infinita dulzura, el exiliado napolitano sacó una libretita de la chaqueta y se puso a hojearla.
—¿Cómo dice? ¿Pelurcsu?
—No. Bellovesi, con B.
—Belleza… Bellini… Bellotti… Ya estamos… Be-naco… no. No está Billeveso, excelencia.
Lo dejamos, pues ya no podía más. Yo seguía a mi compañero, agitado, con mucho interés, pero no sin dificultad. Vi que se precipitaba sobre un coche vacío y tranquilo que avanzaba hacia nosotros. Lo paramos, lo ocupamos. Una vez instalados, mi compañero le dijo al cochero, con aire parsimonioso:
—Llévenos a la calle Bellovesi.
Me quedé asombrado al ver que el cochero no decía nada. Ni siquiera se volvió hacia nosotros. Hizo restallar su látigo en el aire, le pegó con el pie al caballo y salimos hacia adelante. Y nosotros con él.
Y el coche corrió, atravesando innumerables calles, plazas ilustres, cruceros muy peligrosos, siempre por en medio de esa multitud agitada que hace de Milán la ciudad de la vida intensa y de la vida de trabajo. Mi compañero se había envuelto en su silencio digno. Bajó sobre la frente el borde de su verde sombrero calabrés, y contemplaba con aire místico la puntera cuadrada de sus zapatones. Yo respetaba ese silencio y esa contemplación, y me interesaba en el paisaje que recorríamos. Las calles se hacían menos frecuentadas y las plazas menos ilustres. Las boticas y las casas iban tomando un aire de barriada. Penetramos en lo desconocido. Llegábamos a lo aborigen. De vez en cuando, movido por ignoro qué ocultas razones, en lugar de continuar todo derecho, el coche daba vuelta en una calle lateral. A las cantinas sucedieron las fondas. El coche se estremecía cada vez más, como si exprimiera una nostalgia sollozante por los lejanos empedrados.
Después de tres o cuatro virajes imprevistos, la luz volvió a hacerse brillante, habían desaparecido las tiendas de vino y reaparecían los bares románticos. Volví a sentir las brisas familiares. Más tiendas y algunos grandes almacenes aparecieron ante nosotros. Poco a poco, al encontrar las calles y las plazas conocidas, recuperé mi espíritu. Algunos cruceros que atravesamos me recordaron que volvíamos a estar junto al corazón del inmenso cuerpo cuyos miembros más alejados ya habían sido explorados por nosotros.
En aquel momento, sin razón aparente, el caballo se detuvo, la cabeza baja, y el coche se inmovilizó. El cochero se volvió hacia nosotros y nos dijo:
—No entendí bien. ¿Qué calle dijo?
—Calle Bellovesi.
—Ahora veo. No existe esa calle, por lo menos en Milán.
Mi prodigioso compañero me miró y dijo:
—Yo sabía muy bien que no existe esa calle.
—Pero entonces, ¿por qué la busca?
—Pues precisamente porque no existe.
El caballo, el cochero, el coche, el personaje, y yo, todos estábamos inmóviles y mudos. Miré para otro lado.
Mi compañero me preguntó:
—¿De dónde es usted, señor?
Para estos casos siempre tengo a mi disposición una larga lista de ciudades. Tuve la brillante inspiración de contestar:
—Soy de Roma.
—¿Y sabe usted, señor, quiénes fueron Rómulo y Remo?
Mi memoria, en cuestión de medio segundo, me llevó hasta la escuela de mi infancia, y pude recitar:
—Rómulo y Remo, señor, fueron los fundadores de Roma, capital de Italia.
—¿Y qué diría usted, señor, de un romano que no supiera quiénes fueron Rómulo y Remo?
—Diría que es sordomudo.
—¡Sordomudo! ¡Vaya, sea bendito por esa palabra! ¡Los milaneses —y alargó la mano para indicar la espalda del cochero, la cola del caballo, el empedrado, la casa de enfrente, la multitud que pasaba—, los milaneses son sordomudos! No saben quién fue Bellovesi. Bellovesi fue el Rómulo y Remo de Milán. Es el galo Bellovesus, señor, sobrino de un rey de los Biturigos, que casi seis siglos antes de Cristo franqueó los Alpes, acampó aquí y fundó Milán, capital moral de Italia. Y en Milán nadie, absolutamente nadie, lo sabe. Ni una calle en Milán, ni una plaza, o una avenida, o un bulevar, o monumento, callejuela, pórtico, arco, café, escuela o casa de citas siquiera, que consagre el nombre de Bellovesi. Bajemos, señor. ¿Quién paga el coche, usted o yo?
—Páguelo usted —propuse.
—Está bien.
Pagó y se bajó del coche. Yo también bajé. Y antes de que pudiera despedirme de él, había desaparecido.
FIN