La bandeja de plata

Foto de Mykyta Martynenko en Unsplash

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¿Qué hace uno ante la muerte, en este caso, la muerte de un padre anciano? Si uno es una persona moderna, de sesenta años de edad, y un hombre de mundo, como Woody Selbst, ¿qué es lo que hace? Tomemos por ejemplo lo del luto, y coloquémoslo ante el telón de fondo de la vida contemporánea. ¿Cómo, con el telón de fondo contemporáneo, se hace duelo por un padre octogenario, casi ciego, con el corazón ensanchado y los pulmones llenos de líquido, que se arrastra, se tambalea y despide los olores, de moho o gases, de los viejos? ¡Compréndanme! Como decía Woody, seamos realistas. Pensemos en los tiempos que corren. A diario lo vemos en los periódicos: los rehenes del vuelo de la Lufthansa describen cómo el piloto se arrodilló ante los secuestradores palestinos rogándoles que no lo ejecutaran, pero igual le dieron un tiro en la cabeza. Más tarde fueron ellos mismos los que cayeron ante las balas. Y todavía hay otros que disparan contra otros, o se disparan a sí mismos. Eso es lo que leemos en la prensa, lo que vemos en el metro, lo que la gente cuenta en las comidas. Ahora sabemos lo que pasa a diario en la comunidad huma en su conjunto, es una especie de movimiento peristáltico global.

Woody, hombre de negocios del sur de Chicago, no era en absoluto un ignorante. Conocía más expresiones de las que se habría esperado oír de labios de un contratista de baldosas (oficinas, vestíbulos, baños). Los conocimientos que poseía no eran del tipo de los que proporcionan un título académico, y sin embargo Woody había estudiado dos años en un seminario, preparándose para ser ministro de la Iglesia. Dos años de estudios durante la Depresión eran mucho más de lo que la mayoría de los graduados de instituto podía permitirse. Después de eso, a su modo, vital, pintoresco y original (Morris, su viejo, había sido también, en su época de acercamiento a la naturaleza, un tipo vital y pintoresco), Woody había leído sobre muchos temas, se había suscrito a Science y otras revistas que proporcionaban información auténtica y había asistido en DePaul y Northwestern a clases nocturnas de ecología, criminología y existencialismo. También había viajado mucho por Japón, México y África, y precisamente una de sus experiencias africanas era especialmente significativa ahora que estaba de luto. Era la siguiente: en una campaña cerca de las cataratas de Murchison, en Uganda, había visto cómo un cocodrilo cazaba a una cría de búfalo a orillas del Nilo Blanco. A ambos lados del río tropical había jirafas, hipopótamos y babuinos, incluso flamencos y otras llamativas aves que cruzaban el claro cielo al calor de la mañana, cuando la cría, que se había acercado al río a abrevar, fue atrapada por la pezuña y arrastrada hacia el fondo. Los padres no se lo podían imaginar. Bajo el agua la cría seguía retorciéndose, luchando, removiendo el barro. Woody, el viajero experimentado, presenció esto mientras navegaba por las aguas del río, y para él era como si los padres se preguntasen uno al otro sin hablar qué había pasado. Prefirió interpretarlo como una muestra de dolor, el dolor de las bestias. Allí, en el Nilo Blanco, Woody tuvo la impresión de haber vuelto al pasado de los hombres, y estas reflexiones se las llevó a casa, al sur de Chicago. Se llevó también un paquete de hachís de Kampala. Con ello se arriesgó a ser atrapado por los inspectores de aduanas, confiando quizá en su complexión robusta, su rostro franco y su color sonrosado. No tenía aspecto de delincuente, de malo; tenía cara de bueno. Pero le gustaban los riesgos. El riesgo era un estímulo estupendo. Arrojó la gabardina encima del mostrador de la aduana. Si los inspectores registraban los bolsillos, estaba dispuesto a decir que la gabardina no era suya. Pero se libró de ello, y el pavo de Acción de Gracias lo rellenó de hachís, lo que fue muy celebrado. Aquella fue prácticamente la última fiesta en la que estuvo presente papá, al que también le gustaban los riesgos y los desafíos. El hachís que Woody había tratado de cultivar en su patio de atrás a partir de las semillas africanas no prosperó. Pero, detrás del almacén, donde tenía aparcado el Lincoln Continental, tenía una pequeña plantación de marihuana. No había nada malo en Woody, pero no le gustaba respetar por completo la ley. Era simplemente una cuestión de autoestima.

Después de aquella fiesta de Acción de Gracias, papá se fue hundiendo poco a poco como si tuviera una fuga lenta. Esto duró varios años. Entraba y salía del hospital, menguaba, su mente divagaba, ni siquiera se podía concentrar lo suficiente como para quejarse, a excepción de momentos concretos en los domingos que Woody le dedicaba de manera regular. Morris, amateur que una vez fue tomado en serio por el mismísimo Willie Hoppe, el gran hombre en persona, ya no podía ejecutar ni siquiera las más sencillas tiradas de billar. Solo podía imaginarse las jugadas; empezó a crear teorías sobre combinaciones imposibles a tres bandas. Halina, la mujer polaca con la que Morris había vivido durante, más de cuarenta años, era demasiado vieja ahora para correr al hospital. De manera que era Woody el que tenía que hacerlo. También necesitaba cuidados la madre de Woody, conversa cristiana; tenía más de ochenta años y a menudo estaba hospitalizada. Todos tenían diabetes, pleuresía, artritis, cataratas y marcapasos. Y todos habían aprovechado bien sus cuerpos, pero ahora esos cuerpos les estaban fallando.

Estaban también las dos hermanas de Woody, cincuentonas solteras, muy cristianas, muy estrictas, que seguían viviendo con mamá en una casita completamente cristiana. Woody, que se responsabilizaba plenamente por todos ellos, a veces tenía que ingresar a una de las chicas (ahora eran chicas enfermas) en una institución mental. Nada grave. Las dos hermanas eran mujeres maravillosas, y en un tiempo habían sido preciosas, pero ninguna de las dos tenía pleno uso de sus facultades. Y todas las facciones tenía que mantenerlas separadas: mamá, la conversa; las hermanas fundamentalistas; papá, que leía el periódico en yídish mientras conservaba la vista; Halina, una buena católica. Woody, con el seminario cuarenta años atrás, se describía a sí mismo como agnóstico. Papa no tenía más religión de la que se podría encontrar en el periódico yídish, pero hizo que Woody le prometiera enterrarlo entre judíos, y ahí era donde yacía ahora, con la camisa hawaiana que Woody le había comprado en el congreso que habían celebrado los de su profesión en Honolulú. Woody no podía permitir que ningún ayudante de la funeraria lo vistiera, sino que llegó y le abotonó él mismo la camisa, y el viejo fue enterrado con aspecto de Ben Gurion en un sencillo ataúd de madera, seguro que se pudriría pronto. Así fue como Woody quiso que fuera. Al pie de la tumba, se quitó la chaqueta y la dobló, se remangó las mangas sobre unos bíceps gruesos y llenos de pecas, despidió con un gesto al pequeño tractor que esperaba, y cavó la fosa él solo. Su ancho rostro, más ancho hacia la barbilla, se estrechaba por arriba como una casa holandesa, y, con los dientes buenos de abajo sujetando el labio superior por el esfuerzo, llevó a cabo su último deber como hijo. Estaba en forma, de manera que debió de ser la emoción, y no la pala, lo que lo hizo enrojecer de aquella manera. Después del funeral, se fue a casa con Halina y su hijo, un polaco decente como su madre, y además listo —Mitosh tocaba el órgano en los partidos de hockey y baloncesto en el estadio, para lo que hacía falta un hombre inteligente porque era una ocupación que agitaba a la chusma— y tomaron unas copas mientras consolaban a la vieja. Halina era una mujer de verdad, siempre apoyó a Morris.

El resto de la semana Woody estuvo ocupado, tenía cosas que hacer, responsabilidades en la oficina, responsabilidades en la familia. Vivía solo; igual que su mujer; igual que su amante: cada uno en un sitio distinto. Como su mujer, después de quince años de separación, no había aprendido a cuidar de sí misma, Woody le hacía las compras los viernes y le llenaba la nevera. Esta semana la tenía que llevar a comprar zapatos. Además, los viernes por la noche siempre los pasaba con Helen (Helen era su mujer de facto). Los sábados hacía la gran compra semanal. Los sábados por la noche los dedicaba a mamá y a sus hermanas. De manera que estaba demasiado ocupado para prestar atención a sus propios sentimientos a excepción de recordarse a sí mismo, de vez en cuando: «Primer jueves en la tumba». «Primer viernes, y el tiempo es bueno.» «Primer sábado; se tiene que estar acostumbrando ya.» A veces decía por lo bajo: «Ay, papá».

Pero fue el domingo cuando le golpeó, cuando las campanas empezaron a sonar por todo el sur de Chicago: las iglesias ucranianas, católicas, griegas, rusas, metodistas y africanas, una detrás de otra. Woody tenía su despacho en el almacén, y allí mismo se había construido un apartamento para él solo, muy espacioso y cómodo, en el piso de arriba. Como todos los domingos por la mañana salía para pasar el día con papá, había olvidado cuántas iglesias rodeaban a la Compañía de Baldosas Selbst. Seguía en la cama cuando oyó repicar, y de pronto se dio cuenta de lo desconsolado que estaba. Esta pena tan súbita y grande en un hombre de sesenta años, un hombre práctico, en buena forma, saludable y experimentado, era profundamente desagradable. Cuando algo le parecía desagradable, siempre se tomaba algo para evitarlo. De manera que pensó: «¿Qué me tomo?». Tenía a mano muchos recursos. Su bodega estaba llena de cajas de whisky escocés, vodka polaco, coñac, vinos de Moselle y de Borgoña. También tenía un congelador lleno de filetes, carne de caza y cangrejos de Alaska. Compraba siempre en abundancia: por cajas y por docenas. Pero al final, cuando se levantó de la cama, lo único que se tomó fue una taza de café. Mientras se calentaba el agua, se puso su traje de judo y se sentó a pensar.

A Woody le gustaba que las cosas fueran honradas. Las vigas eran honradas; los pilares de cemento sin camuflar dentro de las torres de apartamentos eran honrados. Le parecía mal camuflar las cosas. Odiaba fingir. La piedra era honrada. El metal era honrado. Estas campanas del domingo eran muy correctas. Empezaron a sonar, se menearon y sacudieron, y las vibraciones y el ruido hicieron algo por él: limpiar su interior, purificar su sangre. Una campana era una garganta con un solo sentido, solo tenía una cosa que decir y simplemente la decía. Él escuchaba.

Había tenido alguna relación con las campanas y las iglesias. Después de todo, era en cierto modo cristiano. Nació judío, y de eso tenía la cara, con una sospecha de iroqués o cherokee, pero su madre se había convertido hacía más de cincuenta años gracias a su cuñado, el reverendo doctor Kovner. Este último, estudiante de las escrituras hebreas que había dejado el Hebrew Union College de Cincinnati para hacerse ministro de la Iglesia y fundar una misión, había proporcionado a Woody una educación parcialmente cristiana. Ahora bien, papá odiaba a aquellos fundamentalistas. Según él, los judíos iban a la misión para que les dieran café, tocino, piña en lata, pan rancio y productos lácteos. Si tenían que escuchar los sermones, no les importaba mucho —al fin y al cabo, era la época de la Depresión y no se podía ser muy exigente— pero él sabía que el tocino lo vendían.

El Evangelio lo decía claro: «La salvación viene de los judíos».

Al reverendo doctor lo ayudaba un grupo de fundamentalistas adinerados, sobre todo suecos, que estaban deseando acelerar el Segundo Advenimiento mediante la conversión de todos los judíos. De todos los seguidores de Kovner, la principal era la señora Skoglund, quien había heredado un gran negocio de lácteos de su difunto marido. Woody estaba especialmente bajo la protección de esta señora.

Woody tenía catorce años cuando papá se fugó con Halina, que trabajaba en su tienda, dejando atrás a su difícil esposa cristiana y a su convertido hijo y a sus hijas pequeñas. Un día de primavera se acercó a Woody en el patio trasero y le dijo:

—A partir de ahora tú eres el hombre de la casa.

Woody estaba practicando con un palo de golf, quitándoles las cabezas a los dientes de león. Papa salió al patio con su mejor traje, que era demasiado abrigado para el tiempo que hacía, y cuando se quitó el sombrero tenía la piel de la cabeza señalada con un anillo y el cráneo bañado en sudor: más gotas que cabellos. Le dijo:

—Me voy de casa. —Papá estaba nervioso, pero decidido, determinado—. No sirve de nada. Yo no puedo llevar una vida así.

Al tratar de imaginar la vida que papá tenía que vivir a toda costa, una vida libre, Woody lo pintó en la sala de billar, bajo las vías del El jugando a los dados, o al póquer, arriba, en Brown y Kopel’s.

—Tú vas a ser el hombre de la casa —le dijo papá—. Todo está arreglado. Os he apuntado a todos en la Seguridad Social. Acabo de volver de la avenida Wabansia, del centro de ayuda al necesitado. —Por eso llevaba el traje y el sombrero—. Van a enviar a un asistente social. —Después dijo—: Tienes que prestarme dinero para comprar gasolina, de lo que has ahorrado como caddie.

Woody comprendió que papá no podía irse sin su ayuda, de modo que le entregó todo lo que había ganado en el Sunset Ridge Country Club de Winnetka. Papá creía que la valiosa lección sobre la vida que estaba transmitiendo valía mucho más que esos pocos dólares, y cada vez que engatusaba a su hijo adoptaba con su nariz curvada y su rostro rubicundo una especie de expresión sacerdotal. Los niños, que sacaban las mejores ideas del cine, lo llamaban Richard Dix. Más tarde, cuando salió la tira cómica, lo llamaron Dick Tracy.

Tal y como ahora lo veía Woody, él se había buscado su propia deserción. ¡Ja, ja! Eso le parecía delicioso; especialmente aquella actitud de papá de «Eso te enseñará a fiarte de tu padre». Porque constituía una prueba a favor de la vida real y los instintos, en contraposición a la religión y la hipocresía. Pero sobre todo su objetivo era el ser tonto, la desgracia de la tontería. Papá estaba en contra del reverendo doctor Kovner, no porque fuera un apóstata (a papá no le podría haber importado menos todo aquello), ni tampoco porque la misión fuera un tinglado dudoso (él reconocía que personalmente el reverendo doctor era honrado) sino porque el doctor se comportaba tontamente, hablaba como un idiota y actuaba como un tramposo. Se echaba el pelo hacia atrás como Paganini (esto era un añadido de Woody, papá ni siquiera había oído hablar nunca de Paganini). Y la prueba de que no era en realidad un líder espiritual la constituía que todas las conversiones de mujeres judías las hacía robándoles el corazón.

—Les abre el apetito a todas esas brutas —decía papá—. Y ni siquiera lo sabe él mismo. Yo juraría que no sabe cómo las caza.

Por otro lado, Kovner a menudo advertía a Woody:

—Tu padre es una persona peligrosa. Por supuesto, tú lo quieres, eso es normal; tú debes amarlo y perdonarlo, Voodrow, pero eres lo suficientemente mayor como para comprender que lleva una vida de visio.

Eran todo memeces: los pecadillos de papá eran cosas de niños, y por tanto impresionaban mucho al niño que era él entonces. Y también a mamá. ¿Son niñas las esposas, o qué? Mamá solía decir:

—Espero que incluyas a esa bestia en tus plegarias. Mira lo que nos ha hecho. Pero limítate a rezar por él, no lo veas.

Pero él lo veía todo el tiempo. Woodrow llevaba una doble vida, sagrada y profana al mismo tiempo. Aceptaba que Jesucristo era su redentor personal, y la tía Rebeca se aprovechaba de ello. Lo hacía trabajar. Tenía que trabajar a las órdenes de la tía Rebeca. Hacía las funciones de conserje en la misión y en la parroquia. En invierno tenía que alimentar la caldera de carbón, y algunas noches dormía al lado de la habitación de la caldera, encima de la mesa de billar. También forzaba con una ganzúa el candado del almacén. Robaba latas de piña y cortaba con su navaja de bolsillo trozos de tocino. Se hartaba de comer tocino crudo. Tenía un gran cuerpo que llenar. Solo ahora, mientras sorbía el café de su Melitta, se le ocurría preguntarse: ¿de verdad tenía tanta hambre? No, le encantaba ser temerario. Cuando sacaba la navaja y abría la nevera para cortar el tocino, lo que estaba haciendo era rebelarse contra la tía Rebeca Kovner. Ella no lo sabía, y no podía demostrar que Woody, un chico tan directo, fuerte y positivo, que lo miraba a uno a los ojos, podía ser también un ladrón. Pero el caso es que lo era. Cada vez qué ella lo miraba, él sabía que estaba viendo a su padre. En la curva de la nariz, los movimientos de los ojos, el grosor del cuerpo, el rostro sano, ella veía a aquel salvaje malvado de Morris.

Verán ustedes, Morris había sido chico de la calle en Liverpool. La madre de Woody y su hermana eran británicas de nacimiento. La familia de Morris, polacos de camino a América, lo había abandonado en Liverpool porque tenía una infección en los ojos y habría provocado que los devolvieran a todos de la isla de Ellis. Pararon un tiempo en Inglaterra, pero a él los ojos le seguían llorando, y al final se deshicieron de él. Lo dejaron allí tirado, y tuvo que arreglárselas solo en Liverpool a la edad de doce años. Mamá era de mejor familia. Papá, que dormía en la bodega de su casa, se enamoró de ella. A los dieciséis años, de esquirol en una huelga de marineros, se las arregló para cruzar el Atlántico y abandonar el barco en Brooklyn. Se hizo americano, y América nunca lo supo. Votaba sin papeles, conducía sin carnet, no pagaba impuestos y hacía trampas en todo. Los caballos, las cartas, el billar y las mujeres, por ese orden, eran sus principales intereses. ¿Amó alguna vez a alguien? Estaba demasiado ocupado. Pero sí, amaba a Halina. Amaba a su hijo. Hasta el día de hoy, mamá siempre creyó que era a ella a quien más quería, y que siempre quiso volver. Esto le daba a ella la oportunidad de actuar como una reina, con sus gruesas muñecas y su hinchado rostro victoriano. «He dado instrucciones a las niñas para que no le hablen», decía. Ya habló la emperatriz de la India.

El alma de Woodrow, azotada por las campanas, daba vueltas en este domingo por la mañana, hacia fuera y hacia dentro, hacia el pasado, de vuelta a su rincón del almacén, tan originalmente preparado: las campanas seguían sonando, metal sobre metal desnudo, hasta que el círculo de campanas se extendió por todo el sur de Chicago, con su fabricación de acero, su refinado de petróleo y su producción de energía de mediados del otoño, con todos los croatas, ucranianos, griegos, polacos y negros respetables que se dirigían a sus iglesias a oír el sermón y a cantar himnos.

El propio Woody había sido un buen cantante de himnos en su época. Todavía se sabía las letras. Y también había dado testimonio. Muchas veces la tía Rebeca lo hacía levantarse y declarar a un templo lleno de escandinavos idiotas que él, un muchacho judío, aceptaba a Jesucristo. Por hacer esto, ella le pagaba cincuenta centavos. No le importaba hacer el desembolso. Ella era la contable, fiscal y directora general de la misión. El reverendo doctor no sabía nada de estas cosas. Lo que él ponía era el fervor religioso. Él era auténtico, un predicador maravilloso. ¿Y Woody? Él también tenía fervor. Se sentía atraído por el reverendo doctor. El reverendo doctor le había enseñado a alzar la vista hacia el cielo, le dio una vida espiritual. Aparte de esta vida, el resto era Chicago: las costumbres de Chicago, que se imponían de manera tan natural que a nadie se le ocurría cuestionarlas. Así, por ejemplo, en 1933 (¡qué tiempos tan, tan antiguos!), en la Feria Mundial del Progreso, cuando Woody era culi y tiraba de un carrito, con sombrero de paja y tirando siempre con sus gruesas y potentes piernas, mientras los musculosos y sonrosados granjeros —sus pasajeros, que iban por ahí de juerga— se reían a carcajadas y le daban la lata para que les buscase putas, él, aunque estaba en primer curso del seminario, no veía nada de malo en que las chicas le pidiesen que les llevaran un poco de negocio, ni tampoco en arreglar citas y aceptar propinas de ambas partes; Se besuqueaba en Grant Park con una chica gruesa que tenía que volver a casa pronto para amamantar a su bebé. Ella, oliendo a leche, iba sentada junto a él en el tranvía que los conducía al West Side, estrujando el muslo de aquel tirador de carritos mientras se le mojaba la blusa de leche. Era el tranvía de Roosevelt Road. Más tarde, en el apartamento donde ella vivía con su madre, él no recordaba haber visto a ningún marido. Lo que sí que recordaba era el fuerte olor a leche. A la mañana siguiente, sin conciencia de que estuviera haciendo nada contradictorio, estudiaba el griego del Antiguo Testamento: al leer «la luz brilla sobre las tinieblas», to fos en te skotia fainei, la oscuridad no lo envolvía.

Durante todo ese tiempo que se pasaba al trote entre las casetas de las ferias solo tenía una idea en la cabeza, muy distinta a que esos gigantes cachondos se lo pasaran bien en la ciudad: que el objetivo, el proyecto, el fin último de Dios era (y no podía explicar por qué, ya que todas las pruebas lo desmentían) que este mundo fuese un mundo de amor, que al final todo se arreglaría y el mundo sería un mundo de amor. Esto no se lo había dicho a nadie, porque él mismo se daba cuenta de lo estúpido que era, personal y estúpido. Y, sin embargo, allí estaba dentro de su cabeza, ocupando el centro de sus pensamientos. Al mismo tiempo, la tía Rebeca tenía razón cuando le decía, estrictamente en privado, e incluso al oído:

—Eres un sinvergüenza como tu padre.

De esto había algunas pruebas, o lo que podía servir de prueba para una persona impaciente como Reb. Woody maduró rápidamente —no tuvo más remedio—, pero ¿cómo podía esperarse que un muchacho de diecisiete años comprendiese el punto de vista y los sentimientos de una mujer de mediana edad, a la que encima le habían quitado el pecho? Morris solía decir que aquello solo les pasaba a las mujeres abandonadas, y que era una señal. Morris decía que si las tetas no se cuidaban ni besaban, en protesta desarrollaban un cáncer. Era un grito de la carne. Y a Woody le había parecido que debía de ser verdad. Cuando su imaginación aplicó la teoría al reverendo doctor, le funcionó: ¡él no veía que el reverendo doctor actuase de ese modo con los pechos de la tía Rebeca! La teoría de Morris hizo que Woody no dejase de mirar nunca de los escotes a los maridos y de los maridos a los escotes. Todavía lo hacía. Tiene que ser muy listo el hombre al que las teorías sexuales que oiga de labios de su padre no lo marquen para siempre, y Woody no era tan listo. Eso lo sabía él. Personalmente, se había molestado mucho para portarse bien con las mujeres en este sentido. Lo pedía la naturaleza. Él y papá eran hombres rudos y vulgares, pero no hayyádie tan bruto que no pueda tener un gesto de delicadeza.

El reverendo doctor predicaba, Rebeca predicaba, la rica señora Skoglund predicaba desde Evanston, y mamá predicaba. Papá también se ponía a pontificar. Todos lo hacían. A uno y otro lado de la calle Division, casi bajo cada farola, había alguien dando un discurso: anarquistas, socialistas, estalinistas, defensores del impuesto único, sionistas, adeptos de Tolstói, vegetarianos y predicadores fundamentalistas cristianos: lo que fuera. La carne de vaca, una esperanza, una vía de salvación o una protesta. ¿Por qué las quejas acumuladas de todas las épocas aumentaban tanto cuando se trasplantaban a América? Y Aase, aquella inmigrante sueca tan buena (lo pronunciaban Oosie), que había sido cocinera de los Skoglund y se había casado con el hijo mayor para convertirse en su viuda rica y religiosa, ella sí que apoyaba al reverendo doctor. En su época debía de tener las piernas de corista. Y hoy día las mujeres ya no sabían trenzarse el pelo como ella lo hacía. Aase tomó a Woody bajo su protección especial y le pagaba la matrícula del seminario. Y papá decía… Pero este domingo, en paz en cuanto dejaran de sonar las campanas, en este aterciopelado día de otoño en que la hierba era más bella y fuerte que nunca, de un verde de seda; antes de la primera helada, cuando la sangre de los pulmones es más roja que con el aire de verano y rebosa oxígeno, como si el hierro de tu cuerpo lo ansiara, y el frío te lo trajera con cada soplo… Papá, a dos metros bajo tierra, nunca volvería a sentir este maravilloso aguijón. Todavía vibraba el aire con la última de las campanas.

Los fines de semana, el vacío institucional de décadas volvía al almacén y se colaba por debajo de la puerta del apartamento de Woody. Los domingos le parecía tan vacío como las iglesias en los días de semana. Todos los días, antes de que empezaran a llegar los camiones y los obreros, Woody corría ocho kilómetros en su chándal Adidas. Pero no en este día que seguía reservando a papá. Aunque sentía la tentación de salir y ahogar la pena corriendo. Esta mañana el estar solo le pesaba mucho. Pensaba: Somos muchos; el resto del mundo y yo. Eso quería decir que siempre había alguna actividad que realizar, un recado o una visita, un cuadro que pintar (era pintor aficionado), un masaje, una comida: un escudo para protegerse de esa soledad inquietante que utilizaba al mundo como reserva. ¡Pero papá! El martes anterior, Woody se había metido en la cama del hospital con papá porque él no paraba de arrancarse las agujas intravenosas. Las enfermeras se las volvían a poner una y otra vez, y de pronto Woody los dejó a todos de piedra cuando se metió en la cama para abrazar con fuerza al viejo. «Tranquilo, Morris, tranquilo.» Pero papá seguía intentando débilmente alcanzar los tubos.

Cuando pararon de sonar las campanas, Woody se dio cuenta de que un gran lago de tranquilidad se había instalado en sus dominios, el almacén de baldosas Selbst. Lo que oía y veía era un viejo tranvía de Chicago, uno de aquellos del color de un novillo de corral. Los tranvías de ese tipo funcionaban antes de lo de Pearl Harbar: eran torpes, con una gran panza, asientos de enea y unas asas de metal para los pasajeros que iban de pie. Aquellos tranvías solían hacer cuatro paradas cada kilómetro y medio, y corrían con un movimiento bamboleante. Apestaban a ácido fénico u ozono y vibraban con fuerza cuando se cargaban los compresores de aire. El revisor tenía que tirar de la cuerda para dar la señal, y el conductor apretaba fuerte el pedal con el talón.

Woody se reconocía a sí mismo en la línea de la avenida Western, y en el hecho de atravesar cabalgando la ventisca con su padre, los dos con chaquetas de piel de cordero y con las manos y las caras al aire, con la nieve que les llegaba por el viento desde la plataforma de atrás cuando se abrían las puertas y entraban en las ranuras longitudinales del suelo. En el interior no había bastante calor para fundir esa nieve. Y la avenida Western era la línea de tranvía más larga del mundo, según los anuncios, como si fuera algo por lo que fanfarronear. Treinta y siete kilómetros de largo, hecha por un dibujante con una escuadra, bordeada de fábricas, almacenes, talleres, negocios de coches de segunda mano, cocheras de tranvías, gasolineras, funerarias, edificios de apartamentos baratos y chatarrerías, alternando con las praderas que había desde el sur hasta Evanston, en el norte. Woodrow y su padre iban al norte, a Evanston, a la calle Howard, y después un poco más lejos, a ver a la señora Skoglund. Al final de la línea aún tendrían que subir alrededor de cinco manzanas. ¿El objeto del viaje? Conseguir dinero para papá. Papá lo había convencido para que hiciera esto. Cuando lo averiguaran, mamá y la tía Rebeca se pondrían furiosas, y Woody tenía miedo, pero no podía evitarlo.

Morris había venido y le había dicho:

—Hijo, estoy en apuros. Es algo grave.

—¿Qué es lo que es grave, papá?

—Halina le ha quitado dinero a su marido para mí y tiene que devolverlo antes de que el viejo Bujak se dé cuenta. Podría matarla.

—¿Y por qué lo hizo?

—Hijo, ¿sabes tú cómo cobran los corredores de apuestas? Envían a un matón. Me van a romper la cabeza.

—¡Papá! Tú sabes que no puedo llevarte a ver a la señora Skoglund.

—¿Por qué no? Tú eres mi hijo, ¿no? La vieja quiere adoptarte, ¿no? ¿No deberían darme algo por las molestias? ¿Dónde quedo yo? ¿Fuera? ¿Y Halina? Ella arriesga su vida, y mi propio hijo me dice que no.

—Venga, Bujak no sería capaz de hacerle daño.

—Woody, la mataría a palos.

¿Bujak? Era del mismo color que su uniforme gris oscuro, de piernas cortas, y toda su energía la tenía en los antebrazos y en los negros dedos de fabricante de máquinas; tenía aspecto de estar siempre reventado: ese era Bujak. Pero, según papá, había en Bujak una gran, gran violencia; dentro de su estrecho pecho, un volcán en ebullición. Woody consiguió ver esa violencia. Bujak no buscaba líos. Si acaso, quizá, tenía miedo de que Morris y Halina se confabularan contra él y lo mataran a gritos. Pero papá no era ningún asesino desesperado. Y Halina era una mujer tranquila y seria. Bujak guardaba sus ahorros en el sótano (los bancos estaban cerrando). Lo peor que habían hecho era tomar prestado un poco de su dinero, para después devolverlo. Tal y como lo veía Woody, Bujak estaba tratando de ser razonable. Aceptaba su desgracia. A Halina le exigía lo mínimo: que hiciera las comidas, limpiara la casa y mostrara respeto. Pero, ante el robo, Bujak podría haber puesto el límite, porque el dinero era distinto, el dinero era algo vital. Si le habían robado sus ahorros era posible que tuviera que tomar medidas, por respeto a aquella sustancia vital, a sí mismo. Pero no se podía estar seguro de que papá no hubiera inventado al corredor de apuestas, al matón, el robo, toda la historia. Era capaz de hacerlo, y había que ser tonto para no sospechar de él. Morris sabía que mamá y la tía Rebeca le habían contado a la señora Skoglund lo malo que era él. Se lo habían pintado de todos los colores: el morado del vicio, el negro de su alma y el rojo de las llamas del infierno. Un jugador, fumador, bebedor, desertor, follador de mujeres y ateo. Pero papá estaba decidido a llegar hasta ella. Era u riesgo para todos. Los gastos de funcionamiento del reverendo doctor eran costeados por Lácteos Skoglund. La viuda pagaba la matrícula del seminario de Woody; les compraba vestidos a sus hermanitas.

Woody, ahora que tenía sesenta años y era grueso y grande, como un símbolo de la victoria del materialismo americano, se hundió en su sillón; el cuero de los reposabrazos le parecía a sus dedos más suave que la piel de una mujer. Woody estaba perplejo y, en el fondo, molesto por determinados borrones que había en su interior, manchas de luz en su cerebro, una mancha que combinaba dolor y diversión dentro de su pecho (¿cómo llegó aquello allí?). Lo intenso de sus reflexiones le arrugaba la piel del entrecejo con una tensión que rondaba el dolor de cabeza. ¿Por qué había permitido que papá se saliera con la suya? ¿Por qué aceptó encontrarse con él aquel día, en la oscura trastienda de la sala de billar?

—Pero ¿qué le vas a decir a la señora Skoglund?

—¿A la vieja? No te preocupes, hay muchas cosas que decirle, y todas son ciertas. ¿Acaso no estoy tratando de salvar mi pequeña lavandería? ¿No va a venir la semana que viene el alguacil para llevarme al juzgado?

Y papá ensayaba en el tranvía de la avenida Western el tono c0n el que iba a hablar.

Contaba con la salud de Woody y con su frescura. Un muchacho de aspecto tan franco era perfecto para ser timador. ¿Seguían teniendo en Chicago aquellas tormentas de nieve de antes? Ahora le parecían menos fieras. La ventisca solía bajar directamente de Ontario, desde el Ártico, y soltaba metro y medio de nieve en una tarde. Entonces los oxidados vehículos verdes, con cepillos que daban vueltas a ambos lados, salían de las cocheras para limpiar las vías. Diez o doce tranvías les seguían en lenta procesión, o esperaban, manzana tras manzana.

Hubo un largo retraso a las puertas de Riverview Park, con todas las atracciones cubiertas para el invierno, cerradas con tablas. Las montañas rusas con forma de dragón, los columpios, el tobogán gigante, los tiovivos: todas aquellas máquinas de diversión montadas por mecánicos y electricistas, hombres como Bujak el fabricante de máquinas, que entendían de motores. Allá lejos la tormenta hacía de las suyas, al otro lado de la verja, y no se veía gran cosa dentro; solo unas pocas bombillas encendidas detrás de las empalizadas. Cuando Woody limpió el vapor de la ventanilla, la malla de alambre de las protecciones de los cristales estaba llena de nieve hasta la altura de los ojos. Si mirabas hacia arriba, se veía sobre todo el viento afilado que llegaba horizontalmente del norte. En el asiento de delante, dos cargadores de carbón negros, ambos con cascos de aviador de cuero estilo Lindbergh, descansaban con las palas entre las piernas, de vuelta de un trabajo. Olían a sudor, a tela de saco y a carbón. Cubiertos en su mayor parte de polvo negro, sin embargo la piel les brillaba aquí y allá.

No había muchos pasajeros. La gente no salía de sus casas. Era un día para sentarse con las piernas alrededor de la estufa, paralizado por las fuerzas del interior y las del exterior. Solo un tipo con un objetivo preciso, como papá, era capaz de salir y hacer frente a un tiempo así. Una tormenta tan grande era algo fuera de lo común, y uno se arriesgaba solo porque tenía un plan para conseguir cincuenta pavos. ¡Cincuenta machacantes! En 1933 aquello era dinero de verdad.

—Esa mujer está loca por ti —dijo papá.

—Es solo una buena mujer, y lo es con todos.

—Quién sabe lo que le pasa por la cabeza. Tú eres un chico fornido. Y no tan chico, además.

—Es una mujer religiosa. De verdad.

—Bueno, tu madre no es la única que te engendró. Ella y Rebeca Kovner no te van a llenar la cabeza de sus ideas. Yo sé que tu madre quiere que yo desaparezca de tu vida. Como yo no intervenga, ni siquiera vas a entender lo que es la vida. Porque ellos no lo saben… esos tontos cristianos.

—¿De verdad?

—A las niñas no las puedo ayudar. Son demasiado jóvenes. Lo siento por ellas, pero no puedo hacer nada. Contigo es diferente.

Quería que yo fuera como él, un verdadero americano.

Estaban atascados en medio de la tormenta, mientras el tranvía de color de vaca esperaba para que le ajustaran el trole en medio de aquel viento huracanado, que bramaba, estremecía, retumbaba. En la calle Howard tendrían que ponerse a caminar sin remedio, en dirección al norte.

—Tú hablaras primero —le dijo papá.

Woody tenía madera de vendedor, de pregonero. Lo supo la primera vez que se puso de pie en la iglesia para dar testimonio ante cincuenta o sesenta personas. Incluso a pesar de que la tía Rebeca lo compensaba por aquello, él mismo se conmovía cuando hablaba en voz alta de su fe. Pero en ocasiones, sin avisar, su sinceridad desaparecía cuando hablaba de religión y no lograba encontrarla por ninguna parte. En su ausencia, se apoderaba de él el vendedor. Para su actuación tenía que apoyarse en su rostro, su voz… fingir. En esos casos sus ojos se juntaban cada vez más. Y en este acercamiento de los ojos sentía él la tensión de la hipocresía. Las contracciones de su rostro amenazaban con traicionarlo. Tenía que emplearse a fondo para parecer honrado. De manera que, como no podía soportar aquel cinismo, volvía a caer en la malicia. En las travesuras era donde intervenía papá. Papá atravesaba directamente todos aquellos campos divididos, hueco tras hueco, y se ponía a su lado, con la nariz ganchuda y la cara ancha. Con papá, uno no pensaba en términos de sinceridad o mentira. Papá era como el hombre de la canción: quería lo que quería y lo quería en ese momento. Papá era material: digestivo, circulatorio, sexual. Cuando papá se ponía serio, te hablaba de lavarse debajo de los brazos o en la entrepierna, o de secarse bien los espacios entre los dedos o de preparar la cena, judías con cebolla frita, o de repartir las cartas de póquer o de cierto caballo de la quinta carrera de Arlington. Papá era básico. Por eso mismo oírlo hablar aliviaba tanto de la religión y de las paradojas, y cosas por el estilo. Ahora bien, mamá creía que ella era espiritual, pero Woody sabía que se estaba engañando a sí misma. Oh, sí, en el acento británico que nunca abandonó, ella siempre estaba hablando con Dios o sobre Él: si Dios quiere, bendito sea Dios, Dios sea loado. Pero en realidad era una mujer grande y sustanciosa, de las de al pan, pan y los pies en el suelo, con tareas terrenales como alimentar a las niñas, protegerlas, refinarlas, mantenerlas puras. Y aquellas dos palomas protegidas crecieron tan obesas, con gruesas caderas y muslos, que sus pobres cabezas tenían un aspecto alargado y flaco. Y loco. Eran dulces pero locas: Paula del estilo alegre, Joanna depresiva y con crisis de vez en cuando.

—Haré lo que pueda, papá, pero tienes que prometerme que no me meterás en líos con la señora Skoglund.

—¿Estás preocupado porque mi inglés no es bueno? ¿Te avergüenzas? ¿Mi acento es risible?

—No es eso. Kovner tiene un acento fuerte, y a ella no le importa.

—¿Quién demonios se creen que son esos bichos raros para mirarme por encima del hombro? Tú eres casi un hombre y tu padre tiene derecho a pedirte ayuda. Está en un apuro. Y tú lo llevas ante ella porque ella tiene un gran corazón, y no se te ocurre nadie más a quien poder recurrir.

—Te tengo a ti, papá.

Los dos cargadores se levantaron en la avenida Devon. Uno de ellos llevaba un abrigo de mujer. En aquellos tiempos los hombres llevaban ropa de mujer y las mujeres de hombre, cuando no había otro remedio. El cuello de piel se había erizado con la lluvia, y estaba salpicado de hollín. Pesadamente acarrearon sus palas y salieron por delante del coche. El tranvía emprendió la marcha, muy despacio. Eran más de ls cuatro cuando llegaron al final de la línea, y el cielo estaba entre gris y negro, con la nieve cayendo a chorros y haciendo remolinos por entre las farolas.

En la calle Howard los automóviles estaban atascados por todos lados y abandonados. Las aceras estaban bloqueadas. Woody abría la marcha hacia Evanston, y papá lo seguía por en medio de la calle siguiendo las marcas que habían dejado los camiones. Durante cuatro manzanas resistieron al viento y entonces Woody se dirigió atravesando la ventisca hacia la mansión paralizada por la nieve, donde tuvieron que empujar entre los dos la verja de hierro porque tenían el viento en contra. Veinte habitaciones o más en aquella casa tan digna, y nadie las ocupaba más que la señora Skoglund y su criada Hjordis, también religiosa.

Mientras Woody y papá esperaban, quitándose la nieve fangosa de los cuellos de piel de oveja y papá sacudiéndose las anchas cejas con los extremos de la bufanda, sudando y helados a un tiempo, empezaron a sonar las cadenas y Hjordis abrió los agujeros de ventilación de la puerta de cristal ahumado dándole la vuelta a una barra de madera. Woody la llamaba «la cara de monja». Ya no se veían mujeres como aquella, sin feminidad alguna en el rostro. Ella se presentaba sencillamente, como Dios la había hecho. Le dijo:

—¿Quién es y qué busca?

—Soy Woodrow Selbst. ¿Hjordis? Soy Woody.

—No te esperan.

—No, pero aquí estoy.

—¿Qué quieres?

—He venido a ver a la señora Skoglund.

—¿Para qué quieres verla?

—Dile solo que estoy aquí.

—Tengo que decirle a qué has venido, sin avisar antes.

—¿Por qué no le dices que es Woody con su padre? No vendríamos en medio de una tormenta de nieve como esta si no fuera por algo importante.

La precaución comprensible de las mujeres que viven solas. Y además mujeres respetables de la vieja escuela. Ahora ya no había una respetabilidad como aquella en las casas de Evanston, con sus grandes galerías y profundos patios, y con criadas como Hjordis, que llevaba en el cinturón las llaves de la despensa y de todos los armarios y cajones y candados de la bodega. Y en la Evanston de la temperancia de la mujer de la Ciencia Cristiana Episcopaliana no había vendedores que llamaran a las puertas. Solo los invitados. Pero allí, después de un viaje de quince kilómetros atravesando la tempestad, venían dos vagabundos del West Side.

A esta mansión donde una dama inmigrante sueca, que ella misma había sido en un tiempo cocinera y ahora era una viuda filántropa, llegaban, llevados por la nieve, mientras los tallos helados de las lilas llamaban a los cristales de sus ventanas, soñando con una nueva Jerusalén y el Segundo Advenimiento y la resurrección y el Juicio Final. Para acelerar el Segundo Advenimiento, y todo lo demás, había que llegar a los corazones de estos vagabundos intrigantes que se presentaban en medio de una tormenta de nieve.

Seguro que nos dejan entrar.

Y allí, con el calor que les subió de pronto a las cubiertas barbillas, papá y Woody sintieron lo que era la tormenta; tenían las mejillas como bloques helados. Estaban de pie y molidos, con aquel picor del frío, dejando caer un hilito de agua allí en medio del vestíbulo de entrada que era realmente un vestíbulo, con una escalinata de caracol alrededor de una columna tallada y un gran ventanal de vidrieras encima. Se imaginaban a Jesús con la samaritana. Había una especie de proximidad gentil en el aire. Quizá fuese que, cuando estaba con papá, Woody veía las cosas con ojos de judío. Aunque la característica judía de papá era que solo sabía leer el periódico en yídish. Papá vivía con Halina la polaca, mamá vivía con Jesucristo, y Woody comía tocino crudo cortado por él mismo.

La señora Skoglund era la más limpia de todas las mujeres —las uñas de sus manos, el blanco cuello, los oídos— y todas las insinuaciones sexuales de papá le parecían a Woody equivocadas, porque ella era tan extremadamente limpia que a Woody le recordaba una cascada, ancha como ella era, y construida de manera grandiosa. Su busto era grande. Woody ya había calibrado esto con la imaginación. A él le parecía que ella guardaba las cosas muy, muy apretadas en el pecho. Pero una vez levantó los brazos para abrir una ventana y allí estaba, su busto, ante él, en su totalidad imposible de desatar. Tenía el pelo del color de la rafia que había que mojar antes de poderla tejer formando una especie de cesto: claro, claro. Papá, al quitarse el chaquetón, dejó ver un jersey, nada de chaqueta. Su mirada huidiza lo hacía parecer deshonesto. Lo más difícil de todo para estos Selbst con sus narices torcidas y sus rostros grandes y aparentemente francos era parecer honrados. Tenían todos los signos de la falta de honradez. Muchas veces Woody había pensado en ello. ¿Era por los músculos, era un problema de mandíbula sobre todo: los ángulos de la mandíbula? ¿O eran los recovecos del corazón? Las chicas llamaban a papá Dick Tracy, pero Dick Tracy era uno de los buenos. ¿A quién convencía papá? Y aquí Woody atrapó una posibilidad al vuelo. Precisamente por el aspecto de papá, una persona sensible podía sentir remordimientos por condenarlo de forma injusta o juzgarlo de manera demasiado severa. ¿Solo por su cara? Algunos debían de haberse echado atrás. Y entonces él se los metía en el bolsillo. No a Hjordis, sin embargo. Ella habría puesto a papá de patitas en la calle sin dudarlo un segundo, a pesar de la tormenta. Hjordis era religiosa, pero no era tonta. No había venido a América en tercera clase y trabajado cuarenta años en Chicago para nada.

La señora Skoglund, Aase (Oosie), recibió a los visitantes en la salita. Esa habitación, la mayor de la casa, necesitaba una calefacción suplementaria. Por los techos de cinco metros de alto y los altos ventanales, Hjordis había dejado ardiendo la estufa. Era una de aquellas estufas elegantes que tenían una corona de níquel, o mitra, y esta mitra, cuando se la movía hacia un lado, levantaba automáticamente el gozne de la tapa de hierro de la estufa. La tapa de hierro que había debajo de la corona estaba llena de hollín y óxido, como cualquier otra tapa de estufa. Dentro de ese agujero se ponía el cubo del carbón y la leña de castaño, de color antracita, bajaba haciendo ruido. Producía una especie de pastel o cúpula de fuego que era visible a través de los pequeños cuadros de cola de pescado. Era una bonita habitación, panelada de madera en sus dos terceras partes. La estufa estaba incrustada en el tiro de la chimenea de mármol, y tenía suelos de parquet y alfombras de Axminster y cortinajes victorianos con penachos del color de los arándanos, y una especie de estante chino, dentro de una vitrina forrada de espejos, que contenía jarras de plata, trofeos ganados por las vacas Skoglund, pinzas de fantasía para servir el azúcar y jarros y copas de cristal tallado. Había también biblias e imágenes de Jesucristo y la Tierra Santa y aquel sutil olor a gentil, como si los objetos hubieran sido bañados con una solución ligera de vinagre.

—Señora Skoglund, este es mi padre. Me parece que nunca se lo he presentado —dijo Woody.

—Sí, señor, ese soy yo, Selbst.

Papá era bajo pero dominaba la situación, a pesar del jersey y la barriga que le sobresalía, que no era blanda sino dura. Era un hombre de barriga dura. Nadie lo intimidaba. Nunca se presentaba como un mendigo. No había en él ni un átomo de vergüenza. Eso se lo demostró a ella por la manera en que dijo «Sí, señor». Él era independiente y sabía defenderse en la vida. Le comunicó que era capaz de entendérselas con las mujeres. La hermosa señora Skoglund, que llevaba el pelo tejido en una especie de cesto, tenía la cincuentena: ocho, quizá diez años más que él.

—Le pedí a mi hijo que me trajera porque sé que usted se porta muy bien con el chico. Es natural que conozca a su padre y a su madre.

—Señora Skoglund, mi padre está en un aprieto y no conozco a nadie más a quien pedir ayuda.

Estos eran los preliminares que quería papá. Tomó la palabra y le contó a la viuda la historia de la lavandería y los pagos atrasados, y explicó lo del embargo y el aviso de desahucio, y lo del alguacil y lo que le iban a hacer; y acabó diciendo:

—Yo solo soy un pobre hombre que trata de ganarse la vida.

—Usted no mantiene a sus hijos —dijo la señora Skoglund.

—Eso es cierto —dijo Hjordis.

—No tengo con qué. Si tuviera, ¿no les daría? Hay colas para el pan y la sopa por toda la ciudad. ¿Soy yo el único? Lo que tengo lo reparto. Les doy a mis hijos. ¿Soy un mal padre acaso? ¿Cree usted que mi hijo me traería aquí a casa de usted si yo fuera un mal padre para él? Él quiere a su padre, confía en él, sabe que su padre es un buen hombre. Cada vez que empiezo un buen negocio acaban conmigo. Y este es un buen negocio, si consigo mantenerlo. Tengo a tres personas que trabajan para mí, pago una nómina, y esas tres personas también se van a encontrar en la calle si cierro. Señora, puedo firmarle un pagaré y pagarle en dos meses. Soy un hombre sencillo, pero muy trabajador, y puede usted confiar en mí.

Woody se sobresaltó cuando oyó a papá pronunciar la palabra «confiar». Era como si de los cuatro puntos cardinales una banda de música se hubiese puesto a tocar para advertir al mundo entero: «¡Sinvergüenza! ¡Este es un sinvergüenza!». Pero la señora Skoglund, por sus preocupaciones religiosas, estaba siempre distante. No oía nada, aunque en esa parte del mundo todos, a menos que estuvieran locos, llevaban una vida práctica, y si uno no tenía nada que decir a sus vecinos, los vecinos tampoco tenían nada que decirle a uno, y las cosas que se decían eran todas de naturaleza práctica, la señora Skoglund, con todo el dinero que tenía, era poco realista. Dos tercios de su persona no estaban en este mundo.

—Deme una oportunidad para demostrarle lo que valgo —dijo papá—, y verá lo que hago por mis hijos.

De manera que la señora Skoglund vaciló, y después dijo que tendría que subir a su habitación y ponerse a orar para pedir orientación. Que si no les importaba sentarse y esperar. Había dos mecedoras junto a la estufa. Hjordis le dirigió a papá una mirada torva (persona peligrosa) y a Woody una de reproche (¿cómo se te ocurre traer a un extraño peligroso a molestar a dos amables damas cristianas?) y después se retiró con la señora Skoglund.

Tan pronto como se fueron, papá se levantó de un salto y dijo furioso:

—¿Qué es eso de la oración? ¿Tiene que preguntarle a Dios si me presta cincuenta pavos?

Woody dijo:

—No es por ti, papá. Es que es así como actúa esta gente religiosa.

—No —dijo papá—. Va a volver y dirá que Dios no se lo permite.

A Woody no le gustaba aquello; le parecía que papá estaba siendo grosero, y le dijo:

—No, es sincera. Papá, trata de comprender. Es una mujer sensible, nerviosa y sincera, que trata de hacer el bien a todo el mundo.

Y papá le respondió:

—Esa criada que tiene la convencerá para que no lo haga. Se le ve en la cara que piensa que somos un par de estafadores.

—¿De qué sirve que nos peleemos? —dijo Woody.

Acercó un poco más la mecedora a la estufa. Tenía los zapatos empapados y no se le iban a secar. Las azules llamas se agitaban como una escuela de peces encima del fuego de carbón. Pero papá se acercó a aquella estantería o vitrina de estilo chino y probó el tirador. Después abrió la cuchilla de su navaja y en un segundo forzó la cerradura de la curvada puerta de cristal. Sacó una bandeja de plata.

—Papá, ¿qué haces? —dijo Woody.

Papá, tranquilo y sereno, sabía exactamente lo que estaba haciendo. Volvió a cerrar la vitrina, cruzó la alfombra y se puso a escuchar detrás de la puerta. Se metió la bandeja bajo el cinturón y la empujó hasta meterla en los pantalones. Se acercó su dedo corto y grueso a la boca para mandarlo callar. De manera que Woody guardó silencio, pero estaba muy agitado. Se acercó a papá y lo agarró por la mano. Al mirar a papá a la cara, sintió como sus ojos se iban empequeñeciendo cada vez más como si algo estuviera contrayendo la piel de su cabeza. A eso lo llaman hiperventilación, cuando todo parece apretado y ligero y estrecho y vertiginoso. Respirando apenas, le dijo:

—Vuélvela a poner en su sitio, papá. Papá dijo:

—Es plata maciza; vale un dineral.

—Papá, dijiste que no me meterías en líos.

—Es solo un seguro para el caso en que vuelva de sus oraciones y me diga que no. Si dice que sí, lo volveré a poner en su sitio.

—¿Cómo?

—Volveré. Si yo no lo devuelvo, lo harás tú.

—Tú has forzado la cerradura. Yo no podría. No sé cómo hacerlo.

—No es nada.

—La vamos a devolver ahora. Dámela.

—Woody, la tengo debajo de la bragueta, dentro de los calzoncillos. No hagas tanto ruido por nada.

—Papá, no puedo creer que me hagas esto.

—Pues grita que viene el lobo, cierra el pico. Si no confiara en ti no habría permitido que me vieras hacerlo. No entiendes nada. ¿Qué mosca te ha picado?

—Antes de que bajen, papá, haz el favor de sacarte esa bandeja de los calzoncillos.

Papá se puso serio con él. Absolutamente militar. Le dijo:

—¡Te lo ordeno!

Antes de darse cuenta, Woody se había abalanzado hacia su padre y había empezado a pelearse con él. Era vergonzoso agarrar a tu propio padre, ponerle la zancadilla, obligarlo a apoyarse contra la pared. Papá, a quien había pillado por sorpresa, dijo en voz alta:

—¿Quieres que maten a Halina? Muy bien, ¡mátala! Sigue adelante, tú serás el responsable.

Empezó a oponer resistencia, enfurecido, y dieron varias vueltas, hasta que Woody, aplicando un truco que había aprendido en una película del Oeste y utilizado una vez en el recreo, le puso una zancadilla y ambos cayeron al suelo. Woody, que ya pesaba diez kilos más que el viejo, estaba encima. Aterrizaron en el suelo junto a la estufa, que reposaba encima de una bandeja de hojalata decorada para proteger la alfombra. En esta posición, apretando la barriga dura de papá, Woody reconoció que haberlo vencido en la lucha y tenerlo en el suelo no le servía de nada. Era imposible meter la mano por debajo del cinturón de papá para recuperar la bandeja. Y ahora papá se había puesto furioso, como cualquier padre tiene derecho a ponerse cuando su hijo es violento con él, y sacó una mano para golpear a Woody en la cara. Entonces Woody metió la cabeza en el hombro de papá y la dejó allí apretada únicamente para evitar que lo golpeara, mientras le decía al oído:

—Por Dios, papá, recuerda dónde estamos. ¡Esas mujeres van a volver!

Pero papá levantó la rodilla y peleó y porfió con él, mientras hacía que temblaran los dientes de Woody. Woody llegó a pensar que el viejo le iba a morder. Y como era seminarista, pensó: Como los espíritus impuros. Y lo agarró con fuerza. Poco a poco fue dejando de revolverse y forcejear. Tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, huraña. Como un pez grande. Woody lo soltó y le echó una mano para que se levantara. Entonces lo embargó una serie de sensaciones malas, de esas que el viejo nunca sufría. Nunca, nunca. Papá nunca tenía estas emociones humillantes. En eso consistía su superioridad. Papá nunca se dejaba dominar por estas sensaciones. Era como un jinete de Asia central o un bandido de China. Era mamá, la de Liverpool, la que tenía el refinamiento y los-modales ingleses. O el reverendo doctor con su traje negro. Si uno tiene refinamiento, para lo único que le sirve es para oprimirlo. Al diablo con ellos.

Se abrió la gran puerta y la señora Skoglund entró en la sala, diciendo:

—¿Son imaginaciones mías, o ha sacudido alguien la casa?

—Estaba levantando la tapa para poner más carbón en el fuego y se me escurrió de la mano. Siento haber sido tan torpe —dijo Woody.

Papá estaba demasiado enfurruñado para hablar. En los ojos grandes y rojos y en el pelo que le empezaba a clarear por la frente, en lo apretado de la barriga, se veía lo enfadado que estaba, aunque tuviera la boca cerrada.

—He estado orando —dijo la señora Skoglund.

—Espero que la respuesta haya sido favorable —dijo Woody.

—Bueno, yo no hago nada sin pedir orientación, pero la respuesta fue sí, y ahora me siento mucho mejor. De manera que, si me esperan, iré a mi despacho para rellenar un cheque. Le he pedido a Hjordis que les traiga una taza de café. Venir con una tormenta así…

Y papá, que no dejaba ni por un momento de ser terrible, tan pronto como ella cerró la puerta, dijo:

—¿Un cheque? Que se vaya al diablo. Yo quiero billetes verdes.

—No tienen dinero en la casa. Lo puedes cambiar en el banco mañana. Pero si echa de menos la bandeja, papá, bloquearán el cheque, y entonces, ¿qué será de ti?

Cuando papá se estaba metiendo la mano debajo de cinturón, entró Hjordis con la bandeja del café. Fue muy seca con él. Le dijo:

—¿Es este un lugar apropiado para ponerse bien la ropa, señor? ¿Es esto un lavabo de caballeros?

—Bien, y entonces, ¿por dónde se va al baño? —dijo papá.

Les había servido el café en los dos jarros más feos de toda la casa, y soltó la bandeja con un golpe para llevar a papá pasillo adelante, y hacer después guardia a la puerta del cuarto de baño, no fuera a ser que a él se le ocurriera darse una vuelta por la casa.

La señora Skoglund llamó a Woody a su despacho y, después de darle el cheque doblado, le dijo que tenían que orar juntos por Morris. De manera que él, una vez más, se hincó de rodillas, debajo de filas y filas de archivadores de cartón con olor a humedad, junto a la lámpara de cristal que había al filo del escritorio, con la pantalla bordeada de volantes, como la bandeja de los dulces. La señora Skoglund, con su acento escandinavo —un contralto emocional— alzó la voz para decir Jesuuuucristoooo, mientras el viento azotaba los árboles, golpeaba el costado de la casa y hacía que la nieve bullera en los cristales de las ventanas, para que le enviase la luz a Morris, o lo guiara por el buen camino, o le pusiera un nuevo corazón en el pecho. Woody solo le pidió a Dios que hiciera que papá devolviese la bandeja. Mantuvo a la señora Skoglund de rodillas el mayor tiempo posible. Después le dio las gracias por su generosidad cristiana, todo candoroso (en lo posible) y le dijo:

—Sé que Hjordis tiene un primo que trabaja en el albergue de la YMCA de Evanston. ¿Podría por favor telefonearlo y tratar de conseguirnos una habitación para esta noche para que no tengamos que pelear con la tormenta en el camino de vuelta? Estamos casi tan cerca del albergue como del tranvía. Puede incluso que los tranvías hayan dejado de funcionar.

La desconfiada Hjordis, que llegó justo en el momento en que la señora Skoglund la llamó, estaba ahora que echaba chispas. Primero se presentaban en un momento inoportuno, se ponían cómodos, pedían dinero, tenían que tomar café y probablemente dejaban infectado de gonorrea el asiento del retrete. Hjordis, recordó Woody, era una mujer que frotaba los pomos de las puertas con alcohol cuando se marchaban las visitas. Pero a pesar de todo telefoneó al albergue y les consiguió una habitación con dos catres por cuatro perras.

Papá tuvo tiempo de sobra, por lo tanto, para volver a abrir la vitrina, que estaba forrada de espejos o de plata alemana (algo tremendamente delicado y frágil), y tan pronto como los dos hubieron dicho gracias y adiós y estuvieron de nuevo en medio de la calle hundidos en nieve hasta las rodillas, Woody dijo:

—Bien, te he cubierto las espaldas. ¿La has devuelto?

—Por supuesto —dijo papá.

A duras penas llegaron al pequeño edificio del albergue, encerrado en una valla de alambre y con aspecto de comisaría, con más o menos las mismas dimensiones. Ya habían cerrado, pero armaron un escándalo en la valla y un hombrecillo negro salió a abrirles y los condujo en silencio a un pasillo de cemento con puertas bajas. Era como la jaula de los pequeños mamíferos del zoo de Lincoln Park. Les dijo que no quedaba nada de comer, de manera que se despojaron de los mojados pantalones, se envolvieron fuertemente en las mantas de color caqui del ejército y se durmieron en sus catres.

Lo primero que hicieron a la mañana siguiente fue ir al National Bank de Evanston a sacar los cincuenta dólares. No sin dificultades. El cajero fue a llamar a la señora Skoglund y estuvo ausente de la ventanilla un rato.

—¿Dónde demonios ha ido? —dijo papá. Pero, cuando el tipo volvió, les dijo:

—¿Cómo lo quieren?

Papá dijo:

—En billetes de un dólar y, volviéndose a Woody—: Bujak los colecciona en ese formato.

Pero para entonces Woody ya no se creía que Halina hubiera robado el dinero del viejo.

Después salieron a la calle, donde el personal de los quitanieves estaba en plena faena. El sol brillaba en el cielo, allá en lo alto, en el cielo azul de la mañana, y pronto todo Chicago estaría liberado de la belleza temporal consecuencia de aquella tormenta.

—No deberías haber peleado conmigo anoche, hijo.

—Lo sé, papá, pero me habías prometido que no me meterías en líos.

—Está bien. Lo olvidaré, ya que no me traicionaste.

La única pega era que papá no había devuelto la bandeja de plata. Se la había quedado, por supuesto, y unos días después la señora Skoglund y Hjordis lo supieron, y un poco después esperaban todos a Woody en el despacho de Kovner en la misión. En el grupo estaban el reverendo doctor Crabbie, director del seminario, y a Woody, que había estado intentando no llamar la atención, lo acribillaron a preguntas. Él les dijo que era inocente. Incluso cuando ya casi lo estaban rematando, les advirtió que estaban cometiendo un error con él. Negó que él o papá hubieran tocado las propiedades de la señora Skoglund. El objeto desaparecido —él ni siquiera sabía lo que era— se habría extraviado probablemente, y todos lo iban a sentir el día que apareciera.

Cuando los demás hubieron terminado con él, el doctor Crabbie dijo que hasta que no fuera capaz de decir la verdad estaba expulsado temporalmente del seminario, donde de todas formas su trabajo no era muy satisfactorio. La tía Rebeca lo apartó a un lado y le dijo:

—Eres un sinvergüenza, como tu padre. Aquí tienes la puerta cerrada.

A lo que el comentario de papá fue:

—¿Y qué?

—Papá, no deberías haberlo hecho.

—Ah, ¿no? Bueno, pues no me importa, si quieres que te diga la verdad. Si quieres te doy la bandeja para que puedas volver y ponerte firme con todos esos hipócritas.

—No me gustó que le hicieras una faena a la señora Skoglund. Ella fue buena con nosotros.

—¿Buena?

—Buena.

—Esa bondad tiene un precio.

La verdad es que no se podía discutir con papá de estas cosas. Pero lo hicieron en diversos tonos y desde diversos puntos de vista durante más de cuarenta años, a medida que sus relaciones cambiaban, se desarrollaban, maduraban.

—¿Por qué lo hiciste, papá? ¿Por el dinero? ¿Qué hiciste con los cincuenta pavos?

Eso se lo preguntó Woody décadas más tarde.

—Arreglé las cosas con el corredor de apuestas, y el resto lo metí en el negocio.

—Y probaste suerte con unos cuantos caballos más.

—Es posible. Pero era un doble, Woody. No me hizo a mí ningún daño, y al mismo tiempo te hice a ti un favor.

—¿A mí?

—Era una vida demasiado extraña. Aquella vida no era para ti, Woody. Todas aquellas mujeres. Kovner no era un hombre, era algo intermedio. ¿Te imaginas si te hubieras hecho ministro de la Iglesia? ¿Ministro de la Iglesia cristiana? Para empezar, tú no habrías podido soportarlo y, en segundo lugar, te habrían echado antes o después.

—Puede ser.

—Y no habrías convertido a los judíos, que era lo que ellos querían sobre todo.

—Menudo momento para meterse con los judíos —dijo Woody—. Por lo menos yo no los chinchaba.

Papá lo había vuelto a arrastrar a su lado del problema, sangre de su sangre, las mismas paredes gruesas en su cuerpo, el mismo grano basto. Él no estaba hecho para la vida espiritual. Simplemente, no servía.

Papá no era peor que Woody, y Woody no era mejor que papá. Papá no quería tener nada que ver con la teoría, y sin embargo siempre estaba arrastrando a Woody hacia una posición: una posición alegre, campechana, natural, amable y sin principios. Si Woody tenía algún defecto, era que no era egoísta. Esto favorecía a papá, pero a pesar de ello él se lo criticaba a Woody. «Haces demasiadas cosas», le decía siempre. Y era cierto que a Woody papá le robó el corazón porque papá era muy egoísta. Normalmente las personas muy egoístas son las más queridas. Ellas hacen aquello de lo que tú te privas, y por ello las quieres. Te roban el corazón.

Al recordar la papeleta de empeño de la bandeja de plata, Woody se sorprendió por la carcajada tan súbita que lo hizo romper a toser. Después de que lo hubieran expulsado del seminario y le hubieran prohibido entrar en la misión, papá le dijo:

—¿Quieres que te dejen volver a entrar? Aquí está la papeleta. Empeñé ese cacharro, y no era tan valioso como yo creía.

—¿Cuánto te dieron?

—Doce dólares con cincuenta fue todo lo que pude conseguir. Pero si tú lo quieres tendrás que buscarte la pasta tú solo, porque yo ya no la tengo.

—Supongo que estarías sudando en el banco cuando el cajero fue a llamar a la señora Skoglund para preguntarle por el cheque.

—Estaba un poco nervioso —admitió papá—. Pero no me parecía que pudieran echar aquello de menos tan pronto.

Aquel robo formaba parte de la guerra entre papá y mamá. Con mamá y la tía Rebeca, y el reverendo doctor, papá defendía el realismo. Mamá representaba a las fuerzas de la religión y la hipocondría. Durante cuatro décadas, la lucha no cesó un solo instante. Con el tiempo, mamá y las chicas pasarón a depender de la beneficencia y perdieron su personalidad propia. Ah, las pobres, se volvieron dependientes y maniáticas. Mientras tanto, Woody, el pecador, fue su hijo y hermano atento y amoroso. Mantenía la casita —el tejado, las juntas, los cables, el aislamiento, el aire acondicionado— y pagaba la calefacción y la luz y la comida, y las vestía a todas con prendas de Sears, Roebuck y Wieboldt, y les compró un televisor, que veían con tanta devoción como rezaban. Paula tomaba clases para aprender labores como el macramé y el bordado, y algunas veces conseguía un trabajillo como ayudante en un asilo. Pero no era lo bastante constante como para mantenerlo. El malvado papá pasó la mayor parte de su vida quitando manchas de la ropa de la gente. En los últimos años él y Halina regentaban una lavandería en West Rogers Park —un negocio regular que se asemejaba a un Laundromat. Esto le permitía a papá tener tiempo para jugar al billar, a las carreras de caballos, al rummy y al pinocle. Todas las mañanas se metía detrás del tabique para comprobar los filtros del equipo de limpieza. Encontraba cosas divertidas que la gente había metido en las cubas junto a la ropa: a veces, cuando había suerte, una cadena o un broche. Y cuando había mejorado el detergente, echándole aquel mejunje azul y rosa que venía en botellas de plástico, se leía el Forward con una segunda taza de café y se marchaba, dejando a Halina al frente del negocio. Cuando necesitaban ayuda para pagar el alquiler, Woody les echaba una mano.

Cuando inauguraron el nuevo Disneyworld en Florida, Woody invitó a todas las personas a su cargo a unas vacaciones. Los envió en distintos grupos, por supuesto. Halina las disfrutó más que ningún otro. No paraba de hablar del discurso que daba el muñeco de Abraham Lincoln.

—Era maravilloso. Cómo se levantaba y movía las manos, y la boca. ¡Parecía de verdad! Y qué bien hablaba.

De todos ellos, Halina era la más sensata, la más humana, la más honrada. Ahora que papá ya no estaba, Woody y el hijo de Halina, Mitosh, que tocaba el órgano en el estadio, se ocupaban de las necesidades de ella mucho más que la Seguridad Social, y compartían los gastos. En opinión de papá, los seguros eran un robo. Él no le dejó a Halina más que un montón de máquinas anticuadas.

Woody también se daba caprichos. Una vez al año, y a veces más a menudo, dejaba que el negocio marchara solo, se arreglaba con el departamento de fideicomisos del banco para que se ocuparan de la tropa, y se iba de viaje. Lo hacía a lo grande, con imaginación, gastando mucho. En Japón, perdió poco tiempo en Tokio. Pasó tres semanas en Kyoto y se alojó en el Tawaraya Inn, que databa más o menos del siglo XVII Allí durmió en el suelo, al estilo japonés, y se bañó con agua hirviendo. Fue a ver el espectáculo de strip-tease más guarro del mundo, pero también los lugares sagrados y los jardines de los templos. También visitó Estambul, Jerusalén, Delfos, y fue a Uganda y Birmania y a Kenia de safari, en términos democráticos con los chóferes, los beduinos y los mercaderes de los bazares. Abierto, generoso, familiar, cada vez más gordo pero todavía musculoso (corría y levantaba pesos —cuando estaba desnudo empezaba a parecerse a un cortesano del Renacimiento con todo su traje de época puesto—), cada año se volvía más rubicundo, un tipo de exteriores con pecas en la espalda y manchas en la rojiza frente y en la honrada nariz. En Addis Abeba se llevó a su habitación a una belleza etíope de la calle y la bañó, metiéndose con ella en la bañera para enjabonarla con sus anchas y amables manos. En Kenia le enseñó ciertas obscenidades en inglés a una negra para que pudiera gritarlas durante el acto sexual. En el Nilo, bajo las cataratas de Murchison, aquellos árboles febriles surgían en medio del barro, y los hipopótamos que había en los bancos de arena eructaban con hostilidad al paso de la lancha. Uno de ellos bailaba en su banco de arena, daba un salto desde el suelo y volvía a bajar con todo su peso a las cuatro patas. Allí fue donde Woody vio cómo desaparecía la cría de búfalo, entre las garras del cocodrilo.

Mamá, que pronto seguiría los pasos de papá, estaba perdiendo últimamente la cabeza. Cuando estaba con alguien, hablaba de Woody como su niño —«¿Qué le parece mi hijito?»—, como si él tuviera diez años. Con él se comportaba de manera tonta, frívola, casi flirteaba. Parecía como si no supiera distinguir las cosas. Y detrás de ella todos los demás, como niños en el parque, esperaban su turno para deslizarse por el tobogán: uno en cada escalón, iban subiendo.

Sobre la residencia y el lugar de trabajo de Woody se había acumulado una charca de silencio, del mismo perímetro que las campanas de las iglesias mientras habían estado sonando, y él lloró debajo, en esta mañana soleada y melancólica de otoño. Haciendo un análisis de su vida, tuvo una mirada deliberada para su lado del caso, y del otro lado también, si lo había. Pero si esa pena persistía tendría que salir y correr hasta acabar con ella. Correría cinco kilómetros, ocho si era necesario. Y uno podría creer que la carrera era una actividad totalmente física, ¿no? Pero había algo más. Porque, cuando Woody era seminarista, entre los ejes de su carrito, durante la Feria Mundial, él había recibido, mientras tiraba del carro (de manera capaz y estable) sus revelaciones religiosas al trote. Puede que fuera siempre la misma revelación, que se repetía. Él sentía que la verdad le venía del sol, una comunicación que también era luz y calor. Lo hacía sentir muy lejano de sus calientes pasajeros de Wisconsin, aquellos granjeros cuyos gritos y llamadas a las putas apenas oía cuando estaba en trance. Y, una vez más, desde el poderoso sol, le llegaba la secreta certeza de que el fin de esta tierra era ser colmada de bien. Saturada incluso. Después de todas las cosas absurdas, de que un perro se comiera a otro, de que la muerte que daba el cocodrilo enterrara a todos en el barro. No acabaría todo como lo imaginaba la señora Skoglund, la que lo sobornaba para acosar a los judíos y acelerar el Segundo Advenimiento, sino de otro modo. Esta era su intuición, aunque torpe. No llegaba más allá. Por eso, él procedía en la vida como la vida parecía querer indicarle que hiciera.

Esta mañana le quedaba una cosa más, que era explícitamente física, y se produjo en primer lugar como una sensación en sus brazos y contra su pecho, para después meterse dentro de él.

Era esto: cuando entró en la habitación del hospital y vio a papá con los lados de la cama levantados, como una cuna, y a papá tan débil y retorciéndose de dolor, y sin dientes, como un bebé, y con, la suciedad que ya le llegaba a la cara, se le metía por las arrugas, papá estaba intentando sacarse las agujas hipodérmicas y se oía el débil sonido de la muerte. Los esparadrapos que tenía pegados para sujetarle las agujas estaban empapados de sangre oscura. Entonces Woody se quitó los zapatos, bajó un lado de la cama y se subió en ella y lo abrazó para calmarlo y tranquilizarlo. Como si él fuera el padre de papá, le dijo: «Venga, papá. Papá». Entonces fue como aquella vez que se pelearon en el salón de la señora Skoglund, cuando papá se enfadó como un demonio y Woody trató de calmarlo y de avisarlo diciéndole: «¡Esas mujeres van a volver!». Además de la estufa de carbón, cuando papá golpeó a Woody en los dientes con la cabeza y después se puso huraño, como un pez grande. Pero esta resistencia del hospital fue débil… ¡Tanto! Con una gran compasión, Woody agarró a papá, que se agitaba y temblaba. «De esas personas —le había dicho—, nunca vas a aprender lo que es la vida, porque no lo saben.» «Sí, papá. ¿Qué te pasa, papá? Era difícil de entender que ese hombre, que ya soportaba el peso de ochenta y tres años, y había hecho todo lo posible para quedarse, ahora solo quisiera liberarse. ¿Cómo podía Woody permitirle que se sacara todas las agujas? Papá era terco, quería lo que quería y en el momento en que lo quería. Pero lo ultimísimo que quiso no lo pudo comprender Woody, era demasiado extraño.

Después de un momento, papá dejó de forcejear. Se fue apagando y apagando. Las enfermeras vinieron y miraron. No aprobaban lo que estaba haciendo Woody, pero él, que no tenía ninguna mano libre para hacerles señas de que se marcharan, les hizo un gesto con la cabeza indicando la puerta. Papá, al que Woody creía que ya había calmado, estaba únicamente buscando una manera mejor de escapar de él. Y lo hizo con la pérdida de calor. Estaba perdiendo calor. Como pasa a veces con los animales pequeños mientras uno los tiene en la mano, Woody sintió de hecho cómo papá se iba enfriando. Y después, mientras Woody hacía lo que podía para impedírselo, y aunque lo estaba consiguiendo, se fue deslizando hasta la muerte. Y allí siguió su hijo anciano, grande y todavía musculoso, sosteniéndolo y apretándolo cuando ya no quedaba nada que apretar. Nunca pudo nadie amarrar a aquel hombre testarudo. Cuando estaba listo para dar un paso, lo daba, y siempre en las condiciones que él ponía. Y siempre, siempre, se llevaba algo escondido en la manga. Así era él.

FIN

Saul Bellow. Nació en una familia judía de origen ruso, que emigró a Canadá; con nueve años marchó a Chicago. Estudió Literatura Inglesa en la Universidad de Chicago, estudios que abandonó para licenciarse en Antropología y Sociología en la Universidad Northwestern. Hizo estudios de postgrado en la Universidad de Wisconsin que abandonó tras su primer matrimonio. Trabajó como profesor en el Colegio Pestalozi-Froeble en Chicago y en la editorial de la Enciclopedia Btritánica.

Llegada la Segunda Guerra Mundial, Bellow fue rechazado por el ejército, sirviendo en la marina mercante. Tras la guerra, fue profesor en las universidades de Minnesota, Nueva York, Princeton y Puerto Rico. Había publicado por primera vez en 1944, y marchó a París con una beca, escribiendo allí sus primeras novelas importantes.

Tras su regreso, Bellow fue coeditor de la revista El Noble Salvaje y profesor en la Universidad de Chicago, que años más tarde abandonaría para enseñar en la de Boston. Recibió numerosos premios, destacando el Pulitzer en 1976, el mismo año en que obtuvo el Nobel de Literatura. También le concedieron la Medalla Nacional de las Artes y en tres ocasiones el Premio Nacional del Libro.

Bellow fue autor de novelas de ficción, algo autobiográficas, con personajes de origen judío, muy bien retratados, en las que no es difícil encontrar cambios radicales como del humor a la tragedia.

De entre su obra habría que destacar títulos como La víctima, Carpe Diem, El legado de Humboldt, Ravelstein o Son más los que mueren de desamor.