La aventura de la noche de San Silvestre
PREFACIO DEL EDITOR
Es evidente que el viajero entusiasta, de cuyo diario volvemos a contar una fantasía a la manera de Callot, separa tan poco su vida interior de la exterior que apenas se puede distinguir el límite entre ambas. Pero precisamente porque tú, benévolo lector, no percibes con claridad ese límite, el visionario tal vez te atrae hacia él y, sin darte cuenta, te hallas en ese extraño reino mágico cuyas extrañas figuras se introducen en tu vida exterior, y quieren tratar contigo de tú a tú, como viejos conocidos. Por eso te ruego de todo corazón, benévolo lector, que lo acojas a él igual que a ellas, incluso que, completamente entregado a sus fantásticos quehaceres, tengas a bien soportar algún que otro escalofrío febril que podrían causarte si se apoderan aún más de ti. ¿Qué otra cosa puedo yo hacer por ese viajero entusiasta al que por todas partes, y cómo no, también en Berlín, la noche de San Silvestre, le van sucediendo cosas tan extrañas e increíbles?
I. LA AMADA
Llevaba la muerte, la gélida muerte en el corazón, incluso desde lo más profundo de mi ser, desde el corazón, me pinchaba los nervios que las llamas atravesaban como con afiladas púas de hielo. ¡Enfurecido eché a correr en medio de la noche, oscura y tempestuosa, olvidando capa y sombrero! Las banderas de la torre crujían, era como si se oyera al viento mover su temible y eterno engranaje y al mismo tiempo el año viejo rodara sin hacer ruido, como un peso muerto, hacia el oscuro abismo… Tú ya sabes que esta época del año, Navidad y Año Nuevo, que a todos vosotros se os revela con tan grata y radiante alegría, a mí me saca siempre de mi tranquila celda para lanzarme a un mar bravío y agitado. ¡Navidad! Son días de fiesta cuyo amable resplandor veo durante mucho tiempo. No soy capaz de esperarlos… soy mejor, más infantil que el resto del año, ningún pensamiento sombrío ni odioso alimenta mi pecho, abierto a una sincera alegría celestial, y vuelvo a ser un chiquillo que grita de júbilo. Entre las doradas tallas polícromas de los luminosos puestecillos navideños me sonríen dulces rostros angelicales y entre el ruidoso murmullo de las calles se oyen, como viniendo de muy lejos, las sagradas notas de un órgano: «¡Porque nos ha nacido un niño!»… Pero después de la fiesta todo se apaga, el resplandor se extingue en medio de la turbia oscuridad. Un sinfín de flores caen marchitas año tras año, su semilla se apaga para siempre, ningún sol de primavera enciende una nueva vida en las ramas secas. Eso lo sé muy bien, pero las fuerzas hostiles no dejan de ponerlo ante mis ojos alegrándose perversamente de mi mal cada vez que el año se acerca a su fin. «Mira —me susurra al oído—, mira cuántas alegrías que no volverán te has perdido este año, pero a cambio te has vuelto más sabio y ya casi no valoras las diversiones mezquinas, sino que te vas volviendo más serio… sin ninguna alegría». Para la noche de San Silvestre el diablo siempre me guarda una fiesta muy especial. Sabe meterse en mi pecho en el momento justo, con su afilada garra, mofándose terriblemente, y se recrea con la sangre del corazón que mana de él. Siempre encuentra ayuda en cualquier sitio, igual que ayer le ayudó solícito el consejero de Justicia. En su casa (me refiero a la del consejero de Justicia) hay siempre una gran recepción la noche de San Silvestre y, además, con motivo del adorable Año Nuevo quiere agradar a todos haciendo algo especial, pero lo hace con tanta torpeza y tan poco garbo que todas las gracias que le ha costado tanto trabajo idear sucumben en un cómico lamento… Cuando entré en el vestíbulo, el consejero de Justicia me salió raudo al paso, impidiendo que entrara en el sancta sanctórum del que salía el humo del té y de un delicado tabaco. Se lo veía muy complaciente y astuto, me sonrió de una manera muy rara, y dijo:
—Amiguito, amiguito, algo delicioso le espera en ese cuarto… una sorpresa sin igual en esta adorable noche de San Silvestre… pero ¡no se asuste!
Eso me llegó al alma, en mi interior se despertaron oscuros presentimientos y sentí angustia y temor. Las puertas se abrieron, avancé rápidamente, entré y, en el conjunto de las damas sentadas en el sofá, me deslumbró su figura. Era ella… ella en persona: no la había visto desde hacía años, los momentos más dichosos de mi vida atravesaron mi alma como un rayo de luz poderoso y abrasador… No más pérdidas mortales… ¡Aniquilada la idea de la separación!… No pensé en qué maravillosa casualidad la había llevado hasta allí, qué circunstancia la había conducido a la recepción del consejero de Justicia, del que yo ni siquiera sabía que la conociera… ¡Volvía a tenerla! Debí quedarme allí inmóvil, como alcanzado de repente por un mágico hechizo, y el consejero de Justicia me dio un golpecito:
—¿Y bien, amiguito…? ¿Amiguito?
Seguí avanzando mecánicamente, pero solo la veía a ella, y de mi pecho oprimido se escaparon con gran esfuerzo unas palabras:
—Dios mío, Dios mío… ¿Julie aquí?
Estaba ya muy cerca de la mesa del té: solo entonces Julie se percató de mi presencia. Se levantó y dijo en un tono un tanto extraño:
—Me alegro mucho de verlo aquí… ¡Tiene usted muy buen aspecto! —y tras decir esto volvió a sentarse y le preguntó a la dama que tenía al lado—: ¿Hay algo interesante en el teatro la semana que viene?
Te vas aproximando a la adorable flor que resplandece entre dulces y familiares aromas, pero, tan pronto como te inclinas para contemplar de cerca su adorado semblante, sale de entre las relucientes hojas un basilisco frío y escurridizo que quiere aniquilarte con sus hostiles miradas… ¡Eso era lo que me acababa de ocurrir a mí! Me incliné torpemente ante las damas y, al retroceder a toda prisa, para añadir un poco de torpeza al veneno, le tiré al consejero de Justicia, que estaba detrás de mí sosteniéndola con la mano, la taza de té humeante sobre las chorreras delicadamente plisadas. Se rieron de la mala estrella del consejero y seguro que aún más de mi torpeza. Así que todo estaba preparado para mi enfado de turno, pero me esforcé por no hacerlo con resignada desesperación. Julie no se había reído, mi mirada perdida la alcanzó y fue como si llegase hasta mí un rayo del adorable pasado, de aquella vida llena de amor y poesía. Entonces, en la sala de al lado, alguien empezó a improvisar al piano, y eso puso en movimiento a toda la concurrencia. Dijeron que se trataba de un gran virtuoso extranjero llamado Berger, que tocaba divinamente y al que había que escuchar con mucha atención.
—No des esos golpecitos tan espantosos con las cucharillas, Mienchen —dijo el consejero de Justicia y, con la mano ligeramente inclinada en dirección a la puerta y pronunciando un dulce eh bien!, invitó a las damas a acercarse al virtuoso. También Julie se había puesto en pie y se dirigía despacio hacia la sala de al lado. Toda su figura había adoptado un no sé qué extraño, me pareció más alta, como hecha de una belleza casi más exuberante que antes. El corte tan especial del cuello de su vestido blanco y plisado, que solo le cubría a medias el pecho, los hombros y la nuca, con unas mangas anchas y abullonadas que le llegaban hasta los codos, el cabello peinado a raya desde la frente y recogido por detrás en muchas trenzas de una manera curiosa, le daban un aire anticuado: casi tenía el aspecto de las vírgenes en los cuadros de Mieris… y, sin embargo, sentía otra vez como si en algún lugar hubiera visto ya con mis propios ojos y con toda claridad al ser en el que se había transformado Julie. Se había quitado los guantes y, debido a la total coincidencia del atuendo, ni siquiera los brazaletes que llevaba enroscados a las muñecas dejaban de evocar aquel oscuro recuerdo con unos colores cada vez más vivos. Antes de entrar en la sala contigua Julie se volvió hacia mí y sentí como si aquel rostro angelical, de juvenil encanto, se hubiera deformado en una sarcástica burla; algo espantoso y terrible se removió en mi interior, como un espasmo que estremeciera todos mis nervios.
—¡Oh, toca divinamente! —susurró una damisela entusiasmada con la dulzura del té, y ni yo mismo sé siquiera cómo ocurrió que se colgó de mi brazo y la conduje, o mejor dicho, ella a mí, a la sala de al lado. Justo en ese momento Berger estaba desencadenando el más furioso de los huracanes, los poderosos acordes subían y bajaban como las atronadoras olas del mar, ¡eso me hacía sentir bien!… Entonces Julie se puso a mi lado y me dijo con una voz más dulce y más adorable que nunca:
—¡Cómo me gustaría que te sentases tú al piano y entonaras algunas dulces canciones sobre esperanzas y placeres pasados!…
El enemigo se había alejado de mí y con el nombre de «Julie» sin más traté de expresar toda la dicha celestial que me embargaba entonces. Pero otras personas que habían llegado entretanto la habían alejado de mí. Ahora me evitaba visiblemente, pero conseguí a veces rozar su vestido, a veces respirar su aliento muy pegado a ella, y la primavera ya pasada se desplegó ante mí en miles de colores centelleantes… Berger había dejado que el huracán se calmara, el cielo se había despejado, adorables melodías lo atravesaban cual pequeñas nubecillas doradas que se disolvían en el pianissimo. Se le tributó al virtuoso un bien merecido aplauso, la concurrencia empezó a moverse y a entremezclarse y de ese modo me encontré sin querer muy cerca de Julie. Aquel espíritu se hizo más fuerte en mi interior, traté de retenerla, de abrazarla enloquecido por el dolor de mi amor, pero se metió entre nosotros el rostro maldito de un laborioso criado que, sosteniendo una enorme bandeja, exclamó de muy mala gana:
—¿Qué desea usted?
En medio de las copas llenas de ponche humeante había una delicadamente tallada, llena, al parecer, de la misma bebida. Quien mejor sabe cómo había llegado a estar entre las copas normales es aquel a quien he ido conociendo poco a poco: como el Clemens de Octaviano, hace con el pie una encantadora filigrana al andar y adora sobremanera las capitas y las plumas rojas. Julie cogió esa copa delicadamente tallada y con un extraño brillo, y me la ofreció diciendo:
—¿Sigue gustándote igual que siempre que te ofrezca la copa de mi mano?
—Julia… Julia —suspiré. Al coger la copa rocé sus delicados dedos, unos electrizantes rayos de fuego encendieron todas mis venas y arterias… Bebí y bebí… Sentí como si unas pequeñas llamitas azules crepitaran y besaran la copa y mis labios. La copa estaba vacía y ni yo mismo sé cómo de repente me vi sentado en la otomana de un gabinete iluminado tan solo por una lámpara de alabastro… Julie… Julie a mi lado, mirándome con el aire infantil y devoto de siempre. Berger estaba otra vez al piano, tocaba el andante de la sublime Sinfonía en mi bemol mayor de Mozart, y sobre las alas de cisne de aquella melodía se removió y salió de mí todo el amor y la dicha de mi vida, sublime y áurea. Sí, era Julie… Julie en persona, angelical y dulce… nuestra conversación, un nostálgico lamento de amor, más miradas que palabras, su mano descansaba en la mía.
—Ahora, y no te dejaré nunca, tu amor es la chispa que arde en mi interior, encendiendo una vida superior en arte y poesía… Sin ti… sin tu amor todo está muerto y entumecido… pero ¿acaso no has venido para ser mía para siempre?
En ese momento entró una torpe figura de patas de araña y ojos saltones de sapo que dijo, chillando de mala manera y riéndose como un necio:
—¿Dónde demonios se ha metido mi esposa?
Julie se levantó y dijo con voz extraña:
—¿Por qué no vamos con los demás? Mi marido me está buscando… Ha sido usted muy divertido, querido, siempre de buen humor como antaño, pero modérese con la bebida —y el petimetre de piernas de araña le cogió la mano y ella lo siguió riendo hacia la sala.
—¡Perdida para siempre! —grité.
—¡Sí, claro, querido, codille! —farfulló una bestia que jugaba a l’hombre.
Salí… Salí corriendo en medio de la noche tempestuosa.
II. LA REUNIÓN EN LA TABERNA
Pasear arriba y abajo por Unter den Linden suele ser muy agradable, pero no la noche de San Silvestre con una buena helada y una tormenta de nieve. Eso es lo que yo, sin capa ni sombrero, acabé pensando cuando los escalofríos me atravesaron en el ardor de la fiebre. Continué por el puente de la Ópera, pasando por el palacio… Doblé una esquina y crucé el puente de la esclusa, dejando atrás la Casa de la Moneda. Estaba en la Jägerstrasse, muy cerca de la tienda de Thiermann. En su interior ardían cálidas luces; me disponía ya a entrar, porque tenía demasiado frío y necesitaba un buen trago de alguna bebida fuerte, cuando salió de golpe un grupo muy alegre. Hablaban de unas magníficas ostras y del buen vino del once.
—Que razón tenía aquel —dijo uno de ellos, un imponente oficial de ulanos, por lo que pude apreciar a la luz de las farolas—, qué razón tenía aquel que el año pasado, en Maguncia, discutía con aquellos condenados que no querían reconocer que el del once era mejor que el de 1794.
Todos se rieron a carcajadas. Sin querer, yo había seguido avanzando unos pasos y me detuve delante de una bodega de la que salía una luz solitaria. ¿Acaso el Enrique de Shakespeare no se sintió en alguna ocasión tan cansado y abatido como para que le viniera a la cabeza esa pobre creación de la cerveza ligera? De hecho a mí me pasó lo mismo, mi lengua estaba sedienta de una botella de buena cerveza inglesa. Me metí rápidamente en la bodega.
—¿Qué desea? —me preguntó el camarero quitándose la gorra en señal de respeto.
Pedí una botella de buena cerveza inglesa y una espléndida pipa de buen tabaco, y pronto me encontré sumido en tan sublime filisteísmo que el propio diablo sintió respeto y se alejó de mí… ¡Oh, consejero de Justicia! Si hubieras visto cómo descendí de tu luminoso salón de té a aquella oscura bodega, te habrías vuelto con expresión altanera y despectiva murmurando: «¿Acaso es de sorprender que un hombre así sea capaz de estropear las chorreras más primorosas?».
Sin capa y sin sombrero yo debía parecerle algo extraño a la gente. El hombre tenía una pregunta en la punta de la lengua cuando alguien aporreó la ventana y una voz exclamó:
—¡Abrid, abrid, ya estoy aquí!
El bodeguero salió corriendo y volvió a entrar poco después con dos candelabros encendidos en las manos; le seguía un hombre muy alto y delgado. Al atravesar aquella puerta tan baja olvidó agacharse y se dio un buen golpe en la cabeza; una gorra negra que llevaba puesta, parecida a un birrete, evitó, no obstante, que se hiciera daño. De una forma un tanto peculiar se deslizó a lo largo de la pared y se sentó frente a mí mientras colocaban los candelabros en la mesa. Casi hubiera podido decirse de él que tenía un aspecto distinguido e insatisfecho. De muy mal humor pidió cerveza y una pipa, y con unas pocas caladas hizo tanto humo que pronto estuvimos flotando en una nube. Por cierto, su rostro tenía algo peculiar y atractivo, por lo que, a pesar de lo sombrío de su ser, le cogí cariño al instante. Llevaba el pelo negro y abundante peinado a raya y colgando por ambos lados en multitud de pequeños rizos, de tal modo que se parecía a los cuadros de Rubens. Cuando se hubo quitado el gran cuello del abrigo que iba vestido con una kurtka negra con muchos alamares, pero me llamó poderosamente la atención que sobre las botas se había puesto unas delicadas pantuflas. Me percaté de ello cuando vació la pipa, que se había fumado en cinco minutos. Nuestra conversación no acababa de arrancar: el desconocido parecía ocupado con un sinfín de curiosas plantas que había sacado de un recipiente y contemplaba complacido. Le testimonié mi admiración por aquellos hermosos vegetales y, como parecían recién cortadas, le pregunté si acaso había estado en el Jardín Botánico o en el invernadero de Boucher. Sonrió de forma un tanto extraña y respondió:
—No parece que la botánica sea precisamente su especialidad, de lo contrario no habría hecho usted una pregunta tan… —se interrumpió; yo susurré apocado:
—… tonta.
—Tonta —añadió con franqueza—. Al primer vistazo —continuó diciendo— habría usted reconocido que son plantas alpinas, como las que crecen en el Chimborazo.
El desconocido dijo estas últimas palabras en voz baja, para sí, y podrás imaginarte que tuve una sensación muy rara. Las preguntas morían en mis labios, pero cada vez más iba surgiendo en mi interior un presentimiento, y sentí entonces que no era que hubiera visto al extraño muchas veces, sino que muchas veces había pensado en él. Entonces volvieron a aporrear la ventana, el bodeguero abrió la puerta y una voz exclamó:
—Tenga usted la bondad de cubrir el espejo.
—¡Ajá! —dijo el bodeguero—. Aquí viene, aunque bien tarde, el general Suvárov.
El bodeguero cubrió el espejo y entonces, con apresurada torpeza, con lenta rapidez, diría yo, entró un hombre bajito y enjuto, con una capa de un color parduzco muy extraño que, mientras el hombre andaba a saltos por la bodega, le ondeaba en torno al cuerpo de un modo muy peculiar, formando muchas arrugas y pliegues, de tal manera que a la luz de las velas parecía casi como si muchas figuras entraran y salieran unas de otras como en las fantasmagorías de Enslen. Entretanto se frotaba las manos, ocultas dentro de las amplias mangas, y exclamaba:
—¡Qué frío!… ¡Qué frío!… ¡Oh, qué frío!… ¡En Italia es distinto, es distinto!
Finalmente se sentó entre el hombre alto y yo diciendo:
—Vaya un humo más horrible… tabaco y más tabaco… ¡si tuviera una pizca!…
Yo llevaba en el bolsillo la brillante tabaquera de acero bruñido que tú me regalaste, la saqué al instante y me dispuse a ofrecerle tabaco al hombrecito. Apenas la vio, la empujó con ambas manos y, apartándola de allí, exclamó:
—¡Fuera… fuera de ahí ese espantoso espejo!
Su voz tenía algo terrible y, al mirarlo asombrado, se había convertido en otra persona. El hombrecito había entrado de un brinco, con un agradable rostro juvenil, pero ahora me miraba, con unos ojos hundidos, el rostro marchito, pálido como la muerte y surcado de arrugas de un anciano. Horrorizado me volví hacia el alto y me disponía a gritar: «¡Por el amor del cielo, mire!», pero el alto no se estaba enterando de nada, sino que seguía completamente sumido en sus plantas del Chimborazo, y en ese momento el hombrecito pidió vino del norte, expresándose con mucha afectación. Poco a poco la conversación se fue animando. El hombrecito me resultaba cada vez más inquietante, pero el alto sabía hablar con profundidad y regocijo sobre cosas aparentemente insignificantes, aunque parecía luchar con las expresiones y de vez en cuando incluso decía alguna palabra inexacta, que, sin embargo, daba al asunto una curiosa originalidad y, como cada vez me iba resultando más agradable, atenuaba con ello la mala impresión del hombrecillo. Éste parecía impulsado por un sinfín de resortes, pues no paraba de moverse en la silla, gesticulando mucho con las manos, y un río de hielo se deslizó por mis cabellos y mi espalda al percibir con toda claridad que miraba como con dos rostros diferentes. Con el rostro de viejo miraba sobre todo al alto, cuya confortable calma contrastaba sobremanera con la agitación del hombrecillo, aunque no tan pavorosamente como antes me había mirado a mí… En el juego de máscaras de la vida terrenal, nuestro espíritu interior mira con ojos relucientes a través de su antifaz, reconociendo todo lo que le es afín, y de ese modo pudo haber sucedido que nosotros tres, hombre singulares, nos hubiéramos mirado así y reconocido como tales en la bodega. Nuestra conversación se tiñó de un humor que solo brota de un ánimo herido de muerte.
—Esto también engancha —dijo el alto.
—Ay, Dios —le interrumpí—, y ¿cuántos ganchos no va clavándonos el diablo por todas partes, en paredes de cuartos, cenadores, macizos de rosas, en los que, cuando los rozamos al pasar, nos vamos dejando algo de nuestro yo más querido? Parece, señores, como si todos hubiéramos perdido algo, igual que a mí esta noche me faltan sobre todo la capa y el sombrero. ¡Como bien saben, ambos cuelgan ahora de un gancho en el vestíbulo del consejero de Justicia!
El alto y el bajo se sobresaltaron visiblemente, como si de repente les hubiera alcanzado un rayo. El hombrecito me dirigió una mirada muy fea con su rostro de viejo, pero al instante se subió de un brinco a una silla y tensó más el paño del espejo, mientras el grande limpiaba los candelabros con mucho cuidado. La conversación fue reviviendo con mucho trabajo; se mencionó a un joven y hábil pintor, de nombre Philipp, y el retrato de una princesa que éste había terminado con el espíritu del amor y el devoto anhelo de lo sublime, que el profundo sentimiento religioso de la señora había encendido en él.
—Parece que va a hablar y, sin embargo, no es un retrato, sino una imagen —dijo el alto.
—Es muy cierto —dije yo—, podría decirse que robada del espejo.
Entonces el hombrecito se levantó furioso de un salto y, mirándome con el rostro de viejo y los ojos que echaban chispas, gritó:
—Eso es una tontería, eso es una locura, ¿quién es capaz de robar una imagen del espejo? ¿Quién es capaz de hacer eso? ¿Acaso te refieres al diablo? Él romperá el cristal con sus torpes garras y esas manos blancas y delicadas del cuadro de la dama resultarán también heridas y sangrarán. Eso es una tontería. ¡Venga!… ¡Tú, niño triste, enséñame esa imagen del espejo, esa imagen robada del espejo, y daré un salto maestro de mil brazas!…
El alto se levantó, se dirigió hacia el hombrecito y dijo:
—¡No se haga el tonto, amigo! De lo contrario lo mandaremos al piso de arriba y puede que su propia imagen tenga un aspecto lamentable en el espejo.
—¡Ja, ja, ja, ja! —reía y chillaba el hombrecito con ridículo desprecio—. ¡Ja, ja, ja! ¿Tú crees? ¿Tú crees? Pero yo tengo mi hermosa sombra, oh, tú, pobre muchacho, ¡yo tengo mi sombra!
Y entonces salió de un salto y fuera le oímos aún regruñir y reírse con verdadera malicia:
—Pero ¡yo tengo mi sombra!
El alto se había desplomado en la silla pálido como un muerto, como aniquilado, había apoyado la cabeza en ambas manos y de lo más hondo de su pecho salió un profundo suspiro.
—¿Qué le sucede? —pregunté compasivo.
—Oh, señor mío —respondió el alto—, ese malvado individuo, que tan hostil nos parecía, que me ha seguido hasta aquí, hasta mi bodega de siempre, donde por lo general solía estar a solas, pues como mucho algún espíritu de la tierra se asomaba por debajo de la mesa y mordisqueaba las miguitas del pan… ese malvado individuo me ha devuelto a la más profunda de las miserias. Ay… he perdido, he perdido para siempre mi… ¡Que le vaya a usted bien!
Se levantó y se dirigió a la puerta. A su alrededor todo estaba iluminado: no tenía sombra. Fascinado eché a correr tras él…
—¡Peter Schlemihl!… ¡Peter Schlemihl! —grité todo contento, pero se había quitado las pantuflas. Vi cómo pasaba por la torre de los gendarmes y desaparecía en la noche.
III. APARICIONES
El señor Mathieu es buen amigo mío y su portero un hombre atento. Me abrió la puerta nada más llamar al timbre en El Águila de Oro. Le expliqué que me había escapado de una recepción sin capa ni sombrero, pero que las llaves de mi casa estaban en esta última y que sería imposible tratar de despertar al ama de llaves, que estaba sorda, aporreando la puerta. Aquel hombre amable (me refiero al portero) abrió una habitación, dejó allí los candelabros y me deseó buenas noches. El espejo, grande y hermoso, estaba cubierto con un paño; ni yo mismo sé cómo se me ocurrió quitar el paño y colocar ambos candelabros en la mesa del espejo. Al mirar al espejo me vi tan pálido y demacrado que apenas pude reconocerme… Era como si desde lo más profundo del espejo saliera flotando una figura oscura; al fijar en él la vista y la atención, se fueron desplegando con mayor claridad, en medio de un extraño y mágico resplandor, los rasgos de una dulce imagen de mujer… reconocí a Julie. Preso de un amor y un anhelo fervientes, sollocé:
—¡Julia! ¡Julia!
Entonces alguien gimió y suspiró detrás de las cortinas de una cama en el extremo de la habitación. Escuché con atención, los gemidos se volvían cada vez más temerosos. La imagen de Julie había desaparecido, decidido agarré un candelabro, corrí las cortinas de la cama y miré al interior. Cómo podría describir la sensación que me estremeció al ver al hombrecito, que yacía allí con el rostro juvenil, aunque contraído en un gesto de dolor, y en sueños suspiraba desde lo más profundo de su pecho:
—¡Giulietta! ¡Giulietta!
El nombre penetró como fuego en mi interior. El miedo me había abandonado, agarré al hombrecito y lo zarandeé con violencia, gritando:
—Eh, amigo, ¿qué está haciendo usted en mi habitación? ¡Despiértese y haga el favor de irse al diablo!
El hombrecito abrió los ojos y me lanzó una oscura mirada:
—Ha sido un mal sueño —dijo—. Gracias por despertarme.
Las palabras no sonaron más que como simples suspiros. No sé cómo ocurrió, pero el hombrecito me parecía ahora completamente distinto, incluso me pareció que el dolor que lo inundaba se metía en mi interior y toda mi ira se diluía en una profunda melancolía. Hicieron falta pocas palabras para averiguar que el portero, en un descuido, me había abierto la misma habitación que ya había tomado el hombrecito y que, por tanto, había sido yo el que había sacado al hombrecito de su sueño, al entrar allí sin ninguna consideración.
—Señor mío —dijo el hombrecito—, es probable que en la bodega yo le haya parecido un tanto alocado y dicharachero; atribuya mi conducta al hecho de que no puedo negar que de vez cuando se apodera de mí un espíritu alborotador que me saca de todos los límites de lo permitido y lo debido. ¿Acaso no le pasa nunca a usted eso mismo?
—¡Ay, Dios, sí! —respondí apocado—. Esta misma noche, al volver a ver a Julie.
—¿Julia? —graznó el hombrecito con una vez repelente, y un temblor recorrió su rostro, que, de repente, volvió a ser viejo—. Oh, déjeme descansar… ¡Tenga usted la bondad de cubrir el espejo, amigo mío! —esto lo dijo completamente agotado, volviendo la vista a la almohada.
—Señor mío —dije yo—, el nombre de mi amor perdido para siempre parece despertar en usted algunos extraños recuerdos, que incluso alteran ostensiblemente los agradables rasgos de su rostro. Pero espero pasar la noche tranquilamente con usted, por lo que voy a cubrir el espejo y a meterme en la cama ahora mismo.
El hombrecito se incorporó, su rostro juvenil me miró con mucha dulzura y bondad, me cogió la mano y dijo, apretándola suavemente:
—Que duerma bien, señor mío, ya veo que somos compañeros en la desgracia. ¿Acaso usted también…? Julia… Giulietta… Sea como sea ejerce usted sobre mí un poder irresistible… No puedo evitarlo… Tengo que revelarle el más profundo de mis secretos. Luego ódieme, luego desprécieme.
Mientras decía estas palabras, el hombrecito había ido incorporándose lentamente, se envolvió en un amplio batín blanco y se deslizó en silencio, como un fantasma, hasta el espejo, ante el cual se colocó. ¡Ay! Nítidos y claros me devolvía el espejo los dos candelabros, los objetos de la habitación, incluso a mí mismo: la figura del hombrecito no se veía en el espejo, ni un solo rayo reflejaba su rostro inclinado hacia él. Se volvió hacia mí, con una profunda desesperación en sus gestos me apretó las manos:
—Ahora ya conoce usted mi infinita desgracia —dijo—, Schlemihl, esa alma pura y buena, es envidiable en comparación conmigo, un ruin. Él vendió su alma sin pensar lo que hacía, pero ¡yo!… ¡Yo le di mi reflejo en el espejo a ella!… ¡A ella!… ¡Oh!… ¡Oh!… ¡Oh!
Gimiendo profundamente, apretando las manos contra los ojos, el hombrecito fue tambaleándose hasta la cama y se metió en ella rápidamente. Yo me quedé petrificado: recelo, desprecio, espanto, compasión, pena, ni yo mismo sé lo que se agitaba en mi pecho a favor y en contra de aquel hombrecito. Sin embargo, pronto empezó a roncar tan melodiosa y plácidamente que no pude resistir la fuerza narcótica de aquellos ruidos. Cubrí rápidamente el espejo, apagué las velas, me metí en la cama igual que él y me sumí en un profundo sueño. Debía ser ya de madrugada cuando un brillo cegador me despertó. Abrí los ojos y vi al hombrecito con el batín blanco y la gorra de dormir en la cabeza, sentado a la mesa de espaldas a mí y escribiendo afanosamente a la luz de los dos candelabros. Tenía un aspecto ciertamente fantasmagórico y sentí un escalofrío; de repente el sueño se apoderó de mí y volvió a llevarme a casa del consejero de Justicia, donde estaba sentado en la otomana al lado de Julie. Pero pronto me pareció como si todos los allí reunidos formaran parte de una graciosa muestra navideña en Fuchs, Weide, Schoch o cualquier otro por el estilo, y el consejero de Justicia una delicada figura de azúcar con chorreras de papel de escribir. Los árboles y los macizos de rosas crecían más y más. Julie se puso en pie y me alcanzó la copa de cristal de la que salían llamas azuladas. Entonces algo me tiró del brazo, el hombrecito estaba detrás de mí con el rostro de viejo y me susurraba:
—No bebas, no bebas… ¡Mírala bien! ¿No la has visto ya antes en los cuadros admonitorios de Brueghel, de Callot o de Rembrandt?
Me estremecí al ver a Julie, porque con su vestido plisado de mangas abullonadas y sus adornos en el cabello ciertamente se parecía a las atractivas vírgenes rodeadas de monstruos infernales de los cuadros de aquellos maestros.
—¿De qué tienes miedo? —dijo Julie—. Si te tengo a ti y a tu imagen del espejo…
Cogí la copa, pero el hombrecito saltó como una ardilla sobre mis hombros, moviendo las llamas con la cola y chillando muy contrariado:
—No bebas… No bebas.
Pero entonces todas las figuras de azúcar de la muestra cobraron vida y empezaron a mover de manera muy graciosa las manitas y los piececitos: el azucarado consejero de Justicia vino de puntillas hasta mí y dijo con una vocecita muy delicada:
—¿A qué viene todo este alboroto, amigo mío? ¿A qué viene todo este alboroto? Apóyese usted en sus adorables pies, pues hace ya mucho que me he dado cuenta de que camina usted por los aires, por encima de sillas y mesas.
El hombrecito había desaparecido, Julie ya no tenía la copa en la mano.
—¿Por qué no has querido beber? —dijo—. ¿Es que acaso esa llama tan pura y hermosa que salía de la copa no era el beso que te di una vez?
Intenté abrazarla, pero Schlemihl se interpuso diciendo:
—Ésta es Mina, la que se casó con Raskal.
Había pisoteado algunas figuras de azúcar que gemían mucho… Pero pronto éstas aumentaron a cientos y a miles, y brincaban a mi alrededor y se me subían encima en un horrible barullo multicolor, y zumbaban en mis oídos como un enjambre de abejas… El azucarado consejero de Justicia se me había subido hasta el lazo de la camisa y tiraba cada vez más de él.
—¡Maldito consejero de Justicia de azúcar! —grité y me desperté del sueño.
Era ya pleno día, las once de la mañana. «Todo esto del hombrecito seguro que no ha sido más que un sueño muy vivo», estaba pensando en el momento en que el camarero que entraba con el desayuno me informó de que el desconocido caballero que había dormido en la misma habitación que yo se había marchado por la mañana temprano y que dejaba saludos para mí. En la mesa, en la que por la noche había estado sentado el fantasmagórico hombrecillo, hallé un pliego recién escrito, cuyo contenido te voy a relatar, puesto que, indudablemente, se trata de su curiosa historia.
IV. LA HISTORIA DE LA IMAGEN PERDIDA DEL ESPEJO
Por fin había llegado el momento de que Erasmus Spikher pudiera hacer realidad el deseo que había abrigado toda la vida. Con el corazón contento y la bolsa bien llena se sentaba en un coche para abandonar su patria norteña y viajar hasta las hermosas y cálidas tierras meridionales. Su amada y devota esposa derramó miles de lágrimas y, después de limpiarle con sumo cuidado boca y nariz, alzó al pequeño Rasmus hasta el interior del coche para que el padre le diera aún unos besos de despedida.
—Que te vaya bien, mi querido Erasmus Spikher —dijo la mujer entre sollozos—, yo cuidaré bien de tu casa, no dejes de pensar en mí, seme fiel y no pierdas tu bonita gorra de viaje cuando te quedes dormido y, como acostumbras, saques la cabeza por la ventanilla.
Spikher se lo prometió.
En la hermosa Florencia, Erasmus encontró a algunos paisanos que, llenos de alegría vital y de ánimo juvenil, gozaban de los abundantes placeres que aquel adorable país ofrecía a raudales. Se les reveló como un audaz compañero de aventuras y, en los muy diversos y regocijantes festines que se organizaban, el espíritu particularmente alegre de Spikher y su talento para poner sensatez en sus alocadas travesuras les daba un particular brío. Así fue como los jóvenes (a Erasmus, que tenía solo veintisiete años, había que contarle entre ellos) asistían una noche a una fiesta muy alegre en el bosquecillo iluminado de un jardín espléndido y fragante. Todos, excepto Erasmus, habían llevado consigo a una encantadora donna. Los hombres lucían delicados atuendos de antiguo cuño alemán, las mujeres, fantásticas, llevaban relucientes vestidos de muchos colores, cada uno diferente, y parecían adorables flores andantes. Cada vez que alguna de ellas terminaba de cantar una canción de amor italiana acompañada del susurro de las mandolinas, los hombres entonaban una recia ronda alemana entre el alegre tintineo de las copas llenas de vino de Siracusa… Por algo Italia es el país del amor. La brisa nocturna susurraba como suspirando nostálgica, los aromas de azahar y de jazmín atravesaban el bosquecillo cual melodías de amor, mezclándose con el juego frívolo y delicioso que habían empezado aquellas adorables mujeres, empleando en él todas esas pequeñas y delicadas gracias que solo tienen las mujeres italianas. Friedrich, el más ardiente de todos, se puso en pie; con un brazo había rodeado a su donna y, alzando con el otro la copa llena de perlado vino de Siracusa, exclamó:
—¿Dónde pueden encontrarse el placer celestial y la dicha sino entre vosotras, adorables y espléndidas mujeres italianas? Vosotras sois el amor en persona… Pero tú, Erasmus —continuó volviéndose hacia Spikher—, tú no pareces sentir nada especial, porque no solo no has invitado a ninguna donna a nuestra fiesta en contra de todo lo prescrito, de todo uso y costumbre, sino que hoy estás tan triste y tan ensimismado que, de no ser porque al menos has bebido y cantado con ganas, creería que te has convertido de repente en un aburrido melancólico.
—Tengo que confesarte, Friedrich —contestó Erasmus—, que yo no puedo disfrutar de este modo. Ya sabes que he dejado atrás a una amada y devota esposa, a la que amo en lo más profundo de mi ser y a la que, obviamente, traicionaría si en este simple juego eligiera a una donna aunque solo fuera para una noche. Para vosotros, jovencitos solteros, esto es diferente, pero yo, como padre de familia…
Los jóvenes se rieron a carcajadas, porque Erasmus, al pronunciar las palabras «padre de familia» se había esforzado por cubrir su agradable rostro juvenil con serias arrugas, lo que resultó muy gracioso. La donna de Friedrich hizo que le tradujeran al italiano lo que Erasmus había dicho en alemán; luego se volvió hacia él con la mirada seria y dijo, levantando el dedo en un tono suavemente amenazador:
—¡Oh, frío, frío teutón!… ¡Ten mucho cuidado, aún no has visto a Giulietta!
En ese momento se oyó un rumor de hojas a la entrada del bosquecillo y de la noche oscura surgió a la tenue luz de las velas la estampa de una mujer maravillosa. Su blanco vestido, que solo le cubría a medias el pecho, los hombros y la nuca, con unas mangas anchas y abullonadas que le llegaban hasta los codos, caía en amplios y abundantes pliegues, el cabello peinado a raya desde la frente, recogido por detrás en muchas trenzas… Unos collares de oro en el cuello y unos ricos brazaletes enroscados en las muñecas completaban el anticuado atuendo de la joven que parecía un retrato andante de Rubens o del delicado Mieris.
—¡Giulietta! —gritaron asombradas las muchachas.
Giulietta, cuya belleza angelical resplandecía sobre todas las demás, dijo con una voz dulce y adorable:
—Dejadme que participe de vuestra hermosa fiesta, valientes jóvenes alemanes. Quiero ir con el que de vosotros no tenga alegrías ni amor.
Diciendo esto se volvió con mucha gracia hacia Erasmus y se sentó en el sillón que estaba vacío a su lado, puesto que se suponía que él también iba a llevar consigo a una donna. Las muchachas susurraban entre ellas:
—¡Mirad, oh, mirad lo hermosa que está hoy Giulietta! —y los jóvenes decían:
—Pero ¿qué es lo que tiene Erasmus? Pero ¿cómo se ha quedado con la más bella y se ha burlado de nosotros?
Desde la primera mirada que había lanzado a Giulietta, Erasmus había tenido una sensación tan especial que ni él mismo sabía qué era lo que se agitaba con tanta vehemencia dentro de sí. Al aproximarse a él, una fuerza desconocida se adueñó de su ser y le oprimió el pecho de tal modo que se quedó sin aliento. Con la mirada clavada en Giulietta y los labios petrificados, era incapaz de pronunciar una sola palabra mientras los jóvenes ensalzaban en voz alta el encanto y la belleza de la joven. Giulietta cogió una copa llena hasta el borde y se levantó, ofreciéndosela a Erasmus amablemente; éste la cogió, rozando suavemente los delicados dedos de Giulietta. Bebió y un fuego recorrió sus venas. Entonces Giulietta preguntó en broma:
—¿Seré entonces vuestra donna?
Pero Erasmus, como enloquecido, se postró a los pies de Giulietta, apretó las manos de ella contra su pecho y exclamó:
—¡Sí, eres tú, a ti te he amado siempre, a ti, imagen angelical!… ¡Te he visto en mis sueños, tú eres mi dicha, mi felicidad, lo más sublime de mi vida!
Todos pensaron que a Erasmus se le había subido el vino a la cabeza, porque nunca lo habían visto así, parecía otra persona.
—Sí, tú, tú eres mi vida, tú ardes en mi interior con un fuego abrasador. Déjame sucumbir… sucumbir, solo a ti, solo quiero ser tú… —así gritaba Erasmus, pero Giulietta lo cogió dulcemente entre sus brazos; ya más tranquilo, se sentó a su lado y pronto volvió a empezar el alegre juego amoroso con las alegres chanzas y los cantos que se habían interrumpido. Cuando Giulietta cantaba era como si de lo más profundo de su pecho saliera música celestial, jamás oída, encendiendo en todos un placer desconocido, tan solo intuido hasta ese momento. Su maravillosa voz, plena y cristalina, encerraba en sí un misterioso ardor que se apoderaba de todos los espíritus. Todos los jóvenes abrazaban a su donna con más fuerza y las miradas irradiaban mayor fogosidad. Un resplandor rojizo anunciaba ya la llegada del alba y Giulietta aconsejó poner fin a la fiesta. Así se hizo. Erasmus se dispuso a acompañar a Giulietta, pero ella lo rechazó y le señaló la casa en la que podría encontrarla en otro momento. Mientras los jóvenes entonaban una ronda alemana para poner fin a la fiesta, Giulietta había desaparecido del bosquecillo; se la vio atravesando un lejano paseo en medio de la fronda detrás de dos sirvientes que la precedían con unas antorchas. Erasmus no se atrevió a seguirla. Entonces los jóvenes cogieron cada uno del brazo a su donna y se marcharon todos contentos. Al final, con su pequeño criado alumbrándole con la antorcha, los siguió también Erasmus, completamente aturdido y destrozado en su interior por la nostalgia y el tormento de la pasión. Como los amigos lo habían abandonado, se dirigió a su casa atravesando una calle un tanto apartada. La aurora estaba ya en su cenit, el criado apagó la antorcha en los adoquines, pero entre las chispas que saltaron apareció de repente ante Erasmus una extraña figura, un hombre alto y enjuto de afilada nariz de azor, ojos brillantes y boca torcida con un gesto maligno, que llevaba una levita roja como el fuego con relucientes botones de acero. Se echó a reír y dijo con una voz chillona muy desagradable:
—¡Vaya, vaya!… Parece usted salido de un viejo libro de estampas con esa capa, ese jubón acuchillado y ese birrete de plumas… Tiene usted un aspecto muy divertido, señor Erasmus, pero ¿acaso quiere ser el hazmerreír de la gente? Vuélvase usted tranquilamente a su tomo de pergamino.
—¿Qué más le da a usted cómo me visto? —dijo Erasmus enfadado mientras intentaba pasar echando a un lado al tipo de rojo, el cual le gritó a sus espaldas:
—Bueno, bueno… no corra tanto, a casa de Giulietta sí que no puede ir usted ahora.
Erasmus se volvió rápidamente.
—¿Qué dice usted de Giulietta? —gritó con voz frenética, agarrando al tipo de rojo por la pechera. Pero éste se volvió veloz como el rayo y, antes de que Erasmus se diera cuenta, había desaparecido. Erasmus se quedó perplejo, con el botón de acero que le había arrancado al de rojo en la mano.
—Ése era el curandero, el signor Dapertutto, ¿qué quería de usted? —dijo el criado, pero a Erasmus le entraron escalofríos y se apresuró a llegar a casa.
Giulietta recibía a Erasmus con toda la fantástica gracia y amabilidad que le eran propias. Sabía oponer una actitud dulce e indiferente a la alocada pasión que encendía a Erasmus. Solo de vez en cuando sus ojos centelleaban y Erasmus sentía cómo lo estremecían unos leves temblores que salían de su interior cuando a veces le dirigía una extraña mirada. Ella nunca le dijo que lo amaba, pero todo en su forma de tratarlo le hacía intuir claramente que era así, y los lazos que lo envolvían eran cada vez más fuertes. Ante sus ojos se abrió una auténtica vida de esplendor; rara vez veía a los amigos porque Giulietta lo había introducido en un círculo desconocido.
En una ocasión se encontró con Friedrich, que no lo dejó marchar, y como Erasmus se enterneciera tras algún que otro recuerdo de su patria y de su casa, Friedrich le dijo:
—¿No sabes, Spikher, que has conocido a gente muy peligrosa? Tienes que haberte dado cuenta ya de que la hermosa Giulietta es una de las cortesanas más astutas que ha habido jamás. Se cuentan de ella un sinfín de historias misteriosas y extrañas que la pintan a una luz muy particular. Que cuando quiere ejerce un poder irresistible sobre las personas y las envuelve en unos lazos indisolubles es algo que puedo ver ya en ti: has cambiado por completo, estás completamente entregado a la seductora Giulietta, ya no piensas en tu amada y devota esposa.
Entonces Erasmus se llevó las manos a la cara y, entre fuertes sollozos, pronunció el nombre de su esposa. Friedrich se dio buena cuenta de que había empezado una dura lucha interior.
—Spikher —prosiguió—, vayámonos a toda prisa.
—Sí, Friedrich —exclamó Spikher con determinación—, tienes razón. No sé cómo de repente se apoderan de mí siniestros y terribles presentimientos… Tengo que marcharme, tengo que marcharme hoy mismo.
Ambos amigos iban a toda prisa por la calle cuando se les cruzó el signor Dapertutto; se rió de Erasmus en su propia cara y dijo:
—Ay, apuraos, apuraos todo lo que podáis, Giulietta ya está esperando con el corazón lleno de nostalgia y los ojos llenos de lágrimas… ¡Ay, apuraos, apuraos!
Erasmus sintió como si le alcanzara un rayo.
—Ese tipo —dijo Friedrich—, ese ciarlatano me resulta repugnante hasta en lo más profundo de mi ser, y que entre y salga de casa de Giulietta y le venda sus esencias milagrosas…
—¿Qué? —exclamó Erasmus—. ¿Ese tipo repelente en casa de Giulietta… en casa de Giulietta?
—Pero ¿dónde habéis estado tanto tiempo? Todos os están esperando, ¿es que no habéis pensado en mí? —dijo una dulce voz desde el balcón.
Era Giulietta, ante cuya casa los amigos se habían detenido sin darse cuenta. Erasmus entró de un salto.
—Ya está dentro y sin posibilidad de salvación —dijo Friedrich en voz baja, y se alejó cruzando la calle.
Giulietta nunca había estado tan encantadora, llevaba el mismo vestido que en aquella ocasión en el jardín, resplandecía en la plenitud de su belleza y en su juvenil encanto. Erasmus se había olvidado de todo lo que había hablado con su amigo: la dicha suprema, el encanto supremo lo seducían de un modo irresistible, pero tampoco nunca hasta entonces Giulietta le había hecho ver así, sin reservas, su ferviente amor. Solo parecía verlo a él, ser solo para él… En una villa, que Giulietta había alquilado para el verano, iba a celebrarse una fiesta. Allí se dirigieron. Entre los presentes había un joven italiano de tipo muy feo y aún más feas costumbres que se afanaba mucho en torno a Giulietta y acabó despertando los celos de Erasmus, el cual, lleno de rabia, se apartó y se puso a caminar de arriba abajo por una de las avenidas laterales del jardín. Giulietta fue a buscarlo:
—¿Qué te pasa?… ¿Es que no eres todo mío?
Diciendo esto lo rodeó con sus delicados brazos y le estampó un beso en los labios. Rayos de fuego lo atravesaron, con frenética furia amorosa apretó a la amada contra su pecho y exclamó:
—¡No, no te dejaré, ni aunque sucumba en la más denigrante perdición!
Al oír estas palabras, Giulietta sonrió de una forma extraña y le miraba de esa extraña forma que siempre le hacía estremecerse hasta lo más profundo de su ser. Regresaron a la recepción. El repelente joven italiano se puso entonces en el papel de Erasmus; empujado por los celos profería un sinfín de espinosas ofensivas contra los alemanes, y en particular contra Spikher. Éste, al final, ya no pudo soportarlo más y se lanzó raudo sobre el italiano.
—Deje ya —dijo— sus indignas pullas contra los alemanes y contra mí; de lo contrario le arrojaré a ese estanque para que aprenda usted a nadar.
En ese momento un puñal brilló en la mano del italiano; entonces Erasmus le cogió furioso del cuello y le tiró al suelo; un fuerte puntapié en la nuca y el italiano entregó su espíritu con un estertor… Todos se lanzaron sobre Erasmus, estaba aturdido… Notó cómo lo agarraban, cómo se lo llevaban de allí. Cuando despertó como de un profundo aturdimiento, yacía en un pequeño gabinete a los pies de Giulietta, que, con la cabeza reclinada sobre él, lo sostenía con ambos brazos.
—Oh, malvado, malvado alemán —dijo con infinita suavidad y dulzura—. ¡Cuánta angustia me has hecho pasar! Te he salvado del peligro inmediato, pero ya no estás seguro en Florencia, en Italia. Tienes que marcharte, tienes que abandonarme, a mí, que tanto te amo.
La idea de la separación destrozó a Erasmus con un dolor y una pena innombrables.
—Deja que me quede —gritó—, soportaré gustoso la muerte, ¿es que morir es peor que vivir sin ti?
Entonces le pareció como si una voz suave y lejana pronunciara dolorosamente su nombre. ¡Ay! Era la voz de la devota esposa alemana. Erasmus guardó silencio y Giulietta preguntó de una forma muy rara:
—¿Estás pensando en tu mujer?… Ay, Erasmus, muy pronto me olvidarás.
—Si pudiera ser eternamente tuyo, tuyo para siempre… —dijo Erasmus.
Estaban justo delante del amplio y hermoso espejo que había en la pared del gabinete y a cuyos lados ardían unas luminosas velas. Giulietta abrazó a Erasmus con más fuerza, con más pasión, susurrándole al oído:
—Déjame tu reflejo en el espejo, amado mío, será para mí y se quedará conmigo para siempre.
—Giulietta —exclamó Erasmus muy asombrado—, ¿qué quieres decir?… ¿Mi imagen reflejada en el espejo?
Mientras decía esto, miró al espejo que le devolvió la imagen de él y de Giulietta en un dulce y amoroso abrazo.
—Y ¿cómo podrías quedarte con mi reflejo —continuó diciendo—, que va conmigo a todas partes y sale a mi encuentro en todas las aguas cristalinas, en todas las superficies bruñidas?
—¿Ni siquiera —dijo Giulietta—, ni siquiera me concedes ese sueño de tu yo que brilla en el espejo, tú que querías ser mío en cuerpo y alma? ¿Ni siquiera ha de quedarse conmigo tu imagen inconstante para caminar a mi lado por la pobre vida que, ahora que tú has de huir, se quedará sin placeres y sin amor?
Ardientes lágrimas manaron de los hermosos ojos oscuros de Giulietta. Entonces Erasmus gritó, en el delirio de su mortal pena de amor:
—¿Es que tengo que alejarme de ti?… Si tengo que marcharme, entonces que mi reflejo se quede aquí eternamente y para siempre. Ningún poder… ni siquiera el diablo podrá arrebatártelo hasta que me tengas en cuerpo y alma.
Los besos de Giulietta ardieron como fuego en su boca una vez dicho esto, luego le soltó y, anhelante, extendió los brazos hacia el espejo. Erasmus vio cómo su imagen salía de él independientemente de sus movimientos, cómo se deslizaba hasta los brazos de Giulietta y cómo desaparecía con ella envuelta en una extraña fragancia. Un sinfín de voces horribles cuchichearon y se rieron con infernal escarnio; presa de la lucha mortal con el más profundo de los horrores, cayó al suelo inconsciente, pero la terrible angustia, el horror, lo sacaron de su aturdimiento y, en medio de una abundante y espesa oscuridad, fue a tientas hasta la puerta y bajó las escaleras. A la puerta de la casa, alguien lo sujetó y lo subió a un coche que partió a toda prisa.
—Parece que está usted un poco alterado —dijo en alemán el hombre que acababa de sentarse a su lado—. Está usted un poco alterado, pero ahora va a ir todo de maravilla, si es que quiere usted ponerse en mis manos. Giuliettita ya ha hecho lo suyo y me ha recomendado a usted encarecidamente. Usted también es un joven muy adorable, con una sorprendente inclinación a esas chanzas tan gratas que a nosotros, a Giuliettita y a mí, tanto nos complacen. Eso sí que fue un buen puntapié alemán en la nuca. Cómo le colgaba la lengua hasta el cuello, toda amoratada, a aquel amoroso… era muy divertido, y cómo chillaba y gemía y no podía ni levantarse… ja, ja, ja.
La voz del hombre era tan repugnantemente sarcástica, su cháchara tan horripilante, que sus palabras se clavaron en el pecho de Erasmus como puñales.
—¡Sea quien sea usted —dijo Erasmus—, no hable, no hable de ese espantoso hecho que tanto lamento!
—¡Lamentar, lamentar! —replicó el hombre—. Entonces ¿lamenta también haber conocido a Giulietta y haber conquistado su dulce amor?
—¡Ay, Giulietta, Giulietta! —suspiró Erasmus.
—Bueno —continuó diciendo el hombre—, qué infantil es usted, quiere y desea cosas, pero todo tiene que marchar por un mismo camino sin baches. Ciertamente es una fatalidad que haya tenido usted que abandonar a Giulietta, pero, si se quedara aquí, yo podría librarle de todos los puñales de sus perseguidores y también de nuestra querida justicia.
La idea de poder quedarse junto a Giulietta se adueñó de Erasmus con todas sus fuerzas.
—Y ¿cómo sería eso posible? —preguntó.
—Conozco —continuó diciendo el hombre— un remedio mágico que dejará ciegos a sus perseguidores: en resumen, que hace que lo vean a usted siempre con otro rostro y que no vuelvan a reconocerlo jamás. En cuanto sea de día tendrá usted la bondad de mirarse un buen rato fijamente en algún espejo y, sin dañarlo en lo más mínimo, llevaré a cabo ciertas operaciones en su reflejo y quedará protegido, y entonces podrá vivir con Giulietta sin ningún peligro, gozando de todo y con absoluta felicidad.
—¡Qué espantoso, qué espantoso! —gritó Erasmus.
—¿Qué es lo que es espantoso, mi queridísimo amigo? —preguntó el hombre con sarcasmo.
—Ay, es que yo… he, yo… he… —empezó a decir Erasmus.
—¿… dejado su reflejo?… —terció el hombre rápidamente—, ¿dejado su reflejo en casa de Giulietta?… ¡Ja, ja, ja! ¡Bravissimo, querido amigo! Ahora puede correr por campos y bosques, por ciudades y pueblos, hasta que encuentre a su esposa junto con el pequeño Rasmus y volver a ser un padre de familia, aunque sin reflejo, algo de lo que su mujer tampoco se dará cuenta, pues lo tendrá en persona, mientra que Giulietta no tendrá más que un yo de ensueño reflectante.
—Cállese, malvado —gritó Erasmus.
En ese momento se acercó una comitiva que cantaba alegremente, y llevaba unas antorchas que iluminaron el coche. Erasmus vio el rostro de su acompañante y reconoció al horrible doctor Dapertutto. De un brinco se apeó y echó a correr hacia la comitiva, puesto que a lo lejos había reconocido la armoniosa voz de bajo de Friedrich. Los amigos regresaban de una comida campestre. Rápidamente Erasmus informó a Friedrich de todo lo ocurrido, y solo le ocultó lo de la pérdida de su reflejo. Friedrich se adelantó con él a la ciudad e hicieron tan rápido los preparativos que, al romper el alba, Erasmus ya se había alejado un buen trecho de Florencia en un veloz corcel… Anotó algunas de las aventuras que le acontecieron en el viaje. La más curiosa de todas fue el incidente que, por vez primera, le hizo sentir de una forma muy rara la pérdida de su reflejo. Como el caballo estaba cansado, acababa de detenerse en una gran ciudad y, sin malicia alguna, se sentó a la mesa de la posada, que estaba muy llena de gente, sin darse cuenta de que frente a él había un hermoso y reluciente espejo. Un diabólico camarero que estaba detrás de su silla se dio cuenta de que en el espejo la silla seguía vacía y no se reflejaba nada de la persona que estaba sentada en ella. Le comunicó lo que había observado al vecino de Erasmus, éste a su vez al que tenía a su lado, y por toda la mesa corrieron murmullos y susurros, mientras miraban a Erasmus y luego al espejo. Erasmus aún no se había dado cuenta de que todo ese revuelo tenía que ver con él cuando un hombre muy serio se levantó de la mesa, lo llevó delante del espejo, miró en él y luego, volviéndose hacia los presentes, dijo bien alto:
—¡Es verdad, no se refleja!
—¡No se refleja… no se refleja! —gritaban todos alborotados—. ¡Un mauvais sujet, un homo nefas, echadlo de aquí!
Lleno de rabia y de vergüenza, Erasmus echó a correr a su habitación, pero no había hecho más que llegar cuando la policía le informó de que debía presentarse en el plazo de una hora ante las autoridades con su reflejo completo, completamente igual a él, o abandonar la ciudad. Se apresuró a marcharse, seguido por el populacho ocioso, por los chicos de la calle, que gritaban a sus espaldas:
—¡Ahí va, el que ha vendido su reflejo al diablo, ahí va!
Por fin llegó a campo abierto. Ahora, allí donde llegaba, so pretexto de una aversión natural a todo reflejo, mandaba cubrir rápidamente todos los espejos, y por eso lo llamaban en broma general Suvárov, porque éste hacía lo mismo.
Al llegar a su patria y a su casa, su amada esposa y el pequeño Rasmus lo recibieron con alegría, y pronto le pareció que la tranquila y pacífica vida doméstica podría hacerle olvidar la pérdida de su reflejo. Un día, cuando ya había apartado por completo a la hermosa Giulietta de sus pensamientos, estaba jugando con el pequeño Rasmus, que tenía las manitas llenas de hollín y le untó con él la cara.
—¡Ay, papá, papá, te he manchado de negro, mira!
Eso dijo el pequeño y, antes de que Sipkher pudiera impedirlo, cogió un espejo que, mirándose él también, colocó delante de su padre… Pero al punto soltó el espejo llorando y echó a correr a su habitación. Poco después entró la esposa, con asombro y terror en el semblante.
—¿Qué es lo que me ha contado Rasmus de ti? —dijo.
—Que no me reflejo en el espejo, ¿verdad, querida? —la interrumpió Erasmus con una sonrisa forzada, intentando demostrar que era una tontería creer que alguien podía perder su reflejo en el espejo, aunque en suma no se perdía mucho con ello, puesto que toda imagen reflejada en un espejo no era más que una ilusión, que la contemplación de uno mismo conducía al envanecimiento y que, además, una imagen así dividía el propio yo en sueño y realidad. Mientras decía esto, la mujer había quitado rápidamente el paño que cubría un espejo que tenían en el cuarto de estar. Miró en él y cayó al suelo como alcanzada por un rayo. Spikher la levantó pero, apenas hubo recuperado el conocimiento, lo apartó con repugnancia.
—¡Déjame! —gritó—. ¡Déjame, hombre abominable! Tú no eres, tú no eres mi marido, no… Tú eres un espíritu infernal, que me quiere robar la dicha, que me quiere llevar a la perdición… ¡Fuera, déjame, no tienes ningún poder sobre mí, condenado!
Su voz resonó por todo el cuarto de estar y por la sala, los sirvientes acudieron espantados y Erasmus salió a toda velocidad de la casa, lleno de rabia y de desesperación. Como empujado por una indómita locura, atravesó corriendo los solitarios caminos del parque que había junto a la ciudad. La figura de Giulietta se le apareció con angelical belleza; entonces exclamó:
—¿Así es como te vengas, Giulietta, por haberte abandonado y entregado solo mi reflejo en vez de a mí mismo? Ay, Giulietta, quiero ser tuyo en cuerpo y alma, ella me ha echado, ella, por la que yo te sacrifiqué, Giulietta, Giulietta, quiero ser tuyo en cuerpo y alma.
—Eso puede hacerlo muy bien, queridísimo amigo —dijo el signor Dapertutto a quien, de repente, vio justo a su lado con su levita escarlata y los relucientes botones de acero. Fueron palabras de consuelo para el desdichado Erasmus, de ahí que no prestara atención al rostro feo y malicioso de Dapertutto; se detuvo y preguntó en un tono muy lastimero:
—¿Cómo voy a volver a encontrarla, a ella, que para mí está perdida para siempre?
—De eso nada —respondió Dapertutto—, no está muy lejos de aquí y, asombrosamente, anhela sobremanera su estimada persona, estimado amigo, pues, como usted ve, la imagen de un espejo no es más que una vil ilusión. Por cierto, tan pronto como esté convencida de que tiene su estimada persona, es decir, en cuerpo, vida y alma, le devolverá su grato reflejo, listo e intacto.
—¡Lléveme hasta ella… hasta ella! —gritó Erasmus—. ¿Dónde está?
—Solo hace falta una nimiedad —le interrumpió Dapertutto— antes de que vea usted a Giulietta y pueda entregarse a ella a cambio de su reflejo. Usted no puede disponer por completo de su apreciada persona, puesto que está atado por ciertos lazos que primero es preciso desatar… Su amada esposa y su prometedor hijito…
—¿Qué significa eso? —dijo Erasmus muy sobresaltado.
—Una disolución irrelevante de esos lazos —continuó diciendo Dapertutto— podría llevarse a efecto de una manera muy humana. Ya sabe usted de Florencia que sé preparar con mucha habilidad algunos medicamentos maravillosos: aquí a mano tengo uno de esos remedios caseros. Solo con que aquellos que son un obstáculo entre usted y la amada Giulietta prueben unas gotas se desplomarán sin decir palabra y sin gestos de dolor. Cierto que a eso lo llaman morir, y que la muerte ha de ser amarga; pero ¿acaso no es adorable el sabor de las almendras amargas? Y solo tiene esa amargura la muerte que encierra este frasquito. Justo en el momento en que se desplomen tan felices, su apreciada familia emanará un grato aroma a almendras amargas… Tenga, queridísimo amigo.
Y le tendió a Erasmus una pequeña redoma.
—Individuo abominable —gritó éste—, ¿he de envenenar a mi mujer y a mi hijo?
—¿Quién habla de veneno? —terció el de rojo—. En la redoma no hay más que un remedio casero de muy buen sabor. Tendría otros medios a mi disposición para procurarle su libertad, pero con usted me gustaría resultar natural, humano, bueno, eso es lo que más me gusta. ¡Cójalo tranquilo, amigo mío!
Erasmus tenía la redoma en la mano, ni él mismo sabía cómo. Sin pensar en nada corrió a casa y se metió en su habitación. La esposa había pasado la noche entre miles de angustias y tormentos, sin dejar de afirmar que el que había regresado no era su marido, sino un espíritu infernal que había adoptado su figura. En cuanto Spikher entró en la casa, todos salieron volando atemorizados, únicamente el pequeño Rasmus se atrevió a acercarse a él y a preguntarle ingenuamente por qué no traía su reflejo, que a su madre le iba a entrar una pena de muerte. Furioso, Erasmus se quedó mirando al pequeño, aún llevaba en la mano la redoma de Dapertutto. El pequeño llevaba en el brazo su paloma preferida, y así sucedió que esta acercó el pico a la redoma y picoteó el tapón; al instante inclinó la cabeza: estaba muerta. Erasmus dio un salto, horrorizado.
—¡Traidor! —gritó—. ¡No me vas a convencer para que cometa un acto infernal!
Arrojó por la ventana abierta la redoma que se rompió en mil pedazos sobre los adoquines del patio. Un agradable olor a almendras subió y se extendió por la sala. El pequeño Rasmus se había marchado corriendo, asustado. Spikher pasó todo el día torturado por mil tormentos, hasta que llegó la medianoche. Entonces la imagen de Giulietta fue cobrando cada vez más vida en su interior. En una ocasión, en presencia de él, se le había roto un collar de esas pequeñas cuentas que las mujeres llevan como si fueran perlas. Como habían estado en el cuello de Giulietta, al recoger las cuentas se había guardado una rápidamente y la conservaba con gran fidelidad. Ahora la sacó y, mientras la contemplaba, dirigió sus pensamientos a la amada perdida. Fue como si de la perla saliera aquella mágica fragancia que en otro tiempo lo envolvía cuando estaba cerca de Giulietta.
—Ay, Giulietta, verte aunque sea una sola vez más y luego sucumbir a la perdición y al oprobio.
Apenas había pronunciado estas palabras cuando en el pasillo, delante de la puerta, empezó a oír un suave crepitar. Oyó unos pasos… y llamaron a la puerta de la habitación. Erasmus se quedó sin aliento por la angustia y la esperanza de un presentimiento. Abrió. Giulietta entró con suma hermosura y gracia. Loco de amor y de deseo la estrechó entre sus brazos.
—Aquí estoy, amado mío —dijo en voz baja y suave—, pero ¡mira con cuánta fidelidad he guardado tu reflejo!
Ella retiró el paño del espejo, Erasmus vio encantado su imagen, pegado a Giulietta; sin embargo, como si él no existiera, no reflejaba ninguno de sus movimientos. Erasmus sintió escalofríos.
—Giulietta —exclamó—, ¿es que mi amor por ti va a volverme loco?… Dame mi reflejo, tómame a mí en cuerpo, vida y alma.
—Todavía hay algo que se interpone entre nosotros, querido Erasmus —dijo Giulietta—, ya lo sabes… ¿No te ha dicho Dapertutto…?
—Por Dios, Giulietta —la interrumpió Erasmus—, si solo puedo ser tuyo de ese modo, prefiero morir.
—Dapertutto —continuó diciendo Giulietta— no tiene por qué inducirte a cometer algo así. Claro que es espantoso que un voto y una bendición sacerdotal tengan tanto poder, pero eres tú el que tiene que deshacer el lazo que te ata, porque de lo contrario nunca serás mío del todo, y para ello hay un remedio mejor que el que te ha propuesto Dapertutto.
—¿En qué consiste? —preguntó Erasmus ansioso.
Entonces Giulietta le pasó el brazo por la nuca y, apoyando la cabeza sobre su hombro, le susurró suavemente:
—Escribes en una hojita tu nombre, Erasmus Spikher, al pie de estas pocas palabras: «Otorgo a mi buen amigo Dapertutto poder sobre mi esposa y mi hijo para que haga y deshaga con ellos lo que le venga en gana y rompa el lazo que me ata, porque, a partir de ahora, quiero pertenecer con mi cuerpo y con mi alma inmortal a Giulietta, a la que he escogido como esposa y a la que siempre estaré unido por un voto especial».
Erasmus sintió un temblor y un estremecimiento que recorrían todo su cuerpo. En sus labios ardían besos de fuego, en la mano tenía la hojita que le había dado Giulietta. De repente, con un tamaño gigantesco, Dapertutto apareció detrás de Giulietta, tendiéndole una pluma de metal. En ese mismo instante, a Erasmus se le reventó una venita de la mano izquierda y empezó a salir sangre.
—Mójala, mójala… escribe, escribe —chilló el de rojo.
—Escribe, escribe, mi eterno, mi único amado —susurró Giulietta.
Ya había llenado la pluma de sangre y se disponía a escribir cuando la puerta se abrió y entró una figura blanca que, con sus fantasmales ojos fijos en Erasmus, exclamó en tono lúgubre, llena de dolor:
—Erasmus, Erasmus, ¿qué estás haciendo?… ¡Por el amor del Redentor, desiste de tan horripilante acción!
Erasmus, reconociendo en la admonitoria figura a su mujer, apartó la hoja y la pluma… Unos rayos centelleantes salieron de los ojos de Giulietta: tenía el rostro espantosamente descompuesto, su cuerpo era un ascua ardiente.
—Desiste de mí, criatura infernal, no tendrás ni una sola parte de mi alma. En nombre del Redentor aléjate de mí. Serpiente… el infierno arde en ti.
Esto gritó Erasmus y, con la fuerza de su puño, apartó a Giulietta, que aún lo tenía abrazado. Se oyeron entonces alaridos y lamentos en un tono desagradable y cortante, y se oyó un rumor, como si unas negras alas de cuervo rondaran por la habitación. Giulietta y Dapertutto desaparecieron entre un humo espeso y maloliente que parecía salir de las paredes y apagaba las velas. Por fin los rayos del alba entraron por la ventana. Erasmus fue enseguida a ver a su mujer. La encontró serena y afable. El pequeño Rasmus estaba sentado en su cama, ya muy despierto; ella le tendió la mano al marido exhausto, diciéndole:
—Ahora sé todo lo malo que te ha acontecido en Italia, y lo lamento de todo corazón. El poder del enemigo es muy grande y, como está entregado a todos los vicios posibles, también roba mucho y no ha podido resistirse al deseo de quitarte perversamente tu apuesto reflejo, en todo igual a ti… ¡Mira en aquel espejo, mi amado, mi bondadoso marido!
Spikher lo hizo, temblando de pies a cabeza, con semblante muy lastimero. El espejo siguió reluciente y transparente, no se veía en él a ningún Erasmus Spikher.
—En esta ocasión —continuó diciendo la mujer—, es mucho mejor que el espejo no refleje tu imagen, porque tienes un aspecto muy ridículo, querido Erasmus. Pero seguro que tú mismo comprenderás que sin reflejo eres el hazmerreír de la gente y no puedes ser un padre de familia honrado y perfecto, que infunda respeto a su esposa e hijos. Rasmito también se ríe ya de ti y dice que va a pintarte un bigote de carbón porque no podrás verlo. Así que vete a recorrer un poco el mundo y trata de quitarle al diablo tu reflejo. Cuando lo tengas, te recibiré de todo corazón. Dame un beso —Spikher se lo dio— y bueno… ¡que tengas buen viaje! Mándale a Rasmus de vez en cuando un par de pantaloncitos nuevos, siempre anda de rodillas y necesita muchos. Y, si vas a Núremberg, como buen padre, cómprale también un húsar de muchos colores y un dulce de especias. ¡Que te vaya muy bien, querido Erasmus!
La mujer se dio la vuelta y se durmió. Spikher levantó al pequeño Rasmus y lo estrechó contra su corazón, pero, como gritaba mucho, volvió a dejarlo en el suelo y se marchó por el ancho mundo. En una ocasión se encontró con cierto Peter Schlemihl, que había vendido su sombra; decidieron ir juntos, de modo que Erasmus Spikher proyectara la necesaria sombra y Peter Schlemihl, en cambio, reflejara la correspondiente imagen en el espejo: pero no dio resultado.
FIN DE LA HISTORIA DE LA IMAGEN PERDIDA DEL ESPEJO
POSDATA DEL VIAJERO ENTUSIASTA
¿Qué es lo que me está mirando en ese espejo?… ¿De verdad soy yo?… Oh, Julie… Giulietta… imagen celestial… espíritu infernal… tormento y éxtasis… anhelo y desesperación… Ya ves, mi querido Theodor Amadeus Hoffmann, que un extraño y oscuro poder se presenta en mi vida con demasiada frecuencia y, engañándome mientras duermo con los mejores sueños, me pone unas figuras muy extrañas en el camino. Absorto en las apariciones de la noche de San Silvestre, estoy a punto de creer que aquel consejero de Justicia era realmente de azúcar, su té la exhibición de Navidad o de Año Nuevo de una confitería, y la encantadora Julie aquel seductor retrato femenino de Rembrandt o de Callot que le robó al desdichado Erasmus Spikher el apuesto reflejo que era igual a él. ¡Perdónamelo!
Fin
E.T.A. Hoffmann. Escritor y músico alemán, nació en Könisberg el 24 de enero de 1776. Está considerado uno de los grandes escritores del romanticismo alemán, de gran influencia en generaciones posteriores de escritores. Su labor como compositor, sin embargo, quedó eclipsada por su carrera literaria, dedicada principalmente al género fantástico y al horror.
De entre sus obras destacan sus relatos, reunidos en Piezas fantásticas, con obras como Vampirismo o Los autómatas. También hay que mencionar Los elixires del diablo (1815), una exquisita obra maestra de lo grotesco. Como dramaturgo, Hoffman escribió Ondina, ópera considerada precedente de la corriente operística romántica.
E.T.A. Hoffman murió en Berlín el 25 de junio de 1822.