La amante del demonio
Hacia el ocaso de ese día, que había pasado en Londres, la señora Drover se dirigió hacia su casa, que tenía cerrada, para recoger algunas cosas que deseaba llevarse. Unas eran suyas, otras de su familia que ahora vivía en el campo. Era un día de finales de agosto, pesado y nuboso; en aquel momento, los árboles del paseo relucían iluminados por un amarillento sol de atardecer húmedo. Por entre las nubes bajas, cargadas de tormenta, asomaban retazos de chimeneas y parapetos. En su calle familiar reinaba una atmósfera irreal. Un gato jugueteaba por aquellos lugares, pero ninguna mirada humana observaba el regreso de la señora Drover. Colocándose algunos paquetes bajo el brazo, introdujo con lentitud la llave en una cerradura poco dispuesta a recibirla y, tras darle una vuelta, empujó la puerta con un golpe de rodilla. Un hálito muerto salió a su encuentro, mientras la mujer penetraba en el interior.
La ventana de la escalera estaba cerrada, por lo que el vestíbulo se hallaba a oscuras. Pero una puerta permanecía entreabierta. La señora Drover la cruzó, entró y abrió la ventana. Era una mujer prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja de lo que estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales parecidas a arañazos sobre el parquet. Aunque no había mucho polvo, cada objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como la única ventilación procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en un arcón del dormitorio.
Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la casa, pues el portero que la cuidaba, junto con otras de la vecindad, estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él. Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.
Un rayo de luz se filtraba por una rendija y cruzaba el vestíbulo. Se detuvo sorprendida ante la mesa del vestíbulo: había una carta para ella.
Pensó primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quién se le ocurriría echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era un circular, ni una factura. Y en la oficina de correos no enviaban al campo las cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de regreso), no podía saber que ella vendría a Londres aquel día —su visita tenía el propósito de la sorpresa—, por lo que su negligencia en lo referente a aquella carta, abandonada allí, en medio del polvo, la anonadaba. Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si no… Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió la luz. Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta nacía del hecho de que la atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:
Querida Kathleen:
No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversario, y el día que acordamos. Los años han pasado lenta y rápidamente. En vista de que nada ha cambiado, tengo confianza en que habrás mantenido tu promesa. Me apenó el hecho de que dejaras Londres, pero me satisfacía saber que estarás de vuelta a tiempo. Debes esperarme, por tanto, a la hora convenida.
Hasta entonces,
K.
La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajo las huellas del lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para quitarle el polvo, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el día de la boda colgaban alrededor de su flaco cuello y se ocultaban dentro del escote en forma de V de su suéter de lana rosa, tejido por su hermana mientras todos se reunían alrededor del fuego. La opresión normal de la señora Drover era de impaciencia controlada, pero de asentimiento. Desde el nacimiento del tercero de sus hijos, atacada por una enfermedad grave, tenía un tic muscular intermitente en la comisura izquierda de la boca, pero a pesar de ello podía sostener una expresión que era, a la vez, enérgica y tranquila.
Volviéndose de espaldas a su propia imagen, de un modo tan precipitado como el empleado para buscarla, se dirigió al arcón donde se hallaban sus cosas, abrió la cerradura, levantó la tapa y se puso de rodillas para revolverlo. Cuando empezó a descargar el aguacero, no pudo contener una fugaz mirada por encima de su hombro hacia la cama, donde estaba la carta. Tras la cortina de agua, la campana de la iglesia, que todavía se mantenía en pie, desgranó seis campanadas mientras la mujer, con temor creciente, contaba cada uno de los lentos toques.
«La hora convenida… ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a pensar…? Después de veinticinco años…»
La jovencita que hablaba con el soldado en el jardín no había visto su rostro por entero. La oscuridad era absoluta, y ellos se despedían bajo un árbol. Ahora y entonces —le parecía como si al no verlo en aquellos momentos intensos jamás lo hubiera visto— se daba cuenta de su presencia, por los breves instantes en los que él le apretaba la mano con fuerza, contra los botones de su uniforme hasta hacerle daño. El corte del botón en la palma de su mano sería su único recuerdo. Estaba tan cerca el fin de su licencia en Francia, que ella solo deseaba que se hubiera ido. Fue en agosto de 1916. Kathleen se apartó un poco y miró intimidada a los ojos del soldado, creyendo ver resplandores espectrales en sus ojos. Volviéndose, y mirando por encima del césped, vio a través de las ramas de los árboles la ventana del salón iluminada: contuvo el aliento al pensar que podría volver corriendo a los brazos cariñosos de su madre y su hermana, y llorar.
«¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Se ha marchado.»
Dándose cuenta de que contenía el aliento, el soldado le dijo:
—¿Tienes frío?
—Te marchas tan lejos…
—No tan lejos como crees.
—No te comprendo.
—No tienes por qué hacerlo —dijo—. Ya comprenderás cuando sea el momento. Acuérdate de lo que convinimos.
—Pero aquello fueron suposiciones.
—Estaré contigo —insistió el soldado—. Más tarde o más temprano. No lo olvides. Lo único que tienes que hacer es esperar.
Solo un minuto más y sería libre de correr por el prado silencioso. Mirando a través de la ventana a su madre y a su hermana, para las que era invisible, comprendió de repente que aquella extraña promesa la apartaba del resto de la especie humana. Ninguna otra cosa hubiera podido hacerla sentirse tan desamparada, tan perdida. No podía haber empeñado un pacto más siniestro.
Kathleen lo resistió muy bien cuando algunos meses más tarde dieron por muerto a su prometido. Su familia no solo la apoyó sino que incluso fue capaz de alabar su valor sin límites. No podían lamentar la pérdida de alguien de quien tan poco sabían. Esperaban que, al cabo de uno o dos años, ella misma se consolaría; si únicamente se hubiera tratado de consuelo, las cosas habrían marchado mucho mejor. Pero no fue un simple disgusto; su pena era algo completamente anormal. No tuvo que rechazar a nuevos pretendientes porque estos no aparecieron. Durante años no tuvo ningún atractivo para los hombres hasta que, al aproximarse a la treintena, sus reacciones se hicieron más naturales, hasta el punto de tranquilizar la ansiedad de su familia. Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos años se sintió gratamente aliviada al verse cortejada por William Drover. Se casó con él y ambos se establecieron en una parte tranquila de Kensington. En aquella casa pasaron los años, nacieron sus hijos y vivieron hasta llegar los bombardeos de la siguiente guerra. Sus movimientos como esposa de Drover eran limitados y desechó la idea de que alguien la estaba espiando.
Tal como estaban las cosas, vivo o muerto, el autor de la carta solo pretendía amenazarla. Cansada de permanecer de rodillas y con la espalda expuesta a la habitación vacía, la señora Drover se apartó del arcón para sentarse en una silla cuyo respaldo estaba firmemente apoyado en la pared. La placidez de su antigua habitación, la atmósfera tranquilizadora de su hogar de casada en Londres, todo se había evaporado; el encanto había sido roto por el autor de aquella carta. La casa vacía sellaba aquella noche años y años de voces, costumbres y pasos. A través de las cerradas ventanas oía solamente el rumor de la lluvia sobre los tejados de los alrededores. Para tranquilizarse, se dijo que había sufrido una alucinación. Durante algunos segundos cerró los ojos, pensando que la carta era una broma de su imaginación. Pero al abrirlos, la carta seguía encima de la cama.
Su mente no lograba desentrañar el sentido de la aparición sobrenatural de la carta. ¿Quién sabía en Londres que iba a ir a la casa precisamente hoy? El caso era, evidentemente, que alguien se había enterado. Aun cuando el vigilante estuviera de vuelta, no tenía razón alguna para esperarla; al contrario, se hubiera guardado la carta en el bolsillo para llevarla luego al correo. Por otra parte, no existía ninguna señal de que el vigilante hubiera vuelto. Y las cartas que se echan por debajo de las puertas de las casas desiertas no vuelan solas hacia las mesas de los vestíbulos. No se quedan encima del polvo de las mesas vacías, como si estuvieran seguras de que alguien las va a encontrar. Era precisa una mano humana para ello, y nadie, excepto el vigilante, poseía la llave. Tal vez era posible que ya no estuviese sola. Alguien debía estarla esperando al pie de las escaleras. Esperando, ¿hasta cuándo? Hasta la «hora convenida». Al menos no era las seis la hora convenida, pues habían sonado ya.
Se levantó de la silla y fue a cerrar la puerta.
El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso no: tenía que tomar el tren. Como mujer, cuya total responsabilidad constituía la clave de su vida familiar, no podía regresar al campo junto a su marido, sus hijos y su hermana sin los objetos que había ido a buscar. Hizo rápidamente algunos paquetes con las cosas que deseaba llevarse. Pero todos ellos, junto con los de sus compras, abultaban mucho, lo que significaba que debería tomar un taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, y su respiración se hizo normal.
«Llamaré ahora a un taxi, no tardará en llegar. Lo esperaré, oiré el ruido del motor y bajaré tranquilamente hasta el vestíbulo. Voy a llamar. Pero no, la línea telefónica está cortada…»
Tiró de un nudo que había atado mal.
Volar…
«Jamás fue cariñoso conmigo en realidad. No lo recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Solo hacerme prometer aquello? No puedo recordar qué.»
Pero se dio cuenta de que sí podía recordar.
Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de agosto.
«No era yo misma, me decían todos entonces.»
Recordaba, pero en sus recuerdos había un espacio en blanco, como si sobre una fotografía hubiese caído una gota de ácido: le resultaba imposible recordar el rostro de él.
«Dondequiera que esté esperándome, no lo reconoceré. ¿Y quién puede echar a correr, frente a un rostro que no conoce?»
Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo, hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería a salvo con el taxi a su propia casa y le pediría al chofer que la acompañara a recoger los paquetes. La idea del chofer le hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la puerta, y desde el rellano de la escalera escuchó atentamente.
No oyó nada, pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para abandonar la casa.
La lluvia cesó. El empedrado estaba reluciente cuando la señora Drover atravesó la puerta principal de su casa y salía a la calle desierta. Las casas vacías de enfrente seguían mirándola con sus ojos resquebrajados. Se apresuró calle abajo, intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencio era tan intenso —un silencio profundo en el Londres herido por la guerra—, que otros pasos, en pos de los suyos, serían claramente perceptibles. Al desembocar la calle en la plaza, donde la gente seguía viviendo, empezó a tener conciencia de sí misma, y reprimió su paso forzado. En el extremo de la plaza, dos autobuses se cruzaron impasibles, mujeres, un viajante, ciclistas, un hombre empujando un carro: otra vez el fluir ordinario de la vida. En el rincón más populoso de la plaza debía estar —y estaba— la parada de taxis. Aquella noche había solo un taxi, pero parecía esperarla. Sin mirar a su espalda, el chofer puso en marcha el motor, mientras ella se disponía a abrir la portezuela. Cuando la señora Drover entró en el taxi, dieron las siete en algún reloj. El taxi se encaminó a la calle principal; para dirigirse hacia su casa tenía que haber dado la vuelta. La mujer buscó apoyo en el respaldo del asiento, y el taxi había dado la vuelta antes de que ella, sorprendida por aquel movimiento, se hubiera dado cuenta de que no había dicho «adonde iba». Se inclinó hacia adelante, para golpear el panel de vidrio que separaba la cabeza del chofer de la suya propia.
El chofer frenó, hasta que detuvo casi el coche, se volvió e hizo bajar el panel de separación: la sacudida hizo que la señora Drover cayera hacia adelante, hasta casi tocar el cristal con el rostro. A través de la abertura, conductor y pasajero, separados solamente por unos centímetros de distancia, permanecieron durante una eternidad, con los ojos clavados el uno en el otro. La boca de la señora Drover quedó abierta unos segundos, antes de que pudiera articular el primer grito. Después siguió gritando desesperadamente, golpeando el cristal con sus manos enguantadas mientras el taxi, que aceleró su marcha sin contemplaciones, se internaba con ella por las desiertas calles.
FIN
Elizabeth Bowen. Renombrada escritora anglo-irlandesa, dejó una huella imborrable en la literatura con su aguda narrativa y profundidad emocional. Nacida el 7 de junio de 1899 en Dublín, Bowen creció en un entorno marcado por el legado literario de Bowen's Court, la propiedad de su familia en el condado de Cork. Su temprano contacto con la enfermedad mental de su padre y la posterior muerte de su madre en 1912 dejaron una huella profunda en su vida y su obra.
Educada en la prestigiosa Downe House School, Bowen mostró desde joven su pasión por la escritura. Después de un breve período en una escuela de arte en Londres, decidió dedicarse por completo a su vocación literaria. Se unió al influyente Círculo de Bloomsbury, donde entabló amistad con figuras como Rose Macaulay, quien la ayudó a encontrar un editor para su primera obra, "Encounters" (1923).
En 1923, contrajo matrimonio con Alan Cameron, un administrador educativo y empleado de la BBC. A lo largo de su vida, mantuvo relaciones extramaritales, incluyendo romances con el escritor irlandés Sean O'Faolain y la poeta estadounidense May Sarton. A pesar de heredar Bowen's Court en 1930, Elizabeth siguió viviendo en Inglaterra, aunque visitaba su tierra natal con regularidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, contribuyó al esfuerzo de guerra trabajando para el Ministerio de Información Británico. La casa ancestral, Bowen's Court, lamentablemente fue demolida en 1952, a pesar de sus esfuerzos por conservarla.
Después de años de viajar sin una residencia fija, Elizabeth Bowen finalmente se estableció en Hythe, donde falleció en 1973 a causa del cáncer, a los 73 años. Fue enterrada junto a su esposo en el cementerio de Farahy, cerca de la entrada a Bowen's Court.
Como novelista, Bowen dejó una marca indeleble en la literatura inglesa del siglo XX. Sus obras, como "La Casa en París" (1935) y "La Muerte del Corazón" (1938), se consideran hitos literarios después de Virginia Woolf y E. M. Forster. Su estilo narrativo, rico en matices emocionales, la consagró como una maestra de la exploración psicológica en la ficción. Tras la guerra, continuó produciendo obras notables, incluyendo "The Heat of the Day" (1949) y "Eva Trout" (1968).
El legado de Elizabeth Bowen se mantiene vivo a través de su vasta colección de novelas, cuentos y ensayos. Su habilidad para capturar la complejidad de las relaciones humanas y su profunda comprensión de la psicología humana la convierten en una figura icónica de la literatura del siglo XX. Su contribución a la cultura literaria fue reconocida con el prestigioso James Tait Black Memorial Prize en 1969, y su legado perdura en la admiración de lectores y críticos por igual.