¡Linda tarde, amigo mío!… Estoy esperando el entierro de José Matías: de José Matías de Albuquerque, sobrino del vizconde de Garmilde… Usted seguramente lo conoció: un chico airoso, rubio como una espiga, con un bigote crespo de paladín sobre una boca indecisa de contemplativo, diestro caballero, de una elegancia sobria y fina. Y espíritu curioso, muy aficionado a las ideas generales, ¡tan penetrante que comprendió mi «Defensa de la filosofía hegeliana»! Esta imagen de José Matías data de 1865: porque la última vez que lo encontré, en una tarde agreste de enero, metido en un portal de la Rua de São Bento, tiritaba dentro de una levita de color miel, raída en los codos, y olía abominablemente a aguardiente.
¡Pero si usted, amigo mío, una vez que José Matías paró en Coimbra, camino de Oporto, cenó con él, en el Pazo del Conde! Incluso Craveiro, que preparaba las Ironías y dolores de Satán, para incitar más la pelea entre la escuela purista y la escuela satánica, recitó aquel soneto suyo, de tan fúnebre idealismo: En la jaula de mi pecho, el corazón… Y aún recuerdo a José Matías, con una gran corbata de raso negro, floja entre el chaleco de lino blanco, sin despegar los ojos de las velas de los candelabros, sonriendo pálidamente a aquel corazón que rugía en su jaula… Era una noche de abril, de luna llena. Paseamos después en grupo, con guitarras, por el puente y por el Choupal. Januário cantó ardientemente las endechas románticas de nuestra época:
Ayer tarde, al ponerse el sol
contemplabas, silenciosa,
la corriente caudalosa
que borboteaba a tus pies…
¡Y José Matías, apoyado en el pretil del puente, con el alma y los ojos perdidos en la luna! ¿Por qué no acompaña, amigo mío, a este joven interesante al Cementerio dos Prazeres? Tengo un coche, de plaza y con número, como conviene a un profesor de filosofía… ¿Qué? ¿Por causa de los pantalones claros? ¡Querido amigo! De todas las materializaciones de la simpatía, ninguna más groseramente material que la cachemira negra. ¡Y el hombre que vamos a enterrar era un gran espiritualista!
Ya está el féretro saliendo de la iglesia… Apenas tres carruajes para acompañarlo. Pero realmente, mi querido amigo, José Matías falleció hace ya seis años, en plena brillantez. Ése que ahí llevamos, medio descompuesto, dentro de tablas con galones amarillos, es un resto de borracho, sin historia y sin nombre, que el frío de febrero mató en el vano de un portal.
¿El sujeto de gafas de oro, dentro del cupé?… No lo conozco, amigo mío. Quizás un pariente rico, de esos que aparecen en los entierros, con el parentesco correctamente cubierto de humo, cuando el difunto ya no importuna ni compromete. El hombre obeso de caraza amarillenta dentro de la victoria es Alves «Capão», que tiene un periódico en el que desgraciadamente la filosofía no abunda, y que se llama Piada. ¿Qué relación lo unía a José Matías?… No lo sé. Quizás se emborrachasen en las mismas tascas; quizás José Matías últimamente colaborase en el Piada; quizás debajo de aquella gordura y de aquella literatura, ambas tan sórdidas, se cobije un alma compasiva. Ahí viene nuestro coche… ¿Quiere que baje el cristal? ¿Un cigarro?… Yo traigo fósforos. Pues este José Matías fue un hombre desconsolador para quien, como yo, en la vida ama la evolución lógica y pretende que la espiga nazca coherentemente del grano. En Coimbra siempre lo consideramos como un alma escandalosamente banal. Para este juicio abundaba quizás su horrenda corrección. ¡Nunca un roto brillante en el hábito! ¡Nunca el polvo atolondrado en los zapatos! ¡Nunca un pelo rebelde del cabello o del bigote huido de aquel rígido aliño que nos desolaba! Además de eso, en nuestra ardiente generación, él fue el único intelectual que no rugía con las miserias de Polonia; que leyó sin palidez o llanto las Contemplaciones; ¡que permaneció insensible a la herida de Garibaldi! ¡Ni tampoco, en ese José Matías, una sequedad, o dureza, o egoísmo o falta de afabilidad! ¡Al contrario! Un delicioso camarada, siempre cordial y mansamente risueño. Toda su inquebrantable quietud parecía provenir de una inmensa superficialidad sentimental. Y, en esa época, no sin razón y propiedad, motejamos a aquel joven tan suave, tan rubio y tan ligero, como «Matías Corazón de Ardilla». Cuando se licenció, como se le había muerto el padre, después la madre, delicada y bella señora de la que había heredado cincuenta contos, partió para Lisboa, para alegrar la soledad de un tío que lo adoraba, el general vizconde de Garmilde. Usted, amigo mío, sin duda se acuerda de esa perfecta estampa de general clásico, siempre con los bigotes terríficamente encerados, los pantalones del color de la flor del romero desesperadamente estirados por las presillas sobre las botas brillantes, ¡y el látigo debajo del brazo con la punta temblando, ávida de azotar al mundo! Guerrero grotesco y deliciosamente bueno… Gramilde vivía entonces en Arroios, en una casa antigua de azulejos, con un jardín, en donde cultivaba apasionadamente macizos soberbios de dalias. Ese jardín subía muy suavemente hasta el muro cubierto de hiedra que lo separaba de otro jardín, el amplio y bello jardín de rosas del magistrado del Supremo Matos Miranda, cuya casa, con una aireada terraza entre dos torreoncitos amarillos, se levantaba en la cumbre del cerro y se llamaba Casa da Parreira. Usted, amigo mío, conoce (por lo menos de tradición, como se conoce a Elena de Troya o a Inés de Castro) a la hermosa Elisa Miranda, Elisa da Parreira… Fue la sublime belleza romántica de Lisboa, a finales de la Regeneração. Pero realmente Lisboa apenas la veía entre los vidrios de su gran calesa, o en alguna noche de alumbrado del Paseo Público entre la polvareda y la turba, o en los dos bailes de la Asamblea do Carmo, de la que Matos Miranda era un director venerado. Por gusto ceniciento de provinciana, o porque pertenecía a la burguesía seria que en aquellos tiempos, en Lisboa, todavía conservaba las antiguas costumbres severamente cerradas; o por imposición paternal del marido, ya diabético y con sesenta años, la diosa raramente salía de Arroios y se mostraba a los mortales. Pero quien la vio, y con facilidad constante, casi irremediable, poco después de instalarse en Lisboa, fue José Matías, porque, yaciendo el palacete del general en la falda de la colina, a los pies del jardín y de la Casa da Parreira, no podía la divina Elisa asomarse a una ventana, atravesar la terraza, coger una rosa entre los senderos de mirto, sin ser deliciosamente visible, más aún porque en los dos jardines soleados ningún árbol esparcía la cortina de su rama densa. Usted, amigo mío, seguramente recitó, como todos nosotros hemos recitado, aquellos versos gastados, pero inmortales:
Era en otoño, cuando la imagen tuya
a la luz de la luna…
Pues, como en esa estrofa, el pobre José Matías, al regresar de la playa de Ericeira en octubre, en otoño, divisó a Elisa Miranda una noche, en la terraza, a la luz de la luna. Usted, amigo mío, nunca contempló aquel precioso tipo de encanto lamartiniano. Alta, esbelta, ondulante, digna de la comparación bíblica de la palmera al viento. Cabellos negros, brillantes y ricos, en crenchas onduladas. Una carne color de camelia muy fresca. Ojos negros, líquidos, quebrados, tristes, de largas pestañas… ¡Ah, amigo mío, incluso yo, que ya entonces laboriosamente anotaba a Hegel, después de encontrarla una tarde de lluvia esperando el carruaje a la puerta del Seixas, la adoré e incluso le rimé un soneto! No sé si José Matías le dedicó sonetos. Pero todos nosotros, sus amigos, percibimos enseguida el fuerte, profundo, absoluto amor que había concebido, desde la noche de otoño, a la luz de la luna, ¡aquel corazón que en Coimbra considerábamos «de ardilla»!
Ya comprenderá que hombre tan comedido y quieto no se exhaló en suspiros públicos. Ya en tiempos, no obstante, de Aristóteles, se afirmaba que el amor y el humo no se esconden; y de nuestro cerrado José Matías el amor empezó enseguida a salir, como el humo leve a través de las grietas invisibles de una casa cerrada que arde terriblemente. Bien recuerdo una tarde que lo visité en Arroios, después de volver del Alentejo. Era un domingo de julio. Él iba a cenar con una tía abuela, una doña Mafalda de Noronha, que vivía en Benfica, en la Quinta dos Cedros, en donde habitualmente cenaban también los domingos Matos Miranda y la divina Elisa. Creo incluso que solo en esa casa ella y José Matías se encontraban, sobre todo con las facilidades que ofrecen pensativas alamedas y retiros de sombra. Las ventanas del cuarto de José Matías se abrían sobre su jardín y sobre el jardín de los Miranda: y, cuando entré, él todavía se vestía, lentamente. ¡Nunca admiré, amigo mío, rostro humano aureolado por felicidad más segura y serena! Sonreía iluminadamente cuando me abrazó, con una sonrisa que venía de las profundidades del alma iluminada; sonreía aún con verdadera delicia mientras yo le conté todos mis disgustos en el Alentejo; sonrió después extáticamente, aludiendo al calor y liando un cigarro distraído; y sonrió siempre, arrobado, escogiendo en el cajón de la cómoda, con escrúpulo religioso, una corbata de seda blanca. Y a cada momento, irresistiblemente, por una costumbre ya tan inconsciente como parpadear, sus ojos risueños, calmamente enternecidos, se volvían hacia las cristaleras cerradas… De suerte que, acompañando a aquel rayo dichoso, enseguida descubrí, en la terraza de la Casa da Parreira, a la divina Elisa, vestida de claro, con un sombrero blanco, paseando perezosamente, poniéndose pensativamente los guantes, y espiando también las ventanas de mi amigo, que un haz oblicuo de sol ofuscaba de manchas de oro. José Matías, mientras tanto, conversaba, mejor murmuraba, a través de la sonrisa perenne, cosas afables y dispersas. Toda su atención se concentraba ante el espejo, en el alfiler de coral y perla para prender la corbata, en el chaleco blanco que abotonaba y ajustaba con la devoción con que un sacerdote joven, en la exaltación cándida de la primera misa, se reviste con la estola y el amito, para acercarse al altar. ¡Nunca había visto yo a un hombre echar, con tan profundo éxtasis, agua de colonia en el pañuelo! ¡Y después de ponerse la levita, y de clavarle una soberbia rosa, con inefable emoción, sin contener un delicioso suspiro, abrió ampliamente, solemnemente, la vidrieras! Introibo ad altarem Deam! Yo permanecí discretamente enterrado en el sofá. Y, mi querido amigo, ¡créame!, envidié a aquel hombre a la ventana, inmóvil, yerto en su adoración sublime, con los ojos, y el alma, y todo el ser clavados en la terraza, en la blanca mujer poniéndose los guantes claros, ¡y tan indiferente al mundo como si fuese apenas el ladrillo que ella pisaba y cubría con los pies!
¡Y este embeleso, amigo mío, duró diez años, así de espléndido, puro, distante e inmaterial! No se ría… Seguramente se encontraban en la quinta de doña Mafalda: seguramente se escribían, y de forma rebosante, tirándose las cartas por encima del muro que separaba las dos fincas: pero nunca, por encima de las hiedras de ese muro, buscaron la rara delicia de una conversación robada o la delicia aún más perfecta de un silencio escondido en la sombra. Y nunca se dieron un beso… ¡No lo dude! Algún apretón de manos huidizo y ansioso, bajo las arboledas de doña Mafalda, fue el límite exaltadamente extremo que la voluntad les marcó al deseo. Usted, amigo mío, no comprende cómo se mantuvieron así dos frágiles cuerpos, durante diez años, en tan terrible y mórbido renunciamiento… Sí, seguramente les faltó, para perderse, una hora de seguridad o una portezuela en el muro. Además, la divina Elisa vivía realmente en un monasterio, en el que cerrojos y rejas estaban formados por las costumbres rígidamente reclusas de Matos Miranda, diabético y tristón. Pero, en la castidad de este amor, entró mucha nobleza moral y finura superior de sentimiento. El amor espiritualiza al hombre, y materializa a la mujer. Esa espiritualización era fácil para José Matías, que (sin que nosotros desconfiásemos) había nacido desvariadamente espiritualista; pero la humana Elisa encontró también un gozo delicado en esa ideal adoración de monje, que ni osa rozar, con los dedos trémulos y envueltos en el rosario, la túnica de la Virgen sublimada. Él, sí, él gozó en ese amor trascendentemente desmaterializado un encanto sobrehumano. ¡Y durante diez años, como el Ruy Blas del viejo Hugo, caminó, vivo y deslumbrado, dentro de su sueño radiante, sueño en el que Elisa habitó realmente dentro de su alma, en una fusión tan absoluta que se hizo consustancial con su ser! ¿Creerá, amigo mío, que él dejó de fumar puros, incluso paseando solitariamente a caballo por los alrededores de Lisboa, en cuanto descubrió en la quinta de doña Mafalda, una tarde, que el humo perturbaba a Elisa?
Y esta presencia real de la divina criatura en su ser creó modos nuevos, en José Matías extraños, derivando de la alucinación. Como el vizconde de Garmilde cenaba temprano, a la hora vernácula del Portugal antiguo, José Matías cenaba, después de la ópera, en aquel delicioso y lleno de saudades Café Central, en donde el lenguado parecía frito en el cielo, y el Colares en el cielo embotellado. Pues nunca cenaba sin candelabros profusamente encendidos y la mesa cubierta de flores. ¿Por qué? Porque Elisa también cenaba allí, invisible. De ahí esos silencios bañados en una sonrisa religiosamente atenta… ¿Por qué? ¡Porque siempre la estaba escuchando! Todavía recuerdo que arrancó de su cuarto tres grabados clásicos de faunos osados y ninfas rendidas… Elisa vagaba idealmente en aquel ambiente, y él purificaba las paredes, que mandó forrar de sedas claras. El amor arrastra al lujo, sobre todo amor de tan elegante idealismo, y José Matías prodigó con esplendor el lujo que ella compartía. Decentemente no podía andar con la imagen de Elisa en un coche de plaza, ni consentir que la augusta imagen rozase las sillas de rejilla de la platea del San Carlos. Montó, por lo tanto, carruajes de un gusto sobrio y puro, y se abonó a un palco en la ópera, en donde instaló, para ella, una poltrona pontifical, de raso blanco, bordado con estrellas de oro.
Además de eso, como había descubierto la generosidad de Elisa, enseguida se convirtió en congénere y suntuosamente generoso: y nadie existió entonces en Lisboa que esparciese, con facilidad más risueña, billetes de cien mil réis. ¡Así desbarató, rápidamente, sesenta contos por el amor de aquella mujer a la que nunca había dado una flor!
Y, durante ese tiempo, ¿qué era de Matos Miranda? Amigo mío, ¡el bueno de Matos Miranda no deshacía ni la perfección, ni la quietud de esa felicidad! ¿Tan absoluto sería el espiritualismo de José Matías, que apenas se interesaba por el alma de Elisa, indiferente a las sumisiones de su cuerpo, envoltorio inferior y mortal?… No lo sé. La verdad sea dicha, aquel digno diabético, tan grave, siempre con su bufandita de lana oscura, con las patillas grisáceas, sus ponderosas gafas de oro, no sugería ideas inquietantes de marido ardiente, cuyo ardor, fatal e involuntariamente, se comparte y abrasa. Además, nunca comprendí, yo, filósofo, aquella consideración, casi cariñosa, de José Matías hacia el hombre que, incluso desinteresadamente, podía por derecho, por costumbre, contemplar a Elisa aflojando las cintas de su falda blanca… ¿Habría allí reconocimiento porque Miranda había descubierto en una calle de Setúbal (en donde José Matías nunca la encontraría) aquella divina mujer, y por mantenerla confortablemente, sólidamente nutrida, finamente vestida, transportada en calesas de suaves muelles? ¿O habría recibido José Matías aquella confidencia habitual —«No soy tuya, ni suya»— que tanto consuela del sacrificio porque tanto lisonjea el egoísmo?… No lo sé. Pero con certeza este su magnánimo desdén por la presencia corporal de Miranda en el templo donde habitaba su diosa daba a la felicidad de José Matías una unidad perfecta, la unidad de un cristal que por todas partes rebrilla, igualmente puro, sin arañazo o mancha. Y esa felicidad, amigo mío, duró diez años… ¡Qué escandaloso lujo para un mortal!
Pero un día, la tierra, para José Matías, tembló enteramente, en un terremoto de incomparable espanto. En enero o febrero de 1871, Miranda, ya debilitado por la diabetes, murió de una neumonía. Por estas mismas calles, en un lento coche de plaza, acompañé su entierro numeroso, rico, con ministros, porque Miranda pertenecía a las instituciones. Y después, aprovechando el coche, visité a José Matías en Arroios, no por curiosidad perversa, ni para llevarle felicitaciones indecentes, sino para que, en aquel lance deslumbrante, sintiese a su lado la fuerza moderadora de la filosofía… Encontré, sin embargo, con él a un amigo más antiguo y confidencial, aquel brillante Nicolau da Barca, al que ya conduje también a este cementerio, en donde ahora yacen, bajo las lápidas, todos aquellos camaradas con los que construí castillos en las nubes… Nicolau había llegado de Velosa, de su finca de Santarem, de madrugada, reclamado por un telegrama de Matías. Cuando entré, un criado atareado hacía dos maletas enormes. José Matías salía esa noche para Oporto. Ya se había puesto incluso una ropa de viaje, toda negra, con zapatos de cuero amarillo; y después de sacudirme la mano, mientras Nicolau removía un cóctel, siguió vagando por el cuarto, callado, como empañado, con un modo que no era de emoción, ni alegría púdicamente disimulada, ni sorpresa de su destino bruscamente sublimado. ¡No! Si el buen Darwin no nos engaña en su libro de la Expresión de las emociones, José Matías, esa tarde, solo sentía y solo expresaba constreñimiento. Enfrente, en la Casa da Parreira, todas las ventanas permanecían cerradas bajo la tristeza de la tarde gris. ¡Y aún sorprendí a José Matías lanzando hacia la terraza, rápidamente, una mirada que trasparentaba inquietud, ansiedad, casi terror! ¿Cómo lo diré? ¡Aquella mirada que resbala hacia la jaula mal cerrada en la que se agita una leona! En un momento en el que él entraba en la alcoba, murmuré a Nicolau por encima del cóctel: «Matías hace perfectamente en irse para Oporto…». Nicolau encogió los hombros: «Sí, pensó que era más delicado… Yo lo aprobé. Pero solo durante los meses de luto riguroso…». A las siete, acompañamos a nuestro amigo a la estación de Santa Apolonia. Al regresar, dentro del cupé que una gran lluvia golpeaba, filosofamos. Yo sonreía contento: «Un año de luto y después mucha felicidad y muchos hijos… ¡Es un poema acabado!». Nicolau acudió, serio: «Y acabado en una deliciosa y suculenta prosa. La divina Elisa se queda con toda su divinidad y con la fortuna de Miranda, unos diez o doce contos de renta… ¡Por primera vez en nuestra vida contemplamos, tú y yo, la virtud recompensada!».
¡Mi querido amigo! Los meses ceremoniales de luto pasaron, después otros, y José Matías no se movió de Oporto. En ese agosto lo encontré yo instalado frecuentemente en el Hotel Francfort, en donde entretenía la melancolía de los días abrasados fumando (porque había vuelto al tabaco), leyendo novelas de Julio Verne, y bebiendo cerveza helada hasta que la tarde refrescaba y él se vestía, se perfumaba, se ponía flores para la cena en la Foz.
Y a pesar de acercarse el bendito fin del luto y de la desesperada espera, no noté en José Matías ni alborozo elegantemente reprimido, ni rebelión contra la lentitud del tiempo, viejo a veces tan moroso y torpón… ¡Al contrario! A la sonrisa de radiante certeza, que en esos años lo había iluminado con un nimbo de beatitud, había sucedido la seriedad cargada, toda en sombra y arrugas, de quien se debate en una duda irresoluble, siempre presente, roedora y dolorosa. ¿Qué quiere que le diga? Ese verano, en el hotel Francfort, siempre me pareció que José Matías, a cada instante de su vida despertada, incluso bebiendo ávidamente la fresca cerveza, incluso poniéndose los guantes al entrar a la calesa que lo llevaba a la Foz, angustiadamente preguntaba a su conciencia: «¿Qué he de hacer? ¿Qué he de hacer?». Y después, una mañana, en el almuerzo, realmente me asombró, exclamando al abrir el periódico, con un asomo de sangre en el rostro: «¿Qué? ¿Ya es 29 de agosto? ¡Santo Dios… ya el fin de agosto!».
Volví a Lisboa, amigo mío. El invierno pasó, muy seco y muy azul. Yo trabajé en mis Orígenes del utilitarismo. Un domingo, en el Rossio, cuando ya se vendían claveles en las tabaquerías, divisé dentro de un coupé a la divina Elisa, con plumas moradas en el sombrero. Y esa semana encontré en mi Diario Ilustrado la noticia corta, casi tímida, del matrimonio de la señora doña Elisa Miranda… ¿Con quién, amigo mío? ¡Con un conocido propietario, el señor Francisco Torres Nogueira!…
Mi amigo cerró ahí el puño, y golpeó con el muslo, espantado. ¡Yo también cerré ambos puños, pero para levantarlos al Cielo, en donde se juzgan los hechos de la Tierra, y clamar furiosamente, a gritos, contra la falsedad, la inconstancia ondulante y pérfida, toda la engañadora torpeza de las mujeres, y de aquella especial Elisa llena de infamia entre las mujeres! ¡Traicionar deprisa, precipitadamente, apenas había acabado el luto negro, a aquel noble, puro, intelectual Matías! ¡Y su amor de diez años, sumiso y sublime!…
Y después de dirigir los puños al Cielo todavía los apretaba en la cabeza, gritando: «Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por amor?». Durante años ella había amado arrobadamente a este joven, y con un amor que no se había desilusionado ni hartado, porque permanecía suspenso, inmaterial, insatisfecho. ¿Por ambición? Torres Nogueira era un ocioso amable como José Matías, y poseía en viñas los mismos cincuenta o sesenta contos que José Matías había heredado ahora del tío Garmilde en tierras excelentes y libres. ¿Entonces, por qué? ¡Ciertamente porque los gruesos bigotes de Torres Nogueira apetecían más a su carne que el bozo rubio y pensativo de José Matías! ¡Ah! ¡Bien había enseñado san Juan Crisóstomo que la mujer es un monstruo de impureza levantado a la puerta del infierno!
Pues, amigo mío, cuando yo así rugía, encuentro una tarde en la Rua do Alecrim a nuestro Nicolau da Barca, que salta del coche, me empuja dentro de un portal, sujeta excitadamente mi pobre brazo, y exclama atragantado: «¿Ya lo sabes? ¡Fue José Matías el que la rechazó! Ella escribió, estuvo en Oporto, lloró… ¡Él no quiso ni verla! ¡No quiso casarse, no quiere casarse!». Me quedé traspasado. «Y entonces ella…» «Despechada, fuertemente cercada por Torres, cansada de la viudez, con aquellos bellos treinta años en flor, ¡qué diablo!, ¡abrumada, se casó!» Yo levanté los brazos hasta la bóveda del patio: «¿Pero, entonces, ese sublime amor de José Matías?». Nicolau, su íntimo y confidente, juró con irrecusable seguridad: «¡Es el mismo siempre! Infinito, absoluto… ¡Pero no se quiere casar!». Ambos nos miramos, y después ambos nos separamos, encogiendo los hombros, con aquel asombro resignado que conviene a espíritus prudentes ante lo incognoscible. ¡Pero yo, filósofo, y por lo tanto espíritu imprudente, toda esa noche horadé el acto de José Matías con la punta de una psicología que expresamente había aguzado, y ya de madrugada, agotado, llegué a la conclusión, como se llega siempre en filosofía, de que me encontraba ante una causa primaria, y por lo tanto impenetrable, en donde se quebraría, sin ventaja para él, o para el mundo, la punta de mi instrumento!
Después la divina Elisa se casó y siguió viviendo en la Parreira con su Torres Nogueira, en la comodidad y sosiego que ya había gozado con su Matos Miranda. A mediados del verano, José Matías se recogió de Oporto a Arroios, al caserón del tío Garmilde, en donde recuperó sus antiguos cuartos, con los balcones dando al jardín, ya florecido de las dalias de las que nadie se ocupaba. Llegó agosto, como siempre en Lisboa silencioso y caliente. Los domingos, José Matías cenaba con doña Mafalda de Noronha, en Benfica, solitariamente, porque Torres Nogueira no conocía a aquella venerable señora de la Quinta dos Cedros. La divina Elisa, con vestidos claros, paseaba por la tarde en el jardín, entre los rosales. De suerte que el único cambio, en aquel dulce rincón de Arroios, parecía ser Matos Miranda en su bello panteón de los Prazeres, todo de mármol, y Torres Nogueira en el lecho excelente de Elisa.
Había, sin embargo, un tremendo y doloroso cambio: ¡el de José Matías! ¿Adivina usted, amigo mío, cómo consumía ese desgraciado sus estériles días? ¡Con los ojos, y la memoria, y el alma, y todo el ser clavados en la terraza, en las ventanas, en los jardines de la Parreira! Pero ahora no era con las vidrieras ampliamente abiertas, en abierto éxtasis, con la sonrisa de segura beatitud: era por detrás de las cortinas cerradas, a través de una escasa rendija, escondido, hurtando furtivamente los blancos surcos del vestido blanco, con el rostro devastado por la angustia y por la derrota. ¿Y comprende por qué sufría así este pobre corazón? Ciertamente porque Elisa, desdeñada por sus brazos cerrados, había corrido enseguida, sin lucha, sin escrúpulos, hacia otros brazos, más accesibles y dispuestos… ¡No, amigo mío! Y note ahora la complicada sutileza de esta pasión. José Matías permanecía devotamente convencido de que Elisa, en la profundidad de su alma, en ese sagrado fondo espiritual en donde no entran las imposiciones de las conveniencias, ni las decisiones de la razón pura, ni los ímpetus del orgullo, ni las emociones de la carne, ¡lo amaba, a él, únicamente a él, y con un amor que no había desaparecido, no se había alterado, florecía en toda su exuberancia, incluso sin ser regado o cuidado, como la antigua rosa mística! ¡Lo que lo torturaba, amigo mío, lo que le cavaba hondas arrugas en cortos meses, era que un hombre, un macho, un bruto, se hubiese apoderado de aquella mujer que era suya, y que del modo más santo y más socialmente puro, bajo el patrocinio enternecido de la Iglesia y del Estado, pringase con los rígidos bigotes negros, hasta hartarse, los divinos labios que él nunca había osado rozar, en la supersticiosa reverencia y casi en el terror de su divinidad! ¿Cómo le diré?… ¡El sentimiento de este extraordinario Matías era el de un monje, postrado ante una imagen de la Virgen, en trascendente éxtasis, cuando de repente un bestial sacrílego trepa al altar y yergue obscenamente la túnica de la imagen! Amigo mío, usted sonríe… ¿Y entonces Matos Miranda? ¡Ah, amigo mío! Ese era diabético, y grave, y obeso, y ya existía instalado en la Parreira, con su obesidad y su diabetes, cuando él había conocido a Elisa y le había dado para siempre vida y corazón. Y Torres Nogueira, ése, había irrumpido brutalmente a través de su purísimo amor, con los negros bigotes y los carnudos brazos, y el rígido arranque de un antiguo pegador de toros, ¡y se había apoderado de aquella mujer, a la que quizás había revelado lo que es un hombre!
Pero ¡por todos los demonios! A esa mujer él la había rechazado, cuando ella se le ofrecía, en la frescura y en la grandeza de un sentimiento al que ningún desdén había todavía resecado o desalentado. ¿Qué quiere?… ¡Es la espantosa tortuosidad espiritual de aquel Matías! ¡Al cabo de unos meses, él había olvidado, positivamente había olvidado ese rechazo afrentoso, como si fuera un leve desencuentro de intereses materiales o sociales, ocurrido hace meses, en el Norte, y al que la distancia y el tiempo disipaban la realidad y hacían leve la amargura! ¡Y ahora, aquí en Lisboa, con las ventanas de Elisa delante de sus ventanas y las rosas de los dos jardines unidos exhalando en la sombra, el dolor presente, el dolor real, era que él había amado sublimemente a una mujer, y que la había colocado entre las estrellas para más pura adoración, y que un bruto moreno, con bigotes negros, había arrancado a esa mujer de las estrellas para lanzarla a la cama!
Enredado caso, ¿no?, amigo mío. ¡Ah! ¡He filosofado mucho sobre él por deber de filósofo! Y llegué a la conclusión de que Matías era un enfermo, atacado de hiperespiritualismo, de una inflamación violenta y pútrida del espiritualismo, que temía pavorosamente lo material del matrimonio, las chinelas, la piel poco fresca al despertarse, un vientre enorme durante seis meses, los niños chillando en la cuna mojada… Y ahora rugía de furor y tormento, porque cierto materialón, a su lado, se había prestado a aceptar a Elisa en camiseta de lana. ¿Un imbécil?… ¡No, amigo mío! Un ultrarromántico, locamente ajeno a las realidades fuertes de la vida, que nunca sospechó que chinelas y pañales sucios de niños son cosas de superior belleza en casa en la que entre el sol y haya amor.
¿Y sabe usted, amigo mío, lo que exacerbó más furiosamente ese tormento? ¡Es que la pobre Elisa demostraba por él el antiguo amor! ¿Qué le parece? Infernal, ¿no?… Por lo menos, si no sentía el antiguo amor intacto en su esencia, fuerte como otrora y único, conservaba por el pobre Matías una irresistible curiosidad y repetía gestos de ese amor… ¡Quizás fuese apenas la fatalidad de los jardines cercanos! No lo sé. Pero enseguida, desde septiembre, cuando Torres Nogueira partió para sus viñas de Carcavelos, para asistir a la vendimia, ella empezó de nuevo, por el borde de la terraza, sobre las dalias y las rosas abiertas, aquel dulce envío de miradas con las que durante diez años había extasiado el corazón de José Matías.
No creo que se escribiesen por encima del muro del jardín, como bajo el régimen paternal de Matos Miranda… El nuevo señor, el hombre robusto del bigotazo negro, imponía a la divina Elisa, incluso de lejos, entre las viñas de Carcavelos, retraimiento y prudencia. Y calmada por aquel marido, joven y fuerte, ahora sentiría menos la necesidad de algún encuentro discreto en la sombra tibia de la noche, incluso cuando su elegancia moral y el rígido idealismo de José Matías consintiesen en aprovechar una escalera contra el muro… Por lo demás, Elisa era fundamentalmente honesta, y conservaba el respeto sagrado a su cuerpo —por sentirlo tan bello y cuidadosamente hecho por Dios— más aún que a su alma. ¿Y quién sabe? Quizás la adorable mujer perteneciese a la bella raza de aquella marquesa italiana, la marquesa Julia de Malfieri, que conservaba dos amores a su dulce servicio, un poeta para las delicadezas románticas y un cochero para las necesidades groseras.
¡En fin, amigo mío, no psicologuemos más sobre esta viva, detrás del muerto que murió por ella! El hecho fue que Elisa y su amigo insensiblemente cayeron en la vieja unión ideal, a través de los jardines en flor. ¡Y en octubre, como Torres Nogueira seguía vendimiando en Carcavelos, José Matías, para contemplar la terraza de la Parreira, ya abría de nuevo las cristaleras, amplia y extáticamente!
Parece que un tan extremado espiritualista, reconquistando el idealismo del antiguo amor, debía entrar de nuevo, también, en la antigua felicidad perfecta. Él reinaba en el alma inmortal de Elisa, ¿qué importaba que otro se ocupase de su cuerpo mortal? ¡Pero no! El pobre hombre sufría, angustiosamente. Y, para sacudir la punzada de esos momentos, acabó, él, tan sereno, con una tan dulce armonía de modos, por convertirse en un agitado. ¡Ah, amigo mío, qué remolino y estrépito de vida! ¡Desesperadamente, durante un año, removió, aturdió, escandalizó a Lisboa! Son de esa época algunas de sus extravagancias legendarias… ¿Conoce la de la cena? ¡Una cena ofrecida a treinta o cuarenta mujeres de las más torpes y de las más sucias, cogidas por las negras callejuelas del Barrio Alto y de la Mouraria, a las que después mandó montar en burros, y gravemente, melancólicamente, puesto enfrente, sobre un gran caballo blanco, con un inmenso látigo, condujo a los altos de la Graça, para saludar la aparición del sol!
Pero todo este alarido no le disipó el dolor y, entonces, durante ese invierno, ¡empezó a jugar y a beber! Todo el día se encerraba en casa (ciertamente por detrás de las cristaleras, ahora que Torres Nogueira había regresado de las viñas), con los ojos y el alma clavados en la terraza fatal; después, por la noche, cuando las ventanas de Elisa se apagaban, salía en un coche, siempre el mismo, el coche de Gago, corría a la ruleta de Bravo, después al club del Cavalheiro, en donde jugaba frenéticamente hasta la tardía hora de cenar, en un reservado de restaurante, con haces de velas encendidas, y el Colares, el champán y el coñac corriendo a chorros desesperados.
Y esta vida, acicateada por las Furias, duró años, ¡siete años! Todas las tierras que le había dejado el tío Garmilde se fueron, ampliamente jugadas y bebidas; y solo le quedaba el caserón de Arroios y el dinero preso, porque lo había hipotecado. Pero, súbitamente, desapareció de todos los antros de vino y de juego. ¡Y supimos que Torres Nogueira estaba muriéndose de una anasarca!
Por ese tiempo, y por causa de un negocio de Nicolau da Barca, que me había telegrafiado ansiosamente desde su finca de Santarem (negocio embrollado, de una letra), busqué a José Matías en Arroios, a las diez, una noche caliente de abril. El criado, mientras me conducía por un pasillo mal iluminado, ya sin el ornato de las ricas arcas y tallas de la India del viejo Garmilde, confesó que su excelencia no había terminado de cenar… ¡Y todavía recuerdo, con un escalofrío, la desolada impresión que me produjo el desgraciado! Estaba en el cuarto que se abría sobre los dos jardines. Delante de una ventana, que las cortinas de damasco cerraban, la mesa resplandecía, con dos candelabros, un cesto de rosas blancas, y algunas de las nobles platas de Garmilde; y al lado, completamente tumbado en una poltrona, con el chaleco blanco desabotonado, el rostro lívido caído sobre el pecho, el vaso vacío en la mano inerte, José Matías parecía dormido o muerto.
Cuando le toqué en el hombro, levantó con un sobresalto la cabeza, toda despeinada: «¿Qué hora es?». Apenas le grité en un gesto alegre, para despertarlo, que era tarde, que eran las diez, llenó precipitadamente el vaso, de la botella más cercana, de vino blanco, y bebió lentamente, con la mano temblando, temblando… Después, apartando los cabellos de la testa húmeda: «¿Qué hay de nuevo?». Desencajado, sin comprender, escuchó, como en un sueño, el recado que le mandaba Nicolau. Por fin, con un suspiro, removió una botella de champán dentro del cubo en que se enfriaba, llenó otro vaso, murmurando: «¡Un calor…, una sed!…». Pero no bebió: arrancó el cuerpo pesado de la poltrona de mimbre y forzó los pasos inseguros hacia la ventana, a la que abrió violentamente las cortinas, después los cristales… Y se quedó inmóvil, como cogido por el silencio y el oscuro sosiego de la noche estrellada. ¡Yo aceché, amigo mío! En la Casa da Parreira dos ventanas brillaban, fuertemente iluminadas, abiertas a la suave brisa. Y esa claridad viva envolvía una figura blanca, en los anchos pliegues de una bata blanca, parada al borde de la terraza, como olvidada en una contemplación. ¡Era Elisa, amigo mío! Por detrás, en el fondo del cuarto claro, el marido ciertamente jadeaba, en la opresión de la anasarca. Ella, inmóvil, reposaba, enviando una dulce mirada, quizás una sonrisa, a su dulce amigo. El miserable, fascinado, sin respirar, aspiraba el encanto de aquella visión bienhechora. Y entre ellos exhalaban, en la languidez de la noche, todas las flores de los dos jardines… Súbitamente, Elisa se recogió, deprisa, llamada por algún gemido o impaciencia del pobre Torres. Y cuando las ventanas se cerraron, toda la luz y la vida se extinguieron en la Casa da Parreira.
Entonces, José Matías, con un sollozo despedazado, de transbordado tormento, se tambaleó, tan ansiosamente se agarró a la cortina que la rasgó, y cayó desamparado en los brazos que le extendí, y en los que lo arrastré hacia la silla, pesadamente, como a un muerto o a un borracho. Pero, pasado un momento, con espanto por mi parte, el extraordinario hombre abre los ojos, sonríe con una lenta e inerte sonrisa, murmura casi serenamente: «Es el calor… ¡Hace mucho calor! ¿Usted no quiere tomar té?».
Lo rechacé y salí deprisa, mientras él, indiferente a mi fuga, extendido en la poltrona, encendía trémulamente un inmenso puro.
¡Santo Dios! ¡Ya estamos en Santa Isabel! ¡Qué rápido van estos majaderos arrastrando al pobre José Matías hacia el polvo y hacia el gusano final! Pues, amigo mío, después de esa curiosa noche, Torres Nogueira murió. La divina Elisa, durante el nuevo luto, se refugió en la finca de una cuñada también viuda, en Corte Moreira, junto a Beja. Y José Matías desapareció por completo, se evaporó, sin que me llegasen nuevas suyas, ni siquiera inciertas, tanto más que el íntimo por quien las podría conocer, nuestro brillante Nicolau da Barca, había partido para la isla de Madeira, con su último pedazo de pulmón, sin esperanza, por deber clásico, casi deber social, de tísico.
Todo ese año, también, anduve enfrascado en mi «Ensayo de los fenómenos afectivos». Después, un día, a comienzos del verano, bajando por la Rua de São Bento, con los ojos levantados, buscando el número 214, en donde se catalogaba la librería del mayorazgo de Azemel, ¿a quién veo yo en el balcón de una casa nueva y de esquina? ¡A la divina Elisa metiendo hojas de lechuga en la jaula de un canario! ¡Y bella, amigo mío, más llena y más armoniosa, toda madura y suculenta, y deseable, a pesar de haber celebrado en Beja sus cuarenta y dos años! Pero aquella mujer era de la gran raza de Elena que, cuarenta años también después del cerco de Troya, todavía deslumbraba a los hombres mortales y a los dioses inmortales. Y, curioso acaso, esa misma tarde, por Seco, João Seco el de la biblioteca, que catalogaba la librería del mayorazgo, conocí la nueva historia de esta Elena admirable.
La divina Elisa ahora tenía un amante… Y únicamente por no poder, con su acostumbrada honestidad, poseer un legítimo y tercer marido. El dichoso mozo al que ella adoraba era, en efecto, casado… Casado en Beja con una española que, al cabo de un año de ese matrimonio y de otros galanteos, había partido para Sevilla, con el fin de pasar devotamente la Semana Santa, y allí se había dormido en brazos de un riquísimo criador de ganado. El marido, pacato inspector de obras públicas, había seguido en Beja, en donde también vagamente enseñaba un vago dibujo… Pero una de sus discípulas era hija de la señora de Corte Moreira: y allí en la finca, mientras él guiaba el difumino de la niña, Elisa lo conoció y lo amó, con una pasión tan urgente que lo arrancó precipitadamente de las obras públicas, y lo arrastró a Lisboa, ciudad más propicia que Beja para una felicidad escandalosa y que se esconde. João Seco es de Beja, en donde había pasado la Navidad; conocía perfectamente al inspector, a las señoras de Corte Moreira; y comprendió el romance, cuando desde las ventanas de ese número 214, en donde catalogaba la librería de Azemel, reconoció a Elisa en el balcón de la esquina, y al inspector entrando regaladamente en el portal, bien vestido, bien calzado, con guantes claros, con apariencia de ser infinitamente más dichoso en aquellas obras particulares que en las públicas.
¡Y desde esa misma ventana del 214 conocí yo también al inspector! Buen mozo, sólido, blanco, de barba oscura, en excelentes condiciones de cantidad (y quizás incluso de calidad) para llenar un corazón viudo y, por lo tanto, «vacío», como dice la Biblia. Yo frecuentaba ese número 214, interesado en el catálogo de la librería, porque el mayorazgo de Azemel poseía, por irónica casualidad de las herencias, una colección incomparable de los filósofos del siglo xviii. Y pasadas semanas, saliendo de estos libros una noche (João Seco trabajaba de noche) y parando delante, al lado de un portal abierto, para encender el puro, veo a la luz temblorosa del fósforo, metido en la sombra, ¡a José Matías! ¡Pero qué José Matías, mi querido amigo! Para considerarlo más detenidamente raspé otro fósforo. ¡Pobre José Matías! Había dejado crecer la barba, una barba rala, indecisa, sucia, blanda como una pelusa amarillenta; había dejado crecer el pelo, que le surgía en guedejas secas bajo un viejo bombín; pero todo él, por lo demás, parecía disminuido, menguado, dentro de una levita de mezclilla, arrugada, y de unos pantalones negros, de grandes bolsillos, en donde escondía las manos con el gesto tradicional, tan infinitamente triste, de la miseria ociosa. En la espantada lástima que me embargó, apenas balbuceé: «¡Pero esto! ¡Usted! ¿Qué es de usted?». Y él, con su mansedumbre refinada, pero secamente, para salir del paso, con una voz que el aguardiente había enronquecido: «Por aquí, esperando a un sujeto». No insistí, seguí. Después, más adelante, parado, comprobé lo que en un instante había adivinado: ¡que el portal negro quedaba frente a la casa nueva y a los balcones de Elisa!
Pues, amigo mío, ¡tres años vivió José Matías encarcelado en aquel portal!
Era uno de esos patios de la Lisboa antigua, sin portero, siempre abiertos de par en par, siempre sucios, cavernas laterales de la calle, de donde nadie expulsa a los escondidos de la miseria y del dolor. Al lado había una taberna. Infaliblemente, al anochecer, José Matías bajaba la Rua de São Bento, pegado a los muros, y, como una sombra, se sumergía en la sombra del portal. A esa hora ya las ventanas de Elisa lucían en invierno empañadas por la niebla fina, en verano todavía abiertas y aireando en el reposo y en la calma. Y hacia ellas, inmóvil, con las manos en los bolsillos, José Matías se quedaba en contemplación. Cada media hora, sutilmente, se metía en la taberna. Vaso de vino, vaso de aguardiente y, despacito, se recogía en la negrura del portal, en su éxtasis. Cuando las ventanas de Elisa se apagaban, aún se arrastraba a través de la larga noche, incluso en las negras noches de invierno, encogido, transido, golpeando las suelas contra los adoquines, o sentado al fondo, en los peldaños de la escalera, machacando los ojos turbios en la fachada negra de aquella casa, ¡en donde la sabía durmiendo con otro!
Al principio, para fumar un cigarro apresurado, trepaba hasta el rellano desierto, para esconder el fuego que lo denunciaría en su escondrijo. Pero después, amigo mío, fumaba incesantemente, pegado a la jamba, ¡chupando el cigarro con ansia, para que la punta rebrillase, lo alumbrase! ¿Y se da cuenta por qué, amigo mío?… Porque Elisa ya había descubierto que, dentro de aquel portal, adorando sumisamente sus ventanas, con el alma de otrora, ¡estaba su pobre José Matías!…
¿Y creerá, amigo mío, que entonces, todas las noches, o por detrás de los cristales o apoyada en el balcón (con el inspector dentro, estirado en el sofá, ya en chinelas, leyendo el Jornal da Noite), ella se paraba a mirar el portal, muy quieta, sin otro gesto, con aquella antigua y muda mirada de la terraza sobre las rosas y las dalias? José Matías se había dado cuenta, deslumbrado. ¡Y ahora avivaba desesperadamente el fuego, como un faro, para guiar en la oscuridad los amados ojos de ella, y mostrarle que allí estaba transido, todo suyo, y fiel!
De día él nunca pasaba por la Rua de São Bento. ¿Cómo osaría, con el chaquetón roto en los codos y las botas combadas? Porque aquel mozo de elegancia sobria y fina había caído en el andrajo. ¿De dónde sacaba incluso, cada día, los tres patacones para el vino y para el trozo de bacalao en las tabernas? No lo sé… ¡Pero alabemos a la divina Elisa, amigo mío! Muy delicadamente, por caminos apartados y astutos, ella, rica, procuraba establecerle una pensión a José Matías, mendigo. Situación picante, ¿verdad? La grata señora dando dos pagas a sus dos hombres: ¡al amante del cuerpo y al amante del alma! Él, sin embargo, adivinó de donde procedía la pavorosa limosna y la rechazó, sin rebeldía, ni alarido de orgullo, hasta con enternecimiento, ¡hasta con una lágrima en los párpados inflamados por el aguardiente!
Pero solo con la noche ya muy cerrada osaba bajar a la Rua de São Bento, y meterse en su portal. ¿Y adivina usted cómo pasaba el día? ¡Espiando, siguiendo, husmeando al inspector de obras públicas! ¡Sí, amigo mío! ¡Una curiosidad sin saciar, frenética, atroz, por aquel hombre que Elisa había escogido!… Los dos anteriores, Miranda y Nogueira, habían entrado en la alcoba de Elisa públicamente, por la puerta de la Iglesia, y para otros fines humanos además del amor: para tener un hogar, quizás hijos, estabilidad y quietud en la vida. Pero éste era meramente el amante, que ella había nombrado y mantenido solo para ser amada, y en esa unión no aparecía otro motivo racional sino que los dos cuerpos se uniesen. No se hartaba, por lo tanto, de estudiarlo, en la figura, en la ropa, en los modos, ansioso por saber bien cómo era ese hombre, que, para completarse, su Elisa había escogido entre la turba de los hombres. Por decencia, el inspector vivía en el otro extremo de la Rua de São Bento, frente al mercado. Y esa parte de la calle, en donde no lo sorprenderían, zarrapastroso, los ojos de Elisa, era el paradero de José Matías, ya por la mañana, para mirar, husmear al hombre, cuando él se recogía de la casa de Elisa, aún caliente del calor de su alcoba. Después no lo dejaba, cautelosamente, como un ratero, rastreando de lejos su rastro. Y yo sospecho que lo seguía así, menos por curiosidad perversa que para comprobar si, a través de las tentaciones de Lisboa, terribles para un inspector de Beja, el hombre conservaba el cuerpo fiel a Elisa. Al servicio de la felicidad de ella: ¡fiscalizaba al amante de la mujer que amaba!
¡Refinamiento curioso de espiritualismo y devoción, amigo mío! El alma de Elisa era suya y recibía perennemente la adoración perenne: ¡y ahora quería que el cuerpo de Elisa no fuese menos adorado, ni menos lealmente por aquel a quien ella había entregado el cuerpo! Pero el inspector era fácilmente fiel a una mujer tan hermosa, tan rica, con medias de seda, con brillantes en las orejas, que lo deslumbraba. ¿Y quién sabe, amigo mío? Quizás esta fidelidad, pleitesía carnal a la divinidad de Elisa, haya sido para José Matías la última felicidad que le concedió la vida. Así me persuado, porque, el invierno pasado, encontré al inspector, una mañana de lluvia, comprando camelias a un florista de la Rua do Ouro; ¡y enfrente, en una esquina, José Matías, esquelético, desarrapado, acechaba al hombre, con cariño, casi con gratitud! Y quizás esa noche, en el portal, tiritando, golpeando con las suelas encharcadas, con los ojos enternecidos en las oscuras vidrieras, pensase: «¡Pobrecita, pobre Elisa. Se quedó contenta porque él le trajo flores!».
Esto duró tres años.
En fin, amigo mío, anteayer, João Seco apareció en mi casa, por la tarde, con la respiración entrecortada: «¡Se llevaron a José Matías, en camilla, para el hospital, con una congestión pulmonar!».
Parece ser que lo encontraron, de madrugada, tirado en el ladrillo, todo encogido en el chaquetón delgado, jadeando, con el rostro cubierto de muerte, vuelto hacia los balcones de Elisa. Corrí al hospital. Había muerto… Subí, con el médico de guardia, a la enfermería. Levanté la sábana que lo cubría. En la abertura de la camisa sucia y rota, sujeto al cuello con un cordón, conservaba una bolsita de seda, raída y sucia también. Seguro que contenía una flor, o cabellos, o un pedazo del encaje de Elisa, del tiempo del primer encanto y de las tardes de Benfica… Le pregunté al médico, que lo conocía y le daba pena, si había sufrido. «¡No! Tuvo un momento comatoso, después abrió mucho los ojos, exclamó “¡Oh!” con gran espanto, y se quedó.»
¿Era el grito del alma, el asombro y el horror de morir también? ¿O era el alma triunfando por reconocerse en fin inmortal y libre? Usted no lo sabe; ni lo supo el divino Platón; ni lo sabrá el último filósofo en la última tarde del mundo.
Llegamos al cementerio. Creo que debemos coger las borlas de la caja… La verdad, es bien singular este Alves «Capão», siguiendo tan sentidamente a nuestro pobre espiritualista… ¡Pero, santo Dios, mire! Allí, esperando, a la puerta de la iglesia, aquel sujeto compenetrado, de etiqueta, con paletó claro… ¡Es el inspector de obras públicas! Y trae un grueso ramo de violetas… Elisa mandó a su amante carnal acompañar a la tumba y cubrir de flores a su amante espiritual. ¡Pero, oh amigo mío, pensemos que, ciertamente, ella nunca le pediría a José Matías que esparciese violetas sobre el cadáver del inspector! ¡Es que siempre la Materia, incluso sin comprenderlo, sin sacar de él su felicidad, adorará al Espíritu, y siempre a sí misma, a través de los gozos que recibe, se tratará con brutalidad y desdén! ¡Gran consuelo, amigo mío, este inspector con su ramo, para un metafísico que, como yo, comentó a Espinosa y Malebranche, rehabilitó a Fichte, y probó suficientemente la ilusión de la sensación! Solo por esto mereció la pena traer a su tumba a este inexplicable José Matías, que era quizás mucho más que un hombre: o quizás aún menos que un hombre… En efecto, hace frío… ¡Pero qué linda tarde!
FIN