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Invocación para desorejarse

Vincent van Gogh. Autorretrato con la oreja vendada

Para que el sombrero pudiese penetrar en mi testa, decidieron cortarme las dos orejas. Admiré sus deseos de exquisita simetría, que hizo que desde el principio su decisión fue de cortarme las dos orejas. Me sorprendió que tan lejos como era posible de un hospital, me fueran arrancadas con un bisturí que convertía al rasgar la carne en seda. Una urgencia como si alguien estuviese esperando en compraventa mis dos orejas. No hubo ninguna deliberación, pero comprendí que habían decidido que no se las llevaran. En sentido inverso, teniendo una en cada mano, las frotaron una sola vez contra el mármol de la repisa. Entró la patrona cantando y oprimió un limón contra la mancha que había quedado en la repisa. Pensé que se desprendería un humo o que se avivaría la mancha. Pensé, pero, cuando me asomé cuidadosamente, todo estaba igual, salvo el gesto de la patrona de encajarse en aquella situación cantando. Días después vi que arrojaba las gotas de limón en la parte de la repisa que no estaba manchada. Luego, tendría que repetirse la ceremonia o mi sacrificio estaba fuera de lugar, y no era a mí a quien deberían haber arrancado las dos orejas. Sentí que era llamado para la otra ceremonia: dejarse injertar unas bolas azafranadas en el hueco dejado por las orejas. Unos mozalbetes, tal vez soldados vestidos de paisano, colocaban las borlas en unas grietas abiertas en las paredes. No sé si  era un aprendizaje o un hecho que se aclararía después. Mientras yo esperaba la ceremonia y los soldados continuaban martillando, la patrona volvió a penetrar, ahora no cantaba, sino recogió una gran cantidad de almejas ya vaciadas que estaban por el suelo. Las hacía caer en su falda como si fueran flores. Luego, la noche anterior habían estado comiendo allí, antes de yo llegar, cuando aún tenía mis dos orejas. Me van pasando las borlas azafranadas de una a otra oreja, y la patrona me mira despacio, me recorre, me humedece. «Mañana, dice, volveré a recoger más almejas, traeré la canasta». «Mire, me dijo, si puedo hacerlo, como está tendido mi delantal, tengo las uñas como comidas en una pesadilla, pero eso sí lo he dejado como la nieve». «Todo lo que sale de esta casa, me dice con malicia, sale bien hecho». Claro, mis dos orejas han sido cortadas, me cuelgan dos borlas azafranadas, y cuando me asomo veo un delantal inmensamente blanco, no se mueve, y por la tarde guardo caparazones vacíos de almejas. Otro delantal, otro delantal, delantales, otro delantal, otro delantal.

FIN

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