Invierno en Belleville
Si París es una forma de vivir, Belleville es una forma ardua de vivir. Y en invierno una forma de sufrir. De todos los inviernos el invierno que mejor recuerdo es el invierno en que se llevaron el motor de la máquina de coser de Régine y luego se lo devolvieron. A mí me quitaron el gorro pero no me lo devolvieron. Fue un largo invierno.
Fue el invierno de la huelga general, cuando el mundo estuvo de puntillas, con el corazón en vilo, en torno a París como alrededor de un lecho de muerte. Fue el invierno en que L’Humanité se repartió gratis una noche en el metro. Aquella noche nuestros ojos daban lástima, ya que dos enormes titulares sangrantes cubrían toda la primera página, siendo ASSA-SSINÉE el más grande y sangrante. Yo y todos pensamos: ¡ya ha ocurrido! Pero nadie había sido asesinado, se trataba de LA LIBERTÉ.
La luz mostraba la palidez de los rostros, los trenes se internaban en los túneles y en la Porte des Lilas no funcionaban las escaleras mecánicas. Y en Yvry los soldados de la República sitiaban la central eléctrica. Una noche les proporcionaron picos y abrieron un boquete en el muro. Y hubo más suministro eléctrico, la luz reflectaba en las carabinas de la policía y en los cromados de los camiones que recorrían la noche. Y en el hielo de las fuentes. Porque de repente hizo un frío terrible, las cloacas exhalaban vapores y la helada cubría todas las paredes. Llegó la nieve y cayó sobre todos los que peleaban, pasaban frío o solo se dedicaban a ganar dinero.
Yo me calé un llamativo gorro de piel búlgaro, porque seguía sin entender nada. No entendía, por ejemplo, que en París se considerase el invierno un delito contra un pacto tácito, un pacto entre París y la naturaleza. Y ¿qué hacer cuando alguien rompe un pacto? Se sigue guardando silencio aunque se desprecie al autor del delito. Pero mi gorro significaba que yo reconocía los derechos del invierno. Que lo aceptaba. Y además era un gorro demasiado alto. Porque cuando los estudiantes del Barrio Latino lo veían aparecer por un extremo de la calle Monsieur le Prince, formaban una piña y cantaban a coro hasta que desaparecía: “Quel chapeau, quel chapeau!”. Y en la mismísima plaza de la Ópera, a plena luz del día, recibí en el cogote una bola de nieve dura, lanzada por un joven fanático que vociferaba contra mí desde la intensa nevada: “¡Ruso, ruso!”.
No debió de pasar mucho tiempo antes de que aprendiera a pasar frío de nuevo. Antes de que aprendiera a no llevar gorro. Antes de que aprendiera a no aceptar según qué cosas. No el invierno, desde luego. Y no aquel invierno entre todos los inviernos.
Fue el invierno en que solíamos ir a Belleville, a casa de Régine. ¿Quién era Régine? Pues bien, una araña de las buenas. Porque en toda ciudad que se precie, lo suficientemente grande para acoger cualquier clase de infortunio, siempre hay personas llamadas a compadecer la desdicha. Diríase que atraen hacia sí, como imanes, a todos los infelices y solitarios. No son muchas, pero curiosamente se bastan para todos, como los cinco peces del evangelio. No es gente que necesite ser rica ni guapa, ni joven ni muy divertida: se convierten como por ensalmo en el centro de un amplio círculo de personas. Son como arañas generosas y desprendidas que tejen su tela con solidaridad, cariño y esperanza.
Régine vivía aquel invierno en un callejón, un sinuoso callejón casi pegado al muro de los comuneros del cementerio Père Lachaise. De una calle estrecha se pasaba a otra calle más estrecha. La luz del día se difuminaba como cuando se cierran los postigos de una ventana a nuestra espalda. El transeúnte se abría paso a tientas, a través de una luz cenicienta que parecía haberse consumido durante siglos. Las losas parecían pulidas por millones de pasos, de todos los rincones salían gatos de ojos rutilantes. Justo en el primer recodo del callejón había una taberna. Se podía ver su interior a través de un ventanuco de rejas oxidadas. Nos pasamos todo el invierno mirando por esa ventana y no nos pareció que cambiara nada: las mismas mujeres blancas, los mismos hombres pelirrojos, las mismas mesas vacías, los mismos vasos rotos. No vimos salir, ni tampoco entrar, a nadie por su desvencijada puerta. Solo los veíamos dentro, sentados como presidiarios, condenados a bebida perpetua.
El callejón se internaba bajo un pequeño puente y salía a un jardincillo alargado y rodeado de muros resquebrajados. Enseguida, a la izquierda, había otra ventana con rejas. Dentro estaba la portera, sentada en un sofá rojo y con los pies descansando en un cojín rojo. Parecía no haberse movido de allí desde la guerra, cubierta de polvo y olvidada de todos excepto de los gatos.
A casa de Régine se entraba directamente desde el patio, bajando unos escalones y entrando en una habitación donde siempre había alguien que se nos había adelantado. La habitación siempre estaba caldeada, especialmente aquel invierno, debido en parte a que éramos muchos y también a que las velas permanecían encendidas por motivo de los continuos cortes en el suministro eléctrico. Se llegaba del frío y el infierno y se entraba en calor y fiesta. Las velas flameaban, la mesa estaba limpia y resplandeciente. El gas de París daba sus últimas boqueadas bajo un caldero de té. Las tazas blancas ya estaban puestas delante de los asientos, nadie tenía tazas tan grandes como las suyas. Guardábamos silencio durante mucho rato. Siempre empezábamos guardando silencio. Permanecíamos atentos a lo que sucedía o podía suceder en nuestro entorno, en la gran ciudad, como si pudiéramos oírlo. Bueno, sí que se oía, pero era un silencio mayor. Permanecíamos atentos al ataque del tigre antes de que el tigre hubiese aparecido. ¿Quiénes éramos nosotros? Refugiados la mayoría, todos a excepción de Régine. Allí no había ningún voluntario, todos perseguidos a causa de la insensatez armada. Nadie tenía otra misión, si no era suficiente misión, que la de sobrevivir. Unos venían de muy lejos, otros de lugares cercanos. Pero todos eran huéspedes y no invitados.
Régine, judía polaca escogida por el destierro durante los peores años de Pilsudski, consiguió lo que para muchos constituyó un fracaso: pasar la frontera polaca y salir a un mundo que de momento era más libre. Usó un pasaporte falso, sueco, y superó las reticencias de la policía de aduanas haciéndose pasar por una sueca muda durante diez horas. Luego París, España, cuatro años de clandestinidad en el sur de Francia, París de nuevo como viuda de un combatiente caído en la resistencia. Todo perdido a excepción del poder de reunir en torno suyo a quienes lo necesitaban.
Y los demás. Ernst, originario de Viena y proveniente de Madrid, cojo a resultas de una bala de Franco. ¿Qué le había dado la lucha? Ni honor ni dinero. Una pequeña habitación de hotel en Belleville donde compartía estrecheces con su esposa francesa. Una existencia ardua y austera, viviendo de coser trajes para quienes los necesitaban sin que él pudiera permitirse el lujo de necesitar ninguno.
O Kurt, originario de la cuenca del Ruhr, un peletero con pésimos pulmones y dos hijos en un sótano cerca de Nôtre Dame. ¿De qué le servía Nôtre Dame cuando no había nadie que lo ayudara? De trozos que iba recogiendo por los suelos del taller donde trabajaba, y que se llevaba a escondidas a casa, cosía malas pieles que nadie quería comprarle. A veces, cuando venía, traía una piel consigo. La cogía como si le quemara y la ponía con esmero y graciosa ternura sobre los hombros de alguna mujer. Esperaba la ocasión en que la mujer no se la quitara de encima, abriera el bolso y dijera: Qué bonita, me la quedo. Pero nunca ocurrió eso, siempre tuvo que llevársela de vuelta y traerla de nuevo hasta que se ajaba y se estropeaba. Bien lo sabía.
Michèle vivía muy cerca, vivía en la misma casa y había sido bella. ¿Pero qué hace Belleville con la belleza? ¿La consume como consume todo? Acababa de consumir las vidas de su esposo y de su hijo: tuberculosis. Estaba sola, ¿pero cuánto tiempo?
Pero también se sentaba a la mesa la riqueza, envuelta en una piel grisácea. Se llamaba Rose, se maquillaba y era la más vieja, también llamada La Châtelaine por alusión al palacete que tenía junto a la carretera de Meaux. Probablemente viuda —aún no lo sabía—. Su esposo, un banquero judío, había desaparecido durante la ocupación como desapareció la gente en aquel tiempo, sin dejar rastro ni esperanza. ¿Por qué iba allí? Porque lo necesitaba. Nunca decía nada y cuando hablaba sonaba de algún modo como Anouilh: ¡Oh, qué frío hace en mi castillo! Cuando ayer salí al parque… Finalmente creímos entender por qué venía. Era sin duda una manera de odiar.
Esos eran los invitados fijos. Luego había otros que iban y venían, desaparecían y reaparecían. O no volvían nunca, emigraban o se morían. Pero no hay que olvidar a Henry. Fue lo que hicimos. Y lo recordamos cuando ya era demasiado tarde. Debió de haber pasado mucho tiempo antes de que lo recordáramos. Solía sentarse a un extremo de la mesa, junto a la máquina de coser. Allí no daba la luz. Era un hombretón, sombrío y corpulento, que no decía una sola palabra. Y Régine, que a todos dedicaba palabras, no tenía ninguna para él; y lo que era peor: nunca podía leer las cartas.
La verdad es que no teníamos mucho que hacer. Acudíamos allí para tener a Régine a nuestro lado, no para distraernos. Todos nos conocíamos hasta la saciedad y no mejoraba la situación de nadie, sino que empeoraba conforme avanzaba el invierno. No teníamos mucho de qué hablar. Jugábamos a los naipes, apenas rozábamos los recuerdos. Pero nunca se hacía un silencio total, porque entonces se nos echaba el tigre encima. En ese momento sacaba Régine las cartas. Eran muchas y no solo cartas recientes, sino viejas. Y todas las tardes escogía a uno de nosotros para leerlas en voz alta. Nunca era la misma carta, pero se repetían al cabo de un tiempo. Al principio, los nuevos no entendimos nada aunque fuese sencillo entenderlo. Demasiado sencillo. Y cuando lo entendimos simulamos no entenderlo. Régine no debería enterarse de que sabíamos la verdad.
La verdad era que Régine nunca había aprendido a leer.
—Siempre es mejor que las lea otro. Las cartas se leen en voz alta. ¿No les parece? Además, estoy resfriada. Y no es lo mismo leerlas sola.
Pues claro que nos parecía. Y nos gustaba que nunca reconociera nada, ni siquiera eso. Pasaban las tardes y la araña nos atrapaba con delicadeza entre sus redes mientras se derretían los montones de cartas.
Las mejores eran las cartas de René, escritas por un muchacho judío de París que trabajaba en un taller de confección de Chicago. Sus padres fueron exterminados en Auschwitz. Llegó a casa de Régine como otros tantos, tras la guerra. Estaba solo, no tenía a nadie y no sabía nada. Ella le enseñó a coser. Ella le ayudó a encontrar a sus dos hermanos mayores que se habían salvado emigrando a América y que estaban bien. Y lo ayudó a viajar allí. Pero después ya no pudo ayudarlo más. No podía evitar que se sintiera más solo que nunca, no podía remediar que no entendiera a sus hermanos y que sus hermanos no le entendieran a él. Ahora ganaba dólares en un taller, pero de nada le servían. Había un par de cartas buenas, fueron las primeras. La mejor fue la que escribió desde Nueva York hablando de calles nuevas, de sus hermanos y de la luz.
Pero como ya hemos dicho, Henry nunca pudo leerlas. A pesar de que sabía leer y muchas cosas más. Sabía de la guerra, de la guerra de España, por ejemplo, de la legión extranjera y de la Guerra Mundial. Sabía de revólveres porque una tarde, cuando nadie veía lo que hacía, sacó y desmontó un revólver al amparo de la máquina de coser. Y de máquinas sabía bastante porque era electricista. No acabamos de entenderlo hasta poco antes de Navidad. Entonces nos enteramos de que amaba a Régine, pero ella no lo amaba a él. Hacía un año que había llegado, nos había acompañado, había visto, había ido y venido. Había esperado una palabra de ella que nunca oyó. Tomaba su sopa cuando nosotros la tomábamos; nosotros se la pasábamos. Tomaba su té al mismo tiempo que nosotros; pero nuestras manos se lo pasaban. Yo era quien se sentaba más cerca y siempre soñé lo que pasaría la vez que Régine le dijera una palabra. También soñé qué palabra sería.
Una tarde se presentaron mejores oportunidades. Una mala tarde porque de repente dejó de funcionar el motor de la máquina de coser. Régine tenía que vivir, ella sobre todo, y se ganaba el sustento cosiendo vestidos desde primera hora de la mañana hasta que llegábamos nosotros. Pero ¿quién podría reparar motores? Nos pusimos a pensar sin que sirviera de nada. Entonces alguien me tocó en el hombro, era Henry. Me dijo en voz alta:
—Dile a ella que me llevo el motor a casa y lo arreglo.
Yo dije a Régine:
—Henry quiere arreglarlo.
Régine me miró y dijo:
—Dile que de acuerdo. Pero lo quiero de vuelta mañana temprano.
Henry sacó el motor de la máquina y se lo llevó a casa. Los demás nos quedamos y leímos cartas.
Pero al día siguiente, cuando llegamos por la tarde, allí no había ningún motor. Nos sentamos a la mesa y guardamos silencio. Hacía mucho viento y nevaba. De repente llamaron a la puerta de improviso. No era Henry, no era el motor. Era un recadero con un mensaje. Régine lo abrió, lo miró, se puso colorada y dijo:
—Veo muy mal. Que lo lea quien esté más cerca de la luz.
Lo leyó Ernst y el mensaje decía:
“Querida Régine: el motor ya está arreglado. Si lo quieres, ven al hotel por la tarde, hacia las ocho, y te lo llevas. Pero ven sola. Tengo un revólver”.
Ella cogió el mensaje y lo rompió en pedazos. Todos se levantaron al mismo tiempo.
—¡Vamos por el motor, Régine!
Fuera estaba todo blanco y limpio. Nos apretujamos todos en el coche, Ernst, Kurt y yo en el asiento delantero. Fuimos en silencio por calles cubiertas de nieve, el coche patinó en la cuesta de la Rue des Pyrenées. El cielo estaba tan despejado que uno de nosotros creyó ver las luces de la Torre Eiffel, si es que se veían desde allí. Estábamos cerca cuando Kurt me agarró el brazo y dijo:
—Es pronto aún. Demos una vuelta primero.
La verdad es que no era tan pronto. Y de nada serviría la vuelta que diéramos. De nada servirían los bulevares con sus árboles helados, de nada servirían las negras aguas del Sena, ni ninguna de las iglesias. Había una habitación, un hombre y un revólver. Allí debíamos ir. Con todo llegamos por fin a la puerta del hotel. Dejamos a las mujeres en el coche: Régine, La Châtelaine, la mujer de Ernst y Michèle.
Sentimos cierto alivio cuando el portero nos dijo que Henry no estaba en su habitación —¿por qué mentir?—. No obstante subimos a la cuarta planta, había un 12 escrito con tiza en una puerta. Llamamos a golpes, gritamos y amenazamos. Buscamos en las esquinas y en los servicios. Ningún Henry, ningún motor. Nuestro coraje había sido en vano. Y subir cuatro plantas no había sido nada, lo peor vendría después. Un infierno en la planta baja, porque estaba claro que no podíamos presentarnos con las manos vacías. Ante otros tal vez, pero nunca ante Régine. Así que preguntamos si había otra salida.
Nos alegró que volviera a nevar, las del coche solo verían, si es que veían algo, tres figuras, cualesquiera que fuesen, cruzando la calle y entrando en un bar que había un poco más apartado. No podíamos volver sin motor ni sin, por lo menos, una copa de coñac en el cuerpo.
Al abrir la puerta del bar nos miró con ojos desorbitados un hombrón que había junto al mostrador. Caímos en la cuenta y entendimos que nos había estado esperando. Pero no podíamos echarnos atrás. Tuvimos que ponernos a su lado. El dueño llenaba las tazas de café y las copas de coñac hasta los bordes.
—No van a llevarse el motor —dijo Henry en voz baja.
—Cuatro cafés —dijo Ernst.
—¿Por qué no ha venido Régine?
—Está en el coche —dijo uno de nosotros.
—Tenía que haber venido sola.
El dueño nos miró con gesto adusto.
—Aquí no quiero peleas. Y menos entre extranjeros.
Como siempre, era yo el que estaba más cerca de Henry. De repente me puso la mano en el hombro, con fuerza pero sin intención de asustarme, puesto que casi estaba llorando.
—¿Qué hizo con el mensaje?
—Lo rompió.
—¿Y qué más? ¿Me diría alguna palabra?
—¿Quién sabe?
—¿Quién sabe? Wer veiss? Qui sait? Who knows? Nadie.
—No se lo llevarán, nunca —dijo, y bebió.
Entonces nos acercamos y lo miramos hasta que cedió. Todos notamos que no había nada que temer. Y aunque sabíamos que era deleznable lo que íbamos a hacer, no dejamos de hacerlo. Uno de nosotros le preguntó:
—¿Cuánto quieres?
Entonces nos miró como creyendo que estábamos bromeando. Pero no era ninguna broma y por eso hizo lo que queríamos: se arrastró por los suelos sin tener que morir.
—Pongan lo que tienen en el mostrador, ya veremos si es bastante —dijo, y nos hizo sitio.
No fue mucho, tres mil doscientos veinte francos en suma, todo lo que llevábamos encima. Recogió los billetes y se fue a sentar en una silla a un extremo del bar.
—Monsieur Jacques —dijo—. Otro coñac.
Y monsieur Jacques se dio media vuelta y bajó las botellas, no solo la de coñac sino también las de whisky, jerez, kirsch y otros tantos licores. Luego sacó el motor del estante y lo puso en el mostrador. Cogió un trapo y lo limpió de polvo y manchas de vino. Brillaba y estaba limpio. Podíamos irnos.
—Está intacto, maldita sea —gritó el desdichado desde la silla.
Lo cogimos con cuidado, lo sacamos a la nieve y lo pusimos en las rodillas de Régine. No pronunciamos una sola palabra, ni siquiera cuando llegamos a casa. Montamos el motor y Régine cosió hasta que se fue la luz. Encendimos las velas y comentamos lo complicado que había resultado, lo que no dejaba de ser cierto. Y mientras se hacía de noche y Belleville se cubría de blanco, Ernst leyó la primera carta de René desde Nueva York. Nada sabíamos de lo que podía ocurrir. Si Henry iría a pegarse un tiro o a venir de vuelta y esperar una palabra. Si Kurt vendería la piel o la vería ajarse. Si René retornaría a casa o se haría norteamericano. Si Michèle moriría pronto o viviría mucho tiempo. Si La Châtelaine se haría con un novio en primavera o se quedaría siempre entre nosotros, para seguir odiando. Menos sabíamos del tigre: ¿atacaría o pasaría delante de nosotros como un ciego?
Solo teníamos una certeza: Régine permanecería siempre allí y aquel invierno, por lo tanto, se acabaría.
FIN
Stig Dagerman. (5 de octubre de 1923 - 4 de noviembre de 1954) fue un prolífico escritor y periodista anarquista sueco cuya breve pero intensa vida dejó una huella perdurable en la literatura y el pensamiento social de su época. Nacido en Älvkarleby, Suecia, en 1923, Dagerman provenía de una familia obrera: su padre trabajaba en una cantera y su madre era operadora telefónica. A la edad de 11 años, se estableció en Estocolmo, donde forjaría su camino como un ardiente defensor del anarquismo y un agudo observador de la sociedad.
Desde su temprana juventud, Dagerman se involucró con pasión en los círculos anarcosindicalistas suecos, y sus escritos comenzaron a plasmarse en la prensa afín a esta ideología. Con una participación activa en la sección juvenil de la Sveriges Arbetares Centralorganisation (SAC), en la que su padre también tenía una membresía desde 1920, Stig Dagerman se sumergió en el mundo del activismo y la escritura.
Entre los 21 y los 26 años, Dagerman produjo una sorprendente cantidad de obras literarias, que incluyen cuatro novelas, cuatro piezas de teatro y una colección de relatos cortos. Además, su pluma se extendió a innumerables artículos, crónicas y reportajes, demostrando su versatilidad y habilidad para abordar diversos temas.
En 1943, contrajo matrimonio con Anne Marie Götzes, una refugiada alemana y descendiente de voluntarios veteranos de la Guerra Civil española (1936-1939). Sus experiencias y perspectivas personales influyeron en gran medida en su obra, como se puede ver en su novela "La serpiente" (1945), que capturó los sentimientos de ansiedad y temor en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.
A lo largo de su carrera, Dagerman exploró diversas temáticas, desde su inmersión en la Alemania destruida como corresponsal del Expressen, que dio lugar a su reportaje "Otoño alemán", hasta su novela "Niño quemado" (1948), que sigue siendo ampliamente apreciada por su profundidad emocional y estilo narrativo evocador.
A pesar de su éxito literario, la vida personal de Dagerman fue igualmente intensa. En 1950, su matrimonio terminó y comenzó una relación con la actriz sueca Anita Björk, con quien tendría una hija en 1951 y se casaría en 1953. Sin embargo, dos años después, en 1952, Dagerman escribiría "Nuestra necesidad de consuelo es insaciable", un breve pero conmovedor testamento literario antes de su trágico suicidio en 1954 en Enebyberg, una área suburbana de Estocolmo.
El legado literario y el compromiso ideológico de Stig Dagerman trascienden su tiempo. En su honor, la Sociedad Stig Dagerman estableció un premio anual que reconoce a escritores cuyas obras promueven la libertad de expresión y la comprensión intercultural. Sus obras, traducidas a varios idiomas, como "La serpiente", "Otoño alemán" y "Niño quemado", siguen cautivando a lectores de todo el mundo, manteniendo viva la memoria de un autor que desafió convenciones y exploró las profundidades del alma humana.