Para Hubert Lapell era extremadamente importante aquel primer amor. «Importante» fue la palabra que empleó al escribir sobre él en su Diario. Era un acontecimiento de su vida, un verdadero acontecimiento por fin. Marcaba como un hito un punto crítico de su desarrollo espiritual.
«Dijo Voltaire», escribió en su Diario, y repitió en una de sus cartas a Minnie: «Dijo Voltaire que morimos dos veces; una, cuando muere el cuerpo entero, y otra, anterior a ésta, cuando se extingue nuestra capacidad de amar. De una misma manera, son dos las veces que nacemos, y es la segunda, cuando nos enamoramos por vez primera. Nace uno entonces en un mundo nuevo, un mundo en el cual los sentimientos son más intensos, los valores aumentan, nuestra percepción se hace más penetrante». Etcétera.
Será menester confesar que Hubert halló decepcionador este mundo nuevo. La intensificación de sus sentimientos no fue nada extraordinario; desde luego, fue inferior a lo que a juzgar por la literatura romántica pudiera calcularse.
Te digo que estoy loco por el amor de Crésida;
me dices que es gentil, y en la abierta úlcera
de mi corazón derramas sus ojos, su cabello,
sus mejillas, su porte, su voz.
No; no era nada que recordase tales extremos. En su Diario, en sus cartas a Minnie, es cierto que pintaba refulgentes y románticos paisajes del mundo nuevo. Pero eran paisajes imaginarios, artificiales, al estilo de los de Salvador Rosa, más ricos, más fragosos, más pintorescos y con claroscuros más pronunciados que la realidad. Hubert se lanzaba ávidamente sobre cualquier veleidad de una desgracia, de un deseo físico, de un ansia espiritual, para tejer alrededor de ello, en sus cartas y en su Diario, algo sustancialmente romántico. Había veces, por lo general a altas horas de la noche, en que llegaba a convencerse a sí mismo de que era verdaderamente el más desatentado, el más infeliz, el más ardoroso amante que jamás hubo. Pero durante el día se ocupaba en sus quehaceres, alimentando algo que se parecía mucho a un agravio que el amor le hubiera inferido. El amor era algo decepcionador; sí, el amor era, decididamente, decepcionador.
Pero Minnie no encontraba el amor decepcionador, ni mucho menos. Se había enamorado de Hubert desde el primer instante. Un amigo de ambos se lo presentó durante una de las veladas que se celebraban en su casa los miércoles por la noche. «Te voy a presentar a Mr. Lapell; pero realmente es demasiado joven para que nadie le llame más que Hubert». Tal fue la fórmula de presentación. Minnie se echó a reír, le estrechó la mano y comenzó a llamarle Hubert desde el primer momento. También él se había reído nerviosamente. «Me llamo Minnie», le dijo ella; pero estuvo Hubert demasiado nervioso toda la noche para llamarla Minnie o cualquier otra cosa. Tenía Hubert el pelo alborotado y rebelde, como el de un niño, y ojos grises que jamás descansaban sino durante brevísimos momentos sobre la persona con quién hablaba, para luego retirarse como si tuvieran miedo. Lanzaba sus miradas rápidamente con interés, y luego las recogía prestamente. Su voz, musical, caracterizada por repentinos énfasis y rápidas modulaciones que la hacían subir y bajar, dijérase que iba dirigida a un fantasma que flotase algo por encima y a la derecha o la izquierda de la persona con quien en realidad hablaba. Encima de las cejas, se veía una frente bellamente abovedada, partida por una arruga pensativa que separaba los ojos. Cuando estaban en reposo, sus labios formaban una especie de morrito, como si su dueño estuviera expresando perpetuamente el descontento crónico que le inspiraba el mundo. Y, naturalmente, pensó Minnie, el mundo no era lo bastante bello para su idealismo.
—Pero después de todo —dijo Hubert aquella primera noche—, siempre puede uno vivir en el mundo de los propios pensamientos. Por lo menos, ése es diáfano y hermoso. Siempre es posible vivir alejado del torbellino brutal.
Desde las profundidades de su sillón, frágil y cansada, de excesiva elegancia incongruente con la atmósfera artística que allí se respiraba, Helen Glamber se había echado a reír y había respondido.
—No estoy conforme. Antes al contrario, yo creo que se debe ir de un lado a otro a toda prisa, conocer miles y más miles de personas, comer y beber sin templanza, hacer el amor incesantemente, y gritar y reír y aporrear las cabezas de los demás.
Minnie se acordaba de todos los incidentes de aquella noche con claridad absoluta. Una vez expresados estos sentimientos rabelesianos, Helen Glamber se había hundido más todavía en su sillón con un suspiro de cansancio y cubriéndose los ojos con su mano blanca y fina, pues tenía un dolor de cabeza espantoso y la luz le hacía daño en los ojos.
—¡La verdad, Helen…! —dijo Minnie riéndose. Las palabras de su amiga la hubieran escandalizado si las hubiese pronunciado cualquier otra persona. Pero a Helen le estaba permitido todo. Hubert reafirmó su quietismo.
Elegante, cansada, infinitamente frágil, Helen le escuchaba desde las profundidades de su butaca. O quizás estaba tratando de dormir al amparo de su mano protectora.
Minnie se había enamorado fulminantemente. Al pensar en ella ahora, comprendía que había sido un verdadero flechazo. Le había adorado desde el principio, de manera maternal, con ansias de protegerle, pues Hubert era muy joven, apenas tenía veinte años, a pesar de aquella arruga de su entrecejo y de las palabras polisilábicas características del estudiante que acaba de descubrir la sabiduría. Apenas veinte años; y ella tenía veintinueve. Y también se había enamorado de su belleza. ¡Ah! ¡Y con qué pasión!
Cuando lo advirtió Hubert, se sintió sorprendido y profundamente halagado. Nunca le había pasado nada semejante. Le gustó la sensación de verse adorado, y puesto que Minnie se había enamorado de él tan violentamente, le pareció la cosa más natural del mundo enamorarse de ella. Es verdad que si Minnie no se hubiera enamorado de él, a Hubert no se le hubiese ocurrido jamás prendarse de Minnie, pero… Cuando la conoció, la encontró muy agradable, pero no demasiado emocionante. Más tarde, las patentes muestras que ella dio de adoración, lograron que Hubert la hallara más interesante, y al fin acabó por enamorarse él también. Pero puede opinarse que no es realmente demasiado extraño que Hubert se sintiera algo decepcionado por el amor.
Sin embargo, reflexionaba en ciertos momentos íntimos en que se confesaba que algo le ocurría a su pasión; el amor no consumado, nunca podría ser considerado, de manera natural, como realmente auténtico. Y anotó en su diario, muy oportunamente, dos serventesios de John Donne:
Así deben descender las almas de los amantes puros
a facultades y afectos
que pueda el sentido alcanzar y comprender,
o yace encarcelado en un gran príncipe.
A nuestros cuerpos entonces recurrimos
para que los hombres, débiles, puedan ver el amor;
los misterios del amor crecen en el alma,
pero el cuerpo es su libro.
La próxima vez que vio a Minnie, le recitó estos versos.
La conversación que tuvieron inmediatamente después, compuesta de filosofía y de confidencias personales, fue exquisita. A Hubert le pareció que alcanzaron los niveles considerados normales por la literatura.
A la mañana siguiente, Minnie llamó por teléfono a su amiga Helen Glamber, y le preguntó si podría ir a tomar el té con ella aquella tarde. Tenía que hablar con ella de varias cosas. Helen suspiró al colgar el teléfono.
—Esta tarde viene Minnie a tomar el té —dijo en voz alta, volviendo la cabeza hacia la puerta abierta.
Se oyó la voz de su marido, que decía desde el otro lado del pasillo:
—¡Qué aburrimiento!
Lo dijo con acento de horror distraído, de resignación automática; pues John Glamber estaba embebecido en su trabajo, y solamente quedaba en este mundo una partícula de su ser, por así decirlo, disponible para reaccionar al oír la mala noticia.
Helen volvió a suspirar, y acomodándose más agradablemente contra los almohadones, cogió su libro. Sabía que aquel tono de voz, aquella respuesta dada desde una gran lejanía espiritual, quería decir que si ella trataba de continuar con la conversación, las únicas contestaciones que escucharía serían ruidos inarticulados y sin gran significación. Y si ella, a pesar de todo, insistía, entonces él diría con voz quejosa y lastimera:
—Hijita, estoy trabajando…
Y, sin embargo, a Helen le hubiera gustado mucho hablar un rato en aquel momento. En lugar de hacerlo, continuó su lectura, interrumpida por la llamada telefónica de Minnie.
«Para entonces, ya las llamas habían envuelto al gineceo. Diecinueve veces se aventuró el heroico patriarca de Alejandría en el ardiente edificio, del cual logró salvar a todas las bellas ocupantes menos dos; veintisiete eran, y todas fueron transportadas inmediatamente, de acuerdo con sus instrucciones, a sus habitaciones particulares…».
Se trataba de uno de los libros instructivos que le gustaba a John que leyera. Historia, misterios, lecciones y leyes. Pero en aquel momento, Helen no sentía apetencias históricas. Tenía ganas de hablar. Y era imposible; completamente imposible. No había que pensar en ello.
Dejó el libro y comenzó a limarse las uñas y a pensar en la pobre Minnie. Sí; la pobre Minnie. ¿Por qué no podía uno evitar el decir «¡Qué aburrimiento!» al saber la proximidad de su visita? ¿Y por qué le faltaba a una el valor suficiente para negarse a darle de merendar? Realmente porque inspiraba lástima; pero de manera muy aburrida. Hay gente con la cual nos gusta mostramos amables, a la que deseamos ayudar. Gente que nos mira con ojos de mono enfermo. Los vemos y se nos parte el corazón. Pero Minnie era una mujer, grande y saludable, de veintiocho años, que debiera estar casada y ser madre de varios niños, y ni lo estaba ni lo era. Hubiera sido una esposa admirable, y una madre excelente, solícita y cuidadosa. Pero ninguno de los hombres que la conocieron desearon casarse con ella. ¿Por qué iban a desearlo? Cuando entraba en una habitación, parecía que se velaba la luz, que disminuía la tensión eléctrica. No irradiaba vida, sino que la absorbía como si estuviera hecha de papel secante. No era de extrañar que ningún hombre quisiera casarse con ella. Y, sin embargo, era la única solución. Sobre todo, si se tenía en cuenta que estaba enamorándose perpetuamente. La única solución.
—John —dijo de pronto Helen—, ¿es verdad lo que dicen de los hurones?
—¿De los hurones? —dijo la voz en la habitación vecina, lejana e irritada—. ¿Qué dicen de los hurones?
—Que las hembras se mueren si no tienen macho…
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Como generalmente lo sabes todo…
—Pero, hijita, la verdad…
La voz sonó quejosa, preñada de reconvención. Helen se tapó la boca con la mano y arrojó un beso a su marido.
—Bueno, bueno; está bien —dijo rápidamente—, está bien. No lo volveré a hacer, te lo prometo.
Y lanzó otro beso hacia la puerta.
—Pero… los hurones… —dijo la voz.
—¡Chist! Déjalo.
—¿Por qué los hurones?
—John, no debes interrumpir tu trabajo —le dijo ella con acento de severidad.
Minnie fue a tomar el té. Comenzó a hablar del asunto en hipótesis, como si se tratara de otra persona; luego aumentó su valor y lo expuso personalmente. Se trataba de ella misma. Helen le aconsejó brutalmente, con toda su inocencia pagana y serena:
—Si lo que quieres hacer es llevar el asunto adelante, con todas sus consecuencias, hazlo. La cosa no tiene importancia esencial. Bueno, no mucha. Es importante porque hace posibles las confidencias verdaderamente íntimas, porque fortalece el amor, porque, en cierto modo, hace que el hombre dependa de ti. Y, además, es lo natural. Yo siempre defiendo la naturaleza en todo, menos cuando se trata de pintarme la cara. Dicen que los hurones…
Pero Minnie observó que la frase quedó sin acabar. Aterrada, fascinada y escandalizada, pero convencida, siguió escuchando.
—John —dijo Helen aquella noche, cuando su marido volvió a casa—, ¿quién inventó las convenciones sociales? Y ¿por qué?
John se echó a reír.
—Las inventó Adán por varias razones trascendentales que, probablemente, encontrarías difíciles de comprender. Pero, además, con el objeto práctico de lograr que Eva se portase bien.
—Supongo que tienes razón; pero complican la vida —sacudió la cabeza—. No está nada clara la cosa. Las convenciones a los dieciséis años, bueno. Pero a los veinte ya debe ser posible estar por encima de ellas. Y a los treinta, bueno, la verdad, a los treinta… Porque te advierto que ya tiene casi treinta años…
Minnie acabó por escribir a Hubert diciéndole que se había decidido. Hubert estaba pasando unos días en Herthfordshire, en casa de su amigo Watchett. Era una casa grande, en donde se comía admirablemente, y en ella se encontraba uno muy a gusto. Watchett el viejo tenía una excelente biblioteca. Hubert y Ted Watchett jugaban al croquet y discutían los mejores procedimientos para cultivar el yo. Decidieron que se podía lograr mucho con el arte (libros, música, cuadros y todas esas cosas).
—El escuchar Sacre, de Stravinski, te ahorra el tener que ir al Tibet, a la Costa de Oro, y a todos esos sitios realmente imposibles. Y en lugar del asesinato, tenemos a Dostoyevski, lo mismo que como sucedáneo del amor físico tenemos las novelas de D. H. Lawrence.
—Sin embargo —repuso Hubert—, es necesaria cierta cantidad de experiencia personal.
Hablaba con sinceridad, en abstracto, pero llevaba en el bolsillo la carta de Minnie. Continuó:
—Nosce te ipsum. No es posible llegar a conocerse sin chocar violentamente contra los hechos, ¿no crees?
Al día siguiente llegó Phoebe, una prima de Ted. Tenía rojo el pelo y lechosa la tez. Era bailarina de revista, hasta cierto punto. «Un pie aquí y otro allá, como en el paso, en el bonito paso, del despatarrarse». Y allí mismo, en la sala, se dejó caer al suelo hasta quedar sentada en él, con las piernas abiertas y formando una línea recta. «Es muy sencillo», explicó riéndose, y se alzó del suelo con tan fácil gracia que quedaba uno admirado. A Ted no le gustaba su prima.
—Me cansa —decía—. Y es tan tonta… Es tonta a cosa hecha, a propósito, lo cual lo hace todavía peor.
Era verdad que le gustaba vanagloriarse de la cantidad de champaña que era capaz de beber sin marearse, y de la cantidad de veces que sobrepasó esos límites y que se había «entrompado a conciencia». Y también le gustaba hablar de sus admiradores en tales términos, que pudiera suponerse que a todos se rindió. Su justificación era su gran vitalidad; y su pelo rojo brillante.
«La vitalidad —escribió Hubert en su Diario (le gustaba imaginar una fecha remota, preferiblemente ya muerto él, en la cual se publicarían aquellas confesiones y aquellos aforismos)—, la vitalidad puede exigir del mundo tanta atención como la belleza. Algunas veces, vitalidad y belleza coinciden en una misma persona».
Fue Hubert quien arregló las cosas para que pudieran ir al molino. Uno de sus amigos estuvo allí una vez y encontró el lugar cómodo, discreto y de admirable tranquilidad. Tranquilo, claro está, con la tranquilidad peculiar a los molinos. Pues no reinaba allí el silencio de que se goza de noche en las cumbres; era un silencio formado por un continuo estruendo. A las nueve de la mañana comenzaba a girar la rueda molinera y su voz atronadora ya no cesaba en todo el día. Al principio, el ruido era aterrador y resultaba casi insoportable. Luego, pasado un rato, se acostumbraba uno. El estrépito, a causa de su persistencia interrumpida, llegaba a transformarse en silencio perfecto, maravillosamente rico y profundo.
Detrás del molino había un jardincillo, limitado en tres de sus costados por la casa, los graneros y una alta tapia de ladrillo. Su cuarto costado daba al caz. Minnie estuvo contemplando el fluir del agua, asomada al parapeto. Parecía una serpiente morena con manchas en forma de flecha sobre el dorso; se arrastraba, reptaba, se deslizaba eternamente. Se sentó allí, esperando. El tren de Londres la trajo hasta allí poco después de comer. Hubert, que venía de casa de los Watchett, en el otro extremo del país, no llegaría probablemente hasta eso de las seis. Fluía el agua ante sus ojos, como el tiempo, como el destino, dirigiéndose suavemente hacia nuevos y violentos acontecimientos.
El ruido inmenso que en aquel jardín era silenció la envolvía. Ya habituada a él, su mente se movía en el estrépito como en su propio elemento. De allende el parapeto ascendía la frescura y el olor a hierbas del agua. Pero si se volvía hacia el jardín, respiraba al punto el ardiente perfume del sol que caía sobre las flores y los frutos que maduraban. En aquella luz soleada de la tarde, todo el universo parecía haber ya madurado. Allí se alzaba la casa rojiza, madura como una ciruela caída del árbol; las tapias mostraban su madurez, mayor que la de los frutos de los árboles nectáreos, tan tierna y dulcemente crucificados sobre los ladrillos calientes. Y aquel silencio opulento de la tormenta incesante, dijérase ser lozanía polvorienta de un día que alcanzó madurez exquisita y que colgaba, rotundo como un melocotón y jugoso de vida y de felicidad, esperando al sol el mordisco de irnos dientes ávidos.
Minnie esperaba en el corazón de aquel mundo con madurez de fruta. Fluía el agua hacia la rueda, suavemente, muy suavemente, para luego caer y romper en mil pedazos contra la rueda giratoria. Y el tiempo fluía, avanzaba calladamente hacia un acontecimiento que rompería toda la tersura de su vida.
«Si lo que quieres hacer es llevar el asunto adelante, con todas sus consecuencias, hazlo». Le parecía estar escuchando la voz clara y aguda de Helen, que le daba los consejos brutales e imposibles. Si los hubiera escuchado a cualquier otra persona, habría escapado de la habitación. Pero en los labios de Helen le parecieron, no sabía por qué, sencillos, innocuos y verdaderos. Y no obstante, todo cuanto le habían dicho otras personas en su casa, en el colegio, en cuantos lugares frecuentó, también parecía ser sensato.
Pero era menester tener en cuenta el amor. Hubert le había escrito un soneto al estilo de Shakespeare, que comenzaba:
Santifica el Amor cuanto le toca;
el roce de su dardo trueca en oro la escoria,
la materia muda en mente, purifica la pasión más extremada
y edifica un templo en el corazón ardiente.
El soneto le había parecido muy bello. Y muy verdadero. Dijérase que era como un puente que uniera a Helen con todos los demás. El amor, el verdadero amor, lo cambiaba todo. Lo justificaba. El amor… ¡Ah! ¡Qué profundamente, qué hondamente amaba!
Fue transcurriendo el tiempo y la luz se hizo más rica según el sol perdió altura en el cielo. El día fue adquiriendo más y más deliciosa madurez, henchido de indecible dulzura. El tormentoso silencio fue cubriendo las mejillas del día, ruborizadas por el sol, con la más maravillosa, con la más amelocotonada pelusilla. Minnie siguió esperando sentada sobre el parapeto. Algunas veces miraba el agua que continuaba fluyendo, otras, volvía la vista hacia el jardín. También fluía el tiempo, pero ya no experimentaba temor por el tremendo acontecimiento que tronaba allí, en el futuro. La dulce madurez de la tarde pareció apoderarse de su espíritu, llenándolo hasta los bordes. Ya no había lugar en él para dudas, o para temerosos presentimientos, o para arrepentirse. Tiernamente, con una ternura que le fuera imposible expresar verbalmente, que solamente un beso suavísimo pudiera representar, dado mientras sus dedos entreabiertos acariciaban el pelo del amado, pensaba en Hubert, en su Hubert.
Hubert…, Hubert… Y de repente, de manera repentina, que hizo que Minnie se estremeciera sorprendida, allí estaba Hubert, junto a ella.
—¡Oh! —dijo Minnie; y durante unos segundos le contempló con los ojos muy abiertos, que nada expresaban sino asombro. Luego cambió la expresión y dijo con voz apenas perceptible:
—¡Hubert!
Hubert le cogió una mano y volvió a dejarla caer; la miró durante un segundo y apartó la vista. Apoyado sobre el parapeto, estuvo contemplando el fluir del agua. Su expresión era grave. Ambos guardaron silencio durante largo rato. Minnie permaneció sentada, inmóvil, con los ojos clavados sobre la cara del muchacho, que no la miraba. Se sentía feliz, muy feliz, tremendamente feliz.
El día iba aumentado su madurez, añadiendo una perfección tras otra al momento.
—Minnie —dijo él de repente, abruptamente, con la voz demasiado alta de quien lleva largo rato haciendo acopio de valor para hablar y decir alguna cosa largamente considerada—, me he portado muy mal contigo. Nunca debí pedirte que vinieras aquí. Está muy mal. Perdóname.
—Pero si he venido, ha sido porque he querido —exclamó ella.
Hubert la miró, y luego apartó los ojos para seguir hablando al fantasma que, al parecer, flotaba por encima del agua serena del caz:
—Ha sido pedirte demasiado. No he debido hacerlo. Para un hombre, es distinto. Pero para una mujer…
—Pero ya te he dicho que he sido yo quien lo ha querido.
—Es demasiado pedir…
—No es nada, porque te quiero.
Se acercó a él y le pasó la mano por el pelo. ¡Ah! ¿Cómo podrían las palabras expresar aquella ternura?
—¡Qué tonto eres! ¿Crees que no te quiero lo bastante para…?
Hubert no levantó la cabeza. El agua seguía corriendo ante sus ojos. Minnie continuaba jugando con el pelo, acariciándole la nuca. De repente, sintió odio por aquella mujer. ¡Estúpida! ¿Es que era incapaz de comprender una indirecta? No quería nada con ella. Y no comprendía cómo pudo creer que le resultaba deseable. Durante todo el viaje, en el tren, había venido preguntándose lo mismo. ¿Por qué? ¿Por qué? Y la pregunta se hizo más urgente cuando se detuvo a la puerta del jardín y estuvo contemplándola desde detrás del manzano sin que ella lo advirtiera. La vio sentada en el parapeto, mirando, unas veces con sus ojos castaños, de expresión vaga, al agua, otras al jardín, y sonriéndose a solas, con una expresión que le pareció tan vacua e inexpresiva, que bien pudo haberla tomado por imbécil.
El día antes había estado con Phoebe en la cresta del recuesto calizo. La llanura se extendía a sus pies como un mar, y por encima del horizonte se erguían nubes heroicas. Los dedos del viento alborotaban los adorables rizos bermejos. La contempló, y la vio suma de lo grácil, como si estuviera dispuesta para lanzarse al aire impetuoso. «¡Cómo me gustaría poder volar!», había dicho Phoebe. Y luego de añadir: «Me gustan los aviadores de una manera especial», se había lanzado corriendo por la cuesta abajo.
Pero Minnie, con su cabello de color apagado, sus mejillas rojas como manzanas, su cuerpo grande y lento de movimientos, era una campesina. ¿Cómo pudo creer él que la deseaba? La cosa resultaba peor debido a que ella estaba loca por él, a que ella le quería de manera inoportuna, tediosa, como un perro excesivamente cariñoso que se empeña en correr junto a nosotros y en lamernos la mano, cuando lo que deseamos es sentarnos en soledad y pensar en asuntos trascendentales.
Se apartó un poco para librarse de la mano que le acariciaba. Alzó hacia ella durante un segundo dos ojos que una furia helada había tomado opacos; luego los bajó de nuevo.
—El sacrificio es demasiado grande —dijo en una voz que le pareció pertenecer a otra persona. Encontraba extremadamente difícil decir estas cosas de manera convincente—. No te lo puedo pedir —siguió diciendo el actor—. Me niego a pedírtelo.
—Pero… ¡si no es un sacrificio! —protestó Minnie—. Es una alegría, es la felicidad. ¿No lo comprendes?
Hubert no contestó. Inmóvil, acodado sobre el muro, permaneció contemplando el agua. Minnie le miró, perpleja en un principio; pero muy pronto se apoderó de ella una duda atormentadora que fue creciendo y creciendo según el silencio se hacía más largo. Fue creciendo como un espantoso cáncer del alma, hasta que acabó por devorar toda su felicidad, hasta que nada quedó dentro de ella, sino dudas y temores.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó por fin—. ¿Por qué estás tan raro? Dímelo, Hubert, dímelo…
Inclinándose ávidamente hacia él, le tomó la cara entre las dos manos. Los ojos mostraban una opacidad airada.
—¿Qué te pasa, Hubert? ¿Qué te ocurre?
Hubert se libró de las manos.
—Es inútil —dijo con voz ahogada—; es completamente inútil. Todo ha sido una equivocación. Lo siento. Creo que será mejor que me vaya. El coche está todavía a la puerta.
Sin esperar a que ella dijera algo, sin añadir más explicaciones, se alejó a buen paso hacia la casa, casi corriendo. ¡Gracias a Dios que se había librado de ella!, se dijo. No lo había logrado muy bien, ni con especial gracia, ni con valor; pero lo importante era que ya se había librado de la pesadilla. ¡Pobre Minnie! Le daba lástima, pero ¿qué pudo hacer él? ¡Pobrecilla! Sin embargo, le adulaba pensar que estaría ella llorándole. Y, en cualquier caso, se dijo para cobrar ánimos, a Minnie no le podía importar gran cosa. Por otra parte, su vanidad le recordaba que Minnie le adoraba. Le adoraba de la manera más absoluta…
Se cerró la puerta tras él. Minnie quedó sola en el jardín. Maduro, madurísimo, recibía las postreras caricias del sol. Más de la mitad estaba ya en sombra. Pero el resto, iluminado por la coloreada luz vespertina, dijérase haber alcanzado el grado sumo y perfecto de la madurez. Rodeado por el silencio estruendoso, la más perfecta fruta que jamás hubo, deliciosamente dulce, dulce hasta el mismo corazón, pendía allí ruborosa y hermosísima, al borde mismo de la oscuridad.
Minnie permaneció sentada e inmóvil, preguntándose qué había ocurrido. ¿Se había marchado de verdad? La puerta se había cerrado de golpe, y casi como si el ruido fuese una señal anteriormente concertada, en el mismo instante salió del molino un hombre y cerró la esclusa del caz. Se detuvo la rueda. Sobrevino un silencio apocalíptico. El silencio de lo callado vino a remplazar aquel otro silencio que era el ruido sin interrupción. En tomo de Minnie se abrían abismos insondables. A través del vacío del silencio, una abeja retrasada pasó remolcando su zumbido agudo; piaban los gorriones; y de allende el caz llegó hasta el jardín rumor de voces y risas lejanas. Como si despertara de un sueño, Minnie se puso en pie y escuchó aterrada, volviendo la cabeza a uno y otro lado.
FIN