Mientras vivió en Londres, el eminente príncipe Florizel de Bohemia supo granjearse el aprecio de los más por la seducción de sus maneras y por su concepción de la generosidad. Se le tenía por un hombre notable, aunque poco más se sabía de él; apacible de carácter, con una visión del mundo propia de un campesino, el príncipe de Bohemia mostraba cierto gusto por la vida aventurera y acaso un tanto excéntrica, más que por las maneras de vivir propias de su cuna y condición. De vez en cuando, si estaba aburrido o no representaban en los teatros de Londres una buena comedia, o si la estación del año no auspiciaba la práctica de esos deportes en los que siempre superaba a sus contrincantes, hacía llamar al coronel Geraldine, su confidente y caballerizo mayor, y le ordenaba acompañarlo en un paseo nocturno. El caballerizo mayor, un oficial joven, más temerario que valiente, se mostraba encantado de cumplir la orden recibida y de inmediato estaba presto para acompañarle; tenía además una enorme facilidad para disfrazarse y pasar inadvertido, debido a ciertas y muy intensas experiencias de la vida, por lo que podía hacerse pasar tranquilamente por cualquier persona, fuera de la naturaleza que fuese, fuera natural del país que fuese, adoptando su cara, su figura, su voz y hasta sus pensamientos. Evitaba así que la atención de las gentes se centrara en el príncipe y con relativa frecuencia lograba que se les admitiera en los grupos más extraños. No hay ni que decir que las autoridades jamás tuvieron noticias de sus aventuras. Tan grande e impávido era el valor de uno, y tan vivaz e ingenioso el celo caballeresco del otro, que habían logrado salir sin mayores compromisos de una buena cantidad de lances arriesgados, cosa que con el paso del tiempo les hizo ganar una mayor confianza a la hora de llevar a cabo sus actividades.
Cierta tarde de marzo en la que caía una lluvia helada, hubieron de buscar amparo en una taberna próxima a Leicester Square en la que servían ostras; el coronel Geraldine vestía aquel día como un periodista pobre; el príncipe, siguiendo su costumbre, llevaba mostacho y cejas postizos, lo que le hacía aparentar rudeza y abandono; un magnífico disfraz, por impenetrable, para alguien de modales tan exquisitos como los suyos. Así, pues, disfrazados de tal manera, el caballero y su escudero tomaron asiento para beberse con la mayor tranquilidad un brandy con soda.
La taberna rebosaba de parroquianos, hombres y mujeres, muchos de los cuales trataron de entablar conversación con nuestros aventureros, aunque era poco probable que después de hacerlo resultaran personas de mayor interés; eran gentes de los arrabales de Londres o de la Bohemia más vulgar. Ya había bostezado el príncipe un par de veces, ya comenzaba a hartarse de su excursión, cuando de golpe se abrió violentamente la puerta de la taberna y entró un joven caballero con dos criados que llevaban sendas bandejas repletas de pasteles de crema, como se vio tan pronto levantaron las tapas que los cubrían. El joven caballero, seguido de sus criados, comenzó a recorrer solemnemente la taberna, ofreciendo pasteles a quienes allí se encontraban con una cortesía un tanto ampulosa. Algunos se los aceptaban entre risas y otros se los rechazaban, no ya con descortesía, sino con abierta rudeza; cuando ocurría esto último, el propio caballero tomaba el pastel rechazado y se lo comía mientras comentaba alguna cosa con humor.
Llegó al fin hasta donde estaba sentado el príncipe Florizel de Bohemia.
—Caballero —le dijo ofreciéndole uno de los pasteles, tomado entre el pulgar y el índice de su mano, al tiempo que le dedicaba una muy cumplida reverencia—, ¿me hace usted el honor, aunque sea yo un perfecto desconocido? Respondo plenamente de la calidad de estos pasteles, puesto que llevo comidos veintisiete desde las cinco de la tarde…
—Por lo general me fijo —respondió el príncipe—, no tanto en el obsequio que se me hace como en la intención de quien me lo hace.
—Mi intención, señor —dijo el joven caballero haciéndole otra reverencia teatral—, es de broma…
—¿De broma? —dijo el príncipe—. ¿Y a quién quiere usted hacer objeto de su broma?
—No he venido para exponer mi filosofía sino para repartir mis pasteles —dijo el joven—. Le aseguro que asumo por completo la ridiculez de mi acto, así que le ruego, por ello, que con su honor intacto acepte esta invitación. Mire que si no lo hace me veré obligado a comerme el vigésimo octavo pastel, y le aseguro que ya empieza a empalagarme todo esto…
—De acuerdo —dijo el príncipe—, me ha convencido… Con mi mejor voluntad voy a evitarle ese engorro, pero con una condición… Si mi amigo y yo nos comemos uno de sus pasteles, aunque la verdad sea que no nos apetece lo más mínimo hacerlo, cenará usted con nosotros.
El joven se quedó pensativo unos instantes.
—Bueno, aún me quedan unas docenas de pasteles, por lo que no tengo más remedio que recorrer varias tabernas hasta concluir mi gran empeño… Lo digo porque en eso tendré que emplear bastante tiempo y acaso ya tengan ustedes hambre…
El príncipe lo interrumpió con un gesto de gran elegancia.
—Mi amigo y yo le acompañaremos gustosos, pues la verdad es que nos llama poderosamente la atención su manera tan divertida de pasar la tarde… Bien, ahora que hemos acabado con los prolegómenos de la paz, permita que firme yo el acuerdo, en nombre de los dos.
El príncipe se comió entonces de golpe su pastel con mucha gracia.
—Está delicioso —dijo.
—Ya veo que usted sabe apreciar lo que es bueno —apuntó el joven caballero.
Por su parte, el coronel Geraldine también hizo los honores debidos al pastel; de inmediato, como todos los demás parroquianos habían aceptado o rechazado ya la invitación, el joven salió para dirigirse a otra taberna; sus dos criados, que en nada parecían extrañarse de semejante trabajo, lo siguieron tranquilamente; el príncipe y el coronel, tomándose del brazo y con una amplia y divertida sonrisa, cerraban la marcha. En el mismo e inalterable orden entraron en dos tabernas, donde se reprodujeron las escenas ya vistas en la anterior: unos aceptaron la invitación y otros rechazaron tan extraña como errabunda muestra de cordialidad, por lo que el joven caballero hubo de comerse los pasteles rechazados.
Cuando salieron de la tercera taberna visitada el joven hizo recuento; aún le quedaban nueve pasteles, tres en una bandeja y seis en la otra.
—Caballeros —dijo a sus nuevos acompañantes—, no quiero que demoren por más tiempo su cena; me da la impresión de que están hambrientos y creo que, por su cortesía, les debo una atención especial. Hoy es un gran día para mí; un día, por cierto, en el que pongo punto final a mi carrera de locura con esta empresa, la más declaradamente absurda de cuantas he llevado a cabo, por lo que quiero proceder ya de la manera más correcta y respetuosa con quienes me han ayudado a culminarla. Caballeros, no les haré esperar más; aunque acuse mi cuerpo los excesos cometidos en el desempeño de mi tarea, estoy dispuesto a jugarme la vida en aras del cumplimiento de nuestro acuerdo.
Y tras decir así, uno a uno fue metiéndose en la boca los nueve pasteles restantes, tragándoselos de un bocado. Cuando acabó, se volvió siempre solemnemente hacia sus criados y les dio un soberano a cada uno.
—Os agradezco vuestra paciencia conmigo —les dijo, despidiéndoles con una educada inclinación de cabeza.
Después, miró en silencio durante unos instantes el monedero del que había sacado los soberanos con que gratificó a sus asistentes, y soltando de inmediato una carcajada lo arrojó en mitad de la calle, anunciando a sus acompañantes que ya estaba preparado para la cena. Entraron en un pequeño restaurante francés del Soho que en tiempos gozó de una fama tan inmerecida como exagerada, pero que ya comienza a ceder; subieron los tres a un salón reservado, donde se regalaron con una cena más que buena y bebieron tres o cuatro botellas de champán, mientras hablaban de cosas tan variadas como gratas e intrascendentes. El joven caballero de los pasteles se mostraba encantado; era un buen conversador, pero tenía una risa más alta y estridente de lo que es de recibo en una persona bien educada; cuando se reía, le temblaban las manos, incluso se le crispaban con violencia, y si intentaba hablar su voz se veía sometida a inflexiones extrañas, ajenas a su voluntad. Una vez hubieron dado cuenta de los postres, encendieron unos buenos cigarros; el príncipe se dirigió a él entonces, en los siguientes términos:
—Espero que sepa perdonar mi curiosidad; pero, como le tengo simpatía, me intriga usted aún más… No me gustaría que me tomase por indiscreto, pero debo decirle que mi amigo y yo somos hombres a los que puede confiar usted un secreto, quizás porque tenemos muchos secretos que no nos importaría revelar a quien tenga oídos tan curiosos como los nuestros… Imagino que su historia es realmente absurda, pero no nos andemos con cuentos; nosotros quizás seamos los tipos más absurdos de toda Inglaterra… Me llamo Godall, Theophilus Godall, y mi amigo es el mayor Alfred Hammersmith, o digamos, más bien, que tal es el nombre por el que desea ser conocido. Nos pasamos la vida en busca de aventuras extravagantes; de hecho, no creo que haya extravagancia por la que no podamos experimentar simpatía…
—Usted me cae muy bien, Mr. Godall —dijo entonces el joven—; me inspira confianza, por lo que acepto de buen grado la presencia del mayor, su amigo, a quien supongo un noble disfrazado, claro… Apuesto lo que sea a que no es realmente un militar…
El coronel Geraldine sonrió encantado, por lo que en aquellas palabras había, sin saberlo quien las decía, de elogio hacia su capacidad para disfrazarse, y el joven, entusiasmado, siguió hablando:
—Tengo más que sobradas razones para no contar a nadie mi historia, pero quizás seguramente por eso mismo se la voy a referir a ustedes; por nada del mundo quisiera decepcionarles, ya que parecen suicidas tan bien dispuestos a escuchar una historia verdaderamente absurda.
Disculpen en cualquier caso si no les doy mi nombre, a pesar de que hayan tenido ustedes la gentileza de ofrecerme el suyo. Mi edad tampoco tiene importancia. De mis antepasados, no puedo sino contar que eran personas de lo más común, y que, eso sí, he recibido en herencia la residencia en la que vivo, más que aceptable, además de una asignación anual de trescientas libras. Estoy convencido de que mi carácter, el propio de una persona más bien indolente, también se lo debo a ellos, pero no me importa, cedo con gusto a esa incuria… He recibido una buena educación, toco el violín tan bien como para ganarme la vida con ello, si quisiera, en la orquestina de cualquier teatrucho de varietés, y lo mismo la flauta y la trompa. En cuanto a mi destreza en el whist, admito que mis conocimientos sobre ese científico juego me hacen perder alrededor de cien libras al año… Gracias al dominio que tengo de la lengua francesa puedo derrochar el dinero en París como si estuviera en Londres, de manera que, en definitiva, me parece que respondo al prototipo varonil de la persona adornada con las más excelsas cualidades. Además he vivido incontables aventuras, entre las que destaco un duelo estúpido y gratuito, sin sentido; apenas hace dos meses, por otra parte, conocí a una señorita de la que puedo decir que tanto en cuerpo como en alma colmaba todas mis aspiraciones, dama que cautivó mi corazón; supe que al fin había encontrado a mi ideal femenino y estuve a punto de caer rendidamente enamorado; mas hice una estimación de mi capital presente, vi que apenas me quedaban cuatrocientas libras en ahorro, y díganme, por favor se lo pido, ¿cómo va a enamorarse un hombre que se considere tal con sólo cuatrocientas libras? No podía hacerlo y me aparté decididamente de tan encantadora dama; en ese corto espacio de tiempo ha ido menguando de tal manera mi capital, que he llegado al día de hoy con un activo de ochenta libras, así que hice una división en dos partes iguales, destinando cuarenta de fondo para cierto asunto y dispuesto a gastarme las otras cuarenta en el transcurso del día de hoy. Puedo jurar que he pasado un día divertidísimo, haciendo muchas bromas y pantomimas, como la de los pasteles de crema que me ha dado la oportunidad de trabar amistad con ustedes. Como ya les he dicho, estaba dispuesto a concluir hoy día mi carrera de despropósitos, de ahí mi gesto de tirar mi cartera cuando con el último gasto comprobé que se me habían ido ya esas cuarenta libras… Bueno, ya me conocen ustedes, supongo, también como yo mismo; creo que estoy loco, sí, pero también que soy un loco coherente y fiel a su locura; y además, ni me quejo ante el infortunio ni soy un cobarde.
Parecía evidente, sin embargo, por el tono en que hizo el joven caballero aquella su exposición, que sentía hacia sí mismo un amargo desprecio. Sus acompañantes supusieron que aquel frustrado enamoramiento al que hiciera alusión le había afectado mucho más de lo que deseaba hacer ver, por lo que temieron quisiera suicidarse; aquella pantomima de los pasteles de crema comenzaba a cobrar ante sus ojos todo el aire de una tragedia griega.
—¿No resulta extraño —dijo el coronel Geraldine mirando al príncipe Florizel— que en esta especie de enorme desierto que es Londres se encuentren casualmente tres personas que viven situaciones casi idénticas?
—¡Vaya! —exclamó el joven caballero—. ¿También ustedes se han arruinado? ¿Quizás esta cena es una especie de broma loca como la de mis pasteles de crema? ¿Acaso el demonio ha decidido juntar a tres de sus más queridas criaturas para que levanten sus copas en un último brindis?
—El diablo a veces actúa como todo un caballero, puede estar seguro de ello —dijo el príncipe Florizel—. Me siento tan conmovido por esta feliz coincidencia, que, ya que no se puede decir que estemos en condiciones de igualdad, decido desde ahora mismo poner fin a la distancia que hay entre nosotros, tomando como ejemplo su actitud heroica con los últimos pasteles de crema que le quedaban.
Apenas acabó de decir estas palabras el príncipe, sacó su cartera y puso a un lado el dinero que tenía.
—Ya ha visto que estaba una semana más atrasado que usted en gastos —dijo el príncipe—, pero quiero ponerme a su altura para que lleguemos a la par a la meta… Con esto basta para pagar la cena —y puso un billete en la mesa—, pero el resto…
Tomó entonces los billetes que había apartado y los arrojó a la chimenea para que ardieran de inmediato.
El joven caballero había tratado de impedírselo, intentando agarrarle el brazo, pero la distancia que ponía entre ambos la mesa evitó que lo hiciera.
—¡Mentecato! —gritó el joven—. ¡Ha quemado todo el dinero! ¡Tenía que haberse guardado cuarenta libras!
—¡Cuarenta libras! —dijo el príncipe—. ¿Y por qué cuarenta libras? ¡Por todos los santos del cielo!
—Sí, ¿por qué no ochenta libras? —preguntó entonces el coronel Geraldine—. Ahí había, por lo menos, cien libras…
—Sólo necesitaba cuarenta libras —dijo con gesto sombrío el joven caballero—. Sin esa cantidad no me admitirán, tienen reglas muy estrictas… Dicen bien a las claras que cada persona tiene que depositar cuarenta libras… ¡Ah, qué asco de vida! ¡Hasta para morirse hay que tener dinero!
El príncipe y el coronel se miraron, cómplices.
—Explíquese, por favor —dijo el coronel—; tengo en mi cartera unos cuantos billetes, y ni que decir tiene que los compartiré con Mr. Godall en lo que haga falta… Pero necesito saber sus razones, necesito que me cuente a qué se refiere.
El joven pareció recobrarse, miró con cierta ansiedad a los dos caballeros y se ruborizó.
—¿De verdad que no me engañan? —dijo—. ¿De verdad que están en la ruina, como yo?
—Así es, en lo que a mí respecta —dijo el coronel Geraldine.
—Yo le he dado pruebas concretas —aseguró el príncipe—. ¿Quién, si no está en la ruina, echa el dinero al fuego? Mis actos hablan por mí…
—Sí, eso lo haría un hombre arruinado…, o un hombre rico —dijo el joven con aire suspicaz.
—Ya está bien, caballero —cortó el príncipe—; no admito que se dude de mi palabra…
—¿De verdad que están arruinados, completamente arruinados? —insistió el joven—. ¿Tan arruinados como yo? ¿De veras han cometido tantos excesos que sólo se pueden permitir un lujo? ¿De veras quieren huir de la consecuencia de su locura tomando ese camino tan directo como infalible? ¿Huirán del tribunal que les forma su propia conciencia por la única puerta que ven franca?
Interrumpió su discurso e intentó esbozar una sonrisa.
Las nuevas noches árabes
—¡Brindo por ustedes! —exclamó levantando su copa—. ¡Buenas noches, mis queridos y arruinados amigos!
El coronel Geraldine impidió que se levantara para irse, tomándole de un brazo.
—Hace mal en no confiar en nosotros —le dijo—. Tenga por cierto que respondo afirmativamente a todas las preguntas que nos hace. No soy un hombre tímido y por eso puedo expresarme francamente; también nosotros, al igual que usted, estamos cansados de vivir y deseamos la muerte… Tarde o temprano, juntos o por separado, iremos al encuentro con la muerte; pero ya que le hemos conocido, y como da la impresión de que su caso es de mayor urgencia, mejor que ocurra todo esta misma noche, ahora mismo, incluso, y que nos ocurra a los tres a un tiempo… Vayamos los tres, sin un penique en los bolsillos, a prosternarnos ante Plutón… ¡Prestémonos apoyo los tres para caminar entre las sombras!
El coronel Geraldine había acertado de pleno con el tono y los gestos del papel que representaba; incluso el príncipe Florizel llegó a inquietarse ante lo que oía y miró a su amigo sorprendido, dudando.
El joven caballero volvió a ruborizarse, le ardían de brillo los ojos.
—¡Ustedes son los hombres que buscaba! —dijo con alegría indescriptible—. Estrechemos nuestras manos —dijo alargando la suya, fría y sudorosa—. Harán ustedes el camino en la mejor compañía, se lo garantizo; no pueden hacerse idea de cuán feliz fue ese momento en el que comieron mis pasteles de crema. No soy más que un soldado raso, pero formo parte de un auténtico ejército; conozco bien las puertas de la muerte; soy uno de sus más dilectos hijos y puedo llevarles a ustedes a la eternidad sin ceremonias superfluas ni escándalos poco elegantes.
Una vez más le pidieron que se explicase con mayor amplitud.
—¿Podrían reunir ustedes ochenta libras? —les preguntó.
El coronel Geraldine, luego de mirar ostentosamente cuanto llevaba en su cartera, respondió afirmativamente.
—Gran suerte la suya, caballeros —dijo el joven—. El ingreso en el Club de los suicidas cuesta cuarenta libras.
—¿El Club de los suicidas? —dijo el príncipe, no sin sorpresa—. Pero ¿de qué barbaridad se trata eso?
—Miren —comenzó a decir el joven—; vivimos una época pródiga en servicios de todo tipo y les voy a mostrar el más perfecto de todos… Como los intereses son distantes y diversos, se inventaron los trenes; los trenes nos separan, lógicamente, de nuestros amigos, por lo que se inventó el teléfono para poder comunicarnos con ellos rápidamente y desde notables distancias; en los hoteles, por ejemplo, hay ascensores para que no tengamos que subir algunos cientos de escalones… Por lo demás, sabemos bien que la vida no es más que un teatro en el que hacemos a menudo de bufones en tanto nos entretiene ese papel… Pero faltaba el servicio más adecuado a las necesidades de la vida moderna, esto es, faltaba un servicio que posibilitase la manera de salir fácil y decentemente de la escena, una especie de escalera de incendios que condujera a la libertad; una puerta secreta hacia la muerte, como ya he dicho… Eso es lo que ofrece el Club de los suicidas, mis queridos y rebeldes amigos… Pero no crean que somos los únicos, ni siquiera los hombres más excepcionales, que albergamos tan razonable deseo; son muchos los que al sentirse realmente hartos de la vida diaria capaces serían de huir en el acto si no les distrajeran esta u otra consideración; unos tienen familiares: quedarían sumidos en el dolor y el estupor; muchos, de saber las circunstancias reales de la muerte, hasta serían capaces de acusarles; otros que desean irse de este mundo no poseen el valor necesario para hacerlo, vacilan ante la posibilidad de morir, dudan y se arrepienten. Eso es en parte lo que me ha ocurrido a mí; no soy capaz de dispararme con una pistola en la cabeza, pues hay algo más fuerte que yo que me lo impide; odio la vida pero me falta el coraje necesario para abrazar la muerte y acabar con todo de una vez. El Club de los suicidas se ha creado para quienes, como yo, aspiran a romper las amarras que les unen a este mundo, sin provocar un escándalo póstumo. No sé ni su historia ni cómo se fundó; no sé, tampoco, si tiene sucursales en otros países; y no tengo la libertad de decirles cuáles son los estatutos que rigen el Club. Sin embargo, caballeros, puedo ponerme a su entera disposición; si de verdad están hartos de la vida, esta misma noche puedo presentarles ante una de las sesiones del Club; si no esta misma noche, les aseguro que antes de una semana se verán libres de sus vidas… Veamos, son… —sacó entonces su reloj para consultar la hora— las once en punto; a las once y media, como muy tarde, tendremos que salir de aquí, así que les queda media hora para considerar mi propuesta; esto, caballeros, es mucho más serio que el asunto de los pasteles de crema y me parece también que mucho más apetecible —concluyó esforzándose en mostrar una sonrisa.
—Desde luego, es algo mucho más serio —dijo el coronel Geraldine—; precisamente porque se trata de un asunto en verdad muy serio, me gustaría consultarlo en todos sus extremos con Mr. Godall.
—Me parece justo que lo haga —dijo el joven caballero—. Me retiro, con su permiso…
—Es usted muy amable…
—¿A qué viene esta especie de confabulación, Mr. Geraldine? —le preguntó el príncipe nada más quedarse a solas—. Lo veo a usted muy excitado; yo, sin embargo, creo haber tomado una decisión de manera muy meditada; quiero ver en qué acaba este asunto.
—Su Alteza —dijo el coronel Geraldine, pálido—, permita que le recuerde la exigencia de preservar su vida ante todo, algo necesario no sólo para nosotros, sus amigos, sino para el bien público… «Esta misma noche», ha dicho ese loco, pero imagine que esta misma noche Su Alteza fuera víctima de una desgracia irreparable… Imagine Su Alteza la situación tan desesperada en que me vería; e imagine igualmente el dolor y el daño que infligiría a su gran país.
—Sólo quiero ver en qué para todo esto —repitió con firmeza el príncipe—. Coronel Geraldine, le ruego recuerde que me ha dado su palabra de caballero; recuerde también que bajo ninguna circunstancia, por ello, y mucho menos sin una autorización especial mía, podrá desvelar mi personalidad auténtica ni traicionar la que he adoptado. Esas son mis órdenes —añadió—, que ahora le reitero… Pida la cuenta, por favor.
El coronel hizo una sumisa reverencia al príncipe; mostraba una gran palidez cuando llamó al joven caballero de los pasteles de crema y pidió la cuenta al camarero. El príncipe Florizel mostraba una apariencia inalterable; así, refirió al joven una farsa que había presenciado poco antes en el Palais Royal, mientras eludía las miradas suplicantes del coronel Geraldine y se entretenía especialmente en la elección de otro cigarro. Era el único de los tres que guardaba la calma.
Sorprendió el príncipe al camarero que les había atendido dejándole todo el cambio; partieron después en un coche de punto y El club como el trayecto no era largo pronto se apearon a la entrada de una callejuela estrecha y oscura. Pagó el coronel Geraldine al cochero y el joven caballero se volvió hacia el príncipe Florizel.
—Todavía está a tiempo, Mr. Godall —le dijo—, para salir corriendo y volver a la esclavitud de la vida diaria… Usted también, mayor Hammersmith… Les ruego que reflexionen antes de dar el paso definitivo; si su corazón les dice que deben dar marcha atrás, háganlo.
—Muéstrenos el camino, por favor —se limitó a decirle el príncipe—. Siempre cumplo mi palabra.
—Su entereza me sirve de ayuda —dijo el joven—, nunca había visto a un hombre tan sereno en un trance semejante, y le aseguro que no es usted el primero al que he guiado hasta aquí… Más de un amigo me ha precedido en este camino por el que no tardaré en seguirles, pero eso ahora no importa… Aguarden un momento, se lo ruego; regresaré con ustedes en cuanto haya pactado todo cuanto se refiere a su presentación ante el Club.
Hizo el joven un gesto de adiós con su mano y se perdió en un portal que había más abajo.
—Me parece que esta es la locura más peligrosa y absurda de todas cuantas hemos cometido —dijo el coronel Geraldine, apenas con un hilo de voz.
—Estoy perfectamente seguro de que es así —le respondió sin más el príncipe.
—Aún estamos a tiempo —siguió el coronel Geraldine—; permita Su Alteza que le sugiera aprovechar la ocasión para irse… Las consecuencias de este paso que vamos a dar pueden ser tan tenebrosas y lamentables, que creo puedo hacer uso de la libertad que Su Alteza tiene a bien permitirme en privado, para aconsejarle que se vaya.
—¿Debo deducir de esas palabras que el coronel Geraldine tiene miedo? —le preguntó el príncipe retirando lentamente el cigarro de sus labios y mirándole fijamente a los ojos.
—No temo por mí, señor —dijo el coronel con orgullo—; de eso puede estar seguro Su Alteza.
—Ya lo sé —dijo el príncipe con su buen humor de siempre—, pero no creo necesario recordarle la diferencia de condición que hay entre nosotros… Así que, ni una palabra más, se lo ordeno —añadió al darse cuenta de que el coronel Geraldine iba a excusarse—. De antemano le digo que está usted disculpado. Siguió fumando con deleite y mucha tranquilidad el príncipe, apoyada su espalda contra la reja de una ventana baja. Un rato después regresó el joven caballero de los pasteles de crema.
—Y bien —dijo el príncipe—, ¿ya está todo dispuesto para darnos la bienvenida?
—Síganme —se limitó a decir el joven—. El presidente del Club en persona los recibirá en su despacho. Les sugiero que sean sinceros en sus respuestas a las preguntas que les haga; por mi parte, les garantizo mi apoyo, pero el Club tiene por costumbre hacer una investigación en profundidad sobre quienes desean ingresar como miembros, antes de darles el plácet; tengan en cuenta que bastaría la indiscreción de una sola persona para que nuestra sociedad desapareciera para siempre.
El príncipe Florizel y el coronel Geraldine se consultaron en voz baja unos instantes. «Confirme esto que voy a decir», señalaba uno; y el otro, «confirme usted este aspecto». No tardaron mucho en ponerse de acuerdo, dado que sabían representar con infinita audacia los papeles que escogían para sus representaciones, y marcharon tras el joven, que les servía de guía, a entrevistarse con el presidente del Club.
No les resultó difícil el acceso. La puerta de entrada estaba abierta y la del antedespacho del presidente entreabierta. Entraron en un salón pequeño pero de techos altos y el joven caballero de nuevo los dejó solos.
—Ahora los recibirá —les dijo con una inclinación de cabeza antes de salir.
A través de las puertas plegables del despacho del presidente les llegaba el rumor de voces en conversación animada y que de vez en vez e interrumpían para dejar que se sintiera el sonido de una botella de champán al descorcharse, al que seguían grandes risotadas.
En aquel pequeño salón de techos altos había una ventana única que daba al río por la zona de los muelles; creyeron, por las luces de la ciudad que alcanzaban a distinguir, hallarse cerca de Charing Cross. Apenas había mobiliario en aquel salón y las butacas tenían la tapicería muy sobada; tampoco había objetos decorativos, salvo una campanilla de plata puesta en el mismo centro de la mesa redonda y baja frente a las butacas. Los percheros de las paredes estaban llenos de abrigos.
—¿En qué guarida nos habremos metido? —se extrañó el coronel Geraldine.
—Precisamente para saberlo estamos aquí —dijo el príncipe—. Ya verá cómo nos topamos con unos cuantos demonios de carne y hueso y nos divertimos un rato…
Se abrieron entonces las puertas plegables para dar paso a un hombre y a las voces que salían del despacho; aquel hombre era el presidente del Club de los suicidas, un tipo de más de cincuenta años, alto, bastante calvo pero con largas patillas, de ojos de un gris velado que sin embargo emitían destellos. Fumaba un gran cigarro que no se quitaba de los labios, lo cual no le impedía torcer la boca de comisura a comisura mientras examinaba con su mirada fría y sagaz a los recién llegados. Lucía el presidente del Club de los suicidas un traje de tweed claro bajo cuya chaqueta asomaba una camisa a rayas de cuello abierto y sin corbata; bajo el brazo llevaba un grueso libro de actas.
—Buenas noches —dijo mientras cerraba tras de sí la puerta plegable—. Me han dicho que quieren hablar conmigo…
—Caballero, deseamos ingresar como miembros en el Club de los suicidas —dijo con decisión el coronel Geraldine.
El presidente del Club se pasó de lado a lado de la boca su gran cigarro.
—¿Y eso qué es? —preguntó molesto.
—Perdone —dijo el coronel—, pero creo que es usted quien mejor puede explicarlo…
—¿Yo? —se extrañó el presidente—. ¿Un club de suicidas? ¡No fastidie, caballero! Esto, la verdad, me parece una broma de muy mal gusto… Comprendo que de vez en cuando un caballero beba más de la cuenta y le dé por hacer chanzas, pero creo que usted se ha excedido…
—Puede usted llamar a su Club como le venga en gana —replicó el coronel Geraldine—, pero le reitero que deseamos formar parte de esa partida que hay ahí, en su despacho…
—Está usted muy confundido, caballero —le dijo el presidente con gran acritud—. Como han entrado ustedes en una residencia particular, no tengo más remedio que pedirles que se larguen ahora mismo.
El príncipe Florizel había permanecido hasta entonces en su butaca, sin abrir la boca; cuando el coronel volvió a él los ojos como diciéndole «ya lo ve, larguémonos de aquí cuanto antes, por Dios se lo suplico», se quitó de los labios el cigarro.
—He venido aquí —comenzó a decir el príncipe Florizel— invitado por alguien a quien usted conoce; supongo que esa persona le habrá informado ya del objeto de mi visita… Pero, en cualquier caso, permítame recordarle que un hombre en mis circunstancias tiene pocas razones para contenerse cuando se siente ofendido, lo que equivale a decir que no estoy dispuesto a consentirle a usted tamaña descortesía… Por lo general soy un hombre apacible, pero, mi querido amigo, o me complace usted en ese asunto del que ya ha tenido noticia, o se arrepentirá profundamente de haberme permitido llegar a su despacho para dispensarme este trato.
El presidente se echó a reír a carcajadas.
—¡Así se habla! —exclamó—. Es usted un hombre de verdad y se acaba de ganar mi favor, hará usted lo que le venga en gana conmigo… Por favor —se dirigió ahora al coronel Geraldine—, tenga la bondad de salir unos minutos; hablaré primero con su amigo, ya que algunos trámites del Club deben hacerse en privado.
Abrió entonces la puerta de un cuarto aún más pequeño e invitó a pasar al coronel.
—Usted me inspira confianza —dijo después al príncipe—, pero su amigo… ¿Responde usted de él?
—Claro que no tanto como de mí mismo, aunque admito que mi amigo tiene razones de mucho más peso que las mías para estar aquí —dijo el príncipe—. Respondo de él, sí, pierda cuidado… Le aseguro que lo que ha tenido que pasar llenaría de desesperación al hombre más inconmovible… Ya no podrá jugar más, pues le descubrieron haciendo trampas…
—Sí, es una buena razón para venir aquí —admitió el presidente—. Tenemos un miembro del Club en la misma situación, y sé que es un hombre de fiar… ¿Me permite que le pregunte si también usted ha sido militar?
—Sí, lo fui, pero no tenía carácter para ello, era muy perezoso y abandoné pronto el ejército…
—¿Y por qué razones se encuentra harto de la vida?
—Pues quizás por la que acabo de exponerle, la pereza…
El presidente pareció de veras sorprendido por la respuesta.
—¡Caramba! Pues me parece que tendrá usted que buscarse una razón mejor —le dijo.
—Bueno, no tengo ni un penique —dijo entonces el príncipe Florizel—; eso, se lo aseguro, resulta en verdad engorroso y agudiza en mí esa mi natural pereza…
El presidente del Club estuvo unos segundos pasándose de lado a lado de la boca su cigarro mientras miraba fijamente a los ojos del aspirante, que le soportó perfectamente la mirada, con su habitual tranquilidad.
—Si no fuera por mi larga experiencia en estas lides, no le aceptaría en nuestro Club —le dijo al fin el presidente—. Pero sé cómo va el mundo y he aprendido que las excusas en apariencia más nimias son a menudo las que con mayor firmeza acrecientan en una persona el deseo de suicidarse… Además, cuando una persona sabe ganarme, como usted lo ha hecho, caballero, cedo ante nuestras estrictas normas de admisión, así que no le rechazo.
El príncipe y el coronel tuvieron que someterse luego a un interrogatorio en profundidad; primero, el príncipe Florizel; luego, un careo entre este y el coronel Geraldine, al objeto de que el presidente del Club observara las reacciones del rostro de uno mientras interrogaba al otro. El resultado fue el apetecido por ambos, y tras apuntar en el registro abierto para los nuevos miembros algunos datos sobre cada uno, les ofreció por escrito el juramento que debían suscribir; todo, como cabe suponerlo, se refería a la aceptación plena de obediencia incondicional, a la absoluta sumisión a los términos que allí se exponían. Si un hombre faltaba a ese tan horrible juramento perdía al instante su honor y el consuelo último de la religión. El príncipe Florizel firmó aquello, no sin repugnancia; el coronel hizo lo mismo, profundamente triste. Recibió entonces el presidente el dinero de la cuota de inscripción y acto seguido los hizo pasar al salón de fumar de los miembros del Club de los suicidas.
El salón, que se comunicaba con el despacho del presidente, tenía también los techos altos, y era amplio, con las paredes cubiertas por un empapelado que semejaba láminas de roble. Había un buen fuego en la chimenea y las lámparas de gas daban buena luz. Según las cuentas del príncipe y del coronel había allí un total de dieciocho personas, que fumaban y bebían champán; se escuchaban risas desesperadas, excesivas y afiebradas; de vez en cuando se hacía entre aquellas gentes un silencio tan repentino como fúnebre.
—¿Han venido muchos miembros del Club a esta reunión? —preguntó el príncipe.
—Más o menos —le respondió el presidente—. Por cierto, es costumbre que los recién ingresados inviten a champán; supongo que llevarán dinero para hacerlo… Es una manera de mantener el buen ánimo, y también, por qué no decirlo, una forma de financiarme…
—Mr. Hammersmith —dijo el príncipe—, dejaré que corra usted con el gasto en champán…
Se distanció unos pasos el príncipe Florizel para recorrer los corrillos que allí se formaban; como hombre acostumbrado a salones de mejor tono, no tardó en llamar la atención de quienes allí se habían reunido, seduciéndoles con sus exquisitos modales en los que se daban a la par la autoridad y la condescendencia, la simpatía y la seriedad; su proverbial templanza de carácter, su sangre fría hasta en las situaciones de mayor compromiso, le aportaban una mayor distinción entre aquel grupo de desesperados.
Iba de un corrillo a otro con los ojos y los oídos expectantes, por lo que tardó mucho en hacerse una idea cabal del tipo de personas entre las que se encontraba. Predominaba, como en casi todos los salones de reunión, por lo demás, un tipo de hombre joven, inteligente y sensible, pero apenas capacitado para el éxito; un tipo de hombre escaso de vigor y de la voluntad que se requiere para alcanzar los triunfos apetecidos. Los menos de entre ellos superaban los treinta años y había unos cuantos que aún no habían llegado a los veinte. Allí estaban, los que sentados, con los brazos sobre la mesa, moviendo nerviosamente los pies; unos, fumando con avidez ansiosa; otros, indolentemente, dejando que se les consumieran los cigarros entre los dedos. Los segundos, por lo general, eran capaces de mantener convenientemente una conversación, y los primeros, sin embargo, se expresaban tensos, hablaban sin gracia ni sentido.
Cada vez que se descorchaba una nueva botella de champán se renovaba la algarabía; sólo dos de los miembros del club permanecían invariablemente sentados: uno, junto a una ventana, con la barbilla hundida en el pecho y las manos en los bolsillos de su pantalón; estaba empapado en sudor, pálido, silencioso y meditabundo, un auténtico desecho tanto en cuerpo como en alma; el otro, en un diván, cerca de la chimenea; era un tipo que llamaba la atención sin remedio por ser muy distinto de los demás; andaría por los cuarenta años pero aparentaba diez más; el príncipe Florizel no recordaba haber visto jamás a un sujeto en cuyo rostro se reflejaran, como en aquel, enfermedades y vicios incontables; era un hombre flaco, todo pellejo y hueso, que parecía aquejado por una parálisis al menos parcial y que usaba lentes de cristal tan grueso que a su través los ojos se le veían enormes y disparatados. Sin embargo, junto con el príncipe y el presidente del Club, era el único de los allí reunidos que mostraba una calma común a la de las personas normales en la vida diaria.
No se puede decir que la decencia reluciera entre aquellos hombres. Unos se jactaban de haber cometido las acciones más deshonestas que puedan imaginarse, acciones que les habían empujado, en muchos casos, a buscar el amparo de la muerte, y otros escuchaban a los que así hablaban sin mostrar en su gesto la menor reprobación de sus actitudes, todos lo contrario… Había entre ellos un acuerdo tácito, el de no hacer juicios de contenido moral sobre lo que allí se decía; en suma, quien lograba acceder como miembro de pleno derecho al Club de los suicidas, gozaba de antemano de esa inmunidad que sólo otorga la muerte.
Allí se brindaba en honor de los presentes y a la memoria de famosos suicidas de otro tiempo; confrontaban sus distintas opiniones y suposiciones acerca de la muerte, que era para unos todo oscuridad y vacío, y para otros, pura esperanza: creían que aquella noche se elevarían más allá de las estrellas para conversar con los más ilustres personajes, ya muertos.
—¡A la memoria eterna del barón de Trenk, ejemplo para todos los suicidas! —brindó uno—. Alcemos nuestras copas en honor de un hombre que fue de una estrecha celda a otra aún más angosta para alcanzar al fin su libertad.
—Yo sólo pido que me pongan una venda en los ojos y algodón en los oídos —dijo otro—. Pero no creo que haya en el mundo algodón suficientemente grueso…
Habló un tercero, que aspiraba a descubrir los misterios de la vida futura, y otro más que no habría entrado en el Club de los suicidas, decía, de no ser porque le indujeron a creer en Mr. Darwin.
—No soporto la idea de venir del mono —afirmaba tan interesante suicida.
La verdad es que el tono y las maneras en que se producían aquellas conversaciones de los miembros del Club decepcionaron al príncipe. «No creo que haya motivos para tanta estupidez», se decía; «si alguien quiere matarse, pues que se mate como es digno de un caballero, ¡por Dios santo! No tienen sentido tanta cháchara y excitación».
El coronel Geraldine, a todo esto, seguía atenazado por las más negras inquietudes. Tanto el Club en sí, como sus normas, constituían un misterio para él, por lo que ansiaba encontrar a quien pudiera informarle tranquilizadoramente sobre este extremo. Vio al paralítico de los gruesos lentes, y como le pareció un hombre tranquilo, se dirigió al presidente, que iba de aquí para allá, atendiendo a sus obligaciones de tal, y le pidió que lo presentara ante aquel caballero del diván.
El presidente le dijo, sin embargo, que en el Club no tenían cabida tales formalidades, aunque aceptó hacerlo. Así, pues, le presentó a Mr. Malthus, quien, tras mirar al coronel con mucha curiosidad, le pidió por favor que tomara asiento a su derecha.
—Es usted un neófito y desea información, ¿eh? —le dijo—. Pues bien, ha acudido usted a quien puede dársela; hace ya dos años que frecuento este simpático Club…
Al oír aquello respiró más sosegado el coronel Geraldine; se decía que, si Mr. Malthus llevaba dos años dejándose caer por allí, el príncipe no tenía por qué correr serio peligro en una sola noche… Pero Mr. Geraldine aún no había despejado todas las incógnitas que se le presentaban y temió de golpe ser víctima de una mentira.
—¿Dos años? —dijo—. Yo creía que… Bien, da igual, ya veo que me han gastado una broma…
—No, de ninguna manera —le dijo aquel hombre con una voz muy suave—; mire usted, mi caso es especial; yo no soy un suicida, en el estricto sentido del término; soy lo que podríamos llamar un miembro honorario del Club. Vengo por aquí un par de veces cada dos meses, una condescendencia que me hace el presidente, en atención a la enfermedad que padezco, aunque no debo ocultar que pago una cuota más alta que los otros… Pero me considero un hombre afortunado.
—Disculpe si le pido que sea más explícito —dijo el coronel Geraldine—; tenga en cuenta que apenas sé algo acerca de la normativa del Club…
—Los miembros más comunes —respondió el paralítico—, los que como usted vienen en busca de la muerte, acuden una noche y otra hasta que la fortuna les resulta favorable y colma sus deseos; más aún, a cambio de un penique reciben del presidente alojamiento y comida, nada de lujo, claro, pero sí limpio y confortable; compréndalo, el lujo no tendría sentido, y menos con tan menguado pago, si puedo decirlo así; además, la sola compañía del presidente es un regalo…
—¿De verdad? No he tenido tan favorable impresión —dijo el coronel.
—Bueno, es que aún no le conoce usted bien… Es el hombre más divertido y jovial que pueda imaginarse… ¡Qué historias cuenta! ¡Qué cinismo el suyo! Sabe de la vida en profundidad tal, que causa admiración; aquí, entre nosotros, le digo que para mí es el más corrompido sinvergüenza de toda la cristiandad…
—¿Acaso es, como usted, socio vitalicio, si puedo decirlo así y sin querer ofenderle? —preguntó el coronel.
—Claro que es socio vitalicio, pero de manera distinta a la mía —respondió Mr. Malthus—. Aunque me dejan de lado, por una especie de gracia especial, al final también me llegará la hora… Pero nuestro presidente nunca juega; él baraja, corta y reparte los naipes, además de prepararlo todo; es un auténtico prodigio, un hombre muy ingenioso, créame, Mr. Hammersmith. Lleva tres años haciendo tan productivo trabajo en Londres, o tan artístico trabajo, podríamos decir, sin levantar la menor sospecha; por eso me permito añadir que se trata de un hombre de inspiración genial… ¿Se acuerda usted de aquel caso, hará unos seis meses, del caballero que murió en una farmacia por envenenamiento aparentemente accidental? Pues mire, esa fue una de sus ideas menos complejas, menos osadas… ¡No me diga que no es sencilla! ¡Y qué eficaz!
—No puedo negarle que me sorprende —dijo el coronel—. Pero, aquel pobre hombre… —iba a decir «fue una de las víctimas del Club», pero rectificó a tiempo—: ¿pertenecía al Club? —sin embargo cayó el coronel en la cuenta de que Mr. Malthus no era un enamorado de la muerte y no le dejó responder, añadiendo—: Sigo sin comprender; habla usted de barajar y repartir… ¿Por qué? Por lo demás, me da la impresión de que no tiene usted la menor gana de morirse, así que no sé a qué se debe su presencia en estas reuniones.
—Dice usted que no se entera de nada y dice bien —contestó Mr. Malthus, con sorna—. Amigo mío, este Club es un auténtico templo de la embriaguez; si mi quebrantada salud me permitiera estas excitaciones más a menudo, no dude que vendría aquí con mayor frecuencia… Pero, por ese sentido del deber y de la mesura que me inspiran tantos años de enfermedad como llevo, en virtud de lo cual observo cierta morigeración en los hábitos, evito los excesos; podría decir que el Club es ya el único divertimento disipado que me concedo… Le aseguro, querido amigo, que he cometido todos los excesos posibles —dijo tocando afablemente el brazo al coronel Geraldine—, todos los excesos sin dejarme uno sólo… Por eso puede decirle que no hay una depravación que no sea por lo general sobrevalorada, a veces grotescamente. Mire, se habla tanto del amor… Yo niego, sin embargo, que el amor sea una pasión subyugante. La única pasión subyugante es el miedo en sí; pruebe usted a sentirlo si de verdad aspira a sentir la emoción más fuerte de cuantas nos brinda la existencia… Puede envidiarme, sí señor, envídieme… ¡Yo soy un cobarde! —exclamó soltando una risita.
Aguantó a duras penas el coronel Geraldine la repugnancia que le provocaba aquel tipo al que creía despreciable, y no sin hacer un gran esfuerzo siguió con sus preguntas.
—¿Cómo es posible mantener durante mucho tiempo una excitación como esa de la que habla, si no hay de verdad elementos de incertidumbre que la mantengan?
—Bien, pasaré a explicarle cómo ha de elegirse la víctima propiciatoria de cada noche —dijo Mr. Malthus—. Y conste que no hablo sólo de la víctima en sí misma, sino del otro miembro del Club que se convierte, por una vez siquiera, en el oficiante sumo de la muerte.
—¡Por Dios! —gritó el coronel—. ¿Quiere decir que se matan los unos a los otros?
—Bueno —respondió Mr. Malthus—, así se evita al suicida el trance de suicidarse…
—¡Por todos los cielos! —volvió a exclamar Mr. Geraldine—. ¿Quiere decir que yo…, o ese de allí…, o que usted…, que cualquiera, en fin, puede ser elegido esta misma noche para acabar con el cuerpo y el espíritu de otro hombre? ¿Es posible que alguien nacido de mujer sea capaz de hacerlo? ¡Es la mayor infamia entre todas las infamias!
Iba ya a levantarse e irse del lado de aquel hombre, lleno de indignación, cuando observó que desde un extremo del salón el príncipe Florizel le miraba con el ceño fruncido y expresión de enojo, lo que hizo que el coronel Geraldine recobrase al momento la compostura.
—Bueno, al fin y al cabo —dijo como si hablara para sí—, ¿y por qué no? Como bien dice usted, se trata de un divertimento interesante… ¡Rompamos las amarras y despleguemos las velas! Estoy de acuerdo con el Club.
Mr. Malthus parecía divertido ante la indignada sorpresa anterior del coronel, pues además de perverso era un hombre muy pagado de sí mismo; le gustaba ver cómo un hombre se dejaba arrebatar por los generosos impulsos de su corazón, mientras él, un perfecto corrupto, se creía por encima de esas nobles emociones.
—Ya que se le ha pasado a usted el primer asombro —dijo—, podrá admirar ahora las auténticas delicias que ofrece nuestra sociedad; vea cómo se dan aquí, a un tiempo, la excitación propia de las mesas de juego, la del duelo y la del anfiteatro romano… Aquellos paganos sabían hacer bien las cosas… No puedo por menos que admirar el refinamiento de su inteligencia, aunque sólo en un país cristiano se podía obtener esta experiencia de los límites, este patetismo quintaesenciado… Ya comprenderá usted cuán insípidos resultan los otros divertimentos de la vida para quien se acostumbra al que desde aquí se observa… Hacemos un juego muy simple; una baraja completa…, pero, bueno, veo que pasamos a la acción… ¿Quiere darme su brazo, por favor? Lamentablemente, estoy impedido…
Justo cuando Mr. Malthus se disponía a explicarse, se abrieron otras puertas plegables para dar pasar al salón adyacente a los miembros del Club, lo que hicieron casi en tropel. Era un salón idéntico al anterior pero con distinto mobiliario; había en el medio una gran mesa, larga y cubierta por un tapete verde, en la cual tomó asiento de inmediato el presidente y comenzó a barajar con mucha calma un mazo de naipes. Ayudándose de su bastón, y con el apoyo que le prestaba el brazo del coronel Geraldine, Mr. Malthus, sin embargo, avanzaba con tanta dificultad que ya estaban todos sentados cuando ellos dos, junto al príncipe, que los había esperado, hicieron su entrada a un tiempo en aquel salón, por lo que tomaron asiento juntos, en un extremo de la gran mesa.
—Son cincuenta y dos cartas —dijo en voz baja Mr. Malthus—. El as de espadas es la carta de la muerte y el as de bastos señala al oficiante del sacrificio de cada noche. ¡Qué suerte la de esos jóvenes que gozan de buena vista y pueden seguir el juego sin perderse una baza! Yo, la verdad, no distingo un as de una dama que me muestren del otro lado de la mesa…
Entonces se cambió de lentes.
—Así por lo menos les veo las caras —dijo.
El coronel contó sucintamente al príncipe cuanto le había informado al respecto el socio honorario del Club y la terrible situación que se les planteaba… Al príncipe Florizel le dio un vuelco el corazón y sintió un escalofrío estremecedor; tragó saliva, no sin dificultad, y miró desconcertado a uno y otro lado.
—Si queremos escapar, tendremos que jugárnosla por completo —susurró el coronel al príncipe.
Aquello consiguió que el príncipe Florizel se rehiciera.
—Calle —le dijo—; demuestre usted que es capaz de jugar como todo un caballero, por muy alta que resulte la apuesta.
Miró de nuevo en derredor suyo, en calma ahora aunque el corazón seguía dándole brincos en el pecho mientras una desagradable sensación de desasosiego y calor le dificultaba la respiración.
Los miembros del Club de los suicidas permanecían en silencio, expectantes, pálidos; Mr. Malthus, el que más… Casi se le salían los ojos de sus cuencas, pues en su afán de ver inclinaba ahora la cabeza para levantarla después bruscamente mientras con un gesto automático se pasaba los dedos por los labios amoratados, que le temblaban. Así de curiosamente disfrutaba de las reuniones del Club el socio honorífico.
—¡Atentos, caballeros! —dijo el presidente.
Comenzó a repartir cartas entonces, despacioso, en sentido contrario a las agujas del reloj, deteniéndose hasta que cada uno comprobaba qué carta le había correspondido. Todos titubeaban al hacerlo; a más de uno se le enredaban los dedos y tardaba más de lo que es normal en darle la vuelta al naipe. El príncipe, a medida que el reparto se acercaba al lugar donde estaba, había ido cobrando conciencia de su propia excitación nerviosa, pero aunque la respiración le resultaba dificultosa, como buen jugador que era, no pudo por menos que reconocer para sí que aquello, a la par, le resultaba grato, una sensación que no por sorprendente para él mismo dejaba de placerle.
Tocó al príncipe Florizel el nueve de bastos y al coronel Geraldine el tres de espadas; a Mr. Malthus, que no pudo reprimir un gritito de alivio, que pareció sollozo, le cayó en suerte la reina de corazones; al momento el joven caballero de los pasteles de crema, por llegarle el turno, volvió su naipe para encontrarse con el as de bastos… Quedó mudo por el pánico, helada su sangre en las venas, con el naipe entre los dedos… No había acudido a matar, sino a que lo mataran; entonces el príncipe Florizel, con esa generosidad suya tan proverbial, y por la simpatía que le inspiraba el atribulado joven, pareció olvidarse del peligro que se cernía sobre su cabeza y sobre la cabeza del coronel.
De nuevo se les acercaba el reparto de la segunda ronda y aún no había salido la carta que significaba la muerte… Era perceptible que los jugadores aguantaban la respiración, los unos, y jadeaban con extrema ansiedad los otros. Al príncipe le cayeron más bastos y al coronel oros… Mas, cuando Mr. Malthus dio la vuelta su naipe, se dejó sentir de sus labios una exclamación espantosa, como de algo que se le hubiera roto en lo más hondo. Se puso de pie de golpe, sin denotar impedimento alguno, para dejarse caer al momento, pesadamente, en su silla; le había tocado el as de espadas… El socio honorífico había jugado durante mucho tiempo con sus propios temores. Casi al momento cesó el reparto y volvieron las conversaciones; abandonaron los jugadores su envaramiento anterior y lentamente, aliviados, fueron levantándose de sus asientos para regresar en grupos de no más de dos o de tres personas al salón de fumar. Estiró los brazos el príncipe y bostezó, como quien se dispone a salir de su trabajo tras concluir la jornada; Mr. Malthus, por el contrario, seguía inmóvil en su silla, los codos en la mesa y la cara perdida entre sus manos; parecía desmembrado en su propia ebriedad, inmóvil como un objeto inútil.
El príncipe y el coronel aprovecharon para marcharse de allí a toda prisa; cuando salieron, el frío intenso de la noche renovaba en ellos el espanto que habían vivido allí adentro.
—¡Unirse en un juramento para algo como esto! —dijo el príncipe—. ¡Es una infamia que se produzca esta especie de comercio del asesinato al por mayor, con lucro e impunidad, encima! Si fuera capaz de romper mi promesa…
—Su Alteza no puede hacer eso, pues su honor es el de Bohemia —le dijo el coronel Geraldine—. Pero yo sí puedo hacerlo, yo sí puedo olvidarme de mi palabra…
—Mr. Geraldine —dijo entonces el príncipe—, por nada del mundo querría que su honor se viera menoscabado por estas aventuras en las que me acompaña; no podría perdonárselo, y no podría perdonarme jamás que eso ocurriera.
—Siempre a las órdenes de Su Alteza —se cuadró el coronel—. ¿Y si nos alejamos de este maldito lugar?
—Sí, llame por favor a un coche, y por Dios le juro que trataré de dormir profundamente para borrar de mi memoria esta noche tan infausta.
Antes de subir al coche de punto, sin embargo, el príncipe Florizel miró el rótulo con el nombre de la calle para que no se le olvidase.
Al día siguiente, apenas despertó, ya estaba ante él el coronel Geraldine con un periódico en el que podía leerse lo que sigue:
«Lamentable accidente. Sobre las dos de la madrugada pasada, Mr. Bartholomew Malthus, con domicilio en el 16 de Chepstow Place, Westbourne Grove, cuando regresaba a su casa después de pasar una velada en la residencia de unas amistades, cayó de uno de los muros de Trafalgar Square, fracturándose el cráneo, una pierna y un brazo. Su muerte fue instantánea. El suceso se produjo cuando Mr. Malthus, que caminaba acompañado de un amigo, buscaba un coche de punto para volver a su domicilio; como Mr. Malthus estaba impedido, se cree que pudo sufrir un síncope, como consecuencia del cual cayó del muro. El infortunado caballero era hombre muy conocido en los círculos más respetables de Londres y su muerte está siendo causa de gran pesar en la ciudad».
—Si alguna vez —dijo solemne Mr. Geraldine— hubo un alma que fuera más derecha al infierno, no será otra que la de ese pobre inválido.
El príncipe Florizel, sin decir palabra, se tapó la cara con las manos.
—La verdad es que casi me alegro de su muerte —prosiguió el coronel—; lo que más pena me causa es pensar en ese pobre joven, el de los pasteles de crema…
—Mr. Geraldine —dijo el príncipe—, anoche ese pobre muchacho era tan inocente como usted y como yo; pero ya ve, hoy lleva en su alma el sangriento estigma de la culpa… Me enferma pensar en el presidente de ese siniestro Club; no sé cómo ni cuándo, pero le juro por Dios que daré su merecido a ese canalla… ¡Qué experiencia tan terrible, qué lección tan memorable la de ese maldito juego de cartas!
—No debería repetirse jamás —dijo el coronel.
Estuvo tanto rato sin hablar el príncipe, que Mr. Geraldine comenzó a alarmarse.
—No piense en volver allí Su Alteza —siguió diciendo el coronel—; ya ha visto demasiados horrores y ya ha sufrido bastante entre esa gente… Sus obligaciones y su posición, además, le impiden exponerse vanamente a un peligro semejante.
—Tiene usted razón, Mr. Geraldine; yo mismo me reprocho lo de anoche; bajo mis ropas de potentado no hay otra cosa que un hombre, y jamás como hasta el presente había tenido conciencia de mi propia debilidad… Pero, caballero, esto es más fuerte que yo mismo… ¿Cómo podría olvidarme de la desgracia de ese pobre infeliz con el que cenamos hace apenas unas horas? ¿Cómo permitir al presidente del Club que siga lucrándose de manera tan vil? ¿Cómo iniciar una aventura fascinante y no culminarla? No, Mr. Geraldine, lo siento… Solicita usted del príncipe lo que no puede concederle el hombre; esta noche, por ello, volveremos a tomar asiento en la mesa de juegos del Club de los suicidas.
No pudo evitar el coronel Geraldine hincarse de rodillas.
—¡Quíteme la vida, Alteza, pero no me pida que le ayude en una empresa tan peligrosa! —suplicó.
—Coronel Geraldine —dijo el príncipe, altivo—, usted es el dueño único de su vida; sólo solicito obediencia, pero si no me la quiere demostrar, no se la pediré más… Le diré, para concluir de una vez por todas con este asunto, que ya se ha excedido usted más de la cuenta importunándome.
Rápidamente se puso en pie, de nuevo, el caballerizo mayor del príncipe.
—¿Me dispensa del servicio Su Alteza, por esta tarde? —preguntó—. Soy hombre de honor y no puedo regresar a ese maldito Club sin haber puesto en orden mis cosas… Prometo a Su Alteza que no encontrará oposición alguna de mi parte, en lo sucesivo, y que puede seguir teniéndome por el más fiel, agradecido y devoto de sus asistentes.
—Mi muy querido Mr. Geraldine —respondió el príncipe—, mire que lamento tener que recordarle mi condición… Disponga usted del día como mejor le plazca, pero pase a recogerme antes de las once de la noche… Y lleve el mismo disfraz que ayer.
Aquella noche no estaba tan concurrido como la anterior el Club de los suicidas. Cuando hicieron su entrada el príncipe y el coronel no había más de media docena de miembros en el salón de fumar; Su Alteza tomó del brazo al presidente, lo llevó a un extremo del salón y allí le felicitó vivamente por la forma en que se había producido la muerte de Mr. Malthus.
—Me alegro de hablar con alguien tan competente como usted —le dijo—; su profesión es muy delicada, pero ya veo que sabe ejercerla con el acierto y la discreción requeridos.
Casi se mostraba humilde el presidente del Club, en su alegría, por recibir tales elogios de alguien tan distinguido como el príncipe.
—¡Pobre Mr. Malthy! —exclamó el presidente—. El Club ya no será el mismo sin su presencia… Tenga en cuenta que la mayoría de mis clientes son jóvenes, caballero; sí, jóvenes enfermos de poesía, pero que no constituyen para mí la mejor de las compañías, precisamente… No es que no hubiera poesía en Mr. Malthy, que la había, pero de la que yo puedo entender…
—Comprendo perfectamente que tuviera tanto aprecio por Mr. Malthus —dijo el príncipe—. Me pareció un hombre verdaderamente original.
El joven de los pasteles de crema permanecía cabizbajo y en silencio. Se le acercaron el príncipe y el coronel, pero apenas pudieron cambiar con él unas palabras.
—¡No se imaginan —les dijo— cuánta amargura siento por haberles traído a este espantoso lugar! Váyanse de aquí cuanto antes, váyanse ahora que aún tienen las manos limpias de sangre… ¡Si hubieran oído gritar a ese pobre viejo cuando caía del muro…! ¡Si hubieran oído el ruido de sus huesos al troncharse contra el suelo! Compadézcanse de mí, soy un hombre perdido. Recen para que me salga esta noche el as de espadas.
Llegaron algunos miembros más del Club, pero cuando se inició la sesión sólo eran una docena. El príncipe Florizel advirtió de nuevo esa cierta alegría expectante y alarmada de la noche anterior, y se sorprendió, sobre todo, de ver que el coronel Geraldine demostraba una mayor presencia de ánimo. «Resulta extraordinario —se dijo el príncipe— que hacer o no un testamento influya de tal manera en el ánimo de un hombre joven».
—¡Atentos, caballeros! —dijo al fin el presidente y comenzó a repartir las cartas.
Se produjeron tres rondas de naipes, alrededor de la mesa, sin que salieran las cartas malditas. Cuando inició el presidente la cuarta ronda la excitación de los asistentes era máxima; no había naipes más que para una última ronda; el príncipe, sentado en segundo lugar a la izquierda del presidente, recibiría la penúltima carta, dada la manera en que se repartían los naipes en el Club… El tercer jugador descubrió una de las cartas siniestras, el as de bastos. Al siguiente le cayó una carta de oros, al otro una de corazones… Aún no había aparecido el as de espadas. Entonces el coronel Geraldine, que estaba sentado a la izquierda del príncipe, descubrió su carta: un as, pero de corazones.
Casi se le para el corazón al príncipe Florizel cuando vio su carta, no obstante ser un hombre de probado valor. Se le cubrió el rostro de un sudor frío. Entre cincuenta sobre cien probabilidades de verse condenado, le tocó el as de espadas. Sintió que la mesa flotaba ante sus ojos, sus pensamientos se enredaron en la más negra confusión… Oyó la carcajada nerviosa que soltaba el jugador que había a su derecha, una carcajada que denotaba por igual alegría y decepción. Vio el príncipe que el grupo se levantaba al instante de la mesa y se dispersaba por el salón, pero su mente, ocupada en no sabía qué, le impedía ponerse en pie. Sólo acertaba a reconocer lo absurdo y mortal de su empecinamiento; gozando de buena salud, aún joven, heredero de un trono, había perdido su futuro y arruinado el de una nación noble y leal en tan infame juego de naipes.
—¡Que Dios me perdone! —acertó a exclamar.
Dicho lo cual, la confusión en la que había caído al descubrir su carta dio paso al dominio de sí mismo.
Miró en derredor suyo y se sorprendió de no ver allí al coronel Geraldine. Ya no había un solo miembro del Club en el salón, salvo aquel a quien los naipes habían deparado el destino de convertirse en su matarife; un hombre que conversaba entonces con el presidente y con el joven de los pasteles de crema, y que unos segundos después se acercó a él para decirle al oído:
—Daría un millón de libras, si lo tuviera, para comprarle la suerte que ha tenido esta noche.
Su Alteza, por su parte, vio alejarse al joven, sin poder evitar el pensamiento de que vendería su trágico destino a otro, si pudiera, a cambio de una suma mucho menor…
Cambió unas palabras más aquel hombre con el presidente y salió del salón, lanzando una mirada cómplice al príncipe. El presidente del Club, entonces, se acercó al infortunado tendiéndole la mano.
—Ha sido un placer conocerle, caballero —le dijo—, y no sabe cuánto me alegra poder prestarle este pequeño servicio… Al menos no tendrá quejas, dada la celeridad… ¡A la segunda noche! ¡Qué suerte tan increíble la suya!
Intentó decir algo el príncipe, pero tenía la garganta terriblemente seca y la lengua como de piedra.
—¿Se encuentra mal? —le pregunto amablemente el presidente—. No se preocupe, eso les ocurre a la mayoría de nuestros miembros… ¿Un poco de brandy?
Asintió el príncipe con la cabeza y el presidente le sirvió al momento una copa.
—¡Pobre Malthy! —evocó el presidente mientras el príncipe apuraba el trago—. Antes de salir de aquí se bebió un litro entero de licor, pero no pareció hacerle efecto…
—Yo no soy tan resistente a ese tratamiento —habló al fin el príncipe, recuperado—. Bien, ya me he sosegado, como puede comprobar… Tendrá algunas instrucciones que darme…
—Sí, bien… Mire, camine por la acera de Strand, en dirección a la City, hasta que vea al caballero que acaba de salir… Él le dará nuevas instrucciones, que deberá obedecer usted; esta noche él es la máxima autoridad del Club… Ahora —concluyó—, sólo me resta desearle un agradable paseo…
El príncipe Florizel respondió secamente a sus deseos y se despidió. Atravesó el salón de fumar, donde bebían champán casi todos los miembros del Club que habían participado en la ceremonia anterior, un champán pagado aquella noche por el propio príncipe, y no pudo evitar maldecirles para sus adentros mientras los contemplaba. En el antedespacho se puso abrigo y sombrero y tomó su paraguas del rincón donde lo había dejado. Aquella familiaridad de los actos diarios, y el pensamiento de que los hacía por última vez, le hizo soltar una carcajada que sonó lamentable a sus propios oídos. Algo le impedía salir de allí, sin embargo, y se asomó la ventana. Las lámparas del salón y la oscuridad de la calle le hicieron recordar su compromiso. «Bien, ahora —se dijo—, debo comportarme como un hombre de palabra y salir a la calle».
Al llegar a la esquina de Box Court cayeron sobre él tres hombres que rápidamente lo metieron en un coche. Conocía bien el príncipe a la persona que aguardaba en el interior de aquel coche, que partió de inmediato y a toda prisa.
—¿Podrá perdonarme Su Alteza esta muestra de celo? —le preguntó una voz más que conocida.
El príncipe, por toda respuesta, se abrazó lleno de alegría al coronel Geraldine.
—No sé cómo agradecerle lo que ha hecho por mí —dijo—. Pero ¿y todo esto?
Aunque había afrontado su destino con resolución, el príncipe estaba encantado de aquella amistosa violencia con que había sido asaltado por esos hombres para devolverle a la vida.
—No tiene que agradecerme nada —respondió Mr. Geraldine—, me conformo con que no vuelva a exponerse a peligros semejantes en lo sucesivo. En lo que a su pregunta se refiere, le diré que ha sido de lo más sencillo; esta misma tarde llegué a un acuerdo con cierto detective, muy reputado, al que he pagado para que guarde bien el secreto de todo este asunto; esos tres hombres trabajan para él; la casa de la esquina de Box Court estaba así sometida a vigilancia desde primeras horas de la tarde, y este coche, que pertenece al detective, esperaba por Su Alteza desde hace una hora…
—¿Y ese miserable que iba a matarme? —preguntó el príncipe.
—Lo cogimos nada más salir del Club; está a buen recaudo, espera en su palacio, Alteza; no tardarán en unírsele los otros…
—Mr. Geraldine —dijo el príncipe Florizel—, ha hecho bien en no prestar atención a mis órdenes, pues gracias a eso me ha salvado la vida, que le debo además de la gran lección recibida. No sería digno de mi condición de príncipe si no me mostrase agradecido con usted, teniéndole por mi mejor maestro… Decida usted, pues, lo que ha de hacerse.
Quedaron ambos en silencio mientras el coche seguía recorriendo distintas calles de la ciudad. El primero en hablar fue el coronel Geraldine:
—Su Alteza —dijo— tiene a su merced ahora mismo a un buen número de presos; hay entre ellos uno, por lo menos, con el que debe ser ejemplar la justicia, por sus muchos crímenes. Es cierto que nuestro juramento nos impide acudir a la ley, y aunque no hubiéramos jurado, la prudencia lo desaconsejaría… Pero, ¿puedo saber cuáles son las intenciones de Su Alteza?
—Ya lo he decidido —respondió el príncipe—. El presidente del Club debe morir en un duelo… Sólo falta elegir a su adversario.
—Su Alteza me ha pedido que sea yo quien elija mi gratificación —dijo el coronel—. ¿Puedo designar a mi hermano para ese duelo? Es una misión muy honrosa y puedo garantizar a Su Alteza que mi joven hermano sabrá responder perfectamente.
—Me pide usted algo ciertamente ingrato —dijo el príncipe—, pero no puedo negárselo.
Le besó la mano el coronel Geraldine con gran devoción y agradecimiento; el coche cruzaba entonces los arcos que daban entrada a la suntuosa residencia del príncipe. Apenas una hora más tarde el príncipe Florizel, vestido de gala y adornado por todas las órdenes y condecoraciones de Bohemia, recibía en sus salones a los miembros del Club de los suicidas.
—Hombres necios y malvados —comenzó a decirles—, quienes de entre ustedes hayan llegado a estos extremos de depravación por causa de su fortuna escasa, recibirán de mis asistentes trabajo y justo pago; pero aquellos a quienes hayan hecho sufrir sus culpas deberán dirigirse a un más alto dignatario que yo… Me inspiran ustedes, caballeros, una lástima más profunda de la que puedan imaginarse; mañana cada uno me referirá su historia; cuanto mayor sea su sinceridad, mayores serán los remedios que intente poner yo a sus padecimientos… En lo que a usted se refiere —dijo entonces mirando al presidente—, no creo verme en la necesidad de ofrecerle mi ayuda, pues supongo que eso sería un baldón para usted, habida cuenta de sus muchos méritos… Pero tengo algo, un modesto entretenimiento que proponerle… He aquí —dijo poniendo una mano en el hombro del hermano menor del coronel Geraldine— a uno de mis oficiales; desea hacer un viaje por Europa, por lo que le ruego a usted, como un gran favor, que lo acompañe… Supongo que sabrá utilizar usted una pistola —siguió el príncipe, en un tono ahora más grave—. Bien, mejor, pues eso puede resultarle muy útil… Más vale que dos hombres que viajan estén bien preparados para hacer frente a cualquier imprevisto… Mas, permítame añadir que, si acaso perdiera al joven oficial Geraldine durante el viaje, siempre podré poner a su disposición a otro miembro de mi corte… Si por algo soy bien conocido, señor presidente, es por mi largo brazo y por mi buena vista.
Así de severa y amenazadoramente concluyó su discurso el príncipe Florizel de Bohemia. A la mañana siguiente los miembros del Club de los suicidas pudieron comprobar cuán grande era la generosidad del príncipe y el presidente partió de viaje, en compañía del joven oficial Geraldine y de dos ayudas de cámara debidamente adiestrados en el palacio. Además, varios agentes al servicio del príncipe se instalaron en la casa de Box Court, para revisar la correspondencia que llegaba al Club de los suicidas, que posteriormente entregaban al príncipe Florizel, e interrogar a los hombres que allí se dirigían.
***
En este punto —dice mi autor árabe—, concluye la Historia del joven de los pasteles de crema, caballero que en el presente vive feliz y cómodamente instalado en Wigmore Street, Cavendish Square, aunque por razones fáciles de comprender no se ofrezca aquí su nombre. Quien desee saber más de las aventuras del príncipe Florizel de Bohemia y del presidente del Club de los suicidas, deberá leer la Historia del médico y el baúl de Saratoga.
Fin