I
Si yo, en vista de que para nada mejor sirvo, me decidiera por fin a pechar con tan inútil carga, y emprendiera la tarea de cantar los fastos de nuestra colonia —revistiéndolos acaso con el purpúreo ropaje de un poema heroico-grotesco en octavas reales, según lo he pensado alguna vez en horas de humor negro—, tendría que destacar aquel banquete entre los más señalados acontecimientos de nuestra vida pública. Memorable, de veras memorable iba a ser en efecto, por razones varias, esa cena de despedida; y, en su caso, no resultaría exagerada la habitual fraseología del periodiquín local, ni las hipérboles y ponderaciones con que pudiera el inefable Toñino Azucena reseñar en la radio el social evento. Ya el mero hecho de reunirse, o reunirnos, los capitostes para festejar a uno de los nuestros con motivo de su regreso «al seno de la civilización», bastaba y sobraba; era de por sí toda una sensación en el empantanado tedio de nuestra existencia, aunque no hubiera habido detrás lo que había, ni hubiera descubierto lo que descubrió, ni tenido las consecuencias que tuvo. Pero es que, además, este banquete de despedida presentaba desde el comienzo características muy singulares. Por lo pronto, era el propio director de Expediciones y Embarques quien ofrecía a los demás el agasajo en lugar de recibirlo. Había insistido en su deseo de retribuir así las innumerables atenciones que, durante su «campaña africana», recibieron de nosotros tanto él, Robert, como, sobre todo, su esposa. Y no hay que decir el efecto que esta idea —un poco extravagante de cualquier manera— debía producirnos a todos y cada uno de nosotros, dados los antecedentes del caso. Como bien podía preverse, dio pábulo a la chacota general, y en este sentido se distinguió, amparado en su jerarquía, el inspector general de Administración, Ruiz Abarca, incapaz siempre de aguantarse las ocurrencias violentas o mordaces y reducirse a los límites —no demasiado estrictos, al fin y al cabo, pues vivíamos en una colonia—, pero, ¡caramba!, mantenerse siquiera dentro de los límites mínimos exigidos por el decoro de su cargo. Lejos de eso (eso no estaba en su genio), incurrió en impertinencia al provocar y prolongar, para ludibrio, un cortés altercado con Robert sobre quién invitaba a quién, durante cuyo debate no cesó de emitir, con miradas oblicuas a la divertida galería, frases de estilo, tales como: «¡En modo alguno, amigo Robert! Nosotros somos quienes tenemos recibidas excesivas atenciones de ustedes y, muy en particular, de la señora. Creo poder afirmar en nombre de todos que nuestra doña Rosa ha sido una bendición del cielo para este inhóspito país. Tanto, que no sé ni cómo vamos a arreglárnoslas ahora sin ella. Usted, querido colega, de seguro que no puede imaginarse cuánto vamos a echarla de menos»; y otras pesadeces semejantes, que el director de Embarques escuchaba, elusivo, complacido en el fondo o irónico, medio asintiendo a ratos, con el vaso de whisky empuñado y protestas en los labios contra la amable exageración del querido amigo. Aseguraba, sin embargo —y a los espectadores agrupados alrededor de ambos jerarcas se les reían los ojos—, aseguraba muy serio —y algunos querían reventar de risa—, que no; que las ventajas del trato fueron recíprocas, lo reconocía; pero que ellos, su esposa y él, resultaron sin duda los más gananciosos; de manera que por favor, no pretendiera nadie ahora privarle de este placer; no se hablare más del asunto: definitivamente, él pagaría la fiesta de despedida… Ruiz Abarca fingió entonces darse por vencido, aunque de mala gana, en la porfía. Y Toñito Azucena, entrometido profesional, se atrevió a terciar con una gracieta que tuvo poca aceptación; nadie le hizo caso, y el propio Robert lo miró como a un sapo. Los demás se regodeaban ya en su fuero interno, anticipándose óptima cosecha de comentarios jocosos y de risotadas sin que faltara tampoco —sospecho yo— alguno que, con un residuo de vieja caballerosidad apenas reprimida por la obsecuencia, sintiera bochorno y hasta un poco de sublevación moral ante lo que ya parecía en verdad demasiado fuerte. En cuanto a mí, que asistía a todo con ánimo neutral (mis motivos tenía para considerarme neutral hasta cierto punto), estaba un poco asombrado y me preguntaba cómo aquel sujeto, Robert, de quien tanto hubiera podido decirse, pero no que fuese ni tonto ni un infeliz, no captaba el ambiente de soflama que lo envolvía. Ya era mucho que durante un año largo no se hubiera percatado de nada. Con razón dicen que los maridos son siempre los últimos en enterarse, aunque de mí sé decir… Demasiado engolfado en amasar dinero por cualquier medio, y quizás también demasiado poseído de sí —pues era un tío soberbio si los hay— para que le pasara siquiera por las mientes la posibilidad de que alguien osare hollar su honor profanando el santuario de su hogar, menos aún podía notar el director de Embarques la sorna alrededor suyo en esos momentos. Yo lo contemplaba y me hacía cruces. Aunque el tipo tenía cara de palo, se me antojaba a ratos descubrir en su expresión un no sé qué de forzado y violento, o de irónico, o de triste. Sea como quiera, se veía un poco pálida su cara de palo. O quizás eran sólo mis aprensiones de observador neutral.
Llegó la fiesta. Cómodo en esa mi actitud de espectador, me instalé en una esquina de la mesa (mi empleo en la compañía es más bien modesto, y tampoco soy yo de los que se desviven por destacar), muy dispuesto, eso sí, a presenciarlo todo desde la penumbra, mientras que las miradas convergían hacia la cabecera, ocupada, como es natural, por el gobernador, con la reina de la fiesta a su derecha y, a continuación —lo que ya no es natural, sino, por el contrario, inaudito, indignante—, ese títere de Toño Azucena, ¡un locutor de radio! Al otro lado, oficiaba nuestro anfitrión y director de Embarques, y, sin orden, seguían luego por las dos bandas los jefes principales de la colonia.
La señora de Robert era la única mujer presente. Consistía la fiesta en una cena «para hombres solos» que ofrecía el matrimonio, ahí en el Country Club, la víspera de su partida a Europa. Otra extravagancia, si se quiere; pero, bien mirado, resultaba lo más discreto. Desde luego, Robert era persona que sabía apreciar las circunstancias, que hilaba fino; y el haber hecho «invitación de caballeros» eliminaba de entrada muchas cuestiones. Piénsese: en la colonia es bastante irregular la situación doméstica de casi todo el mundo. La mayor parte de los funcionarios que manda la compañía, resignados por necesidad extrema a este exilio en el África tropical, vienen solos; y aun cuando la mayor parte acaban, o acabamos, por dejarnos aquí el pellejo, cada cual piensa y calcula que su «campaña» será breve, un sacrificio transitorio, lo indispensable para juntar alguna plata y salir de penas y rehacer su vida; pero los meses pasan, y los años, las cartas a casa ralean, los envíos de dinero también se hacen raros y, mientras tanto —sin llegarse al caso extremo de Martín, ese extrañísimo y abyecto personaje, encenegado en su negrerío—, va brotando en la colonia una ralea mestiza al margen de situaciones más o menos estables, pero jamás reconocidas ni aceptadas. En resumen: que la mayoría somos aquí «hombres solos». Y de otro lado, las mujeres de aquellos pocos que, por fas o por nefas, se trajeron consigo a la familia, suelen, las muy necias, desarrollar aquí en África una soberbia intratable, que da risa cuando se consideran las penurias y aprietos pasados antes de ahora por estas pretendidas reinas en el destierro, y hasta la ínfima extracción que, acaso, traiciona en su lenguaje, gustos y maneras la digna consorte de algún que otro ilustre perdulario. Así, pues, en este corral de gallinas engreídas, la señora doña Rosa G. de Robert, nuestra encantadora directora de Expediciones y Embarques, había llegado a tener demasiado mal ambiente, no sólo por obra de la envidia hacia sus buenas prendas, belleza, mundo, etc., sino también —justo es confesarlo— porque las cosas trascienden, y ¿qué más quiere la envidia sino encontrar manera de dignificarse en escandalizada virtud?… Convidar hombres solo evitaba, en todo caso, complicaciones y enojos, o los reducía al mínimo inevitable; era medida prudente.
Por lo demás, a ella, a la encantadora Rosa, poco le importaban los chismes, las habladurías de la gente, ni el «qué dirán»; buenas pruebas tenía dadas del más impávido desprecio hacia la opinión ajena. Ahí estaba ahora, sonriente y feliz, tan fresca cual su nombre, presidiendo la mesa a la diestra del gobernador. ¡Admirable aplomo el suyo! Sonriente y feliz, lucía en medio de todos nosotros, autorizada por las barbas venerables de su excelencia, con un dominio pleno de la situación. Y no puede negarse que fuera emocionante el momento, aun para quien, como yo, apenas si tenía otro papel que el de figurante y comparsa en aquella comedia absurda. Había oscurecido ya, y caía sobre nosotros esa humedad fresquita que, la mayor parte del año, viene a permitirnos vivir y respirar, siquiera por las noches, después de las atroces horas de sol. Estábamos sumidos en la penumbra; los sirvientes del Club iban y venían, descalzos, oscuros, por la terraza, desde donde se veía el dormido rebaño de automóviles, agrupados abajo, en la explanada. Del fondo de la selva nos llegaban a veces gritos de los monos, perforando con su estridencia el croar innumerable, continuo y cerrado de las ranas, mientras que ahí, a un lado, muy cerca, encima casi, perfilaba en el puerto su negra mole el Victoria II, que zarparía de madrugada llevándose a Rosa y a su dichoso marido…
La cena comenzó en medio de gran calma, y así discurrió, un poco fantasmal, apacible, hasta los postres, sin particularidad de ninguna especie, aunque no sin una creciente expectación. Estábamos en penumbra; no teníamos luces sobre la mesa; para evitar la molestia de los insectos, nos conformamos con la iluminación lejana de los focos, a cuyo alrededor se agitaban espesos enjambres de mosquitos y mariposones. Comíamos, hablando poco y en voz baja, y no dejaba de haber emoción en el ambiente. Pues es lo cierto que todos esperábamos, barruntábamos, algo sensacional; y, por supuesto, lo deseábamos. Nos hubiéramos sentido defraudados sin ello, y fue un alivio cuando, al final, ya con el café servido y prendidos los cigarros, explotó —y ¡de qué manera!— la bomba.
Hubiera podido apostarse que a la majadería de Ruiz Abarca, el inspector general, correspondería provocar el estallido. Lo vimos alzarse de la silla, pesadamente, y, en alto la copa de vino que tantas veces había vaciado y vuelto a llenar durante la comida, farfullar un brindis donde salían a relucir de nuevo, con reiteración insolente, las bondades de que la señora había sido tan pródiga, y donde otra vez se proferían insidiosas y torpes quejas por el desamparo en que a todos nos dejaba. Entonces Robert, que había escuchado sonriendo, un poco pálido y, al parecer, distraído o ensimismado, se levantó de improviso a pronunciar el discurso de réplica que tan famoso haría aquel evento social. Me limitaré a reproducir aquí, sin muchos comentarios, la curiosa pieza oratoria; y no se piense que es mérito de mi sola memoria la fidelidad textual con que lo hago, pues, aun cuando ha pasado ya algún tiempo, todavía sale a relucir de vez en vez en nuestras conversaciones, después de haber dado materia durante semanas y meses a debates, discusiones y disputas. La fijación de sus términos exactos es, por lo tanto, obra del trabajo colectivo.
Pidió, pues, silencio nuestro director de Embarques con un gesto de la mano, cuya imperiosa decisión tuvo la virtud de interrumpir el ya enrevesado, farfullento, interminable brindis del borracho, y se paró a contestarle; no se diga ante qué expectación. Todavía se dio el gustazo de aumentarla al concederse una pausa, ya en pie, para prender su cigarro y sacarle un par de lentas chupadas; y luego, con voz bajita y despaciosa, algo vacilante, aunque controlada, rompió a hablar. He aquí lo que dijo: «Señor gobernador, señores y amigos míos: Pocas horas faltan ya para nuestra partida; el barco que ha de restituirnos a Europa ahí está, con nuestros equipajes, esperando a que amanezca para levar anclas. Cuando dentro de un rato nos separemos, será acaso para no vernos ya nunca más, y sólo de la casualidad puede esperarse que concierte nuestro futuro encuentro con alguno de ustedes, Dios sabe dónde ni cuándo, pero desde luego en condiciones tan distintas a las actuales que seríamos como de nuevo extraños, como prácticamente desconocidos. Y, sin embargo, ¡qué enlazadas han estado nuestras vidas durante este último año de mi permanencia en África! Ahora, al dejar la colonia y separarme de ustedes, siento una especie de íntimo desgarrón, y no puedo resistir el deseo de comunicarles mis ocultas emociones, que hasta hace un rato dudaba todavía si descubrirles o, por el contrario, reprimirlas y reducirme a ofrecerles en tácito homenaje a su amistad esta modesta despedida. Pero he pensado que tal vez incurriría en deslealtad hacia excelentes amigos si me llevara conmigo un pequeño secreto, un secreto insignificante, quizá ni siquiera un secreto, pero que concierne a nuestras respectivas relaciones y cuya declaración puede aplacar la conciencia de algunos, confortándome a mí, cuando menos, con la sobria alegría de la verdad desnuda».
Hizo aquí una pausa, y volvió a chupar el cigarro calmosamente. Nadie respiraba; más allá, tras los criados que, apartados, respetuosos, escuchaban junto a las columnas, se oía el áspero y seguido croar de las ranas y, de vez en cuando, el chillido de algún simio.
Continuó diciendo el director de embarques con voz ya afirmada y en la que ponía ahora un cierto matiz de complacencia nostálgica: «Permítanme, queridos amigos, recordar la hora de mi primera llegada a la colonia. Circunstancias azarosas de mi pasado me habían empujado a este exilio donde esperaba reponerme de muchos desengaños y —¿por qué no decirlo?— de muchos quebrantos económicos. Sí, ¿por qué no decirlo abiertamente, entre compañeros? Es humano y es legítimo; y todos nosotros, sin excluir al propio señor gobernador (aun reconociendo sus altas preocupaciones e intereses superiores, voy a permitirme no excluirlo —agregó con una mirada de reto cordial, que el dignatario acogió benévolamente—); todos nosotros, digo, incluso él, afrontamos la expatriación, las fiebres, las lluvias torrenciales, la aprensión de los indígenas, el castigo del sol, la mosca tsé-tsé, en fin, cuanto a diario constituye motivo de nuestras quejas, y, sobre todo, ese implacable deterioro del que nunca nos quejamos para no pensar en él; afrontamos todo eso, y ¿por qué? Pues porque, en cambio, el dinero corre aquí en abundancia, con aparente abundancia, aparente no más; pues, bien mirado, constituye mísero precio para nuestras vidas; y si así las malbaratamos, es por no estimarlas gran cosa en el fondo de nosotros mismos, de modo que hasta creemos realizar un buen negocio y nos hacemos la ilusión de recibir paga generosa… Más vale eso; todos contentos… Pero, señores, les pido perdón; estoy divagando. Decía que a mi llegada sentí una entrañable solidaridad con todos ustedes. En cierto modo, todos estábamos aquí proscritos, con la nostalgia de aquello por amor de lo cual hemos caído en este pantano, hundido el cuerpo en medio de la selva y yéndose el alma hacia allá. Entonces pensé cuánto bien podría traernos a todos la presencia de Rosa. Esta no es tierra para nuestras mujeres, cierto; pero ella —ustedes bien lo saben— no es ni pusilánime, ni abatida, ni agria; sabe llevar a cabo con la sonrisa en los labios cualquier sacrificio; a nada le hace ascos… En fin, resolví traérmela conmigo en el viaje siguiente; regresé, pues; se lo propuse, aceptó ella, y en estos momentos, cuando nos aprontamos a regresar de nuevo a la patria, creo que ya puedo darme por contento de mi iniciativa y de nuestra resolución. Ustedes por su parte —ya se ve—, sólo saben lamentar la ausencia y orfandad en que esta excepcional criatura les deja. Y lo comprendo, señores, amigos míos; lo comprendo perfectamente. No piensen que ignoro lo que ella ha sido para ustedes durante este año; la idea de que pudiera estarlo ignorando me produce a mí tanta vejación como debe producirles regocijo o —acaso— vergüenza a ustedes mismos. Pero, no; por suerte, no lo ignoro, ni tampoco veo motivos para lamentarlo. Sé muy bien cuáles han sido los particularísimos favores que Rosa ha discernido a cada uno de ustedes, y con no menor precisión estoy informado de la esplendidez exhibida por cada uno al retribuírselos. ¿Cómo hubiera podido ignorarlo, si ella acostumbra depositar en mis manos el cuidado de todos sus intereses, tanto materiales como espirituales?… Y, al llegar a este punto, sería una falta de hidalguía por mi parte no rendir el justo tributo al desprendimiento con que todos ustedes han sabido corresponder a las bondades de esta mujer admirable. Desprendimiento —debo decirlo— hasta excesivo en ciertos casos. Que el señor gobernador, quien fue — según corresponde a su eminente posición— el primero en honrar con sus asiduidades nuestro humilde hogar, quisiera colmar de dádivas a la mujer en cuyo seno le era dado olvidar un poco las abrumadores responsabilidades de su cargo, santo y bueno. Pero es, amigos, que ha habido conductas muníficas, aun en mayor grado, si cabe; y yo me siento en el deber de proclamarlo. Resulta conmovedor, por ejemplo, el caso de algunos colegas, que no nombro por no herir su modestia, quienes, cuando les llegó el turno y oportunidad de mostrarse a la altura de sus superiores jerárquicos, no escatimaron sacrificios, ni han vacilado siquiera en empeñarse y contraer deudas para que su nombre quede escrito en nuestra memoria con letras de oro. Rosa, cuyo corazón es del mismo metal precioso, a duras penas se ha dejado persuadir por mí de que devolverles parte de sus obsequios hubiera podido ser ofensivo para quienes con tan devoto sacrificio los hicieran…»
Puede calcularse la estupefacción que este discurso —tímido al comienzo, y ahora ya emitido con indignante aplomo y claras inflexiones burlescas— suscitaba en los oyentes. Era inaudito semejante cinismo; nadie sabía cómo tomarlo. Las dos alusiones a su excelencia, a cuál más audaz, fueron golpes maestros calculados para paralizarnos. Había atraído en seguida el rostro del señor gobernador las miradas, sin encontrar la suya; pues los ojos de su excelencia, habitualmente vivaces, inocentes, reidores y en modo extraño muchachiles en aquella su cara barbuda, se concentraban ahora, fijos en la fuente de frutas que ocupaba el centro de la mesa. Nadie sabía cómo tomar aquello. Por lo demás, era dato bien conocido el de quienes tenían embargado el sueldo, y por qué; mencionar deuda o empeño era nombrarlos. Hubo rumores, alguna risa; y el irritado susurro que se oía en varios lugares de la mesa estaba a punto de elevarse hasta rumor y clamor; mas ya el orador, cerrando su pausa, retomó la palabra a tiempo para concluir en tono ingenuo, amable, bonachón, con la traca final que nos dejaría tambaleantes. Estas fueron sus últimas palabras: «Por supuesto —dijo—, de igual manera que yo he sabido, durante este, ¡ay!, largo término, aparentar distracción, ustedes han tenido también el tacto de fingir que continuaban creyendo a esta mujer esposa mía, según yo me había permitido presentarla, usando de una pequeña superchería, a mi llegada. Una pequeña superchería, sin consecuencias; pues estoy seguro de que, el conocerla más de cerca y poder apreciar su modo de conducta, su habilidad y experiencia, su sentido de las conveniencias y su escrupuloso respeto de las jerarquías, tan alejado todo ello de la necia arbitrariedad e insipidez que suele caracterizar a nuestras mujercitas burguesas, les permitiría a ustedes advertir en seguida y darse cuenta inmediata de lo que en realidad es ella: una profesional muy eficiente, en la tradición de las antiguas cortesanas. Y no otro es, señores, el pequeño secreto que, aun seguro de que ya lo habrían adivinado tiempo ha, me he creído en el deber de revelarles. Largo e intensivo entrenamiento había preparado a nuestra amiga —y señaló hacia Rosa con el cigarro— para estas arduas lides cuando, hace poco más de un año, le propuse que se asociara conmigo y corriera la aventura tropical a la que hoy ponemos feliz término y coronación. No me resta, por consiguiente, apreciados colegas, sino informales por encargo de nuestra querida Rosa de que, con sus ahorros, se propone —ya que su juventud triunfante le desaconseja la sosegada existencia del rentista— instalar un establecimiento de galantes diversiones que, seguro estoy, ha de ser modelo en su género, y donde, por descontado, serán recibidos ustedes como en su propia casa cuando alguna vez deseen visitarlo. Entretanto, que el Señor les colme de prosperidades». Y nada más. Hizo una reverencia, y volvió a sentarse.
¡Qué desconcierto, Dios mío! Aquello era un mazazo. Nadie sabía qué pensar, ni qué decir, ni qué hacer. Rosa, encantadora, enigmática, ajena, distante, impertérrita, sonreía, muy digna en su puesto. ¡Si era cosa de frotarse los ojos para creerlo!…
Y otra vez fue Abarca, nuestro nunca bien ponderado inspector general de Administración, quien, al sentirse así burlado, se dejó llevar impetuosamente de su primer impulso: levantó el puño y, rojo de ira, lo descargó sobre la mesa, a la vez que su oscuro vozarrón profería: «¡Ah, la grandísima…!» El insulto fue como un pedrusco lanzado con violencia enorme a la cara tan compuesta de la ninfa. Mudos, aguardamos el impacto… Lo sucedido hasta ese instante había tenido, todo, un raro aire de alucinación; daba vértigo. Pero lo que ocurrió entonces… Sin perder su apostura ni alterar el semblante, la dama contestó a la injuria de aquel bestia presentándole, tieso, el dedo de en medio de su mano diestra, que se mecía en el aire con suave, lenta, graciosa oscilación, mientras la siniestra, apoyada en el antebrazo, refulgía de joyas. Tal fue su respuesta, la más inesperada. Y el ademán obsceno, en cuya resuelta energía no faltaba la delicadeza, vino a romper definitivamente la imagen que, a lo largo de un año seguido, nos teníamos formada de la distinguida, aunque ligera, señora de Robert.
Sin embargo, una vez más hubimos de rendirnos y reconocer su tino, y admirarla de nuevo cuando, más adelante y ya en frío, se discutió el asunto., Pues ¿hubiera podido acaso dar más sobria respuesta a la insolencia de un borracho que el silencioso pero concluyente signo mediante el cual corroboraba al mismo tiempo, confirmaba, refrendaba y suscribía el informe rendido in voce un momento antes, acerca de su verdadera condición y oficio, por el director de Embarques? Éste —¡qué habilidad la del hombre!— evitó lo peor; consiguió que la tormenta se disipara sin descargar, y disolvió la reunión después de haberse despedido en particular en cada uno de nosotros, desde el gobernador para abajo, sin excluir al propio Ruiz Abarca («Vamos, Rosa, que el señor inspector general quiere besarte la mano, y no son momentos éstos para rencores»), dejándonos desconcertados, divididos en grupitos, sin que nadie escuchara a nadie, mientras que la pareja se iba a dormir a bordo ya esa noche.
II
Un mazazo, capaz de aturdir a un buey: eso había Sido la revelación de Robert. Su famoso discurso nos había dejado tontos. Ya, ya irían brotando, como erupción cutánea, las ronchas que en cada cual levantaría tan pesada broma; pues —a unos más y a otros menos— ¿a quién no había de indigestársele el postre que en aquella cena debimos tragarnos? Cuando al otro día, pasado el estupor de la sorpresa y disipados también con el sueño los vapores alcohólicos que tanto entorpecen el cerebro, amaneció la gente, para muchos era increíble lo visto y oído; andábamos todos desconcertados, medio huidos, rabo entre piernas. Tras vueltas, reticencias y tanteos que ocuparían las horas de la mañana, sólo al atardecer se entró de lleno a comentar lo sucedido; y entonces, ¡qué cosas peregrinas no pudieron escucharse! Por lo pronto, y aunque parezca extraño (yo tenía miedo a los excesos de la chabacanería), aunque parezca raro, la reacción furiosa contra la mujer, de que Ruiz Abarca ofreciera en el acto mismo un primer y brutal ejemplo, no fue la actitud más común. Hubiera podido calcularse que ella constituiría el blanco natural de las mayores indignaciones, el objeto de los dicterios más enconados; pero no fue así. La perfidia femenina —corroborada, una vez más, melancólicamente— no sublevaba tanto como la jugarreta de Robert, ese canalla que ahora —pensábamos— estaría burlándose de nosotros, y riendo tanto mejor cuanto que era el último en reír. Durante meses y meses nos había dejado creer que le engañábamos, y los engañados éramos nosotros: esto sacaba de tino, ponía rojos de rabia a muchos. Pues, en verdad, la conducta del señor director de Expediciones y Embarques resultaba el bocado de digestión más difícil; pensar que se había destapado con desparpajo inaudito —mejor aún, con frío y repugnante cinismo— como un chulo vulgar, rufián y proxeneta, suscitaba oleadas de rabia y tardío coraje, quizás no tanto por el hecho en sí como por la vejación del chasco. ¡Señor director de Embarques! ¡Buen embarque nos había hecho! Eran varios ya, y crecían en número, los que pretendían haber sospechado algo, callado por prudencia algún barrunto o pálpito, acaso tener pronosticado (y no faltarían testigos) cosa por el estilo. Otros, no menos majaderos, se aplicaban a urdir —¡a buena hora!— remedios ilusos; y tampoco dejaban de oírse voces que reprocharan al gobernador su lenidad en permitir que aquella pareja de estafadores («estafadores de la peor calaña») embarcara tan ricamente, sin haber recibido su merecido o, al menos, vomitar los dineros que, sorprendiendo la buena fe Ajena, se habían engullido.
Pero hay que decir que la opinión sensata acogía con reserva y aun con ironía desahogos semejantes, y que, muy por el contrario, se sintió un general alivio cuando, en la emisión de las cinco y media, cerró Torio su noticiario radial mediante las palabras sacramentales: «…y un servidor de ustedes, Toñito Azucena, les desea muy buenas tardes», sin haber hecho mención alguna del acontecimiento que ocupaba todas las mentes y alimentaba todas las conversaciones. Y es que la manera como El Eco de la Colonia traía la noticia aquella mañana resultaba inquietante por demás. «Anoche, según lo anunciado — informaba el diario—, tuvo lugar en la elegante terraza del Country Club el banquete de homenaje y despedida al señor director de Expediciones y Embarques, don J. M. I Robert, y a su digna consorte, la señora Rosa G. de Robert. Al cerrar esta edición, adelantamos la noticia sin que nos sea posible relatar en detalle las interesantes incidencias del destacado acto. En nuestro número de mañana encontrará el lector, reseñados con la debida amplitud y comentarios pertinentes, los sabrosos detalles del evento». No decía más; y ¡bueno fuera —me había dicho yo aquella mañana, leyendo la insidiosa gacetilla, mientras se enfriaba mi taza de café—, bueno fuera que, tras el chaparrón de anoche, nos enfangáramos todavía en un innecesario escándalo! Por mí, eso me importaba poco. Le importaría al gobernador, le importaría al jefe de la Policía colonial, le importaría al secretario de Gobierno, le importaría al propio Ruiz Abarca, tan inspector general de Administración, después de todo; y, fuera de estos dignatarios responsables, le importaría a los pocos empleados, altos o bajos, que tienen aquí la familia. A mí, en el fondo, me traía muy sin cuidado. Pero esto no quiere decir que fuera indiferente al asunto; no lo era; me interesaba, desde luego, aunque apenas me sintiera implicado, y lo viviera un poco en espectador. Recuerdo que aquella misma noche, caldeado sin duda mi caletre, había fabricado un sueño, tan absurdo como todos los sueños, pero que reflejaba la impresión recibida durante la escena del banquete. Soñé que me encontraba allí, y que Rosa ocupaba, tal cual en realidad la había ocupado, la cabecera de la mesa, junto al gobernador. Discurría la comida, y yo me sentía acongojado por la inminente partida de nuestra amiga, cuando, de pronto, el inspector general, Abarca, sentado en sueños al lado mío —aunque la realidad nos asignara puestos algo distantes en la mesa; pero en sueños estaba a mi lado—, se me inclina al oído y, muy familiarmente, me susurra: «Mire, compadre, qué ajada se ve Rosa. Pensaba ella irse tan fresca; pero, camarada, en el trópico…» La miré entonces, y vi con asombro que su cara se había cubierto de arrugas, apenas disimuladas por el maquillaje; tenía bolsones bajo los ojos embadurnados, marcadas las comisuras de los labios, y los hombros vencidos; una ruina, en fin. Me limité a comentar en la oreja peluda de Ruiz Abarca: «Amigo Abarca: es el trópico; aquí no hay quien levante cabeza…» Un sueño de sentido transparente —reflexioné mientras apuraba el café de mi desayuno—: el deterioro infligido en él a la dama de nuestros afanes simboliza, es fácil darse cuenta, el hundimiento repentino de su prestigio social ante nuestros ojos. Por lo demás, era dicho corriente en la colonia —y nadie mejor que yo sabe cuán cierto— que el trópico desgasta a hombres y mujeres, los tritura, los quiebra, muele y consume…
Más curioso de oír lo que se hablara sobre el caso que dispuesto a trabajar, di un último sorbo a mi taza y salí en dirección a la oficina. Mi despacho está en los bajos del Palacio del Gobierno, frente a la Plaza Mayor; hacia allá me encaminé. La mañana, ya un poco avanzada, estaba agradable, luminosa, pero todavía sin ese exceso de reverberación que hace insufrible el centro del día. Bordeando el mal pavimentado arroyo, apartando a veces las criaturitas desnudas que pululaban junto a los barracones, y sorteando montones de basura, nubes de moscas, seguí mi habitual trayecto hacia la Avenida Imperial y Plaza Mayor (prefería atravesar aquella inmunda pero breve zona en vez de emprender de rodeo y llegar sudado); y ya había pasado por delante de Martín, ya le había dado los «buenos días», y él, desde su hamaca sempiterna, me había retribuido con su acostumbrada combinación de un gruñidito y un levísimo movimiento de la mano, cuando se me ocurrió —fue una idea— comprobar si ya había trascendido el suceso de la noche antes fuera del que pudiera llamarse «mundo oficial» de la colonia, y bajo qué colores. Martín pertenecía y no pertenecía al mundo oficial: flotaba en una especie de limbo indefinido. Era, sin lugar a dudas, el europeo más antiguo aquí; todos le recordábamos instalado ya en su hamaca, al tiempo de llegar cada uno de nosotros… Sí, él estaba ya ahí, desde antes, en su casita de tablas verdes mal ensambladas. Y, por supuesto, cobrada —aunque un sueldito muy pequeño— de la compañía, en cuyo presupuesto figuraba bajo el título, que significaría algo una vez, de ayudante de Coordinación, pero que actualmente, desaparecido desde hacía años el cargo de coordinador, no respondía a otra actividad visible que la de balancearse en la hamaca —enorme araña blancuzca colgada entre los postes que sostenían el techo de cinc—. Me detuve, pues, y retrocedí con suavidad un paso para, apoyada mi mano en la apolillada baranda, preguntarle si se habla enterado del escándalo de anoche. «¿Anoche?», preguntó, inexpresivo, con la pipa en la boca. Aclaré: «Anoche, en el banquete del director de Embarques». Fumó él, y luego dijo, despacio: «Algo he oído contar por ahí dentro; pero no me he dado bien cuenta». Ahí dentro era el fondo sórdido de la casita, donde bullía, desbordando, una parentela indefinida, la vieja, azacaneada siempre, con sus descomunales pies descalzos de talón claro y las tetas sobre la barriga, muchachos y muchachas de todas las edades, sobre cuyas facciones negras lucían de pronto los ojillos azules de Martín, o rebrotaba el color rojizo de su ya encanecido cabello, floreciendo ahora en los ricitos menudos de una cabeza vivaz… ¡Que no se había dado bien cuenta! ¿En qué estaría pensado aquel bendito? Adormilado en su hamaca, con la pipa entre los dientes, sólo en forma imprecisa llegaría hasta él lo que charlaban, en su lengua, las gentes de aquella ralea y sus amigotes, lo que tal vez refirió, a la mañanita, alguno de los critados del Club acodado en la baranda mientras la vieja lavada ropa junto a los tallos lozanos del bananero. Ni se había dado bien cuenta ni parecía interesarle, pues tampoco me preguntaba a mí, que me había parado a conversarle de ello. ¡Estrambótico sujeto! Me tenía allí pegado y no decía nada. Ganas me dieron de volverle la espalda y seguir mi camino; pero todavía le sonsaqué: «Y ¿qué le parece nuestro ilustre director de Embarques, cómo se ha destapado?» Va y me contesta: «¡Pobre hombre!» Semejante incongruencia me contestó. Le eché una mirada y —¿qué ha de hacer uno? «Bueno, Martín; hasta luego» —seguí adelante. ¡En el mismísimo limbo!
Seguí adelante, pero no llegué la oficina, pues en la plaza, al pasar por la puerta de Mario, el cantinero, vi que estaban allí, de tertulia, instalados entre las hileras de botellas y las columnas de conservas en lata, buena parte de mis colegas. La vecindad de la cantina era tentación frecuente para los funcionarios del Palacio de Gobierno, y hoy, naturalmente, había asamblea magna. Entré a enterarme de lo que se decía y me incorporé al grupo; las tareas del despacho podían aguardar: no habla pendiente nada de urgencia. Cuando me acomodé entre mis compañeros, estaba en el uso de la palabra ese payaso de Bruno Salvador, quien, haciendo guiños y moviendo al hablar todas sus facciones, desde la arrugada calva hasta la barbilla puntiaguda y temblona, comentaba —¡cómo no!— las implicaciones del discurso de Robert, y pretendía convencer a la gente de que él, Bruno Salvador, se había percatado de los puntos que Robert calzaba, le tenía muy calado al tal director de Embarques, «pues aquí, si uno quiere vivir, tenemos que guardarnos el secreto unos a otros, es claro; pero, ¡caramba!, quien tenga ojos en la cara, y vea, y observe, y no se chupe el dedo…» «Entonces, tú estabas al tanto, ¿no?», le interrumpió con soflama, entornados sus ojos bovinos, Smith Matías, quien, como oficial de Contaduría, entendía en los pagos, anticipos y préstamos, y conocía al dedillo las erogaciones extraordinarias de aquel mamarracho. Pero él no se inmutaba. «Lo que yo te digo es —respondió— que a mí no me ha causado tanta sorpresa como a otros caídos del nido. ¡Si conocería yo al tal Robert!». Perdidos sus ojuelos vivos entre los macerados párpados de abuelo, y tras estudiada vacilación, se decidió a confirmarnos cómo, en cierta oportunidad, a solas y mano a mano, él, Bruno, le había hecho comprender al ilustrísimo señor don Cuernos que con él no había tustús, «porque, señores —concluyó muy serio—, una sola mirada basta a veces para entenderse». Fingimos creer el embuste y dar por buena la bravata; y Smith Matías, sardónico, reflexionó, meneando la cabeza: «Ya, ya me parecía a mí que el director de Embarques te trataba a ti con demasiadas consideraciones. Y era eso, claro: que te tenía miedo… Pero entonces —agregó en tono de reproche, tras una pausa meditativa, y sus ojos bovinos expresaron cómica desolación—, entones tú, Bruno, perdona que te lo diga, tú eres su encubridor… No; entonces tú no te has portado bien con nosotros, Bruno Salvador; has dejado que nos desplumen, sin advertirnos tan siquiera…»
«¿Saben ustedes…? —tercié yo, un poco por interrumpir la burla y aliviar al pobre payaso, pues a mí esas cosas me deprimen—. ¿A que ustedes no adivinan —dije— cuál ha sido el comentario de nuestro distinguido colega Martín al conocer las granujadas del tal Robert?» Y les conté que el pintoresco sujeto, con su pipa y sus barbas de mendigo, había exclamado: ¡Pobre hombre!, por todo comentario. «¿Pobre? —rió alguno—. ¡Precisamente!» Y una vez más despertó ira la idea de que, por si fuera poco el producto de su cargo, no hubiera vacilado aquel canalla en robar también a sus compañeros, redondeándose a costa nuestra. «¿Pobre hombre, ha dicho? Ese Martín está cada día más chiflado.» «Es un lelo; vive en el limbo —dije yo, y añadí—: Lo que resulta asombroso es la rapidez con que las noticias corren. Ahí metido siempre, revolcándose en su roña, con su negrada, el viejo estaba más enterado de lo que parecía. Yo creo que esas gentes lo saben todo acerca de nosotros; no son tan primitivos ni tan bobos como aparentan; nosotros representamos ante ellos una entretenida comedia; miles de ojos nos acechan desde la oscuridad. A lo mejor, los negros estaban muy al tanto de la trama desde el comienzo; y muertos de risa, viendo cómo Robert nos metía el dedo en la boca sin que se percatara nadie». «Bruno Salvador se había percatado —puntualizó, burlesco, Smith Matías—. ¡Pobre hombre! Sí que tiene gracia. En el momento mismo en que se hace humo con el dinero y con la buena moza. ¡Bandido! ¡Pobre hombre!», bisbiseó Matías con la boca chica y los ojos en blanco…
En estas y otras pamplinas se nos fue la mañana, para satisfacción de Mario, el cantinero, que sacaba de ello honra y provecho, diversión y ganancia; escuchaba, servía, y no se privaba de echar su cuarto a espadas cada vez que le daba el antojo de alternar. Varios se quedaron a comer allí mismo; alguno se fue para casa. Yo preferí hacerlo en el Country Club; siendo socio, se comprenderá que no había de almorzar en la cantina. La cuota del Country resulta desde luego un tanto subida para mi bolsillo, pues mi empleo no es de los que permiten granjearse demasiados ingresos extra; pero, con todo, el Club ofrece grandes ventajas, y vale bien la pena. Allí estaban, cuando llegué, los principales personajes de la farsa. El insoportable Ruiz Abarca tenía sentada cátedra y despotricaba, en un casi fastuoso alarde de grosería, poniendo a los pies de los caballo el nombre de la Damisela Encantadora o —como otras veces la llamaban algunos (y no puedo pensar sin desagrado que fui yo, ¡literato de mí!, quién lanzó el mote a la circulación)— la Ninfa Inconstante. Dicho sea entre paréntesis: el nombrarla nos había ocasionado dificultades siempre, desde el comienzo de la aventura, cuando llegó a la colonia y se la designaba como la señora de Robert o como la directora de Embarques, según los casos («¿Ha conocido usted ya a la señora de Robert?», o bien: «¿Qué te ha parecido la directora?»). Mas ¿cómo mentarla después? Azorante cuestión, si se considera cuánto había ido cambiando el tipo de las relaciones tejidas alrededor suyo a partir de las primeras murmuraciones, cuando empezó a susurrarse lo que muchos no creían: que se entendiera con el gobernador; si se piensa en lo cuestionable y diverso de su respetabilidad social según circunstancias, personas y momentos. El de doña —doña Rosa— había sido un título honorable que, sin embargo se prestaba algo a la reticencia y que, por eso, se mantuvo muy en curso como valor convenido. Pero aun éste se haría inservible cuando, a la postre, descubierto el pastel, cualquier ironía se tornaba en seguida contra nosotros mismos, como burladores burlados, y cuando, aun que mentira parezca —¡enigmas de la condición humana!—, comenzáramos a sentirnos desamparados 3 extraños por la ausencia de Rosa, como si esta ausencia nos pesara más que la burla sufrida. A partir de entonces, se haría costumbre aludirla por el solo pronombre personal ella, que, de modo tácito y por pura omisión realzaba la importancia adquirida por su persona en nuestra anodina existencia.
De momento, las invectivas del energúmeno, cuyo algo cargo, en lugar de moderarle el lenguaje, lo hacían aún más desenfrenado e indecente, seguían cayendo como lluvia de pesado cascote sobre la delicada cabeza de la mujer que, ausente, no podía rechazarlas ahora con el eficacísimo gesto de anoche; de modo que Abarca estaba en condiciones de disparar a mansalva, y lo hacía con tan furiosa y brutal saña, que era ya vergüenza el escucharlo. Dijérase que sólo él tenía agravio y motivos de resentimiento. En verdad, todos habíamos sido víctimas del mismo engaño, de todos se había reído.
En un aura de desconcierto, entre apreciaciones más o menos insensatas, prosiguió durante varias horas la conversación con alternativas de humor risueño y violento; hasta que en la radio, que se había mantenido susurrando canciones y rezongando anuncios en su rincón, la voz inconfundible de Toño Azucena inició el cotidiano informativo mundial y local. Alguien elevó el volumen a un grado estentóreo, y todos los diálogos quedaron suspendidos; nos agrupamos a escucharlo. Pero Toñito —ya lo he anticipado— no hizo en esta emisión la menor referencia al caso; ni mus; ni resolló siquiera. Se redujo de nuevo la radio a su música lejana entreverada de publicidad, y ahora la discusión fue sobre las causas de tal silencio. Se descontaba que el joven y brillante locutor no hacía nada de importancia sino bajo la inspiración directa de la Divina Providencia, esto es, por indicaciones expresas o tácitas del gobernador, quien tenía en Toño un perro fiel y protegido, quizá hijo ilegítimo suyo, según afirmaban, atando cabos, los muy avisados. Sea como quiera, nadie dudaba que este silencio respondiera a los altos y secretos designios del Omnipotente; y la cuestión era: ¿a qué sería debido? Como siempre ocurre, se aventuraron toda clase de hipótesis, desde las más simples y razonables (que se desearía, y era lógico, echar tierra al asunto impidiendo que cundiera el escándalo; no se olvidara que había sido el propio gobernador quien empezó el pastel), hasta suposiciones descabelladas y maliciosas por ‘ estilo de éstas: que, en el fondo, el viejo sátrapa se había quedado enamorado de la Damisela Encantadora; o en: que su excelencia sería cómplice de la estafa urdida por la siniestra pareja de aventureros, pues, si no, cómo podía explicarse?…, etc.
Por cierto que cuando Azucena, diligente siempre y gentil, se apeó de su autito azul-celeste e hizo su entrada en el círculo, la prudencia nos movió a mudar de conversación —muchos le despreciaban por chismoso—, y hubo una pausa antes de que yo le preguntara con aire indiferente qué había de nuevo. Pero el muy bandido conocía la general curiosidad, y le gustaba darse importancia; emitió dos o tres frases que querían ser sibilinas, alegó ignorancia para hacernos sospechar que sabía algo, y nos dejó convencidos —hablo por mí— de que estaba tan in albis como los demás, sólo que le habrían dado instrucciones de cerrar el pico, no decir ni pío, no mentar siquiera el asunto, de no bordar, siquiera por esta vez, los previsibles escollos en el cañamazo de su emisión noticiosa vespertina.
III
Después de eso, comenzaron a pasar días sin que se produjera novedad alguna. Pasaron dos, tres, una semana, y ¡nada! Pero ¿qué hubiera podido esperarse, tampoco? Es que la gente andaba ansiosa y desconcertada, como quien de pronto despierta. No en vano habíamos estado metidos de cabeza, todo un año, en aquella danza. Ahora, se acabó; un momento de confusión, y se acabó. Habían volado los pájaros. ¿Por dónde irían ya? ¿Qué harían después? ¿Desembarcarían en Lisboa, o seguirían hasta Southampton? De nada vale avizorar, volcados sobre el vacío. Desistimos pronto; debimos desistir, acogernos al pasado; y nos pusimos a rumiarlo hasta la náusea.
¡Qué difícil resulta a veces apurar la verdad de las cosas! Cree uno tenerla aferrada entre las manos, pero ¡qué va!: ya se le está riendo desde la otra esquina. Incluso yo, que —por suerte o por desgracia— me encuentro en condiciones de conocerlo mejor todo, y de juzgar con mayor ecuanimidad, yo mismo tengo que debatirme a ratos en una imprecisión caliginosa. El trópico es capaz de derretirle a uno los sesos. Repaso lo que personalmente he visto y me ha tocado vivir, y —pese a no haber perdido en ningún momento los estribos, cosa que quizá no puedan afirmar muchos otros— me encuentro lleno de dudas; no digamos, en cuanto al resto, a lo sabido de segunda mano… Y ¿qué es, en resumidas cuentas, lo que yo he visto y vivido personalmente? ¡Pobre de mí! La cosa no resultará muy lucida ni a propósito para procurarme satisfacción o traerme prestigio; pero ¡qué importa!, me decido a relatarlo aquí, aduciendo siquiera un testimonio directo que entreabra en cierto modo a la luz pública los misterios de aquella tan frecuentada alcoba.
Es el caso que, por fin, me llegó a mí también el turno, y tuve que entrar en la danza, y hacer mi pirueta. Me había llegado el turno, sí; a mí me tocaba. Da risa, y era cuestión de no creerlo; pero ella protocolarmente había iniciado el baile con la primera autoridad de la colonia, cuyas respetables barbas cedieron pronto el paso, sin embargo, al no tan ceremonioso y, a la vez, menos discreto jefe superior de Policía; siguió en seguida el secretario de Gobierno, y así había continuado, escalafón abajo, con un orden tan escrupuloso que, de una vez para otra, todo el mundo esperaba ya la peripecia inmediata, señalándose con el dedo al presunto favorito del siguiente día. Tanta era su minuciosidad en este punto, y tan exquisito su tino como si obrara asesorada por el jefe de Personal de la compañía. A los impacientes, sabía refrenarlos poniéndolos en su lugar, y a los tímidos o remisos, hacerles un oportuno signo que los animaba a dar el paso adelante. Resulta divertido el hecho de que en un momento dado se llegaran a cruzar apuestas a propósito de Torio Azucena, cuya posición oficial parecía más que dudosa, con ingresos y, sobre todo, con una influencia en las altas esferas que no correspondía a su puesto administrativo. De muchas majaderías y disparates que hubo, no voy a hacerme eco; lo importante es que había sonado por fin mi hora y tenía que cumplir. Me palmeaban la espalda, me gastaban bromas, me felicitaban, me jaleaban. En verdad, no era menester que me dieran un empujón. Yo sé bien cuándo debo hacer una cosa, y tampoco iba a echarme atrás para ser objeto de la chacota consiguiente. Se daba por descontado que yo, como tantos otros, solo en la colonia, me las arreglaría de vez en cuando —fácil recurso— con alguna de estas indígenas que me rodeaban por acá; y es lo cierto que les tenía echado el ojo a dos o tres negritas de los alrededores con intención de, cualquiera de estos días en que el maldito clima no me tuviera demasiado deprimido… Pero ahora no se trataba de esas criaturas apáticas que contemplan a uno con lenta, indiferente mirada de cabra, sino de una real hembra y, además, gran señora, perfumada, ojos chispeantes. En fin, yo había visto acercárseme el turno con inquietud, con deseo, y ¿qué mejor oportunidad, y qué justificación hubiera tenido el no aprovecharla?
Estaba, pues, decidido, no hay que decirlo; y —lo que era muy natural— algo intranquilo, meditando mi plan de campaña, cuando ella misma vino a obviar los trámites al saludarme con amabilidad inusitada en ocasión de la Tómbola a beneficio de los Niños Indígenas Tuberculosos. Charlamos; se me quejó del aburrimiento a que se veía condenada en esta colonia horrible, de la insociabilidad de la gente («unos hurones, eso es lo que son ustedes todos»), y me invitó, en fin, a pasar por su casa «cualquier tarde; mañana mismo, si quiere», para tomar con ella una taza de té y ofrecerle en cambio un rato de conversación. «Bueno, le espero mañana, a las cinco», precisó al separarnos. Era, pues, cosa hecha; Smith Matías, con su risita y sus ojos miopes, me observaba desde lejos, y Bruno Salvador palmeó en mi hombro, impertinente, sus más cordiales felicitaciones. Era cosa hecha, y no voy a negar que me entró una rara fatiga en la boca del estómago, al mismo tiempo que un fuego alentador por todo el cuerpo. Aquella noche dormí mal; pero a la mañana siguiente amanecí muy dispuesto a no dejarme dominar por los nervios; en estos trances nada hay peor que los nervios; si uno se preocupa, está perdido.
Procuré durante el día mantener alejado cualquier pensamiento perturbador, y cuando, a las cinco en punto, llamé por fin a su puerta, salió ella a recibirme con la naturalidad más acogedora; para ella, todo parecía fácil. Le tendí la mano, y me tomó ambas, participándome que mi llegada era oportuna en grado sumo; pues la encontraba un día de, «no spleen, pobre de mí —regateó—, soy demasiado vulgar para eso», pero en un día negro, y ya no aguantaba más la soledad: hubiera querido ponerse a dar gritos. En lugar de ello, siguió charlando en forma bastante amena y voluble; y mientras lo hacía, me estudiaba a hurtadillas. Paso aquí por persona leída; era una coquetería confesárseme vulgar, a la vez que confiaba a spleen, la infeliz, el cuidado de desmentirla. Sonreí, me mostré atento a sus palabras. Y al mismo tiempo que preparaba mi respuesta, medía para mis adentros la tarea de desabrochar aquel vestido de colegiala, cerrado hasta el cuello con una interminable hilera de botones, que había tenido la ocurrencia de ponerse para recibirme. Sentado junto a ella, envuelto en su perfume, en sus miradas, me invadía ya esa sequedad de garganta y esa dejadez, ese temblor de las manos, esa emoción, en fin, cuyo exceso es precisamente, creo, causa principal de mis fracasos. Diríase que ella me leía el pensamiento, pues, un poco turbada, se llevó la mano a la garganta y sus dedos finísimos empezaron a juguetear con uno de los botones; quizás mi manera de mirar resultaba impertinente, y la azoraba. Yo ahora no sabía ya dónde poner la vista. Me sentí desanimado de repente, y casi deseoso de dar término, sea como fuere, a la aventura. Pero ella, al notar mi embarazo (hoy veo claras sus tácticas), apresuró el asunto abriendo demasiado pronto y de golpe el capítulo de las confidencias con una queja del mejor estilo retórico, pero a la que hubiera sido imposible calificar de discreta, por el abandono en que su marido la tenía, seguida de la pregunta: «¿Es que yo merezco esto?», cuya respuesta negativa era obvia. ¡Pues no otra resultaba ser, sin embargo, la triste realidad de su vida! Aquel hombre, no contento con el más desconsiderado alarde de egoísmo, por si fuera poco el tenerla tan olvidada y omisa, el obligarla a pasarse la existencia sola en este horrible agujero de la selva, todavía la privaba con avaricia inaudita (duro era tener que descender a tales detalles); la privaba, sí, hasta de esas pequeñas satisfacciones de la vanidad, el gusto o el capricho que toda mujer aprecia y que, en su caso, no serían sino mezquina compensación a su sacrificio.
Así, de uno en otro, depositó sobre mí tan pesado fardo de conyugales agravios, que pronto no supe qué hacer con ellos, sino asentir enfáticamente a sus juicios y poner cara de circunstancia. Arrebatada en su lastimero despecho, apoyó sobre mi rodilla una de sus lindas manos, a la vez que me disparaba nueva serie de preguntas (retóricas también, pues ¿qué respuesta hubiera podido darle yo?) acerca de lo injusto de su suerte; de modo que me creí en el caso de cogerle esa misma mano y encerrarla como un pájaro asustado entre las mías cuando, con toda vehemencia —y, en el fondo, no sin convicción— concedí lo bien fundado de sus alegatos.
Digámoslo de una vez, crudamente: sus tácticas triunfaron en toda la línea. Concertamos solemne pacto de amistad y alianza, cuya sanción, sin embargo, quedó aplazada para el siguiente día a la misma hora, en que debía cobrar plena efectividad al llevarle yo, como le llevé, una gran parte de mis ahorros. Por lo demás —también debo confesarlo—, ese dinero lo gasté en vano. Pero mía fue la culpa, que me obstino, a prueba de desengaños, en lo imposible, siempre de nuevo. Y es que ¡sería tan feliz yo si, una vez siquiera, sólo una, pudiera demostrarme a mí mismo que en esto no hay nada de definitivo ni de irreparable; que no es, como estoy seguro, sino una especia de inhibición nerviosa cuyas causas tampoco se me ocultan! Pero ¡pasemos adelante! La cosa no tiene remedio. Gasté en vano mi dinero, y eso es todo. De cualquier modo debo reconocer, aún hoy, que esta mujer, a la que tanto vilipendian, se portó conmigo de la manera más gentil, lo mismo durante aquella primera tarde que en la penosa entrevista del siguiente día, cuando el lujo de nuestras precauciones y la cuantía del obsequio que le entregué encerrado en discreta billetera de gamuza, sirvieron tan sólo para ponerme en ridículo y dejar al descubierto la vanidad de mis pretensiones galantes. Ni una palabra de impaciencia, ni una alusión burlesca, ni siquiera esas miradas reticentes que yo, escarmentado, me temía. Al contrario, recibió mis disculpas con talante tan comprensivo y le quitó importancia a la cosa en manera tan benévola y hasta diría tierna, que yo, conmovido, agitado, desvariando casi, le tomé los dedos de la mano con que me acariciaba, distraída, las sienes, y se los besé, húmedos como los tenía del sudor de mi frente. Más aún: viendo la asustada extrañeza de sus ojos al descubrir en los míos lágrimas, le abrí mi corazón y le revelé el motivo de mi gratitud; ella —le dije— acariciaba suavemente las sienes, donde otra, con ínfulas de gran dama, había implantado un par de hermosos cuernos tras de mucho aguijarme, zarandearme y torturarme a cuenta de mi desgracia, debilidad nerviosa, o lo que fuera. Esa expresión usé: «un par de hermosos cuernos»; y sólo después de haberla soltado me di cuenta de que también ella, según entonces creíamos, estaba engañando a su marido. Pero yo tenía perdido el control. Le conté todas mis tristes, mis grotescas peripecias conyugales, me desahogué. Nunca antes me había confiado a nadie, ni creo volver a hacerlo en el futuro. Aquello fue una confesión en toda regla, una confesión general, desde el noviazgo y boda (aún me da rabia recordar las bromas socarronas de mis comprovincianos sobre el braguetazo —sí, «braguetazo», ¡qué ironía!—) hasta que, corrido y rechiflado, me acogí por fin al exilio de este empleo que, para mayor ignominia, me consiguiera el fantasmón de mi suegro. Esta buena mujer, Rosa, me escuchó atenta y compadecida; procuró calmarme y —rasgo de gran delicadeza— me confió a su vez otra tanda de sus propias cuitas domésticas que, ahora lo comprendo, eran pura invención destinada a distraerme y darme consuelo. Y, sin embargo pienso—, ¿no habría algo de verdad, desfigurada si se quiere, en todo aquello? Pues el caso es que en esos momentos, cuando ya ella no esperaba nada de mí ni yo de ella, depuestas toda clase de astucias de parte y parte, conversamos largo rato con sosegada aunque amarga amistad, y su acento era, o parecía, sincero; estaba desarmada, estaba confiada y un tanto deprimida, tristona. Nos separamos con los mejores sentimientos recíprocos, y creo que, en lo sucesivo, fue siempre un placer para ambos cambiar un saludo o algunas palabritas.
Voy a referir aquí, abreviadas, las que Rosa me dijo entonces, pues ello importa más a nuestra historia que mis propias calamidades personales. En resumen —suprimo los ratimagos sentimentales y digresiones de todo género—, me describió a su marido —entiéndase: Robert— como un sujeto de sangre fría, para quien sólo el dinero existía en el mundo. Áspero como las rocas, taciturno, y siempre a lo suyo, vivir a su lado resultaba harto penoso para una mujer sensible. ¿Podría yo creer que esa especie de hurón jamás, jamás tuviera para ella una frase amable, una de esas frasecitas que no son nada, pero que tanto agradan a veces? Se sentaban a la mesa, y eran comidas silenciosas; inútil esforzarse por quebrar su actitud taciturna, aquel adusto y malhumorado laconismo, que tampoco acertaba ella a explicarse, pues, señor, ¿no estaba consiguiendo cuanto se proponía, y no marchaban todos sus planes a las mil maravillas? Por otro lado —éste era el otro lado de la cuestión, desde luego—, por otro lado, para más complicar las cosas, ahí estaba el pesado Ruiz Abarca, el inspector general, acosándola de un modo insensato… Como quien se dirige a un viejo amigo y consejero, me confió Rosa sus problemas. Verdad o mentira (las mujeres tienen siempre una reserva de lágrimas para abonar sus afirmaciones), me informó de que Abarca, con quien había incurrido en condescendencias de que ahora casi se arrepentía, estaba empeñado nada menos que en hacerle abandonar a Robert para huir con él a cualquier rincón del mundo, no le importaba dónde, a donde ella quisiera, y ser allí felices. «Por lo visto —explicó Rosa—, se le ha entrado en el cuerpo una pasión loca, o capricho, o lo que sea; el demonio del hombre es un torbellino, y si yo dijera media palabra se lanzaba conmigo a semejante aventura, que a saber cómo terminaría». Eso me contó, entre halagada y temerosa. Si supiera, la pobre, que este adorador y rendido suspirante la pone ahora como un guiñapo y no encuentra insultos lo bastante soeces para ensuciar su nombre… Pero a las mujeres les gusta creérselo cuando alguien se declara dispuesto a colocar el mundo a sus plantas; ella se lo había creído de Abarca. «Hacerle caso, ¿no sería estar tan loca como él?», se preguntaba, y quizá me preguntaba, con acento de perplejidad… Y lo cierto es que no daba la impresión de mentir. Ya el día antes, en ocasión de mi primera visita y, por supuesto, con un tono muy diferente, me había ofrecido pruebas del entusiasmo generoso del inspector general luciendo ante mis ojos el solitario brillante de una sortija, regalo suyo. «Imprudencia que me compromete», había comentado. Gracias a que el otro (es decir: Robert) prestaba tan escasa atención a sus cosas, que ni siquiera repararía, segura estaba, si se lo viese puesto. «Sé que hago mal —reconoció— aceptando galanteos y regalos, pero soy mujer, y necesito de tales homenajes; peor para el otro si me tiene abandonada», sonrió con un mohín que quería ser delicioso, pero que a mí, francamente, me pareció forzado y ¡sí! un poco repulsivo. En seguida había puntualizado, con la intención manifiesta de instruirme: «De todas maneras, es una imprudencia regalarle joyas a una mujer casada; yo misma sabré, llegado el caso, lo que hago con el dinero, y cómo puedo gastarlo discretamente». Por supuesto que tomé buena nota y procedí en consecuencia; pero cuando al otro día volvió a hablarme de Abarca y de sus requerimientos insensatos, ya lo mío estaba liquidado, ya no tenía ninguna admonición que hacerme y, en cambio, conducida por el espectáculo de mi propia miseria a un ánimo confidencial, se abandonó a divagaciones sobre cómo son los hombres, y conflictos que crean, sobre lo peliagudo que es decidirse a veces, en ciertas situaciones. «Se presentan ellos muy razonables, con su gran superioridad y todo parece de lo más sencillo; pero luego muestran lo que en el fondo son: son como niños, criaturas indefensas, caprichosas, tercas, irritantes, incomprensibles. Y la responsabilidad entera recae entonces sobre una. ¿Por qué no la dejan a una tranquila? ¡Qué necesidad, Señor, de complicarlo todo!» Recostada, algo ausente, hablaba como consigo misma, sin mirarme, sin dirigirse a mí; y yo, a su lado, observaba el parpadeo de su ojo izquierdo, un poquito cansado, con sus largas pestañas brillantes. Si su propósito había sido distraerme de mi congoja, lo consiguió. Un rasgo hermoso, un proceder digno, humano, que le agradeceré siempre, aun cuando hoy sepa cuánto puede haber contribuido a esa conducta la falta de interés en mi humilde personal.
Gasté, pues, mi dinero —el dinero que tenía reservado para comprar ese automóvil que tanto necesito (soy uno de los poquísimos socios del Country Club que todavía no lo tienen)—, me lo gasté en vano y, a pesar de todo, no me duele. Cuando menos, compré el derecho a figurar en la lista y en el banquete de despedida, y a pasar inadvertido, como uno de tantos, lo que no es poca cosa.
Al fin y al cabo, me parece ser el único en la colonia que puede pensar en Rosa sin despecho, y recordarla con simpatía.
IV
Sólo quien conozca o pueda imaginarse la vacuidad de nuestra vida aquí, los efectos de la atmósfera pesada, caliginosa y consuntiva del trópico sobre sujetos que ya, cada cual con su historia a cuestas, habíamos llegado al África un tanto desequilibrados, comprenderá el marasmo en que nos hundió la desaparición del objeto que por un año entero había prestado interés a nuestra existencia. Durante ese tiempo, nuestro interés había ido creciendo hasta un punto de excitación que culminaría con el banquete célebre. Pero vino el banquete, estalló la bomba, y luego, nada; al otro día, nada, silencio. Muchos no pudieron soportarlo, y comenzaron a maquinar sandeces. Es cierto que, al esfumarse, la dichosa pareja nos dejaba agitados por demás, desconcertados, descentrados, desnivelados, defraudados, desfalcados. Y así, tras haber derrochado su dinero, muchos se pusieron a derrochar ahora caudal de invectivas, y a devanarse los sesos sobre el paradero de los fugitivos. Pero discutir conjeturas no da para mucho, y los insultos, cuanto más contundentes, antes pierden su efecto si caen en el vacío. Así, al hacerse ya tedioso el tema de puro repetido, Abarca cerró un día el debate a su modo, y le puso grosera rúbrica repitiendo aquel gesto memorable con que ella había rechazado la noche del banquete su insolencia de borracho. «¡Bueno, para ella! —exclamó, furiosamente erguida la diestra mano—. Y ahora señores, a otra cosa». Fue como una consigna. Salvo alguna de otra recurrente alusión, cesó en nuestro grupo de mencionarse el asunto.
Mas, no hay duda: a la manera de esos enfermos que sólo abandonan una obsesión para desplegar otro síntoma sin ninguna relación aparente, pero que en el fondo representa su exacta equivalencia, los muchos disparates que por todas partes brotaron, como hongos tras la lluvia, eran secuela suya, y testimonio de la turbación en que había quedado la colonia.
También correspondió al inefable Ruiz Abarca la iniciativa en la más famosa de cuantas farsas y pantomimas se desplegaron por entonces. Abarca es, en verdad, un tipo extraordinario: lo reconozco, aunque yo no pueda tragarlo; a mí, los bárbaros me revientan. Siempre tiene él que estar en actividad, de un modo u otro, y nunca para desempeñar un papel demasiado airoso. Esta vez la cosa era hasta repugnante. Existe por acá la creencia, cuyo posible fundamento ignoro, de que para ciertas festividades que, poco más o menos, coinciden con nuestras Navidades, acostumbran los indígenas sacrificar y asar un mono, consumiéndolo con solemne fruición. Los sabedores afirman, muy importantes, que eso es un vestigio de antropofagia, y que estos pobres negros devoraban carne humana antes de fundarse la colonia; actualmente se reducían, por temor, a esos supuestos banquetes rituales que, a decir verdad, nadie había presenciado, pero de los que volvía a hablarse cada año hacia las mismas fechas, con aportación a veces de testimonios indirectos o de indicios tales como haberse encontrado huesos mondos y chupados, «parecidos a los de niño, que no pueden confundirse ni con los de un conejo ni con los del lechón». También pertenecía a la leyenda el aserto siguiente: que un solo blanco, Martín, conocía de veras los repugnantes festines y participaba en ellos. Se contaba que en cierta oportunidad, sin prevenirlo, le habían dado a probar del insólito asado, y como hallara sabrosa la carne, le aclararon su procedencia; él, sin dejar de balancearse en la hamaca, había seguido mordisqueando con aire reflexivo la presa, y de este modo ingresó, casi de rondón, en la cofradía. Al infeliz Martín le colgaban siempre todas las extravagancias; era su sino… Pues bien, este año salió a relucir, como todos, la consabida patraña, y a propósito de ella se repitieron los cuentos habituales; unos, dramáticos: la desaparición de una criatura de cinco años que cierto marinero tuvo la imprudencia de traerse consigo; y otros, divertidos: el obsequio que al primer gobernador de la colonia, hace ya muchísimos años, le ofreció el reyezuelo negro, presentándole ingenuamente un mono al horno, cruzados los brazos sobre el pecho como niño en sarcófago. Volvieron a oírse las opiniones sesudas: que toda esta alharaca no era sino prejuicios, pues bien comemos sin extrañeza de nadie animales mucho más inmundos, ranas, caracoles, los propios cerdos, etc.; se discutió, se celebraron las salidas ingeniosas de siempre, se rieron los mismos chistes necios. Y fue en el curso de una de tales conversaciones cuando surgió la famosa apuesta entre el inspector Abarca y el secretario de Gobierno sobre si aquél sería capaz o no de comer carne de mono.
Abarca, más bebido de lo justo, según costumbre, se obstina en sostener que no hay motivo para hacerle ascos al mono cuando se come cerdo y gallina, animales nutridos de las peores basuras; cuando hay quienes se pirran por comer tortugas, calamares, anguilas, y quienes sostienen muy serios que no existe carne tan delicada como la de rata. ¿Por qué aceptar cabrito u oveja, y rechazar al perro? Los indios cebaban perros igual que nosotros cebamos lechones… Y al argumentarle uno con el parentesco más estrecho entre el hombre y el simio, él, con los ojos saltones de rabia cómica, arguyó: «Ahí, ahí le duele. Lo que pasa es que a todos nos gustaría probar la carne humana, y no nos atrevemos. Por eso tantas historias y tanta pamplina con la cuestión de los macacos.» «Usted, entonces —le preguntó el secretario de Gobierno—, ¿sería capaz de meterle el diente a un macaco?» «¿Por qué no? Si, señor.» «¡Qué va!» «Le digo que sí, señor.» «Eso habría que verlo.» «¿Qué se apuesta?»
Resultó claro que Ruiz Abarca, no obstante su estado, se las había arreglado para, con mucha maña, llevar de la nariz al secretario de Gobierno a cruzar con él una apuesta absurdamente alta; tanto que, luego, en frío, al darse cuenta del disparate (pues, ¿cuándo iba a cobrarle a Abarca, si ganaba?; y si perdía…), quiso el hombre volverse atrás. Pero ya era demasiado tarde. Al otro día, tanteó: «Bueno, amigo Abarca, no piense que le voy a tomar la palabra con lo de anoche; quédese en broma», con el único resultado de reforzar todavía la apuesta y establecer la fecha y demás condiciones, para regocijo del ilustre senado, cuya expectación había aprovechado el inspector a fin de picar y forzar a su contrincante. Abarca es, desde luego, un tipo brutal, pero no tiene pelo de tonto; y esta maniobra le salió de mano maestra. Por lo pronto, sugirió un plazo prudencialmente largo de modo que tuviera tiempo de crecer y cuajar la curiosidad de la colonia entera ante la perspectiva del acto sacramental en que el señor inspector general de Administración se engullera, en la cantina de Mario y en presencia de todos nosotros, medio mono asado, pues en esto consistía la condición: había de cenarse medio monito, excluida, eso sí, la cabeza; lo cual, entiéndase, no supone cantidad excesiva de carne; estos macacos de por acá son chiquitines y muy peludos; una vez desollados, abultarán quizá menos que una liebre. Mientras corría el plazo, la cantina se convirtió casi en el centro de la moda, y el cantinero, que durante este tiempo hizo su agosto, en una especie de héroe vicario, de quien se solicitaban detalles buscándole la cara. «Oye, Mario, ¿cómo van los preparativos? No le servirás al señor inspector un vejestorio de huesos duros…» O bien: «Pero, dime, en el mercado no se venden monos. ¿Cómo te va a conseguir la carne?» «Él se subirá a los árboles para cazarlo, ¿verdad, Mario?» «Quién sabe si no se pone de moda ese plato.» «Y tú, como buen cocinero, tendrás que probar el guiso…» A él, halagado, personajísimo, se le perdían de gusto los ojos menuditos con reticente sorna.
La cantina comenzó a funcionar pronto a manera de bolsa donde se concretaban las apuestas; hasta llegó a publicarse allí, sobre una pizarra ad hoc, la cotización del día. El apostar es (lo ha sido siempre) una de las pasiones y mayores entretenimientos de esta colonia; y, alrededor de la apuesta inicial entre Abarca y su ilustre antagonista, se tejió en seguida una red cada vez más tupida de otras apuestas secundarias a favor de uno y otro; se formaron partidos, claro está, y tampoco faltaron discusiones, broncas, bofetadas. Aquélla había pasado a ser ahora la gran cuestión pública, el magno debate, y hasta parecía olvidado por completo el asunto de los esposos Robert. No es de extrañar, pues, que Mario, el Cantinero, individuo vivo si los hay, oliéndose el negocio, organizara en su propio beneficio el control de las apuestas y se hiciera banquero de aquella especie de timba por cuya momentánea atracción quedaron desiertas incluso las habituales mesas del Country Club. De dónde sacó dinero efectivo para hacer frente a las diferencias de cotización, o cómo salió adelante, es cosa que nadie sabe; había oscilaciones temerosas, verdaderos vuelcos, provocados en gran parte —hay que decirlo—, o acicateados por la intervención de Toñito Azucena desde la radio. Manejado el tema en el tono semihumorístico y pintoresco de su amena «Charla social del mediodía», actuaba sobre la impresionante atmósfera de la colonia, e inclinaba las preferencias públicas ya en un sentido, ya en otro. Era aquél, desde luego, un modo escandaloso de influir sobre las apuestas, y había quien afirmaba no comprender cómo se consentían maniobras tales. Otros contaban maliciosamente que el secretario de Gobierno habla sugerido al gobernador la conveniencia de poner fin, de una vez por todas, al asunto, prohibiendo las apuestas que él mismo —era cierto, lo reconocía, no le dolían prendas— habla tenido la imprudencia de contribuir a desencadenar. Y llegaba a referirse, como si alguien hubiera podido presenciar la escena, que su excelencia sonrió tras de su barba y dijo: «Veremos», sin adoptar providencia alguna.
Así corrieron los días y llegó por fin el fijado para ventilar la apuesta. El rumor de que Abarca abandonaba el campo y se rajaba, sensación primera de aquella agitadísima jornada, no tuvo origen, sin embargo, en la emisión de Torio, ni llegó a oídos de la gente a través del éter. Parece más bien que la locuacidad de alguna sirvienta dejó trascender el dato de que nuestro hombre había comenzado a sentirse indispuesto la noche antes, con dolores de estómago y ansias de vomitar. Sonsacado el ordenanza de su despacho oficial, confirmó hacia el mediodía que, en efecto, el señor inspector general se había entrado al retrete no menos de tres veces en el curso de la mañana, y que presentaba mal semblante, más aún: que había pedido una taza de té. Fácil es imaginarse la ola de pánico suscitada por la difusión de estas noticias, y cómo se fueron por los suelos sus acciones. Ya desde primera hora de la tarde se ofrecían a cualquier precio los boletos a favor suyo, y al cerrarse las apuestas aquello resultó una verdadera catástrofe, presidida y apenas contenida por la flema de Mario, cuyos blancos y gordos brazos desnudos, se movían sin cesar tras de la caja registradora sin que se mostrara en su persona otro signo de emoción que cierta palidez de las mejillas bajo los rosetones encarnados. Atareado, taciturno e indiferente, hacía los preparativos para el acto de la cena, sin que Abarca hubiera dado en toda la tarde señales de existencia.
Ya sólo faltaba media hora, y los dependientes de la cantina, medio atontados, no daban abasto despachándoles bebidas a los curiosos que entraban para echar una miradita a la mesa, aparejada en un rincón de gran sala-comedor con su buen juego de cubiertos y un florero donde —¿alusión pícara del cantinero?— lucía una solitaria rosa escarlata sobre la blancura del mantel. Estaba dispuesto que al acto mismo de la cena sólo pudieran asistir los testigos de la apuesta, senado que integrábamos los socios del Country en representación de la colonia entera, interesada en el lance. Una espesa multitud, apiñada en la plaza, frente a las puertas de la cantina, señaló con un repentino silencio, seguido de rumores, la llegada de Abarca, que, muy orondo y diligente, conducía su automóvil despacito por entre el gentío, sin muestra alguna de dolencia ni de vacilación. ¡A cuántos que, todavía la víspera, anhelaban su triunfo no se les vino ahora el alma a los pies viendo el aire fanfarrón con que acudía al campo del honor, y maldecían el haberse dejado arrastrar del pánico!
El secretario de Gobierno tomaba unas copas, a la espera de su contrincante; y al verle entrar se levantó, un podo demudado, para acudir a saludarlo caballerescamente. Los demás, nos agrupamos todos alrededor de ambos. Abarca sonreía con aire satisfecho, como quien quiere dar la sensación de perfecto aplomo. «¿Qué hay, Mario? ¿Cómo va ese asado?», le gritó al cantinero con su voz estentórea. Y éste, confianzudo: «Se va a chupar los dedos», le prometió desde dentro.
Es una tontería, y parecerá increíble, pero había emoción pura, por el juego mismo, independiente de las consecuencias crematísticas que su resultado tendría para cada cual. Sentose Abarca a la mesa, apartó el florero, se sirvió un vaso de whisky, y de un trago lo hizo desaparecer. Desde luego, se veía ya que iba a ganar la apuesta; la sonrisa forzada del secretario de Gobierno lo estaba proclamando sin lugar a dudas.
«¿Le traigo algunos entremeses para hacer boca?», preguntó Mario acercándose a la mesa de Abarca. El cantinero se había aseado; ostentaba impecable chaqueta blanca. «No, no —le ordenó el inspector general—. Tengo mucho apetito. Entremos por el plato fuerte; venga el asado». Se hizo un silencio tal, que hubiera podido oírse el vuelo de una mosca. Y Mario, que había hecho mutis tras una reverencia, reapareció en seguida portando con gran pompa e importante contoneo una batea, que presentó primero a la concurrencia y luego puso bajo las narices de Abarca. Descansando entre zanahorias, papas bien doradas y cebollitas, yacía ahí el macaco asado. «Miren cómo se ríe con sus dientecillos —comentó Abarca—. ¡Hola, amiguito! ¿Estás contento? Pues ahora venís tú cómo papá no te hace ascos». Y esgrimió, ante la general expectación, tenedor y cuchillo. Pero en el mismo instante Mario sustrajo la batea. «Déjeme que yo se lo trinche», decidió perentorio, autorizado, inapelable; y se la llevó a la cocina para volver al poco rato con un plato servido, en el que varias presas de carne se amontonaban con zanahorias, cebollas y papas.
Nadie supo cómo protestar, aunque en muchas miradas se leía el descontento. Y luego, más tarde, en los días subsiguientes, tampoco lograron ponerse de acuerdo las opiniones sobre si había mediado fraude o no. La razón más poderosa que se aducía para suponer que no hubo escamoteo y que la carne consumida por el inspector fue, en verdad, la del mono, era ésta: que, siendo Abarca dueño de sus actos, bien hubiera podido embolsar de cualquier manera bastante dinero, si acaso no quería comerse el mono, por el sencillo procedimiento de apostar secretamente contra sí mismo, y darse por vencido a última hora, y perder la apuesta, pero ganar con la especulación a favor de su contrincante. Caímos —demasiado tarde— en la cuenta de que aquel bruto, a tuertas o derechas, nos había metido el dedo en la boca, y se había metido él en los bolsillos, a mansalva, una cantidad sobre cuyo monto se hacían diversos cálculos, pero que, de cualquier modo, debía de ser muy considerable. Se daba por cierto que en la dolosa maniobra había tenido por cómplice a Toñito Azucena y, según costumbre, no faltaba quien hiciera insinuaciones acerca del propio gobernador.
Aunque no hace a la historia, quiero referir el final —disparatado y sorpresivo— de aquella sensacional jornada. A pesar de todas las consignas, el gentío de afuera consiguió forzar la puerta e irrumpir en la cantina, cuando a alguien, no sé bien, se le había ocurrido la argucia y estaba proponiendo —tal vez como recurso de habeas corpus para requerir de nuevo la presencia del asado ante el tribunal de la apuesta— que la mitad restante del mono se le llevara en obsequio a Martín, de quien era fama apreciaba mucho el estrambótico manjar; y la propuesta, aclamada por la plebe, fue consentida por el senado. Mario, tras un instante de vacilación, se retiró, presuroso, a la cocina y no tardó mucho en volver a salir con una fuente donde se ostentaban algunos miembros y la cabeza del zarandeado animal. Fue el payaso de Bruno Salvador, que, por supuesto, estuvo maniobrando hasta alcanzar la primera fila, quien se apoderó entonces de la fuente y encabezó la turbulenta procesión hacia la vivienda del viejo Martín, allá en el límite del negrerío. Nadie se esperaba lo que ahí íbamos a encontrarnos. El pobre Martín estaba tendido entre cuatro velas, muy respetable con su barba blanca, cruzadas las manos sobre el vientre, en el piso de la cocina. Había muerto aquella sieta, y un enjambre de muchachos admiraba por las ventanas el imponente cadáver. De los restos del asado, no sé qué se hizo en medio de la batahola.
V
Igual que algunas otras insensateces de aquellos días, el episodio de la puesta —ya lo señalé— podía interpretarse como desahogo colectivo y válvula de escape al quedar clausurado, taponado, diríamos, y sin perspectivas de nuevo desarrollo el asunto el pseudomatrimonio Robert, que por tantos meses había sido obsesión de la colonia. Pronto pudo comprobarse, sin embargo, que la relación entre una cosa y otra no era de especie tan sutil, sino bastante más directa. Cuando Ruiz Abarca solicitó y obtuvo licencia para viajar a Europa, y tomó el avión sin apenas despedirse de nadie, ya todo el mundo sabía que marchaba en pos de Rosa, la apócrifa señora del director de Embarques. Y que para eso, precisamente, para irse a buscarla, había urdido, con entera premeditación, la trama que lo proveería de fondos y que, en efecto, debió de proporcionarle un dineral: pues lo necesitaba; no podía privarse de aquella mujer. Por consiguiente, el viaje de Abarca volvió a poner sobre el tapete la cuestión que —demasiado pronto— habíamos dado por conclusa.
No mucho después de ventilarse la famosa apuesta, compareció Smith Matías una mañana en la cantina, donde estábamos unos cuantos refrescándonos con jugos de piña, y derramó sobre nuestras cabezas la noticia del permiso recién obtenido por el inspector general, quien, además y por si fuera parva la suma cosechada a costa de la estupidez humana —completó el faraute— acababa de malvenderle su automóvil al comisario de la Vivienda Popular, a la vez que —para colmo— levantaba en Contaduría un anticipo de seis mensualidades sobre sus emolumentos. Smith Matías se mostraba escandalizado: jamás antes habían sido autorizados préstamos semejantes, y menos a un tipo —dijo— que se ausentaba de la colonia, probablemente con ánimo de no volver más. «Eso, no; volver, vuelve», supuso, guiñando el ojo, Bruno Salvador. «Son muy sabrosos los gajes de la Inspección», corroboró otro. Y yo, por decir algo, aventuré: «Pues ¡quién sabe!» «No vuelve —aseguró entonces, rotundo, Smith (este diálogo, lo recuerdo muy bien, era mi primera noticia del nuevo curso de los acontecimientos o, mejor, de la nueva faz que mostraba el asunto)—. No vuelve —repitió, reflexivo—, a menos que…» «Que ¿qué? No se haga el enigmático, hombre», le exhorté yo con alguna impaciencia, pues es lo cierto que había conseguido tenernos pendientes de sus labios. Él sonrió: que no sabía nada de fijo. Y acto seguido, mediante innecesarias perífrasis, lanzó a la circulación la especie de que Abarca iba decidido a encontrar a Rosa aun debajo de la tierra, y a apropiársela a cualquier precio, así tuviera que acuñar moneda falsa para conseguirlo. Por lo visto, después que ella desapareció haciéndole un corte de mangas, se le había metido eso al hombre entre ceja y ceja; cuestión de amor propio, sin duda, pues la escena del banquete lo tenía humillado, y no podía digerirla. Para desquite, se proponía traer ahora a la Damisela Encantadora, y exhibirla ante nosotros, atada con cadenas de oro a su carro triunfal.
Mientras así adornaba, interpretaba y desplegaba Smith Matías la noticia de que era dueño, Bruno Salvador había compuesto en su rostro la expresión socarrona propia de quien sonríe por estar mejor enterado, hasta que, habiéndolo notado el otro, le interpeló con aspereza:
«¿Acaso no era cierto?»; y Bruno, que no aguardaba más, emitió entonces una estupenda versión personal de los hechos, versión que —seguro estoy, pues le conozco el genio— acababa de ocurrírsele en aquel momento mismo. «Cierto es —sentenció— que va en busca de la pendeja; pero no por cuenta propia»; se quedó callado: punto. «¿No por cuenta propia?»; repitió, todavía agresivo, aunque algo perplejo, Smith Matías. Todos habíamos percibido de inmediato a dónde apuntaba la insinuación; y quizá lo que más mortificaba a Matías es no haber pensado antes él en hipótesis tan bonita. «Pues ¿por cuenta de quién, si no? Dilo.» Bruno se demoró en contestar. Dominaba por instinto el arte histriónico de las pausas, suspenso y demás trucos y zarandajas. Luego, el muy mamarracho, no sé cómo se las compuso para fraguar con los pellejos de su cara un gesto que reproducía la expresión, que retrataba inconfundiblemente a nuestra primera autoridad. Esa fue su respuesta. Rompimos a reír todos —incluso Smith Matías tuvo que reírse de mala gana—, mientras él, solemne, rígido, continuaba imitando con los dedos abiertos la barba en abanico de su excelencia. Bruno Salvador es un verdadero payaso; y su hipótesis, por supuesto, descabellada. Yo exclamé: «Qué disparate!», y Smith Matías me agradeció en su fuero interno no haber dado crédito a la versión de su compinche. Pero éste, que se había entusiasmado con su propia ocurrencia, empezó a defenderla por todos los medios, desde el argumento de autoridad («Lo sé de buena tinta; si yo pudiera hablar…») hasta razones de verosimilitud montadas sobre la supuesta salacidad del viejo farsante, «que, con toda su prosopopeya, es el tío un buen garañón…» «Un buen bujarrón es lo que es», reventó de improvisto a espaldas nuestras la voz destemplada del cantinero, quien, acodado en su mostrador, había estado escuchando sin decir palabra. Ahora, de repente, va y suelta eso, y se mete para dentro de muy mal talante, dejándonos pasmados. ¡Cualquiera sabe lo que puede cocerse en un meollo así!
Y de este modo fue como yo supe que Abarca levantaba el vuelo en pos de nuestra ninfa. La noticia me sacudió hondo. Se me vino a la memoria en seguida algo que, en forma vaga, envuelta y sibilina, me había dicho el finado Martín poco antes de su repentina muerte, y a lo que yo entonces no presté mucha atención (era el momento sobresaliente de la apuesta), pero que ahora, al unirse con todo lo demás, se coloreaba y adquiría relieve. Era, repito, en los días culminantes de la apuesta, y todos los ojos estaban fijos en Abarca. Cierta noche, en que el calor no me dejaba pegar los míos, tras mucho revolverme en la cama vacilando entre el sofoco del mosquitero y la trompetilla irritante de los mosquitos, decidí por fin huir, echarme a la calle y encaminarme al puerto en busca de alguna brisa que calmara mis nervios. Por inercia, emprendí, sin embargo, la ruta acostumbrada, y en seguida (¡qué fastidio!) me encontré metido en las callejas malolientes, entre las sórdidas barracas de los negros, cargadas de resuellos. Apresuré, pues, el paso hacia más despejados parajes, y pronto me hallé en la «frontera», ante la terracita de Martín, donde, a aquellas horas, con sorpresa y disgusto, encontré a Martín mismo chupando como siempre la sempiterna pipa. Mis «buenas noches» resonaron en la oscuridad; le expliqué cómo el calor no me dejaba conciliar el sueño; aunque ya veía yo que no era a mí solo… Él sonrió; la luna fingía —o quizás, simplemente, iluminaba— en su cara una alegre mueca maliciosa. ¡Pobre Martín! Hablamos de todo un poco, no recuerdo bien, diciendo unas cosas y pensando en otras diferentes. ¿A propósito de qué deslizó él sus curiosas apreciaciones relativas al inspector general, esas frases que ahora, cuando ya la boca que las pronunció está atascada de tierra, venían a cobrar significado? Lo peor es que no consigo reconstruirlas por completo. Fue como si hubiera querido dar a entender que Abarca estaba embrujado por las artes de nuestra encantadora Rosa. «Mientras ella está lejos, y la gente duerme, y nosotros charlamos aquí, él —dijo— derrama en su escondite lágrimas de fuego», Y, en otro momento, afirmó: «Tendremos boda». Esta última frase se me quedó grabada, por absurda. Y también dijo que nos faltaba, aquí en la colonia, una reina o especie de cacica blanca, para consolar, defender y salvar a los infelices indígenas; algo así dijo también. No hice caso ninguno a sus chifladuras, pobre Martín. A él nadie iba a salvarlo: no comería ya el pastel de ninguna boda, ni probaría siquiera el asado de la apuesta. Aun su resultado iba a quedarse con las ganas de saberlo: pocos días después, estaba ya él comiendo tierra, y dispersa como puñado de moscas su patulea de chiquillos. Pero ¿cómo iba uno a imaginarse en aquel momento que ya no volvería a ver más en vida al bueno de Martín?… Apenas había prestado atención yo a lo que me decía; me desprendí de él, seguí adelante y, pronto, otro curioso encuentro me hizo olvidarlo por completo. Daba ya vuelta a la plaza desierta cuando, en aquel silencio tan grande, oigo de improviso ruido de unos goznes, y me detengo a mirar: era la cantina de Mario, que se abría para dar salida a alguien. ¿Quién, a tales horas? Desde el ángulo de sombra en que yo estaba, veo surgir por el resquicio de la puerta entreabierta una figura que, a la luna, reconocí de inmediato: era Toño Azucena; Toño riendo en falsete, con palabras confusas, mientras que a su espalda el cantinero —visto y no visto— encajaba otra vez, despacito, la puerta. Aquello me intrigó. En la manera caprichosa, imprecisa y casi espectral propia del insomnio, me puse a darle vueltas; y ya no me acordé más de las frases, también insensatas, dichas por Martín, hasta que, ahora, las novedades sobre Ruiz Abarca vinieron a descubrirme algún sentido en ellas. Pero ahora, a duras penas lograba juntar y reconstruir sus fragmentos.
Me maravillo de cómo el vejete, sin moverse nunca de su hamaca, así siempre, podía saberlo todo. Parecía que adivinara, o que los ojos y oídos de los sirvientes hubieran estado espiando a la colonia para tenerlo a él bien al tanto. ¿Sabría lo mío también? Bueno, ya él está bajo tierra. Por lo demás, sería absurdo suponerle virtudes sobrehumanas. Pero, de cualquier manera, no dejaba de resultar asombroso que ¡ya entonces!, cuando nadie pensaba en ligar la apuesta del inspector general con el caso Robert, predijera con tanta certidumbre: «Tendremos boda». Más tarde se supo que Ruiz Abarca, hombre prepotente y astuto, sí, pero al mismo tiempo incapaz de refrenar sus impulsos, se había sincerado ante un grupito de sus íntimos, o quienes podían pasar por tales, y, para cohonestar sus intenciones curándose en salud, había dado a conocer, con el tono del que habla ex abundantia cordis, su propósito de demostrarle al mundo y demostrarle a ella —ella, naturalmente, era Rosa—que nadie se le resistía a él ni podía impedirle que se saliera con la suya. «Soy testarudo —parece que había proclamado, entre otros alardes y bravatas—, y no va a arredrarme dificultad ni convencionalismo alguno, así tuviera que suscribir un contrato de matrimonio; me río de formalidades, de papeluchos y demás pamemas», había deslizado entonces, disfrazando de ruda franqueza su cálculo. Si no se casaba, pues, con nuestra común amiga, no sería por falta de arrestos. Se ve que estaba muy resuelto a hacerlo; y quizá fuera verdad lo de las proposiciones, instancias y súplicas con que —según ella me confió en su ocasión— la asediaba; por lo visto, era verdad.
VI
No se casó, sencillamente, porque, cuando vino a dar con ella, la encontró casada ya.
Contra los pronósticos de quienes no creían que el inspector general se reintegrara a su puesto, Ruiz Abarca ha regresado; llegó esta mañana a la colonia. Muchos se sorprendieron al divisar su pesado corpachón sobre la cubierta del Victoria II que entraba en puerto, y la noticia corrió en seguida hasta difundirse por todas partes, antes aún de que hubiera podido desembarcar. Fácil es figurarse la impaciencia con que aguardábamos su aparición en la terraza del Country Club. Como es natural, para nosotros han sido las primicias.
En el tono ligero de quien ocasionalmente, al relatar otros detalles de su viaje, trae a colación un episodio curioso, nos refirió —«¡Hombre, por cierto!»— que había tenido la humorada de averiguar el paradero del falso matrimonio Robert, «pues, como ustedes saben —puntualizó con repentina gravedad—, tenía cuentas que ajustarle a la famosa pareja. Pero, señores —e intercaló aquí una risotada fría—, mis cuentas personales, así como las de todos ustedes, están saldadas; se lo comunico para general satisfacción». Hizo una pausa y luego reflexionó, sardónico: «¡Lo que es la conciencia, caballeros! En el fondo, era un hombre de honor, y lo ha demostrado. ¿Saben ustedes que nuestro apreciado director de Expediciones y Embarques, el ilustre señor Robert, se ha endosado los cuernos que nos tenía vendidos, al contraer a posteriori justas nupcias con la honorable señora doña Rosa Garner, hoy su legítima y fiel esposa?… Su conducta —explicó— es comparable a la de quien expide un cheque sin fondos para luego acudir al Banco y apresurarse a hacer la provisión. Lo hemos calumniado, fuimos precipitados y temerarios en nuestros juicios; pues con este casamiento ha demostrado a última hora ser una persona decente e incapaz de defraudar al prójimo».
Hizo otros chistes, convidó a todo el mundo con insistencia, bebió como un bárbaro; repartió a los mozos del Club montones de dinero, y no ha parado hasta que, borracho como una cuba, cayó roncando sobre un diván. Allí sigue, todavía.
FIN