Griselda

Ilustrador: Santiago Caruso

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La muchacha rubia se detuvo unos instantes, indecisa, frente a la puerta entornada, pero se decidió por fin a entrar. No dejó de extrañarle el total abandono del jardín, donde apenas se podía caminar por la maleza que todo lo invadía, hasta el sendero que llevaba hacia la casa, que se veía al fondo entre los altos árboles. Las plantas crecían desordenadamente: sin duda hacía tiempo que no habían sido podadas. El sol de las cuatro de la tarde era abrasador, deslumbrante, y la muchacha tenía que colocarse las manos a modo de visera para poder caminar. Un pájaro que voló a su paso la hizo sobresaltarse, y el suéter negro se quedó prendido entre las ramas espinosas de un rosal de Castilla. Lo desprendió con todo cuidado para no romperlo y resolvió llevarlo sobre el brazo. Se sentía nerviosa por haber penetrado en esa finca de una manera tan incorrecta; pero no había resistido la tentación de conocer la vieja residencia que ella siempre veía cerrada y probablemente sola, cuando pasaba en su diaria caminata hacia el correo de San Jerónimo. Esa, si se la podía llamar pequeña aventura, era algo por lo menos novedoso. Algo que rompía aunque fuera por breves instantes la monotonía de su existencia, reducida a oír las eternas lamentaciones de su madre. En eso pensaba la muchacha rubia cuando llegó hasta la orilla de una alberca que las plantas y los árboles ocultaban. Una mujer vestida también de negro se encontraba sentada en una banca bajo la sombra de un álamo. Al descubrirla, la muchacha pensó regresarse; pero la mujer ya se había percatado de su presencia, a causa de la ruidosa hojarasca.

—Perdone usted, señora, que haya entrado así, pero no resistí la curiosidad de conocer esta finca, que siempre me ha intrigado por su soledad.

—Desde hace años está abandonada, yo soy la única que viene de vez en cuando pero, no se vaya, quédese un momento a platicar; por favor, siéntese usted.

La joven titubeó y quiso inventar alguna disculpa: «sería bastante descortés no aceptar, después de haber entrado así…», y se sentó en el extremo de la banca.

—Me llamo Griselda —dijo por toda presentación la mujer que usaba unas gruesas gafas oscuras.

—Yo, Martha —correspondió la muchacha, y comenzó a observarla de reojo. Debía tener cincuenta años o más. El cabello canoso conservaba aún algunos mechones negros. No usaba maquillaje y las gafas impedían apreciar bien sus facciones. Sin embargo, se podía advertir que aún era una mujer guapa, una mujer que debió ser muy hermosa.

—Uno siempre vuelve al sitio de sus recuerdos —⁠dijo Griselda, como si tratara de explicar su presencia en aquella finca abandonada.

—Es verdad —contestó Martha—. Nosotros, es decir mi madre, se empeña en buscar los recuerdos de papá. Él murió hace poco tiempo.

—Cuánto lo lamento.

—Mi madre está inconsolable y quiso que nos viniéramos una temporada aquí, en donde pasábamos siempre las vacaciones y que a papá tanto le gustaba. Pero, más que otra cosa, yo sé que mamá quiere estar lejos de la ciudad y de todos. Usted sabe, yo a veces temo que ella…

—Sí, es duro y muy difícil resignarse a esas pérdidas, yo lo sé.

—Yo también he sentido mucho a papá, pero…, yo tengo esperanzas, proyectos, planes, en cambio, ella…

—Se termina todo para siempre, no queda nada ni nadie. Yo también perdí a mi marido.

Martha no supo de pronto qué decirle, conmovida por aquel tono de voz estremecido, y la desolación total que las palabras revelaban. Recordó la noche cuando su prima telefoneó para avisarle que Ricardo había muerto en Nueva York. Todo se había detenido en aquel instante, como si el tiempo y la vida misma se pararan de golpe. Se había quedado anonadada, sin saber qué hacer, qué pensar… Reparó entonces en el largo silencio en que había caído y trató de disculparse:

—Mi primer novio murió, murió repentinamente. Nos conocíamos desde niños y fue un golpe terrible.

—También él murió cuando yo menos lo hubiera creído. Era aún bastante joven, y nos queríamos de una manera tan…

—¿Fue hace mucho tiempo?

Griselda no la oyó. Se había quedado ensimisinada.

—Le voy a mostrar su retrato —⁠dijo de pronto, como si volviera de muy lejos, y se quitó con manos temblorosas un medallón.

Al abrirlo, Martha encontró dos miniaturas notablemente logradas. El retrato de un hombre y el de Griselda. Los dos eran jóvenes y hermosos; sobre todo ella, con enormes ojos de un extraño color, azul, gris, verde. Un color increíble de humo verde azul. El cabello oscuro le caía sobre los hombros enmarcando un óvalo perfecto, y los extraordinarios ojos que Martha no podía dejar de admirar.

—Una bella pareja, y las copias muy fieles —⁠y sintió que algo, por dentro, le dolía al contemplar a la mujer de ahora.

—Él fue muy guapo. Tanto, que las mujeres se volvían en la calle para mirarlo.

—Y usted también, señora, y qué ojos más increíbles los suyos, con un color como no he visto otros —⁠dijo Martha al regresarle el medallón.

—A él también le encantaban.

—¿Fue hace mucho tiempo? —y al terminar la pregunta Martha reparó que era la segunda vez que la hacía.

—Sí, hace años. Estábamos aquí en esta finca, a donde veníamos a pasar el verano. Entonces había muy pocas residencias y no existía carretera; se sentía uno en pleno campo, lejos de la ciudad.

—Así me siento yo ahora, desconectada por completo de mis amigos y de mis actividades; en un aislamiento que me deprime terriblemente.

—Yo fui muy dichosa en este lugar, nunca lo olvidaré…

—En cambio para mí ha sido una verdadera tortura, sin tener qué hacer ni adónde ir; oyendo todo el día las constantes lamentaciones de mamá, o mirándola llorar sin consuelo. Hay veces que no soporto más, y me desespera no poder hacer nada, nada… Por eso salgo por las tardes, aprovechando que ella duerme un poco después de comer y son las únicas horas en que descansa, porque pasa toda la noche en vela, recorriendo la casa entre sollozos. Cuando salgo voy al correo a dejar las cartas que le escribo a mi novio que está en Mérida.

—¡Pobrecita!, es muy pesado a su edad pasar por estas situaciones. Cuando se es viejo, uno vive ya solo de sus recuerdos, los persigue queriendo recuperarlos, como si fueran los pedazos de un objeto roto que se quisiera reconstruir.

Martha la escuchaba hablar y pensaba en la injusticia que su madre cometía con ella, al condenarla a ese aislamiento absurdo. Ya tenía bastante con haber perdido a su padre; y miraba el estanque invadido de lirios acuáticos.

—Por eso mismo no me he hecho el ánimo de vender esta finca. Aquí lo vi por última vez, aquí quedaron tantas cosas.

—Mi padre murió en México, pero mamá dice que en este lugar tiene muy bellos recuerdos y, además, como no quiere ver a nadie…

—Mi único deseo sería quedarme aquí. Sin embargo…

—¿Nunca más ha vuelto a vivir en este lugar?

—Nunca más. Solo en tardes como esta en que me escapo sin avisarle a nadie.

—Deben de haber sido muy duros todos estos años.

—No se puede usted imaginar cuánto —⁠dijo la mujer con voz entrecortada⁠—. Cuando lo vi muerto pensé que ya no sería posible sufrir más; después…

—¿Y no hay posibilidad de olvidar, que con el tiempo la memoria sea menos persistente y aminore la intensidad del dolor?

—No, eso sería lo más terrible de todo, lo inadmisible. Esta búsqueda continua de recuerdos, de pequeñas cosas como un olor, un sonido, o una palabra, que reconstruyan dentro de uno lo que se ha ido, es lo único que nos queda, lo único que sostiene y ayuda a seguir viviendo.

—Así piensa también mamá.

—Siempre que vuelvo aquí regreso deshecha, casi muerta. Es por eso que no me dejan venir. Cada vez revivo todo lo que pasó aquella tarde, escucho sus palabras de despedida, lo veo partir.

—¿Se fue lejos?

—No, a México solamente. Hacía el trayecto a caballo, era un estupendo jinete. Esa vez…, esa vez yo me pasé la tarde aquí junto al estanque, bordando, hasta que anocheció. Después me fui a la casa a disponer la cena para esperarlo. Comenzó a llover. Llovía torrencialmente como llueve siempre en este lugar, y él no regresaba…

El sol estaba ocultándose; se iba la tarde. Martha miró el reloj con disimulo. Eran pasadas las seis. Su madre ya debía de haber despertado de la siesta, y la estaría esperando muy intranquila. Nunca tardaba tanto, pero ¿cómo irse ahora? No podía interrumpir el relato de la mujer.

—… yo estaba muy inquieta, como nunca lo había estado antes, con una extraña nerviosidad, como si presintiera algo. Dieron las diez, las once, habíamos recalentado la cena varias veces. Él no llegaba y seguía lloviendo, lloviendo sin cesar…

El viento refrescó la tarde y traía el perfume de los jazmines y las madreselvas. El crepúsculo se desmadejaba entre los altos árboles.

—… los relámpagos surcaban el cielo ennegrecido; no se oía el galope de su caballo, aquel galope que yo conocía hasta en sueños. Esperaba impaciente, cada vez más agitada, con un desasosiego que me roía las entrañas. De pronto entraron los mozos con él, bañado en sangre…

La voz de Griselda se deshizo en sollozos que estremecían todo su cuerpo. Martha la contemplaba muy perturbada. Hubiera querido estar ya de regreso en casa con su madre. Hubiera querido no haber entrado nunca en aquel lugar.

El olor de los jazmines y de las madreselvas comenzaba a ser demasiado fuerte, tanto que, de tan intenso, se iba tornando oscuro y siniestro, como la tarde misma y los árboles y el agua ensombrecida del estanque.

—El caballo se había asustado con un rayo —⁠dijo Griselda recomponiéndose un poco⁠—, y lo estrelló contra un árbol.

—¡Qué terrible! —fue lo único que supo decir Martha.

—Aquella noche decidí arrancarme los ojos… —⁠y se llevó el pañuelo a la boca ahogando un grito.

También Martha había pensado hacer muchas cosas aquella noche, cuando se enteró de que Ricardo había muerto en Nueva York: tirarse por la ventana, tomar pastillas, aventarse al paso de un tren…

—En esos momentos uno piensa en hacer tantas cosas absurdas. Es natural.

—… me arranqué los ojos y los arrojé al estanque para que nadie más los viera —⁠decía Griselda quitándose las gafas y cubriéndose el rostro con el pañuelo para sollozar sordamente.

Así permaneció minutos o siglos, una eternidad, mientras el viento movía las hojas de los árboles y era como otro largo sollozo que la acompañaba.

Martha no deseaba ahora sino huir cuanto antes de aquella mujer, del trágico jardín ya en sombras y del denso perfume que la envolvía.

—Debo irme, señora, ya es muy tarde —⁠dijo poniéndose de pie y tocando suavemente el hombro de Griselda⁠—, mi madre ha de estar preocupada por mí.

La mujer dejó de llorar y alzó la cara. Martha contempló entonces un rostro transfigurado por el dolor y dos enormes cuencas vacías; mientras los ojos de Griselda, cientos, miles de ojos, lirios en el estanque, la traspasaban con sus inmensas pupilas verdes, azules, grises, y después la perseguían apareciendo por todos lados como tratando de cercarla, de abalanzarse sobre ella y devorarla, cuando ella corría desesperada abriéndose paso entre las sombras vivas de aquel jardín.

Fin

Amparo Dávila. María Amparo Dávila Robledo (1923-2020), destacada escritora mexicana, dejó una huella indeleble en la literatura contemporánea. Su legado literario se caracteriza por una narrativa intrigante y oscura, donde el miedo, la locura y la muerte se entrelazan de manera magistral.

Nacida en Pinos, Zacatecas, en 1923, Dávila fue una apasionada amante de la lectura desde temprana edad, pasando horas en la biblioteca de su padre. Tras vivir una infancia marcada por el miedo, elementos recurrentes en su obra, se trasladó a San Luis Potosí para cursar sus estudios primarios y secundarios.

Su debut literario llegó en 1950 con "Salmos bajo la luna", seguido de "Meditaciones a la orilla del sueño" y "Perfil de soledades" en 1954. Luego, se mudó a la Ciudad de México y trabajó como secretaria de Alfonso Reyes de 1956 a 1958. En 1966, se unió al Centro Mexicano de Escritores, donde recibió apoyo para continuar su carrera literaria.

En 1977, Amparo Dávila obtuvo el prestigioso Premio Xavier Villaurrutia por su obra "Árboles petrificados". Su estilo literario se caracteriza por el uso de personajes femeninos atormentados y la exploración de relaciones interpersonales fallidas, un tema que resuena profundamente en sus lectores.

Dávila es conocida por su habilidad para abordar la locura, el peligro y la muerte, a menudo vinculados a mujeres protagonistas con desórdenes mentales y tendencias violentas. Sus obras también exploran la noción del tiempo como símbolo de lo inalterable.

A lo largo de su carrera, recibió varios reconocimientos, como la Medalla Bellas Artes en 2015 y el Premio Jorge Ibargüengoitia de Literatura en 2020, otorgado por la Universidad de Guanajuato. Además, su influencia en la literatura de cuentos cortos y su capacidad para crear atmósferas sobrecogedoras la convierten en una figura destacada en la narrativa contemporánea.

Amparo Dávila fue una autora que dejó una profunda marca en la literatura mexicana y universal, explorando las profundidades de la psicología humana a través de sus historias oscuras y cautivadoras. Su legado perdurará como un testimonio de la maestría narrativa y la capacidad de la literatura para adentrarse en los rincones más oscuros de la mente humana.