Fard

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Llevaban discutiendo y peleando casi tres cuartos de hora. El rumor inarticulado de las voces llegaba flotando por el pasillo desde el otro extremo del piso. Encorvada sobre su costura, Sophie se preguntaba, sin especial curiosidad, acerca de qué sería esta pelea. La voz que se oía con más frecuencia era la de Madame. Aguzada por la ira, indignada y llorosa, estallaba en borbotones. Monsieur conservaba mayor dominio de sí mismo, y su voz, más grave, afinada a un diapasón más bajo, atravesaba más difícilmente las puertas cerradas y se oía menos en el pasillo. Para Sophie allá en su cuartucho helado, la pelea parecía consistir en una serie de monólogos de Madame intercalados de silencios extraños y amenazadores. Pero, de cuando en cuando, Monsieur parecía perder la paciencia, y entonces desaparecía el silencio intercalado entre el hervor de palabras agudas y se oían voces agrias, profundas y airadas. Los agudos gritos de Madame eran persistentes, incansables. Incluso cuando estaba fuera de sí, su voz conservaba una monotonía carente de inflexiones y extraña. Por el contrario, Monsieur hablaba ora ruidosamente, ora con suavidad llena de modulaciones y repentinas subidas de tono, lo que hacía que su contribución a la pelea sonara como una serie de explosiones aisladas: guau, guau, ruau-guau: como un perro que ladrase lentamente.

Pasado algún tiempo, Sophie dejó de prestar atención a la pelea. Estaba cosiendo una combinación de Madame, y el trabajo exigía toda su atención. Estaba muy cansada. Le dolía todo el cuerpo. El día fue duro; como ayer, y como anteayer, y como todos los días. Y ya no era tan joven como antes. Dentro de dos años cumpliría los cincuenta. Todos los días de su vida, absolutamente todos, habían sido duros. Pensó en los sacos de patatas que solía llevar en el campo cuando era pequeña. Caminaba muy lentamente, por el sendero polvoriento, con el saco a la espalda. Otros diez pasos nada más; podría llegar. Y llegaba; pero lo malo era que con aquello no acababa la cosa: era menester empezar de nuevo. Una siempre tenía que empezar de nuevo.

Alzó la vista de su costura, movió la cabeza a uno y otro lado, y cerró los ojos y los abrió rápidamente varias veces. Había comenzado a ver lucecitas y motas oscuras que bailaban delante de sus ojos. Cada día le ocurría esto con mayor frecuencia. Una especie de gusano amarillento y luminoso reptaba a lo largo de la esquina derecha de su campo visual, y aunque se movía incesantemente hacia arriba, siempre permanecía en el mismo sitio. Alrededor del gusano, unas estrellas verdes y rojas guiñaban sin descanso. Se interponían entre ella y la costura, y no desaparecían aunque cerrase los ojos. Pasados unos segundos, continuó cosiendo. Madame quería la combinación para la mañana siguiente sin falta. Pero no era fácil coser con aquel molesto gusano amarillo.

Aumentó de pronto el ruido que llegaba desde el otro extremo del pasillo. Se había abierto una puerta. Las palabras se hicieron comprensibles:

—…bien tort, mon ami, si tu crois que je suis ton esclave. Je jerai ce que je voudrai.

—Moi aussi —dijo Monsieur con una risa agria y peligrosa.

Sonaron en el pasillo unos pasos ruidosos. Se oyó un rumor de alguien que andaba en la bastonera. Luego, el portazo de la puerta de la escalera, Sophie volvió a concentrarse en su trabajo. ¡Maldito gusano y malditas estrellitas, y maldito el cansancio de todo su cuerpo! ¡Ah, si una pudiera pasarse un día entero en la cama, en una cama inmensa y plumosa, caliente y blanda…!

El timbre la sobresaltó. Siempre lo hacía, con su zumbido de avispa irritada. Se levantó, dejó la costura sobre la mesa, se alisó el delantal y se dirigió al pasillo. El timbre volvió a zumbar con furia. Madame estaba impaciente.

—¡Vamos, Sophie! ¡Por fin! ¡Creí que no iba usted a venir nunca!

Sophie no dijo nada; no había nada que decir. Madame estaba en pie ante el armario abierto. Tenía al brazo algunos vestidos, y otros se veían amontonados sobre la cama.

Une beauté a la Rubens, solía decir de ella su marido cuando se encontraba de talante amoroso! Le gustaban estas mujeres opulentas, espléndidas, grandes. Que le dejaran a él de esas damitas que parecían tuberías flexibles. La llamaba cariñosamente Héléne Fourment.

—Uno de estos días —solía decir Madame a sus amigos— tengo que ir al Louvre para ver mi retrato. El de Rubens, ¿sabes? Es realmente inconcebible que haya una vivido siempre en París y que no haya visto nunca el Louvre, ¿no te parece?

Esta noche estaba magnífica. Tenía las mejillas^ encendidas, los ojos le brillaban extraordinaria® mente a través de las largas pestañas, y su cabello® de un castaño rojizo, estaba alborotado.

—Mañana salimos para Roma, Sophie —dijo dramáticamente—. Mañana por la mañana.

Descolgó otro vestido al hablar y lo tiró sobre la cama. Al hacerlo se abrió la bata y dejó ver la rica y adornada ropa interior, y el fulgor de una carne blanca y exuberante.

—Tenemos que hacer el equipaje inmediatamente.

—¿Para cuánto tiempo, Madame?

—Quince días, tres meses…, ¿cómo lo voy a saber?

—Es distinto, Madame.

—Lo importante es irse de aquí. No volveré a esta casa, después de lo que se me ha dicho en ella esta noche, hasta que me pidan perdón humildemente.

—Mejor será que nos llevemos el baúl grande, entonces, Madame. Voy a buscarlo.

En el cuarto de las maletas el aire estaba enrarecido; olía a polvo y a cuero. El baúl grande estaba en un rincón. Tuvo que doblarse y tirar de él en postura forzada. El gusano y las estrellitas de colores temblaron ante sus ojos. Se sintió mareada al enderezarse.

—Yo la ayudaré a hacer el equipaje —le dijo Madame cuando regresó Sophie con el baúl.

«¡Qué cara de muerta tenía la vieja!», pensó Madame. No le gustaba tener a su alrededor gentes feas y viejas. Pero Sophie era tan buena criada, que sería una locura despedirla.

—No se moleste, Madame. Mejor será que se acueste. Es tarde.

Sophie sabía que aquello serie el cuento de nunca acabar, si Madame se empeñaba en ayudarla. Comenzaría a abrir cajones, a revolverlo todo… Pero Madame respondió que no podría dormir. Estaba demasiado nerviosa. ¡Los hombres…! ¡Qué embêtement! ¿Una no era su esclava!. Una no iba a dejar que la trataran así.

Sophie estaba haciendo el equipaje. Un día en la cama, todo un día en una cama grande y blanda como la de Madame. Dormir, y luego despertar durante irnos instantes, para quedar dormida nuevamente al poco rato…

—Su última gracia —estaba diciendo Madame— es salir con que no tiene dinero. Que no compre más ropa, me dice. ¡Qué estupidez! ¡Querrá que vaya desnuda! Y eso de que no tiene dinero es sencillamente una majadería. Claro que lo tiene, lo que pasa es que es un roñoso. Si quisiera trabajar un poco de verdad, en lugar de pasarse la vida escribiendo versos y publicándolos por su cuenta, tendría dinero de sobra.

Dio unos paseos nerviosos por la habitación.

—Además tiene a su padre. ¿Para qué le sirve si no? ¿Para decirme que debo estar muy orgullosa de estar casada con un poeta? —e imitó la voz temblona del viejo—. Cuando se lo oigo, me cuesta trabajo no echarme a reír en su cara. Y sigue: «¡Qué versos más admirables escribe Hégésippe acerca de ti!, ¡qué pasión, qué fuego!».

Sonrió al pensar en el viejo, sacudió la cabeza, agitó un dedo en el aire, hizo temblar sus piernas, imitando en todo a su suegro.

—¡Pero resulta —añadió riendo— que Hégésippe está calvo y se tiñe los pocos pelos que le quedan! Y en cuanto a esa pasión de sus versos…, es una pura invención. Pero… ¿en qué está usted pensando, Sophie? ¿Para qué vamos a llevarnos ese horrible vestido verde?

Sophie volvió a sacar el vestido verde sin decir una palabra. Madame se preguntó por qué habría elegido la vieja aquella noche entre todas para tener tan mala cara. Tenía la tez amarilla y los dientes azulados. Debiera mandarla a la cama. Pero, ¿y el equipaje? ¿Qué iba a hacer?

Realmente, no había derecho a que todo se pusiera contra ella; hasta Sophie.

—¡Qué vida ésta! —suspiró, y se dejó caer sobre la cama, en la cual quedó sentada; los suaves muelles la recibieron amorosamente y la columpiaron dos veces antes de quedar inmóviles—. ¡Estar casada con un hombre así! Dentro de poco comenzaré a ponerme vieja y gorda. Y no le he engañado jamás. ¡Y fíjese cómo me trata!

Volvió a levantarse y a pasear por el cuarto.

—Pero ¡no le aguanto! —gritó.

Se detuvo delante del gran espejo y admiró su figura, magnífica y trágica. «Nadie pensaría —se dijo— que ya tenía más de treinta años». Más allá de la espléndida actriz que reflejaba el espejo, vio una miserable criatura, huesuda, miserable, vieja, con la cara amarillenta y los dientes azules, que se inclinaba penosamente sobre el baúl. La verdad, era de lo más desagradable. Parecía una de esas mendigas que se ven en las mañanas frías, pidiendo limosna al borde de la acera. ¿Qué hace una: pasar rápidamente, procurando no verlas, o detenerse un segundo y darles unas monedas de cobre o hasta un billete de dos francos, si es que no lleva cambio? Era lo mismo; hiciera lo uno o lo otro, se quedaba una incómoda, advirtiendo con desagrado la presencia de las propias pieles… Eso le pasaba a ella por tener que ir andando, otra muestra de la cicatería de Hégésippe. Si tuviera coche, no tendría necesidad de ver a aquellas mujerucas, ni saber que existían. Apartó la mirada del espejo.

—¡No le aguanto! —dijo tratando de olvidar a la mendiga de la cara amarilla y los dientes azules—. ¡No le aguanto! —y ahora se dejó caer en una silla.

Pensó en un amante con la cara amarilla y dientes desiguales y azulinos, y se estremeció, cerrando los ojos. ¡Qué horror! Sintió la tentación de volver a mirar. Los ojos de Sophie tenían el color de plomo verdoso, sin vida alguna. ¿Qué hacer? La cara de la mujer era una acusación, un reproche. Y además la estaba poniendo enferma. Jamás se había encontrado tan nerviosa.

Sophie, que estaba de rodillas, se alzó con gran trabajo y expresión de dolor agudo en su cara. Fue andando lentamente hasta la cómoda y contó no menos lentamente hasta seis pares de medias de seda. Se acercó nuevamente al baúl. ¡Era un verdadero cadáver andando!

—¡Qué vida, qué vida más terrible la mía! —dijo Madame con acento de profunda convicción.

Debiera mandar a la vieja a la cama. Pero no podría hacer sola el equipaje… ¡Y era tan importante el salir mañana por la mañana sin falta! Le había dicho a Hégésippe que se iría, y él se había reído; no lo había creído. Pues esta vez le iba a dar una lección. En Roma vería a Luigino. Era un chico encantador; y además, marqués. Tal vez…

Pero no podía pensar en nada sino en la cara de Sophie, en los ojos de plomo, en los dientes azulinos, en la piel amarillenta y arrugada.

—Sophie —dijo de pronto, y le costó verdadero trabajo no gritar—; ahí, en el tocador, hay una cajita de rouge, de Dorim número veinticuatro. Póngase un poco en los carrillos. Y en el cajón de la derecha encontrará usted una barrita para los labios.

Cerró los ojos con un esfuerzo, mientras Sophie se levantó con un crujir de huesos de lo más desagradable, y se acercó al tocador. Allí estuvo un rato, que pareció eterno, en silencio. ¡Qué vida, qué vida ésta! Madame oyó los pasos lentos de la criada, que se acercaba de nuevo. Abrió los ojos. ¡Ah! ¡Mucho mejor, muchísimo mejor!

—Gracias, Sophie. Ahora parece usted mucho menos cansada.

Se levantó ágilmente.

—Y ahora tenemos que damos prisa.

Corrió hacia el armario llena de vida.

—Pero…, ¡por Dios, Sophie! ¡Se le ha olvidado a usted poner mi traje azul de noche! ¿Cómo puede usted ser tan tonta?

FIN

Aldous Huxley. (26 de julio de 1894, en Godalming, Surrey, Inglaterra – 22 de noviembre de 1963, en Los Ángeles, California, Estados Unidos), fue un escritor anarquista británico que emigró a los Estados Unidos. Miembro de una reconocida familia de intelectuales, Huxley es conocido por sus novelas y ensayos, pero publicó relatos cortos, poesías, libros de viaje y guiones. Mediante sus novelas y ensayos, Huxley ejerció como crítico de los roles sociales, las normas y los ideales. Se interesó, asimismo, por los temas espirituales, como la parapsicología y el misticismo, acerca de las cuales escribió varios libros. Al final de su vida estuvo considerado como un líder del pensamiento moderno.