Eterno retorno
De la unión del escriba Abulak y de la profetisa Kubatúm nacieron tres hijos: un varón, Kudamín, que fue escriba como mi padre, una mujer, yo, profetisa como mi madre, y otro vástago más, Mabug, que fue una mancha para la familia y al que sólo yo amé. Mi madre lo ignoraba, mi padre lo aborrecía, y mi hermano quiso más de una noche matarlo cuando la luna le contaba crímenes al oído. Nunca lo dijo, pero yo lo sabía. ¿No era acaso la hija de una profetisa y no me habían enseñado a leer en los ojos de los desdichados?
Mabug trajo consigo la desgracia. No mucho después del parto, mi madre tuvo un sueño en el que su diosa le aconsejaba ocultar a su último vástago, ya que su cuerpo era un sueño imposible, y lo imposible, para Ishtar lo verdadero, ha de permanecer oculto. Además, la hermosura de Mabug era una blasfemia, le había dicho la diosa al final del sueño.
Víctima del pánico, mi padre llegó a pensar que su linaje estaba condenado a desaparecer de inmediato, por haber engendrado un hijo que los dioses repudiaban. Ante semejante maldición, mi madre fue la única que dio muestras de serenidad. Fue ella, por ejemplo, la que al ver a Mabug crecido tejió una túnica ancha y rígida que ocultaba las formas blasfematorias de su cuerpo. Cuando, todavía niña, yo lo veía caminar por los jardines colgantes que rodeaban nuestra casa, cargando con aquel grueso hábito, me venían a la mente esos animales que ocultan su fina carne bajo pesadas conchas.
Mabug creció como crece el vegetal, a la intemperie. No le enseñaron a hablar: le condenaron a la mudez, a la soledad, a la ceguera. Sin embargo, lo sabía todo; sabía lo que los hombres nunca saben, lo que las mujeres saben y lo que las mujeres no saben. Yo le comprendía, y por eso fui la única que se atrevió a mirarlo. Con él aprendí a soportar la duda y a conciliar la luz con la tiniebla, con él creí vislumbrar alguna vez el enigma que se oculta tras la palabra «aire».
Lo vigilaba siempre que podía, y cuando la edad lo hizo parecer más bello, me acerqué a él. Era asustadizo, mas nunca le oí gemir. El miedo, como todo en Mabug, era secreto, y su modo de expresarlo la mudez. Cuando a veces, estando sentado en algún lugar del jardín, veía acercarse a nuestro hermano Kudamín, Magub se echaba las manos a los senos y corría hasta su choza como una muchacha que teme ser ultrajada.
Quién sabe en lo que piensa, me preguntaba a mí misma al verlo asomarse a la última tapia para contemplar las caravanas que hacían la ruta de Susa. En su mundo, si es que tenía alguno, qué espacio ocupaba yo, qué espacio la higuera, la lluvia, el cielo, los camellos y el viento azotando las tejas…
Durante mucho tiempo no me atreví a entrar en su choza. Me bastó, sin embargo, penetrar una vez para ya nunca dejar de hacerlo hasta el día en que desapareció de los jardines colgantes.
La oscuridad fue siempre mi aliada, por eso aguardaba a la noche y por eso la duración del día se me hacía intolerable.
***
Al cumplir los once años, en los umbrales de la pubertad, mi hermana se dio cuenta de que además de ser hembra tenía miembro viril. Se sintió morir, se creyó un monstruo. Al nacer, había sido censada como mujer, bajo el nombre de Alberta. Era una niña encantadora que iba, como yo, a un colegio religioso. Hasta que el médico diagnosticó que era un andrógino. Nuestra vida familiar se enturbió por completo y mi madre se sumió en una larga y extraña depresión. Por aquella época, un médico de Bolonia empezó a difundir que había aparecido un caso de androginia, y mi padre, azuzado por la vergüenza, abandonó a mi madre y a Alberta y me llevó a vivir con él al otro lado de Bolonia. En cuanto a mi hermana, sólo puedo decir que guardó para ella lo peor y que se limitó a callar. No mucho después, se retiró a Vícaro, un pueblo de la montaña donde vivía nuestra abuela materna, y allí aprendió a aceptarse, y allí decidió no entregar su miembro a los cirujanos. A los catorce años, regresó a Bolonia y reanudó sus estudios de bachillerato. Más tarde trabajó en una peluquería para pagarse su vida y la de mi madre, continuamente enferma. Ya para entonces mi padre había muerto, sin manifestar jamás el más mínimo deseo de ver a Alberta, y yo trabajaba de profesor auxiliar de historia antigua en la Universidad de Siena. Creo recordar que fue por esos años cuando mi hermana estuvo a punto de realizar el único sueño que debió de albergar en su melancólica cabeza: convertirse en cantante. Eligió el nombre de Ulla y grabó un disco. Fue un fracaso. «Mi oportunidad para la canción pasó», dijo en alguna entrevista. Más tarde trabajó en dos películas pornográficas; tras esa experiencia, dejó el cine y ya sólo se dedicó a posar para los fotógrafos. Su nuevo oficio no le gustaba demasiado y llegó a coger complejo de percha, pero soportó como mejor pudo su singular destino y siguió viviendo. Cuando la volví a ver, vivía en Venecia con otra mujer y se hallaba en una época transitoria, sin saber muy bien hacia dónde dirigirse.
Recuerdo con nitidez nuestro primer encuentro tras más de diez años sin vernos. Yo acababa de divorciarme y, como Alberta, no tenía ni la menor idea del derrotero que a partir de entonces podrían tomar mis deseos. Me sentía perdido y necesitaba recuperar lo que aún quedaba de mi familia; necesitaba ver a Alberta, reconciliarme con ella, sentirla cerca de mi piel y cerca de mi conciencia.
***
Aprendí la más difícil de las artes: la de esperar en silencio, y cuando todos dormían me deslizaba entre los árboles hasta su choza. Con el tiempo, ese quehacer se convirtió en la razón de mi vida y en mi única labor.
Cuando tras abrir la puerta me detenía ante él, siempre me inquietó su primera mirada que, como la de los animales, poseía el don de ser a la vez vaga y penetrante, perdida en la lejanía y al mismo tiempo sumida en la cercanía más elemental. ¿Mirarían así los peces al agua?
Noche tras noche intenté descifrar el lenguaje de sus manos, pero nunca supe qué decía exactamente y sólo cuando me dejaba guiar por sus ojos, y no intentaba descifrar nada, él conseguía transmitirme algunas sensaciones. Así, a veces su mirada me comunicaba espesor, y me sentía pesada como un ídolo de bronce, otras ingravidez, y creía elevarme súbitamente del suelo, otras humedad, y al mirarlo tendía a imitar las bruscas muecas de los peces.
Ya de amanecida, me preparaba para unirme a él, como un sacerdote que sabe llegada la hora del sacrificio. Cerraba los ojos, posaba en él mis manos y le despojaba de la túnica. Nunca supe qué pensaba en ese instante preciso. Al principio, creí leer en sus ojos estupor; pero más tarde, con la costumbre, empezó a mirarme de otra forma. Yo solía sentarme a su lado, miraba sus senos, su ombligo, su miembro, sus piernas, y después me pegaba a él, y él entraba en mí.
Según el sol naciente iba impregnando con su polvo dorado la ciudad, la luz que filtraban las cañas iba cambiando de color y revelando en nuestras pieles esa errancia de variaciones infinitas que va del violeta al anaranjado, momento en que yo abandonaba la choza y corría a ocultarme en mi alcoba.
***
Le pregunté por su vida sentimental, y me dijo que había vivido tres años con un muchacho florentino. Después tuvo dos aventuras más breves, en Bolonia y en Padua. ¿Todos hombres? No, de ninguna manera; a decir verdad, en los últimos tiempos se sentía más atraída por las mujeres.
—Con los hombres siempre he tenido relaciones muy agresivas —me dijo una tarde de invierno en un bar junto a la laguna llamado, si mal no recuerdo, La Línea de Sombra.
—¿Ya qué se dedica la mujer con la que vives?
—Es escritora —me dijo.
Sentí la confesión como una cuchillada, y me sorprendí hablándole de la castración.
—¿Nunca pensaste en la posibilidad de… operarte?
—La gente que se encuentra físicamente a medio camino entre el macho y la hembra se suele operar —me respondió Alberta—. Eso no significa que ahí acaben sus problemas. Hacen lo que hacen para entrar de lleno en la normalidad… Pero a mí ha empezado a darme igual entrar o no en ella, por eso no me opero. Ser como soy me ha ayudado a descubrir la vida en toda su doblez, en toda su idiotez, en toda su barbarie…
—Y cuando los otros descubren lo que eres, ¿cómo reaccionan?
—¿Crees que le doy a todo el mundo la oportunidad de conocerme? —dijo mirándome hospitalariamente.
***
Una noche en que sigilosa atravesaba el patio, fui descubierta por mi hermano Kudamín.
—¿Qué haces aquí, desdichada? —me gritó.
—Oí ruidos en el jardín —le dije yo.
—¿Ruidos en el jardín? Ah, ¡que tú hayas caído en esto, hermana mía! Aléjate de aquí y ocúltate en tu alcoba. Mañana me explicarás mejor qué estabas haciendo.
Cuando estuvo seguro de que yo había llegado a mi lecho, corrió en busca de mi padre.
A la mañana siguiente, no viendo a Mabug en el jardín, cometí la imprudencia de preguntar por él a mi madre. «¿Él? ¿Quién es él?», me dijo. «El que vive en el jardín», le dije yo. Aparentando estupor, mi madre me preguntó si había padecido, en los últimos días, alguna dolencia que no quería confesar, y que esas preguntas sin sentido le producían terror, pues preludiaban a menudo la locura. Después afirmó que nadie había vivido jamás en el jardín, y acercándose a mí, me pidió que le explicara de quién estaba hablando, quién era él. «¡Mi otro hermano!», grité acongojada. Entonces ella se apartó de mí e imploró a los dioses para que su hija recobrase la razón.
Interrogué también a mi hermano Kudamín, y él, dando iguales muestras de asombro, me consoló diciendo:
—Que Ishtar me deje ciego si no soy yo tu único hermano —y después, acercándose despacio a mí, me tomó de la mano y exclamó—: Ay, hermana mía, lo que dices no tiene fundamento alguno…, pero no debes preocuparte. Pasará, hermana, pasará. Anoche te vi cruzar sonámbula el jardín y, temiendo que pudiera ocurrirte algo, te guié hasta tu alcoba…
Después se despidió dándome un beso en la frente y susurrándome:
—Acude a nuestra madre, que conoce los misterios de las más intrincadas pesadillas… Has debido de tener un mal sueño…
***
No puedo explicar lo que sentí al tocar su piel, lo que noté al hundirme en sus ojos no lo puedo explicar. La mirada de Alberta poseía el don de ser a la vez vaga y penetrante, perdida en la lejanía y al mismo tiempo sumida en la cercanía más elemental. ¿Mirarían así los peces al agua?
Ya de amanecida, me preparé para unirme a ella, como un sacerdote que sabe llegada la hora del sacrificio. Cerré los ojos, posé en ella mis manos y la despojé de la falda de seda. Nunca he sabido lo que pensó en ese instante preciso. Al principio creí leer en sus ojos estupor, pero enseguida empezó a mirarme de otra forma. Me senté a su lado, miré sus senos, su ombligo, su miembro, sus piernas, y después me pegué a ella y entré en ella. Fue la primera vez que amé sintiendo un absoluto silencio a mi alrededor.
Según el sol naciente iba impregnando con su polvo dorado la ciudad, la luz que filtraban las estrías de las persianas iba cambiando de color y revelando en nuestras pieles esa errancia de variaciones infinitas que va del violeta al anaranjado, momento en que nuestros cuerpos se separaron y comenzamos a hablar.
Me había dejado impregnar por ella y ella se había apoderado de mi memoria. Sólo dos cosas impedían que mi dicha fuese completa: saber que aún vivía con aquella mujer y ver que aún no se había consumado la promesa que nos acabábamos de hacer: yo pediría mi traslado a Venecia, ella se separaría de la escritora, y nos iríamos a vivir juntos a una casa modesta junto al Arsenal.
***
No volví a interrogar a nadie, y adopté la misma norma que Mabug, la mudez. Pero aquella noche Ishtar me reveló en sueños lo que había pasado, y vi en sueños a mi padre y a mi hermano, atravesando el jardín con un cayado cada uno. Vi que derribaban la puerta de la choza, lo apresaban entre los dos y lo arrastraban hasta el patio de las higueras. Vi a mi padre temblar. Algo le decía a Kudamín:
—Que los dioses nos perdonen, hijo, esta ignominia; pero tenemos que hacerlo, y tú me vas a ayudar.
Vi elevarse los cayados, después ya no vi nada: una bocanada roja y unos ojos que parecían simas, pues en aquella última mirada de Mabug las dudas y las certezas se habían fundido para siempre: el no saber ya nada y el saberlo repentinamente todo.
Una vez consumado el acto, mi padre concluyó diciendo:
—Y que los dioses me perdonen también el haber vertido en el vientre de tu madre equívocas semillas. El destino de un padre es hacer hijos y hacer hijas, no engendrar conjeturas.
Después se desprendió violentamente del cayado y caminó despacio hacia su alcoba sin elevar la mirada del suelo.
Era Kudamín el que más tarde cargaba con Mabug al hombro. Lo vi vagar por las colinas hasta que, ya lejos de la ciudad, lo arrojó a una hondonada y vertió sobre él dos puñados de arena para que su alma dejase de errar.
***
Al fin me habían concedido el traslado a Venecia y volvimos a citarnos. Llegué al hotel, y al no encontrarla allí empecé a preocuparme. Esperé más de seis horas y a media noche, no pudiendo aguantar más, acudí al domicilio de la escritora.
Una y otra vez golpeé aquella puerta muy cerca de la iglesia de los jesuitas, que brillaba en la negrura con su blanca obscenidad, con su tétrica magnificencia. Ya me había cansado de golpear cuando la escritora me abrió.
—¿Qué… ocurre? —dijo atolondrada, como si acabase de despertarse.
—Soy el hermano de Alberta —farfullé.
Me miró y la miré. Era guapa, aunque tras su mirada se presintiese un mundo de sordidez. Al parecer, había escrito una novela de éxito, pero se la veía desposeída de todo. Probablemente era igual que yo, y le pasaba lo mismo que a mí. Fue eso lo que más me asustó.
—¿Alberta? —dijo fangosamente—. Alberta sólo me pertenece a mí, a mí… Únicamente yo sé dónde está, únicamente yo puedo llegar hasta ella, únicamente yo…
Hablaba como si estuviese en trance mientras clavaba en mis ojos sus ojos alucinantes.
—¿Dónde está? —grité.
Ella me miró con una dulzura enfermiza y dijo, con una voz tan ronca y tan suave que casi parecía la de Alberta:
—Bajo el canal, está bajo el canal —y después corrió hasta la ventana, señaló el agua negra y comenzó a llorar.
Ni mintió entonces ni mintió más tarde. Alejandra Ratti, aquella novelista delgada y enjuta de ojos como luciérnagas, había acuchillado a Alberta en la bañera, había atado a su cuello una enorme lámpara de bronce y la había arrojado al canal en cuyo fondo la hallaron los bomberos diez horas después.
***
Al atardecer de ese mismo día, salí y no cesé de caminar hasta hallar su cuerpo. Parecía intacto: Ishtar había persuadido a los buitres para que no lo tocasen y había borrado de su piel sin mácula las heridas del cayado.
Cargué con él y remonté las colinas que al sur de Babilonia preludian el desierto. A lo lejos divisé tormentas de arena. La luna ya iluminaba las dunas, silenciosa y conjetural.
Yo sabía, la diosa me lo había dicho, que debía entregar su cuerpo al río. Cuando llegué con él a la ribera, lo empujé hasta el agua y dejé que lo llevase la corriente. Ceremoniosamente se fue alejando de mí hacia la noche líquida.
Desde entonces la paz ha vuelto a nuestra casa. Mi hermano Kudamín es ya un escriba consumado, mi padre ha vuelto a formar parte de los allegados al rey, y las profecías de mi madre vuelven a ser creídas.
—Benditos sean los dioses —dicen ahora los tres—, que nos devolvieron el favor del rey y la felicidad perdida.
Malditos ellos, grito en mis noches yo, maldito el que me habrá de desposar, y malditas para siempre sean todas las estirpes del cielo que juntas me arrebataron a aquel cuya mirada me hablaba de la futilidad de todo cuanto ahora poseo, de todo cuanto habré de poseer. La tristeza y la obediencia, alhajas de desposada, cómo las cambiaría yo por el río que llevó tus mudos pensamientos, tu silencio de animal pacífico, lejano…
***
Alejandra ingresó en la cárcel, Alberta descansa en el cementerio y yo huyo de Venecia tras visitar por última vez su tumba: una cruz más en la explanada salpicada de flores. Probablemente allí se siente a gusto, en aquel vergel rodeado de agua por todas partes, en aquella isla de los muertos tan parecida a un jardín colgante, con sus cipreses soberbios y esa muralla que se recorta contra el agua y que tan mágica parece desde el vaporetto.
Mi tren se aleja de la ciudad muerta y cruza el largo puente de hierro. Una pesadilla, Alberta ha sido una pesadilla, Alberta no ha existido nunca, nunca, nunca, digo para mis adentros.
Aún no hemos dejado atrás la laguna cuando las luces del tren se apagan. Desde la ventana, las luminarias de la ciudad se ven cada vez más tenues, y ráfagas de viento helado penetran en el vagón. Me siento en otro mundo y empiezo a ver a Alberta caminando por un jardín que en algo recuerda al cementerio que acabo de abandonar. Cierro los ojos, dudo, me noto ajeno a mí mismo. Extrañas frases comienzan a separarse del hervidero de palabras que es ya mi memoria, extrañas frases que al principio no comprendo: «De la unión del escriba Abulak y de la profetisa Kubatúm nacieron tres hijos: un varón, Kudamín, que fue escriba como mi padre, una mujer, yo, profetisa como mi madre, y otro vástago más, Mabug, que fue una mancha para la familia y al que sólo yo amé. Mi madre lo ignoraba, mi padre lo aborrecía, y mi hermano quiso más de una vez matarlo cuando la luna le contaba crímenes al oído. Nunca lo dijo, pero yo lo sabía. ¿No era acaso la hija de una profetisa y no me habían enseñado a leer en los ojos de los desdichados?».
Fin
Jesús Ferrero. Escritor español. Nació en Zamora en 1952. Cursó estudios de bachillerato en el País Vasco y universitarios en París, en cuya Escuela de Altos Estudios se graduó en historia antigua referida al mundo griego. En 1980 escribió su primera novela, Belver Yin (Bruguera, 1982; Plaza & Janes, 1987, que habría de obtener el Premio Ciudad de Barcelona en 1982). Ha publicado también un poemario, Río amarillo (Pamiela, 1986), y escribió con Pedro Almodóvar el guión de la película Matador. En su segunda novela, Opium (Plaza & Janes, 1987), las metáforas taoístas que conforman el juego de espejos de Belver Yin se convierten en símbolos búdicos, y la emigración por el Río de la Vida se convierte en transmigración por el Valle de la Muerte. Otras obras suyas son: Conversaciones con Lucrecia. Encuentro en Berlín (diálogos, Plaza & Janes, 1987), Sol negro (Pamiela, 1987) y Lady Pepa (1987).