Estoy desnudo
—¡Fuego! ¡Fuegooo!
Cuando se oyó este grito, yo estaba haciendo el amor con Yasuko Ōno por tercera vez. Para entonces, un humo negro ya se estaba filtrando por debajo de la puerta de la habitación, como si fuera una lengua achatada. Aparté el brazo de Yasuko, que al parecer no había oído nada por el clímax de unos momentos antes, y, a pesar de que ella no quería soltarme, me levanté.
—¡Huyamos! ¡Es un incendio!
Yasuko emitió un grito lastimero y se levantó sobresaltada. El fuego se había declarado a mediodía en el hotel de citas al que la había llevado. Era evidente que a Yasuko le asustaba mucho más la multitud de mirones que pudieran reconocerla que el hecho de morir abrasada. Y es que yo estoy soltero, pero ella es una mujer casada.
Como tardé mucho en encontrar los calzoncillos bajo las sábanas, cuando me había puesto la camiseta de tirantes y los pantalones, el humo ya estaba flotando ligeramente por toda la habitación.
—¡Ya no tenemos más tiempo! ¡Salgamos rápido!
—¡Espera! —dijo Yasuko dando un chillido.
Se encogió hecha un ovillo. Al parecer tenía más dificultades que yo en encontrar sus bragas, que estaban perdidas en el fondo de las sábanas, así que sólo llevaba puesta la combinación.
—¡Takashi! ¡Takashi!
—¿Dónde está el bolso? —grité, agarrando únicamente la chaqueta que estaba encima del sofá, sin ponerme la camisa. ¡Venga, coge sólo el bolso y vámonos! ¡Estamos en un edificio estrecho de tres pisos, el fuego llegará enseguida!
—¡Takashi! ¡Takashi!
Al abrir la puerta, el humo negro se arremolinaba en el pasillo. Metí bajo mi axila la cabeza de Yasuko, que había salido después que yo abrazando el bolso, y, escondiendo mi cabeza, me dirigí a las escaleras. Afortunadamente, nuestra habitación era la que estaba más cerca de la escalera central del primer piso. Caían chiribitas desde el descansillo del segundo piso, donde se había originado el fuego. Pude oír una voz femenina que gritaba desde alguna parte: «¡Vuelve aquí!». Algún tipejo debía de haberse largado dejándola tirada.
Cuando torcimos desde la entrada principal por una callejuela, los mirones ya empezaban a agolparse. Cubrí la cabeza de Yasuko con mi chaqueta y, abrazándola por los hombros, nos dispusimos a alejarnos del lugar. «El fuego procede de esa habitación», decían los empleados del hotel mirando hacia lo alto del edificio. Pero ya no estaba para esas cosas. Miré a derecha e izquierda en busca de algún callejón para huir, pero, para mi desgracia, a ambos lados del hotel al que habíamos ido sólo había una gran avenida con calzadas.
—¿Y los clientes?
—Acaba de salir una pareja.
—Pues, si es así, sólo queda uno.
Parece que, al ser mediodía, había pocos clientes. Las chispas caían sin orden ni concierto, y tanto los empleados como los mirones retrocedían a una gritando de pavor. En ese momento, la última mujer que quedaba, a quien había dejado plantada el tipo de antes, salió precipitadamente con un aspecto bastante decente.
—¡Dios mío! ¡El fuego se ha propagado a los hoteles vecinos!
—¿Todavía no han llegado los bomberos?
No podíamos perder más tiempo. Además de un tipo que nos miraba divertido, un nuevo grupo de mirones venía corriendo desde la parte derecha de la avenida. Huimos en dirección contraria.
—¡Takashi! ¿Adónde vas? ¡Por la avenida no!
—Pero ¡hombre!, para coger un taxi tendremos que ir por allí, ¡digo yo!
Lo que yo pretendía, como es lógico, era huir de la escena. Si la policía nos interrogara, podía tener consecuencias terribles. Lo digo porque soy un trabajador de élite de una empresa de prestigio. Si se descubría que estaba con una mujer casada, el caso traería cola. A medida que nos alejábamos del lugar, fui perdiendo el valor para salir corriendo por las congestionadas aceras, y nos quedamos delante de la persiana metálica de un edificio que estaba en una esquina de la avenida.
—¿Qué piensas hacer? —dijo Yasuko. Estábamos en invierno, y podía notar cómo tiritaba mientras me agarraba del brazo—. Aunque nos quedemos aquí, no va a parar ningún taxi.
—Seguro que pasará alguno que deje un cliente por aquí —dije yo—. Y entonces no tendremos más que salir precipitadamente y subir al coche.
Pero el hecho es que no paraba ningún taxi. Algunos peatones se nos quedaban mirando al vernos escondidos y se reían divertidos, lo cual irritaba en grado sumo a Yasuko, que se estaba poniendo histérica.
—¡Tengo frío! ¡Tengo frío! Las puntas de los pies se me están quedando heladas. ¡Cómo se me habrá ocurrido acostarme con semejante zopenco!
En estos casos es donde se revela la verdadera naturaleza humana. A regañadientes, me quité los pantalones y se los puse a ella. Los dos estábamos descalzos sobre el empedrado, así que me recorrió un escalofrío desde la planta de los pies hasta la cabeza, y empecé a sentirme mal. Por si fuera poco, las tripas me empezaban a sonar, tal vez debido al intenso frío. Antes de ir al hotel habíamos estado almorzando en un restaurante, y al parecer me habían sentado mal las gambas.
El hotel estaba en llamas. Llegaron los bomberos y el follón se fue intensificando. Por eso habíamos ido perdiendo protagonismo, cosa que era de agradecer, pero el caso es que seguía sin aparecer, pero el caso es que seguía sin aparecer ningún taxi, y la cólera de Yasuko iba en aumento.
—Si para algún taxi, yo me subo en él.
Me quedé sorprendido.
—¿Y eso? Dejarás que suba yo también, ¿yo?
—No quiero —grito Yasuko—. Si vuelvo directamente a casa de esta guisa, podría despertar sospechas, así que me pasaré por casa de unas amigas para que me presten algo de ropa. Mi marido todavía estará trabajando, pero en mi casa puede que esté mi suegra o los niños.
—Pero ¡mujer!, déjame al menos que vaya hasta la casa de tus amigas.
—Que no. Si la gente ve a un hombre en ropa interior dentro de un taxi, ya la hemos hecho buena.
¡Mira que hay mujeres desalmadas! En ese momento me acordé de una compañera de clase de secundaria que una vez me maltrató de una manera despiadada.
El vientre me empezaba a tronar de nuevo, y tenía dificultades para aguantar mis necesidades. Me quedé mirando fijamente la cara de Yasuko.
—Oye, ¿tú no tienes retortijones?
—¿Por qué lo dices? —Ella seguía mirando a la calzada.
—Yo diría que me han sentado mal las gambas.
—¿Ah, sí? Pues yo estoy muy bien. Es que he comido carne. —Tras decir esto, me arrancó la chaqueta que compartíamos y se la puso por encima—. Me la prestas, ¿verdad?
Yasuko se situó al lado de la acera. Justo en ese momento, un taxi que estaba dejando a un cliente abrió la portezuela trasera[2]. Yo estaba mirando fijamente a Yasuko, así que no me di cuenta de que ella, al parecer, no había perdido la oportunidad de salir precipitadamente. En un periquete me sentó en el asiento de atrás y le dijo algo al chófer.
—¡Ay va! ¡Espera! ¡Déjame subir! —dije tras quedarme atontado durante unos instantes, para luego ponerme a correr precipitadamente por la acera.
La puerta del taxi se cerró y salió pitando.
—¡Dios mío! —dije gritando, y empecé a perseguir al taxi sin pensar en nada—. ¡La cartera! Yasuko, ¡devuélveme la cartera, por favor!
Me la había dejado en el bolsillo de la chaqueta, y la calderilla la tenía en el bolsillo de los pantalones. Mi casa se encontraba en las afueras, a una hora y media en tren desde donde estaba y, como es obvio, no podía volver caminando. Yasuko, que estaba sentada en el asiento trasero del taxi, no volvió la cabeza, y yo, mientras gritaba: «¡Vuelve aquí!», «¡Regresa!», «¡Al ladrón!», etcétera, seguía persiguiendo el coche, que cada vez se alejaba más. Para colmo de males, se fueron sucediendo los semáforos en verde y, como había hecho el amor tres veces seguidas, en breve me quedé sin fuerzas en las rodillas, así que tropecé y me quedé acuclillado al borde de la acera.
¡Nooooooooooooo!
¡Qué situación tan penosa! Bajo un cielo invernal, en ropa interior y con una horrible diarrea, sin blanca y allí tirado en medio de la ciudad: una auténtica pesadilla. No me quedaba otra que esperar sentado haciendo frente a la vergüenza.
Grité como un loco y me puse de pie. Los excrementos, furiosos, estaban a punto de estallar. A mi alrededor había varias decenas de peatones mirando, y entre ellos un tipo que se estaba riendo a carcajadas. Si me ponía a evacuar en un sitio como aquél y alguien me reconocía, se montaría una buena. Estaba claro que me despedirían del trabajo. Por mucho que en un principio pudiera parecer un vagabundo, lo cierto es que yo era un tipo apuesto con la tez blanca que llamaba la atención de la gente. Además, como iba a tener una cita amorosa, ese día me había puesto una camiseta y unos calzoncillos finos de un color muy elegante y, en especial, llevaba un estilo de peinado reluciente, a la última moda, con lo cual me podían tomar por marica. Mientras, fingiendo calma, murmuraba cosas a la gente como «No me mires indiscretamente», me dispuse a entrar en un callejón.
En cuanto lo hice, eché a correr. Las ganas de evacuar eran ya insoportables, y mis tripas se encontraban al límite. Evitando el gentío, sin dejar de correr por el callejón, me metí la camiseta por dentro de los calzoncillos, intentando parecer un corredor de footing. Ahora bien, por mucho que lo intentara, era evidente que no parecía que estuviera haciendo footing, y eso se podía juzgar objetivamente al observar a los transeúntes con los que me encontraba en las callejuelas, que se quedaban helados al verme y se retiraban atónitos dando un salto.
Si seguía por esta callejuela, pensé, iría a parar a un parque que había en el recinto de un santuario. Allí habría algún lavabo público. Para esa situación no había mejor retrete. Con aquella pinta, era imposible meterme en el lavabo de un edificio o de una cafetería.
Por momentos sentí un dolor agudo en el contorno del recto, por lo que empecé a proferir alaridos mientras corría. Por fin, me fui acercando a la entrada del parque. Dos colegialas vestidas de uniforme, que estaban delante del parque y repararon en mis chillidos, se quedaron sorprendidas y paralizadas de miedo, y también se pusieron a chillar.
Por suerte, el parque estaba vacío. Empezaba a animarse por la tarde, con la llegada de las parejitas. Calmé la salida de los excrementos, que maquinaban abrirse paso por el ano de un solo golpe, y mientras intentaba distraerme a toda costa, entré corriendo en un lavabo público cuadrado de cemento que estaba escondido en una arboleda, al fondo del parque. Pero las puertas de los tres cubículos para hacer aguas mayores se encontraban en un estado lamentable. Los goznes estaban sueltos, no había cerraduras, y la tercera puerta ni siquiera existía. Como no tenía otra alternativa, me fui al lavabo de mujeres, que estaba al otro lado. Allí había un solo cubículo con cerradura, así que, aliviado, entré y cerré la puerta con pestillo. Bueno, lo de «pestillo» es un decir, ya que era más bien un precario alambre. En cualquier momento se podía desbaratar todo aquello.
En cuanto me bajé los calzoncillos, las tropas de asalto de los excrementos descendieron en picado hacia el abismo, con la música de fondo del Gran Coro de los Cosacos del Don. Agachado, permanecí inmóvil durante mucho tiempo con los ojos alucinados. Era una diarrea de órdago. Me daba perfecta cuenta de cómo, poco a poco, me iba disminuyendo el agua del cuerpo.
El pánico, que poco antes había ido abandonándome, me invadió de nuevo. No había papel.
Una persona de buena familia como yo daba por sentado que en un servicio no puede faltar el papel higiénico, por eso, desde un principio, no se me había pasado por la cabeza que tal cosa pudiera suceder. Por supuesto, me vi tan apurado que no pensé que en un lavabo del parque pudiera faltar el papel; al menos podían haber dejado papel de periódico en la papelera, digo yo. No soy una persona que desconozca tanto cómo es el mundo. Sin embargo, debido a las circunstancias, no era capaz de pensar con la cabeza. En esos momentos, en los alrededores no había ni siquiera un triste trozo de periódico.
¡Nooooooooooooo!
Levanté la vista hacia el techo quejándome de mi desgracia. Bajo aquel cielo invernal, sin camisa siquiera, estaba claro que iba a pillar una pulmonía. Pero no tenía más remedio que limpiarme con la camiseta: sabía que acabaría haciéndolo. El caso es que alguien como yo, con educación y maniático de la limpieza, no podía pasar sin limpiarse el trasero después de hacer sus necesidades.
Así que, entre sollozos, me desprendí de la fina camiseta color azul cobalto, me limpié el trasero con ella y, después de darle el último adiós, la tiré al retrete.
Pero enseguida me arrepentí. De nuevo me vinieron ganas de evacuar. Mientras me decía «Aquellas gambas podridas en el intestino grueso han sido una maldición», me entraron unos violentos retortijones. Por primera vez me di cuenta de que era así. De hecho, aquella diarrea se debía a eso. ¿Por qué he tenido que tirar la camiseta? Aunque me hubiera limpiado el trasero con ella, podía haberla lavado con el agua que hay dentro de este baño. Quizá quedara algo de olor, pero al secarse, podía habérmela puesto de nuevo. O, si no, podía haberme lavado el trasero directamente con agua y, después de secármelo, haberme puesto los calzoncillos. Así no hubiera sido estéril. Mientras me aguantaba la segunda cagalera, seguí blasfemando por haberme precipitado.
¿Por qué una persona como yo, guapísimo, inteligente y de la élite, que normalmente me encargaba de hacer transacciones de entre decenas de millones y varios cientos de millones de yenes y que, a veces, volaba al extranjero, donde me manejaba en un inglés fluido, tenía que debatirse en esta situación física con sólo unos calzoncillos? Me sentía un ser desgraciado. ¡Qué habré hecho yo para merecer esto! Claramente, el mundo estaba mal repartido. Ahora bien, esto no quiere decir que yo pudiera ir al puesto de policía a pedir ayuda. Estaba cantado que me vería obligado a dar explicaciones. Con esta pinta, era imposible alegar que no había ningún motivo para que me encontrase en tal estado. Los policías, que no son inteligentes ni forman parte de la élite, no podrían entender mi situación, y me interrogarían para saber todos los detalles hasta que, por fin, ante mi silencio, me relacionarían con el incendio en el hotel, y entonces no podría evitar que me difamaran diciendo que había sido intencionado.
Mientras tuviera ganas de hacer de vientre, no tenía más remedio que quedarme en el retrete. Me volví a bajar los calzoncillos. Decidí permanecer allí hasta que anocheciera, y me puse a reflexionar sobre las diversas posibilidades que tenía, pensé volver andando a mi casa, pero tardaría unas diez horas y me exponía a caer extenuado en pleno bosque, que estaba a mitad de camino. Aunque pudiera parar algún taxi, no me dejarían subir, desnudo como estaba, y si subía a la fuerza, estaba claro que me llevarían a la policía.
Con el atardecer llegó el frío, y los dientes no dejaban de castañetearme ya que no tenía nada que ponerme para detener la emisión de calor corporal. Como hacía poco había estado corriendo, sudaba ligeramente, lo cual tampoco ayudaba a arreglar la situación.
Una vez que se me calmó el apretón, abrí la puerta temerosamente, inspeccioné el interior del lavabo, me dirigí al lavamanos y, quedándome en cueros, me limpié el trasero. Desde la ventana del lavabo se podía ver la leve oscuridad del crepúsculo y la tranquila apariencia del parque. En condiciones normales, ese paisaje me resultaba familiar, y sabía que el recinto del parque no se caracterizaba precisamente por estar desierto. Por eso no lograba tranquilizarme. Las parejitas ya iban llegando poco a poco, y quizás empezarían a pasear pronto de un lado a otro del parque. Sabía qué harían una vez que hubiera anochecido completamente. Todo, lo que se dice todo, no lo harían, pero en general eran cosas indecentes. Los impacientes ya estarían empezando a hacerlo en algún lugar. Y en cualquier instante una chica podía querer hacer sus necesidades. «¿Qué pensaría al descubrirme desnudo y oculto en el lavabo de mujeres? Creería que soy un exhibicionista». Me refugié precipitadamente en el lugar donde había estado primero, cerré la puerta y eché el pestillo. Era un poco pronto para salir, ya que aún había demasiada claridad. Seguía haciendo estos votos con uñas y dientes: «Que anochezca pronto, por favor. Y hasta entonces, que no entre nadie».
—Osamu. Espera un momentito ahí, ¿vale? —Se oyó la voz de una mujer joven, mientras resonaba el eco de unos zapatos de tacón dentro del lavabo.
¡Santo Dios! Su pareja se quedó esperando. Era el peor escenario posible. Apresuradamente, agarré el tirador desde dentro.
—¡Qué sucio está esto!
Al parecer, estaba buscando otro cubículo. ¡Madre mía, que viene para aquí! En ese instante me di cuenta de que estaba sin calzoncillos, todavía con el culo mojado. De esta guisa, salir pitando iba a ser un problema. Aparté la mano del tirador y, cuando intentaba ponerme los calzoncillos a todo correr, la mujer tiró de la puerta con todas sus fuerzas. El débil cerrojo saltó por los aires.
Al verme como estaba, totalmente desnudo en cuclillas sobre el inodoro, la joven empezó a cantar tres compases y medio de una canción tirolesa. Me subí los calzoncillos, pegué un bote y aparté a la mujer de un empujón.
—¿Qué pasa, Emi? —dijo una voz masculina, y alguien acudió apresuradamente.
Acobardado al ver que me abalanzaba desnudo sobre él, el joven retrocedió hasta casi volver a la entrada, dio un alarido y me rehuyó. Yo salí del urinario a todo correr hacia la entrada del parque. Detrás de mí una mujer dio otro alarido, y el hombre, que al parecer estaba enfadado consigo mismo por haberse quedado acobardado, empezó a gritar mientras me perseguía: «¡Un exhibicionista!».
—¡Eh, tú, espera! ¡Ese tipo es un exhibicionista! ¡Que alguien lo atrape!
Sí, hombre, como para esperar estaba yo. Si me atrapaban, sería el final. Una pareja que se encontraba en la dirección que yo habría tomado se quedó petrificada. Para que no escucharan la voz del hombre que corría detrás de mí, grité al tuntún cosas como: «¡Por favor, quitaos de ahí! ¡Estamos rodando un programa de televisión! ¡Una película, es una película!», y atravesé el lugar corriendo.
Como era de esperar, al salir del parque no había ni rastro del tipo que me perseguía. La mujer a la que empujé violentamente en el urinario seguramente se habría caído allí mismo, así que el joven debía de haberse sacrificado por ella. Parecía, pues, que se había marchado por donde había venido, pero no me sentí aliviado en absoluto. A pesar de que era la hora del crepúsculo, había claridad suficiente para reconocer a simple vista, desde lejos, a un hombre desnudo que había dejado detrás a sus perseguidores, y además, poco a poco, empezaron a encenderse las farolas. Sin dejar de correr al trote, busqué un nuevo lugar donde esconderme en unas callejuelas con unos edificios deshabitados. Cada vez que veía una silueta humana delante de mí, hacía un esfuerzo extremo para esconderme rápidamente detrás de algún edificio, lo cual me alteraba, y hacía que me desorientara, y se me estremeciera el corazón y, de resultas de todo ello, me pusiera otra vez a sudar.
En ese lugar en el que estaba, había una serie de edificios relativamente altos que daban a un lado, por eso pensé que habría algún sitio donde esconderme si daba la vuelta y me iba a la parte de atrás. Así pues, doblé a la izquierda en la siguiente calle, pero al ver cómo, a lo lejos, dos mujeres policía examinaban un coche mal aparcado, perdí el equilibrio.
—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ay!
Al regresar precipitadamente a la calle anterior, percibí cómo una de las policías miraba de reojo hacia donde yo estaba. De forma inesperada, se me salieron unas gotas de orina y me puse a dar brincos allí mismo. ¡Menudo follón! Me persiguen.
Ciertamente, en estos lares había muchos tipos raros y antiguamente era un lugar famoso por los hippies, así que en condiciones normales podía pasar desapercibido. Ahora bien, como era de esperar, en pleno invierno no había nadie que corriera desnudo por allí. Visto desde la perspectiva de un hombre decente, me tomarían por un perturbado y la policía me arrestaría. Como es lógico, en caso de no poder responder adecuadamente me meterían en un manicomio. De improviso me metí corriendo en un aparcamiento de un gran edificio situado en una callejuela. Estaba oscuro como boca de lobo, pero, absorto, bajé corriendo por una sinuosa rampa. Me imagino que habría algún sistema de aviso cuando bajara algún coche, pero afortunadamente no había ningún vigilante de seguridad en la garita.
Como la pendiente era muy larga, pensé que debía de encontrarme en el sótano segundo. El aparcamiento estaba al ochenta por ciento de su capacidad. Sin embargo, no había ningún coche que me sugiriera qué clase de edificio era aquél. Al fondo había tres ascensores. Se abrió la puerta del sótano segundo y se bajó un hombre de mediana edad con pinta de fotógrafo. Me escondí detrás de una furgoneta estacionada al lado de la pared. El turismo en el que se subió el hombre ascendió por la rampa.
Como estaba en un sótano, se filtraba un poco de la calefacción del interior del edificio en vez del aire frío exterior. Enseguida se me empezó a secar el sudor y se me puso mal cuerpo. Esto no puede ser. Si me quedo aquí, seguro que pillo una pulmonía de caballo. Eché un vistazo a mi alrededor, pero no había nada que ponerse. Sólo encontré en el suelo un trozo de trapo impregnado en gasolina. Mis tripas volvían a rugir. Me di cuenta de que tenía fiebre. Estaba claro que había pillado un catarro. Cuando estaba a punto de estornudar, se oyó el eco vacío de unas pisadas que bajaban por la rampa.
Seguro que era el vigilante. Mientras me aguantaba el estornudo, sentí que tenía que poner pies en polvorosa. Entré corriendo en el ascensor, cuya puerta todavía estaba abierta, y, sin pensar, apreté el botón de un piso superior. Mientras la puerta estaba cerrándose, estornudé cuatro veces seguidas. El ascensor empezó a subir.
¡La que se va a liar! Si esto es un edificio de tiendas de moda, delante de la puerta del ascensor de cada piso habrá una determinada sección y un hervidero de gente. Y si es un hotel, el ascensor se parará automáticamente en la recepción y allí se abrirá la puerta. Sólo tenía que evitar aparecer desnudo delante de mucha gente. Desesperadamente, me puse a apretar el botón de los pisos superiores. Por suerte, el ascensor pasó de largo la recepción. El botón que tenía apretado era el del cuarto y último piso. Allí se detuvo el ascensor y se abrió la puerta.
Se celebraba una fiesta.
Al parecer habían reservado un restaurante sólo para esas personas. Delante de la entrada había ramos de flores, y enfrente de la recepción se agolpaba un grupo de seis o siete personas encargadas de dar la bienvenida a los invitados. Inmediatamente, tras comprobar la situación, pulsé el botón de CERRAR y me arrimé a un rincón del ascensor. Justo antes de cerrarse la puerta, una joven que estaba de pie mirando hacia mí me descubrió, se me quedó mirando y, sin respiración, dijo:
—¡Eh, oiga! ¡Usted!
El corazón me palpitó como si fuera una campana y me empezaron a temblar las rodillas. Creo que también se me volvieron a escapar unas gotas de orina. ¿En qué piso me habría detenido? A juzgar por lo que había visto en el cuarto piso y por el cartel que había en el interior del ascensor, este edificio debía de ser un establecimiento dedicado al hospedaje, o bien un hotel para hombres de negocios. Mientras imaginaba que podía haber un pasillo con habitaciones vacías, apreté el botón del primer piso. Esta vez, por fortuna, el ascensor no se paró en ningún piso intermedio.
Llegué al primer piso; se abrió la puerta y tímidamente salí a un vestíbulo de ascensores muy tranquilo. En la entrada principal había un espejo. Me eché hacia atrás espantado al verme reflejado en él. La parte inferior del cuerpo, que estaba parcialmente mojada desde el principio, se había vuelto a mojar con varias gotitas debido a la incontinencia, y los finos calzoncillos ya se transparentaban. Era casi como si no llevara nada puesto en esa parte. No podía encontrarme con nadie bajo ningún concepto.
Como me imaginaba, no había nadie en el pasillo, y a cada lado había unas estancias que parecían habitaciones. Busqué un lavabo, pero, como es natural, en el piso de las habitaciones no había ninguno. Lo que sí había era una lámpara de cristal que indicaba la salida de emergencia. Sin vacilación, abandoné a todo correr aquel pasillo en el que predominaba una luz verde. A juzgar por lo que se veía en el lugar, en la pared exterior del edificio no había ninguna escalera de incendios, sino tan sólo una escalera para el personal.
De repente se abrió una puerta a mi derecha, y por ella salió un hombre gordo de mediana edad que debía de ser un cliente del establecimiento. Tenía aspecto de estar aburrido y de tener mucho mundo. Me miró e inmediatamente esbozó una sonrisa de curiosidad.
—¡Anda! Pero ¿qué hace aquí?
Mientras pasaba corriendo por delante de él, le guiñé un ojo:
—Es una orgía. Una orgía.
Por un momento, el hombre de mediana edad mostró un semblante como de envidia que le salió del alma. Se dirigió a mí por detrás preguntándome en qué habitación era la fiesta, etc. Abrí la puerta de hierro donde ponía SALIDA DE EMERGENCIA, y que hacía las veces de escalera de servicio para el personal, y me metí precipitadamente por ella.
Decidí bajar al entresuelo por las escaleras de hormigón. Tanto en el entresuelo como en el sótano primero debía de haber una conexión con el exterior para los empleados. Si permanecía mucho tiempo dentro del hotel, estaría en peligro; tenía que evitar malentendidos, como el de que me tomasen por un ladrón, un exhibicionista, un homosexual, un perturbado mental o quién sabe qué.
En el descansillo me topé con la señora de la limpieza. La mujer, de mediana edad, traía un cubo de plástico del entresuelo. Al verme desnudo no se sorprendió demasiado, como corresponde a alguien que trabaja en un local comercial. Se limitó a mirarme con malos ojos y a decirme con voz áspera:
—Señor, no está bien que salga de su habitación con esa pinta, ¿eh?
—No, no es lo que usted piensa. Nada de eso. Es que estoy en una fiesta de disfraces. Eso es, una fiesta de disfraces —dije con una sonrisa, y soltando frases irreflexivas y embustes, bajé corriendo, pasando junto a ella.
En el entresuelo, como me esperaba, había un pasadizo que comunicaba con el exterior. Pude ver cómo desde el sótano primero subían unos empleados varones que iban hablando, así que abrí la puerta y salí a la calle precipitadamente. Allí, en la callejuela en la que había visto a las mujeres policía, seguía el turismo. Pensaba que habría poco tráfico, y mientras miraba inquieto a mi alrededor por si había algún escondite en la vecindad, volvieron a aparecer las dos mujeres policía en un cruce que había a lo lejos. Las mujeres, que por lo visto eran unas pesadas, me habían estado buscando por todas partes. Una de ellas me señaló con el dedo, así que puse pies en polvorosa. Iba a salir ya a la calle principal, ya que no tenía otro remedio, cuando pude comprobar el gran y asqueroso celo de las dos policías. Me señalaron por la espalda e hicieron sonar el silbato con todas sus fuerzas.
La gente que caminaba por la avenida se me quedó mirando y se echó atrás. No podía permitir que me detuvieran, así que me puse a chillar con desesperación y me abalancé sobre ellos llamando su atención:
—¡Soy un estríper! ¡Un estríper!
No había más remedio que cruzar corriendo la carretera. Si me atropellaba un coche, allí se acabaría todo, pero decidí hacer frente a la situación, salté el guardarraíl y fui a dar a la carretera. No había otra forma de evitar la persecución de las mujeres policía. Inmediatamente el ambiente se vio invadido por el ruido de los cláxones y las frenadas. Las mujeres de la acera me miraban y lanzaban gritos de alegría y chillidos. Me deslizaba por entre los coches que frenaban en seco, subía de un salto al capó o al maletero y después bajaba durante otro salto, y así me fui acercando a la orilla opuesta tras cruzar una amplia carretera de seis carriles. En la acera, muchos de los transeúntes se detenían para mirarme. Por detrás seguían pitando las policías al grito de: «¡Atrapen a ese sujeto!». Sería un grave problema si entre los peatones hubiera alguien que me detuviera. Pensando que no me quedaba más remedio que aliarme con la muchedumbre, me puse a sonreír, salté el guardarraíl y, como si respondiera a unos aplausos, levanté los dos brazos muy arriba juntando las manos y derroché simpatía a raudales. Como cabía esperar, los urbanitas se pusieron a jalearme y aplaudieron entusiasmados. Quizá temían que los tildaran de aburridos y pesados; el caso es que nadie intentó detenerme.
No podía perder más tiempo en aquel lugar. Y es que sentía que algo caliente se me iba deslizando desde el trasero hasta detrás del muslo. En medio de la tensión y el miedo, la desazón y la excitación, y de aquel movimiento extremo, al parecer había soltado de nuevo una diarrea monumental. Para que nadie se diera cuenta, me dispuse a buscar refugio en una callejuela cercana a toda prisa, pero por detrás se me acercó una joven gritando: «¡Qué peste!».
En esos momentos ya nadie me perseguía. Como me encontraba en el fondo de un callejón de un gran centro urbano, había transeúntes por doquier, pero como ya había anochecido por completo, con tal de que corriera desnudo por los lugares sin farolas, nadie se daría cuenta de mi presencia aunque me cruzara con la gente. Los restaurantes del callejón se empezaban a animar sustituyendo al ambiente de la avenida. Si salía precipitadamente a esa calle, se volvería a armar un gran alboroto. Por suerte, aquella zona me la conocía bien, así que al menos pude evadirme por ella. Fui a parar a una calle oscura, delante del almacén de un centro comercial.
La persiana metálica estaba echada y enfrente habían dejado unas cajas grandes de cartón vacías, papel de embalaje, periódicos, etcétera. Eso suponía para mí un magnífico lugar donde esconderme. Calculé el momento en el que dejaban de pasar peatones por las cercanías y me introduje en una enorme caja de cartón que debía de haber contenido un televisor o un frigorífico pequeño. Me cubrí el cuerpo con unos papeles de periódico que había por allí, me tumbé en la caja y, por fin, sentí la paz espiritual que necesitaba.
El papel de periódico era sumamente calentito. Pude comprender por qué los vagabundos se cubren con él para dormir. A medida que se me calentaba el cuerpo dentro de la caja de cartón, el ambiente se iba cargando por el hedor, pero después de unas cuantas horas no podía imaginar una paz mayor. Calculé el momento en el que estarían desiertas las calles y pensé en trasladarme hasta el edificio de la empresa, en la zona de oficinas. Si iba corriendo por la carretera en línea recta, podía estar allí en una hora aproximadamente. Me dirigiría al cuarto del portero y, como éste me conocería de vista, le pediría que me diera algo de ropa para ponerme, y al día siguiente podría ir a trabajar. En cuanto al dinero, podía pedir un adelanto a Contabilidad. Puesto que había una sastrería en la misma puerta de la empresa, podía pedir por teléfono un traje a medida y a mi gusto, y me lo traerían sin problemas. Con él ya podría trabajar fuera de la oficina. Claro que tendría que darle algo de dinero al portero para comprar su silencio.
Se oyeron las voces de un hombre y una mujer que pasaban por allí cerca.
—Dicen que hay un tipo que va corriendo desnudo por esta zona.
—¿Estará borracho o será un exhibicionista?
—Dicen que es homosexual. Incluso hay quien asegura que quizá sea un enfermo de sida que se ha escapado de un hospital.
—¡Vaya peligro!, ¿no?
¡Menudo follón! Si se propaga por ahí el rumor de que tengo el sida y no sé cuántas cosas más, me convertiré en un delincuente de los más buscados. No quería seguir siendo un espectáculo de esas características. Decidí que hasta que no fuera noche cerrada no saldría de allí.
No sé cuántas horas estaría en aquel lugar. El establecimiento que daba a la avenida quizá ya habría cerrado. Tenía el estómago vacío, pero, como me sentía mal, no tenía apetito. A medida que avanzaba la noche, el relente se acentuaba, a pesar de lo cual notaba una sensación de calor por todo el cuerpo. Tenía la impresión de que había vuelto a hacerme mis necesidades dentro de la caja de cartón, y ya me resultaba difícil soportar el hedor. Parecía que a mi alrededor no había nadie. Sólo una vez cruzaron unas mujeres, una de las cuales dijo: «¡Qué mal huele aquí!». Fue entonces cuando me enteré de que el mal olor llegaba incluso a la calle. Si no hacía nada para remediarlo, podía venir la policía para averiguar de dónde provenía la pestilencia. ¿Habría algún sitio donde lavarme los calzoncillos o las partes pudendas? El parque era un lugar peligroso. Aquella pareja me habría denunciado a la policía por exhibicionista. Delante de la estación había una gran fuente, pero, tanto durante el día como por la noche, siempre había mucha gente, así que si entraba desnudo en aquel sitio y empezaba a lavarme los calzoncillos cubiertos de caca, se iba a organizar una buena.
«¡Ya lo tengo!». Cerca había un restaurante de fideos japoneses. Delante, si no recordaba mal, había un molino de agua que iba dando vueltas. Allí me podía lavar. Salí de la caja de cartón arrastrándome a gatas. Fui a escondidas hasta la esquina del restaurante; por lo visto iban a cerrar, porque habían guardado la cortina con el logotipo[3] y estaba saliendo el último cliente.
Dentro estaban apagando las luces. Las calles se iban quedando vacías, así que me acerqué a la aceña y, rápidamente, me quité los calzoncillos, los puse debajo del tanque y empecé a lavarlos con mucho ruido. Me avergonzaba de mi propia suciedad, pero, bueno, como con esa agua no iban a hervir los fideos…
Dentro del establecimiento se oyeron voces. Los empleados estaban recogiendo las cosas, por lo que parecía. Cuando, asustado, volví la cabeza hacia la entrada, me hice un lío con las manos. Los calzoncillos se me quedaron enganchados en la noria y empezaron a subir. Como estaba tan oscuro, no me di cuenta, pero mientras me entretenía, los calzoncillos fueron a parar a un lugar lejos de mi alcance. ¡Maldita sea! Rápidamente me fui al otro lado de la noria y me puse a esperar a que bajaran los calzoncillos.
En ese momento se detuvo la corriente de agua y la noria dejó de funcionar. Habrán cerrado la llave de paso del agua desde dentro del restaurante, pensé. Los calzoncillos seguían allá arriba, cerca del punto más alto de la noria. Me quedé de una pieza. Intenté mover la noria con la mano, pero como todavía quedaba mucha agua en las paletas de la rueda hidráulica, sólo pude moverla un poquito y, después, por mucha fuerza que hiciera, ya no conseguía moverla. Los calzoncillos fueron a parar casi a lo más alto. El caso es que era una noria famosa por sus dimensiones, con un diámetro de cinco metros, y seguro que el volumen del agua debía de pesar más de cien kilos, de modo que me fue imposible moverla. Además, estaba débil, medio enfermo y hambriento, por lo que carecía de fuerzas.
No tenía otra alternativa que encaramarme a lo alto para coger los calzoncillos. Retrocedí varios pasos para coger impulso, salté hasta las paletas de la noria, que estaban por encima de mi cabeza, y trepé varios pasos intentando agarrarme sucesivamente con pies y manos.
Pero los escalones de las paletas de la noria no eran muy fuertes que digamos. Si pisaba un peldaño y se rompía, también lo hacían el siguiente escalón y, a su vez, el asidero al que me agarraba con la mano. La cuestión es que me caí dentro del depósito de agua.
En ese momento se encendieron las luces del restaurante.
—¿Qué ha sido ese ruido?
Parecía que los empleados se disponían a salir. Se produjo un gran estruendo al abrirse la puerta de entrada. Yo estaba en cueros, así que hui despavorido para que no me vieran.
¡Nooooooooooooo!
Por fin estaba como Dios me trajo al mundo, y ahora sí que no debía verme nadie bajo ningún concepto. Si me pillaban, me detendrían por un delito menor. Se trataría de ultraje público al pudor. Pero estaba calado hasta los huesos. Tenía que hacer algo: si no, me moriría de frío. Me empecé a impacientar. Debía secarme. Si al menos encontrara alguna tela, aunque sólo fuera para cubrirme las partes pudendas… En los alrededores no había más que edificios con restaurantes y, a juzgar por las lámparas de cristal, tan sólo permanecían abiertos algunos bares de los sótanos y entresuelos. Únicamente se oían voces de gente borracha y, de fondo, el follón que armaban los cantos desafinados de un karaoke, pero cerca de la entrada estaba desierto. Habrá un váter, pensé. Entré corriendo en el entresuelo y descubrí uno en una esquina, al fondo de un pasillo estrecho y largo. Me metí precipitadamente en un lavabo de grandes dimensiones. Estaba sucio, pero era mucho mejor que el del parque. Además, incluso había papel higiénico de repuesto. Con ese abundante papel me sequé todo y, después de hacer mis necesidades, empecé a enrollármelo alrededor del cuerpo. Como no podía permitir que se me cayera, hice algunos nudos y me enrollé hasta la cara, las manos y los pies, para lo cual gasté dos rollos enteros de papel. En ese ínterin, vinieron dos o tres clientes del bar y tocaron a la puerta, pero yo los ignoré golpeando la puerta desde dentro con los nudillos.
Me imaginaba perfectamente la pinta que debía de tener: un misterioso hombre-momia. Estaba claro que si me veía la policía, sospecharían de mí y me darían el alto. Como mínimo me imputarían un delito menor, pero ande yo caliente, ríase la gente. Pensé que fuera habría ya muy poco trajín, así que salí corriendo del lavabo y me propuse ir corriendo a toda velocidad, de un tirón, hasta los edificios de la zona de oficinas donde estaba mi empresa.
Una joven que salía achispada del bar se topó de cara conmigo en el pasillo que daba al váter. En la pared había colgado un farol de color azul y, al verme con el aspecto de hombre-momia iluminado por esa luz, se le heló la sangre. Yo debí de poner cara de pavor. La joven se puso a cantar un aria con voz espantada y se desmayó. Se derrumbó y se estrelló la frente contra el suelo de hormigón. Su cuerpo se quedó hecho trizas. Salí precipitadamente a la calle preocupado por si ella pudiera haber sufrido una contusión cerebral. Pero yo no era de los que piensan mucho en los demás. En cuanto empecé a correr por las callejuelas, se puso a llover. Como es de suponer, el papel higiénico está pensado para que se disuelva con el agua, así que poco después la superficie enrollada en varias capas que llevaba encima se empezó a escurrir viscosamente como si fuera un lodo residual de color blanco.
Había elegido una calle oscura en la que no había restaurantes ni bares, pero el caso es que me iba topando esporádicamente con algunas personas. Un hombre joven que debía de haber estado haciendo horas extras salió por la puerta de atrás del edificio, abrió el paraguas y, al salir a la calle, estuvo a punto de darse un encontronazo conmigo. El tipo, que parecía muy apocado, se me quedó mirando unos momentos con rencor y, sin decir ni pío, se cayó de bruces en un charco. Con eso me pude hacer una idea de la pinta que debía de tener. La verdad es que quería hacerme con la ropa y el paraguas de ese joven, pero me percaté de que empezaban a salir sus compañeros de trabajo, de modo que sólo pensé en huir inmediatamente.
Mientras seguía corriendo en medio de aquella persistente lluvia helada, se me empezó a nublar la vista. Me entró dolor de cabeza y notaba que la temperatura de mi cuerpo iba en aumento. Sin duda estoy enfermo, pensé. Seguro que he pillado una pulmonía. Aun así, debía seguir corriendo. Mis fuerzas estaban llegando al límite. Pronto la lluvia empezó a mezclarse con auténtico hielo. Sólo me quedaban algunos fragmentos de papel higiénico adheridos a alguna que otra parte del cuerpo, y la fría aguanieve me caía directamente. Perdí el equilibrio varias veces. A lo lejos, como una silueta negra, se divisaba el conglomerado de edificios de la zona de oficinas.
Cuando llegué con dificultad al edificio de mi empresa, la aguanieve se había convertido en nieve. Me había caído varias veces, y tenía todo el cuerpo cubierto de lodo. Tiritaba. Pulsé el botón para emergencias nocturnas, pero no obtuve respuesta alguna por el interfono. Seguí pulsándolo un rato.
Aunque sería la una de la madrugada, el vigilante ya debía de estar dormido. Al día siguiente era fiesta. ¿Se dormiría antes la noche previa a un festivo? También había oído decir que era bebedor. Quizá se habría quedado dormido después de beber, creyendo que, al ser la víspera de un festivo, no habría ningún trabajador que volviera a la empresa a esas horas intempestivas.
Si me llegaba hasta la persiana metálica de la entrada principal, podría resguardarme mejor de la nieve. Me desplomé sobre el gélido mármol artificial. Ya no podía moverme. Estaba exhausto. Pero ¡un momento! Es posible que el vigilante haya salido un rato a hacer la ronda por el interior del edificio. De ser así, estaría a punto de volver a la garita. Lo que ocurría es que ya ni siquiera podía ponerme de pie. La nieve se empezaba a acumular a mi alrededor. Me entró sueño y me quedé adormilado. Empezaba a sentir que la nieve estaba caliente.
Por fin, todo hacía indicar que me iba a morir allí. No sabía qué recompensa me esperaba, pero estaba claro que me debía esperar algo. Mañana todos se quedarán sorprendidos. Los compañeros que vengan a trabajar descubrirán mi cadáver frente a la entrada: el cuerpo sin vida del empleado joven más prometedor de la empresa. Estaba como Dios me trajo al mundo, total y absolutamente desnudo. Seguro que se armará mucha bulla. ¿Qué pensarán? ¡Qué divertido! Es una lástima que no pueda verme. Ji. Jijiji. Jijijijijijijiji.
Fin
Yasutaka Tsutsui. Escritor y actor japonés, es un autor dedicado a la ciencia ficción y a la literatura fantástica, famoso por sus relatos cortos llenos de sátira y temas polémicos. Su tendencia a romper con los tabúes habituales en Japón le ha llevado a ser censurado en varias ocasiones, e incluso a realizar protestas mediáticas contra la política editorial del sector literario japonés.
Ganador de los premios Tanizaki y Kyoka, junto con el Yasunari, varias de sus obras han sido llevadas al cine y la televisión, siempre dentro del ámbito nacional.
Autor poco traducido en lengua castellana, apenas han sido publicadas dos antologías de entre las más de cuarenta que componen su obra en japonés.