Aquel verano —cómo olvidarlo— después de las lecciones de don Jorge y a petición de Honorata, íbamos a cazar mariposas por los jardines de nuestra mansión, en lo alto del Vedado. Aurelio y yo la complacíamos porque cojeaba del pie izquierdo y era la de menor edad (en marzo había cumplido los quince años); pero nos hacíamos de rogar para verla hacer pucheros y retorcerse las trenzas; aunque en el fondo nos gustaba sortear el cuerno de caza, junto al palomar desierto, vagar por entre las estatuas con las redes listas, siguiendo los senderos del parque japonés, escalonados y llenos de imprevistos bajo la hierba salvaje que se extendía hasta la casa.
La hierba constituía nuestro mayor peligro. Hacía años que asaltaba la verja del suroeste, la que daba al río Almendares, el lado más húmedo y que la excitaba a proliferar; se había prendido a los terrenos a cargo de tía Esther, y pese a todos sus esfuerzos y los de la pobre Honorata, ya batía los ventanales de la biblioteca y las persianas francesas del salón de música. Como aquello afectaba la seguridad de la casa y era asunto de mamá, irreducibles y sonoras discusiones remataban las comidas: y había veces que mamá, que se ponía muy nerviosa cuando no estaba alcoholizada, se llevaba la mano a la cabeza en ademán de jaqueca y rompía a llorar de repente, amenazando, entre sollozos, con desertar de la casa, con cederle al enemigo su parte del condominio si tía Esther no arrancaba (siempre en un plazo brevísimo) la hierba que sepultaba los portales y que muy bien podía ser un arma de los de afuera.
—Si rezaras menos y trabajaras más… —decía mamá, amontonando los platos.
—Y tú soltarás la botella… —ripostaba tía Esther.
Afortunadamente don Jorge nunca tomaba partido: se retiraba en silencio con su cara larga y gris, doblando la servilleta, evitando inmiscuirse en la discordia familiar. Y no es que para nosotras don Jorge fuera un extraño, a fin de cuentas era el padre de Aurelio (se había casado con la hermana intercalada entre mamá y tía Esther, la hermana cuyo nombre ya nadie pronunciaba); pero, de una u otra forma, no era de nuestra sangre y lo tratábamos de usted, sin llamarlo tío. Con Aurelio era distinto: cuando nadie nos veía lo cogíamos de las manos, como si fuéramos novios; y justamente aquel verano debía de escoger entre nosotras dos, pues el tiempo iba pasando y ya no éramos niños. Todas queríamos a Aurelio por su porte, por sus vivos ojos negros, y sobre todo por aquel modo especial de sonreír. En la mesa las mayores porciones eran para él, y si el tufo de mamá se percibía por encima del olor de la comida, uno podía apostar que cuando Aurelio alargara el plato ella le serviría despacio, su mano izquierda aprisionando la de él contra los bordes descascarados. Tía Esther tampoco perdía prenda, y con la misma aplicación con que rezaba el rosario buscaba la pierna de Aurelio por debajo del mantel, y se quitaba el zapato. Así eran las comidas. Claro que él se dejaba querer, y si vivía con don Jorge en los cuartos de la antigua servidumbre, separado de nosotras, era porque así lo estipulaba el Código; tanto mamá como tía Esther le hubieran dado habitaciones en cualquiera de las plantas y él lo hubiera agradecido, y nosotras encantadas de tenerlo tan cerca, de sentirlo más nuestro en las noches de tormenta, con aquellos fulgores y la casa sitiada.
Al documento que delimitaba las funciones de cada cual y establecía los deberes y castigos, lo llamábamos, simplemente, el Código; y había sido suscrito, en vida del abuelo, por sus tres hijas y esposos. En él se recogían los mandatos patriarcales, y aunque había que adaptarlo a las nuevas circunstancias, era la médula de nuestra resistencia y nos guiábamos por él. Seré somera en su detalle:
A don Jorge se le reconocía como usufructuario permanente y gratuito de inmueble y miembro de Consejo de Familia. Debía ocuparse de avituallamiento, de la inteligencia militar, de administrar los recursos, de impartir la educación y promover la cultura (había sido subsecretario de Educación en tiempos de Laredo Brú), de las reparaciones eléctricas y de albañilería, y de cultivar las tierras situadas junto al muro del nordeste, que daba a la casona de los Enriquez, convertida en una politécnica desde finales del sesenta y tres. A tía Esther le tocaba el cuidado de los jardines (incluyendo el parque), la atención de los animales de cría, la agitación política, las reparaciones hidráulicas y de plomería, la organización de actos religiosos, y el lavado, planchado y zurcido de la ropa.
Se le asignaba a mamá la limpieza de los pisos y muebles, la elaboración de planes defensivos, las reparaciones de carpintería, la pintura de techos y paredes, el ejercicio de la medicina, así como la preparación de alimentos y otras labores conexas, que era en lo que invertía más tiempo.
En cuanto a nosotros, los primos, ayudábamos en los quehaceres de la mañana y escuchábamos de tarde las lecciones de don Jorge; el resto de la jornada lo dedicábamos al esparcimiento; por supuesto, al igual que a los demás, se nos prohibía franquear los límites del legado. Otra cosa era la muerte.
La muerte moral, se entiende; la muerte exterior del otro lado de la verja. Oprobioso camino que había seguido la mitad de la familia en los nueve años que ya duraba el asedio.
El caso es que aquel verano cazábamos mariposas. Venían del río volando sobre la hierba florida, deteniéndose en los pétalos, en los hombros quietos de cualquier estatua. Decía Honorata que alegraban el ambiente, que lo perfumaban—siempre tan imaginativa la pobre Honorota—; pero a mí me inquietaba que vinieran de afuera y, como mamá, opinaba que eran un arma secreta que aún no comprendíamos, quizá por eso gustaba de cazarlas. Aunque a veces me sorprendían y huía apartando la hierba, pensando que me tomarían del cabello, de la falda —como en el grabado que colgaba en el cuarto de Aurelio—, y me llevarían sobre la verja atravesando el río.
A las mariposas las cogíamos con redes de viejos mosquiteros y las metíamos en frascos de conservas que nos suministraba mamá. Luego, al anochecer, nos congregábamos en la sala de estudio para el concurso de belleza, que podía durar horas, pues cenábamos tarde. A la más bella la sacábamos del frasco, le vaciábamos el vientre y la pegábamos en el álbum que nos había dado don Jorge; a las sobrantes, de acuerdo con una sugerencia mía para prolongar el juego, les desprendíamos las alas y organizábamos carreras, apostando pellizcos y caricias que no estuvieran sancionados. Finalmente las echábamos al inodoro, y Honorata, trémula con los ojos húmedos, manipulaba la palanca que originaba el borboteo, los rumores profundos que se las llevaban en remolino.
Después de la comida, después del alegato de tía Esther contra las razones de mamá —que se iba a la cocina con el irrevocable propósito de abandonar la casa en cuanto fregara la loza—, nos reuniríamos en el salón de música para escuchar el piano de tía Esther, sus himnos religiosos en la penumbra del único candelabro. Don Jorge nos había enseñado algo en el violín, y aún se le mantenían las cuerdas; pero por la desafinación del piano no era posible concertarlo y ya preferíamos no sacarlo del estuche. Otras veces, cuando tía Esther se indisponía o mamá le reprochaba el atraso en la costura, leíamos en voz alta las sugerencias de don Jorge, y como sentía una gran admiración por la cultura alemana, las horas se nos iban musitando estanzas de Goethe, Hölderlin, Novalis, Heine.
Poco. Muy poco; solo en las noches de lluvia en que se anegaba la casa y en alguna otra ocasión especialísima, repasábamos la colección de mariposas, el misterio de sus alas llegándonos muy hondo, las alas cargadas de signos de más allá de las lanzas, del muro enconado de botellas; y nosotros allí, bajo las velas y en silencio, unidos en una sombra que disimulaba la humedad de la pared, las pestañas esquivas y las manos sueltas, sabiendo que sentíamos lo mismo, que nos habíamos encontrado en lo profundo de un sueño, pastoso y verde como el río desde la verja; y luego aquel techo abombado y cayéndose a pedazos, empolvándonos el pelo, los más íntimos gestos. Y las coleccionábamos.
La satisfacción mayor era imaginarse que al final del verano Aurelio ya estaría conmigo. “Un párroco disfrazado os casará tras la verja”, decía don Jorge, circunspecto, cuando tía Esther y Honorata andaban por otro lado. Yo no dejaba de pensar en ello; diría que hasta me confortaba en la interminable sesión de la mañana: El deterioro de mamá iba en aumento (aparte de cocinar, y siempre se le hacía tarde, apenas podía con la loza y los cubiertos) y era yo la que baldeaba el piso, la que sacudía los astrosos forros de los muebles, los maltrechos asientos.
Quizá sea una generalización peligrosa, pero de algún modo Aurelio nos sostenía a todas, su cariño nos ayudaba a resistir. Claro que en mamá y tía Esther coincidían otros matices; pero cómo explicar sus devaneos gastronómicos, los excepcionales cuidados en los catarros fugaces y rarírismos dolores de cabeza, los esfuerzos prodigiosos por verlo fuerte, acicalado, contento… Hasta don Jorge, siempre tan discreto, a veces se ponía como una gallina clueca. Y de Honorata ni hablar; tan optimista la pobre, tan fuera de la realidad, como si no fuera coja. Y es que Aurelio era nuestra esperanza, nuestro dulce bocado de ilusión; y era él quien nos hacía permanecer serenas dentro de aquellos hierros herrumbrosos, tan hostigados desde afuera.
—¡Qué mariposa más bella!— dijo Honorata en aquel crepúsculo, hace apenas un verano. Aurelio y yo marchábamos delante, de regreso a la casa, él abriéndome el paso con el asta de la red. Nos volvimos: la cara pecosa de Honorata saltaba por la hierba como si la halaran por las trenzas; más arriba, junto a la copa del flamboyán que abría el sendero de estatuas, revoloteaba una mariposa dorada. Aurelio se detuvo. Con un gesto amplio nos tendió en la hierba. Avanzó lentamente, la red en alto, el brazo izquierdo extendido a la altura del hombro, deslizándose sobre la maleza, La mariposa descendía abriendo sus enormes alas, desafiantes, hasta ponerse casi al alcance de Aurelio; pero planeando más allá del flamboyán, internándose en la galería de estatuas. Él la siguió y pronto desaparecieron.
Cuando Aurelio regresó era de noche; ya habíamos elegido a la reina y la estábamos preparando para darle la sorpresa. Pero vino serio y sudoroso diciendo que se le había escapado, que había estado a punto de cogerla, encaramándose en la verja; y pese a nuestra insistencia no quiso quedarse a los juegos.
Yo me quedé preocupada. Me parecía estarlo viendo allá arriba, casi del otro lado, la red colgando sobre el camino del río y él a un paso de saltar. Me acuerdo que le aseguré a Honorata que la mariposa era un señuelo, que había que subir la guardia.
El otro día fue memorable. Desde el amanecer los de afuera estaban muy exaltados: Expulsaban cañonazos y sus aviones grises dejaban rastros en el cielo; más abajo los helicópteros encrespaban el río y la hierba. No había duda que celebraban algo, quizá una nueva victoria; y nosotros incomunicados. No es que careciéramos de radios, pero ya hacía años que no pagábamos el fluido eléctrico y las pilas del Zenith de tía Esther se habían vuelto pegajosas y olían al remedio chino que atesoraba mamá en lo último del botiquín. Tampoco nos servía el teléfono no recibíamos periódicos, no abríamos las cartas que supuestos amigos y familiares traidores nos enviaban desde afuera. Estábamos incomunicados. Es cierto que don Jorge traficaba por la verja, de otra manera no hubiéramos subsistido, pero lo hacía de noche y no estaba permitido presenciar la compraventa, incluso hacer preguntas sobre el tema. Aunque una vez que tenía fiebre alta y Honorata lo cuidaba, dio a entender que la causa no estaba totalmente perdida, que organizaciones de fama se preocupaban por los que aún resistían.
Al atardecer, después que concluyeron los aplausos patrióticos de los de la politécnica, los cantos marciales por encima del muro de vidrios anaranjados y que enloquecían a mamá a pesar de los tapones y compresas, descolgamos el cuerno de la panoplia—don Jorge había declarado asueto—y nos fuimos en busca de mariposas. Caminábamos despacio, Aurelio con el ceño fruncido. Desde la mañana había estado recogiendo coles junto al muro y escuchado de cerca el clamor de los cantos sin la debida protección, los febriles e ininteligibles discurso del mediodía. Parecía afectado Aurelio: rechazó los resultados del sorteo arrebatándole a Honorata el derecho de distribuir los cotos y llevar el cuerno de caza. Nos separamos en silencio, sin las bromas de otras veces, pues siempre se habían respetado las reglas establecidas. Yo hacía rato que vagaba a lo largo del sendero de la verja haciendo tiempo hasta el crepúsculo, el frasco lleno de alas amarillas, cuando sentí que una cosa se me enredaba en el pelo. De momento pensé que era el tul de la red, pero al alzar la mano izquierda mis dedos rozaron algo de más cuerpo, como un pedazo de seda, que se alejó tras chocar con mi muñeca. Yo me volví de repente y la vi detenida en el aire, la mariposa dorada frente a mis ojos, sus alas abriéndose y cerrándose frente a la altura de mi cuello y yo sola y de espaldas a la verja. Al principio pude contener el pánico: empuñé el asta y descargué un golpe; pero ella lo esquivó ladeándose a la derecha. Traté de tranquilizarme, de no pensar en el grabado de Aurelio, y despacio caminé hacia atrás. Poco a poco alcé los brazos sin quitarle la vista, tomé puntería; pero la manga de tul se enganchó en un hierro y volví a fallar el golpe. Esta vez la vara se me había caído en el follaje del sendero. El corazón me sofocaba. La mariposa dibujó un círculo y me atacó a la garganta. Apenas tuve tiempo de gritar y de arrojarme a la hierba. Un escozor me llevó la mano al pecho y la retiré con sangre. Había caído sobre el aro de hojalata que sujetaba la red y me había herido el seno. Esperé unos minutos y me volví boca arriba, jadeante. Había desaparecido. La hierba se alzaba alrededor de mi cuerpo, me protegía, como a la Venus derribada de su pedestal que Honorata había descubierto en lo profundo del parque; yo tendida, inmóvil como ella, mirando el crepúsculo concienzudamente, y de pronto los ojos de Aurelio en el cielo y yo mirándolos quieta, viéndolos recorrer mi cuerpo casi sepultado y detenerse en mi seno, y luego bajar por entre los tallos venciéndome en la lucha para entornarse en el beso largo y doloroso que estremeció la hierba. Después el despertar inexplicable: Aurelio sobre mi cuerpo, aún tapándome la boca a pesar de las mordidas; su frente, señalada por mis uñas.
Regresamos. Yo sin hablar, desilusionada.
Honorata lo había visto todo desde las ramas del flamboyán.
Antes de entrar al comedor acordamos guardar el secreto. No se si sería por las miradas de mamá y tía Esther detrás del humo de la sopa o por los suspiros nocturnos de Honorata, revolviéndose en las sábanas; pero amaneció y yo me di cuenta de que ya no quería tanto a Aurelio, que no lo necesitaba, ni a él ni a la cosa asquerosa, y juré no hacerlo más hasta la noche de bodas.
La mañana se me hizo más larga que nunca y acabé extenuada.
En la mesa le pasé a Honorata mi porción de coles (nosotras siempre tan hambrientas) y a Aurelio lo miré fríamente cuando comentaba con mamá que un gato de la politécnica le había mordido la mano, le había arañado la cara y desaparecido tras el muro. Luego vino la clase de Lógica. Apenas atendí a don Jorge a pesar de las palabras: ferio, festino, barroco, y otras más.
—Estoy muy cansada… Me duele la espalda —le dije a Honorata después de la lección, cuando propuso cazar mariposas.
—Anda, no seas mala —insistía ella.
—No.
—¿No será que tienes miedo? —dijo Aurelio.
—No. No tengo miedo.
—¿Seguro?
—Seguro. Pero no voy a hacerlo más.
—¿Cazar mariposas?
—Cazar mariposas y lo otro. No voy a hacerlo más.
—Pues si no van los dos juntos le cuento todo a mamá —chilló Honorata sorpresivamente, con las mejillas encendidas.
—Yo no tengo reparos —dijo Aurelio sonriendo, agarrándome del brazo. Y volviéndose a Honorata, sin esperar mi respuesta, le dijo: “Trae las redes y los pomos. Te esperamos en el palomar”.
Yo me sentía confusa, ofendida; pero cuando vi alejarse a Honorata, cojeando que daba lástima, tuve una revelación y lo comprendí todo de golpe. Dejé que Aurelio me rodeara la cintura y salimos de la casa. Caminábamos en silencio, sumergidos en la hierba tibia, yo pensaba que a Aurelio también le tenía lástima, que yo era la más fuerte de los tres, y quizá de toda la casa. Curioso, yo tan joven, sin cumplir los diecisiete, y más fuerte que mamá con su alcoholismo progresivo, que tía Esther, colgada de su rosario. Y de pronto también que Aurelio. Aurelio el más débil de todos; aún más débil que don Jorge, que Honorata; y ahora sonreía de medio lado, groseramente, apretándome la cintura como si me hubiera vencido, sin darse cuenta, el pobre, que solo yo podía salvarlo, a él y a toda la casa.
—¿Nos quedamos aquí? —dijo deteniéndose—. Creo que es el mismo lugar de ayer—. Y me guiñaba los ojos.
Yo asentí y me acosté en la hierba. Noté que me subía la falda, que me besaba los muslos; y yo como la diosa, fría y quieta, dejándolo hacer para tranquilizar a Honorata, para que no fuera con el chisme que levantaría la envidia, ellas tan insatisfechas y la guerra que llevábamos.
—Córranse un poco más a la derecha, no veo bien— gritó Honorata , cabalgando una rama. Aurelio no le hizo caso y me desabotonó la blusa.
Oscureció y regresamos, Honorata llevando las redes y yo los pomos vacíos. —¿Me quieres?— dijo él mientras me quitaba del pelo una hoja seca.
—Sí, pero no quiero casarme. Quizá para el otro verano.
—Y… ¿Lo seguirás haciendo?
—Bueno— dije un poco asombrada—.
—Con tal que nadie se entere…
—En ese caso me da igual. Aunque la hierba se cuela por todos lados, le da a uno picazón.
Esa noche Aurelio anunció en la mesa que no se casaría aquel año, que posponía su decisión para el próximo verano. Mamá y tía Esther suspiraron aliviadas; don Jorge apenas alzó la cabeza.
Pasaron dos semanas, él con la ilusión de que me poseía. Yo me acomodaba en la hierba con los brazos detrás de la nuca, como la estatua, y me dejaba palpar sin que me doliera la afrenta. Con los días perfeccioné un estilo rígido que avivaba sus deseos, que lo hacía depender de mí. Una tarde paseábamos por el lado del río, mientras Honorata cazaba por entre las estatuas. Habían empezado las lluvias, y las flores, mojadas en el mediodía, no se pegaban a la ropa. Hablábamos de cosas triviales: Aurelio me contaba que tía Esther lo había visitado de noche, en camisón, y en eso vimos la mariposa. Volaba enfrente de un enjambre de colores corrientes; al reconocernos hizo unos caracoleos y se posó en una lanza. Movía las alas sin despegarse del hierro, haciéndose la cansada, y Aurelio, poniéndose tenso, me soltó el talle para treparse a la reja. Pero esta vez la victoria fue mía: Me tendí sin decir palabra, la falda a la altura de las caderas, y la situación fue controlada.
Esperábamos al hombre porque lo había dicho don Jorge después de la lección de Historia, que vendría a la noche, a eso de las nueve. Nos había abastecido durante años y se hacía llamar el Mohicano. Como, según don Jorge, era un experimentado y valeroso combatiente —cosa inexplicable, pues le habían tomado la casa— lo aceptaríamos como huésped tras simular un debate. Ayudaría a tía Esther a exterminar la hierba, después cultivaría los terrenos del suroeste, los que daban al río.
—Creo que ahí viene —dijo Honorata, pegando la cara a los hierros del portón. No había luna y usábamos el candelabro.
Nos acercábamos a las cadenas que defendían el acceso, tía Esther rezando un apresurado rosario. El follaje se apartó y Aurelio iluminó una mano. Luego apareció una cara arrugada, inexpresiva.
—¿Santo y seña? —demandó don Jorge.
—Gillette y Adams —repuso el hombre con voz ahogada.
—Es lo convenido. Puede entrar.
—Pero… ¿Cómo?
—Súbase por los hierros, el cerrojo está oxidado.
De repente un murmullo nos sorprendió a todos. No había duda de que al otro lado del portón el hombre hablaba con alguien. Nos miramos alarmados y fue mamá la que rompió el fuego:
— ¿Con quién está hablando? — preguntó, saliendo de su sopor.
—Es que… no vengo solo.
—¿Acaso… lo han seguido? —dijo tía Esther, angustiada.
—No, no es eso.. Es que vine con… alguien.
—¡Pero en nombre de Dios…! ¿Quién?
—Una joven…, casi una niña.
—Soy su hija — interrumpió una voz excepcionalmente clara.
Deliberamos largamente: Mamá y yo nos opusimos; pero hubo tres votos a favor y una abstención de don Jorge. Finalmente bajaron a nuestro lado.
Ella dijo que se llamaba Cecilia, y caminaba muy oronda por los senderos oscuros. Era de la edad de Honorata, pero mucho más bonita y sin fallas anatómicas. Tenía los ojos azules y el pelo de un rubio dorado, muy extraño; lo llevaba lacio, partido al medio; las puntas, vueltas hacia arriba, reflejaban la luz del candelabro. Cuando llegamos a la casa dijo que tenía mucho sueño, que se acostaba temprano, y agarrando una vela entró muy decidida en el cuarto del abuelo, al final del corredor, encerrándose por dentro como si lo conociera. El hombre— porque hoy sé que no era su padre— después de dar las buenas noches con mucha fatiga y apretándose el pecho, se fue con don Jorge y Aurelio al pabellón de los criados, su tos oyéndose a cada paso. Nunca supimos cómo se llamaba realmente: Ella se negó a revelar su nombre cuando al otro día don Jorge, que siempre madrugaba, lo encontró junto a la cama, muerto y sin identificación.
Al Mohicano lo enterramos por la tarde cerca del pozo que daba la politécnica, bajo una mata de mango. Don Jorge despidió el duelo llamándolo “nuestro Soldado Desconocido”, y ella sacó desde atrás de la espalda un ramo de flores que le puso entre las manos. Después Aurelio comenzó a palear la tierra y yo lo ayudé la cruz que había fabricado don Jorge. Y todos regresamos con excepción de tía Esther, que se quedó rezando.
Por el camino noté que ella andaba de un modo raro: me recordaba a las bailarinas de ballet que había visto de niña en las funciones de Pro Arte. Parecía muy interesada en las flores y se detenía para cogerlas llevándoselas a la cara. Aurelio iba sosteniendo a mamá, que se tambaleaba de un modo lamentable, pero no le quitaba los ojos de encima a Cecilia y sonreía estupidamente cada vez que ella lo miraba.
En la comida Cecilia no probó bocado, alejó el plato como si le disgustara y luego se lo pasó a Honorata, que en retribución le celebró el peinado. Por fin me decidí a hablarle:
—Qué tinte tan lindo tienes en el pelo. ¿Cómo lo conseguiste?
—¿Tinte? No es tinte, es natural.
—Pero es imposible… Nadie tiene el pelo de ese color.
—Yo lo tengo así —dijo sonriendo—. Me alegro que te guste.
—¿Me dejas verlo de cerca? —pregunté. En realidad no le creía.
— Sí, pero no me lo toques.
Yo alcé una vela y fui hasta su silla; me apoyé en el respaldar y miré su cabeza detenidamente: el color era parejo, no parecía ser teñido; aunque había algo artificial en aquellos hilos dorados. Parecían de seda fría. De pronto se me ocurrió que podía ser una peluca y le di un tirón con ambas manos. No sé si fue su alarido lo que me tumbó al suelo o el susto de verla saltar de aquel modo; el hecho es que me quedé perpleja, a los pies de mamá, viéndola correr por todo el comedor, tropezando con los muebles, coger por el corredor y trancarse en el cuarto del abuelo agarrándose la cabeza como si fuera a caérsele; y Aurelio y tía Esther haciéndose los consternados, pegándose a la puerta para escuchar sus berridos, y mamá blandiendo una cuchara sin saber lo que pasaba, y para colmo Honorata, aplaudiendo y parada en una silla. Por suerte don Jorge callaba.
Después de los balbuceos de mamá y el prolijo responso de tía Esther me retiré dignamente y, rehusando la vela que Aurelio me alargaba, subí la escalera a tientas y con la frente alta.
Honorata entró en el cuarto y me hice la dormida para evitar discusiones. Por entre las pestañas vi cómo ponía sobre la cómoda el plato con la vela. Yo me volvía de medio lado para hacerle hueco; su sombra, resbalando por la pared, me recordaba los Juegos y Pasatiempos del Tesoro de la juventud, obra de mamá que había negociado don Jorge hacía unos cuatro años. Cojeaba desmesuradamente la sombra de Honorata; iba de un lado a otro zafándose las trenzas, buscando en la gaveta de la ropa blanca. Ahora se acercaba a la cama, aumentada de talla, inclinándose sobre mí, tocándome una mano.
—Lucila, Lucila, despiértate.
Yo simulé un bostezo y me puse boca arriba. “¿Qué quieres?”.
—¿Has visto como tienes las manos?
—No.
—¿No te las vas a mirar?
—No tengo nada en las manos— dije sin hacerle caso.
—Las tienes manchadas.
—Seguro que las tengo negras. Como le halé el pelo a ésa y le di un empujón a mamá…
—No las tienes negras, pero las tienes doradas —dijo Honorata furiosa.
Me miré las manos y era cierto: Un polvo de oro me cubría las palmas, el lado interior de los dedos. Me enjuagué en la palangana y apagué la vela. Cuando Honorata se cansó de sus vagas conjeturas pude cerrar los ojos. Me levanté tarde, atontada.
A Cecilia no la vi en el desayuno porque se había ido con tía Esther a ver qué hacían con la hierba. Mamá ya andaba borracha y Honorata se quedó conmigo para ayudarme en la limpieza; después haríamos el almuerzo.
Ya habíamos acabado abajo y estábamos limpiando el cuarto de tía Esther, yo sacudiendo y Honorata con la escoba, cuando me dio la idea de mirar por la ventana. Dejé de pasar el plumero y contemplé nuestros predios: a la izquierda y al frente, la verja, separándonos del río, las lanzas hundidas en la maleza; más cerca, a partir del flamboyán naranja, las cabezas de las estatuas, verdosas, como de ahogados, y las tablas grises del palomar japonés; a la derecha, los cultivos, el pozo, y Aurelio agachado en la tierra, recogiendo mangos junto a la cruz diminuta; más allá el muro, las tejas de la politécnica y una bandera ondeando. “Quién se lo iba a decir a los Enríquez”, pensaba. Y entonces la vi a ella. Volaba muy bajo en dirección al pozo. A veces se perdía entre las flores y aparecía más adelante, reluciendo como un delfín dorado. Ahora cambiaba de rumbo: Iba hacia Aurelio, en línea recta; y de pronto era Cecilia, Cecilia que salía por entre el macizo de adelfas, corriendo sobre la tierra roja, el pelo revoloteando al aire, flotando casi sobre su cabeza. Cecilia la que ahora hablaba con Aurelio, la que lo besaba antes de llevarlo de la mano por el sendero que atravesaba el parque.
Mandé a Honorata a que hiciera el almuerzo y me tiré en la cama de tía Esther: Todo me daba vueltas y tenía palpitaciones. Al rato alguien trató de abrir la puerta, insistentemente, pero yo estaba llorando y grité que me sentía mal, que me dejaran tranquila.
Cuando desperté era de noche y enseguida supe que algo había ocurrido. Sin zapatos me tiré de la cama y bajé la escalera; me adentré en el corredor, sobresaltada, murmurando a cada paso que aún había una posibilidad, que no era demasiado tarde.
Estaban en la sala, alrededor de Honorata; don Jorge lloraba bajito, en la punta del sofá; tía Esther, arrodillada junto al candelabro, se viraba hacia mamá, que manoteaba en su butaca sin poderse enderezar; y yo inadvertida, recostada al marco de la puerta, al borde de la claridad, escuchando a Honorata, mirándola escenificar en medio de la alfombra, sintiéndome cada vez más débil; y ella ofreciendo detalles, explicando cómo los había visto a la hora del crepúsculo por el camino del río, del otro lado de la verja. Y de repente el estallido: las plegarias de tía Esther, el delirio de mamá.
Yo me tapé los oídos. Bajé la cabeza con ganas de vomitar. Entonces, por entre la piel de los dedos escuché un alarido. Después alguien cayó sobre el candelabro y se hizo la oscuridad.
FIN