En lugar de prólogo: para ser más exactos

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Todos los miembros de nuestra familia, desde el más viejo hasta el más joven, tenemos la misma pequeña debilidad: la lectura. Es prácticamente imposible conseguir que uno de nosotros, por algún motivo, deje su libro a un lado para hacer alguna otra cosa urgente o inaplazable. Lo cual no significa que esa cosa urgente o inaplazable no se haga. Lo que sucede es que nos parece que no es en absoluto necesario renunciar por eso a la lectura. Se puede hacer perfectamente lo uno si tener que dejar de hacer lo otro, ¿o no? Admito que ello acarrea de vez en cuando algún pequeño percance…, pero ¿qué importa?

El abuelo, pongamos por caso, está sentado en un cómodo sillón de orejas, fumándose su pipa con un libro en la mano. Está leyendo. Al cabo de un rato, sacude su pipa dándole unos golpecitos en el cenicero de la mesita que tiene delante. Bueno, para ser más exactos, no es realmente su cenicero, sino más bien un florero. Por el sonido, el abuelo se acuerda vagamente de que ya hace mucho tiempo que debería haber tomado su medicina para la tos. Así que agarra el florero y se bebe todo lo que hay dentro.

—¡Mmm, mmm! —gruñe—, ¡qué fuerte está hoy el café…! ¡Lástima que esté tan frío!

La abuela, pongamos por caso, está sentada en el sofá que hay en el otro rincón del cuarto. Lleva puestas unas gafas sobre su nariz y hace calceta entrechocando las agujas. Sobre su regazo hay un grueso libro, que está leyendo.

Teje y teje… ¿Que qué teje? Pues un calcetín, por supuesto. Bueno, para ser más exactos, realmente no es un auténtico calcetín, sino más bien una especie de gigantesca serpiente de lana que cubre ya, serpenteante, todo el suelo de la habitación. Mientras la abuela pasa la página, echa una rápida ojeada al monstruo por encima de sus gafas y murmura:

—Me parece que ha vuelto a haber un incendio en casa. Pero los bomberos no deberían dejarse así, sin más, la manguera tirada por la casa…

El padre pinta retratos. Está, pongamos por caso, en su taller, delante de un lienzo, haciéndole un retrato a una rica y distinguida dama. La dama está sentada ante él en un pedestal; lleva en la cabeza un sombrerito de flores encantador y tiene a su perrillo faldero en el regazo. El padre pinta con una mano y con la otra sostiene un libro que está leyendo. Una vez terminado el cuadro, la distinguida y rica dama se acerca expectante a admirar su propio retrato. El cuadro ha quedado muy bonito. Bueno, para ser más exactos, quizá haya quedado un poco raro, pues a la dama del sombrerito de flores el padre le ha pintado la cara del perrillo faldero, y al perrillo faldero que tenía en el regazo le ha pintado el rostro de la dama. Por eso ahora la dama se marcha bastante indignada sin comprar el bonito retrato.

—Bueno —dice, afligido, el padre—, quizá no haya salido muy favorecida… ¡pero se parece!

La madre, pongamos por caso, está en la cocina preparando la comida. Afortunadamente, se le ha olvidado encender el fuego del puchero, porque, de lo contrario, tal vez la comida ya estuviera un poquito requemada, pues tiene un libro en una mano y lo está leyendo. En la otra mano tiene un cucharón, con el que remueve y remueve. Bueno, para ser más exactos, no se trata realmente de un auténtico cucharón, sino más bien de un termómetro.

Al cabo de un rato, se lo lleva a la oreja y dice, meneando la cabeza:

—Ya ha pasado otra hora. Así, naturalmente, jamás podré terminar a tiempo.

La hermana mayor (tiene catorce años) está, pongamos por caso, en el pasillo, al teléfono, en estado de tensión y con el auricular pegado a la oreja. Ya se sabe que los teléfonos se inventaron expresamente para las hermanas de catorce años, pues sin el auricular en la oreja, todas las hermanas de catorce años del mundo seguro que se morirían por falta de noticias, igual que los buzos sin botellas de oxígeno por falta de aire. Pero nuestra hermana de catorce años tiene, además, un libro en la mano y lo está leyendo. Aun así, naturalmente, oye muy bien todas las cosas emocionantes que su amiga tiene que contarle. Bueno, para ser más exactos, quizá no lo oiga del todo bien, porque en realidad, no ha marcado ningún número. Y así, finalmente, después de un par de horas, pregunta como de pasada:

—Oye, ¿quién es ese «Tuuu-Tuuu» del que llevas hablando todo el rato?

El hermano pequeño (tiene diez años) digamos que va, pongamos por caso, camino de la escuela. Naturalmente él también lleva un libro en la mano y lo va leyendo, pues ¿qué otra cosa mejor podría hacer durante el largo trayecto en el tranvía? El tranvía se bambolea y traquetea, sube y baja, y sin embargo, no acaba de moverse del sitio. Bueno, para ser más exactos, realmente no es un auténtico tranvía, sino más bien el ascensor de nuestra casa, del que el hermano pequeño se ha olvidado salir. Cuando, pasadas algunas horas, sigue sin haber llegado a la parada que hay delante de la escuela, murmura preocupado:

—Seguro que hoy el profesor tampoco va a creerme que, si llego siempre tarde, no es por culpa mía.

El miembro más joven de nuestra familia, el bebé, está, pongamos por caso, acostado en su canastilla. En nuestra familia, naturalmente también el bebé lee ya. Como todos los demás, tiene un libro en la mano, sólo que el suyo es más pequeño y pesa menos que los libros de los mayores, pues se trata de un libro de bebé. En la otra mano tiene el biberón, pues su misión, que él se toma muy en serio, consiste en alimentarse bien para hacerse grande y fuerte y poder leer pronto libros más grandes y más pesados. Pero, para ser más exactos, realmente lo que tiene en la mano no es exactamente su biberón, sino más bien un gran tintero. Y tampoco bebe de él, sino que, de vez en cuando, lo sacude y se echa un chorrito en su cabecita. Eso le trae absolutamente sin cuidado, y sólo cuando finalmente le cae una gruesa mancha de tinta en la página que está leyendo, comienza de repente a llorar y grita (y espero que nadie pondrá en duda que nuestro lector bebé sabe ya, por supuesto, hablar perfectamente):

—¡Qué alguien encienda la luz, que ya está todo muy oscuro!

Nuestro gato, como la mayoría de los gatos, tiene la misión de cazar ratones. Su profesión lo es todo para él; y por eso, pongamos por caso, se pasa tan a menudo horas enteras delante de una ratonera que hay a la izquierda, en la parte de atrás del cuarto, al lado del ropero. También él, por supuesto, tiene un pequeño libro entre las patas, pues ¿en qué otra cosa mejor iba a emplear tanto tiempo como se pasa al acecho? (Y el que crea que un gato puede leer no debería asombrarse de que también pueda hablar). Así que, como decía, está delante de la ratonera. Bueno, para ser más exactos, realmente no es una auténtica ratonera, pues, mientras estaba leyendo, los ratones le han dado sencillamente la vuelta y lo han corrido un poco hacia un lado, de manera que ahora está delante del enchufe. Al cabo de un rato, mete en él las uñas y echa chispas por el rabo.

—¡Ay! —maúlla sobresaltado—. ¡Este libro está realmente cargado de tensión!

Nuestra ranita de San Antonio está, pongamos por caso, en su recipiente. Tiene una importante misión: predecir el tiempo subiendo o bajando su escalera. Cumple con su obligación de una manera muy concienzuda, siempre y cuando en ese momento no esté leyendo, pues a estas alturas resultará evidente que en nuestra casa también la ranita de San Antonio tiene su propio libro, que es del tamaño de un sello y además impermeable.

(No malgastaré ahora ni una sola palabra diciendo que una rana que lee también habla). Lo malo es que en realidad no para de leer, y por ello no dedica la atención necesaria a su principal oficio. Aunque a veces, de repente, la mala conciencia puede con ella y se acuerda de su obligación. Entonces, para demostrar su buena voluntad, echa de repente a correr y sube la escalera a toda velocidad, siempre con el libro en su húmeda pata. O la baja exactamente igual deprisa y sin motivo alguno. Bueno, para ser más exactos, realmente no la baja peldaño a peldaño, sino que pisa en el vacío y cae dando tumbos por la escalera abajo, armando un estrépito de mucho cuidado.

—Si no me equivoco —croa entonces frotándose su verde anca—, pronto va a haber una fuerte depresión atmosférica.

El único de nuestra familia que no lee tenía que ser precisamente el ratón de biblioteca, que pongamos por caso, vive en el octavo tomo del diccionario enciclopédico Brockhaus. No señor, no lee. Él valora los libros exclusivamente desde el punto de vista de si son comestibles o no. Por eso sus opiniones sobre el «buen gusto» o el «mal gusto», por lo menos en ese sentido, sólo tienen un valor muy relativo, y todos los demás tampoco lo consideramos plenamente como un miembro de la familia.

Quizá alguien se esté preguntando ahora qué relación de parentesco guardo yo con el resto de los miembros de la familia. Debo reconocer que ni yo mismo lo tengo del todo claro. Bueno, para ser más exactos, yo a esta gente no la conozco en absoluto, y entre nosotros, casi no me creo que existan realmente. Posiblemente toda esta historia que os he contado ha salido como ha salido porque, mientras la estaba escribiendo, estaba al mismo tiempo leyendo el libro que tengo delante.

Y ahora ya lo único que me queda es aconsejaros que hagáis lo mismo. Bueno, para ser más exactos, realmente ya lo estáis haciendo, pues si no, no habríais leído todo lo que pone aquí. ¡Así que no molestéis y dejadme también a mí seguir leyendo!

Fin

Michael Ende. Fue uno de los escritores más importantes de literatura fatástica y de ficción infantil y juvenil del S.XX. Nació en Alemania en 1929, su padre, Edgar Ende, era un reconocido pintor surrealista prohibido por el partido Nazi. La obra de su padre, así como el barrio de Munich donde se crio, rodeado de pintores y otros artistas, determinó el rico estilo que más tarde desarrollaría.

Desertor del ejército nazi, luchó en un grupo antifascista durante la Segunda Guerra Mundial. Pese a querer ser dramaturgo, Ende acaba estudiando como actor mientras sigue desarrollando sus primeras obras, normalmente obras de carácter político.

El éxito le llega con Jim Botón y Lucas el maquinista (1962), una obra infantil de marcado corte fantástico que logra una gran repercusión y un rechazo frontal de la crítica literaria, anclada en la corriente realista que dominaba en Alemania desde la guerra.

Harto del ambiente generado a su alrededor, Ende se muda a las afuera de Roma, donde escribe obras como Momo (1973), ganadora del Premio de Literatura Juvenil en Alemania, y que suponen un espaldarazo para su carrera. En 1982 publica La historia interminable, una obra también juvenil que supera todas las expectativas editoriales y se traduce a más de cuarenta idiomas. Posteriormente se realizaría una adaptación del libro a la pantalla grande, pese a las protestas de Ende que intentó desvincularse por completo del proyecto.

Aunque es más conocido por sus libros de género juvenil, también publicó varios libros para adultos y numerosas obras de teatro, poesía o ensayos. Sus obras se caracterizan por la fantasía y el surrealismo, al igual que por los llamativos y extraños nombres que el autor les proporcionó.

Michael Ende murió en Stuttgart, Alemania, en 1995, debido a un cáncer de estómago diagnosticado tres años antes.

En 1998 se inauguró en Alemania el Michael Ende Museum, donde se pueden consultar sus obras en diferentes idiomas, escritos, parte de su biblioteca privada, entre otras pertenencias del escritor.