En el minuto exacto
Tocaron a la puerta. Abrí. Había una mujer joven. Ni bonita ni fea. Atractiva. Con la piel muy blanca y el pelo muy negro. Usaba un vestido claro, ancho, vaporoso. Sin maquillajes, sin joyas, sin reloj. Sólo un bolso negro, pequeño y simple. El conjunto era sencillo y agradable. Se le podían calcular unos treinta años. Quizás veintiocho.
No saludó. Le faltaba el aire y sudaba. Normal. Hay que subir por las escaleras. Pensé que vendería algo. Esperé que se repusiera y me hablara. Percibí que no vendía nada. Tomó aire y, sonriendo levemente, me dijo:
—¿Puedo pasar?
Me quedé indeciso. De todos modos le dije:
—Sí. Adelante.
Entró con el mismo aire que adopta un viejo amigo, conocedor de la casa. Todavía transpiraba y respiraba fuerte. Se puso a mirar los cuadros de las paredes. Displicentemente. Como si estuviera en una galería de arte. Un poco fresca. Me molestó:
—Sal a la terraza. Hay buena brisa.
—No, gracias. Ya estoy bien.
Siguió mirando los cuadros. Me invadía con la mayor tranquilidad del mundo. Le pregunté:
—¿Nos conocemos?
—Yo a ti sí.
—¿Cómo es eso?
—Por tus libros.
—Ahh, ¿te has leído alguno?
—Todos.
Me miró sonriendo y vino a sentarse en una silla frente a mí. Teníamos la mesa de comer por el medio. Es una mesa barnizada, redonda, no muy grande, pero de todos modos era un obstáculo interpuesto entre nosotros.
—¿Quieres agua?
—Sí. ¿Puedo fumar?
—Claro.
Le alcancé un cenicero. Pensé hacer café, pero me pareció un exceso. Bebió un sorbo de agua. Encendió el cigarro y me preguntó:
—¿Llevas mucho tiempo viviendo solo?
—No vivo solo.
—¿Tienes mujer?
—Sí.
—¿Hace años?
—Tres o cuatro.
—Pero en tus libros…
—Mis libros son mis libros y yo soy yo.
—Pero… estuviste un tiempo solo.
—Muchos años. No me gusta la soledad.
—A nadie le gusta.
—Depende. A veces es preferible estar solo. ¿Cómo te llamas?
—Jessica. —Qué bonito.
—En cubano.
—¿Cómo?
—Con Y. Con K. Con una sola S.
—No entiendo.
Sacó un bolígrafo y una pequeña agenda de su bolso. Lo escribió y me lo mostró:
—Yésika.
—Ah, un poco raro.
—Yo soy del campo. Para mis padres es así.
—¿Y qué haces, Yésika?
—¿Qué hago?
—¿A qué te dedicas?
—Estoy casada. Tengo dos hijas.
—Buen oficio.
—Jajajá.
—¿Vives en Cuba?
—¿Por qué?
—Por el acento. Pareces argentina. A modo de pausa botó el aire. Fuertemente, como quien suelta una carga pesada:
—Vivo en Milano. Hace siete años.
—Ahhh.
—Tus libros me los leí en italiano. Después en español. Ya hasta pienso en italiano.
—¿Te casaste con un italiano?
—Sí.
—¿Vives en la misma ciudad?
—No. En el campo, cerca de la ciudad.
Nos quedamos en silencio. Me da la impresión de que se distancia. Fuma y mira por la ventana que tiene al frente. Se ve un pedazo de cielo azul con nubes pequeñas y blancas. También se ven algunos edificios del Vedado y de Centro Habana. Parece que se queda flotando en el vacío y gana distancia y frialdad. Sin mirarme directamente me dice:
—Cuéntame de tu mujer. ¿Cómo se llama?
—Julia. No tengo nada que contar. O muy poco. No sé. Trabaja en una pizzería y cafetería de comidas rápidas. Pasa todo el día fuera. Regresa de noche. Ah, estuvo unos días en Milano. Hace cuatro años. Quizás estuvo cerca de tu casa.
—¿Contigo? ¿De visita?
—No. Es microbióloga. Tuvo un entrenamiento en aguas minerales. Pasó seis meses recorriendo manantiales y embotelladoras en Italia.
—Creo que en Milano no hay manantiales.
—Estuvo en la ciudad. En un curso sobre filtros especiales.
—¿Y ahora trabaja en una pizzería?
—Sí.
—No entiendo.
—La firma italiana pagaba dos mil dólares mensuales por su trabajo, pero la firma cubana se quedaba con todo, y le pagaban a ella once dólares mensuales. En la pizzería gana más.
—¿Qué tiempo lleva contigo?
—Ya te dije: tres o cuatro años.
—Debe ser una mujer feliz.
—¿Por qué?
—Me gustaría ser la mujer de un artista, de un poeta.
—Es muy difícil.
—¿Tú crees?
—Seguro.
—¿Por qué?
—Un artista siempre está a punto de volverse loco. Me miró en silencio, con un gesto de duda.
—¿A tú mujer le es difícil?
—Es una estoica.
—Pero te comprende.
—Uhmmm…, a veces sí…, no sé.
—¿No estás seguro?
—No hay nada que comprender. Además, nunca estoy seguro de nada. La duda es permanente. Para ella debe ser muy jodido.
—Tú eres un guerrero.
—Un artista. Los guerreros siempre ganan un botín en sus batallas. Los políticos, por ejemplo, son guerreros. Los artistas no compiten.
Saca una foto del bolso. Ella, sus dos niñas y el esposo. Sentados alrededor de una mesa. Al parecer es Navidad y están en un restaurante. Su esposo parece un hombre tranquilo, reposado, de unos cuarenta y cinco años o poco más. Sus niñas pueden tener cinco y seis años, o menos. Todos usan sombreritos de papel de colores y tienen silbatos de cartón. Sobre la mesa hay restos de comida y bebida, flores, serpentinas, un candelabro con tres velas y un 2000 grande, hecho con cuatro piezas de cartón, forrado con papel dorado. Miran a la cámara fijamente, serios, tienen cara de aburrimiento. O de sueño. Yésika frente a mí es una mujer inteligente y sensual. Un poco felina y astuta. En la foto es demasiado gris. Me parece estúpido ese 2000 encima de la mesa. Miro todos los detalles de la foto. Detenidamente. Ella me dice:
—Esta foto fue en el minuto exacto en que comenzaba el milenio.
—¿Es tu esposo?
—Sí. No quería que yo viniera sola a conocerte.
—¿Celoso?
—Discutimos varias veces y me prohibió que viniera.
—¿No confía en ti?
—No le gustan tus libros.
—Ahh…
—Dice que son indecentes.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana.
—Te costó trabajo decidirte.
—Es que… no podía regresar sin conocerte. Mi vida es una novela. Me botaron de la universidad, por inmoralidad, trabajé en un parqueo de bicicletas, di muchas vueltas en Varadero, con…, con los turistas, tú sabes. Vendí de todo en la bolsa negra y estuve presa unas cuantas veces, me casé con un alemán y me fui, y…, uf, si te cuento… es mucho…, ahhh, no sé. Ya ni sé.
—¿Qué no sabes?
—Me siento confundida. No sé si hago bien o mal.
—Yo tampoco sé si hago bien o mal, Yésika. Nadie lo sabe. Y también estoy confundido.
Cierra los ojos y levanta mucho las cejas.
—Te hubieras quedado en el campo, con papá y mamá, y estarías tranquilita.
Abre los ojos y me mira riéndose. Burlonamente. Un rayo de cinismo y perversidad atraviesa su rostro. Rápidamente lo borra y vuelve a adoptar aquel aire sereno, dulce, apacible. Comunica paz y tranquilidad.
—¿Vienes a Cuba con frecuencia?
—No. Cada dos o tres años. Las niñas no hablan español, y es un problema.
—¿Cuándo vuelves ahora?
—No sé. Uff…
Cierra los ojos de nuevo. Respira profundo y bota el aire con fuerza. Le digo:
—Has llevado una vida intensa.
—Demasiado. Podría escribir una novela.
—Todos podemos escribir una novela.
—¿Por qué?
—A todos nos gusta vivir en el novelón. Los cubanos somos noveleros de nacimiento.
—Eres cínico.
—Lo suficiente para resistir.
—Ufff…
De nuevo cierra los ojos. La siento atormentada:
—Sal a la terraza, Yésika. Refresca un poco.
Salió un minuto. Busqué un poco de agua para ella. Regresó inmediatamente a la sala. No quiso el agua. Yo fui detrás, con el vaso en la mano. Abrió la puerta, salió al vestíbulo, junto a la escalera. Entonces me dijo sonriendo, con su aire habitual de sosiego, serenidad y educación, casi rozando la elegancia:
—Me voy. Muchas gracias. Disculpa por molestarte. Es que… creo que tú y yo nos parecemos.
—Todos nos parecemos.
—¿Quiénes son todos?
—Todos.
Fin
Pedro Juan Gutiérrez. El novelista cubano Pedro Juan Gutiérrez nació en el municipio de Matanzas en 1950, aunque creció en Pinar del Río. Estudió Periodismo en la Universidad de La Habana, gracias a un curso con horarios especiales para trabajadores.
Ejerció la profesión de periodista tanto en prensa como en radio y televisión. Destacan sus reportajes sociales en cárceles americanas, favelas brasileñas o en las fronteras mexicanas. Aunque abandonó este oficio por el de escritor, esta devoción por la denuncia social se trasladará a sus novelas, en las que critica la pobreza del pueblo cubano y el paternalismo de su gobierno, y que se mezclan con imágenes sórdidas de la vida y el escape que da el sexo, el ron o los puros. Su estilo se ha llamado realismo sucio.
Es autor de la Trilogía sucia de La Habana, un trío de novelas protagonizadas por un periodista llamado Pedro Juan, cuya última parte se compone de relatos breves en los que el personaje aparece de manera intermitente. También ha publicado poemarios.
Su novela El rey de La Habana (1999) fue llevada al cine en 2015 por el cineasta español Agustí Villaronga. En el proyecto, coproducción entre España y República Dominicana, participaron los actores: Maikol David, Yordanka Ariosa, Héctor Medina Valdés o Jean Luis Burgos, entre otros.
Por la novela Animal tropical se hizo con el Premio Alfonso García-Ramos de Novela en el año 2000 y por Carne de perro se alzó con Premio Narrativa Sur del Mundo en 2003.