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En el bosque de Villefère

Foto de Virginia Johnson en Unsplash

El sol se había puesto. Las grandes sombras llegaron dando zancadas sobre el bosque. Bajo el extraño crepúsculo de un día tardío de verano, vi delante de mí la senda que se deslizaba entre los grandes árboles hasta desaparecer. Me estremecí y miré temerosamente por encima del hombro. Millas detrás de mí estaba el pueblo más cercano… y millas delante, el siguiente.

Miré a izquierda y derecha y seguí caminando, y pronto miré a mi espalda. No tardé en detenerme en seco, agarrando mi estoque, cuando una ramita al partirse delató el movimiento de algún animal pequeño. ¿O no era un animal?

Pero el sendero seguía adelante, y yo lo seguí, porque, en verdad, no podía hacer otra cosa.

Mientras avanzaba, pensé:

»Mis propios pensamientos serán mi perdición, si no tengo cuidado. ¿Qué hay en este bosque, excepto quizás las criaturas que merodean por él, ciervos y semejantes? ¡Bah, las estúpidas leyendas de esos aldeanos!».

Así que seguí adelante y el crepúsculo se convirtió en el anochecer. Las estrellas empezaron a parpadear y las hojas de los árboles murmuraron bajo la suave brisa. Y entonces me paré en seco y mi espada saltó a mi mano, pues justo delante, al doblar una curva del camino, alguien estaba cantando. Las palabras no podía distinguirlas, pero el acento era extraño, casi bárbaro.

Me escondí detrás de un árbol enorme, y un sudor frío perló mi frente. Entonces el cantante apareció a la vista, un hombre alto, delgado, difuso bajo el crepúsculo. Me encogí de hombros. A un hombre no le temía. Aparecí de un salto, la espada levantada.

—¡Alto!

No se mostró sorprendido.

—Os ruego que manejéis la hoja con cuidado, amigo —dijo.

Algo avergonzado, bajé la espada.

—Soy nuevo en este bosque —dije, en son de disculpa—. Me han hablado de bandidos. Le ruego perdón. ¿Dónde está la carretera que lleva a Villefére?

—Corbleu, se la ha dejado atrás —contestó—. Debería haberse desviado a la derecha hace un rato. Yo mismo voy hacia allá. Si acepta mi compañía, puedo orientarle.

Vacilé. Pero ¿por qué debería vacilar?

—Por supuesto. Mi nombre es De Montour, de Normandía.

—Yo soy Carolus le Loup.

—¡No! —retrocedí.

Me miró atónito.

—Perdone —dije yo—. Es un nombre extraño. ¿Loup no significa lobo?

—Mi familia es de grandes cazadores —contestó. No me ofreció la mano.

—Tiene que disculpar mi mirada —dije mientras desandábamos el camino— pero apenas puedo ver su rostro en la oscuridad.

Noté que se reía, aunque no hizo sonido alguno.

—No merece la pena mirarlo —contestó.

Me acerqué más y entonces me aparté de un salto, con el pelo de punta.

—¡Una máscara! —exclamé—. ¿Por qué lleva una máscara, m’sieu?

—Por un juramento —explicó—. Al huir de una manada de perros juré que si escapaba, llevaría una máscara durante algún tiempo.

—¿Perros, m’sieu?

—Lobos —contestó rápidamente—. Quise decir lobos.

Caminamos en silencio durante un rato y luego mi acompañante dijo:

—Me sorprende que camine por estos bosques de noche. Poca gente viene por estos caminos incluso de día.

—Tengo prisa por llegar a la frontera —contesté—. Se ha firmado un tratado con los ingleses, y el Duque de Borgoña tiene que saberlo. La gente del pueblo quiso disuadirme. Hablaron de un… lobo que supuestamente merodea por estos bosques.

—De aquí sale el camino hacia Villefére —dijo él, y vi un sendero estrecho y tortuoso que no había visto cuando pasé por delante antes. Conducía hacia la oscuridad de los árboles. Me estremecí.

—¿Desea regresar al pueblo?

—¡No! —exclamé—. ¡No, no! Adelante.

El sendero era tan estrecho que caminábamos en fila india, con él delante. Me fijé bien en él. Era más alto, mucho más que yo, y delgado y fibroso. Iba vestido con un traje que recordaba a España. Un largo estoque colgaba de su cadera. Caminaba con largas y ágiles zancadas, sin hacer ruido.

Entonces empezó a hablar de viajes y de aventuras. Habló de muchos países y mares que había visto y muchas cosas extrañas. Así que hablamos y nos internamos cada vez más en el bosque.

Yo suponía que era francés, pero tenía un acento muy extraño, que no era ni francés, ni español ni inglés, ni como el de ningún idioma que yo hubiera oído. Algunas palabras las decía incorrectamente y otras no podía pronunciarlas en absoluto.

—Este sendero es usado a menudo, ¿verdad? —pregunté.

—No por muchos —contestó, y se rio en silencio. Me estremecí. Estaba muy oscuro y las hojas susurraban entre las ramas.

—Un demonio acecha en este bosque —dije.

—Eso dicen los campesinos —contestó—. Pero yo lo he rondado a menudo y nunca he visto su rostro.

Entonces empezó a hablar de extrañas criaturas de la oscuridad, y la luna se elevó y las sombras se deslizaron entre los árboles. Levantó la mirada hacia la luna.

—¡Aprisa! —dijo—. Debemos alcanzar nuestro destino antes de que la luna llegue a su cénit.

Nos apresuramos por el sendero.

—Dicen —dije yo— que un hombre lobo acecha en este bosque.

—Es posible —dijo él, y hablamos largamente sobre dicho tema.

—Las viejas dicen —dijo él— que si se mata a un hombre lobo en la forma de lobo, entonces queda muerto, pero que si se le mata cuando es un hombre, entonces su media alma acosará a su asesino eternamente. Pero apresúrese, la luna casi ha llegado a su cénit.

Salimos a un pequeño claro iluminado por la luna y el extraño se detuvo.

—Hagamos una pausa —dijo.

—No, sigamos —le urgí—. No me gusta este sitio.

Se rio sin hacer ningún ruido.

—¿Por qué? —dijo—. Es un claro muy hermoso. Es tan bueno como un salón de banquetes, y muchas veces me he dado un festín aquí. ¡Ja, ja, ja! Mire, le mostraré un baile.

Y empezó a saltar de aquí para allá, echando hacia atrás la cabeza y riendo en silencio. Pensé que el hombre estaba loco.

Mientras él bailaba su extraña danza, yo eché un vistazo alrededor. El sendero no continuaba, sino que se detenía en el claro.

—Vamos —dije yo—, debemos continuar. ¿Es que no huele el olor rancio a pelo que impregna este claro? Esto es un cubil de lobos. Puede que estén rodeándonos y se deslicen sobre nosotros en estos momentos.

Cayó sobre las cuatro patas, saltó más alto que mi cabeza y vino hacia mí con un extraño movimiento furtivo.

—Este baile es conocido como la Danza del Lobo —dijo, y mi vello se erizó.

—¡Atrás!

Retrocedí, y con un chirrido que hizo estremecerse al eco, saltó hacia mí, y aunque llevaba una espada al cinto no la sacó. Mi estoque estaba medio fuera cuando me agarró el brazo y me tiró de bruces. Le arrastré conmigo y ambos golpeamos el suelo juntos. Liberando una mano le arranqué la máscara. Un alarido de horror brotó de mis labios. Ojos de animal refulgían bajo la máscara, colmillos blancos relampagueaban bajo la luz de la luna. Era el rostro de un lobo.

En un instante, tuve aquellos colmillos en el cuello. Manos con garras me arrancaron la espada de los dedos. Golpeé aquel rostro horrible con los puños cerrados, pero sus mandíbulas estaban hundidas en mis hombros, sus garras destrozaban mi garganta. Caí de espaldas. El mundo se desvanecía. Golpeé a ciegas. Mi mano cayó, y entonces se cerró automáticamente alrededor de la empuñadura de mi daga, que había sido incapaz de alcanzar. La saqué y se la clavé. Un bramido terrible y medio animal. Entonces, me puse en pie tambaleante, libre. A mis pies yacía el hombre lobo.

Me agaché, levanté la daga, hice una pausa, miré hacia arriba. La luna se acercaba a su cénit. Si mataba a la criatura en forma de hombre, su espantoso espíritu me acosaría eternamente. Me senté a esperar. La criatura me contemplaba con ojos centelleantes de lobo. Los largos y fibrosos miembros parecieron encogerse, retorcerse; el pelo pareció crecer sobre ellos. Temiendo la locura, tomé la espada de la criatura y la hice pedazos. Luego tiré la espada y salí corriendo.

Fin

Libros

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